Hay veces en que me siento como un extraño en el país donde he pasado más de la mitad de mi vida. No es por falta de oportunidades ni una queja. Es, más bien, una especie de desilusión. Jamás me imaginé que después de 35 años en Estados Unidos iba a seguir siendo un stranger para muchos. Pero eso soy.
A pesar de ese sentimiento, quiero empezar en el agradecimiento. En Estados Unidos nacieron mis hijos, lo que más quiero en este mundo; aquí he ejercido mi pasión y mi profesión —el periodismo— con absoluta libertad; aquí existe una energía de cambio, deseo de innovación y una apertura difíciles de encontrar en otras partes del planeta; aquí casi todos somos inmigrantes o descendientes de extranjeros y eso siempre ayuda para saltar fronteras y para llegar al límite de lo posible; aquí sigue prevaleciendo la idea de que la democracia es el sistema político que todos aceptamos y que el concepto de igualdad está establecido desde el primer momento de independencia de esta nación; aquí se puede vivir bien y con justicia —que en su sentido original significa darle a cada quien lo que se merece.
Por eso vivo aquí. Tengo el privilegio de compartir con millones de personas la maravillosa coincidencia de querer vivir en un país y de que ese país te acepte con los brazos abiertos. Me hice estadounidense por voluntad y Estados Unidos, también voluntariamente, me aceptó.
Nada de esto, por supuesto, borra de donde vengo. Nací y crecí en México y nunca dejaré de ser mexicano. Adoro la solidaridad de los mexicanos, es una nación maravillosa donde nunca te sientes solo, con una historia mágica e incomparable. Es un extraordinario país que crece con ganas y que expande su cultura a todo el planeta —muy distinto a la corrupta imagen de sus gobiernos y a la violencia que vemos en las noticias. La mayor parte de mi familia sigue viviendo en México, visito el país varias veces al año y me preocupa, siempre, lo que ocurre en los dos lados de la frontera.
Mi vida privada y mi vida pública es binacional y transnacional. Soy, simultáneamente, mexicano, estadounidense, latino, extranjero, inmigrante, emigrante, chilango y, sin duda, muchas cosas más. Es decir, para muchos soy el otro.
Pero Estados Unidos es un país históricamente acostumbrado a los otros —a los que recién llegan, a los que nacieron en otro lado, a los que se ven y hablan distinto— y por lo tanto ha desarrollado una saludable tolerancia a los que son diferentes. Aunque no en todos lados y no todo el tiempo.
La historia de este país registra ciclos de aceptación a los extranjeros seguidos por ciclos de enorme rechazo y discriminación. Ese es el momento que estamos viviendo ahora.
Hay partes del país que se resisten más a los inmigrantes y los culpan injustamente de los principales problemas que enfrentamos, desde la falta de trabajos bien remunerados hasta el crimen. Y hay políticos que se aprovechan de eso para dividir a la nación y ganar votaciones. Como Donald Trump.
Déjenme hacer una aclaración.
Este no es un libro sobre Trump. Pero su entrada a la política y su llegada al poder están directamente relacionadas al creciente sentimiento anti-inmigrante que prevalece en Estados Unidos. Es lo peor que he visto desde mi llegada a Estados Unidos en 1983. Es como si Trump le hubiera dado permiso a otros para ofender a los inmigrantes y para hacer comentarios racistas, tal y como él lo ha hecho.
Las palabras importan. El problema no es solo Trump; son también los 63 millones de estadounidenses que votaron por él y que, en muchos sentidos, piensan como él. Sí, el odio se ha ido fermentando desde la llegada de Donald Trump a la política. Pero no por eso podemos aceptarlo como algo normal.
Los ataques de Trump a los inmigrantes y su aparente intento de detener el cambio demográfico que está viviendo Estados Unidos van a fracasar. Trump va a contracorriente. Él anunció su campaña presidencial el 16 de junio del 2015. Pero apenas 15 días después —el primero de julio del 2015— la Oficina del Censo calculó que más de la mitad (50.2%) de todos los bebés menores de un año en Estados Unidos ya era de minorías.
Estados Unidos nunca ha sido un país puro. Los conquistadores españoles Juan Ponce de León y Hernando de Soto hablaron español en lo que hoy es el sur de Estados Unidos unos dos siglos antes que llegaran los primeros pilgrims o habitantes europeos a Nueva Inglaterra. Hay evidencia de la presencia de africanos en nuestro territorio desde principios del siglo xvii. Y los nativos norteamericanos precedieron a todos los demás.
La esencia de Estados Unidos es ser una nación multiétnica, multirracial, de muchas culturas, diversa, tolerante, y creada por inmigrantes bajo los principios de libertad, igualdad y democracia.
Trump se da muchos trancazos con la historia y, al final, recordaremos este como uno de los momentos más tristes en la ya larga lista de tensiones étnicas y raciales en Estados Unidos; triste porque es como si no hubiéramos aprendido nada en más de dos siglos.
Pero, mientras, hay que aguantárselo. A veces pienso que me he estado preparando toda mi vida para este momento.
* * *
“Lárgate de mi país.” Todavía escucho esa frase con absoluta claridad, como si viviera en un lugar específico de mi mente.
Es una cicatriz.
Por dentro.
Ocurrió hace tanto tiempo y, sin embargo, resuena en mis oídos como si acabara de pasar. No sé ni siquiera el nombre de quien me lo dijo. Pero tengo su cara y su odio grabados en mis ojos y en toda mi piel.
Cuando alguien te odia lo sientes en todo el cuerpo. Son, generalmente, solo palabras. Pero la vibración de las palabras cargadas de odio se cuela entre las uñas, por tu pelo, se clava debajo de tus párpados. Entra, también, por tus oídos. Y luego todo parece alojarse entre la garganta y el estómago, en ese preciso espacio donde sientes que te ahogas y que, si la sensación se acumulara por mucho tiempo más, algo se reventaría.
Quien me dijo “Lárgate de mi país” era un seguidor de Donald Trump. Lo sé porque llevaba un broche del entonces candidato en una de las solapas del saco. Pero, sobre todo, lo sé por la manera en que me lo dijo. Me vio directamente a los ojos, me apuntó con un dedo y me gritó.
He vuelto a ver el video de esa tarde en agosto del 2015, una y otra vez, y no sé cómo mantuve la calma. Recuerdo que su grito me tomó por sorpresa. Trump, con la brutal y cobarde ayuda de un guardaespaldas, me acababa de sacar de una conferencia de prensa en Dubuque, Iowa, y yo apenas estaba pensando en cómo reaccionar cuando, de pronto, escuché a un energúmeno apuntándome con su dedo.
Levanté la cabeza y, en lugar de soltarle una grosería como me hubiera gustado, me controlé y solo le dije: “Yo también soy un ciudadano de Estados Unidos”. Su respuesta me dio risa. Dijo “Whatever”, cuya traducción sería algo así como “me da lo mismo” y que es una frase que suele utilizar gente mucho más joven que él. Un policía que estaba escuchando la discusión, a las afueras de la conferencia de prensa de Trump, se interpuso entre los dos y ahí terminó todo. Pero su odio se me quedó clavado.
El odio es contagioso.
Trump contagia odio.
Estoy absolutamente convencido que si Trump me hubiera tratado de otra manera, su seguidor no me habría hablado así. Pero Trump me acababa de echar de una conferencia de prensa y eso, de alguna manera, le había dado permiso a este hombre para dirigir su odio contra mí.
Nunca antes me había ocurrido algo así en más de tres décadas cómo periodista. Para mí eso solo ocurría en dictaduras. Bueno, una vez en Guadalajara, México —en el marco de la primera Cumbre Iberoamericana, por allá de 1991— me pasó algo parecido. Uno de los guardaespaldas de Fidel Castro me empujó y me hizo a un lado mientras cuestionaba al dictador cubano por la falta de libertad en la isla.
Trump también usó a un guardaespaldas para evitar que le hiciera una pregunta. Ahí está, Fidel y Trump utilizaron las mismas tácticas de fuerza —y a sus guardaespaldas— para lidiar con la prensa incómoda.
Mis problemas con Donald J. Trump comenzaron el mismo día que lanzó su candidatura presidencial el 16 de junio del 2015 en Nueva York. Ahí dijo lo siguiente: “Cuando México envía a su gente, no envía a los mejores… Está enviando a gente con muchos problemas y ellos nos están trayendo esos problemas. Ellos traen drogas. Ellos traen el crimen. Son violadores. Y algunos, supongo, son buenas personas…. Y no solo vienen de México. Vienen del sur y de América Latina…”
Estos son comentarios racistas. Punto.
Trump puso a todos los inmigrantes mexicanos y latinoamericanos en el mismo saco. Generalizó. No tuvo la honestidad intelectual de decir que solo algunos inmigrantes cometen crímenes, no la mayoría. Luego, varios de sus defensores aseguraron que Trump, en realidad, se estaba refiriendo a cierto tipo de inmigrantes indocumentados, a los más violentos, no a todos los que vienen del otro lado de la frontera sur.
Quizás. Nunca lo sabremos. Pero eso no es lo que dijo. Lo que sí sé es que cuando Trump lanzó su candidatura presidencial, acusó a todos los inmigrantes mexicanos de ser criminales, narcotraficantes y violadores.
Lo que dijo Trump es absolutamente falso.
Todos los estudios que he leído —particularmente el del American Immigration Council— concluyen que “altos niveles de inmigración están vinculados con bajos niveles de criminalidad, y que los inmigrantes son menos propensos a cometer crímenes serios o a terminar en la cárcel que las personas nacidas en Estados Unidos.”
Trump comenzó su camino hacia la Casa Blanca con una gran mentira.
* * *
“No se puede volver a casa”, escribió el español Javier Cercas. Y después de leerlo en su libro La verdad de Agamenón me dieron ganas de gritarle. No me digas eso, Javier, por favor, que me he pasado la mitad de mi vida pensando en volver.
Regresar a casa es como una obsesión para todos los que nos fuimos. En ocasiones se trata de planes concretos pero, en otras, no es más que un intenso deseo de recuperar esa sensación de seguridad y felicidad que alguna vez disfrutamos.
Cuando decimos casa no es, necesariamente, un lugar concreto. Es, sobre todo, esa idea de pertenecer a algo; de sentir que somos de un pedazo específico del planeta y que la gente que vive ahí nos cuida y nos quiere.
El problema es que esa casa está idealizada. Esa casa empieza a cambiar en el preciso momento en que nos fuimos. La dinámica de un hogar se modifica cuando uno de sus miembros se va. Además, la percepción interior de lo que es nuestra casa —home, en inglés— está vinculada a un momento concreto. La casa que yo tanto extraño es donde crecí como niño y adolescente en los años sesenta y setenta. Aunque físicamente pudiera volver a vivir ahí, la casa que tanto añoro ya desapareció. Y sin embargo, la sigo buscando. Todos los días.
El subtítulo de uno de mis libros es “un periodista en busca de su lugar en el mundo.” A eso precisamente me refiero cuando hablo de mi casa.
Me he mudado tantas veces de casa en Estados Unidos, entre Miami y Los Angeles, que ya he olvidado las direcciones. Pero nunca se me olvida la calle —Hacienda de Piedras Negras— y el número de la casa donde crecí en la colonia Bosques de Echegaray en la gigantesca Ciudad de México.
Me fui pero no me quería ir.
Los inmigrantes no se van porque quieren. Son casi obligados a convertirse en extranjeros en una tierra nueva. Algo muy poderoso los expulsa y algo igualmente fuerte los atrae a otro país. Es mucho más que solo una aventura exploratoria. Cuando se dan las condiciones de expulsión y atracción, la decisión de emigrar es inminente.
¿Quién va a querer dejar a sus papás, hermanos y amigos? Lo ideal sería crecer, trabajar y vivir con los que te quieren. Pero no siempre se puede.
“No hay nada más extraordinario que la decisión de migrar, nada es más extraordinario que la acumulación de emociones y pensamientos que llevan a una familia a decir adiós a la comunidad donde han vivido por siglos, a abandonar viejos vínculos y rincones familiares, y lanzarse a través de mares oscuros a una tierra extraña.”
Estas palabras de John F. Kennedy, escritas en 1958 —el año que yo nací— me hacen pensar que el asesinado expresidente sí entendía perfectamente lo que es ser un inmigrante. Después de todo sus ocho bisabuelos cruzaron el Atlántico desde Irlanda para llegar a Estados Unidos.
Estoy de acuerdo. Convertirme en inmigrante fue la decisión más difícil y extraordinaria de toda mi vida.
Y junto al agradecimiento a Estados Unidos por haberme recibido y aceptado hay una genuina añoranza por lo que dejé en México. La cercanía geográfica, la vecindad fronteriza, la tecnología digital y telefónica, y cientos de vuelos me han mantenido en frecuente e intenso contacto con México durante todos estos años. Pero por más que haya hecho un esfuerzo por estar al tanto de lo que ocurre en mi país de origen, poco a poco, la distancia y el desconocimiento se van imponiendo. No es lo mismo leer sobre México y ver reportajes por internet o televisión que vivir ahí.
Muy a mi pesar, y a veces de forma dolorosa, me he dado cuenta que he perdido la capacidad de aguantar las salsas mexicanas más picantes. Esas que antes apenas me hacían parpadear hoy me harían llorar. Y digo harían porque ya ni siquiera me atrevo a probarlas. Mi estómago y mi lengua han ido imponiendo su distancia. Algo similar me ha ocurrido con el país. México, claramente, no es el mismo que dejé y he ido perdiendo el contacto con lo que más le gusta y con lo que hace llorar a los mexicanos. Lo veo y me lo imagino pero, tras 35 años fuera, ya no puedo decir que lo entiendo todo. Mi boca dice otra cosa.
Aunque viajo varias veces al año a México, por motivos personales y profesionales, tengo que reconocer que el país a veces se me va de las manos y se convierte en una serie de noticias, retratos y arrebatos, no siempre apegados con fidelidad a la realidad. A veces pienso en México con verdadera nostalgia. En otras caigo en la trampa de estereotiparlo como una nación de suma violencia y fosas clandestinas. Y luego puedo imaginármelo, también, como un país casi mágico, como si lo estuviera viendo un extranjero.
* * *
Hay un retrato que me tiene muy inquieto. Es la fotografía de mi papá cargándome con un brazo. Tenía apenas meses de edad. El aparece muy serio, casi distante, como si yo no estuviera ahí. Estoy vestido todo de azul, creo que de lana, con la boca abierta, y con una olita de pelo rubio partiéndome la cabeza por la mitad. Es posiblemente la primera foto de mi vida. Pero también es la única foto que tengo con mi papá.
La única.
He estado buscando en mis álbumes y en mi computadora por otras fotos con mi papá y no las encuentro. Las hay de toda la familia. Pero ninguna de él y yo solos.
La relación con mi papá no fue fácil. No fluía. Se atoraba a cada rato. Recuerdo una sola ocasión en que jugó conmigo. Le trató de pegar a un balón de futbol y yo traté de hacerle creer que todo estaba bien. Pero en realidad le pegó muy mal a la pelota, con la punta del zapato, y el intento de acercamiento padre/hijo terminó en solo segundos. Seguramente jugamos en otras ocasiones pero yo no lo recuerdo.
Bueno, es cierto que me enseñó a jugar ajedrez, un juego que disfruto hasta hoy en día. Pero nuestras partidas, más que un juego, eran otro escenario de enfrentamiento entre padre e hijo. Siempre me ganaba. Salvo una vez que, por un descuido, le hice jaque mate. Nunca más se volvió a descuidar.
Nos llevaba a mis hermanos y a mí al “brinca-brinca” (un lugar de trampolines) pero prefería llevarnos pan de dulce a la casa, cuando regresaba de trabajar. Le gustaba llevarnos “rayaditos”, una especie de madeleine a la mexicana.
Lo veía muy poco de lunes a viernes y durante el fin de semana le veía la nuca cuando manejaba para ir a visitar a mis abuelos. Supongo que su papá nunca jugó con él y a él nunca se le ocurrió cuestionar ese comportamiento.
Hablábamos poco. Nuestra única plática sobre sexo fue durante un rápido recorrido en auto de la casa al centro comercial. La terminó diciendo algo así como “si necesitas ayuda me avisas”. Por supuesto yo nunca le avisé nada.
Mi papá era el de las reglas en la casa. ¿A qué hora vas a llegar? Nunca salgas sin dinero en el bolsillo. Llama si te atrasas. Haz la tarea. De niño le tenía miedo. Si lo veía leyendo el periódico en la sala me iba a otro lado. De vez en cuando daba gritos y manoteaba. Pero conforme fui creciendo entendí que así era, que los gritos eran inofensivos, que nunca iba a cambiar y que sus estrictas reglas en la casa eran una forma de querernos.
Para mi papá solo existían cuatro profesiones legítimas: arquitecto —como él—, ingeniero, abogado o doctor. Ninguna me interesaba. Así que cuando le informé que iba a estudiar comunicación en la universidad, su respuesta fue: “¿Y qué vas a hacer con eso?”
“Eso”. Así le llamó a mi elección de carrera. Tengo que confesar que había algo de rebeldía y gusto en tomar una decisión que hiciera enojar a mi papá. Si no le gustaba a él, entonces debía ser una buena opción. Ahora entiendo que su preocupación era mi futuro económico y que no quería que batallara en la vida como él.
Estudié lo que más me gustaba a pesar de las protestas de mi papá. Pero él no hizo lo mismo y se notaba. El arquitecto Ramos era un gran mago. Le encantaba hacernos trucos de magia a mis hermanos y a mí. Siempre pensé que esa era su verdadera vocación en la vida. Pero mi abuelo lo obligó a dedicarse a algo que no le apasionaba.
A pesar de todo, esta historia tiene un final feliz.
Luego que me vine a vivir a Estados Unidos hice las paces con mi papá. La tensión y distanciamiento que sufrimos cuando yo era niño y adolescente se convirtieron en una relación cálida y amorosa. Cuando me fui se rompió el duro molde de lo que debía ser, para él, la relación padre-hijo. Al liberarse de esa obligación me empezó a ver con otros ojos. Y yo a él.
Por fin nos abrazamos. Cuando yo iba a México pasábamos ratos juntos, a veces en silencio —muy a lo Ramos— pero lo disfrutábamos mucho. Siempre me despedía con un abrazo y un beso y eso era nuevo para los dos.
La televisión selló el pacto. Casi todas las noches veía en su apartamento de la Ciudad de México el noticiero que yo hacía desde Miami. Y al terminar le hablaba por teléfono para preguntarle qué le había parecido. No le ponía mucha atención a las noticias. Veo el noticiero para verte a ti, me decía.
Generalmente me comentaba sobre mis corbatas. A él le encantaba usar corbatas de atrevidos diseños y, sabiendo eso, yo me ponía algunas que esperaba le fueran a gustar. “Corbatita” me decía desde el otro lado del auricular. Y cuando lo decía yo sabía que le había gustado.
Una de las grandes tragedias de todo inmigrante es no estar con los que quieres cuando mueren. Yo sabía que mi papá estaba enfermo —había sufrido un par de ataques al corazón— pero nunca sospeché que una noche mi mamá me llamaría para advertirme que se había puesto muy grave. La siguiente llamada fue para avisarme que había muerto.
Yo estaba en la sala de redacción, a punto de hacer el noticiero, y —en total negación— insistí en leerlo esa noche. Afortunadamente mis compañeros no me dejaron, me enviaron a la casa y a la mañana siguiente volé a la Ciudad de México para su entierro.
¿Quién lo iba a decir? La televisión —y esa profesión que mi papá no quería para mí— fue lo que finalmente terminó uniéndonos.
Pero crecí en oposición a mi papá.
Y en oposición a los abusivos sacerdotes católicos de mi escuela primaria y secundaria.
Y rechazando el sistema antidemocrático que imperaba en México.
Así que con padre autoritario, maestros autoritarios y país autoritario no tuve más remedio que convertirme en periodista.