Feroe, las islas donde las ovejas vagan en libertad
Joaquim Pujals
Fotografía de Roger Rovira
Las islas Feroe apenas han sido tocadas por la pandemia. Esta nación autónoma de Dinamarca cuenta con más ovejas que personas. Además de tener la tasa de criminalidad más baja en el planeta, realizan proezas como conectar sus islas a través de túneles submarinos. Solo una tradición local empaña su imagen en el exterior: la caza de ballenas piloto de aleta larga.
Dicen que los inuit, los pobladores del Ártico, tienen decenas de palabras para referirse a los tantos matices del color blanco que tiene la nieve y el hielo que los rodean (cada vez menos a causa del calentamiento global). En feroés, el idioma escandinavo que se habla en el archipiélago noratlántico de las Feroe, bajo soberanía danesa y situado a mitad de camino entre Noruega, Islandia y Escocia, hay nada menos que 37 términos para describir el mismo número de tipos de niebla.
En definiciones más que aproximadas —la misma bruma envuelve tanta sutileza para un foráneo— están la mjørkakógv (la niebla muy espesa), la mjørki (la niebla de verano), la mjørkatám (filamentos en el aire), los flóki (bancos más bien aislados), la pollamjørki (la que se pega al mar, aunque el cielo encima siga azul), la hjallamjørki (una suerte de cinturón neblinoso), la toka, la tám….
Alguna de ellas, a saber cuál, nos envolvió pasada la medianoche cuando abandonamos el pequeño aeropuerto de Vágar, el único del que dispone este remoto rincón del planeta, y nos impidió disfrutar de nuestra primera noche blanca de mediados de junio, una de las más largas y luminosas del verano, que alcanzan su plenitud con el solsticio, cuando el sol apenas llega a rozar el horizonte antes de volver a alejarse de él.
Torshávn (“el puerto de Thor”, el dios vikingo del trueno), hogar de casi la mitad de los 52 000 feroeses, es una de las capitales más pequeñas y pintorescas del mundo, donde algunos barcos pesqueros son más grandes que muchas de sus coloridas casas. Para llegar a Torshávn hay que cambiar de isla cruzando el estrecho de Vestmannasund, un antiguo fiordo convertido en canal por la subida del nivel del mar hace milenios. ¿Se cruza en transbordador?, ¿por un puente? No: se llega a través de un túnel, en coche, por debajo del mar.
Nuestro vehículo se adentra en la pequeña y oscura boca occidental del Vágatunnilin, el más antiguo de los dos túneles submarinos que unen entre sí las islas principales, inaugurado en 2002 y de casi cinco kilómetros de longitud. Nada en su modesto aspecto exterior hace pensar que va a cruzar algo más que una verde colina pero, en realidad, nos llevará hasta los 105 metros de profundidad bajo las gélidas aguas del Atlántico Norte y sus ballenas, bacalaos y salmones. La travesía resulta tan rápida y cómoda como inquietante.
El otro túnel subacuático de las Feroe, el Norðoyatunnilin, que conecta la isla de Eysturoy, la segunda mayor del archipiélago, con la de Borðoy, lo superó con creces cuatro años después con sus 6 300 metros de trazado que llega a hundirse 150 metros bajo las olas, pese a que el lecho marino se halla solamente a 103 metros de la superficie. Ambos son de peaje: 100 coronas danesas (algo más de 15 dólares) a abonar a lo largo de los tres días siguientes en cualquier gasolinera donde se pare a repostar o a hacer alguna compra.
CONTINUAR LEYENDOPero ya se trabaja en otro proyecto de este tipo que dejará pequeños a sus predecesores: con tres “tubos” y más de once kilómetros de largo, el Eysturoyartunnilin unirá las islas de Streymoy (donde está la capital) y Eysturoy, a la cual llegará por dos puntos diferentes, por lo que incorporará una insólita rotonda submarina donde se juntarán los tres ramales. El coste de la infraestructura ascenderá a unos 290 millones de dólares, aproximadamente un 12% del PIB del archipiélago. Cuando se termine, se tratará del túnel submarino más largo del mundo.
Están en construcción otros dos túneles bajo el mar, de 10 600 y 2 050 metros. El más largo de todos tendrá que esperar algún tiempo, pero para 2030 se espera que el Suðuroyartunnilin, de 26 kilómetros, llegue a Suðuroy, la más meridional de las islas. La tierra extraída de las excavaciones se emplea para crear artificialmente zonas llanas donde edificar, escasas y preciadas en estos 18 escarpados y rabiosamente verdes islotes creados por los volcanes y modelados por el hielo de la última era glacial.
Además de los túneles, ya hay tres puentes que unen entre sí cinco de las islas. El objetivo final de un ambicioso plan de infraestructura es acabar conectando por carretera todo el archipiélago. Las autoridades alegan motivos ecológicos, pero admiten que son principalmente económicos: los ferries, que cada vez son más grandes, resultan lentos y contaminan mucho, y deben ser renovados con frecuencia. Todo ello encarece mucho las mercancías, cuyo precio es ya de por sí oneroso, pues prácticamente todo es importado.
Los túneles se han convertido en un elemento imprescindible en un país de geografía tan complicada. En los años sesenta del siglo pasado, se empezó a construir una veintena de ellos en las montañas para comunicar aldeas hasta entonces sólo accesibles por mar y eso, cuando el furioso Atlántico Norte se dignaba a permitirlo. Los túneles más antiguos, de ásperas paredes rocosas y de un solo carril, sin luces ni ventilación, obligan al conductor más educado (aunque aquí lo son casi todos) a retroceder hasta alguno de los angostos aparcamientos laterales excavados en los márgenes, a intervalos regulares, para dejar paso al vehículo que viene de frente.
Muy cerca del aeropuerto, la construcción del túnel que da acceso a Gásaladur, una población de una veintena de habitantes, rodeada de montañas y extendida sobre acantilados desde los que se precipita al océano una cascada de 30 metros (uno de los íconos de las Feroe), puso fin en 2006 a una de las más duras jornadas laborales a las que haya tenido que enfrentarse jamás un cartero: seis horas a pie superando cuestas húmedas y resbaladizas, y bordeando riscos de 200 metros desde el pueblo más cercano, Bøur. Y después, volver.
El correo se repartía, hiciera el tiempo que hiciera, aseguran. En estas latitudes, el clima resulta increíblemente cambiante, con neta inclinación a ser malo: llueve más de dos tercios de los días del año y se pueden experimentar las cuatro estaciones ya no sólo en la misma jornada, sino, a veces, en una hora. “Si no te gusta el día que hace, espera cinco minutos”, dicen entre risas los feroeses. “Nunca sabes qué tiempo hará. La dirección del viento, siempre cambiante, lo decide todo”, precisa un granjero.
Para las emergencias, sólo quedaba el helicóptero. Hoy, el servicio de correos cubre el trayecto por carretera en apenas diez minutos. La llamada “antigua ruta postal” ha quedado relegada a una excursión para senderistas en buena forma y carentes de vértigo que, durante el espectacular recorrido, pueden detenerse en la Líksteinurin, la “roca del cuerpo”, el único lugar donde quienes acarrearon durante siglos los ataúdes a hombros podían depositarlos en el suelo para reposar un poco.
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Føroyar, el nombre del archipiélago en feroés (idioma emparentado con el islandés y el noruego antiguo), significa “islas de las ovejas”. Y enseguida resulta fácil entender por qué: orondas y de tupidas guedejas lanudas, las hay por todas partes. Unas 80 000 cabezas de ovino se atiborran con el pasto húmedo que cubre cada palmo del territorio. Son muchas más que las personas.
Oficialmente, al igual que la inmensa y helada Groenlandia, las Feroe son consideradas una “nación autónoma” dentro del Reino de Dinamarca. Cuentan con un amplísimo nivel de autogobierno, que les da derecho incluso a establecer sus propias relaciones internacionales, entre las que destacan unos lucrativos acuerdos comerciales para la venta de pescado a Rusia y China, que Pekín supeditó a que Huawei instalara el 5G en el archipiélago, lo que hizo enojar a Washington el año pasado. Poco más que la defensa, la justicia, la policía, la inmigración y la política monetaria siguen en manos de Copenhague, que no se opondría a reconocerles el derecho a la autodeterminación. Nada obtiene la metrópoli de estas islas que, en cambio, reciben cuantiosas subvenciones de la administración central.
Para defender su industria pesquera y acuícola, que aporta el 99.8% de las exportaciones (en el otro plato de la balanza, los isleños deben importar el 100% del resto de los productos), las Feroe decidieron no integrarse a la Unión Europea ni a la Asociación Europea de Libre Comercio, mientras son miembro de pleno derecho del Consejo Nórdico, en igualdad de condiciones con Dinamarca.
Su parlamento, el Løgting, con orígenes vikingos en el siglo IX, una asamblea de caudillos que se reunía sobre un promontorio rocoso situado en centro del actual puerto, está considerado uno de los más antiguos del mundo. Además, los electores feroeses disponen de dos escaños en el Folketing de Copenhague, el parlamento danés, que se reúne a 1 300 kilómetros de distancia.
Føroyar, el nombre del archipiélago en feroés, significa “islas de las ovejas”. Y enseguida resulta fácil entender por qué: orondas y de tupidas guedejas lanudas, las hay por todas partes. Unas 80 000 cabezas de ovino se atiborran en cada palmo del territorio.
La distancia entre Dinamarca y Feroe no es solamente física. Estas naciones parecen vivir de espaldas la una de la otra. Es difícil ver la bandera danesa en las islas: en sus edificios oficiales y sus barcos ondea solamente la merkið, la enseña blanca con la cruz nórdica roja ribeteada de azul de esta orgullosa nación insular. “En la escuela danesa no me enseñaron absolutamente nada sobre las Feroe”, lamenta Tordis, una joven madre local formada en el continente. Resulta significativo que, en los informativos de las televisiones danesas, no se hable nunca de las islas (ni de Groenlandia) ni siquiera en las previsiones meteorológicas.
Políticamente, la población se reparte entre unionistas e independentistas, cuya influencia fluctúa en función del momento de las relaciones con Dinamarca, pero sus diferencias no suponen un obstáculo para que sus partidos gobiernen habitualmente en coalición tanto el país como los municipios. Con la economía en pleno auge, por lo menos hasta la llegada del coronavirus, se estima que el apoyo al independentismo había caído el año pasado hasta un 30%. En las elecciones de agosto de 2019, el Partido del Pueblo (conservador y partidario de más autogobierno) obtuvo el 24.5% de los votos; el Unionista (liberal), el 20.3%; el Socialdemócrata (defensor de actual statu quo), el 22.1%; y el Republicano (el único abiertamente separatista), el 18.1%.
Los partidos de las islas llevan varios años sin ponerse de acuerdo en el proyecto de su Constitución propia, que debía haber sido sometido a referéndum el año pasado. El proceso ha quedado congelado. El problema es el encaje con la ley fundamental danesa, la posibilidad de conflicto entre los redactados de ambas. Aunque nadie se opone a incluir en el texto el término “autodeterminación”, solamente los republicanos rechazan mencionar la supeditación a la norma de la metrópoli en el texto.
De hecho, entre 1946 y 1948, las Feroe ya fueron independientes de facto. Cuando los alemanes ocuparon Dinamarca en la Segunda Guerra Mundial, los británicos se aprestaron a hacerse con el control del archipiélago y, en la mayoría de los campos, éste se autogobernó durante cinco años, periodo en el que perdió a más de 350 marinos surtiendo de pescado a la Gran Bretaña, una proporción de muertes, en relación con la población total del país, superior a la sufrida por ingleses y alemanes en el conjunto del conflicto. Tras la caída del nazismo, un referéndum dio la victoria a los partidarios del estado propio, pero la consulta fue anulada por el restaurado rey Christian X. Sin embargo, consciente de que el contexto había cambiado, Copenhague concedió en 1948 una amplia autonomía, cuyos márgenes se ensancharon en 2005.
—La población aquí es muy homogénea. No somos daneses ni en lengua ni en cultura. La forma de vida es muy diferente. Dinamarca es una nación continental y plana, nosotros somos un país nórdico y montañoso. Yo me siento más en casa en Islandia o el noroeste de Noruega que en Dinamarca —afirma, rotundo, Magni Arge, diputado del partido Tjóðveldi (Republicano) tanto en Tórshavn como en Copenhague.
Sabedor de que procedemos de Barcelona, Arge se presenta a la cita con el lazo amarillo que expresa el apoyo a los presos independentistas catalanes y nos sorprende al reproducir en su celular las imágenes de las violentas cargas de la Guardia Civil española que grabó durante la jornada del referéndum sobre la independencia del 1 de octubre de 2017.
—No estaba preparado para ver aquello —musita, mientras una mueca de rechazo le cubre el rostro al contemplar de nuevo los porrazos y patadas de los agentes antidisturbios sobre civiles indefensos. Tras ese viaje, emprendido por iniciativa personal, Arge se solidarizó con el llamado procés catalán: su partido invitó a Tórshavn al expresidente Carles Puigdemont, hoy eurodiputado, prófugo y exiliado.
Volviendo a la situación feroesa, Arge tiene muy claro que “Copenhague es miembro de la UE y nosotros no, así que nuestros intereses son contradictorios: necesitamos plena soberanía sobre nuestros recursos”. En 2013, recuerda, un conflicto sobre cuotas de captura de arenque y caballa en el Atlántico Norte llevó a Bruselas a declarar un embargo sobre los productos pesqueros feroeses y prohibió a sus barcos atracar en los puertos comunitarios. “Dinamarca fue más leal a los europeos que a nosotros”, remacha.
Una visión opuesta es la de Kaj Leo Holm Johannesen, de 55 años, primer ministro entre 2008 y 2015, quien, vestido con un jersey marinero con la bandera feroesa en un hombro, nos ofrece café que él mismo ha preparado en la austera Gamla Apótekið (“vieja farmacia”), un edificio del centro histórico cercano al ultramoderno complejo del Parlamento (las sedes ministeriales, en cambio, se ubican en diminutas y pintorescas casas tradicionales rojas de madera con el tejado cubierto de hierba junto al puerto). “El 70% de los ciudadanos está satisfecho con la relación actual con Dinamarca”, proclama.
Johanessen se pregunta para qué cambiar: “Somos más libres que Copenhague, que cede una parte de su soberanía a Bruselas. Los daneses no intervienen en nada aquí. Tenemos nuestros propios acuerdos comerciales con Rusia, Noruega o la UE. Ni los barcos de la OTAN pueden atracar sin nuestro acuerdo. Nuestra esperanza de vida es de las más altas del mundo y atravesamos por un buen momento económico: los precios del pescado y el salmón de piscifactoría son altos y el del petróleo, bajo. El paro es del 1.6%”. Además, recuerda, los últimos primeros ministros daneses no se han opuesto a conceder el derecho a la autodeterminación a las Feroe.
El animoso independentista Arge admite con resignación que sus aspiraciones políticas de un estado propio van para largo: “No estamos bajo la suficiente presión como para tomar decisiones difíciles. La economía va bien, apenas hay desempleo y las aguas están calmadas. Tenemos que ser pacientes y dejar un legado a la próxima generación para que ellos sí tengan el derecho a decidir su futuro”. Se conforma por ahora con “ir un poco más allá del actual autogobierno. Una federación o un estado asociado podrían ser una solución satisfactoria por un tiempo”.
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Como admiten unos y otros, son tiempos de bonanza en Feroe: el país le vende a Rusia 600 000 toneladas de pescado anuales; exporta a EE.UU. su excelente salmón de piscifactoría ecológico, producido en una treintena de jaulas circulares en los fiordos y cuya producción se duplicó entre 2008 y 2016; y el paro no solamente es anecdótico, sino que existe demanda de empleo cualificado tanto en la pesca como en el floreciente turismo y en la construcción de grandes infraestructuras, como los túneles submarinos.
Pese a la elevada tasa de empleo femenina (más del 80%), la de natalidad es la más alta de Europa, con 2.6 hijos por mujer, una cifra sin cambios desde hace décadas. Sin embargo, las esposas empiezan a escasear. En el archipiélago ya hay unas 2 000 mujeres menos que hombres.
“Imagina que tienes 25 años, has terminado una carrera y vives en Copenhague, y la alternativa es volver a casa, con tus padres, a un pueblo de 300 habitantes, a casarte con un pescador y tener hijos”, plantea Siri Tórgard, directora de la Oficina de Integración Gubernamental. “Uno de nuestros mayores problemas es lograr que las chicas regresen tras salir a estudiar fuera”, admite el exprimer ministro Johanessen. Para ello, las autoridades se esfuerzan en diversificar la economía pero, por ahora, apenas el turismo parece poder restarle unas décimas del PIB a la extracción de productos del mar.
No es la primera vez que ha habido escasez de mujeres en las islas y que han tenido que “importarlas”: un estudio genético realizado en 2004 reveló que los cromosomas Y de los feroeses, que permiten rastrear la ascendencia masculina, son en un 87% escandinavos, mientras que el ADN mitocondrial, que registra la trazabilidad de la femenina, es en un 84% de origen gaélico, es decir, celta escocés/irlandés. Eso significa que, mientras los hombres descienden de colonos vikingos llegados de Noruega, el origen de las mujeres hay que buscarlo en las que se traían de vuelta de sus razias por las islas británicas.
Los solteros feroeses buscan ahora esposa en el resto del globo de formas menos drásticas: lo hacen por internet, por medio de las redes sociales y en lugares tan lejanos como Tailandia y Filipinas, de donde han llegado ya más de 300 mujeres (sobre un millar de inmigrantes, que constituyen aproximadamente el 2% de la población del país). Las filipinas ya han superado a los vecinos islandeses como primera colonia extranjera. Y las tailandesas están en tercer lugar. Se trata del colectivo extranjero de más complicada integración, aunque la misma es difícil para todos los foráneos. La inmigración es un fenómeno nuevo en estos olvidados islotes preárticos. “Todavía me extraña encontrarme gente extranjera por la calle. No estamos acostumbrados a las diferencias. La sociedad de las Feroe es muy homogénea y por eso muchas veces nos identificamos como una tribu», admite Páll Nolsøe, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Este carácter “tribal” de la sociedad, junto con su idioma indescifrable, son dos de las principales barreras para la asimilación de los recién llegados. “Ahora mismo, el reto más importante al que tenemos que hacer frente es que la nueva generación que ha nacido aquí se sienta plenamente parte de la sociedad” porque todavía “no hay una actitud proactiva por parte de los políticos ni de la población a la hora de recibir inmigrantes”, reconoce Siri Tórgard, cuyo departamento es el encargado de propiciar esos cambios.
Hasta tal punto es endogámica la población de las islas que el avanzado software del biobanco genético creado en ellas en 2006 daba continuamente señal de error: “¡No podía haber tantos parentescos!”, recuerda su director, Guðrið Andorsdóttir. Pero la tecnología informática de última generación no erraba. De las 158 000 personas registradas que han vivido o viven actualmente en las Feroe, 149 000 tienen genes que se remontan a un solo hombre, Clemen Laugesen Follerup, conocido como Harra Klæmint, que fue padre en 23 ocasiones a mediados o finales del siglo XVII.
Sacerdote de la península de Jutlandia, en Dinamarca, Laugesen vivió en la isla de Sandoy pero dejó 66 nietos en 27 aldeas diferentes del resto de las islas. Aunque siempre se había creído que los primeros habitantes del archipiélago habían sido colonos noruegos, exiliados tras conflictos internos en su tierra, recientes descubrimientos arqueológicos en Sandoy parecen documentar una presencia anterior de monjes irlandeses.
Sandoy, que posee algo de tierra arenosa y donde llueve la mitad que en otras islas, es donde se concentra la escasa agricultura del país, basada principalmente en patatas y otros tubérculos. “Tenemos miedo de que con el nuevo túnel lleguen ratas”, expresa Ottar Hentze, de 46 años, décima generación de granjeros locales, que solamente puede cultivar algo más de tres hectáreas, “una parte microscópica de lo que consumimos”. Su principal fuente de ingresos son sus vacas lecheras, una rareza en el país, a las que cuida con mimo y, ¡cómo no!, sus 65 ovejas. “Hace un siglo, había pena de muerte por robar una”, dice.
Mientras los hombres descienden de colonos vikingos llegados de Noruega, el origen de las mujeres hay que buscarlo en las que se traían de vuelta de sus razias por las islas británicas.
Hoy nadie roba ovejas. Feroe presume de la tasa de criminalidad más baja del planeta, así que su miniprisión, unas envidiables cabañas que suman doce plazas, no está muy concurrida. En 2012 se cometió el primer asesinato en 23 años y el autor fue un extranjero. Cerrar la puerta de la casa con llave no se considera algo imprescindible. “Aquí todos nos conocemos”, coinciden los feroeses. “Y no hay dónde esconderse”, bromea un policía local. Pese a tan escasos motivos de inspiración a su alrededor, el escritor Jógvan Isaksen ha seguido la exitosa estela de la novela negra escandinava situando sus tramas homicidas en su archipiélago natal.
La falta de interés que muestran los feroeses por el delito contrasta con el gran interés que vuelcan sobre el fútbol. Aunque el deporte nacional es el remo, que practican personas de todas las edades, el balompié es una verdadera pasión en una de las pocas naciones sin estado del planeta que es miembro de la FIFA y la UEFA, donde uno de cada diez habitantes juega en algún equipo, el mayor estadio puede acoger al 12% de la población nacional y el 6% de la misma pertenece a uno de las mayores clubes de seguidores del Liverpool FC fuera del Reino Unido, un singular legado de la ocupación británica.
Muchas de las personas con las que tratamos tienen un insospechado presente o pasado futbolístico: mientras el dirigente independentista Arge, tomando el relevo a su padre, retransmitió partidos por la radio nacional (incluida la primera victoria, sobre Austria, por 1-0 de 1990, considerada un verdadero hito en la historia feroesa), el ex jefe de Gobierno Johanessen fue portero titular de la selección y nuestro interlocutor en la oficina de Turismo ha sido hasta jugador semiprofesional e internacional.
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Aunque a una distancia sideral del pescado, el turismo se ha convertido en la segunda industria feroesa. Crece a un ritmo del 10-15% anual y ya hay incluso un restaurante con estrella Michelin, el Koks, donde se pueden degustar las especialidades locales, entre las que destaca el sorprendente cordero fermentado. Para Condé Nast Traveller, las Feroe son uno de los 50 lugares más bellos del planeta, y National Geographic las consideró en 2014 como el destino insular más atractivo del globo (entre 111 candidatos) y uno de los últimos rincones salvajes por descubrir. En verano hay vuelos semanales directos desde un puñado de capitales europeas con la compañía nacional Atlantic Airways.
Además de sus impactantes paisajes, uno de los principales focos de atracción es la observación de aves. El archipiélago es una escala obligada para muchas especies que cruzan el Atlántico Norte y se han llegado a contemplar hasta 300 diferentes, 110 de las cuales son migrantes regulares o, incluso, se reproducen en Feroe.
El lugar idóneo para contemplarlas es Mykines, una isla con apenas una decena de habitantes permanentes, situada a 45 minutos de navegación desde Vágar en el pequeño ferri Jósup. Cuesta encontrar esta pequeña embarcación en el muelle de Sørvágur, escondida entre los gigantescos pesqueros que arrancan bacalaos y eglefinos de estas aguas salvajes.
Tras una travesía que ofrece estampas de ensueño, durante la que pueden contemplarse las piezas labradas por la erosión en diminutos islotes, el barco, zarandeado por las olas, se adentra dificultosamente en un minúsculo puerto encapsulado entre riscos cubiertos de guano, desde los que lo reciben, con ensordecedor griterío, págalos, fulmares y otras aves marinas.
La embarcación opera entre mayo y agosto. El resto del año sólo se puede llegar a la isla de los pájaros en helicóptero. Para acceder al pueblo desde el muelle hay que encarar unas empinadas escaleras, mientras mercancías y equipajes son izados mediante un montacargas en cuya parte superior espera una flotilla de quads. No hay coches ni carreteras en la isla y los visitantes deben abonar por adelantado una tasa de 100 coronas (algo más de 15 dólares) para poder recorrerla a pie y disfrutar de su naturaleza virgen.
La persona idónea para explorarla es Heini Heinesen, de 67 años, quien llegó a la isla con 12 siendo el hijo del último encargado del remoto faro de Mykineshólmur, en el que vivió hasta los 20, cuando la modernización de la señal luminosa permitió a su padre acomodarse en el pueblo, poco después de que llegara la electricidad a la isla, en 1972. Desde 1975, el faro es automático y en los meses de verano ni siquiera se enciende, ya que no anochece.
Heinesen adora la isla, sus acantilados, sus ovejas que vagan en libertad. Y, por supuesto, le encantan sus aves, cuyos estruendosos graznidos invita a escuchar con los ojos cerrados. “Conozco todas las rocas de este pequeño mundo perdido en el Atlántico”, presume cuando emprendemos una excursión a las ocho de la tarde, tras cenar pescado frito en la casa de un vecino. Los paisajes de la isla, una alfombra verde extendida sobre acantilados, son imponentes en medio de la luminosidad azulada y turbia de un anochecer que nunca termina. “Cuidado con dónde ponéis los pies: los frailecillos excavan sus nidos en el suelo y en esta zona habrá unos 60 000”, nos alerta.
Estas coloridas y estrafalarias aves, que parecen el híbrido entre un pingüino y un payaso, de andares y vuelo algo torpes pero consumadas submarinistas y mejores pescadoras, pasan la mayor parte del año en el mar, donde “pueden beber agua salada excretando el mineral por sus orificios nasales”, explica Heini, que parece tan excitado por su contemplación como quienes los vemos por primera vez. En el océano pasan íntegros sus dos o tres primeros años de vida. Y durante el resto de su existencia “sólo acuden a tierra para procrear”, es decir, unos 40 días de incubación y otros 40 para alimentar a su prole con continuos saltos al vacío a por peces.
La pasión y la añoranza de Heinesen por Mykines quedaron perfectamente retratadas en los años setenta cuando, viviendo en Dinamarca, casado, con hijos, sin empleo y sin dinero, le dijo un día a su mujer que quería comprarse una casa en la remota isla semidesierta y plagada de aves marinas donde había transcurrido su infancia feliz. Ella “temió por mi salud mental”, recuerda él entre carcajadas, recostado sobre una roca, cerca de un viejo refugio antiaéreo excavado por los británicos. Pero no mucho tiempo después, en 1977, ya la tenía. Y desde entonces nunca ha dejado de regresar a este lugar.
Hoy, ya jubilado, se dedica a guiar a los turistas, en verano, por los peligrosos acantilados donde, junto a los frailecillos, se alojan gaviotas, skúas, araos, fulmares, petreles y albatros, algunos de los cuales han formado parte durante siglos de la dieta habitual de los feroeses. En las islas todavía hay escaladores que, respetando las cuotas ahora establecidas para proteger a las especies, arriesgan el pellejo descendiendo en rapel por los farallones para hacerse con sus huevos. Y aún se pescan fulmares desde barcos con redes similares al cazamariposas. Una nube de pequeños ágiles charranes árticos envuelve nuestras cabezas tratando de ahuyentarnos cuando nos aproximamos, sin saberlo, a sus zonas de nidificación. De regreso al pueblo, en plena teórica madrugada, encontramos a tres vecinos bebiendo junto a una casa. Y, apenas entablamos conversación, se hace evidente que llevan muchas horas haciéndolo. Nos invitan a un trago de akvavit o aquavit, un aguardiente destilado de patatas y aromatizado con hierbas que las reglas de la hospitalidad local exigen servir en el retorcido cuerno de un carnero.
La estrategia de promoción turística de las Feroe no puede ser calificada sino como original. El año pasado se puso en marcha la iniciativa: “Cerrado por mantenimiento, abierto por voluntarismo”, que debía haber tenido continuidad esta primavera, pero se suspendió por la pandemia de la Covid-19 (afrontada por las islas con gran éxito, con 411 casos, sin registrar ninguna víctima mortal y poniendo fin a los confinamientos a primeros de mayo). La propuesta consistió en el cierre, durante un fin de semana, de algunos de los principales atractivos turísticos del país mientras voluntarios locales y un centenar de extranjeros invitados (que se inscribieron por internet y sólo tuvieron que abonar el billete de avión) remozaban accesos, senderos, señalización (vital en los peligrosos acantilados) o las cercas que protegen el ganado ovino.
A Sandoy llegaron once de estos voluntarios foráneos: cinco suecos, tres británicos, dos neoyorquinas y un alemán, quienes, junto a los nativos, marcaron con indicadores las rutas senderistas y construyeron dos escaleras para salvar las cercas que rodean los pastos de las ovejas. “Las hicimos en sólo tres horas el viernes por la mañana”, presume la responsable de turismo de la isla mientras nos invita a usarlas. El resto del fin de semana lo dedicaron a reforzar con tablones de madera los tramos maltrechos del vertiginoso camino litoral que conecta Skarvanes y Dalur, con espectaculares vistas de la isla de Stóra Dímun, donde solamente viven dos familias de granjeros y a la que únicamente se puede llegar en helicóptero.
Las ovejas también han contribuido a dar a conocer al mundo este emergente destino viajero. En 2016, como Google Street View no parecía mostrar interés por incluir a las Feroe en su oferta de recorridos virtuales, una empleada de la Oficina Nacional de Turismo, Durita Dahl Andreassen, tuvo la idea de mostrar su tierra de forma virtual con la ayuda de sus lanudos convecinos. Así que diseñó un arnés sobre el que montó una cámara con un objetivo de 360 grados y la montó sobre una oveja: había nacido Google Sheep View (en inglés, sheep significa oveja), cuyas imágenes envió a la multinacional californiana, a la que le hizo gracia la iniciativa y que acabó enviando a las islas el material habitual para la grabación.
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Solamente una tradición local empaña la exitosa promoción exterior de las Feroe: el grindadráp o grind. Cada año, cientos de feroeses acorralan en alguna de sus contadas playas rocosas a un millar de ballenas piloto de aleta larga (calderones), cetáceos emparentados con los delfines, pero de mucho mayor tamaño (pueden superar los seis metros y las dos toneladas de peso) y las matan con cuchillos y garfios, dejando unas imágenes de cuerpos desgarrados agitándose en aguas ensangrentadas que han escandalizado a medio mundo.
Pero la mayoría de los feroeses defienden esto con pasión. “¿Venís por las ballenas?”, son las primeras palabras que salen de la boca del granjero Jóannes Johannessen, de 69 años, a quien nos aproximamos mientras enseña, como una actividad extraescolar, a arrancar malas hierbas de un sembrado a un grupo de estudiantes en Sandoy, no muy lejos de una de las ensenadas donde se suele sacrificar a los mamíferos marinos.
Los participantes en el grind son los habitantes de los pueblos, que luego se reparten la carne negra y la apreciada grasa a partes iguales. No existe ninguna actividad comercial asociada a esta práctica, que ha sido objeto de dura oposición por parte de la organización ecologista internacional Sea Shepherd, cuya flota se asemeja más a una escuadra de guerra que a un grupo de embarcaciones conservacionistas y que no descarta las acciones violentas contra los balleneros pero que, en el caso de Feroe, optó por ofrecer un millón de euros anuales durante una década para que las matanzas cesaran. No obtuvieron ningún resultado.
Cada año, cientos de feroeses acorralan a un millar de ballenas piloto de aleta larga y las matan con cuchillos y garfios, dejando unas imágenes de cuerpos desgarrados en aguas ensangrentadas que han escandalizado a medio mundo.
Sin embargo, la caza y el consumo disminuyen año tras año, debido al elevado contenido en mercurio de la carne de los cetáceos. “Siempre me ha gustado mucho, pero dejé de comerla cuando me quedé embarazada por primera vez”, confiesa la joven Tordis. La decisión de si se persigue a una manada o no, y hacia dónde se la lleva, es competencia policial, aunque “el principal motivo para dejar que se vayan es tener los congeladores llenos de carne”, bromea Poul Klementsen, de 55 años, policía, granjero e incipiente emprendedor turístico.
“¿Por qué es peor matar a una ballena que ha vivido en libertad toda su vida que a un cerdo que nunca ha visto la luz del sol?”, se pregunta Róin Erlendsson Simonsen, un ingeniero que recuerda que de niño tenía la tarde libre cuando le avisaban a su profesor que había cacería y el docente abandonaba la escuela a la carrera. Cuando tuvo edad, empezó a participar él mismo en las matanzas.
“No entendemos el cazar animales por diversión, como hacen en otros países. Antes aquí no había mucho más que comer y esto forma parte de nuestra cultura. Y la población de la especie no está en peligro”, argumenta Klementsen, un entusiasta de la observación de aves. Como funcionario policial, cuando un grupo de cetáceos es avistado por pescadores o por ojeadores desde los acantilados, está implicado en la decisión de autorizar (o no) la caza. Cuando se aísla a una manada, explica, hay que acabar con todos sus integrantes, crías incluidas, para evitarles el sufrimiento psíquico y la muerte segura que esperaría a cualquier individuo aislado que lograra escapar. Le digo que no siempre será posible reunir a la suficiente cantidad de personas para esperarlos y matarlos. El policía se ríe con ganas: “¡Cuando gritas grind en Feroe, todo el mundo acude!”.
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