El nieto perdido
Juan Manuel Mannarino
Fotografía de Candelaria Mannarino
Hasta los 36 había sido Ignacio Hurban, hijo único de Juana Rodríguez y Clemente Hurban. Fue entonces que descubrió que en realidad sus padres habían sidos dos militantes políticos del peronismo secuestrados en 1977 y que su abuela era la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo.
Un año enfermo.
Todo empezó con puntadas en el estómago. Reflujos, acidez, diarrea.
Después gripe, anginas, gastroenteritis.
Varias veces amaneció con un hilo de voz, casi sin poder hablar.
Tuvo cefaleas y hasta infección en la uña de una mano.
Contracturas en el cuello, en la espalda. Días tirado en la cama, inmóvil.
***
El sábado 8 de septiembre de 2018, cerca de la medianoche, el pianista Ignacio Montoya Carlotto regresaba a su casa después del concierto de un amigo cuando encontró, en el celular, un audio de WhatsApp de un número desconocido. “Ignacio, demasiadas cosas te hicimos los argentinos como para no darte un premio mínimo, mínimo…. ¡que es estar al lado mío!”, decía la voz. Pensó que se trataba de una broma. Incrédulo, volvió a escuchar. Pero la voz era, en efecto, de Diego Maradona.
“De todos los que me contactaron en estos cuatro años era al que más secretamente esperaba”, dice Ignacio Montoya Carlotto por mensaje de texto desde su casa de Loma Negra, un pueblo de 3 500 personas a 400 kilómetros de Buenos Aires.
Maradona le envió el audio antes de tomar un avión y viajar a México, donde el Dorados de Sinaloa lo había contratado como entrenador.
“Me invitó a visitarlo”.
“¿A México?”.
“Claro, así, de la nada. Fue loquísimo, nunca antes habíamos hablado. Una sorpresa total. ¡Es el 10! Ya está. Creo que con esto me retiro, ja”.
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Pocos días antes del mensaje de Maradona, y por segunda vez en una semana, Ignacio Montoya Carlotto había tenido una pesadilla.
—Se hicieron familiares. Y es algo que me inquieta. Antes no pasaba de un resfrío y ahora el cuerpo lo siento como un obstáculo —dice por teléfono, mientras viaja en colectivo a Buenos Aires para dar un concierto de piano en el bar Café Vinilo, y le parece importante aclarar que no salió en su auto Volkswagen Gol modelo 2012 por “el valor imposible de la nafta”.
—¿Qué soñás?
—No sé, sólo retengo las sensaciones.
—¿Y cuáles son esas sensaciones?
—De miedo.
En junio de 2014 tuvo su primera sesión psicoanalítica. Al poco tiempo, y de forma paralela, empezó una terapia alternativa con Valentín Reiners, guitarrista con el cual forma un dúo.
—Valentín es uno de mis mejores amigos y me hace sanación pránica. Es una terapia oriental. Ojo, hay que estar preparado porque después te mata. Quedás desencajado. Pienso que en los últimos años viví como dos vidas. No sé… como que antes era más feliz.
***
Ignacio Montoya Carlotto es Pacho. En su entorno lo llaman así y en su casa de Loma Negra, una tarde lluviosa del invierno de 2018, presenta con voz rasposa a su gata Dominga, a su perra Chicha, y sube una escalera de metal hasta su estudio de música, que bautizó “la puerta al otro lado del mundo”. Tiene los ojos grandes, el pelo rizado y entrecano.
Loma Negra parece un pueblo común salvo por un detalle: allí está la piedra caliza que se usa para fabricar la cal y el cemento. En 1926 el empresario Alfredo Fortabat creó la cementera Loma Negra, una de las compañías más importantes del país. Su esposa, Amalia Lacroze de Fortabat, heredó el negocio en 1976, cuando empezó la dictadura militar en la Argentina, que terminaría en 1983, y comenzó a hacer su fortuna en esa época, al tiempo que los represores asesinaban al abogado Carlos Moreno, defensor de los trabajadores de la empresa.
—Perdoná la voz, estoy hecho mierda. Si sigo enfermándome, van a tener una excelente nota —se ríe Montoya Carlotto, de mediana estatura, y señala el cielo negro, cargado de nubes—. Te digo el título: “La última vez que habló el nieto de Estela de Carlotto”.
Estela Barnes de Carlotto, de 88 años, es la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, una organización no gubernamental creada en 1977 por un grupo de abuelas que empezaron a buscar a sus nietos cuando centenares de bebés fueron secuestrados con sus padres o nacieron en centros de detención clandestinos. Junto a las Madres de Plaza de Mayo, y en plena dictadura, las Abuelas hacían tareas detectivescas visitando juzgados de menores, orfanatos y oficinas públicas, mientras investigaban las adopciones ilegales de la época: los militares daban en adopción a los bebés nacidos en cautiverio.
Reconocida como una figura de los derechos humanos a nivel global, Estela de Carlotto suele ser candidata al premio Nobel de la Paz. Casada de joven con Guido Carlotto, un pequeño empresario dueño de una fábrica de pinturas, tuvo cuatro hijos: Laura, Guido, Remo y Claudia. Estela trabajaba como directora de escuela cuando los militares secuestraron a su hija mayor, Laura, embarazada de dos meses, estudiante de Historia, militante de la Juventud Universitaria Peronista y de Montoneros, una organización política que defendía la lucha armada. La llevaron al Centro Clandestino “La Cacha”, de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires.
Cuando secuestraron a su hija, la vida de Estela cambió para siempre: dejó su cargo de directora y fue a entrevistarse con diversos militares, hasta que un 25 de agosto de 1978 la llamaron desde una dependencia policial: el cadáver de su hija estaba en Isidro Casanova, en el conurbano bonaerense. “¿Dónde está el bebé?”, preguntó Estela al comisario, que sólo respondió que Laura había sido abatida en un enfrentamiento. Dos días después, y sin ningún documento que acreditara su identidad, la enterraron en el cementerio de La Plata. Por el contacto con sobrevivientes de “La Cacha”, y el testimonio de un exconscripto, supieron que el hijo de Laura había nacido en cautiverio, que ella lo había llamado Guido y que se lo habían quitado cinco horas después de nacido. Dos meses más tarde, los militares la fusilaron a la vera de una ruta. Pero fue recién en 1984, cuando los restos de Laura fueron exhumados e identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense (eaaf), que la certeza de ese nacimiento tuvo respaldo científico. “Por la pelvis supimos que Laura tuvo un bebé”, confirmó Estela de Carlotto en 1999 durante una entrevista.
En 1987, ya con Estela como presidenta de la institución, Abuelas creó el Banco Nacional de Datos Genéticos, un organismo clave junto a la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CONADI) para la identificación de los nietos apropiados ilegalmente durante la dictadura militar. Hasta el momento se encontraron 130. Pero, aunque cada nieto es importante, la noticia de la aparición del nieto número 114 dio la vuelta al mundo.
El 5 de agosto de 2014 la jueza argentina María Servini de Cubría llamó a la sede de Abuelas de Plaza de Mayo en Buenos Aires, pidió hablar urgentemente con Estela de Carlotto y le dijo que su nieto había aparecido. “Tras 36 años de búsqueda se hizo la luz. Apareció mi nieto Guido”, confirmó Estela de Carlotto poco después a la prensa.
Ahora pasaron cuatro años y su nieto está con fiebre, de pie en la planta alta de su casa, y habla de quien es su pareja desde hace nueve años, Celeste Madueña.
—Me encerré mucho en este último tiempo. Ella sabe que algo me pasa y no se anima a subir al estudio.
El 2 de junio de 2018, Ignacio cumplió 40 años. Sus amigos lo llaman Pacho. Pero para los que no lo conocen no es Ignacio ni Pacho. Es Guido.
Hasta los 36 había sido Ignacio Hurban, hijo único de Juana Rodríguez y Clemente Hurban. Era un pianista y docente del interior, reconocido por un círculo chico formado por otros músicos de folklore y jazz. Alguien que se había criado en la vida bucólica, acostumbrado a una rutina silenciosa y solitaria, de caminatas en calles de tierra, siestas y asados con amigos. Alguien que había sido educado por dos puesteros rurales católicos en Colonia San Miguel, una comunidad de inmigrantes alemanes a 24 kilómetros de Olavarría. Ya de chico lo llevaban a bailes que se hacían en clubes de campo, con bandas de música en vivo, y poco tiempo después lo empezaron a mandar a clases de piano. Aquellos bailes eran una de las pocas salidas que hacían en familia. Juana y Clemente cuidaban a tiempo completo la estancia “Los Aguilares”, propiedad de Carlos Francisco Pancho Aguilar, un terrateniente de la zona que criaba ganado y caballos, presidente de la Sociedad Rural de Olavarría que, en 2007, llegó a ser candidato a segundo concejal en la lista de Unión-PRO, alineado al presidente Mauricio Macri.
Pero durante la adolescencia, Ignacio Montoya Carlotto empezó a sospechar de su origen. No había ningún parecido físico entre él y sus padres, Juana y Clemente. No había fotos de su nacimiento. Pero se llevaba bien con ellos y las sospechas no pasaron de eso. Muchos años más tarde, en 2010, durante un encuentro de “Música y Memoria” en Buenos Aires, escuchó la historia de Francisco Madariaga Quintela, el nieto 101 de los 130 recuperados hasta entonces por Abuelas de Plaza de Mayo.
Esa noche tuvo un pensamiento fugaz y lo compartió con Celeste, su pareja, antes de acostarse: “Che, ¿y si mis viejos no son mis viejos?”. Sin embargo, nada pasó hasta cuatro años más tarde, el 2 de junio de 2014, su cumpleaños número 36. Ese día la militante sindical de Olavarría, Celia Lizaso, le contó algo a Celeste, de quien era amiga. Su padre había trabajado en el campo de Pancho Aguilar y había escuchado decir, allí, que Ignacio era adoptado. “Sé que hoy es su cumpleaños y quizás no sea el mejor momento. Perdón, pero no me lo pude aguantar más”, le dijo.
Era lunes. Cuando Celeste volvió a su casa después del trabajo, Ignacio abrió la puerta esperando un saludo. Ella estaba seria y lo trató algo distante. Eso no era común y menos en su cumpleaños. Celeste se sentó y empezó a llorar.
—Celia Lizaso me contó que Juana y Clemente no son tus viejos. Sos adoptado, Ignacio.
Celeste lo abrazó sin esperar respuesta. A medianoche, Ignacio salió a caminar solo. Recordó que meses atrás había renovado la licencia de conducir y le habían hecho una extracción de sangre. Él se había fijado por primera vez en el factor: cero positivo. Alguien le había dicho que la única forma de tener ese grupo sanguíneo era que al menos uno de sus padres también lo tuviera. Pero él sabía que Juana y Clemente no eran cero positivo. Prolongó la caminata y antes de volver a su casa, lloró, en privado y largamente.
Al día siguiente le dijo a Celeste: “Nací en 1978. ¿No seré hijo de desaparecidos?”. Entonces buscó el mail de Abuelas de Plaza de Mayo, escribió y le respondieron enseguida. Después de una serie de intercambios, viajó a la sede en Buenos Aires.
—Si voy a fondo con mi identidad, ¿les va a pasar algo a mis viejos Juana y Clemente? —preguntó, cuando lo atendieron.
—Si ellos no tuvieron ningún vínculo con la dictadura, seguramente no les pase nada —le respondieron los asesores de Abuelas.
Ignacio accedió, entonces, a hacerse una prueba de adn. Hizo consultas a referentes de derechos humanos de Olavarría, como Rosana Casataro, que le dijo: “Fijate cuando te den la partida de nacimiento. En las identidades dudosas suelen poner direcciones de domicilios particulares, y no de hospitales o clínicas”. Fueron días agotadores. Lo paralizaba la idea de hablar con Juana y Clemente. Pero finalmente los invitó a su casa, un domingo. Preparó un mate y, sin dilaciones, les contó que sabía que era adoptado.
Juana y Clemente se miraron en silencio. Y minutos después habló Juana. Dijo que Pancho Aguilar, su patrón, sabía que ellos no podían tener hijos. Un día se apareció en la estancia y les dijo que había un bebé en La Plata, que era de una familia que no lo quería, que él se iba a encargar de los papeles. Que era todo legal. Entonces se subieron al auto de Aguilar y fueron hasta La Plata. Ellos —le dijeron a Ignacio— habían recibido al bebé de manos de Aguilar en un sitio que no recordaban. Jamás habían visto a la familia del bebé ni a ninguna otra persona. “Por la salud del niño es preferible que nunca le digan nada”, les dijo el patrón.
—Te quisimos contar miles de veces, hijo, pero tuvimos miedo de tu reacción. Lo único que quiero que sepas es que te amamos. Nunca hicimos nada malo —terminó Juana.
—Te amamos, hijo —acompañó Clemente.
—Yo también los amo con locura, viejos. Pero quiero decirles que voy a averiguar todo —respondió Ignacio.
—Sí, hijo, nosotros te vamos a apoyar —dijo Juana.
Días después, Ignacio fue al Registro Civil. Le dieron una copia de su partida de nacimiento. La dirección que figuraba no era la de un hospital ni la de una clínica: era la dirección de la casa de Pancho Aguilar —que murió en 2014—, justo frente al Conservatorio de Música donde Ignacio daba clases de piano.
***
Tras la prueba de adn, se confirmó que Ignacio Montoya Carlotto es hijo de Laura Carlotto y Walmir Puño Montoya, dos militantes políticos del peronismo que fueron secuestrados en 1977 y asesinados, en distintas secuencias, por la dictadura militar. El cuerpo de Montoya había sido enterrado como NN en el Gran Buenos Aires y recién en 2009 sus restos fueron identificados por el eaaf. Laura tenía 23 años y Puño, que había nacido en el sur argentino y era baterista y piloto civil, 25. Se habían conocido en La Plata. Se cree que Ignacio nació en cautiverio en un hospital militar, aunque no hay precisiones. Lo que está claro es que nació el 2 de junio de 1978.
La causa judicial que actualmente investiga la apropiación ilícita de Ignacio Montoya Carlotto involucra a Clemente Hurban y Juana Rodríguez —quienes lo inscribieron como hijo biológico el mismo día de su nacimiento y le pusieron el apellido Hurban— y al médico policial Julio Sacher, acusado de manipular el acta. La única querellante es su abuela materna, Estela Barnes de Carlotto. Juana y Clemente están acusados de “falsedad ideológica” y “alteración del estado civil de un menor” y podrían ir a prisión por delitos de lesa humanidad. El procesamiento está firme y se espera el juicio oral.
El robo de bebés fue una práctica sistemática del terrorismo de Estado, y por este delito, considerado como crimen de lesa humanidad “en el marco de un genocidio dirigido contra militantes sociales, barriales, sindicales y estudiantiles”—según consideró la Justicia argentina—, el dictador Jorge Rafael Videla fue condenado a 50 años de prisión en 2012.
***
Dos mil dieciocho fue el año de su vida en el que Ignacio más se enfermó, y durante el cual también cambió ciertas costumbres. Conduce más lentamente, se alimenta mejor, pasa tiempo en el placard eligiendo la ropa, aprendió a nadar y dedica tardes a juntadas con amigos sin mirar el reloj. Dice que antes solía ser charlatán. Ahora no.
—Y no es que me mande la parte de que escucho mejor a las personas, eh. Empecé a estar más callado. Me siento otra persona. Y no lo digo con orgullo. Lo digo con asombro.
***
Las familias crean los paladares de sus miembros. Eso piensa Ignacio cuando habla de las comidas de Juana, la “mamá”, como suele nombrarla.
—Me encantan sus estofados y hay una torta de chocolate con vinagre que es una bom-ba —dice, acentuando las sílabas.
En el campo, Juana sacaba los productos frescos de la huerta. Ignacio dice que hasta hoy suele organizar encuentros con amigos sólo para probar su comida. La pasta frola. Los alfajores de maicena. Los escabeches. El lemon pie. Los sorrentinos.
La primera vez que fue a comer con los Carlotto dice que sintió un choque de sabores. Lo habló luego con sus primos. Para Ignacio, los Carlotto cocinan fuerte. Un par de veces se descompuso. “Estoy habituado a la comida casera, soy quisquilloso para cocinar y elegir los productos”, dice. Viajar por el mundo en los últimos años le hizo conocer otros platos. Se pone contento cuando recuerda la pizza de pepperoni en Nueva York, el cacio e pepe de un restaurante de Roma y el escalope de las Islas Galápagos. A sus nuevos tíos les debe el gusto por el whisky y por los vinos de alta gama.
Pero la comida más rica que existe, según Ignacio, es la de Juana.
—Mis viejos me ocultaron que fui adoptado pero les creo que no sabían nada más, siempre fueron sumisos con el patrón para el que trabajaron 50 años.
Es otoño de 2018 y llueve. En el pueblo todos duermen la siesta. En el centro del estudio de Ignacio hay un piano Yamaha de cola —modelo C7, importado de Japón, año 2015—. Sobre la mesa, un equipo de mate, la novela Rey de Azares, de Silvana Melo —con dedicatoria de Celeste del primer aniversario de novios: “Un año juntos. Te amo”—, y una computadora prendida. Tiene la agenda tomada por recitales que llevará adelante con sus distintas formaciones como músico: “Ignacio Montoya Carlotto Septeto”, “Ignacio Montoya Carlotto Trío”, el grupo de blues Forasteros, un dúo de tango y otro dúo de música argentina con el guitarrista Valentín Reiners. Ceba mate amargo. Por los amplios ventanales de su estudio se distingue un monte de árboles frondosos. Su casa es la última de la calle Perón, de tierra, y la única con planta alta. De a ratos se escuchan los ladridos de Chicha y algunas ráfagas de viento. Abajo están Celeste, de 42 años, y Lola, la hija de ambos que acaba de cumplir dos.
—Celeste empezó a joderme que me parecía a Estela de Carlotto y yo decía en broma que ojalá me tocara esa suerte, ja.
El martes 5 de agosto de 2014, por la mañana, había comprado unos bizcochos y estudiaba ejercicios de piano cuando sonó el teléfono de su casa. Era un número de Buenos Aires que no conocía. Del otro lado, la voz de una mujer.
—La mujer se presentó como Claudia Carlotto, presidenta de la conadi. Me dijo que la prueba había dado positiva y que era el nieto de Estela de Carlotto. Y dijo que era mi tía. Recuerdo que le respondí: “Bueno, gracias por la información”. Lo primero que hice fue llamarla a Celeste y gritó como loca. Después a mi amigo Valentín Reiners y se quedó shockeado. Me quedé en silencio en mi estudio y después me metí en internet. Para entonces el país ya me llamaba Guido, el nieto de Estela. El nieto recuperado 114. Ah… y esos bizcochos no los compré nunca más. Eran mis favoritos.
Tres días después, las pantallas de la televisión repetían la imagen de un grupo de personas eufóricas que orbitaban alrededor de la figura de Estela de Carlotto en la sala principal de Abuelas de Plaza de Mayo. A su lado estaba sentado un joven de rulos blancos que agarraba tímidamente un micrófono. Fue la conferencia de prensa más exitosa en la historia de las Abuelas, un pico de rating: había aparecido, después de 36 años de búsqueda, el nieto de Estela de Carlotto, una de las referentes de los organismos de derechos humanos más cercanas al entonces gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.
—Buenas tardes a todos. Yo soy Ignacio… o Guido, porque ella, la abuela, está muy firme con esa decisión —decía el hombre de rulos blancos.
Y hacia el final, en tono grandilocuente:
—Sé que con esta nueva vida entraré en los libros de historia.
Pasaron cuatro años de eso y ahora Ignacio Montoya Carlotto está en la cocina de su casa preparando una salsa para los fideos. Cuando repasa esa conferencia y otras palabras de entrevistas que dio dice que, muchas veces, se siente avergonzado.
—No había tiempo de pensar, repetía frases hechas. Había una urgencia tremenda y muchos me exhibieron como un trofeo político. El precio de saber la verdad es muy costoso. Y quizás no me cuidaron demasiado. Pero, bueno, me dejé llevar por ese momento. Cuando me vuelvo a leer o a escuchar es como si hubiera alguien dictándome un guion.
—Ese día de la conferencia hubo gente que lloró y se abrazó en la calle…
—Sí, me alegró mucho ver la emoción de las personas. A mí todo eso me pasó por encima. Lo viví como una película donde era el protagonista pero a la vez estaba ausente, en otra parte. De pronto descubrí a dos familias desconocidas, me recibió la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, viajé a visitar al papa Francisco. Me ofrecieron cargos políticos. Yo me reconozco en el pensamiento de izquierda, pero no me gusta que la militancia se meta con el arte.
—¿Y ahora?
—¡Y ahora acá me ves cocinando! Y en el medio hubo un cambio de gobierno, hubo dos mundiales de fútbol, fui papá. Y terminé la casa con mis propias manos. ¿Sabés que soy maestro mayor de obras? Es mi único título, porque nunca me recibí en el conservatorio de música.
La primera vez que vio una pianola fue en la estancia donde se crio. Su primer piano se lo compró a los 21 años. “Me costó un ojo de la cara. Mis viejos me apoyaban con la música y trabajaban doble turno, pero tuve que hacer mis propios ahorros. Una señora de una casa de música me dijo que, con la plata que yo tenía, me podía comprar una parrilla, pero no un piano. Volví hace poco, me atendió la misma mujer y le fui usando todos los pianos. Le decía ‘éste es una porquería, es un robo lo caro que está’ y así hasta que me fui”.
A pocos metros de ese piano hay un cuadro que le dedicó el ilustrador Liniers. Recibió otros cientos de regalos, como un rosario que usaron los sobrevivientes de la tragedia de Los Andes de 1972, e incluso hay cajas que aún no abre. En una mesa, detrás de una fila de botellas de whisky, hay un juego de mates que le regaló una artesana.
—Nunca los usé. Dicen que la misma colección sólo la tienen la expresidenta Cristina y el Papa. Pero estoy cómodo con mi mate.
Cuando se hizo conocido, el presidente de River, el club del cual Ignacio es fanático, lo invitó a la cancha. Él nunca había ido y fue con sus mejores amigos. Le preguntaron qué nombre quería que le estamparan a la camiseta. “Ignacio”, respondió. Poco después se hizo el nuevo documento de identidad, donde mantuvo su nombre de siempre.
—Al principio acepté que me llamaran Guido porque creí que iba a sumar —dice y se echa hacia atrás en un sillón—. Pero estaba haciéndoles un favor a los demás, quería quedar bien con todos. Fue un error. Y me di cuenta de que la carga simbólica del nombre Guido tapaba a Ignacio. ¿Sabés qué? Muy poco después del llamado de mi tía Claudia Carlotto y de todo lo que me pasó, abrí un documento de Word en mi tablet y escribí Ignacio Montoya Carlotto. Y jamás lo borré.
En 2015 se publicó el libro El nieto. La trágica y luminosa historia de Ignacio “Guido” Montoya Carlotto, de Roberto Caballero y María Seoane. Cuando lo tuvo en sus manos, Ignacio se enfureció y pensó en llamar a la editorial Sudamericana.
—No lo podía creer. Sentí un retroceso enorme, porque durante meses trabajé mucho en posicionarme como Ignacio y acá aparecía el nombre Guido entre comillas. Se publicó con apuro —dice y ahora lo hojea, en la biblioteca de su estudio.
En el libro tachó con lápiz el nombre Guido, todas las veces en las que aparece.
—Es increíble que la gente me siga llamando Guido. Yo no siento que haya recuperado mi identidad. En tal caso, se me completó el cuadro identitario. Antes de aparecer como el nieto de Estela tenía una vida de 36 años. Eso no había sido una mentira. Supongo que cada nieto tiene su propia historia, hay quienes vivieron en un círculo de horror. Creo que el nombre es una construcción, mientras que el apellido es una herencia. Y yo me cambié el apellido, pero la gente sigue viendo lo que quiere ver.
Hace un largo silencio.
—Que mis viejos Juana y Clemente puedan terminar en la cárcel por mi historia… es algo que no podría soportar. Todo un buffete de abogados sigue la causa judicial, a mí me estresa. Ellos viven cerquita de casa, tienen una hermosa relación con nosotros y con mi hija.
En julio de 2018 circuló en portales periodísticos que había dicho que le “pagaron por participar en el fraude para ser nieto de Estela”.
—Es un desgaste de energía, me veo obligado a desmentir. Y otra cosa que jode es recibir amenazas. Tanto por izquierda como por derecha. Hay mucho comisario ideológico que escupe odio porque no me puse el nombre Guido, como si hubiera sido una ofensa a los principios de los setenta por rechazar a mis padres militantes. Y, en la otra vereda, están los fascistas. Hace unos días una señora escribió en Twitter: “Este vago tendría que estar muerto. Qué flojos estuvieron mis queridos militares”. Puff.
***
Es un lunes de septiembre de 2018, en la sede principal de Abuelas de Plaza de Mayo, en Buenos Aires, y Estela de Carlotto camina desde su despacho hacia una pequeña sala con piso de madera.
—¿Qué es eso? ¿Quién lo dejó acá? —pregunta a una secretaria mientras señala un mueble en un rincón.
Son tiempos agitados. Sus agentes de prensa dicen que los organismos de derechos humanos, desde que asumió el presidente Mauricio Macri, están en estado de alerta. En noviembre de 2018, la justicia argentina liberó a Rufino Batalla, uno de los represores condenados por el asesinato de Laura Carlotto, su hija.
—Me canso rápido, mi agenda está completa. Cuando vengo a Abuelas es como si estuviera con mi familia. Es cierto que mi ritmo es lento, una pierna me molesta pero no pienso operarme —dice y entrelaza las manos en su rodilla derecha, hasta donde llega el ruedo de su pollera negra.
Huele a crema y a perfume, tiene un collar blanco, pulseras, anillos, aros, un maquillaje sobrio. Dice que la última vez que vio a su nieto fue hace veinte días en el recital de Café Vinilo, en Buenos Aires.
—En un momento agarró el micrófono y me saludó especialmente. Me vibró el cuerpo.
Cuando vio por primera vez a su nieto, sin embargo, se desilusionó.
—¡Me indigné porque no se parece en nada a Laura! —dice, abriendo la boca y dejando ver unos dientes blanquísimos—. Se parece físicamente al padre, a Puño Montoya. Y la vocación artística también la sacó de él, que era baterista. Ojo, mi marido era un gran aficionado a la música y está mi vocación docente que él tiene también, eh. Y en carácter es parecido a Laura. Una personalidad fuerte, decidida, frontal.
Abre la palma derecha de su mano y cuenta con los dedos.
—Faltan recuperar más de 300 nietos. El tiempo apremia. Por eso me apuro con el mío y le exijo más comunicación.
—¿Cómo se llevan?
—Bien, puedo decir que nos conocemos más o menos —hace un ademán con la mano—. Me encontré con un hombre ya formado. Al principio lo vi entusiasmado, los primeros tiempos fueron de unidad. Viajamos por el mundo, conoció lugares que le abrieron las puertas a su música. Creo que se desconcertó porque vio que éramos muchos. Los Carlotto somos bochincheros y pesados, tengo otros 13 nietos, imaginate.
Su pestañeo es lento, apenas mueve los ojos. De pronto, mira a su alrededor: en una mesa hay una estatuilla a las Abuelas de Plaza de Mayo por su trayectoria y, en la pared, cuelga un cartel con fotos de militantes políticos desaparecidos por la dictadura militar.
—Él hizo un impasse. Sé lo difícil que es descubrir el engaño, saber que tus padres no son los que decían que eran —la voz suena severa—. Pero mi verdad es otra. A mi nieto se lo robaron, no fue que otros lo habían abandonado y éstos lo adoptaron después. Él dice que los perdonó, yo no soy quién para perdonar ni para juzgar, en toda caso sería Laura. Y Laura no está. Ella lo había esperado con mucho amor. Laura es una mártir, había perdido dos bebés antes y en cambio a él lo tuvo sano y en condiciones inhumanas. Esa herida no cicatriza.
Todo el cuerpo se sostiene, recto y firme, en el respaldo del sillón. Cuando habla parece tener una sonrisa permanente, casi como un reflejo de los músculos de la cara.
—Su hija, Lola, tiene una conexión especial conmigo —dice, cambiando bruscamente de tema—. Me ve y se pone contenta. En el último cumpleaños de Pacho con mi hija Claudia le compramos una bandeja carísima, de las que pasan música vieja. Y le llevé cositas que eran de Laura. Le trato de meter familia con regalos —dice y ríe.
Laura Carlotto trabajaba en la fábrica de su padre y en sus ratos libres pintaba objetos. Como unos platos que su madre guardó por décadas hasta que en el último tiempo se los llevó a su nieto a Olavarría. El último obsequio fue para su bisnieta Lola: un anillo con perla que le regaló a Laura cuando había cumplido 15 años.
—Me dolió mucho que no se haya puesto Guido como nombre, en su documento. Pero lo respeté, me llamó para comunicármelo.
—¿Y qué le dijo?
—Me explicó que Guido estaba borrando a Ignacio y le respondí que su mamá quiso llamarlo Guido, como su abuelo. Contestó que yo podía llamarlo Guido cuando quisiera. Pero a partir de ahí no puedo decirle Guido. Como tampoco le puedo decir Ignacio, porque no sé de dónde salió ese nombre. Entonces le digo Pacho. Me enteré que así le habían puesto en el secundario sus amigos porque era pachorra y me dio ternura. Como es ahora, una personalidad lenta.
En los pasillos de Abuelas de Plaza de Mayo suena un teléfono y se escuchan conversaciones de oficina.
—Él está en otra etapa, más distante, pero no sin cariño —continúa, como si sólo hablara consigo misma—. No es demostrativo, no te abraza, no te besuquea. Nunca me dijo: “Te quiero, abuela”. Trato que él sea feliz, no ser un impedimento de nada. Para mí, ellos no son sus padres adoptivos, son apropiadores. Para él son sus padres, que lo criaron bien y con amor. Entonces trato de que no sufra por cómo pienso. Me invita a su cumpleaños y voy sabiendo que ellos están en el mismo salón, pero no voy a tener ninguna conversación con esa gente porque hay algo que me trasciende y es el dolor. Es mi hija la que está ahí.
Habla de comidas. Cuenta que le encantan los fideos que amasa su nieto cada vez que viaja a visitarlo. Dice que Pacho se lleva “muy bien” con su hija Claudia, que tiene un buen trato con el resto de sus hijos y que “es compinche” con sus primos.
—Y yo siempre quiero más, y más, y más. Mis hijos me critican que estoy pendiente de él, pero le rogué tanto a Dios… No me quería morir sin encontrarlo, lo busqué por el mundo, y ahora le pido que me deje vivir bastante para seguir conociéndolo. Si lo hubiera encontrado a sus cinco años, habría sido distinto.
—¿Cómo ve la causa judicial por la apropiación de su nieto?
—La justicia está actuando y no podemos detenerla. Fue caratulada como delitos de lesa humanidad y eso complica la situación. Entiendo que los que hicieron de padres adoptivos fueron víctimas de un patrón autoritario. Pero son responsables del robo de un bebé. Y deben pagar por ese delito. La ignorancia más el temor a perder el trabajo pienso que fueron determinantes para que se mantuviera el secreto. Ahora… me cuesta entenderlo.
—¿Por qué?
—Porque la gente de campo tiene códigos. Si viene un ternero con la marca de nacimiento de una hacienda vecina, ¿qué hace un peón? ¿Se lo carnea y se lo come? ¿O busca devolverlo a los dueños? Me cuesta pensar que no hayan buscado a los verdaderos padres. ¿De dónde venía ese bebé? Ésa es una pregunta naturalmente humana, es difícil pensar que no se la hayan hecho.
Se detiene como si buscara las palabras justas.
—Hay otros nietos que me dicen “Estela, tuviste suerte. Yo para querer a mi abuela tardé seis o siete años. Y la odiaba”. Mi nieto no. Vino, se integró y ahora está haciendo un proceso. A mí me da pena que esté sufriendo en algo que no tiene por qué. Y… tiene su personalidad, vamos. Los músicos piensan mucho en ellos. Les juega el ego.
Hace pocas semanas, buscando una partida de nacimiento de su hija Laura, halló un “muñequito” que guarda como un amuleto desde los ochenta, cuando se lo encontró en un parque de Bruselas, Bélgica, antes de una entrevista en la oea. Es otro de los presentes que desea dar a su nieto.
—Con mi nieto ya nos habíamos cruzado sin saber quiénes éramos —dice mientras mira un punto de la pared y, de pronto, parece orgullosa—. Nos habíamos visto en la Universidad Nacional de Quilmes y en los juegos bonaerenses de Mar del Plata, él había ido a tocar con su piano. Te voy a contar un secreto.
La familia Carlotto suele festejar la Nochebuena en la casa de Claudia, su hija, en las afueras de La Plata. Allí arman un árbol navideño y cada uno deja un mensaje, como si pidiera un deseo. “Puedo dar fe que el 99.9 se han cumplido”, dice ahora Estela, que la única vez que se animó a dejarlo fue en 2013 cuando escribió en un papel: “Encontrar a mi nieto Guido”.
—Quedamos poquitas abuelas, pero hay muchos nietos que nos ayudan y van a tomar la posta.
—¿Y su nieto participa de las actividades de las Abuelas de Plaza de Mayo?
—No, él ha tomado distancia de los organismos. Por supuesto me gustaría que estuviera más acá. Pero él está en su música. Lo de él es un proceso. Hace poco me llamó por teléfono. Decidió que esas personas —por Juana y Clemente— sean también los abuelos de Lola. Eso es mentirle. Mi temor es que haya gente que le esté dando malos consejos. Por ejemplo, vos podés tener un psicólogo que en vez de hacerte bien, te haga mal.
Antes de cortar el teléfono, en esa charla, Estela le dijo: “¡Vos tenés la sangre de Laura! ¡Laura te tuvo nueves meses en la panza. Ella es la abuela!”.
Luce desconcertada. Menea la cabeza en señal de negación.
—El año pasado en España un periodista quiso hacernos una entrevista y él se negó. Fue una puñalada. He leído cosas de él que me han molestado, como lo que escribió en su Facebook cuando se cumplieron cuatro años de que lo encontramos. No entiendo por qué escribe esas cosas.
Una secretaria llama a la puerta con un par de golpes rápidos. Le avisa que el remisse para llevarla de regreso a La Plata, donde vive, está esperando en la puerta.
—Por favor, resaltá que lo amo mucho. Lo único que quiero es que esté bien y pueda ser feliz.
***
“Hace cuatro años atrás, dentro de unas horas recibiría un llamado. […] Del colgar esa llamada en adelante se desató una suerte de alegría colectiva, como no tengo registros antes. Habían encontrado una más, de las cerca de 300 personas, quizás de las más buscadas del país, buscadas a lo largo de la nación, y a lo ancho del mundo entero. Esa alegría, que vi en los demás, que entendí durante meses en los ojos de los otros, no se vivió, ni se vive igual en la primera persona mía. […] Una puerta se abrió ese día a una tempestad trágica; de politización, noticias, periodismos varios, amenazas, expectativas y simbolismos; que quizás poco tienen que ver con la cosa, una especie de convidado de piedra a esa alegría de todos. Ese vendaval mudó en tierra arrasada muchas de las cosas mías; la calma, lo hecho hasta ahí, lo merecido, lo anterior a ese llamado, hasta mi nombre se fue al olvido en las vidrieras de las noticias. Por eso, siento este día con la serena calma de lo justo. Vamos a encontrar los que faltan. PAZ”.
El 5 de agosto de 2018, a cuatro años de conocer su identidad, Ignacio Montoya Carlotto publicó ese texto en su muro de Facebook. Dos días antes, las Abuelas de Plaza de Mayo habían anunciado la identidad del nieto restituido número 128, Marcos Eduardo Ramos.
—Sólo interpretaron bien mis palabras los que me conocen —dice Ignacio Montoya Carlotto por teléfono acerca de las repercusiones negativas de su texto mientras viaja a tocar en un Congreso Internacional de Educación y Salud en la Universidad de Córdoba. Tras la publicación, recibió comentarios de referentes de organismos de derechos humanos del tipo “no podemos creer que estés triste por lo que te pasó”—. En general hay una floja comprensión del texto. Cuando estás tan anclado en tu ideología, es difícil pensar que lo que leés te transforme. Esto me hace dar cuenta de que, para ser más claro, hay que ser brutal.
***
Valentín Reiners es guitarrista, docente y director de una orquesta de jazz.
—Me siento como el hermano mayor de Pacho, hace más de 20 años que lo conozco —dice apurando el paso por el centro de Olavarría para buscar a uno de sus tres hijos que está en clase de computación.
Valentín fue una de las primeras personas a las que llamó cuando le confirmaron que era el nieto de Estela de Carlotto.
“¿A no sabés de quién soy nieto?”, le dijo Ignacio. “No sé, Pacho. Decime”, respondió Valentín. “Soy el nieto de Estela, boludo”, dijo Ignacio. Pocos minutos después, el Facebook de quien entonces era Ignacio Hurban estalló. Su página www.ignaciohurban.com.ar, donde estaban sus datos como músico, colapsó el servidor. Valentín llamó a sus amigos y acordaron no hablar con la prensa. Por esas horas,
Ignacio salió en el auto para buscar a Juana y Clemente. Ellos no querían dejar el campo, pero los convencieron.
—Se lo veía avasallado por el entorno. Fue el momento de lo que en la sanación pránica conocemos como “cristalización del karma”. Lo acompañamos a Buenos Aires en dos autos. Él quería ver a Estela, estaba intrigado —dice Valentín Reiners—. Después, ya no era “vamos a comer una pizza o tocar en un concierto”, sino que para muchos era estar con el nieto de Estela. Sobre los hombros de Pacho empezó a crecer una gran presión. Y ahora, después de todo ese shock, se debe estar preguntando “¿cómo sigo con mi vida?”.
A pocas cuadras del centro de Olavarría, Tito Roselló riega las plantas de su casa. Da clases en una escuela de música. Es la voz y batería del grupo de blues Forasteros, donde Ignacio Montoya Carlotto toca los teclados.
—Cuando se descubrió su identidad y lo conoció todo el mundo grabamos un disquito en un estudio de Buenos Aires superprofesional. Eso no hubiera pasado nunca. Un día Pacho me llamó: “Che, voy a tener que suspender el ensayo”. Le dije que no se preocupara, y me respondió: “Es que estoy acá con Cristina, la presidenta, y no sé cómo hacer”. Él nunca dejó de tocar en los clubes de barrio, los centros culturales, los bares chicos.
Tito enseña la sala de ensayo de Forasteros: un pequeño galpón que antes era el despacho de una verdulería familiar. Un cuadro de la banda de rock Almendra, pintado por su hijo, cuelga en una de las paredes.
—Acá se pone Pacho con su teclado y su consolita. Nunca entendí cómo se le dio tocar con nosotros siendo tan sofisticado en lo musical. A veces trae cosas y le tenemos que decir “está piola, pero para tu disco solista”. Lo veo como un tipo arraigado a su familia, reservado como sus padres. Juana y Clemente han ido a recitales, se sientan en primera fila y después se van.
En las redes sociales, cuando empezó a tocar en escenarios conocidos de Buenos Aires, una de las opiniones más extendidas y desfavorables contra Ignacio Montoya Carlotto fue vincularlo a favores del poder político, en particular del kirchnerismo.
—Me consta que no fue así —responde por teléfono y desde Capital Federal Karina Nisinman, que empezó a manejarle la prensa en noviembre de 2014—. Él pudo aprovechar el envión, se le abrieron un montón de puertas por ser el nieto de Estela, pero no quiso aceptar más nada. ¡Hay que rechazar mudarse a Buenos Aires, que es el centro de la movida musical del país! Él antes era reconocido por músicos consagrados como Liliana Herrero. Y de repente parecía Mick Jagger. A los medios les importaba su aparición como nieto, no su música.
***
Claudia Carlotto se sienta en un largo sillón en su casa del barrio de Gonnet, en La Plata. Tiene el pelo corto, con mechones de color remolacha.
—Encontrarlo vivo me hizo la mujer más feliz del planeta. Pacho tuvo un país en su espalda y se plantó. Sabe lo que quiere.
Claudia era directora de la conadi cuando el 5 de agosto de 2014 tomó el teléfono y marcó un número de Olavarría. No era algo extraordinario: en su rol ya había llamado a más de cien nietos para darles la noticia de la recuperación de sus identidades. Aquella mañana las manos le transpiraban. Como estaba agitada, habló rápido, trató de usar un tono neutro.
—Al principio estaba seria, pero a los pocos minutos se me fue el protocolo a la mierda. Cuando le dije que el adn había dado positivo y que por ende era mi sobrino, sentí que él reaccionaba como si le confirmara un trámite menor. Los nietos suelen responder con desconcierto, pero parecía como si estuviera desconectado.
Desde aquel momento, Claudia Carlotto, que tiene seis hijos, dice que prefiere viajar sola a Olavarría a encontrarse con él.
—Quería un vínculo personal, de tía a sobrino. Y se dio una relación de amor, casi incondicional. Lo voy a defender a muerte. Si me pide que me corte un brazo, lo hago.
Cuando se reencuentran no suelen hablar demasiado. Miran películas, cocinan. Pacho le abre la puerta diciéndole: “Bienvenida al spa”. Claudia se pasa largas horas tirada en el sillón de la casa, descansando, haciendo zapping. Es la madrina de Lola y hace poco viajaron juntos por Europa, de vacaciones.
—Cuando Pacho apareció, colapsé del estrés. Los Carlotto lo avasallábamos y él retrocedía.
Ceba un mate y dice que respeta el amor mutuo entre Ignacio y Juana y Clemente.
—Ellos tuvieron responsabilidad pero no les guardo rencor. Es una lástima que Pancho Aguilar se haya muerto justo antes de que encontráramos a Ignacio. La justicia llega tarde.
A su madre, Estela de Carlotto, le muestra en persona los videos de Lola que su sobrino le envía con frecuencia desde su WhatsApp.
—Discuto con ella porque dice que lo idealizo. Nosotros dejamos la vida para buscarlo, pero Pacho es la víctima, él no eligió nada.
***
Cuando cumplió dieciocho años, el por entonces ignoto Ignacio Hurban fue a estudiar piano a un conservatorio de la ciudad de Avellaneda, a pocos kilómetros de Capital Federal. Allí conoció a Gustavo “Tavo” Angelini, un músico que en aquella época vivía cerca del Parque Lezama, que acaba de cumplir 49 años y trabaja en la construcción.
—En los recreos él se ponía a tocar el piano y yo cantaba —dice el “Tavo” por teléfono desde su casa, en Buenos Aires—. Pero nos hicimos amigos cuando trabajamos juntos haciendo changas. Pintábamos casas, fuimos ayudantes de albañil y después armamos escenografías para espectáculos de jazz. Había noches que recorríamos el under. Le decía que se quedara a dormir en mi casa pero prefería volver a la suya, de madrugada; quedaba lejísimos. Era muy rígido con su rutina de estudio y no se relajaba. Y ya componía cosas de avanzada. Hasta que un día llamó y me dijo que se volvía a Olavarría, que quería dedicarse a la música en su tierra.
El músico Lucas Chamorro lo conoció en 2001 y dice que nunca pudo descifrar el aura misteriosa de su personalidad.
—Era filoso como pocos. Yo tocaba la armónica en un grupo suyo. Una noche después de un concierto me dijo: “Che, Luquitas, ahora voy a buscar la escoba con la pala para juntar todas las notas que no tocaste”. Sabíamos que se crio en el campo y entonces le solíamos preguntar: “Pacho, ¿vos de dónde carajo saliste?”. Encima el tipo leía a Borges, a Cortázar, escuchaba todo tipo de música.
—¿Y qué les respondía?
—“No sé a quién mierda salgo. Qué sé yo”.
***
Sierras Bayas, a 15 kilómetros de Olavarría, es tierra de picapedreros.
—Me crie acá, con vista a un cerro que ya no existe. Nuestros viejos nos decían “cierren la puerta que entra el viento con el polvo”. Las cenizas estaban por todas partes.
Daniel Fitte es artista plástico y amigo de Ignacio Montoya Carlotto. Es una noche de otoño de 2018 y en su atelier se escucha Caetano Veloso. En una pared cuelga su obra Guantes de obreros usados.
Cuando Ignacio Montoya Carlotto era director de la Escuela de Música de Olavarría, cargo que dejó en agosto de 2014, Daniel Fitte encabezaba la lucha de los docentes por mejores condiciones de trabajo.
—Él nos apoyaba en la lucha. Y ahí nos conocimos.
Dice que una de sus últimas muestras de arte se llamó Patio blanco. Los participantes tenían que elegir un objeto y taparlo de cemento. Uno de los invitados fue Ignacio.
—Me trajo su antiguo documento. Él iba tapándolo con el pulgar hasta que de repente no quiso cubrirlo más y dejó “Ignacio Hurban” sin cementar. El tipo sigue siendo él, el apellido es una circunstancia. Su abuela Estela tuvo suerte de encontrarse a un tipazo, que encima defiende su causa. Pacho tocaba todos los 24 de marzo en el Día de la Memoria en Olavarría.
En el barrio Procrear, de Olavarría, el guitarrista y docente Juan Loza, que fue vicedirector de la Escuela Municipal cuando Montoya Carlotto era la máxima autoridad, prepara un mate. Es otra tarde de otoño, y el sol se asoma entre los nubarrones.
—A una gran parte de la comunidad local no le importó la historia de Pacho. Es una ciudad conservadora y que apoyó a los militares, no revisa el pasado. Hace poco una colega me comentó: “Ahí está. El nieto agarró un puesto político”. Otro vecino comentó que se enteró de que Pacho se había ido a vivir a una mansión en Buenos Aires.
***
Tose cada cinco minutos. Se sienta al piano en su estudio de música y toca una improvisación melancólica inspirada en Bill Evans, uno de sus ídolos del jazz.
—Esto es lo que hago cuando no soy nieto —ríe Ignacio, con la mirada pícara—. Me levanto, tomo un café y subo al estudio. Ocho y cuarto miro al tipo que tiene un taller enfrente y empieza a laburar a esa hora. Hay gente que cree que me hice músico gracias a Estela de Carlotto. Cobré la indemnización por tener padres biológicos asesinados por la dictadura y por sustitución de identidad, algo que corresponde por ley. Y la mitad de ese dinero la destiné para pagar deudas.
Pasea la mirada por la biblioteca, donde hay fotos de él en conciertos y con su abuela, Estela de Carlotto. En una de ellas, los dos están de pie en la sede de Abuelas de Plaza de Mayo y se miran con ternura, a centímetros de distancia. La fotógrafa Anabela Gilardone tomó la única foto que existe de Ignacio Montoya Carlotto abrazado a sus dos abuelas, Estela de Carlotto y Hortensia Tenchi Ardura de Montoya, la madre de su padre Walmir Puño Montoya. Tenchi murió en 2016, a sus 94 años.
—Es curioso que hable poco de Tenchi, pero es una de las personas más agradables que conocí —dice Ignacio, ahora con los brazos en jarra—. Los Montoya son menos conocidos en esta historia y curiosamente es ahí donde estoy cómodo. Hace poco fui de vacaciones a un campo de ellos en el sur y sentí como si volviera a mi infancia. Tenchi, por ejemplo, llamó a Juana y Clemente para agradecerles cómo me habían cuidado.
En una repisa, al fondo del estudio, hay dos cuadros pequeños con cuatro fotos de Laura Carlotto, de pie, sonriente, y una sola de Walmir Montoya tocando la batería. No había ninguna de Juana y de Clemente hasta que, en noviembre de 2018, decidió imprimir una.
—Es de un día que salimos a comer. Son muy tímidos, pero hice “clic” y justo se abrazaron.
La biblioteca ocupa casi todas las paredes del estudio. Se detiene en un cuadro con la foto del pianista Horacio Salgán —“el maestro, el único”—. Resaltan los libros de Borges, Cortázar, Roberto Fontanarrosa, de Agatha Christie —“los leía mi vieja, pero ahora no ve un carajo”— y cómics. Pero los libros que cuida celosamente forman parte de la colección amarilla y de tapa dura de “Robin Hood”.
—Me los traje del campo donde me crie, y siguen acá —dice mientras abre las páginas de La isla del tesoro, de Robert Stevenson—. Eran de la biblioteca del patrón, y estaban abandonados. Me la pasaba leyéndolos de chico y me transportaba a la selva.
Dice que se alegró cuando su abuela Estela lo llamó después que River le ganara a Boca, en la final de la Copa Libertadores. Ese día fue uno de los más felices de su vida. Como cuando organizaba de joven unas fiestas en su pueblo que llamó “La Pacho Fest”, donde vendía un fernet casero hecho por él.
—No soy el pibe de campo inocente que era hace cinco años atrás. Pero tengo que recuperar algo de mi esencia. El otro día estaba reunido con la familia Carlotto por las fiestas de fin de año y estaba muy cómodo, pasándola bárbaro. Y en un momento me dije “¿Qué carajo hago acá?”. Hay una enorme distancia en cómo me crie, en cómo pienso mi vida respecto de ellos. Y no es que haya un problema, ni nada por el estilo. ¿Se entiende?
Abre las cortinas de los ventanales de su estudio. Está anocheciendo. Desde allí se ve el cerro Luciano Fortabat. Dice que esa vista no la piensa cambiar por nada en el mundo.
—Todo esto fue como si yo hubiera venido por la ruta, hubiera chocado contra un camión y sobreviví. Y la gente, en vez de preguntarme cómo me siento, me sigue mirando y se pone contenta. Pero por ellos, no por mí. ¿Y qué les voy a decir?
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