La construcción de Golondrinas
Emiliano Ruiz Parra
Fotografía de León Muñoz
Muchos de los habitantes de Golondrinas tienen un pasado dramático, pero en este barrio de Ecatepec pudieron rehacer sus vidas. Un fotógrafo y un reportero retrataron la historia de este lugar edificado con las propias manos de sus colonos.
Golondrinas ha sido una segunda oportunidad sobre la Tierra para cada uno de sus fundadores. Para Martha Garrido, Golondrinas representó la liberación de su verdugo: su marido, que se aparecía de noche con cuchillos a matarla. En Golondrinas Arturo Aguilar halló la paz tras huir de once años de indigencia y reencontrarse con un amor adolescente. Carlos Guzmán edificó en Golondrinas su versión de la vida: el arte de la navaja y el amor de padre de familia. Cada invierno, las golondrinas migran hacia el sur en busca de temperaturas cálidas. Golondrinas, un barrio en la periferia de la Ciudad de México, es una de las respuestas al invierno económico y moral que México representa para millones de mexicanos: la oportunidad de construir, con las propias manos, un verano privado y colectivo, una segunda oportunidad para una estirpe –los pobres de la tierra– condenada a siglos de invisibilidad.
Golondrinas es un barrio del municipio de Ecatepec, ubicado en los límites con Coacalco y Jaltenco. Un canal a cielo abierto –el Canal de Cartagena– lo separa de la colonia Luis Donaldo Colosio. Su frontera con Coacalco la delimita un terreno baldío conocido como La Laguna.
La periferia de la Ciudad de México ha sido borrada de la narrativa del país. Más de diez millones de personas habitan el cinturón urbano y proveen una energía laboral imprescindible: son nuestros obreros, albañiles y choferes; nuestras empleadas, limpiadoras y cocineras. Pero nuestra mirada los pasa de soslayo: no figuran en los libros de historia y la prensa los confina a la nota roja. Los periodistas concentran su atención en los centros decisorios como los parlamentos y los barrios de clase media. Padecemos una centralización de la mirada: México se representa higienizado de las penas y los sueños de millones de residentes periféricos.
Golondrinas es un barrio relativamente joven: sus primeros habitantes llegaron a mediados de los noventa a las tierras comunales de Guadalupe Victoria. En la memoria de los habitantes está fresca la desruralización y el fraccionamiento de parcelas de propiedad colectiva. Desde ese momento fundacional apareció en su historia el no-lugar como lugar. La mayoría de sus habitantes son, a ojos de la ley, invasores. Los nuevos colonos carecen de la certeza sobre sus terrenos, y el gobierno se retrasa al dotar de seguridad y servicios urbanos a una comunidad erigida sobre la incertidumbre.
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La precariedad jurídica atrae la precariedad del Estado, que, durante años, dejó de proveer seguridad y derechos. Frente al abandono, los habitantes de Golondrinas acudieron a la autoconstrucción de sus viviendas y sus calles. Láminas de zinc, pendones de campañas políticas y polines de madera que, en algunos casos, dieron paso a los bloques de concreto gris. Los pactos políticos se cuantifican con precisión: tanta gente en un mitin vale tantos costales de cemento y metros de varilla. Grava, arena, pavimento a cambio de apoyo electoral. La construcción del patrimonio se torna en la construcción de ciudadanía. Golondrinas ofrece una historia de conquistas, algunas de ellas colectivas: el suministro de agua, el drenaje y el alumbrado público se han arrancado al olvido institucional en el último lustro. Pero la épica es, casi siempre, una batalla individual. Sobrevivir a la pobreza y a sus múltiples impuestos requiere un temple firme y una moral recta. Se desarrolla una ética del trabajo de matices protestantes (es raro aquél que no trabaje siete días); se afina el sentido de la administración: cada peso excedente se acumula en ladrillos para el próximo muro; se fortalece el vínculo con los vástagos: yo no fui a la escuela pero ellos tendrán aquí su primaria y secundaria y se hará un esfuerzo sobrehumano para enviarlos a la educación superior. León Muñoz emprendió un proyecto de fotografía de la periferia urbana. Empezó, en solitario, con Ciudad Juárez y después acometió, conmigo, el retrato de Golondrinas, en el cinturón urbano del Valle de México. Politólogo además de fotógrafo y diseñador gráfico, sugirió un concepto para el fenómeno que atestiguamos: la arquitectura de la precariedad. Le he añadido su equivalente narrativo: la épica de la precariedad. Si bien es cierto que en Golondrinas, como en cualquier barrio periférico, habita el lumpemproletariado urbano, éste no es ni siquiera una minoría relevante. La mayoría de los colonos son militantes de la resistencia cotidiana. Golondrinas nació condenada a ser invisible, como otras miles de comunidades de la periferia metropolitana, construidas y urbanizadas por sus habitantes. Y seguirán así a menos que emprendamos una descentralización de la historia. Durante años, los habitantes de Golondrinas se alumbraron con velas y mecheros de petróleo. Los vecinos de barrios cercanos se negaban a dejarlos colgarse de sus postes. Cuando encontraban por fin la solidaridad de otros colonos, las fuentes de electricidad quedaban tan lejos que requerían cientos de metros de cable y la luz daba para unas breves horas de focos mortecinos. Ajenos a la red de agua, los habitantes de Golondrinas debían esperar a que las pipas entraran a la colonia una vez cada quince días. Pero muchos choferes se rehusaban a meter sus camiones porque se atascaban en los hoyos de las calles. «Pedíamos para que lloviera y apartar esa agua en tambos». Aidé recuerda las caminatas de veinte o treinta minutos con una cubeta en cada mano. El último de los servicios urbanos en llegar fue el drenaje. Arturo Aguilar recuerda, desazonado, que debió pagar mil novecientos ocho pesos para que conectaran su fosa séptica a la red municipal de desagüe. Golondrinas tiene un barrio al interior de sus entrañas con el que comparte perímetro y habitantes, pero no el nombre. En 1996, Imelda Reyna compró un terreno en las tierras comunales, tocó puertas a quienes ya tenían electricidad: nadie cedía su chorrito de luz, robado o pedido a su vez a otras fuentes irregulares. Imelda y otras tres familias ahorraron dinero y compraron sus propios cientos de metros de cable para colgarse de un transformador municipal. Y se hizo la luz. En ese momento saborearon el significado de ser independientes. Y para que nunca se les olvidara bautizaron unas cuantas calles de esa manera: colonia Independencia. Carlos Guzmán compró su terreno en Golondrinas sin haberlo visto nunca, y durante dos años envió dinero para construir una casa que sólo conocía de oídas. Para Carlos, Golondrinas significaba su emancipación: amaba a Ivonne y quería casarse con ella pero no tenía a dónde llevarla a vivir. Hijo y nieto de peluqueros de Michoacán, eligió el camino más difícil, pero también el más recurrente entre los michoacanos: contratar un coyote y penetrar la frontera. Era 2001 y las Torres Gemelas no habían caído aún. Carlos cruzó por Tijuana con alguna facilidad y en tres días ya estaba cortando el cabello en Chicago, en donde lo llamaron Chuck Guzmán. Había planeado marcharse tres años pero al segundo Ivonne le puso un ultimátum: si no estás en México para el 25 de mayo olvídate de nuestra boda. Carlos hizo maletas y descubrió el hogar que había construido a tres mil kilómetros en un barrio desconocido de Ecatepec: la corriente de energía era tan tenue que su rasuradora eléctrica languidecía a las cuatro de la tarde. Su peluquería era casi inaccesible, rodeada de maizales y carente de caminos. Con dos semestres de la licenciatura en Historia en la UNAM, las horas de Carlos se consumían entre lecturas y desesperación. Abría la cortina a las ocho de la mañana y la bajaba a las siete de la noche. Los días transcurrían sin que un solo cliente se cortara el cabello. De vez en cuando un joven se pelaba: los diez pesos del corte los gastaba en tortillas, y si caía alguien más compraba un par de papas. Pero prefería reservar el dinero para enviar a su mujer con los suyos, en donde podrían alimentarla y, con suerte, mandarle un taco para él. Carlos recuerda la semana más desoladora: un lunes un hombre llegó a la peluquería por un arreglo de bigote. Carlos le cobró los tres pesos de la tarifa. Se quedó sentado el martes, miércoles, jueves y la mañana del viernes mirando pasar el tiempo. Por la tarde, el mismo señor pasó distraídamente por la calle, vio el local y se tocó el bigote. Creyó que le vendría bien una rebajadita. Esa semana Carlos ganó seis pesos y se decidió a regresar a Estados Unidos. Pero la frontera había cambiado tras el derrumbe del World Trade Center. Su coyote lo abandonó en el desierto de Arizona y se salvó de milagro oculto en una ratonera. Sin saber hacia dónde caminar, el instinto le indicó el camino correcto: en unas horas estaba cruzando la línea de vuelta a México. Carlos persistió: el cruce hasta Chicago representó veinticinco días de jornada, la mayor parte oculto en una casa de seguridad, en donde compartía un cuarto y residuos de sopa instantánea con otros cincuenta indocumentados. De Ivonne llegó, una vez más, el llamado a Golondrinas. Están poniendo postes de luz, le dijo. Cuando haya contrato, no tendrás pretexto para quedarte por allá. Volvió a hacer maletas, cobró su aguinaldo y migró hacia el sur. En Chicago, Chuck ganaba nueve dólares la hora más propinas, que duplicaban su sueldo. En México, ahora, cada corte representa treinta pesos. Carlos es un peluquero con conciencia de artista. Jóvenes desde los doce años acuden de otros barrios del Estado de México con una consigna: «Hazme algo». Su navaja se torna buril y dibuja estrellas, figuras geométricas, gatos mirando a la luna. Los clientes le piden su firma en el parietal: un fade y dos rayas paralelas. Carlos, de lo que está más orgulloso es de una centenaria silla de peluquero: perteneció a su abuelo y a su padre, quienes le legaron el oficio. Con su precisión y creatividad, Carlos Guzmán podría trabajar en cualquier local hipster de una colonia gentrificada de la Ciudad de México y ganar tanto o más que en Chicago. Pero ha optado por quedarse en Golondrinas y trazar su geometrismo en las cabezas de adolescentes que aspiran a ser –o ya son– asaltantes de tráileres, policías, obreros, cargadores. Le pregunto por qué. A pesar de mis errores, me dice, quiero estar al lado de mis hijos y por eso me aferré aquí. Si trabajara en otro lado me convertiría en un padre como cualquiera. El corte me da para darles de comer y estar presente con mi familia. El trozo de tierra baldía conserva su nombre ancestral: La Laguna. Ninguno de los habitantes actuales conoció ningún cuerpo natural de agua pero en la tradición oral esa laguna existió. Los primeros colonos recuerdan, en lugar de laguna, un enorme campo de maíz que los encerraba dentro de Golondrinas. Las milpas eran tan altas y cerradas que daba miedo atravesarlas de noche. Milpas y alfalfares. Frijolares y nopaleras. La memoria de los habitantes de Golondrinas está forrada de estos cuatro sembradíos. La huella del hombre primero desecó la laguna legendaria para convertirla en un maizal. Y durante décadas esos maizales cubrieron la superficie de estas tierras: entonces se llamaban tierras comunales de Guadalupe Victoria y eran verdes en las lluvias y doradas en las secas: un remanso agrícola a unos cuarenta kilómetros al norte del Zócalo capitalino. Pero llegó el tiempo de las urbes y estos maizales se interpusieron en la onda expansiva de la Ciudad de México. Sembrar maíz era, cada día, peor idea. Fraccionar las tierras de propiedad colectiva y convertirlas en pequeños terrenos se tornó una opción sencilla para obtener unos miles de pesos. Con enganches de diez mil, veinte mil, treinta mil pesos, los primeros colonos reservaron unas porciones de tierra entre las milpas: terrenos de cincuenta a ciento veinte metros cuadrados. La memoria colectiva está construida de matices individuales y la batalla contra la naturaleza abre surcos que se bifurcan. Imelda Reyna, por ejemplo, piensa en Golondrinas como en un paraíso perdido. Llegó a estas tierras pasados los veinte años de edad y, cuando no tenía ni un peso para comer, bastaba con salir de casa con un cuchillo y robarle a la tierra unos nopales. Aidé Hernández, que tenía seis años cuando llegó a los ejidos, asocia la naturaleza con lluvias torrenciales: y enfermedad perpetua. La tierra le irritaba los ojos, los animales le escoriaban la piel, el viento la hacía temblar de frío. Como la ínsula Barataria, Golondrinas fue durante algunos años una isla en tierra firme. Ese pedazo de tierra baldía llamada La Laguna era, en aquel entonces, un tupido maizal que cerraba el camino a las avenidas principales. Cruzar La Laguna significaba sumergirse en la verde oscuridad de las milpas y su susurro de cuchillos y pistolas que acechaban por las noches. La Laguna hoy es una etiqueta en el recuerdo para designar un cuerpo de agua derrotado por las necesidades de los hombres: maíz, primero; viviendas, después. En la laguna hoy se apilan esqueletos de televisores y computadoras: desmenuzadas de sus metales y vidrios, cientos de carcasas aguardan al tiempo. No son basura porque en una sociedad de recolectores como Golondrinas los residuos nunca se desechan; se almacenan a cielo abierto. Seguro, algún día, volverán a valer algo y entonces se convertirán, nuevamente, en una moneda. La naturaleza cedió a la fuerza de los hombres y hoy Golondrinas asemeja la superficie del océano. A diferencia del mar, la marea de Golondrinas no es azul sino plomiza y gris. Grises las paredes de las casas, grises las calles patinadas de grava, grises los techos que presumen reservas de ladrillos de tono gris. Pero en las grietas está la naturaleza acechante, persistiendo ante el peso de la urbe. En tiempo de lluvias, cada tarde, un pastor sale a las calles al frente de unas cuarenta ovejas. Se llama Refugio. Su estampa asemeja al hombre Marlboro descabalgado. Sus animales persiguen las hierbas silvestres que crecen entre piedras y paredes grafiteadas, resistentes a la avanzada del progreso. Los vestigios de verdor cierran su ciclo: son devorados por estos animales, que serán devorados por los hombres. Imelda Reyna mira a los ojos al asesino de su hijo. Él la reta con el gesto, se pasa un dedo por el cuello en señal de amenaza, sostiene su mirada durante minutos. Es la mañana del 10 de enero de 2014 en la rejilla de prácticas del penal de Chiconautla, Ecatepec. Imelda había prometido aportar un nuevo testigo al proceso, pero su hermana –testigo del homicidio– no pudo presentarse porque hubiera perdido su empleo en una tortería. El acusado, detrás de la barandilla, reta con los ojos a la madre de su víctima. Las secretarias se liman las uñas, endulzan su café, recogen hojas de fax, ignoran otra comparecencia fallida. El acusado se comunica a señas con su propia madre, su esposa y su hermana, separadas apenas a un metro de Imelda Reyna. Se suspende la audiencia y cada quien regresa a su casa o su celda. En las últimas horas del 15 de septiembre de 2011 dos hermanos llegaron a un convivio familiar. Reclamaron un diferendo de negocios: dedicados a la recolección de basura, uno de sus clientes les había avisado que no les compraría más botellas de plástico. Ese cliente no vivía ahí, pero sí estaba su yerno, Julio César Gamboa Reyna, de veintidós años. Volvieron a la fiesta armados con cuchillos y arremetieron contra dos hombres. Uno de ellos, Julio César, murió en el camino a la Cruz Roja. Imelda Reyna, su madre, buscó justicia pero encontró extorsión. Policías ministeriales se daban una vuelta por el barrio, se detenían en su tienda de abarrotes y le reclamaban viáticos para la búsqueda de los asesinos. Mil pesos cada visita, dos o tres veces por semana, y nunca detuvieron a nadie. Un elemento de la policía se presentó un día con una oferta: yo detengo a los asesinos si tú me das cien mil pesos o me firmas las escrituras de tu casa. Un pasante de abogado se interesó en el caso y les ofreció la única alternativa realista: televisar la denuncia. Llenaron cartas, dieron testimonios, aportaron documentos y fotografías hasta que un día las citó a las ocho de la mañana Jorge Garralda, el periodista que golpea la mesa con el puño mientras sentencia: «¡No se deje!». En vivo, Imelda habló con el procurador del Estado, quien se dijo escéptico de la historia: mis agentes están para hacer justicia, no para extorsionar a la gente. En ese minuto se abrieron todas las puertas que habían estado cerradas. Aun cuando los policías parecieron reaccionar por primera vez sin exigir dinero, Imelda Reyna tuvo que hacerles su trabajo: siguió una pista anónima que la condujo hasta el hospital de Balbuena, en el Distrito Federal. Fingiendo identidades falsas, confirmó que uno de los asesinos convalecía de un balazo en la pierna, dio aviso a la policía y por fin fue detenido y llevado a la prisión de Chiconautla. El otro homicida sigue prófugo. Pero la justicia es terca en sus costumbres y volvió a reblandecer el caso: el delito se reclasificó de homicidio calificado a homicidio simple, como si hubiera sido una riña entre pandilleros, lo que implica una pena menor. Imelda Reyna, desde entonces, ha buscado convencer a los testigos de que declaren lo que vieron. Pero aun sus familiares le piden una cuota de unos miles de pesos para acudir ante el Ministerio Público. Los familiares de los acusados viven a unas cuadras. De vez en cuando acuden a su tienda a ofrecer acuerdos extrajudiciales, que Imelda rechaza. La noche que Aidé Hernández llegó a Golondrinas el reloj retrocedió cien años. De su vida desaparecieron los focos, el televisor, la radio. En su lugar aparecieron las velas y los quinqués de petróleo; los caminos pavimentados se desvanecieron de su entorno cotidiano para dar paso a estrechas veredas en medio de campos de maíz. Ese retroceso histórico era el sacrificio a pagar para construir su patrimonio. Hasta los seis años, Aidé había crecido en Ciudad Azteca con las comodidades del siglo XX, pero su padre estaba frente a la oportunidad de comprar un terreno propio. Obrero de una bloquería, su salario era insuficiente para cubrir una renta y los abonos de su pedazo de tierra. Tomó a su esposa y a sus tres hijas y las llevó a dormir a un improvisado cuarto con techos de lámina de cartón encerrado entre maizales. Aidé padeció Golondrinas en la piel. La tierra y los insectos la asediaban. La humedad y las heladas la convirtieron en una niña frágil y enfermiza. Estudiante del turno vespertino, durante las noches Aidé debía elegir dos caminos de vuelta a casa: los senderos de los maizales de La Laguna o los estrechos puentes del Canal de Cartagena, un canal de desagüe a cielo abierto. Optaba, casi siempre, por la solitaria oscuridad de las milpas. Aidé había estado acostumbrada a obtener agua y luz con sólo mover un dedo. Golondrinas le creó nuevos hábitos: acarrear agua en cubetas de veinte litros y hacer sus tareas a la luz de las velas. De sus padres aprendió la ética del sobreesfuerzo. A las cuatro de la madrugada oía a su padre montar en bicicleta hacia su trabajo, de donde volvía a las ocho de la noche con la leña para calentar el agua. Su madre cubría la doble jornada de llevar una vivienda de cinco miembros y además aportar dinero con sus ingresos como trabajadora doméstica. El cuarto de lámina de cartón con los años se fue mudando en una casa de ladrillo gris. A fuerza de ir y recurrir a juntas y dar de vueltas al ayuntamiento de Ecatepec, los vecinos de la calle Hortensias, Aidé entre ellos, obtuvieron postes de luz y, otros años después, su conexión a las redes de agua y drenaje. Aidé empezó a trabajar a los trece años cuidando a dos niños apenas más chicos que ella y a los diecisiete era la encargada de alimentar a los lactantes de una guardería del rumbo. Tras estudiar el bachillerato, Aidé abandonó la escuela y se consolidó como otra proveedora de su hogar. Pero un día, dos años después de dejar de estudiar, recibió un volante en la calle: una universidad privada impartía la carrera de pedagogía por una mensualidad de dos mil pesos. Aidé ganaba dos mil ochocientos: le alcanzaba para cubrir la colegiatura y pagar sus pasajes. Recibió su diploma de pedagoga en junio de 2013 y se convirtió en una de las primeras universitarias del barrio. Para entonces era ya una emprendedora. Al lado de su novio, ofreció clases particulares para niños rezagados en español y matemáticas. Pero al poco tiempo se lanzó al negocio de la información. Aidé, que en 1996 había llegado a Golondrinas a habitar un mundo sin electricidad ni telecomunicaciones, optó en 2013 por dar un salto al siglo XXI: montó un café internet. Apenas pagó el enganche de su terreno, Martha Garrido clavó cuatro polines de madera sobre el piso, los circundó con costales de azúcar y sobrepuso láminas de cartón para tapar el cielo. Las espinas de las enredaderas se enroscaban en el piso y servían de escondite a caras de niño, arañas y una que otra víbora. Agreste y solitaria, la colonia Golondrinas se convertía en un refugio. A Martha la casaron de once años de edad con Apolinar Herrera, de diecisiete. Ella no sabía leer ni escribir. En treinta años de matrimonio Martha parió diez veces y le sobrevivieron seis hijos. Cuando menos uno de ellos (su memoria ya no quiere escarbar en ese pasado) murió a consecuencia de los golpes de Apolinar sobre su vientre: Martha recuerda el cuerpecito del recién nacido completamente moreteado. Una noche Apolinar echó a Martha de su casa en el pueblo de San Andrés de la Cañada. La desechó como a la cáscara de una fruta y metió a otra mujer a su casa. Martha pagó el enganche de su terreno (prestaba dinero en tandas, y eso le daba liquidez), clavó sus polines y empezó a atraer a sus hijos a su nueva casa. Mientras cuenta su historia se oye el silbido de la olla de frijoles, el ronroneo de una lavadora y el gorjeo de una gallina en el patio. Sobre la cama reposa un catálogo de Arabella, cuyos productos de belleza y lencería Martha vende de puerta en puerta. En las paredes cuelgan las fotos de las bodas de sus hijas: son obra del fotógrafo del barrio, Ismael Montes de Oca, que añade verdes montañas o estrellas fulgurantes a los retratos de sus personajes. Las paredes no son más de tela de costal sino de bloque gris, y los polines dieron paso a castillos de varilla. Martha cuenta esa transición: un dirigente local del PRI, de nombre Inocencio, le proveía material de construcción a cambio de que llevara a gente a mítines y asambleas. Pero Apolinar Herrera apareció de nuevo en la vida de Martha Garrido. Ella recuerda a su marido armado con un cuchillo de cocina amagando con matarla. Le exigía que le diera su casa en Golondrinas y que le entregara a una de sus hijas (una de las hijas de ambos) como mujer. Pidió ayuda en una oficina de la dependencia gubernamental Desarrollo Integral de la Familia (DIF). Una de las empleadas le sentenció su suerte: es tu marido y tiene derecho a vivir en la casa de sus hijos. Martha Garrido resistió: ni su casa ni su hija para su verdugo. Sostuvo a sus hijos con una mezcla de caridad de los vecinos y con su trabajo como costurera. Las ventas por catálogo la llevaron a conocer a un albañil, Florentino, que se mudó a su casa. Don Flor, como lo llama, no la golpea y dejó el alcoholismo cuando ella le puso un ultimátum: o tu tomadera o yo. Ella se levanta todas las mañana a prepararle atole de cacahuate para el desayuno. Le pregunto por sus sueños. Responde de inmediato: «Yo lo único que sueño es vivir con este hombre». El Estado de México, al que pertenece el municipio de Ecatepec, alberga a quince millones de habitantes y aporta casi el diez por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) del país: es la entidad más poblada y la segunda más rica de México. El Estado de México vio crecer a una de las facciones más poderosas de la nación: el Grupo Atlacomulco, que ha llegado dos veces a la presidencia de la República: en 1958 con Adolfo López Mateos y en 2012 con Enrique Peña Nieto quien, por cierto, mantiene su residencia (con alberca y sala de cine) en el barrio más exclusivo de la Ciudad de México, las Lomas de Chapultepec. Los políticos del Grupo Atlacomulco se han dado a sí mismos trato de próceres. Avenidas, mercados y barrios marginales del Estado de México llevan sus nombres: Carlos Hank González, Ignacio Pichardo Pagaza, Arturo Montiel, Emilio Chuayffet, César Camacho. Incluso los presidentes municipales (como el ex alcalde de Ecatepec Alfredo Torres) se han inmortalizado en la nomenclatura de colonias y calles. El Estado de México ha sido bastión del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Es una de las nueve entidades en donde nunca ha ganado un partido de oposición. Como Golondrinas existen miles de comunidades en el Estado de México. Las marca un denominador común: están excluidas del modelo de desarrollo del país: no hay, para sus habitantes, empleos formales, educación de calidad ni seguridad pública. Han sido abandonadas a su suerte y exprimidas como reservas de mano de obra barata, masas para los mítines y votos para las elecciones. Su principal característica es la invisibilidad. Han sido borrados no solamente de la narrativa histórica y periodística del país: la ciudad misma está hecha para que no se vean. En los últimos años, la Ciudad de México se circundó de puentes elevados que cobran peaje: una persona de clase media puede recorrerla sin ser molestado por un limpiador de parabrisas. Excluidos, los habitantes de Golondrinas y de otros miles de barrios similares podrían elegir el camino de la desmoralización o el crimen. Algunos lo hacen, pero la mayoría opta por la resistencia diaria, el trabajo extenuante y el apego a los valores. Están comprometidos con la vida. Su batalla es larga y apenas empieza.La independencia
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La resistencia
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