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El guardián de Calakmul

El guardián de Calakmul

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Hoy, la Reserva de la Biosfera de Calakmul es el hábitat natural de muchas especies en peligro de extinción. Esta es la crónica de una expedición. Juventino Pérez, un guía turístico, lidera a un grupo de jóvenes guardabosques que buscan avistar al felino que él protege de la caza furtiva, un oficio que conoce muy bien.

La primera luz de la mañana se filtra por los recovecos más frondosos de la selva de Calakmul. Juventino Pérez avanza por senderos que él mismo se va inventando, caminos vírgenes entre la maleza, que abre de tajo con su machete afilado. Con la mirada alta, instintiva, este guardabosques de 55 años pisa firme el sendero y va descubriendo el resto de un paisaje tropical que no le resulta ajeno: las orquídeas moradas que se abrazan a los árboles, el rastro de un zorrillo en el lodo, las gotas de humedad que despiertan al amanecer.

La Reserva de la Biosfera Calakmul se despliega sobre el estado de Campeche, encuentra su límite en Yucatán y se desborda al sur hasta la frontera con Guatemala. Es la segunda mayor extensión de bosques tropicales en toda América, un corredor biológico de cedros, caobas y ceibas, y uno los territorios forestales mejor protegidos. Para llegar aquí hay que recorrer la carretera que une a Chetumal con Escárcega, la principal ciudad de paso hacia las capitales del sureste, donde Juventino tiene su casa, una que apenas habita porque la mayor parte de sus días transcurren en esta selva de Calakmul, un territorio donde trabaja como guía para turistas y de equipos científicos.

Es una mañana de octubre de 2022. En esta expedición el cometido es instruir a un grupo de guardabosques que se inicia en el oficio, jóvenes que siguen atentos sus pasos y consejos para avistar al felino más grande y elegante del continente: el jaguar, que los primeros pobladores de estas tierras erigieron como divino, que llamaron K’inich Ajaw (el Dios del Sol) o Ixchel (la anciana diosa jaguar de la partería y la guerra).

Los aprendices avanzan con la confianza de ser liderados por el mejor explorador. Juventino, de rostro curtido y frente ancha, los ojos despiertos, el pelo negro azabache, lleva más de cuarenta años adentrándose en las profundidades de la selva de Calakmul. Desde hace más de una década dedica su vida a la conservación, pero antes llegó a ser uno de los cazadores furtivos más codiciados, y el jaguar, su trofeo más vitoreado. Un pasado que sabe irreversible, pero que intenta contrarrestar con las acciones del presente: vigilar los peligros que acechan las profundidades de esta biosfera.

Desde lo alto, en las copas de los árboles, llegan apresurados los chillidos de unas aves que Juventino señala con el dedo: “¡Las escandalosas ya avisaron que andamos por aquí! Ellas alertaban a los mayas de cuando alguien entraba en su territorio”, dice refiriéndose a las peas, aves que vigilan sobre las ramas, primas de los cuervos que, cuando escuchan las pisadas de todo ser ajeno a la naturaleza, comienzan a retorcerse en graznidos para anunciar con su alboroto la llegada de intrusos.

Juventino no es un foráneo en este bosque, él ya pertenece a la selva, respira a su son y, así como sus prendas se difuminan con la tierra y las hojas —la chamarra impermeable en tonos camuflaje, pantalones, visera y una mochila a juego—, cada vez que se dirige al grupo que camina a sus espaldas lo hace en un susurro, como si hubiera aprendido a mimetizar su voz con la dinámica sonora de la naturaleza. “En la temporada de calor, cuando la hoja está muy seca, hay que andar pisando primero con la punta del pie, después con el talón, amortiguando el caminar para no hacer ruido”, instruye.

Mientras el equipo avanza, sus ojos despiertos dirigen la mirada hacia un ángulo y otro; Juventino olfatea las plantas, corta sus tallos para llevárselos a la boca y morderlos, examinarlos. “Esto es guaco, la contrayerba, y tiene poderes curativos contra la mordedura de serpiente”, dice. De vez en cuando, con movimientos reptilianos, voltea hacia atrás para asegurarse de que sus discípulos lo sigan, jóvenes que se han sumado a esta aventura para contagiarse de su instinto e instruirse en sus conocimientos.

Saberes que requerirán para ejercer su trabajo en la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas: señalizar senderos, vigilar la fauna y los recursos naturales frente a actividades prohibidas en la zona —como la caza y la pesca—, supervisar la salud de los árboles milenarios, monitorear plagas o rescatar a intrépidos que tuvieron la mala fortuna de desorientarse entre la maleza desbocada. Saberes para sobrevivir en una selva a la que se asoman peligros, entre ellos, el tráfico de especies exóticas, el negocio ilegal que más ganancias mueve en el mundo, después de las drogas y las armas.

Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, en 2020 el contrabando de especies generaba veintitrés mil millones de dólares anuales, y afecta sobre todo al continente americano, que cuenta con cinco de los diez países con mayor diversidad. Entre ellos México. En Calakmul, la tala ilícita de maderas es otra empresa, cada día más poderosa, que hace mella sobre dos especies: el ciricote y el granadillo, alientos de vida vegetal que se secan a golpes de motosierra por la mafia maderera.

Según una investigación de InSight Crime, de 2018 a 2021 se documentó en esta selva la extracción ilegal de casi doscientos de estos árboles, con un valor estimado de 1.4 millones de dólares en el mercado negro. “El clandestinaje era algo tremendo antes de que el Gobierno protegiera la selva. Un saqueo constante de la naturaleza, de piezas arqueológicas. Se llevaban camiones y camiones de troncos, de restos arqueológicos”, recuerda Juventino. “Todavía se siguen arrancando árboles, pero a escondidas”.

Entonces se frena en seco. Aparece un par de huellas en el camino, trazas de un felino, pero no del que buscan. “Pasó un ocelote y la marca está todavía fresca”, señala, para después dar la orden de retomar el paso por senderos imposibles.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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Según la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad, Calakmul constituye un territorio importante para la conservación de especies raras o consideradas en peligro de extinción, como el ocelote o el pecarí de labios blancos que fotografió la cámara camuflada que instaló el equipo de Juventino Pérez el día anterior. Tanto su extensión como ubicación representan una de las pocas posibilidades para conservar a poblaciones saludables al borde de la desaparición.

En los últimos cuarenta años, el jaguar ha perdido 60% de su hábitat en México, el animal al que Juventino tantas veces apuntó, primero con la mirada, después con la escopeta, para darle condena de muerte. El propio terreno sobre el que caminamos le hace honor en maya: Balamkú, que significa “lugar del jaguar”. Científicos del Laboratorio de Ecología y Conservación de Fauna Silvestre de la UNAM calculan que en todo México viven 4 800 ejemplares, concentrados en su mayoría en la costa del Pacífico y al sureste del país, siendo la península de Yucatán la región con mayor población, donde Calakmul constituye un reino conquistado por el jaguar.

“Cuando lo tiene uno de frente, es todavía más impresionante de lo que imaginaba”, dice Juventino sobre este felino. En su pelaje, los pueblos originarios leían el atlas del cielo; en cada mota, un astro; en cada ejemplar, un patrón distinto de manchas que lo hace único, como si se tratara de su huella dactilar. Aquellas culturas milenarias también se servían de su manto estelar como indumentaria de poder. Pocos como el exfurtivo conocen tan bien los movimientos del jaguar, cuyo rugido en época de brama —en el otoño— puede escucharse a kilómetros, haciendo retumbar los cimientos de roca caliza. “Si el jaguar brama con el hocico apuntando al cielo, su rugido no resulta tan potente, pero si lo hace hacia abajo, la tierra parece que temblara, hasta se sienten caer las hojas de las copas. A más de cien metros y se siente aquí al ladito”, dice.

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Juventino Pérez nunca fue a la escuela. Su padre trajo a la familia desde Veracruz hasta Campeche para trabajar en el negocio de la chiclería, al que lo introdujo de adolescente.

La extracción de la resina pegajosa y aglutinante que se obtiene del árbol del chicozapote fue un negocio muy importante para la economía regional, que llegó a fijar rutas nacionales desde finales del siglo XX y que volvió a estar en auge en los años setenta, reclamando manos y sudores migrantes para aquellas jornadas intensas en las que Juventino desarrolló un vínculo especial con la naturaleza, de la que aprendió sus ritmos como si se tratara de un calendario personal: en qué mes cada árbol ofrece los frutos más maduros, la mejor luz de la tarde para observar el cortejo del pájaro saltarín cabecirrojo, la hora exacta a la que se pone a cantar el pavo ocelado en abril.

“Llegué a Campeche de chamaco y empecé a conocer la selva, a instruirme en ella. Su naturaleza me atrapó”, dice.

De su padre también aprendió a cazar. “Conejos y chachalacas a las que tiraba con rifle en las noches veracruzanas”, cuenta. Pero, al contrario que su progenitor, Juventino no quiso dedicarse a las labores campesinas, se podía vivir mejor disparando, primero a corzos y jabalís, después a jaguares. Tenía solo dieciséis años cuando abatió al primero en un ejido. “Lo sorprendí en la madrugada cuando estaba atacando a un venado. Fue solo un tiro limpio y me llevé de una a los dos animales”, recuerda. Un trailero que pasaba por la zona le regaló, a cambio de las presas, una bicicleta y mucho dinero: “Jamás había visto tanto billete junto”, asegura. Desde entonces se enfocó en dar caza al jaguar, a observarlo para aprender sus costumbres, a llamarlo con un silbato.

Juventino todavía acostumbra a recorrer la selva de Calakmul con ese instrumento en el bolsillo, capaz de atraer al felino, el silbato de la muerte. Un sonador de madera, hueco por dentro, que los mexicas usaban en sus combates para amplificar el grito de los combatientes y que su ejército pareciera mucho mayor, un sonido explosivo que imita el lamento más intenso del viento, un desgarro del alma, el grito de guerra más temido. “No lo traje conmigo, se nos echaría encima. El jaguar de acá no es agresivo, no suele atacar. Pero si lo llamo, es como un insulto, amenaza de que le invaden su territorio. Solo lo utilizo cuando hay que dardearlo”, explica. Ahora Juventino es el responsable de disparar el sedante cada vez que acompaña a equipos de biólogos para introducirles a los jaguares un chip con el que pueden monitorearlos. Lo hacen para entender mejor su biología y tener un censo de su población, para saber por cuáles rincones de la selva de Calakmul se desplaza el felino. Ahora que trabaja con científicos, Juventino recoge también muestras de sangre o carga al pesado animal en sus brazos hasta un laboratorio improvisado en medio de la selva. Cuanto más se conozca de él, más fácil resultará formular estrategias para protegerlo.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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“Hace no tanto se traficó mucho por acá con piel de jaguar, su venta dejaba mucha lana. Se podían sacar hasta noventa mil pesos. ¿Quién no se iba a aventar a hacerlo, si con el ejido se cobra dos mil a la semana? ¿Quién no se quiere morir de hambre?”, dice Juventino Pérez, y lanza las preguntas al aire en susurros.

El jaguar está catalogado en México como una especie en peligro de extinción y su cacería está vedada desde 1987. En los últimos años iniciaron los censos de población, y la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) ha implementado un total de 125 Comités de Vigilancia Ambiental Participativa; las redadas de las autoridades para disuadir la comisión de ilícitos, así como para combatir el tráfico de ejemplares, son cada vez más duras. “El jaguar se sigue cazando, pero le bajaron mucho. Ya es más difícil de vender, no se puede exhibir en un mercado, y si te agarran, te meten preso”.

Juventino conoce los entresijos de este negocio ilegal. Ganó mucho dinero comerciando con las pieles. Antes de trabajar como guía y dedicarse a la protección de esta biosfera, llegó a ser uno de los cazadores furtivos más codiciados. “Me hacían llamar de otros lugares. Trabajé varias temporadas en Mérida como guía de cacerías con puro gringo”. La mayoría de sus clientes eran de Estados Unidos: “Mucho texano que pagaba una ‘lanota’ solo porque los llevara hasta el jaguar. Luego se volvió un negocio más clandestino, aunque funcionarios del propio Gobierno siguen metiendo a su gente, organizando cacerías furtivas para extranjeros”, cuenta.

Hoy, la Norma Oficial Mexicana 059 establece una pena de uno a nueve años de prisión y una multa para quien trafique con las pieles. Pero, aunque su venta dejó de ser negocio exhibido, por las repercusiones penales, los jaguares siguen siendo desollados y vendidos como trofeos de caza y artículos de lujo. Entre los años 1975 y 2017, la Profepa llegó a realizar más de 1 865 operativos en México, en los que incautó ejemplares vivos, pieles, garras, colmillos, patas y cabezas de jaguar.

“Una vez fui hasta la Huasteca Potosina por encargo de un ganadero. Andaba un jaguar comiéndose a sus borregos, y llevan entre diez gentes muchos días buscándolo sin éxito. La primera noche que llegué al terreno me lo eché por un buen dinero”.

Aunque le gusta reconocer su destreza como tirador, Juventino no lo cuenta con orgullo. Es difícil advertir un completo arrepentimiento, pero asegura que no lo volvería a hacer, acabar con la vida del jaguar. “Ahora lo respeto mucho. Matar por matar no está bien. Mejor protegerlo, porque lo cuidas y ganas más. En la conservación hay billete, ahí está el futuro que viene”, confiesa el giro que dio a su vida con una sonrisa a la que asoma la corona en oro que envuelve su colmillo izquierdo.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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El guardián de Calakmul se arrodilla para alcanzar algo del suelo, lo coloca en la palma de su mano y lo muestra a sus aprendices. Es un pedazo de cerámica maya como los que de vez en cuando la lluvia barre consigo y descubre a la intemperie. “Quizás tengamos suerte y encontremos también jadeíta”, dice Juventino Pérez en referencia a la piedra que se usaba en joyas de la realeza o en el ajuar mortuorio de gente de poder, la cual atrae expediciones de antropólogos, quienes también anhelan encontrar algún fragmento de obsidiana. Son los retazos del pasado con los que los expertos reconstruyen la historia de una de las civilizaciones más esplendorosas de nuestra era. Aquí, en Calakmul, se alza una ciudad monumental, un museo natural de arqueología, vestigios que suponen uno de los descubrimientos más relevantes del legado prehispánico. Las ruinas que se asoman entre la vegetación fueron encontradas a inicios del siglo XX y hoy son las responsables de atraer a 42 000 visitantes al año. A lo largo de este territorio todavía yacen restos arqueológicos todavía sin explorar, esperando sin apremio a ser hallados.

“Por esta selva siempre se puede encontrar algo, una piedra, un trocito de una vasija, la punta de una lanza… Y hay muchas ruinas que no han sido registradas por el INAH [Instituto Nacional de Antropología e Historia]”, dice Juventino. Durante un tiempo, él se desempeñó como guía de antropólogos, ayudando a localizar antiguas construcciones mayas. También ha acompañado a trabajadores de la Profepa a deslindar parcelas en el terreno salvaje y levantar censos de biodiversidad. “En aquellas salidas aprendí a trabajar con GPS, pero yo prefiero utilizar la brújula”, afirma con sinceridad.

Después de caminar doscientos, trescientos kilómetros —en la selva  de Calakmul las horas se desconfiguran—, el equipo ha llegado a un lugar donde se avista una cueva pequeña sobre un montículo de piedras. Allí se erige un vestigio de ruinas prehispánicas, una de las guaridas favoritas del jaguar para dormir. “Ya estamos sobre el animal”, anuncia.

Cuando los hombres llegan a la boca de la ruina, el guardabosques saca una linterna para alumbrar las entrañas de la excavación y unas escaleras en caracol arcaicas que descienden en la completa oscuridad. Al asomarse, la claustrofobia se apodera de la mayoría y un desagradable olor a orín y guano golpea las narices. El hedor es insoportable: el sudor del felino que Juventino rastrea se intensifica cuando se mezcla con el olor que desprende el sustrato resultante de la acumulación de excremento de murciélago.

El jaguar está adentro.

“Meterse ahí puede ser peligroso, nos puede matar”, dice. Y respirar el guano, altamente comercializado como fertilizante natural, puede provocar la enfermedad de las cavernas. La histoplasmosis, infección causada por la inhalación de las esporas de un hongo que se encuentra en este tipo de deposiciones, es capaz de desencadenar una variedad de síntomas neurológicos, un desenlace evitable con un equipo cualificado.

Mientras los aprendices toman un momento para sacar las cantimploras e hidratarse, un rugido como del inframundo emerge desde las profundidades, provocando el vuelo despavorido de un zopilote que huye hacia el cielo.

“Creo que nuestra presencia lo despertó y, si se siente amenazado, puede atacarnos”, dice Juventino. El objetivo es ver al animal, pero sin que se sienta acorralado. Como una señal premonitoria, deciden que mejor es momento de regresar y descansar un rato. Retomarán la búsqueda por la noche. “El mejor momento para encontrar al cazador nocturno”.

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El ulular de un búho solitario, un canto abrupto que se prolonga apenas unos segundos para extinguirse y volver a resonar, acompaña los pasos de los aprendices que avanzan con linternas en la frente. A los lados del camino que van trazando, centenares de ojos como diamantes se asoman a la oscuridad. Son ojos de arañas, ocelos con los que captan la luz y la reflejan, tintineando como estrellas. Los sonidos más tenebrosos los emiten los monos araña, que se balancean de rama en rama, ocultos en la negrura de la noche, momento en el que los peligros de la selva de Calakmul se acrecientan, cuando se puede confundir una serpiente venenosa con una liana o ver la aparición de un grupo de furtivos que, como ellos, quieren encontrar al jaguar. No obstante, los traficantes de animales exóticos y de maderas preciosas no son los únicos depredadores de esta selva.

Sobre la selva de Calakmul se ciernen muchas amenazas. Como la deforestación, producto del desarrollo turístico y la urbanización, que avanza sin escrúpulos arrancando la vida de raíz. Como la extensión de las fronteras ganaderas y el cambio de uso de suelo para cultivos que, en 2017, según Global Forest Watch y la oenegé mexicana Reforestamos, ya habían arrebatado, sin lástima, más de 54 000 hectáreas al bosque de ceibas, chicozapotes, caobas, amates y cedros. Los incendios provocados también se han vuelto comunes. Como recogieron los satélites de la NASA, más de tres mil hectáreas de selva protegida perecieron bajo las llamas en 2019.

Son las cinco de una mañana de octubre de 2022. Fracasó el segundo intento. Los aprendices de Juventino Pérez, decepcionados por no haber encontrado al felino, se retiran de la expedición exhaustos, antes de que el amanecer termine por despertar a la selva. “La próxima vez habrá más suerte, en esta época no es tan fácil dar con él. Para el jaguar se necesita tiempo. Habrá que volver en abril o mayo, cuando cesen las lluvias, a los animales por todos lados se los puede observar porque llegan hasta lo más bajo del bosque en busca de agua”, anima Juventino a los otros, abrumados por el desencanto.

La última intimidación que enfrenta esta reserva la constituye el Tren Maya, que atravesará sus entrañas, del que dicen los gobernantes que traerá “el progreso”, la “promesa de prosperidad”. Mientras tanto, los lugareños observan cómo sobre sus tierras avanza la construcción a paso acelerado. Un tren cuya maquinaria pesada también podría resultar el jaque mate a las especies protegidas.

De vuelta al campamento, cuando se le pregunta a Juventino por el tren, se vuelve más circunspecto: “La reserva ha cambiado mucho. Primero la saquearon, después decidieron protegerla, o lo intentaron, al menos. No sé qué pasará cuando ese tren eche a andar. Trabajo ya está trayendo, porque la obra avanza, aunque los planes cambian a cada rato”. Y después confiesa: “Yo no me meto en ‘esos asuntos’ mientras pueda seguir haciendo lo que hago: mostrarles a los visitantes al jaguar, tener la suerte de que alcancen a verlo desde cerquita, y sentirme libre en esta selva, que es mi casa, ya una vida entera acá, un hogar en el que solo soy un servidor”.

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Esta historia sobre la selva de Calakmul se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».

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El guardián de Calakmul

El guardián de Calakmul

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Tiempo de Lectura: 00 min

Hoy, la Reserva de la Biosfera de Calakmul es el hábitat natural de muchas especies en peligro de extinción. Esta es la crónica de una expedición. Juventino Pérez, un guía turístico, lidera a un grupo de jóvenes guardabosques que buscan avistar al felino que él protege de la caza furtiva, un oficio que conoce muy bien.

La primera luz de la mañana se filtra por los recovecos más frondosos de la selva de Calakmul. Juventino Pérez avanza por senderos que él mismo se va inventando, caminos vírgenes entre la maleza, que abre de tajo con su machete afilado. Con la mirada alta, instintiva, este guardabosques de 55 años pisa firme el sendero y va descubriendo el resto de un paisaje tropical que no le resulta ajeno: las orquídeas moradas que se abrazan a los árboles, el rastro de un zorrillo en el lodo, las gotas de humedad que despiertan al amanecer.

La Reserva de la Biosfera Calakmul se despliega sobre el estado de Campeche, encuentra su límite en Yucatán y se desborda al sur hasta la frontera con Guatemala. Es la segunda mayor extensión de bosques tropicales en toda América, un corredor biológico de cedros, caobas y ceibas, y uno los territorios forestales mejor protegidos. Para llegar aquí hay que recorrer la carretera que une a Chetumal con Escárcega, la principal ciudad de paso hacia las capitales del sureste, donde Juventino tiene su casa, una que apenas habita porque la mayor parte de sus días transcurren en esta selva de Calakmul, un territorio donde trabaja como guía para turistas y de equipos científicos.

Es una mañana de octubre de 2022. En esta expedición el cometido es instruir a un grupo de guardabosques que se inicia en el oficio, jóvenes que siguen atentos sus pasos y consejos para avistar al felino más grande y elegante del continente: el jaguar, que los primeros pobladores de estas tierras erigieron como divino, que llamaron K’inich Ajaw (el Dios del Sol) o Ixchel (la anciana diosa jaguar de la partería y la guerra).

Los aprendices avanzan con la confianza de ser liderados por el mejor explorador. Juventino, de rostro curtido y frente ancha, los ojos despiertos, el pelo negro azabache, lleva más de cuarenta años adentrándose en las profundidades de la selva de Calakmul. Desde hace más de una década dedica su vida a la conservación, pero antes llegó a ser uno de los cazadores furtivos más codiciados, y el jaguar, su trofeo más vitoreado. Un pasado que sabe irreversible, pero que intenta contrarrestar con las acciones del presente: vigilar los peligros que acechan las profundidades de esta biosfera.

Desde lo alto, en las copas de los árboles, llegan apresurados los chillidos de unas aves que Juventino señala con el dedo: “¡Las escandalosas ya avisaron que andamos por aquí! Ellas alertaban a los mayas de cuando alguien entraba en su territorio”, dice refiriéndose a las peas, aves que vigilan sobre las ramas, primas de los cuervos que, cuando escuchan las pisadas de todo ser ajeno a la naturaleza, comienzan a retorcerse en graznidos para anunciar con su alboroto la llegada de intrusos.

Juventino no es un foráneo en este bosque, él ya pertenece a la selva, respira a su son y, así como sus prendas se difuminan con la tierra y las hojas —la chamarra impermeable en tonos camuflaje, pantalones, visera y una mochila a juego—, cada vez que se dirige al grupo que camina a sus espaldas lo hace en un susurro, como si hubiera aprendido a mimetizar su voz con la dinámica sonora de la naturaleza. “En la temporada de calor, cuando la hoja está muy seca, hay que andar pisando primero con la punta del pie, después con el talón, amortiguando el caminar para no hacer ruido”, instruye.

Mientras el equipo avanza, sus ojos despiertos dirigen la mirada hacia un ángulo y otro; Juventino olfatea las plantas, corta sus tallos para llevárselos a la boca y morderlos, examinarlos. “Esto es guaco, la contrayerba, y tiene poderes curativos contra la mordedura de serpiente”, dice. De vez en cuando, con movimientos reptilianos, voltea hacia atrás para asegurarse de que sus discípulos lo sigan, jóvenes que se han sumado a esta aventura para contagiarse de su instinto e instruirse en sus conocimientos.

Saberes que requerirán para ejercer su trabajo en la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas: señalizar senderos, vigilar la fauna y los recursos naturales frente a actividades prohibidas en la zona —como la caza y la pesca—, supervisar la salud de los árboles milenarios, monitorear plagas o rescatar a intrépidos que tuvieron la mala fortuna de desorientarse entre la maleza desbocada. Saberes para sobrevivir en una selva a la que se asoman peligros, entre ellos, el tráfico de especies exóticas, el negocio ilegal que más ganancias mueve en el mundo, después de las drogas y las armas.

Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, en 2020 el contrabando de especies generaba veintitrés mil millones de dólares anuales, y afecta sobre todo al continente americano, que cuenta con cinco de los diez países con mayor diversidad. Entre ellos México. En Calakmul, la tala ilícita de maderas es otra empresa, cada día más poderosa, que hace mella sobre dos especies: el ciricote y el granadillo, alientos de vida vegetal que se secan a golpes de motosierra por la mafia maderera.

Según una investigación de InSight Crime, de 2018 a 2021 se documentó en esta selva la extracción ilegal de casi doscientos de estos árboles, con un valor estimado de 1.4 millones de dólares en el mercado negro. “El clandestinaje era algo tremendo antes de que el Gobierno protegiera la selva. Un saqueo constante de la naturaleza, de piezas arqueológicas. Se llevaban camiones y camiones de troncos, de restos arqueológicos”, recuerda Juventino. “Todavía se siguen arrancando árboles, pero a escondidas”.

Entonces se frena en seco. Aparece un par de huellas en el camino, trazas de un felino, pero no del que buscan. “Pasó un ocelote y la marca está todavía fresca”, señala, para después dar la orden de retomar el paso por senderos imposibles.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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Según la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad, Calakmul constituye un territorio importante para la conservación de especies raras o consideradas en peligro de extinción, como el ocelote o el pecarí de labios blancos que fotografió la cámara camuflada que instaló el equipo de Juventino Pérez el día anterior. Tanto su extensión como ubicación representan una de las pocas posibilidades para conservar a poblaciones saludables al borde de la desaparición.

En los últimos cuarenta años, el jaguar ha perdido 60% de su hábitat en México, el animal al que Juventino tantas veces apuntó, primero con la mirada, después con la escopeta, para darle condena de muerte. El propio terreno sobre el que caminamos le hace honor en maya: Balamkú, que significa “lugar del jaguar”. Científicos del Laboratorio de Ecología y Conservación de Fauna Silvestre de la UNAM calculan que en todo México viven 4 800 ejemplares, concentrados en su mayoría en la costa del Pacífico y al sureste del país, siendo la península de Yucatán la región con mayor población, donde Calakmul constituye un reino conquistado por el jaguar.

“Cuando lo tiene uno de frente, es todavía más impresionante de lo que imaginaba”, dice Juventino sobre este felino. En su pelaje, los pueblos originarios leían el atlas del cielo; en cada mota, un astro; en cada ejemplar, un patrón distinto de manchas que lo hace único, como si se tratara de su huella dactilar. Aquellas culturas milenarias también se servían de su manto estelar como indumentaria de poder. Pocos como el exfurtivo conocen tan bien los movimientos del jaguar, cuyo rugido en época de brama —en el otoño— puede escucharse a kilómetros, haciendo retumbar los cimientos de roca caliza. “Si el jaguar brama con el hocico apuntando al cielo, su rugido no resulta tan potente, pero si lo hace hacia abajo, la tierra parece que temblara, hasta se sienten caer las hojas de las copas. A más de cien metros y se siente aquí al ladito”, dice.

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Juventino Pérez nunca fue a la escuela. Su padre trajo a la familia desde Veracruz hasta Campeche para trabajar en el negocio de la chiclería, al que lo introdujo de adolescente.

La extracción de la resina pegajosa y aglutinante que se obtiene del árbol del chicozapote fue un negocio muy importante para la economía regional, que llegó a fijar rutas nacionales desde finales del siglo XX y que volvió a estar en auge en los años setenta, reclamando manos y sudores migrantes para aquellas jornadas intensas en las que Juventino desarrolló un vínculo especial con la naturaleza, de la que aprendió sus ritmos como si se tratara de un calendario personal: en qué mes cada árbol ofrece los frutos más maduros, la mejor luz de la tarde para observar el cortejo del pájaro saltarín cabecirrojo, la hora exacta a la que se pone a cantar el pavo ocelado en abril.

“Llegué a Campeche de chamaco y empecé a conocer la selva, a instruirme en ella. Su naturaleza me atrapó”, dice.

De su padre también aprendió a cazar. “Conejos y chachalacas a las que tiraba con rifle en las noches veracruzanas”, cuenta. Pero, al contrario que su progenitor, Juventino no quiso dedicarse a las labores campesinas, se podía vivir mejor disparando, primero a corzos y jabalís, después a jaguares. Tenía solo dieciséis años cuando abatió al primero en un ejido. “Lo sorprendí en la madrugada cuando estaba atacando a un venado. Fue solo un tiro limpio y me llevé de una a los dos animales”, recuerda. Un trailero que pasaba por la zona le regaló, a cambio de las presas, una bicicleta y mucho dinero: “Jamás había visto tanto billete junto”, asegura. Desde entonces se enfocó en dar caza al jaguar, a observarlo para aprender sus costumbres, a llamarlo con un silbato.

Juventino todavía acostumbra a recorrer la selva de Calakmul con ese instrumento en el bolsillo, capaz de atraer al felino, el silbato de la muerte. Un sonador de madera, hueco por dentro, que los mexicas usaban en sus combates para amplificar el grito de los combatientes y que su ejército pareciera mucho mayor, un sonido explosivo que imita el lamento más intenso del viento, un desgarro del alma, el grito de guerra más temido. “No lo traje conmigo, se nos echaría encima. El jaguar de acá no es agresivo, no suele atacar. Pero si lo llamo, es como un insulto, amenaza de que le invaden su territorio. Solo lo utilizo cuando hay que dardearlo”, explica. Ahora Juventino es el responsable de disparar el sedante cada vez que acompaña a equipos de biólogos para introducirles a los jaguares un chip con el que pueden monitorearlos. Lo hacen para entender mejor su biología y tener un censo de su población, para saber por cuáles rincones de la selva de Calakmul se desplaza el felino. Ahora que trabaja con científicos, Juventino recoge también muestras de sangre o carga al pesado animal en sus brazos hasta un laboratorio improvisado en medio de la selva. Cuanto más se conozca de él, más fácil resultará formular estrategias para protegerlo.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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“Hace no tanto se traficó mucho por acá con piel de jaguar, su venta dejaba mucha lana. Se podían sacar hasta noventa mil pesos. ¿Quién no se iba a aventar a hacerlo, si con el ejido se cobra dos mil a la semana? ¿Quién no se quiere morir de hambre?”, dice Juventino Pérez, y lanza las preguntas al aire en susurros.

El jaguar está catalogado en México como una especie en peligro de extinción y su cacería está vedada desde 1987. En los últimos años iniciaron los censos de población, y la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) ha implementado un total de 125 Comités de Vigilancia Ambiental Participativa; las redadas de las autoridades para disuadir la comisión de ilícitos, así como para combatir el tráfico de ejemplares, son cada vez más duras. “El jaguar se sigue cazando, pero le bajaron mucho. Ya es más difícil de vender, no se puede exhibir en un mercado, y si te agarran, te meten preso”.

Juventino conoce los entresijos de este negocio ilegal. Ganó mucho dinero comerciando con las pieles. Antes de trabajar como guía y dedicarse a la protección de esta biosfera, llegó a ser uno de los cazadores furtivos más codiciados. “Me hacían llamar de otros lugares. Trabajé varias temporadas en Mérida como guía de cacerías con puro gringo”. La mayoría de sus clientes eran de Estados Unidos: “Mucho texano que pagaba una ‘lanota’ solo porque los llevara hasta el jaguar. Luego se volvió un negocio más clandestino, aunque funcionarios del propio Gobierno siguen metiendo a su gente, organizando cacerías furtivas para extranjeros”, cuenta.

Hoy, la Norma Oficial Mexicana 059 establece una pena de uno a nueve años de prisión y una multa para quien trafique con las pieles. Pero, aunque su venta dejó de ser negocio exhibido, por las repercusiones penales, los jaguares siguen siendo desollados y vendidos como trofeos de caza y artículos de lujo. Entre los años 1975 y 2017, la Profepa llegó a realizar más de 1 865 operativos en México, en los que incautó ejemplares vivos, pieles, garras, colmillos, patas y cabezas de jaguar.

“Una vez fui hasta la Huasteca Potosina por encargo de un ganadero. Andaba un jaguar comiéndose a sus borregos, y llevan entre diez gentes muchos días buscándolo sin éxito. La primera noche que llegué al terreno me lo eché por un buen dinero”.

Aunque le gusta reconocer su destreza como tirador, Juventino no lo cuenta con orgullo. Es difícil advertir un completo arrepentimiento, pero asegura que no lo volvería a hacer, acabar con la vida del jaguar. “Ahora lo respeto mucho. Matar por matar no está bien. Mejor protegerlo, porque lo cuidas y ganas más. En la conservación hay billete, ahí está el futuro que viene”, confiesa el giro que dio a su vida con una sonrisa a la que asoma la corona en oro que envuelve su colmillo izquierdo.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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El guardián de Calakmul se arrodilla para alcanzar algo del suelo, lo coloca en la palma de su mano y lo muestra a sus aprendices. Es un pedazo de cerámica maya como los que de vez en cuando la lluvia barre consigo y descubre a la intemperie. “Quizás tengamos suerte y encontremos también jadeíta”, dice Juventino Pérez en referencia a la piedra que se usaba en joyas de la realeza o en el ajuar mortuorio de gente de poder, la cual atrae expediciones de antropólogos, quienes también anhelan encontrar algún fragmento de obsidiana. Son los retazos del pasado con los que los expertos reconstruyen la historia de una de las civilizaciones más esplendorosas de nuestra era. Aquí, en Calakmul, se alza una ciudad monumental, un museo natural de arqueología, vestigios que suponen uno de los descubrimientos más relevantes del legado prehispánico. Las ruinas que se asoman entre la vegetación fueron encontradas a inicios del siglo XX y hoy son las responsables de atraer a 42 000 visitantes al año. A lo largo de este territorio todavía yacen restos arqueológicos todavía sin explorar, esperando sin apremio a ser hallados.

“Por esta selva siempre se puede encontrar algo, una piedra, un trocito de una vasija, la punta de una lanza… Y hay muchas ruinas que no han sido registradas por el INAH [Instituto Nacional de Antropología e Historia]”, dice Juventino. Durante un tiempo, él se desempeñó como guía de antropólogos, ayudando a localizar antiguas construcciones mayas. También ha acompañado a trabajadores de la Profepa a deslindar parcelas en el terreno salvaje y levantar censos de biodiversidad. “En aquellas salidas aprendí a trabajar con GPS, pero yo prefiero utilizar la brújula”, afirma con sinceridad.

Después de caminar doscientos, trescientos kilómetros —en la selva  de Calakmul las horas se desconfiguran—, el equipo ha llegado a un lugar donde se avista una cueva pequeña sobre un montículo de piedras. Allí se erige un vestigio de ruinas prehispánicas, una de las guaridas favoritas del jaguar para dormir. “Ya estamos sobre el animal”, anuncia.

Cuando los hombres llegan a la boca de la ruina, el guardabosques saca una linterna para alumbrar las entrañas de la excavación y unas escaleras en caracol arcaicas que descienden en la completa oscuridad. Al asomarse, la claustrofobia se apodera de la mayoría y un desagradable olor a orín y guano golpea las narices. El hedor es insoportable: el sudor del felino que Juventino rastrea se intensifica cuando se mezcla con el olor que desprende el sustrato resultante de la acumulación de excremento de murciélago.

El jaguar está adentro.

“Meterse ahí puede ser peligroso, nos puede matar”, dice. Y respirar el guano, altamente comercializado como fertilizante natural, puede provocar la enfermedad de las cavernas. La histoplasmosis, infección causada por la inhalación de las esporas de un hongo que se encuentra en este tipo de deposiciones, es capaz de desencadenar una variedad de síntomas neurológicos, un desenlace evitable con un equipo cualificado.

Mientras los aprendices toman un momento para sacar las cantimploras e hidratarse, un rugido como del inframundo emerge desde las profundidades, provocando el vuelo despavorido de un zopilote que huye hacia el cielo.

“Creo que nuestra presencia lo despertó y, si se siente amenazado, puede atacarnos”, dice Juventino. El objetivo es ver al animal, pero sin que se sienta acorralado. Como una señal premonitoria, deciden que mejor es momento de regresar y descansar un rato. Retomarán la búsqueda por la noche. “El mejor momento para encontrar al cazador nocturno”.

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El ulular de un búho solitario, un canto abrupto que se prolonga apenas unos segundos para extinguirse y volver a resonar, acompaña los pasos de los aprendices que avanzan con linternas en la frente. A los lados del camino que van trazando, centenares de ojos como diamantes se asoman a la oscuridad. Son ojos de arañas, ocelos con los que captan la luz y la reflejan, tintineando como estrellas. Los sonidos más tenebrosos los emiten los monos araña, que se balancean de rama en rama, ocultos en la negrura de la noche, momento en el que los peligros de la selva de Calakmul se acrecientan, cuando se puede confundir una serpiente venenosa con una liana o ver la aparición de un grupo de furtivos que, como ellos, quieren encontrar al jaguar. No obstante, los traficantes de animales exóticos y de maderas preciosas no son los únicos depredadores de esta selva.

Sobre la selva de Calakmul se ciernen muchas amenazas. Como la deforestación, producto del desarrollo turístico y la urbanización, que avanza sin escrúpulos arrancando la vida de raíz. Como la extensión de las fronteras ganaderas y el cambio de uso de suelo para cultivos que, en 2017, según Global Forest Watch y la oenegé mexicana Reforestamos, ya habían arrebatado, sin lástima, más de 54 000 hectáreas al bosque de ceibas, chicozapotes, caobas, amates y cedros. Los incendios provocados también se han vuelto comunes. Como recogieron los satélites de la NASA, más de tres mil hectáreas de selva protegida perecieron bajo las llamas en 2019.

Son las cinco de una mañana de octubre de 2022. Fracasó el segundo intento. Los aprendices de Juventino Pérez, decepcionados por no haber encontrado al felino, se retiran de la expedición exhaustos, antes de que el amanecer termine por despertar a la selva. “La próxima vez habrá más suerte, en esta época no es tan fácil dar con él. Para el jaguar se necesita tiempo. Habrá que volver en abril o mayo, cuando cesen las lluvias, a los animales por todos lados se los puede observar porque llegan hasta lo más bajo del bosque en busca de agua”, anima Juventino a los otros, abrumados por el desencanto.

La última intimidación que enfrenta esta reserva la constituye el Tren Maya, que atravesará sus entrañas, del que dicen los gobernantes que traerá “el progreso”, la “promesa de prosperidad”. Mientras tanto, los lugareños observan cómo sobre sus tierras avanza la construcción a paso acelerado. Un tren cuya maquinaria pesada también podría resultar el jaque mate a las especies protegidas.

De vuelta al campamento, cuando se le pregunta a Juventino por el tren, se vuelve más circunspecto: “La reserva ha cambiado mucho. Primero la saquearon, después decidieron protegerla, o lo intentaron, al menos. No sé qué pasará cuando ese tren eche a andar. Trabajo ya está trayendo, porque la obra avanza, aunque los planes cambian a cada rato”. Y después confiesa: “Yo no me meto en ‘esos asuntos’ mientras pueda seguir haciendo lo que hago: mostrarles a los visitantes al jaguar, tener la suerte de que alcancen a verlo desde cerquita, y sentirme libre en esta selva, que es mi casa, ya una vida entera acá, un hogar en el que solo soy un servidor”.

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Esta historia sobre la selva de Calakmul se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».

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El guardián de Calakmul

El guardián de Calakmul

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Hoy, la Reserva de la Biosfera de Calakmul es el hábitat natural de muchas especies en peligro de extinción. Esta es la crónica de una expedición. Juventino Pérez, un guía turístico, lidera a un grupo de jóvenes guardabosques que buscan avistar al felino que él protege de la caza furtiva, un oficio que conoce muy bien.

La primera luz de la mañana se filtra por los recovecos más frondosos de la selva de Calakmul. Juventino Pérez avanza por senderos que él mismo se va inventando, caminos vírgenes entre la maleza, que abre de tajo con su machete afilado. Con la mirada alta, instintiva, este guardabosques de 55 años pisa firme el sendero y va descubriendo el resto de un paisaje tropical que no le resulta ajeno: las orquídeas moradas que se abrazan a los árboles, el rastro de un zorrillo en el lodo, las gotas de humedad que despiertan al amanecer.

La Reserva de la Biosfera Calakmul se despliega sobre el estado de Campeche, encuentra su límite en Yucatán y se desborda al sur hasta la frontera con Guatemala. Es la segunda mayor extensión de bosques tropicales en toda América, un corredor biológico de cedros, caobas y ceibas, y uno los territorios forestales mejor protegidos. Para llegar aquí hay que recorrer la carretera que une a Chetumal con Escárcega, la principal ciudad de paso hacia las capitales del sureste, donde Juventino tiene su casa, una que apenas habita porque la mayor parte de sus días transcurren en esta selva de Calakmul, un territorio donde trabaja como guía para turistas y de equipos científicos.

Es una mañana de octubre de 2022. En esta expedición el cometido es instruir a un grupo de guardabosques que se inicia en el oficio, jóvenes que siguen atentos sus pasos y consejos para avistar al felino más grande y elegante del continente: el jaguar, que los primeros pobladores de estas tierras erigieron como divino, que llamaron K’inich Ajaw (el Dios del Sol) o Ixchel (la anciana diosa jaguar de la partería y la guerra).

Los aprendices avanzan con la confianza de ser liderados por el mejor explorador. Juventino, de rostro curtido y frente ancha, los ojos despiertos, el pelo negro azabache, lleva más de cuarenta años adentrándose en las profundidades de la selva de Calakmul. Desde hace más de una década dedica su vida a la conservación, pero antes llegó a ser uno de los cazadores furtivos más codiciados, y el jaguar, su trofeo más vitoreado. Un pasado que sabe irreversible, pero que intenta contrarrestar con las acciones del presente: vigilar los peligros que acechan las profundidades de esta biosfera.

Desde lo alto, en las copas de los árboles, llegan apresurados los chillidos de unas aves que Juventino señala con el dedo: “¡Las escandalosas ya avisaron que andamos por aquí! Ellas alertaban a los mayas de cuando alguien entraba en su territorio”, dice refiriéndose a las peas, aves que vigilan sobre las ramas, primas de los cuervos que, cuando escuchan las pisadas de todo ser ajeno a la naturaleza, comienzan a retorcerse en graznidos para anunciar con su alboroto la llegada de intrusos.

Juventino no es un foráneo en este bosque, él ya pertenece a la selva, respira a su son y, así como sus prendas se difuminan con la tierra y las hojas —la chamarra impermeable en tonos camuflaje, pantalones, visera y una mochila a juego—, cada vez que se dirige al grupo que camina a sus espaldas lo hace en un susurro, como si hubiera aprendido a mimetizar su voz con la dinámica sonora de la naturaleza. “En la temporada de calor, cuando la hoja está muy seca, hay que andar pisando primero con la punta del pie, después con el talón, amortiguando el caminar para no hacer ruido”, instruye.

Mientras el equipo avanza, sus ojos despiertos dirigen la mirada hacia un ángulo y otro; Juventino olfatea las plantas, corta sus tallos para llevárselos a la boca y morderlos, examinarlos. “Esto es guaco, la contrayerba, y tiene poderes curativos contra la mordedura de serpiente”, dice. De vez en cuando, con movimientos reptilianos, voltea hacia atrás para asegurarse de que sus discípulos lo sigan, jóvenes que se han sumado a esta aventura para contagiarse de su instinto e instruirse en sus conocimientos.

Saberes que requerirán para ejercer su trabajo en la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas: señalizar senderos, vigilar la fauna y los recursos naturales frente a actividades prohibidas en la zona —como la caza y la pesca—, supervisar la salud de los árboles milenarios, monitorear plagas o rescatar a intrépidos que tuvieron la mala fortuna de desorientarse entre la maleza desbocada. Saberes para sobrevivir en una selva a la que se asoman peligros, entre ellos, el tráfico de especies exóticas, el negocio ilegal que más ganancias mueve en el mundo, después de las drogas y las armas.

Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, en 2020 el contrabando de especies generaba veintitrés mil millones de dólares anuales, y afecta sobre todo al continente americano, que cuenta con cinco de los diez países con mayor diversidad. Entre ellos México. En Calakmul, la tala ilícita de maderas es otra empresa, cada día más poderosa, que hace mella sobre dos especies: el ciricote y el granadillo, alientos de vida vegetal que se secan a golpes de motosierra por la mafia maderera.

Según una investigación de InSight Crime, de 2018 a 2021 se documentó en esta selva la extracción ilegal de casi doscientos de estos árboles, con un valor estimado de 1.4 millones de dólares en el mercado negro. “El clandestinaje era algo tremendo antes de que el Gobierno protegiera la selva. Un saqueo constante de la naturaleza, de piezas arqueológicas. Se llevaban camiones y camiones de troncos, de restos arqueológicos”, recuerda Juventino. “Todavía se siguen arrancando árboles, pero a escondidas”.

Entonces se frena en seco. Aparece un par de huellas en el camino, trazas de un felino, pero no del que buscan. “Pasó un ocelote y la marca está todavía fresca”, señala, para después dar la orden de retomar el paso por senderos imposibles.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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Según la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad, Calakmul constituye un territorio importante para la conservación de especies raras o consideradas en peligro de extinción, como el ocelote o el pecarí de labios blancos que fotografió la cámara camuflada que instaló el equipo de Juventino Pérez el día anterior. Tanto su extensión como ubicación representan una de las pocas posibilidades para conservar a poblaciones saludables al borde de la desaparición.

En los últimos cuarenta años, el jaguar ha perdido 60% de su hábitat en México, el animal al que Juventino tantas veces apuntó, primero con la mirada, después con la escopeta, para darle condena de muerte. El propio terreno sobre el que caminamos le hace honor en maya: Balamkú, que significa “lugar del jaguar”. Científicos del Laboratorio de Ecología y Conservación de Fauna Silvestre de la UNAM calculan que en todo México viven 4 800 ejemplares, concentrados en su mayoría en la costa del Pacífico y al sureste del país, siendo la península de Yucatán la región con mayor población, donde Calakmul constituye un reino conquistado por el jaguar.

“Cuando lo tiene uno de frente, es todavía más impresionante de lo que imaginaba”, dice Juventino sobre este felino. En su pelaje, los pueblos originarios leían el atlas del cielo; en cada mota, un astro; en cada ejemplar, un patrón distinto de manchas que lo hace único, como si se tratara de su huella dactilar. Aquellas culturas milenarias también se servían de su manto estelar como indumentaria de poder. Pocos como el exfurtivo conocen tan bien los movimientos del jaguar, cuyo rugido en época de brama —en el otoño— puede escucharse a kilómetros, haciendo retumbar los cimientos de roca caliza. “Si el jaguar brama con el hocico apuntando al cielo, su rugido no resulta tan potente, pero si lo hace hacia abajo, la tierra parece que temblara, hasta se sienten caer las hojas de las copas. A más de cien metros y se siente aquí al ladito”, dice.

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Juventino Pérez nunca fue a la escuela. Su padre trajo a la familia desde Veracruz hasta Campeche para trabajar en el negocio de la chiclería, al que lo introdujo de adolescente.

La extracción de la resina pegajosa y aglutinante que se obtiene del árbol del chicozapote fue un negocio muy importante para la economía regional, que llegó a fijar rutas nacionales desde finales del siglo XX y que volvió a estar en auge en los años setenta, reclamando manos y sudores migrantes para aquellas jornadas intensas en las que Juventino desarrolló un vínculo especial con la naturaleza, de la que aprendió sus ritmos como si se tratara de un calendario personal: en qué mes cada árbol ofrece los frutos más maduros, la mejor luz de la tarde para observar el cortejo del pájaro saltarín cabecirrojo, la hora exacta a la que se pone a cantar el pavo ocelado en abril.

“Llegué a Campeche de chamaco y empecé a conocer la selva, a instruirme en ella. Su naturaleza me atrapó”, dice.

De su padre también aprendió a cazar. “Conejos y chachalacas a las que tiraba con rifle en las noches veracruzanas”, cuenta. Pero, al contrario que su progenitor, Juventino no quiso dedicarse a las labores campesinas, se podía vivir mejor disparando, primero a corzos y jabalís, después a jaguares. Tenía solo dieciséis años cuando abatió al primero en un ejido. “Lo sorprendí en la madrugada cuando estaba atacando a un venado. Fue solo un tiro limpio y me llevé de una a los dos animales”, recuerda. Un trailero que pasaba por la zona le regaló, a cambio de las presas, una bicicleta y mucho dinero: “Jamás había visto tanto billete junto”, asegura. Desde entonces se enfocó en dar caza al jaguar, a observarlo para aprender sus costumbres, a llamarlo con un silbato.

Juventino todavía acostumbra a recorrer la selva de Calakmul con ese instrumento en el bolsillo, capaz de atraer al felino, el silbato de la muerte. Un sonador de madera, hueco por dentro, que los mexicas usaban en sus combates para amplificar el grito de los combatientes y que su ejército pareciera mucho mayor, un sonido explosivo que imita el lamento más intenso del viento, un desgarro del alma, el grito de guerra más temido. “No lo traje conmigo, se nos echaría encima. El jaguar de acá no es agresivo, no suele atacar. Pero si lo llamo, es como un insulto, amenaza de que le invaden su territorio. Solo lo utilizo cuando hay que dardearlo”, explica. Ahora Juventino es el responsable de disparar el sedante cada vez que acompaña a equipos de biólogos para introducirles a los jaguares un chip con el que pueden monitorearlos. Lo hacen para entender mejor su biología y tener un censo de su población, para saber por cuáles rincones de la selva de Calakmul se desplaza el felino. Ahora que trabaja con científicos, Juventino recoge también muestras de sangre o carga al pesado animal en sus brazos hasta un laboratorio improvisado en medio de la selva. Cuanto más se conozca de él, más fácil resultará formular estrategias para protegerlo.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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“Hace no tanto se traficó mucho por acá con piel de jaguar, su venta dejaba mucha lana. Se podían sacar hasta noventa mil pesos. ¿Quién no se iba a aventar a hacerlo, si con el ejido se cobra dos mil a la semana? ¿Quién no se quiere morir de hambre?”, dice Juventino Pérez, y lanza las preguntas al aire en susurros.

El jaguar está catalogado en México como una especie en peligro de extinción y su cacería está vedada desde 1987. En los últimos años iniciaron los censos de población, y la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) ha implementado un total de 125 Comités de Vigilancia Ambiental Participativa; las redadas de las autoridades para disuadir la comisión de ilícitos, así como para combatir el tráfico de ejemplares, son cada vez más duras. “El jaguar se sigue cazando, pero le bajaron mucho. Ya es más difícil de vender, no se puede exhibir en un mercado, y si te agarran, te meten preso”.

Juventino conoce los entresijos de este negocio ilegal. Ganó mucho dinero comerciando con las pieles. Antes de trabajar como guía y dedicarse a la protección de esta biosfera, llegó a ser uno de los cazadores furtivos más codiciados. “Me hacían llamar de otros lugares. Trabajé varias temporadas en Mérida como guía de cacerías con puro gringo”. La mayoría de sus clientes eran de Estados Unidos: “Mucho texano que pagaba una ‘lanota’ solo porque los llevara hasta el jaguar. Luego se volvió un negocio más clandestino, aunque funcionarios del propio Gobierno siguen metiendo a su gente, organizando cacerías furtivas para extranjeros”, cuenta.

Hoy, la Norma Oficial Mexicana 059 establece una pena de uno a nueve años de prisión y una multa para quien trafique con las pieles. Pero, aunque su venta dejó de ser negocio exhibido, por las repercusiones penales, los jaguares siguen siendo desollados y vendidos como trofeos de caza y artículos de lujo. Entre los años 1975 y 2017, la Profepa llegó a realizar más de 1 865 operativos en México, en los que incautó ejemplares vivos, pieles, garras, colmillos, patas y cabezas de jaguar.

“Una vez fui hasta la Huasteca Potosina por encargo de un ganadero. Andaba un jaguar comiéndose a sus borregos, y llevan entre diez gentes muchos días buscándolo sin éxito. La primera noche que llegué al terreno me lo eché por un buen dinero”.

Aunque le gusta reconocer su destreza como tirador, Juventino no lo cuenta con orgullo. Es difícil advertir un completo arrepentimiento, pero asegura que no lo volvería a hacer, acabar con la vida del jaguar. “Ahora lo respeto mucho. Matar por matar no está bien. Mejor protegerlo, porque lo cuidas y ganas más. En la conservación hay billete, ahí está el futuro que viene”, confiesa el giro que dio a su vida con una sonrisa a la que asoma la corona en oro que envuelve su colmillo izquierdo.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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El guardián de Calakmul se arrodilla para alcanzar algo del suelo, lo coloca en la palma de su mano y lo muestra a sus aprendices. Es un pedazo de cerámica maya como los que de vez en cuando la lluvia barre consigo y descubre a la intemperie. “Quizás tengamos suerte y encontremos también jadeíta”, dice Juventino Pérez en referencia a la piedra que se usaba en joyas de la realeza o en el ajuar mortuorio de gente de poder, la cual atrae expediciones de antropólogos, quienes también anhelan encontrar algún fragmento de obsidiana. Son los retazos del pasado con los que los expertos reconstruyen la historia de una de las civilizaciones más esplendorosas de nuestra era. Aquí, en Calakmul, se alza una ciudad monumental, un museo natural de arqueología, vestigios que suponen uno de los descubrimientos más relevantes del legado prehispánico. Las ruinas que se asoman entre la vegetación fueron encontradas a inicios del siglo XX y hoy son las responsables de atraer a 42 000 visitantes al año. A lo largo de este territorio todavía yacen restos arqueológicos todavía sin explorar, esperando sin apremio a ser hallados.

“Por esta selva siempre se puede encontrar algo, una piedra, un trocito de una vasija, la punta de una lanza… Y hay muchas ruinas que no han sido registradas por el INAH [Instituto Nacional de Antropología e Historia]”, dice Juventino. Durante un tiempo, él se desempeñó como guía de antropólogos, ayudando a localizar antiguas construcciones mayas. También ha acompañado a trabajadores de la Profepa a deslindar parcelas en el terreno salvaje y levantar censos de biodiversidad. “En aquellas salidas aprendí a trabajar con GPS, pero yo prefiero utilizar la brújula”, afirma con sinceridad.

Después de caminar doscientos, trescientos kilómetros —en la selva  de Calakmul las horas se desconfiguran—, el equipo ha llegado a un lugar donde se avista una cueva pequeña sobre un montículo de piedras. Allí se erige un vestigio de ruinas prehispánicas, una de las guaridas favoritas del jaguar para dormir. “Ya estamos sobre el animal”, anuncia.

Cuando los hombres llegan a la boca de la ruina, el guardabosques saca una linterna para alumbrar las entrañas de la excavación y unas escaleras en caracol arcaicas que descienden en la completa oscuridad. Al asomarse, la claustrofobia se apodera de la mayoría y un desagradable olor a orín y guano golpea las narices. El hedor es insoportable: el sudor del felino que Juventino rastrea se intensifica cuando se mezcla con el olor que desprende el sustrato resultante de la acumulación de excremento de murciélago.

El jaguar está adentro.

“Meterse ahí puede ser peligroso, nos puede matar”, dice. Y respirar el guano, altamente comercializado como fertilizante natural, puede provocar la enfermedad de las cavernas. La histoplasmosis, infección causada por la inhalación de las esporas de un hongo que se encuentra en este tipo de deposiciones, es capaz de desencadenar una variedad de síntomas neurológicos, un desenlace evitable con un equipo cualificado.

Mientras los aprendices toman un momento para sacar las cantimploras e hidratarse, un rugido como del inframundo emerge desde las profundidades, provocando el vuelo despavorido de un zopilote que huye hacia el cielo.

“Creo que nuestra presencia lo despertó y, si se siente amenazado, puede atacarnos”, dice Juventino. El objetivo es ver al animal, pero sin que se sienta acorralado. Como una señal premonitoria, deciden que mejor es momento de regresar y descansar un rato. Retomarán la búsqueda por la noche. “El mejor momento para encontrar al cazador nocturno”.

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El ulular de un búho solitario, un canto abrupto que se prolonga apenas unos segundos para extinguirse y volver a resonar, acompaña los pasos de los aprendices que avanzan con linternas en la frente. A los lados del camino que van trazando, centenares de ojos como diamantes se asoman a la oscuridad. Son ojos de arañas, ocelos con los que captan la luz y la reflejan, tintineando como estrellas. Los sonidos más tenebrosos los emiten los monos araña, que se balancean de rama en rama, ocultos en la negrura de la noche, momento en el que los peligros de la selva de Calakmul se acrecientan, cuando se puede confundir una serpiente venenosa con una liana o ver la aparición de un grupo de furtivos que, como ellos, quieren encontrar al jaguar. No obstante, los traficantes de animales exóticos y de maderas preciosas no son los únicos depredadores de esta selva.

Sobre la selva de Calakmul se ciernen muchas amenazas. Como la deforestación, producto del desarrollo turístico y la urbanización, que avanza sin escrúpulos arrancando la vida de raíz. Como la extensión de las fronteras ganaderas y el cambio de uso de suelo para cultivos que, en 2017, según Global Forest Watch y la oenegé mexicana Reforestamos, ya habían arrebatado, sin lástima, más de 54 000 hectáreas al bosque de ceibas, chicozapotes, caobas, amates y cedros. Los incendios provocados también se han vuelto comunes. Como recogieron los satélites de la NASA, más de tres mil hectáreas de selva protegida perecieron bajo las llamas en 2019.

Son las cinco de una mañana de octubre de 2022. Fracasó el segundo intento. Los aprendices de Juventino Pérez, decepcionados por no haber encontrado al felino, se retiran de la expedición exhaustos, antes de que el amanecer termine por despertar a la selva. “La próxima vez habrá más suerte, en esta época no es tan fácil dar con él. Para el jaguar se necesita tiempo. Habrá que volver en abril o mayo, cuando cesen las lluvias, a los animales por todos lados se los puede observar porque llegan hasta lo más bajo del bosque en busca de agua”, anima Juventino a los otros, abrumados por el desencanto.

La última intimidación que enfrenta esta reserva la constituye el Tren Maya, que atravesará sus entrañas, del que dicen los gobernantes que traerá “el progreso”, la “promesa de prosperidad”. Mientras tanto, los lugareños observan cómo sobre sus tierras avanza la construcción a paso acelerado. Un tren cuya maquinaria pesada también podría resultar el jaque mate a las especies protegidas.

De vuelta al campamento, cuando se le pregunta a Juventino por el tren, se vuelve más circunspecto: “La reserva ha cambiado mucho. Primero la saquearon, después decidieron protegerla, o lo intentaron, al menos. No sé qué pasará cuando ese tren eche a andar. Trabajo ya está trayendo, porque la obra avanza, aunque los planes cambian a cada rato”. Y después confiesa: “Yo no me meto en ‘esos asuntos’ mientras pueda seguir haciendo lo que hago: mostrarles a los visitantes al jaguar, tener la suerte de que alcancen a verlo desde cerquita, y sentirme libre en esta selva, que es mi casa, ya una vida entera acá, un hogar en el que solo soy un servidor”.

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Esta historia sobre la selva de Calakmul se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».

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Hoy, la Reserva de la Biosfera de Calakmul es el hábitat natural de muchas especies en peligro de extinción. Esta es la crónica de una expedición. Juventino Pérez, un guía turístico, lidera a un grupo de jóvenes guardabosques que buscan avistar al felino que él protege de la caza furtiva, un oficio que conoce muy bien.

La primera luz de la mañana se filtra por los recovecos más frondosos de la selva de Calakmul. Juventino Pérez avanza por senderos que él mismo se va inventando, caminos vírgenes entre la maleza, que abre de tajo con su machete afilado. Con la mirada alta, instintiva, este guardabosques de 55 años pisa firme el sendero y va descubriendo el resto de un paisaje tropical que no le resulta ajeno: las orquídeas moradas que se abrazan a los árboles, el rastro de un zorrillo en el lodo, las gotas de humedad que despiertan al amanecer.

La Reserva de la Biosfera Calakmul se despliega sobre el estado de Campeche, encuentra su límite en Yucatán y se desborda al sur hasta la frontera con Guatemala. Es la segunda mayor extensión de bosques tropicales en toda América, un corredor biológico de cedros, caobas y ceibas, y uno los territorios forestales mejor protegidos. Para llegar aquí hay que recorrer la carretera que une a Chetumal con Escárcega, la principal ciudad de paso hacia las capitales del sureste, donde Juventino tiene su casa, una que apenas habita porque la mayor parte de sus días transcurren en esta selva de Calakmul, un territorio donde trabaja como guía para turistas y de equipos científicos.

Es una mañana de octubre de 2022. En esta expedición el cometido es instruir a un grupo de guardabosques que se inicia en el oficio, jóvenes que siguen atentos sus pasos y consejos para avistar al felino más grande y elegante del continente: el jaguar, que los primeros pobladores de estas tierras erigieron como divino, que llamaron K’inich Ajaw (el Dios del Sol) o Ixchel (la anciana diosa jaguar de la partería y la guerra).

Los aprendices avanzan con la confianza de ser liderados por el mejor explorador. Juventino, de rostro curtido y frente ancha, los ojos despiertos, el pelo negro azabache, lleva más de cuarenta años adentrándose en las profundidades de la selva de Calakmul. Desde hace más de una década dedica su vida a la conservación, pero antes llegó a ser uno de los cazadores furtivos más codiciados, y el jaguar, su trofeo más vitoreado. Un pasado que sabe irreversible, pero que intenta contrarrestar con las acciones del presente: vigilar los peligros que acechan las profundidades de esta biosfera.

Desde lo alto, en las copas de los árboles, llegan apresurados los chillidos de unas aves que Juventino señala con el dedo: “¡Las escandalosas ya avisaron que andamos por aquí! Ellas alertaban a los mayas de cuando alguien entraba en su territorio”, dice refiriéndose a las peas, aves que vigilan sobre las ramas, primas de los cuervos que, cuando escuchan las pisadas de todo ser ajeno a la naturaleza, comienzan a retorcerse en graznidos para anunciar con su alboroto la llegada de intrusos.

Juventino no es un foráneo en este bosque, él ya pertenece a la selva, respira a su son y, así como sus prendas se difuminan con la tierra y las hojas —la chamarra impermeable en tonos camuflaje, pantalones, visera y una mochila a juego—, cada vez que se dirige al grupo que camina a sus espaldas lo hace en un susurro, como si hubiera aprendido a mimetizar su voz con la dinámica sonora de la naturaleza. “En la temporada de calor, cuando la hoja está muy seca, hay que andar pisando primero con la punta del pie, después con el talón, amortiguando el caminar para no hacer ruido”, instruye.

Mientras el equipo avanza, sus ojos despiertos dirigen la mirada hacia un ángulo y otro; Juventino olfatea las plantas, corta sus tallos para llevárselos a la boca y morderlos, examinarlos. “Esto es guaco, la contrayerba, y tiene poderes curativos contra la mordedura de serpiente”, dice. De vez en cuando, con movimientos reptilianos, voltea hacia atrás para asegurarse de que sus discípulos lo sigan, jóvenes que se han sumado a esta aventura para contagiarse de su instinto e instruirse en sus conocimientos.

Saberes que requerirán para ejercer su trabajo en la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas: señalizar senderos, vigilar la fauna y los recursos naturales frente a actividades prohibidas en la zona —como la caza y la pesca—, supervisar la salud de los árboles milenarios, monitorear plagas o rescatar a intrépidos que tuvieron la mala fortuna de desorientarse entre la maleza desbocada. Saberes para sobrevivir en una selva a la que se asoman peligros, entre ellos, el tráfico de especies exóticas, el negocio ilegal que más ganancias mueve en el mundo, después de las drogas y las armas.

Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, en 2020 el contrabando de especies generaba veintitrés mil millones de dólares anuales, y afecta sobre todo al continente americano, que cuenta con cinco de los diez países con mayor diversidad. Entre ellos México. En Calakmul, la tala ilícita de maderas es otra empresa, cada día más poderosa, que hace mella sobre dos especies: el ciricote y el granadillo, alientos de vida vegetal que se secan a golpes de motosierra por la mafia maderera.

Según una investigación de InSight Crime, de 2018 a 2021 se documentó en esta selva la extracción ilegal de casi doscientos de estos árboles, con un valor estimado de 1.4 millones de dólares en el mercado negro. “El clandestinaje era algo tremendo antes de que el Gobierno protegiera la selva. Un saqueo constante de la naturaleza, de piezas arqueológicas. Se llevaban camiones y camiones de troncos, de restos arqueológicos”, recuerda Juventino. “Todavía se siguen arrancando árboles, pero a escondidas”.

Entonces se frena en seco. Aparece un par de huellas en el camino, trazas de un felino, pero no del que buscan. “Pasó un ocelote y la marca está todavía fresca”, señala, para después dar la orden de retomar el paso por senderos imposibles.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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Según la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad, Calakmul constituye un territorio importante para la conservación de especies raras o consideradas en peligro de extinción, como el ocelote o el pecarí de labios blancos que fotografió la cámara camuflada que instaló el equipo de Juventino Pérez el día anterior. Tanto su extensión como ubicación representan una de las pocas posibilidades para conservar a poblaciones saludables al borde de la desaparición.

En los últimos cuarenta años, el jaguar ha perdido 60% de su hábitat en México, el animal al que Juventino tantas veces apuntó, primero con la mirada, después con la escopeta, para darle condena de muerte. El propio terreno sobre el que caminamos le hace honor en maya: Balamkú, que significa “lugar del jaguar”. Científicos del Laboratorio de Ecología y Conservación de Fauna Silvestre de la UNAM calculan que en todo México viven 4 800 ejemplares, concentrados en su mayoría en la costa del Pacífico y al sureste del país, siendo la península de Yucatán la región con mayor población, donde Calakmul constituye un reino conquistado por el jaguar.

“Cuando lo tiene uno de frente, es todavía más impresionante de lo que imaginaba”, dice Juventino sobre este felino. En su pelaje, los pueblos originarios leían el atlas del cielo; en cada mota, un astro; en cada ejemplar, un patrón distinto de manchas que lo hace único, como si se tratara de su huella dactilar. Aquellas culturas milenarias también se servían de su manto estelar como indumentaria de poder. Pocos como el exfurtivo conocen tan bien los movimientos del jaguar, cuyo rugido en época de brama —en el otoño— puede escucharse a kilómetros, haciendo retumbar los cimientos de roca caliza. “Si el jaguar brama con el hocico apuntando al cielo, su rugido no resulta tan potente, pero si lo hace hacia abajo, la tierra parece que temblara, hasta se sienten caer las hojas de las copas. A más de cien metros y se siente aquí al ladito”, dice.

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Juventino Pérez nunca fue a la escuela. Su padre trajo a la familia desde Veracruz hasta Campeche para trabajar en el negocio de la chiclería, al que lo introdujo de adolescente.

La extracción de la resina pegajosa y aglutinante que se obtiene del árbol del chicozapote fue un negocio muy importante para la economía regional, que llegó a fijar rutas nacionales desde finales del siglo XX y que volvió a estar en auge en los años setenta, reclamando manos y sudores migrantes para aquellas jornadas intensas en las que Juventino desarrolló un vínculo especial con la naturaleza, de la que aprendió sus ritmos como si se tratara de un calendario personal: en qué mes cada árbol ofrece los frutos más maduros, la mejor luz de la tarde para observar el cortejo del pájaro saltarín cabecirrojo, la hora exacta a la que se pone a cantar el pavo ocelado en abril.

“Llegué a Campeche de chamaco y empecé a conocer la selva, a instruirme en ella. Su naturaleza me atrapó”, dice.

De su padre también aprendió a cazar. “Conejos y chachalacas a las que tiraba con rifle en las noches veracruzanas”, cuenta. Pero, al contrario que su progenitor, Juventino no quiso dedicarse a las labores campesinas, se podía vivir mejor disparando, primero a corzos y jabalís, después a jaguares. Tenía solo dieciséis años cuando abatió al primero en un ejido. “Lo sorprendí en la madrugada cuando estaba atacando a un venado. Fue solo un tiro limpio y me llevé de una a los dos animales”, recuerda. Un trailero que pasaba por la zona le regaló, a cambio de las presas, una bicicleta y mucho dinero: “Jamás había visto tanto billete junto”, asegura. Desde entonces se enfocó en dar caza al jaguar, a observarlo para aprender sus costumbres, a llamarlo con un silbato.

Juventino todavía acostumbra a recorrer la selva de Calakmul con ese instrumento en el bolsillo, capaz de atraer al felino, el silbato de la muerte. Un sonador de madera, hueco por dentro, que los mexicas usaban en sus combates para amplificar el grito de los combatientes y que su ejército pareciera mucho mayor, un sonido explosivo que imita el lamento más intenso del viento, un desgarro del alma, el grito de guerra más temido. “No lo traje conmigo, se nos echaría encima. El jaguar de acá no es agresivo, no suele atacar. Pero si lo llamo, es como un insulto, amenaza de que le invaden su territorio. Solo lo utilizo cuando hay que dardearlo”, explica. Ahora Juventino es el responsable de disparar el sedante cada vez que acompaña a equipos de biólogos para introducirles a los jaguares un chip con el que pueden monitorearlos. Lo hacen para entender mejor su biología y tener un censo de su población, para saber por cuáles rincones de la selva de Calakmul se desplaza el felino. Ahora que trabaja con científicos, Juventino recoge también muestras de sangre o carga al pesado animal en sus brazos hasta un laboratorio improvisado en medio de la selva. Cuanto más se conozca de él, más fácil resultará formular estrategias para protegerlo.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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“Hace no tanto se traficó mucho por acá con piel de jaguar, su venta dejaba mucha lana. Se podían sacar hasta noventa mil pesos. ¿Quién no se iba a aventar a hacerlo, si con el ejido se cobra dos mil a la semana? ¿Quién no se quiere morir de hambre?”, dice Juventino Pérez, y lanza las preguntas al aire en susurros.

El jaguar está catalogado en México como una especie en peligro de extinción y su cacería está vedada desde 1987. En los últimos años iniciaron los censos de población, y la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) ha implementado un total de 125 Comités de Vigilancia Ambiental Participativa; las redadas de las autoridades para disuadir la comisión de ilícitos, así como para combatir el tráfico de ejemplares, son cada vez más duras. “El jaguar se sigue cazando, pero le bajaron mucho. Ya es más difícil de vender, no se puede exhibir en un mercado, y si te agarran, te meten preso”.

Juventino conoce los entresijos de este negocio ilegal. Ganó mucho dinero comerciando con las pieles. Antes de trabajar como guía y dedicarse a la protección de esta biosfera, llegó a ser uno de los cazadores furtivos más codiciados. “Me hacían llamar de otros lugares. Trabajé varias temporadas en Mérida como guía de cacerías con puro gringo”. La mayoría de sus clientes eran de Estados Unidos: “Mucho texano que pagaba una ‘lanota’ solo porque los llevara hasta el jaguar. Luego se volvió un negocio más clandestino, aunque funcionarios del propio Gobierno siguen metiendo a su gente, organizando cacerías furtivas para extranjeros”, cuenta.

Hoy, la Norma Oficial Mexicana 059 establece una pena de uno a nueve años de prisión y una multa para quien trafique con las pieles. Pero, aunque su venta dejó de ser negocio exhibido, por las repercusiones penales, los jaguares siguen siendo desollados y vendidos como trofeos de caza y artículos de lujo. Entre los años 1975 y 2017, la Profepa llegó a realizar más de 1 865 operativos en México, en los que incautó ejemplares vivos, pieles, garras, colmillos, patas y cabezas de jaguar.

“Una vez fui hasta la Huasteca Potosina por encargo de un ganadero. Andaba un jaguar comiéndose a sus borregos, y llevan entre diez gentes muchos días buscándolo sin éxito. La primera noche que llegué al terreno me lo eché por un buen dinero”.

Aunque le gusta reconocer su destreza como tirador, Juventino no lo cuenta con orgullo. Es difícil advertir un completo arrepentimiento, pero asegura que no lo volvería a hacer, acabar con la vida del jaguar. “Ahora lo respeto mucho. Matar por matar no está bien. Mejor protegerlo, porque lo cuidas y ganas más. En la conservación hay billete, ahí está el futuro que viene”, confiesa el giro que dio a su vida con una sonrisa a la que asoma la corona en oro que envuelve su colmillo izquierdo.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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El guardián de Calakmul se arrodilla para alcanzar algo del suelo, lo coloca en la palma de su mano y lo muestra a sus aprendices. Es un pedazo de cerámica maya como los que de vez en cuando la lluvia barre consigo y descubre a la intemperie. “Quizás tengamos suerte y encontremos también jadeíta”, dice Juventino Pérez en referencia a la piedra que se usaba en joyas de la realeza o en el ajuar mortuorio de gente de poder, la cual atrae expediciones de antropólogos, quienes también anhelan encontrar algún fragmento de obsidiana. Son los retazos del pasado con los que los expertos reconstruyen la historia de una de las civilizaciones más esplendorosas de nuestra era. Aquí, en Calakmul, se alza una ciudad monumental, un museo natural de arqueología, vestigios que suponen uno de los descubrimientos más relevantes del legado prehispánico. Las ruinas que se asoman entre la vegetación fueron encontradas a inicios del siglo XX y hoy son las responsables de atraer a 42 000 visitantes al año. A lo largo de este territorio todavía yacen restos arqueológicos todavía sin explorar, esperando sin apremio a ser hallados.

“Por esta selva siempre se puede encontrar algo, una piedra, un trocito de una vasija, la punta de una lanza… Y hay muchas ruinas que no han sido registradas por el INAH [Instituto Nacional de Antropología e Historia]”, dice Juventino. Durante un tiempo, él se desempeñó como guía de antropólogos, ayudando a localizar antiguas construcciones mayas. También ha acompañado a trabajadores de la Profepa a deslindar parcelas en el terreno salvaje y levantar censos de biodiversidad. “En aquellas salidas aprendí a trabajar con GPS, pero yo prefiero utilizar la brújula”, afirma con sinceridad.

Después de caminar doscientos, trescientos kilómetros —en la selva  de Calakmul las horas se desconfiguran—, el equipo ha llegado a un lugar donde se avista una cueva pequeña sobre un montículo de piedras. Allí se erige un vestigio de ruinas prehispánicas, una de las guaridas favoritas del jaguar para dormir. “Ya estamos sobre el animal”, anuncia.

Cuando los hombres llegan a la boca de la ruina, el guardabosques saca una linterna para alumbrar las entrañas de la excavación y unas escaleras en caracol arcaicas que descienden en la completa oscuridad. Al asomarse, la claustrofobia se apodera de la mayoría y un desagradable olor a orín y guano golpea las narices. El hedor es insoportable: el sudor del felino que Juventino rastrea se intensifica cuando se mezcla con el olor que desprende el sustrato resultante de la acumulación de excremento de murciélago.

El jaguar está adentro.

“Meterse ahí puede ser peligroso, nos puede matar”, dice. Y respirar el guano, altamente comercializado como fertilizante natural, puede provocar la enfermedad de las cavernas. La histoplasmosis, infección causada por la inhalación de las esporas de un hongo que se encuentra en este tipo de deposiciones, es capaz de desencadenar una variedad de síntomas neurológicos, un desenlace evitable con un equipo cualificado.

Mientras los aprendices toman un momento para sacar las cantimploras e hidratarse, un rugido como del inframundo emerge desde las profundidades, provocando el vuelo despavorido de un zopilote que huye hacia el cielo.

“Creo que nuestra presencia lo despertó y, si se siente amenazado, puede atacarnos”, dice Juventino. El objetivo es ver al animal, pero sin que se sienta acorralado. Como una señal premonitoria, deciden que mejor es momento de regresar y descansar un rato. Retomarán la búsqueda por la noche. “El mejor momento para encontrar al cazador nocturno”.

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El ulular de un búho solitario, un canto abrupto que se prolonga apenas unos segundos para extinguirse y volver a resonar, acompaña los pasos de los aprendices que avanzan con linternas en la frente. A los lados del camino que van trazando, centenares de ojos como diamantes se asoman a la oscuridad. Son ojos de arañas, ocelos con los que captan la luz y la reflejan, tintineando como estrellas. Los sonidos más tenebrosos los emiten los monos araña, que se balancean de rama en rama, ocultos en la negrura de la noche, momento en el que los peligros de la selva de Calakmul se acrecientan, cuando se puede confundir una serpiente venenosa con una liana o ver la aparición de un grupo de furtivos que, como ellos, quieren encontrar al jaguar. No obstante, los traficantes de animales exóticos y de maderas preciosas no son los únicos depredadores de esta selva.

Sobre la selva de Calakmul se ciernen muchas amenazas. Como la deforestación, producto del desarrollo turístico y la urbanización, que avanza sin escrúpulos arrancando la vida de raíz. Como la extensión de las fronteras ganaderas y el cambio de uso de suelo para cultivos que, en 2017, según Global Forest Watch y la oenegé mexicana Reforestamos, ya habían arrebatado, sin lástima, más de 54 000 hectáreas al bosque de ceibas, chicozapotes, caobas, amates y cedros. Los incendios provocados también se han vuelto comunes. Como recogieron los satélites de la NASA, más de tres mil hectáreas de selva protegida perecieron bajo las llamas en 2019.

Son las cinco de una mañana de octubre de 2022. Fracasó el segundo intento. Los aprendices de Juventino Pérez, decepcionados por no haber encontrado al felino, se retiran de la expedición exhaustos, antes de que el amanecer termine por despertar a la selva. “La próxima vez habrá más suerte, en esta época no es tan fácil dar con él. Para el jaguar se necesita tiempo. Habrá que volver en abril o mayo, cuando cesen las lluvias, a los animales por todos lados se los puede observar porque llegan hasta lo más bajo del bosque en busca de agua”, anima Juventino a los otros, abrumados por el desencanto.

La última intimidación que enfrenta esta reserva la constituye el Tren Maya, que atravesará sus entrañas, del que dicen los gobernantes que traerá “el progreso”, la “promesa de prosperidad”. Mientras tanto, los lugareños observan cómo sobre sus tierras avanza la construcción a paso acelerado. Un tren cuya maquinaria pesada también podría resultar el jaque mate a las especies protegidas.

De vuelta al campamento, cuando se le pregunta a Juventino por el tren, se vuelve más circunspecto: “La reserva ha cambiado mucho. Primero la saquearon, después decidieron protegerla, o lo intentaron, al menos. No sé qué pasará cuando ese tren eche a andar. Trabajo ya está trayendo, porque la obra avanza, aunque los planes cambian a cada rato”. Y después confiesa: “Yo no me meto en ‘esos asuntos’ mientras pueda seguir haciendo lo que hago: mostrarles a los visitantes al jaguar, tener la suerte de que alcancen a verlo desde cerquita, y sentirme libre en esta selva, que es mi casa, ya una vida entera acá, un hogar en el que solo soy un servidor”.

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Esta historia sobre la selva de Calakmul se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».

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El guardián de Calakmul

El guardián de Calakmul

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Hoy, la Reserva de la Biosfera de Calakmul es el hábitat natural de muchas especies en peligro de extinción. Esta es la crónica de una expedición. Juventino Pérez, un guía turístico, lidera a un grupo de jóvenes guardabosques que buscan avistar al felino que él protege de la caza furtiva, un oficio que conoce muy bien.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La primera luz de la mañana se filtra por los recovecos más frondosos de la selva de Calakmul. Juventino Pérez avanza por senderos que él mismo se va inventando, caminos vírgenes entre la maleza, que abre de tajo con su machete afilado. Con la mirada alta, instintiva, este guardabosques de 55 años pisa firme el sendero y va descubriendo el resto de un paisaje tropical que no le resulta ajeno: las orquídeas moradas que se abrazan a los árboles, el rastro de un zorrillo en el lodo, las gotas de humedad que despiertan al amanecer.

La Reserva de la Biosfera Calakmul se despliega sobre el estado de Campeche, encuentra su límite en Yucatán y se desborda al sur hasta la frontera con Guatemala. Es la segunda mayor extensión de bosques tropicales en toda América, un corredor biológico de cedros, caobas y ceibas, y uno los territorios forestales mejor protegidos. Para llegar aquí hay que recorrer la carretera que une a Chetumal con Escárcega, la principal ciudad de paso hacia las capitales del sureste, donde Juventino tiene su casa, una que apenas habita porque la mayor parte de sus días transcurren en esta selva de Calakmul, un territorio donde trabaja como guía para turistas y de equipos científicos.

Es una mañana de octubre de 2022. En esta expedición el cometido es instruir a un grupo de guardabosques que se inicia en el oficio, jóvenes que siguen atentos sus pasos y consejos para avistar al felino más grande y elegante del continente: el jaguar, que los primeros pobladores de estas tierras erigieron como divino, que llamaron K’inich Ajaw (el Dios del Sol) o Ixchel (la anciana diosa jaguar de la partería y la guerra).

Los aprendices avanzan con la confianza de ser liderados por el mejor explorador. Juventino, de rostro curtido y frente ancha, los ojos despiertos, el pelo negro azabache, lleva más de cuarenta años adentrándose en las profundidades de la selva de Calakmul. Desde hace más de una década dedica su vida a la conservación, pero antes llegó a ser uno de los cazadores furtivos más codiciados, y el jaguar, su trofeo más vitoreado. Un pasado que sabe irreversible, pero que intenta contrarrestar con las acciones del presente: vigilar los peligros que acechan las profundidades de esta biosfera.

Desde lo alto, en las copas de los árboles, llegan apresurados los chillidos de unas aves que Juventino señala con el dedo: “¡Las escandalosas ya avisaron que andamos por aquí! Ellas alertaban a los mayas de cuando alguien entraba en su territorio”, dice refiriéndose a las peas, aves que vigilan sobre las ramas, primas de los cuervos que, cuando escuchan las pisadas de todo ser ajeno a la naturaleza, comienzan a retorcerse en graznidos para anunciar con su alboroto la llegada de intrusos.

Juventino no es un foráneo en este bosque, él ya pertenece a la selva, respira a su son y, así como sus prendas se difuminan con la tierra y las hojas —la chamarra impermeable en tonos camuflaje, pantalones, visera y una mochila a juego—, cada vez que se dirige al grupo que camina a sus espaldas lo hace en un susurro, como si hubiera aprendido a mimetizar su voz con la dinámica sonora de la naturaleza. “En la temporada de calor, cuando la hoja está muy seca, hay que andar pisando primero con la punta del pie, después con el talón, amortiguando el caminar para no hacer ruido”, instruye.

Mientras el equipo avanza, sus ojos despiertos dirigen la mirada hacia un ángulo y otro; Juventino olfatea las plantas, corta sus tallos para llevárselos a la boca y morderlos, examinarlos. “Esto es guaco, la contrayerba, y tiene poderes curativos contra la mordedura de serpiente”, dice. De vez en cuando, con movimientos reptilianos, voltea hacia atrás para asegurarse de que sus discípulos lo sigan, jóvenes que se han sumado a esta aventura para contagiarse de su instinto e instruirse en sus conocimientos.

Saberes que requerirán para ejercer su trabajo en la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas: señalizar senderos, vigilar la fauna y los recursos naturales frente a actividades prohibidas en la zona —como la caza y la pesca—, supervisar la salud de los árboles milenarios, monitorear plagas o rescatar a intrépidos que tuvieron la mala fortuna de desorientarse entre la maleza desbocada. Saberes para sobrevivir en una selva a la que se asoman peligros, entre ellos, el tráfico de especies exóticas, el negocio ilegal que más ganancias mueve en el mundo, después de las drogas y las armas.

Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, en 2020 el contrabando de especies generaba veintitrés mil millones de dólares anuales, y afecta sobre todo al continente americano, que cuenta con cinco de los diez países con mayor diversidad. Entre ellos México. En Calakmul, la tala ilícita de maderas es otra empresa, cada día más poderosa, que hace mella sobre dos especies: el ciricote y el granadillo, alientos de vida vegetal que se secan a golpes de motosierra por la mafia maderera.

Según una investigación de InSight Crime, de 2018 a 2021 se documentó en esta selva la extracción ilegal de casi doscientos de estos árboles, con un valor estimado de 1.4 millones de dólares en el mercado negro. “El clandestinaje era algo tremendo antes de que el Gobierno protegiera la selva. Un saqueo constante de la naturaleza, de piezas arqueológicas. Se llevaban camiones y camiones de troncos, de restos arqueológicos”, recuerda Juventino. “Todavía se siguen arrancando árboles, pero a escondidas”.

Entonces se frena en seco. Aparece un par de huellas en el camino, trazas de un felino, pero no del que buscan. “Pasó un ocelote y la marca está todavía fresca”, señala, para después dar la orden de retomar el paso por senderos imposibles.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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Según la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad, Calakmul constituye un territorio importante para la conservación de especies raras o consideradas en peligro de extinción, como el ocelote o el pecarí de labios blancos que fotografió la cámara camuflada que instaló el equipo de Juventino Pérez el día anterior. Tanto su extensión como ubicación representan una de las pocas posibilidades para conservar a poblaciones saludables al borde de la desaparición.

En los últimos cuarenta años, el jaguar ha perdido 60% de su hábitat en México, el animal al que Juventino tantas veces apuntó, primero con la mirada, después con la escopeta, para darle condena de muerte. El propio terreno sobre el que caminamos le hace honor en maya: Balamkú, que significa “lugar del jaguar”. Científicos del Laboratorio de Ecología y Conservación de Fauna Silvestre de la UNAM calculan que en todo México viven 4 800 ejemplares, concentrados en su mayoría en la costa del Pacífico y al sureste del país, siendo la península de Yucatán la región con mayor población, donde Calakmul constituye un reino conquistado por el jaguar.

“Cuando lo tiene uno de frente, es todavía más impresionante de lo que imaginaba”, dice Juventino sobre este felino. En su pelaje, los pueblos originarios leían el atlas del cielo; en cada mota, un astro; en cada ejemplar, un patrón distinto de manchas que lo hace único, como si se tratara de su huella dactilar. Aquellas culturas milenarias también se servían de su manto estelar como indumentaria de poder. Pocos como el exfurtivo conocen tan bien los movimientos del jaguar, cuyo rugido en época de brama —en el otoño— puede escucharse a kilómetros, haciendo retumbar los cimientos de roca caliza. “Si el jaguar brama con el hocico apuntando al cielo, su rugido no resulta tan potente, pero si lo hace hacia abajo, la tierra parece que temblara, hasta se sienten caer las hojas de las copas. A más de cien metros y se siente aquí al ladito”, dice.

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Juventino Pérez nunca fue a la escuela. Su padre trajo a la familia desde Veracruz hasta Campeche para trabajar en el negocio de la chiclería, al que lo introdujo de adolescente.

La extracción de la resina pegajosa y aglutinante que se obtiene del árbol del chicozapote fue un negocio muy importante para la economía regional, que llegó a fijar rutas nacionales desde finales del siglo XX y que volvió a estar en auge en los años setenta, reclamando manos y sudores migrantes para aquellas jornadas intensas en las que Juventino desarrolló un vínculo especial con la naturaleza, de la que aprendió sus ritmos como si se tratara de un calendario personal: en qué mes cada árbol ofrece los frutos más maduros, la mejor luz de la tarde para observar el cortejo del pájaro saltarín cabecirrojo, la hora exacta a la que se pone a cantar el pavo ocelado en abril.

“Llegué a Campeche de chamaco y empecé a conocer la selva, a instruirme en ella. Su naturaleza me atrapó”, dice.

De su padre también aprendió a cazar. “Conejos y chachalacas a las que tiraba con rifle en las noches veracruzanas”, cuenta. Pero, al contrario que su progenitor, Juventino no quiso dedicarse a las labores campesinas, se podía vivir mejor disparando, primero a corzos y jabalís, después a jaguares. Tenía solo dieciséis años cuando abatió al primero en un ejido. “Lo sorprendí en la madrugada cuando estaba atacando a un venado. Fue solo un tiro limpio y me llevé de una a los dos animales”, recuerda. Un trailero que pasaba por la zona le regaló, a cambio de las presas, una bicicleta y mucho dinero: “Jamás había visto tanto billete junto”, asegura. Desde entonces se enfocó en dar caza al jaguar, a observarlo para aprender sus costumbres, a llamarlo con un silbato.

Juventino todavía acostumbra a recorrer la selva de Calakmul con ese instrumento en el bolsillo, capaz de atraer al felino, el silbato de la muerte. Un sonador de madera, hueco por dentro, que los mexicas usaban en sus combates para amplificar el grito de los combatientes y que su ejército pareciera mucho mayor, un sonido explosivo que imita el lamento más intenso del viento, un desgarro del alma, el grito de guerra más temido. “No lo traje conmigo, se nos echaría encima. El jaguar de acá no es agresivo, no suele atacar. Pero si lo llamo, es como un insulto, amenaza de que le invaden su territorio. Solo lo utilizo cuando hay que dardearlo”, explica. Ahora Juventino es el responsable de disparar el sedante cada vez que acompaña a equipos de biólogos para introducirles a los jaguares un chip con el que pueden monitorearlos. Lo hacen para entender mejor su biología y tener un censo de su población, para saber por cuáles rincones de la selva de Calakmul se desplaza el felino. Ahora que trabaja con científicos, Juventino recoge también muestras de sangre o carga al pesado animal en sus brazos hasta un laboratorio improvisado en medio de la selva. Cuanto más se conozca de él, más fácil resultará formular estrategias para protegerlo.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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“Hace no tanto se traficó mucho por acá con piel de jaguar, su venta dejaba mucha lana. Se podían sacar hasta noventa mil pesos. ¿Quién no se iba a aventar a hacerlo, si con el ejido se cobra dos mil a la semana? ¿Quién no se quiere morir de hambre?”, dice Juventino Pérez, y lanza las preguntas al aire en susurros.

El jaguar está catalogado en México como una especie en peligro de extinción y su cacería está vedada desde 1987. En los últimos años iniciaron los censos de población, y la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) ha implementado un total de 125 Comités de Vigilancia Ambiental Participativa; las redadas de las autoridades para disuadir la comisión de ilícitos, así como para combatir el tráfico de ejemplares, son cada vez más duras. “El jaguar se sigue cazando, pero le bajaron mucho. Ya es más difícil de vender, no se puede exhibir en un mercado, y si te agarran, te meten preso”.

Juventino conoce los entresijos de este negocio ilegal. Ganó mucho dinero comerciando con las pieles. Antes de trabajar como guía y dedicarse a la protección de esta biosfera, llegó a ser uno de los cazadores furtivos más codiciados. “Me hacían llamar de otros lugares. Trabajé varias temporadas en Mérida como guía de cacerías con puro gringo”. La mayoría de sus clientes eran de Estados Unidos: “Mucho texano que pagaba una ‘lanota’ solo porque los llevara hasta el jaguar. Luego se volvió un negocio más clandestino, aunque funcionarios del propio Gobierno siguen metiendo a su gente, organizando cacerías furtivas para extranjeros”, cuenta.

Hoy, la Norma Oficial Mexicana 059 establece una pena de uno a nueve años de prisión y una multa para quien trafique con las pieles. Pero, aunque su venta dejó de ser negocio exhibido, por las repercusiones penales, los jaguares siguen siendo desollados y vendidos como trofeos de caza y artículos de lujo. Entre los años 1975 y 2017, la Profepa llegó a realizar más de 1 865 operativos en México, en los que incautó ejemplares vivos, pieles, garras, colmillos, patas y cabezas de jaguar.

“Una vez fui hasta la Huasteca Potosina por encargo de un ganadero. Andaba un jaguar comiéndose a sus borregos, y llevan entre diez gentes muchos días buscándolo sin éxito. La primera noche que llegué al terreno me lo eché por un buen dinero”.

Aunque le gusta reconocer su destreza como tirador, Juventino no lo cuenta con orgullo. Es difícil advertir un completo arrepentimiento, pero asegura que no lo volvería a hacer, acabar con la vida del jaguar. “Ahora lo respeto mucho. Matar por matar no está bien. Mejor protegerlo, porque lo cuidas y ganas más. En la conservación hay billete, ahí está el futuro que viene”, confiesa el giro que dio a su vida con una sonrisa a la que asoma la corona en oro que envuelve su colmillo izquierdo.

La selva Calakmul. Ilustraciones de Amanada Mijangos.

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El guardián de Calakmul se arrodilla para alcanzar algo del suelo, lo coloca en la palma de su mano y lo muestra a sus aprendices. Es un pedazo de cerámica maya como los que de vez en cuando la lluvia barre consigo y descubre a la intemperie. “Quizás tengamos suerte y encontremos también jadeíta”, dice Juventino Pérez en referencia a la piedra que se usaba en joyas de la realeza o en el ajuar mortuorio de gente de poder, la cual atrae expediciones de antropólogos, quienes también anhelan encontrar algún fragmento de obsidiana. Son los retazos del pasado con los que los expertos reconstruyen la historia de una de las civilizaciones más esplendorosas de nuestra era. Aquí, en Calakmul, se alza una ciudad monumental, un museo natural de arqueología, vestigios que suponen uno de los descubrimientos más relevantes del legado prehispánico. Las ruinas que se asoman entre la vegetación fueron encontradas a inicios del siglo XX y hoy son las responsables de atraer a 42 000 visitantes al año. A lo largo de este territorio todavía yacen restos arqueológicos todavía sin explorar, esperando sin apremio a ser hallados.

“Por esta selva siempre se puede encontrar algo, una piedra, un trocito de una vasija, la punta de una lanza… Y hay muchas ruinas que no han sido registradas por el INAH [Instituto Nacional de Antropología e Historia]”, dice Juventino. Durante un tiempo, él se desempeñó como guía de antropólogos, ayudando a localizar antiguas construcciones mayas. También ha acompañado a trabajadores de la Profepa a deslindar parcelas en el terreno salvaje y levantar censos de biodiversidad. “En aquellas salidas aprendí a trabajar con GPS, pero yo prefiero utilizar la brújula”, afirma con sinceridad.

Después de caminar doscientos, trescientos kilómetros —en la selva  de Calakmul las horas se desconfiguran—, el equipo ha llegado a un lugar donde se avista una cueva pequeña sobre un montículo de piedras. Allí se erige un vestigio de ruinas prehispánicas, una de las guaridas favoritas del jaguar para dormir. “Ya estamos sobre el animal”, anuncia.

Cuando los hombres llegan a la boca de la ruina, el guardabosques saca una linterna para alumbrar las entrañas de la excavación y unas escaleras en caracol arcaicas que descienden en la completa oscuridad. Al asomarse, la claustrofobia se apodera de la mayoría y un desagradable olor a orín y guano golpea las narices. El hedor es insoportable: el sudor del felino que Juventino rastrea se intensifica cuando se mezcla con el olor que desprende el sustrato resultante de la acumulación de excremento de murciélago.

El jaguar está adentro.

“Meterse ahí puede ser peligroso, nos puede matar”, dice. Y respirar el guano, altamente comercializado como fertilizante natural, puede provocar la enfermedad de las cavernas. La histoplasmosis, infección causada por la inhalación de las esporas de un hongo que se encuentra en este tipo de deposiciones, es capaz de desencadenar una variedad de síntomas neurológicos, un desenlace evitable con un equipo cualificado.

Mientras los aprendices toman un momento para sacar las cantimploras e hidratarse, un rugido como del inframundo emerge desde las profundidades, provocando el vuelo despavorido de un zopilote que huye hacia el cielo.

“Creo que nuestra presencia lo despertó y, si se siente amenazado, puede atacarnos”, dice Juventino. El objetivo es ver al animal, pero sin que se sienta acorralado. Como una señal premonitoria, deciden que mejor es momento de regresar y descansar un rato. Retomarán la búsqueda por la noche. “El mejor momento para encontrar al cazador nocturno”.

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El ulular de un búho solitario, un canto abrupto que se prolonga apenas unos segundos para extinguirse y volver a resonar, acompaña los pasos de los aprendices que avanzan con linternas en la frente. A los lados del camino que van trazando, centenares de ojos como diamantes se asoman a la oscuridad. Son ojos de arañas, ocelos con los que captan la luz y la reflejan, tintineando como estrellas. Los sonidos más tenebrosos los emiten los monos araña, que se balancean de rama en rama, ocultos en la negrura de la noche, momento en el que los peligros de la selva de Calakmul se acrecientan, cuando se puede confundir una serpiente venenosa con una liana o ver la aparición de un grupo de furtivos que, como ellos, quieren encontrar al jaguar. No obstante, los traficantes de animales exóticos y de maderas preciosas no son los únicos depredadores de esta selva.

Sobre la selva de Calakmul se ciernen muchas amenazas. Como la deforestación, producto del desarrollo turístico y la urbanización, que avanza sin escrúpulos arrancando la vida de raíz. Como la extensión de las fronteras ganaderas y el cambio de uso de suelo para cultivos que, en 2017, según Global Forest Watch y la oenegé mexicana Reforestamos, ya habían arrebatado, sin lástima, más de 54 000 hectáreas al bosque de ceibas, chicozapotes, caobas, amates y cedros. Los incendios provocados también se han vuelto comunes. Como recogieron los satélites de la NASA, más de tres mil hectáreas de selva protegida perecieron bajo las llamas en 2019.

Son las cinco de una mañana de octubre de 2022. Fracasó el segundo intento. Los aprendices de Juventino Pérez, decepcionados por no haber encontrado al felino, se retiran de la expedición exhaustos, antes de que el amanecer termine por despertar a la selva. “La próxima vez habrá más suerte, en esta época no es tan fácil dar con él. Para el jaguar se necesita tiempo. Habrá que volver en abril o mayo, cuando cesen las lluvias, a los animales por todos lados se los puede observar porque llegan hasta lo más bajo del bosque en busca de agua”, anima Juventino a los otros, abrumados por el desencanto.

La última intimidación que enfrenta esta reserva la constituye el Tren Maya, que atravesará sus entrañas, del que dicen los gobernantes que traerá “el progreso”, la “promesa de prosperidad”. Mientras tanto, los lugareños observan cómo sobre sus tierras avanza la construcción a paso acelerado. Un tren cuya maquinaria pesada también podría resultar el jaque mate a las especies protegidas.

De vuelta al campamento, cuando se le pregunta a Juventino por el tren, se vuelve más circunspecto: “La reserva ha cambiado mucho. Primero la saquearon, después decidieron protegerla, o lo intentaron, al menos. No sé qué pasará cuando ese tren eche a andar. Trabajo ya está trayendo, porque la obra avanza, aunque los planes cambian a cada rato”. Y después confiesa: “Yo no me meto en ‘esos asuntos’ mientras pueda seguir haciendo lo que hago: mostrarles a los visitantes al jaguar, tener la suerte de que alcancen a verlo desde cerquita, y sentirme libre en esta selva, que es mi casa, ya una vida entera acá, un hogar en el que solo soy un servidor”.

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Esta historia sobre la selva de Calakmul se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».

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