«En Irán no tenemos homosexuales»
En las calles de ese país se libra una batalla abierta y brutal en contra de los homosexuales.
Cuando me encuentro con Amir en los barrios del norte de Teherán, su presencia misma es un desmentido tajante de la mentira de Estado proferida por Mahmud Ahmadineyad. El presidente iraní declaraba el 24 de septiembre de 2007, durante una conferencia pública en la Universidad de Columbia, en Nueva York, eludiendo una pregunta de un estudiante estadounidense sobre la ejecución de homosexuales: «En Irán, no tenemos homosexuales como en vuestro país. [Risas en la sala]. No tenemos eso en nuestro país. [Abucheos del público]. En Irán no tenemos ese fenómeno. No sé quién le ha dicho que lo tenemos». (Precisemos que en ese discurso Ahmadineyad empleó la palabra farsi hamjensbaz, literalmente «maricón», y no «hamjensgara», un término más neutro, equivalente a «homosexual»).
Amir sonríe. Sabe que Ahmadineyad se equivoca. Y por una razón muy sencilla: él es iraní y es gay.
Estoy en un taller de artista y Amir me ofrece caquis y granadas. Tiene 30 años, lleva unas Ray-Ban y un reloj Swatch. Es pintor y me enseña sus cuadros, que son figurativos y me parecen más bien deprimentes. «Oficialmente, la homosexualidad en Irán está prohibida», me explica Amir. «En teoría, te expones a la pena de muerte, pero la policía debe probar que ha habido un acto sexual consumado y, según el Código Penal islámico iraní, necesita cuatro testigos masculinos irrefutables que hayan visto la escena de principio a fin y que declaren ante el tribunal. En general, los homosexuales no son asesinados. Son perseguidos, vigilados y viven ocultos». Amir me muestra su espalda, lacerada a latigazos.
«Me condenaron a setenta y cuatro latigazos cuando tenía veinte años, no por ser gay, sino simplemente por beber alcohol. El problema no es tanto la homosexualidad en sí, sino todo lo que se considera «occidental». Y si la cuestión gay es tabú, es menos un tabú político que un tabú social». Amir me ha sido presentado como un gay outspoken, abiertamente gay y que lo asume. Nunca sus amores le han hecho temer la cólera de Dios. Y prosigue: «En Irán no hay reglas, no es un Estado de derecho. No sólo es una teocracia, es una dictadura. Es el régimen de la arbitrariedad: el gobierno, la policía y la justicia pueden cambiar las reglas en cualquier momento. Es la versatilidad lo que caracteriza al régimen. Al mismo tiempo, en la mayor parte de los casos, si tienes dinero, siempre puedes untar a alguien: en Irán todo se compra. Hasta una pena de cárcel se puede evitar con sobornos. Naturalmente, ser homosexual es una circunstancia muy agravante, pero hay tantas razones para que te detengan que a mí, por ejemplo, me preocupa menos ser gay que ser un artista inconformista».
Periódicamente, Irán condena a muerte a homosexuales por «crimen sexual» o «sodomía» (lavat). Recordemos la ejecución, el 19 de julio de 2005, de dos jóvenes homosexuales, Mahmud Asgari, dieciséis años, y Ayaz Marhoni, dieciocho años: las fotografías, atroces, que los muestran en el patíbulo, con la cuerda al cuello, poco antes de ser ahorcados en una plaza pública, dieron la vuelta al mundo. Más recientemente, el caso de Makwan Muludzadeh también suscitó una viva reacción de las organizaciones de defensa de los derechos humanos: ese joven kurdo iraní fue ahorcado en diciembre de 2007 por un acto homosexual supuestamente cometido cuando tenía 13 años y siempre clamó su inocencia (así como su homosexualidad), especialmente en un poema que le escribió a su madre que se ha hecho famoso.
En la mayor parte de los casos, el régimen iraní justificó estos ahorcamientos arguyendo que los condenados habían sido reconocidos culpables no tanto de homosexualidad como de violación homosexual (lavat-be-onf) agravada, pues la habrían perpetrado sobre un menor de trece años. Estos hechos son plausibles, pero no están probados. A pesar de la complejidad jurídica de estos casos, las organizaciones internacionales de defensa de los derechos humanos, con Amnistía Internacional y Human Rights Watch a la cabeza, denuncian la mascarada judicial que dio lugar a esas condenas: confesiones arrancadas bajo tortura, testigos que se retractaron, abogados de la defensa incompetentes y graves errores de procedimiento de los tribunales islámicos. Sobre todo, se guardan mucho de entrar en el debate acerca de la homosexualidad y prefieren dedicarse a condenar con virulencia, en nombre de la Convención Internacional de los Derechos del Niño aprobada por la onu y ratificada por Irán, toda condena a muerte de personas menores de edad en el momento de los hechos.
CONTINUAR LEYENDO¿Cuántas personas son condenadas cada año en Irán por homosexualidad? No lo sabemos. ¿Cuántos gays son castigados por otros motivos, en los casos de vendetta y ajustes de cuentas locales, o de puestas en escena gubernamentales? Tampoco lo sabemos. ¿Cómo son juzgados estos hechos, probados o inventados, por los tribunales islámicos regionales, más arbitrarios todavía cuando están lejos de Teherán? No lo sabemos. Y, además de las condenas a muerte más espectaculares, ¿qué pasa con las penas de prisión agravadas por el hecho de la homosexualidad? ¿Con las detenciones ilegales, como cuando ochenta y siete personas fueron detenidas durante un cumpleaños gay en 2007? ¿Con las violaciones en la cárcel, que al parecer son moneda corriente para los condenados «sexuales»? ¿Con estar fichado a perpetuidad? Por no hablar de las penas «menores» —setenta y cuatro o noventa y nueve latigazos— infligidas por subversión, por haber socavado la moral o por «buscar ávidamente el placer». No lo sabemos.
Para obtener informaciones confiables acerca de la situación de los gays en Irán, y para preparar este informe sobre lo que sucede en Teherán, me dirigí a las asociaciones gays iraníes expatriadas en Canadá, Turquía y Estados Unidos. Especialmente en California, visité Tehrangeles, el sobrenombre que se da al barrio de Westood en Los Ángeles donde viven más de ochocientos mil iraníes; allí se encuentra toda una subcultura, con tiendas de alimentación especializadas, cafés musulmanes, salas de concierto de rock iraní, sin olvidar las aproximadamente veinticinco cadenas de televisión por satélite que emiten en farsi desde California y que captan las antenas parabólicas privadas de los habitantes de Irán. La liberación pasa hoy en Irán por unas redes de nombres extraños: Hotbird, Eutelsat, Turksat y, en menor medida, ArabSat, NileSat y Asiasat, que son los satélites extranjeros accesibles desde Irán.
Las asociaciones gays como Iranian Queer Organization o Iranian Railroad for Queer Refugees, o ciertas ONG que atienden a los refugiados gays en general, como oram International, siguen día tras día la situación de los homosexuales que se han quedado en el país, como pude comprobar al reunirme con algunos de sus responsables en Estados Unidos, en Turquía o en Canadá. «Aquí en Toronto sólo hay un centenar de homosexuales iraníes exiliados, es una comunidad pequeña. Pero podemos dar a conocer nuestra asociación en los medios iraníes, sobre todo en las páginas web que existen en Canadá, donde viven más de quinientos mil iraníes», me explica la poeta Saghi Ghahraman, exiliada en Toronto, donde la entrevisto, y que preside la Iranian Queer Organization. Y desde la famosa frase de Ahmadineyad, según el cual estas asociaciones parece que están mejor financiadas y más reconocidas por las comunidades iraníes expatriadas. «Las personas LGBT han sido durante mucho tiempo marginadas por las asociaciones de iraníes en el extranjero, que no querían añadir esta causa a su lucha. Los ataques del régimen contra los homosexuales han tenido como consecuencia paradójica hacer el tema creíble. Las asociaciones ahora se toman la causa gay muy en serio», me confirma Hossein Alizadeh, un iraní responsable de la sección de Oriente Próximo de una importante ONG con sede en Nueva York, la International Gay and Lesbian Human Rights Commission (al que entrevisté por teléfono).
La mayoría de los que, al frente de esas asociaciones LGBT, de programas de televisión o blogs, militan por la defensa de los gays iraníes son ellos mismos refugiados. Su trayectoria con frecuencia es similar: decidieron huir de Irán por los riesgos que corrían al ser homosexuales, viajaron como simples turistas por Malasia, Armenia o Turquía (los iraníes pueden entrar en esos países sin visado) y, desde allí, pidieron asilo político antes de poder poner el pie, después de muchas peripecias, en Norteamérica.
En cuanto a los homosexuales iraníes condenados a muerte, las asociaciones gays norteamericanas no tienen cifras exactas. Algunos blogueros y activistas, que no siempre hablan farsi, hacen circular unas estadísticas preocupantes, que es imposible establecer con un mínimo de precisión. A la inversa, la casi oficial Iranian Students News Agency afirma que Irán ya no condena actualmente a nadie a muerte exclusivamente por ser homosexual, salvo en casos de violación (algunos diplomáticos occidentales destinados en Irán a los que entrevisté en Teherán confirman esta reciente evolución, pero diferentes ONG la niegan). El régimen no comunica cifras específicas, Amnistía Internacional y Human Rights Watch tampoco. Un informe oficial de Naciones Unidas en 2012 relativo a la situación de los derechos humanos en Irán confirma, sin embargo, que hubo ejecuciones de homosexuales.
El iraní Hossein Alizadeh de la International Gay and Lesbian Human Rights Commission, que sigue el tema día a día, me confirma midiendo las palabras: «¿A cuántas personas homosexuales matan en Irán? Las cifras no son ni fiables ni exactas. No son fiables porque ninguna autoridad puede decir con certeza cuántas personas han podido ser ejecutadas específicamente por haber cometido un «crimen» al tener relaciones homosexuales con una persona mayor de edad consintiente. Estas cifras son pura especulación, y ni el gobierno ni los observadores independientes pueden dar un número concreto. También son injustas, pues reducen el problema únicamente a las ejecuciones, o como dicen algunos activistas americanos al «genocidio gay en Irán». La verdad es que no hay genocidio gay en Irán, pero sí hay una limpieza sistemática de la sociedad para apartar a los elementos perturbadores, entre ellos los gays y las lesbianas. Aunque los transexuales están mejor tolerados, los homosexuales son continuamente hostigados, perseguidos y ocasionalmente encarcelados o incluso ejecutados. En Irán están condenados a la invisibilidad y, con la invisibilidad, a la privación de derechos fundamentales y de protección legal. Más allá del número de víctimas, el riesgo de persecución que afecta constantemente a los homosexuales y la homofobia que no cesa por parte del gobierno son los verdaderos problemas de la comunidad gay iraní».
Por último, algunos elementos factuales también están demostrados: el régimen iraní es arbitrario en su justicia, y los derechos de defensa son muy deficientes. La pena de muerte es frecuente: seiscientas sesenta personas fueron ejecutadas en 2011 según las ONG (cuatro mujeres entre ellas, varios hombres por violación y la gran mayoría por «tráfico de estupefacientes», aunque este calificativo también pueda utilizarse para otros delitos). Como el tráfico de drogas, los asesinatos, las violaciones agravadas y el terrorismo, la homosexualidad figura oficialmente entre los «crímenes» castigados con la pena capital.
Cerca de la Universidad de Teherán, tengo cita con Amir en el «parque de los Tulipanes» (Laleh Park). Es jueves y hay mucha gente paseando. Situado entre el museo de la Alfombra y el museo de Arte Moderno, el jardín está ordenado en secciones de cedros, de pinos mediterráneos, de castaños y, según me dice Amir, de «plátanos de Occidente». En pequeños huertos cultivan flores y coles.
Por doquier hay bancos azules de hierro fundido. Hay parejas heteros que se tocan discretamente la mano, mientras unas mujeres con chador hacen jogging. Algunas hasta participan en un partido de voleibol. Es un parque familiar, apacible, con surtidores y niños jugando con sus cometas. Muy cerca de allí, me cuenta Amir, murió por disparos de bala la joven Neda Agha-Soltan durante las protestas electorales de 2009. Las imágenes de su agonía—uno de los vídeos virales más vistos en YouTube— dieron la vuelta al mundo y fueron el rostro de la revuelta «verde».
La Police Park (es su nombre, escrito en farsi y —curiosamente— en inglés sobre las cazadores de los agentes) patrulla en moto. Es una policía municipal menos política que moral: vela por la «decencia». A su paso, las parejas se sueltan la mano, los fulares se ajustan, las caricias disminuyen.
El rigor del islam iraní con respecto a las mujeres no se traduce sólo en el grosor y la amplitud del velo, obligatorio en todo momento; también se traduce en la longitud de las mangas de las camisas o del pantalón: no puede haber ni un trocito de piel al descubierto, ni siquiera para practicar un deporte al aire libre en verano.
Atravesando el parque con Amir, llegamos a una especie de claro en el que de pronto estamos rodeados únicamente por hombres. «Es un sitio de ligue homosexual muy conocido en Teherán», me revela Amir. Abordamos fácilmente a los transeúntes, de edades variadas, nada ariscos y que saben muy bien a qué han venido. Hablamos con iraníes de Teherán, pero también con kurdos, turcos azeríes, turkmenos iraníes (que son originarios del Turkmenistán y viven generalmente en el noreste iraní) e incluso con armenios: el parque recrea todos los componentes de la sociedad persa en miniatura, todas las minorías alegremente entremezcladas. A pesar de todo, domina la prudencia y me doy cuenta, por su forma de acercarse o de evitarnos, de que los gays ajustan constantemente su deseo a las circunstancias y a los riesgos.
Lo más asombroso de ese inmenso espectáculo de ligue gay al aire libre, en pleno corazón de Teherán, es la libertad de un grupito de muchachos jóvenes, que parecen «histerizados» por la dictadura islámica. Se les oye dirigirse unos a otros en femenino, a gritos. Se divierten ligando a voz en cuello, como si estuvieran en una playa gay de Mykonos o de Sitges. Ahora señalan con el dedo a un chico sentado en un banco y lo tratan de «loca». Éste, valiente, los califica a su vez de «desquiciadas». Ahora nos abordan a nosotros, con buen humor, llamándonos «girlfriends». Pues sí, sí que hay homosexuales en Irán.
Un poco después, estando en el parque con Amir, nos abordan Mohamad, de unos cuarenta años, y dos amigos suyos más jóvenes. Tampoco son nada ariscos y, tras unos minutos de conversación, nos explican que los tres trabajan en el Gran Bazar, al sur de Teherán. El sitio de nuestro encuentro no deja lugar a dudas sobre su sexualidad. Quedamos para visitar al cabo de unos días su taller de confección.
Por la tarde, estoy en el café Viuna, cerca del museo del Cine, en el norte de Teherán. Si el sur de la ciudad es pobre y popular, el norte es rico y elegante. Aquí, en la avenida Vali-e-Asr, los setos de plátanos de Occidente blancos están recortados a la perfección y las mujeres han trocado el velo negro o el chador por un simple pañuelo, más de tendencia. Y por otra parte, cuánta elegancia aquí, qué estilo en el arte de llevar el velo; las mujeres son despampanantes, las chicas jóvenes muy atractivas. Cuanto más al norte, más peldaños subes en la escala social y más discreto es el pañuelo. Aquí ese chal claro, ese fular de seda, se desliza con negligencia; en público, las chicas lo dejan caer un instante, sorprendidas por su propia audacia, antes de recogerlo, de repente, y volvérselo a ajustar. Así es la vida en el norte de Teherán.
En el café Viuna, la música es fuerte, exclusivamente anglosajona: We Are the Champions de Queen, The Wall de Pink Floyd, The Logical Song de Supertramp. Aquí gustan los chicos que cantan como las chicas, a diferencia de otros locales iraníes contraculturales donde dominan el heavy metal y el rock loud, más bruto o más ruidoso. Como si en Irán tuviera que gustarte el rock duro para ser un buen rebelde, con el riesgo esta vez de un cierto anacronismo musical.
Conozco a Ehsan y Nima, veintidós y veintitrés años, musculados y vestidos a la estadounidense, que parecen salidos directamente de un club gay de West Hollywood. Se diría que son dos hermanos. Al principio, esos nuevos amigos se muestran prudentes conmigo y no abordan ningún tema sensible. Pero pronto se instala la confianza y nos vamos a cenar. Nos montamos en el coche (el de Ehsan) y circulamos a través de la noche a toda velocidad, con un lector mp3 de última generación y música electrónica a toda potencia.
Ehsan es entrenador personal de fitness y tiene el físico correspondiente. Ahora estamos sentados en una especie de McDonald’s iraní comiendo patatas fritas, muslos de pollo y bebiendo Pepsi. Ehsan lleva una falsa camiseta Abercrombie & Fitch y unos sneakers Nike. Los dos chicos hablan de su bisexualidad antes de confesar, al cabo de un rato, que la verdad es que no les interesan para nada las chicas. ¿Son pareja? Sonriendo me dicen que no. ¿Lo han sido? Es posible. La vida gay es difícil en Teherán, me dicen, pero ellos «se las apañan». Con pocas pinceladas, me describen otro mundo, no tanto el de la vida secreta de los gays como el de las costumbres ocultas de la burguesía iraní. Prototipos de la juventud dorada persa, Ehsan y Nima viven la noche. Y la velada no ha hecho más que empezar.
Dos horas más tarde, nos encontramos en una fiesta privada al norte de la ciudad, cerca de la plaza Tajrish. En el exterior, el edificio parece estar vagamente en rehabilitación; pero dentro, el apartamento es ultramoderno y no doy crédito a lo que veo. En el suelo, alfombras por doquier; en las ventanas, cortinajes gruesos cuidadosamente corridos. Hay decenas de personas, las chicas llevan los cabellos al aire, sin velo, y saludan con besos a los invitados; hay parejas gays besándose como en una discoteca de Miami Beach. Corre el alcohol, vinos de buenas añadas y champán. Todo el mundo bailotea al son del último éxito de David Guetta.
También hay puesta una televisión en un cuartito: es Farsi 1. La cadena está prohibida en Irán, pero todo el mundo la ve gracias a las parabólicas ilegales. Emitiendo desde Dubái y perteneciente en 50% al estadounidense Rupert Murdoch, Farsi 1 ofrece programas de entretenimiento globalizado en persa. En la pantalla aparecen chicas sensuales y sin velo. «Me harían volverme hetero», ironiza Ehsan. Y añade: «Y aún no has visto nuestras cadenas porno, porque aquí podemos captar muchas gracias al satélite ArabSat». Le hago observar que ese satélite pertenece a Arabia Saudí. Ehsan y Nima aplauden y dicen a coro: «¡Gracias, saudíes!».
A nuestro alrededor, las mujeres se pasan la mano por los cabellos largos y liberados. Todo el mundo se prepara para una noche de fiesta, sin velo ninguno. «Es demasiado hetero para nosotros», dice finalmente Nima. Y propone que nos vayamos.
De nuevo rodamos por las autopistas de Teherán a ciento veinte kilómetros por hora. Por poco creería que estoy en una beltway de circunvalación en Dallas o en Atlanta. Nos paramos en un barrio periférico a recoger a una chica, y continuamos el viaje. Me presentan a Saba como la «girlfriend oficial» de Nima. Él la besa, le quita el velo islámico (un carré de Hermès) y le pone la mano en el pecho. Todo el mundo se echa a reír. Más tarde me dirá: «Le hago creer que estoy con ella, pero no me gusta. Es horrible, pero no me gustan las mujeres».
Damos vueltas por la ciudad. Las tasas de alcoholemia van aumentando. Los teléfonos móviles no dejan de sonar. Saba me pregunta mi dirección de Facebook, el pasatiempo preferido de los jóvenes iraníes. Ehsan y Nima no paran de contar chistes verdes, como si su liberación tuviera que pasar necesariamente por excesos de lenguaje. Nos saltamos un semáforo en rojo, subimos por una calle en dirección contraria. Nos paramos para comprar remolacha caliente, que con frecuencia venden cortada en trozos en unos puestos que hay al borde de las carreteras. Volvemos a arrancar. Adelantamos por la izquierda, por la derecha, dando bandazos, encendiendo y apagando los faros y frenando bruscamente. Delicias de la noche urbana.
De pronto, nos sigue un coche de la policía. Ehsan desacelera, quita la música (que en Irán está prohibida) y la joven se arregla y se ajusta el velo. La patrulla nos adelanta, sin interesarse por nosotros, y el peligro ha pasado, vuelve la música más fuerte que antes. La juventud se mete miedo ella sola, a toda velocidad y hasta perder el aliento. «A esta hora los bassidji duermen», ironiza Nima. A menudo compuestos por excombatientes de la revolución islámica, los bassidji son la policía moral, la que hace respetar la obligación de llevar el velo y a veces lucha violentamente contra las «inmoralidades sociales».
¿Adónde vamos? Es la pregunta que los jóvenes iraníes se hacen cada noche, y más aún los jóvenes gays. Su familia les prohíbe tener un espacio privado; la República Islámica de Irán les prohíbe los espacios públicos. Entonces, en este país donde la gasolina es más barata que el agua (0,08 euros el litro, a pesar de algunos problemas de suministro, porque no hay suficientes refinerías), no queda más alternativa que circular sin rumbo por las autopistas. Y, por otra parte, un juego al que son muy aficionados los jóvenes iraníes es hacer carreras de velocidad por las autopistas de Teherán bajo los efectos del alcohol. Sus imprudencias al volante corren parejas con sus juergas privadas.
Toda la noche creí que íbamos a algún sitio cuando en realidad no íbamos a ninguna parte. Irán impone a su juventud vivir sin detenerse jamás. La libertad se vive en una autopista. En el coche. Siempre en movimiento.
Las costumbres ocultas de la burguesía iraní: eso es lo que descubrí con Ehsan, Nima y Amir. Si las fiestas en Teherán parecen más desaforadas es porque el control del Estado es más estricto que en otros países. Una noche asisto a una fiesta enteramente gay, que roza la orgía, en un apartamento privado. Otra noche, voy a una casa cerca de Azari Street, a una velada llamada na, donde las drogas blandas se intercambian y circulan con toda naturalidad. Y no es de extrañar: ¡cultivan la marihuana y el hachís en el jardín! (Me dicen que en Teherán también circulan las drogas duras: el crack y la heroína, que se venden sobre todo en el sur de la ciudad, mientras que en el norte dominan la cocaína y el cristal, exportados sin problemas por los vecinos afganos, iraquíes o paquistaníes). Otro día asisto a una fiesta en la que unos diez chicos completamente borrachos juegan colectivamente a Call of Duty, el videojuego bélico estadounidense que en Teherán tiene un éxito fenomenal.
Todo lo que oficialmente está prohibido circula generosamente en la contrasociedad iraní: la música no religiosa, las películas estadounidenses, el alcohol de contrabando, los embutidos a base de cerdo, las películas pornográficas, los juegos de cartas. Incluso la virginidad de las mujeres es muy relativa: los cirujanos iraníes, conscientes de que la virginidad también es un capital, se han convertido en maestros en el arte de rehacer hímenes, una práctica corriente, por menos de cien euros, justo antes de la boda. En el norte de Teherán, la clase acomodada iraní, hombres y mujeres, está verdaderamente out of control.
La separación entre los gays y los heteros no es tan clara como cabría pensar. Lo que sorprende, en cambio, es la distancia, llamativa, entre el norte y el sur de la ciudad. En el sur, los gays ligan en los parques y están a merced de la policía; en el norte, asisten a fiestas elegantes, asumiendo hasta cierto punto su identidad. Como si la homosexualidad en el sur se limitase a unas determinadas «prácticas», mientras que en el norte podría ser una «identidad». Para el observador que soy yo, la vida gay de los primeros recuerda la de la Europa de los años cincuenta, pero peor: los parques, los códigos, los urinarios públicos, la negación de la homosexualidad; mientras que la de los segundos es curiosamente más radical, casi demasiado extravagante, comparada con la de los occidentales. Una vida del control frente a una vida del exceso.
Al cabo de unos días visito, como estaba previsto, a Mohamad, que me recibe como un invitado importante en su pequeña tienda del Gran Bazar. He necesitado casi una hora para llegar en taxi desde el sur de Teherán y, como en todas partes, el taxista intenta engañarme, multiplicando por tres el precio de la carrera, pero se conforma sin rechistar cuando yo lo divido por dos. Esa mañana me acompaña Fátima, una estudiante de medicina con velo que me sirve de intérprete. Está nerviosa, pero interesada, ante la perspectiva de conocer a «homosexuales».
El Gran Bazar de Teherán es un maremágnum inimaginable donde trabajan todos los días trescientas mil personas y acuden seiscientos mil clientes. Hay ajetreo por doquier. Todo el mundo regatea, compra y vende. No es tan bonito como el zoco de la ciudad vieja de Jerusalén o de Damasco, pero es más grande. Por el tamaño y el ambiente, parece que estás en el Jan el-Jalili, el zoco de El Cairo; por la separación estricta de los sexos, más bien se parece al zoco Al-Thumairi de Riad.
Mohamad es azerí, como una cuarta parte de la población de Irán. Nació cerca de Tabriz, en una provincia cercana a Azerbaiyán, en el noroeste de Irán. Sus dos jóvenes amigos —sus amantes, me dirá él— son armenios y trabajan juntos en el bazar, formando con él una extraña sociedad. En el sótano de un edificio poco frecuentado se encuentran varios almacenes de ropa. Uno de ellos pertenece a Mohamad. Entiendo que es mayorista: los bazaristas se aprovisionan aquí para revender luego por unidades las camisetas y los pantalones que él expone. Hay cuatro o cinco personas tarareando un tema de Omid —un músico de rock iraní que canta en farsi pero que vive en Los Ángeles— que sale de un ordenador conectado a dos pequeños altavoces. Junto con Dubái y Estambul, la megalópolis californiana constituye un patio trasero, el del Irán liberado, lo mismo que Miami representa una especie de Cuba libre.
Mohamad nos propone, a mí y a Fátima, visitar su taller de confección, que está a unos diez minutos a pie atravesando el bazar. Por el camino, pasamos por una sucesión de colores y olores: las especias, los frutos secos, la cantidad infinita de pasteles. Todos los bazaristas tienen una especialidad: en vez de distribuirse, se agrupan según la mercancía; es el anti-centro comercial. Aquí, los cinturones y allí las manoplas de baño. Más allá, los colgadores, las perchas y luego los abrigos. Hay una calle donde se encuentran libros baratos en inglés, por ejemplo centenares de diccionarios Longman (son copias ilegales realizadas en Irán). Y otra donde veo montañas de relojes —Rolex, Breitling, Dolce & Gabbana—, todos falsificados. En el zoco, un Rolex vale cincuenta dólares; en los barrios del norte de Teherán, cinco mil.
Lo más llamativo es una distribución compleja de las clases sociales. Primero están los bazaristas: comerciantes, con corbata, una clase media mercantil, más bien conservadora, que se acomoda al régimen y representa la espina dorsal del orden urbano iraní. Son los pequeños relojeros, los joyeros, los sastres, los comerciantes de alimentos y pescaderos, los vendedores de alfombras y los perfumistas. Luego está el pueblo del bazar: la familia de los comerciantes, los vendedores, los dependientes, que a menudo son jóvenes iraníes. Y finalmente están los soguillas, los recaderos, los mozos de cordel y otros ganapanes. Cargan cualquier cosa: sacos, alfombras y montañas de cajas en unas carretillas que a duras penas ruedan. A menudo originarios del Kurdistán iraní, veo a estos jornaleros, vestidos como en su pueblo, haciendo un trabajo físico ingrato. Con su miseria tornasolada y sus riquezas desplegadas, unos ganando una fortuna y los otros unos pocos riales, todos embarcados en el mismo bazar, esto es un maremágnum anárquico e injusto. A la vez muy moderno con sus falsos calzoncillos Calvin Klein y sus Converse de imitación por millares, y muy arcaico con sus últimos zoroastrianos, una secta adoradora. Esto es el bazar. Todo es verdad y todo es mentira. En todos los sentidos de la palabra, estoy efectivamente en un «zoco».
Mohamad nos ofrece té en unas tazas que parece que nunca se han lavado. Estamos en su taller de confección en un edificio aparentemente abandonado, en el segundo piso, donde trabajan seis chicos. Él también tiene sus soguillas y sus obreros. Delante de nosotros: unas máquinas de coser modernas y unas planchas. En la pared, un póster de Brad Pitt, otro de Rihanna, una fotografía sexy del cantante latino Enrique Iglesias y un retrato del rey Darío I. La grandeza persa y la cultura mainstream globalizada, curioso resumen de una identidad a la vez local y global. A partir de largos rodillos de telas importadas de China, fabrican ante mis ojos camisetas falsas de Calvin Klein en cinco minutos cronometrados. Estampan eslóganes en inglés cuyo sentido no entienden (Bullshit, You should better stop), un Spiderman o una imagen de la muñeca Barbie (sin velo).
Uno de los amantes de Mohamad está cariñosamente sentado en sus rodillas. Es una imagen que conservaré mucho tiempo en la memoria. «Más que en cualquier otro país, aquí uno es homosexual por su cuenta y riesgo», me dice Mohamad, traducido por Fátima, visiblemente atónita y excitada por lo que está viendo por primera vez en su vida. Mohamad se burla de ella y hasta le reprocha riendo que no lleve el velo de forma «suficientemente estricta» (el velo de Fátima se ha deslizado casi totalmente sobre su nuca y ella se toma su tiempo para volver a ajustárselo). Él prosigue: «Si quieres, en el bazar te puedo presentar a un centenar de homosexuales. Pero hay que distinguir bien la bisexualidad, que aquí está omnipresente, de los verdaderos gays, que pocas veces se asumen como tales. Y si Ahmadineyad dijo que en Irán no había homosexuales, la verdad es justo la contraria: ¡los hay por todas partes!».
La prueba es que Mohamad me habla de las veladas gays que se celebran «en la ciudad» y me da las direcciones de los sitios de ligue, que en Teherán son muchos. Me cuenta cómo sale por la noche con sus dos amantes, los tres en una moto que conduce él, a buscar nuevas parejas. Incluso me habla de un café abiertamente gay donde centenares de homosexuales se reúnen los martes por la noche en Jam-e-Jaam dentro del centro comercial del mismo nombre (cuando lo visite unos días más tarde, el café estará desierto, pues los gays habrán cambiado de local tras varias redadas de bassidji). Pero por más que la policía cierre un café gay, no podrá hacer nada contra las miles de fiestas gays privadas.
El bazar es un mundo sin mujeres. Mohamad está rodeado de una nube de chicos jóvenes que mantienen con él relaciones de trabajo o relaciones turbias más privadas, difíciles de descifrar y en las cuales quizás influya una homosexualidad de sustitución por falta de mujeres, todo ello en medio de una gran confusión.
En el bazar estamos lejos de la homosexualidad asumida y apacible de los barrios del norte; es una homosexualidad popular, todavía trágica. El propio Mohamad es conservador, como todos los bazaristas, que tienen por religión política la de sus intereses. Está adelantado respecto de las costumbres del bazar, pero atrasado respecto a las de la juventud de Teherán. De las mujeres, piensa que deben quedarse en casa. (Al contrario que en Arabia Saudí, en Irán las mujeres pueden conducir y pueden salir a la calle sin su marido). Y cuando le pregunto por las lesbianas, se irrita y suelta algunas frases lesbófobas, hasta el punto de que Fátima, mi intérprete, quitándose el velo por primera vez, se atreve a contradecirle: «Hay mucha homosexualidad entre las mujeres», dice. «Entre nosotras, en la universidad y en la familia, no estamos obligadas a llevar el velo. Existe una gran proximidad y conozco a muchas lesbianas. En los dormitorios de la facultad, se da una homosexualidad militante y asumida increíble». (Mohamad también me habla de veladas NK organizadas por grupos de gays conservadores para «deshabituarse» de la homosexualidad y convertirse en heterosexuales, pero no me ha sido posible comprobar esta información).
En el fondo, al separar estrictamente los sexos, el Irán chií ha facilitado sin querer la vida de los gays y las lesbianas. «En realidad, lo que ustedes los occidentales no comprenden», añade Mohamad, «es que en Irán es mucho más fácil acostarse con un chico que con una chica. Dos hombres pueden reservar una habitación de hotel en cualquier sitio y un homosexual puede invitar a su amigo a casa de sus padres o llevarse a un hombre a casa para una sola noche si es casado. Todo eso es imposible con una chica si no estás casado con ella». ¡Qué paradoja: el adulterio está muy vigilado en las fichas que hay que rellenar en los hoteles, y en cambio la homosexualidad, si no se dice, es una simple formalidad! Todos mis interlocutores me confirman que la homosexualidad es más fácil en Irán porque el país ha prohibido que los sexos se mezclen y con ello fuerza a los jóvenes a no ser heterosexuales. Mohamad insiste: «Siempre que sea discreto, es mucho más fácil para un joven iraní ser gay que ser heterosexual».
Periferia de Teherán: allí me encuentro con Mohsen. Es cantante de un grupo de rock underground y me ha sido recomendado, también él, porque es gay. Me cita en el sótano de una especie de supermercado de la periferia de Teherán al que voy solo, un poco inquieto (a pesar de que Irán es uno de los países más seguros de la región). La circunspección al principio es obligada: Mohsen mide sus palabras, escoge los términos, es muy prudente. Adopta un aire impostado. Luego se establece la confianza y el chico se relaja. «Yo estoy en el meollo de la contrasociedad iraní. Puestos a ser underground, vale más serlo del todo. ¡Soy bloguero, hago rock, me manifiesto contra Ahmadineyad y soy gay! He optado por la huida hacia delante», me dice Mohsen sonriendo. Sorprendido por su espontánea libertad en el tono, le pregunto por qué acepta hablarme sin temor. «Porque confío en la chica que nos ha puesto en contacto. I trust her», me responde en inglés. El trust, la confianza, es el elemento central de la vida gay en Irán. En el curso de la velada me enteraré de que Mohsen acaba de purgar una pena de tres años de cárcel.
Con él, penetro nuevamente en una contrasociedad fascinante.
«Mi vida real está organizada como una página de Facebook», me explica Mohsen. «Tengo amigos con los que acepto reunirme, o no, en función de cierto grado de confianza. Prevalece una gran prudencia. Un recién llegado que no tiene los mismos amigos que yo: peligro. Pero los amigos traen amigos». La mayoría de las personas que trata, sus amantes, los fans de sus conciertos de rock, todo ese pequeño mundo constituye su familia. «En cuanto hay una fiesta interesante o un concierto, nos ponemos en contacto por sms, por teléfono, por Internet y, de pronto, centenares de personas aparecen de no se sabe dónde. Pero las fiestas cambian de lugar cada noche. No hay que reunirse dos días seguidos en el mismo sitio: hay que estarse moviendo todo el rato».
Y esto es exactamente lo que pasa esa noche. Mohsen va a actuar en esta sala del sótano de un pequeño supermercado y ya hay una multitud que se agolpa a las puertas. Me doy cuenta de que el grupo de Mohsen es relativamente famoso; estoy con una estrella local.
«La música es la cultura más prohibida en este país», me cuenta Rasul, el baterista del grupo. «Sólo la música tradicional y algunos cantantes masculinos melódicos están autorizados en Irán. Son artistas del sistema, que, ellos sí, tienen derecho a sus cachés y pueden encontrar empleo como profesores de música. Todo lo demás está prohibido y es contracultura clandestina. La música rock, el rap iraní y sobre todo los conciertos en vivo están especialmente prohibidos por el régimen». Hace una pausa y me mira:
«¿Cómo se puede prohibir el rock? ¿Cómo se puede prohibir prácticamente toda la música?». Con la cabeza, le hago una señal para darle a entender que estoy, como él, atónito. El chico continúa:
«Sin embargo, en Teherán, consigo actuar todas las noches en garajes, en salas improvisadas, ¡y una vez incluso di un concierto secreto en un parvulario! Basta estar en la red». ¿A qué se arriesga?
«A la destrucción de mi batería y a dos noches de cárcel; en algunos casos graves, a setenta y cuatro latigazos», afirma Rasul. Y añade: «El mp3, iTunes, MySpace y YouTube lo han cambiado todo. Los casetes de audio ya permitían a los jóvenes acceder a la música, pero ahora ni siquiera necesitan conservarla. Por eso todo el mundo conoce nuestros temas, a pesar de que estamos prohibidos y se supone que somos underground«.
A fin de cuentas, la homosexualidad, como el rock, forma parte de esa inmensa cultura underground que constituye la contrasociedad iraní. «Esta contrarred es eficaz para vivir la propia sexualidad y para encontrar parejas», me dice Mohsen. «En cambio, no sirve para la militancia. Por otra parte, no hay ningún militante gay en este país». Todo el mundo se conoce y se conecta a través de una inmensa red secreta de individuos que no pueden formar un movimiento. «Los gays son invisibles en Irán», añade Mohsen.
«Pero en cuanto conoces a uno, conoces a veinte. Y al cabo de poco, a cien». La homosexualidad en Irán puede ser una pesadilla o un cuento de hadas.
Desde hace varios días, mis amigos iraníes me hablan de una exposición interesante sobre la cuestión gay en Teherán. Tras algunas pesquisas, acabo encontrando la dirección de la galería, Azad Art Galley, en la plaza Fatemi. Por desgracia, cuando voy me entero de que la exposición sobre los homosexuales y los transexuales iraníes que había allí ya ha cerrado. No importa, la galerista me hace entrar hasta el fondo, al sótano, y me muestra decenas de fotografías en blanco y negro de Asoo Khanmohammadi, que me recuerda The Ballad of Sexual Dependency de Nan Goldin. Se ve a una pareja de jóvenes gays besándose frívolamente; a un chapero muy joven que busca clientes por los autobuses; a un transexual aún no operado que se llama Mira, sentado, cansado, en un vagón del metro reservado a las mujeres (los transportes públicos en Irán están segregados por sexos, pero los transexuales pueden operarse legalmente). Estas imágenes son conmovedoras. «No mienten», me dirá algo más tarde Asoo Khanmohammadi. «Las tomé en las calles de Teherán. Tuve que conseguir, tras mucho tiempo, que esos homosexuales me aprobaran, hacerme amiga suya para que confiasen en mí. A menudo acosados por la policía, aceptaron que los fotografiase, conscientes de los riesgos, para decirle al mundo que existen». Compro tres fotos y pago al contado (en Irán no funciona ninguna tarjeta de crédito), luego las enrollo minuciosamente dentro de un tubo de cartón.
Un poco más tarde, me encuentro con Amir en un pequeño café, en el sótano de un callejón, cerca de la plaza Imán Jomeini, al sur de la ciudad. Un grupo de rock está ensayando en una sala contigua unos temas clásicos de la contracultura, todos prohibidos en Irán: «Blowin’ in the Wind» de Bob Dylan, «Imagine» de John Lennon y el «What’s Going On» de Marvin Gaye. La letra picket lines and picket signs sobre la brutalidad de la policía, el cabello largo y la guerra resuena en el café. Los clientes, chicos y chicas mezclados en este lugar mixto, no prestan mucha atención, pero Amir está fascinado por esta libertad musical. Me dice, como entendido, que solo faltan «Purple Haze» de Jimi Hendrix, «No Woman no Cry» de Bob Marley y «Sympathy for the Devil» de los Rolling Stones. Yo asiento, añadiendo a la lista Changes de David Bowie y quizás algo de Jim Morrison, «When the Music’s Over». Amir come cheesecake. Everything’s gonna be all right («todo irá bien»), me dice, citando un verso famoso de Bob Marley.
El café está abierto al público y tiene tres salas llenas de humo donde es posible consumir bebidas (pero no alcohol) y platos del día económicos. El wifi es gratuito. Un grupo de estudiantes están viendo en YouTube el video «Telephone» de Lady Gaga, en el que las lesbianas tienen el poder y los heteros acaban en la cárcel. A mi alrededor, las chicas, chispeantes de ideas, acomodan su velo a su belleza utilizando capuchas y colores atrevidos. ¡Y cuánto carmín y cuántas joyas! Qué más da que los Cartier sean verdaderos o falsos (son falsos), todo este lujo permite seducir en la medida en que la ley islámica lo autoriza. Un reloj, maquillaje: eso se ve, aunque una lleve el velo. Y debajo de sus abrigos negros entallados, llevan los mismos vaqueros agujereados que Kurt Cobain. ¿Y qué veo de repente? En este café, estas chicas besan a sus novietes, una felicidad sencilla, tolerada aquí, en un país de intolerancia. Y en el que no hay homosexuales.
Detengámonos en esta frase célebre y sin embargo extravagante. Personas próximas a Ahmadineyad la han desmentido parcialmente desde entonces, atribuyéndola a un error de traducción. Según ellos, el presidente iraní habría dicho: «En comparación con la sociedad estadounidense, no tenemos tantos homosexuales [en Irán]». Esfandiar Rahim Mashaei, el jefe de gabinete del presidente, conocido por ser laico y liberal, ha llegado a afirmar que Ahmadineyad dijo: «Contrariamente a vuestro país, los homosexuales en Irán no tienen un listado de reivindicaciones». Estas lecturas son demasiado interesadas para ser creíbles. Entonces, ¿qué es lo que quiso decir? Ahmadineyad sabe mejor que nadie que en Irán hay homosexuales, puesto que los manda detener, que es justamente lo que le reprochan las organizaciones internacionales. Lo que denuncia entonces en Nueva York no es tanto la homosexualidad como su reconocimiento. En cuanto a las prác- ticas homosexuales, podría estar dispuesto a hacer la vista gorda; pero si se trata de reconocer una identidad y una cultura, ni hablar. Y como «Occidente» quiere defender los derechos LGBT, le basta seguir la pendiente acostumbrada para caer en la homofobia rabiosa. «La homosexualidad es un asunto del capitalismo […] Pone fin a la reproducción de la especie», declara en la CNN en 2012. Oficialmente, el régimen iraní confirma en ese mismo momento que rechazará toda relación diplomática con Estados Unidos mientras ese país defienda «a Israel, el derecho al aborto y los derechos de los gays» (según palabras del general comandante de las fuerzas armadas iraníes). Al homosexualizar a su enemigo, convierte el antioccidentalismo en un odio.
Mediante un control minucioso de la vida privada, y un hostigamiento permanente, la república islámica pretende por tanto únicamente atemorizar o aterrorizar a los gays y, en ciertos casos, ser ejemplarizante. «Los policías multiplican las incursiones en los lugares de ligue y las veladas gays, pero, en general, no nos molestan mucho. Me imagino que lo saben todo de cada uno de nosotros, pero mientras no los molestemos haciéndonos visibles y metiéndonos en política, no nos detienen. Lo importante es no significarse», me confirma Amir. Y añade: «Por otra parte, tengo amigos que han confesado al ejército que eran homosexuales y simplemente han sido eximidos del servicio militar» (este punto sorprendente me lo ratifican las ONG estadounidenses que siguen la cuestión de los derechos de los gays en Irán). Otra paradoja: los transexuales también están autorizados a operarse dentro de cierta legalidad.
Sistemáticamente, en cambio, el régimen iraní se opone en su territorio y en las instancias internacionales a toda forma de reconocimiento de la homosexualidad, un valor exógeno del odiado Occidente. «En Irán, no tenemos homosexuales como en vuestro país», o sea, que es esta segunda parte de la frase lo que importa. Pues en Irán, efectivamente, no hay homosexuales porque tampoco hay heterosexuales: estas dos categorías no existen. Lo que más abomina Ahmadineyad no son solamente los homosexuales —detestados, por supuesto—, sino su visibilidad, sus reivindicaciones. Lo que odia más todavía que los actos es la identidad gay con sus atributos, su cultura y sus derechos. Propone, pues, resistir a la hegemonía occidental y a la arrogancia de las élites globalizadas, para las cuales los derechos humanos en general y los de los gays en particular constituyen, según él, uno de sus sellos. Frente a un «Occidente decadente» sueña con un «Oriente civilizado». «Si Ahmadineyad teme, más que nada, la contaminación cultural occidental, es porque desde el rock al cine, pasando por la televisión, internet o la libertad sexual, está viendo todos los días sus efectos en el propio Irán. Sabe muy bien que los jóvenes iraníes sueñan con eso», me dice mi intérprete Fátima.
En definitiva, la sociedad iraní —que no es ni árabe ni históricamente religiosa— es profundamente laica. La dictadura teocrática chií es tan estricta que no deja a la juventud más opciones que rebelarse contra las reglas arbitrarias, percibidas como feudales.
«La revolución islámica está muerta en la opinión pública. ¿Qué puede ofrecer a los jóvenes iraníes? ¿El culto a los mártires Alí y Husein, cuya muerte se remonta a más de mil años? ¿La espera del duodécimo imán escondido? No me haga usted reír», me dice Amir. En Irán, frente a esa teocracia sectaria, prospera una contracultura alejada de los preceptos de los mulás. A falta de libertades públicas, los jóvenes se han inventado las libertades privadas. He podido ver su fuerza por doquier, secreta, sí, buscándose a tientas, pero realizando inexorablemente un formidable cambio en las ideas y los valores. El régimen puede perseguir, sancionar o asesinar, pero no puede hacer nada contra esa evolución que se alimenta de motores más fuertes: una demografía excepcionalmente joven (el 65 por ciento de los setenta y cinco millones de iraníes tiene menos de treinta y cinco años); un nivel educativo elevado, sobre todo entre las chicas; una importante clase media; unas nuevas tecnologías omnipresentes; una economía próspera que hace de Irán un país emergente y lo que podríamos denominar, con unas expresiones difíciles de definir pero muy perceptibles en Irán, el espíritu de la époc y la evolución de las mentalidades.
No exageremos, sin embargo. Aquí el observador externo debe procurar no sobrestimar el papel y la influencia de esa contrasociedad. Todas las dictaduras tienen su nomenklatura. Todos los regímenes autoritarios tienen sus enclaves underground. Sus sinecuras y sus paniaguados. ¿Se trata sólo en Teherán de una élite desatada, de un epifenómeno al margen del sistema y del resto del país, o de un movimiento de fondo, masivo, que une a la juventud y que anuncia el futuro de la sociedad iraní? Esto es lo que hay que preguntarse; y de su respuesta depende en gran parte el porvenir de esa «República Islámica» de Irán, cuya tensión entre lo religioso y lo laico figura incluso en su nombre.
Varios interlocutores en Irán me dijeron que el régimen iraní, tocado por la fuerza contestataria de las elecciones de 2009 —tres millones de personas desafiaron a la policía arriesgando sus vidas por las calles de Teherán, un acontecimiento inaudito, si uno lo piensa—, estaba evolucionando hacia el modelo chino. Parece que está obligado a soltar lastre en la economía, la cultura y las costumbres para salvar lo que más interesa, que es la política.
Otros defienden, por el contrario, la idea de que el régimen se está endureciendo y que está transformándose en una dictadura policial pura y dura. «Lo cierto es —continúa Fátima— que el pueblo y el gobierno caminan en direcciones opuestas». Y Amir añade: «El número de homosexuales es actualmente importante en Teherán. Somos cada vez más. Temo que vuelva la mano dura. Ahmadineyad es un oportunista: castigar a los gays le puede permitir recuperar el apoyo de una parte de la población».
Fátima, no obstante, sigue siendo optimista. Ya no teme a los pasdaran (los guardianes de la revolución islámica) y piensa que la contracultura va en el sentido de la historia. Para ella, como para Amir, el rock, la cultura, internet y los gays forman parte de esa inmensa cultura underground y se arraigan en ella. El conjunto forma una auténtica sociedad civil. Esta contrasociedad está oculta, pero también representa la realidad de la sociedad iraní. Amir añade: «Ya ni siquiera es una contrasociedad. Es la verdadera sociedad. Es Irán».
Esa misma noche, al entrar en un Airbus de la compañía holandesa KML, me reciben en la clase turista unas azafatas rubias y sexys que me ofrecen The Economist y una copa de vino francés. Me miran a los ojos. No llevan velo. Tras pasar dos semanas un poco solo en Irán, en ese momento me siento realmente europeo. \\
*Fotografía de portada vía Wikimedia Commons.
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