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El virus que no conoce muros. La pandemia en los centros penitenciarios de México

El virus que no conoce muros. La pandemia en los centros penitenciarios de México

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El virus no sabe de fronteras, ni de muros, ni de puertas. Pronto se coló en lugares donde la gente que los habita simplemente no puede hacer lo mismo que el resto de la población. Riñas y motines en prisiones alrededor del mundo han sido provocadas por el miedo a la Covid-19 y la impotencia de quienes están privados de la libertad. Así se vive la pandemia en las prisiones de México.

“Está difícil mantenernos en una burbuja”, dice Laura, a quien he cambiado el nombre para su protección, una de las 24 mujeres que vive en reclusión junto a sus hijos en el Centro de Prevención y Readaptación Social Santiaguito, en el Estado de México. Ella sabe que es difícil mantener una cuarentena aquí como recomiendan las autoridades de salud. No pueden salir de esta burbuja que hasta hoy sigue intacta y sin sospechas del nuevo coronavirus. Es una tarde de abril de 2020. Desde hace días las visitas familiares están prohibidas y sus madres, padres y hermanos vienen únicamente a dejarles comida, artículos de higiene y dinero. Para esto, se instalaron filtros de vigilancia en donde revisan la temperatura de quienes entran y proporcionan gel antibacterial. Quienes siguen entrando, como yo, debemos pasar por un filtro que se ha colocado en distintos penales como precaución. Para acceder al penal de Santiaguito, hay que rociar con desinfectante las suelas de los zapatos, usar gel antibacterial y cubre bocas. Además, me he puesto una careta de plástico que impide que entre o salga cualquier gota de saliva. Para llegar a estas mujeres hay que avanzar por un pasillo de alambre que está a un costado del patio, a la intemperie; atravesar cuartitos grises donde hay un registro, y varias puertas que se cierran en cuanto una las atraviesa. Todo eso mientras en la torre, situada a la derecha, un guardia nos vigila. Me encuentro con ellas en el patio del penal. Hace mucho calor. Intento no tocarme la cara a pesar del sudor que me provoca la careta y que empieza a gotear; sobre todo, intento no tocar a nadie, mantenerme a la distancia de ellas en este patio, y de los niños de dos, tres y cinco años que juegan alrededor con una pelota, o que descansan en los brazos de sus madres. Es la primera vez que estoy en un penal y también la primera en mucho tiempo que veo a niños jugar. Nos colocamos en una esquinita, y la breve sensación de tranquilidad se esfuma en cuanto escucho a sus mamás. A pesar de que están prohibidas las visitas, las custodias siguen con su cambio de turno diario y los doctores entran y salen, en ocasiones con “el tapabocas todo el tiempo abajo” o sin él. “¿Cuál es el sentido de que nos hayan prohibido que nuestras familias vengan, pero no pidan a las custodias que se queden aquí en la contingencia?”. En los primeros penales con casos positivos de Covid-19, el contagio se ha dado a través de personal penitenciario. En Santiaguito ayer tuvieron una plática con el médico sobre las medidas de protección a seguir, las mismas que recomiendan afuera: sana distancia, lavado de manos, estornudar correctamente. También les dijeron que es voluntario que los niños salgan del penal para ir a vivir con sus familiares. Algunas prefieren no pensar en el futuro, pero para el resto hay poca información y muchas dudas: qué va a pasar si se confirma un contagio al interior, si llega un punto en el que sea obligatoria la salida de los pequeños y si ésta sería temporal, qué pasa si no hay familia que los cuide afuera. ¿Y si afuera ya está peor? También se preguntan si tendrán que cambiarse a otro dormitorio, pero aseguran que en otros hay incluso “una situación grave de tuberculosis y está más cabrón”. Ellas tienen suerte: comparten el dormitorio únicamente entre dos mujeres más, con sus respectivos hijos. Este penal es mixto: tiene una población total de 378 mujeres y 3 mil 229 hombres. En cuanto a las mujeres no hay sobrepoblación, pero para los hombres el centro tiene capacidad de albergar sólo a mil 776; es decir, están casi al doble, según el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria 2019 (DNSP) de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). La sobrepoblación y el hacinamiento, la falta de higiene, la precaria atención médica y una alimentación inadecuada han caracterizado por años al sistema penitenciario mexicano y hacen que las personas privadas de la libertad sean más vulnerables ante la Covid-19. A diferencia del exterior donde uno puede aislarse voluntariamente, ellas saben que por más que limpien diario el lugar que habitan, no tengan movilidad y laven sus manos constantemente, su salud y la de sus hijos depende de las decisiones que tomen las autoridades penitenciarias y de salud. Están angustiadas: no olvidan que la burbuja en cualquier momento se rompe.

Caseta de vigilancia Santiaguito

Caseta de vigilancia del Penal de Santiaguito

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Nadie estaba preparado. El virus no sabe de fronteras, ni de muros, ni de puertas. Pronto se extendió por el mundo. Y cuando la recomendación era no salir de casa, se coló también en lugares donde la gente que los habita simplemente no puede hacer lo mismo. El miedo a la Covid-19 y la impotencia de quienes están privados de la libertad han sido el detonante de riñas, motines y fugas en prisiones alrededor del mundo. El coronavirus es una amenaza por el contagio mismo, pero también por lo que puede provocar. A inicios de marzo se reportaba que en Italia habían muerto seis personas en el contexto de motines en diferentes penales, y también fugas. A mediados de marzo, en Brasil, cerca de mil 350 personas escaparon de diferentes cárceles. En un motín en Devoto, Argentina, los internos subieron a los techos para reclamar excarcelaciones ante la pandemia: “Nos negamos a morir en la cárcel”, decía un letrero. En Estados Unidos las prisiones se han convertido en importantes focos de infección. Quizás las imágenes más brutales que hemos visto hasta ahora son aquellas que fueron publicadas el 26 de abril por el gobierno de El Salvador, en las que aparecen internos sentados en el patio, uno tras otro con las manos en la cabeza y usando solamente un bóxer y un cubrebocas mientras elementos de seguridad les vigilan. “Este día se acabaron las celdas de una misma pandilla, hemos mezclado a todos los grupos terroristas en la misma celda”, citaba un tuit a Osiris Luna, director de los centros penales. En algunas publicaciones remataban con el hashtag #QuédateEnCasa. Ésta era la respuesta a una súbita alza de homicidios, de la que el presidente Nayib Bukele responsabilizaba a las pandillas. En el contexto de la pandemia, nada dice con más fuerza que esas vidas no importan.

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En México las personas privadas de la libertad han quedado también en el olvido tras los muros, por eso ante un posible contagio algunos internos ya se preguntan: y si nos enfermamos, ¿nos van a atender o nos van a dar una patada como toda la vida? En el país hay 202 mil 337 personas que viven en 297 centros penitenciarios: 19 dependen del gobierno federal y 278 son estatales, según la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. En su diagnóstico, la CNDH menciona que existen tres prisiones militares. El 18 de abril, días después de mi visita a Santiaguito, la CNDH pidió a las autoridades adoptar medidas urgentes para garantizar el derecho a la salud de esos miles de personas. Según el organismo, hay hacinamiento en 32% de los centros estatales, en 32.7% hay carencias en los servicios de salud y 66.6% no hay condiciones adecuadas de higiene en los dormitorios. En los centros federales también hay carencias de personal médico y medicamentos, así como deficiencias en la atención. Además, en algunos centros las personas privadas de la libertad enfrentan malos tratos. Beatriz Maldonado fue sentenciada a seis años y tres meses de prisión por portación de narcóticos, cinco de los cuales vivió en una de las prisiones femeniles más grandes de América Latina: el Centro Femenil de Reinserción Social Santa Martha Acatitla, ubicado al oriente de la Ciudad de México; y un año más en la histórica cárcel federal de las Islas Marías, archipiélago localizado a 170 kilómetros del puerto de Mazatlán, Sinaloa, donde había cinco prisiones y que después de más de un siglo fueron cerradas para convertirse en centro cultural. Betty recuperó su libertad el 16 de enero de 2016 y hoy, como integrante de la red Mujeres por la Libertad, trabaja por los derechos de mujeres en prisión. El año pasado, como parte de esta labor, compartió su experiencia en el senado durante el lanzamiento de la campaña #LiberarlasEsJusticia, con la que dos grupos de defensa de los derechos humanos (EQUIS Justicia para las Mujeres y WOLA) pedían al Estado mexicano la liberación de mujeres encarceladas injustamente por delitos contra la salud. “La isla era un paraíso, casi podía agarrar las estrellas con la mano”, contó Betty sobre sus noches en las Islas Marías. “Pero era el infierno, porque las reglas de la policía federal eran tremendas, de agachar la cabeza cada vez que nos dirigíamos a una custodia. Nos sobajaron tanto que nos decían que la piedra de la isla valía más que nuestra propia vida, porque éramos delincuentes”.

"Las celdas son muy chiquitas y viven con 15 personas: unos están en el suelo, otros están debajo de donde otros duermen, parados o en el baño".

En 2013 hubo un motín aquí en el que participaron cerca de 700 hombres, las causas: comida en estado de descomposición, maltrato y falta de agua para consumo humano. En 2014, la CNDH documentó la existencia de “Las Cruces”, un lugar donde las personas privadas de la libertad podían estar hasta 120 días incomunicadas, y que también fue motivo para que estallara el motín. Años más tarde las condiciones de las Islas Marías mejorarían, pero en marzo de 2019 cerraron operaciones. Ahí, donde estuvo todo un año, Betty fue operada de la vesícula porque no comía: “pesaba 35 kilos, la comida era incomible; la temperatura de la isla era de cuarenta y tantos grados: sudábamos a cuentagotas”. Beatriz estuvo primero en Santa Martha, después en las islas y en 2013 logró que la regresaran al primer penal, después de una ardua lucha jurídica. Cuenta que comenzó a vender droga porque su marido, quien tenía una adicción, adquirió una deuda que ella no podía pagar. Lo hizo por él pero también porque, el día en que supo de esta deuda, apuntaron con una pistola a su nieta y no halló qué más hacer. Este 24 de abril, cuando hablo con ella, suelta una risa desde el otro lado del teléfono: estaba fumando y mi llamada la interrumpió. Después de verla en videos y fotos tengo su imagen: morena, casi siempre lleva el cabello recogido, aretes medianos y sombra de ojos morada. Me habría gustado conocerla en persona, pero la contingencia no nos lo permite. Esta mañana me cuenta cómo es la vida en el penal de Santa Martha, donde hay una población de mil 185 mujeres. También la comida es incomible, menciona. Ahora que está libre sabe que el penal recibe donaciones de alimentos que no sirven para la venta: el pollo llega golpeado, morado. En general, vivir ahí es horrible: “las paredes de la prisión no están hechas solamente de concreto, están hechas de lágrimas de desesperación”. Lo dice por las historias que las hacen llegar ahí, pero también porque hay muchas personas abandonadas. Quienes tienen una adicción son las más olvidadas, además de que, en este centro, según los cálculos de Betty, cerca de 65% de las internas no recibe nunca visita de sus familiares, lo que significa que tampoco hay quien les lleve comida, medicamentos o artículos de higiene; ellas —ignoradas también por el Estado— trabajan para otras reclusas con más recursos. En cada estancia o dormitorio del penal de Santa Martha hay cinco camarotes de lámina: cuatro están acomodados como si fueran literas y hay una cama sola en la ventana; no todas las internas alcanzan una y deben dormir en el piso; contando la zotehuela, cada habitación mide unos 12 metros cuadrados. “Hay cuartos fifís y otros que no lo son”, dice Betty. Clasifica los dormitorios tal como se vive afuera: “haz de cuenta que vivimos en Tepito, en La Merced, la Roma, Polanco y San Ángel”. En la zona que ella denomina la Doctores hay un poco de todo: viven de ocho a diez mujeres por estancia. Según la CNDH aquí no hay sobrepoblación, pero sí deficiencias en la alimentación, atención médica, e incluso en la seguridad y custodia. El servicio médico existe, pero no hay medicamentos para tratar los males. Y el agua no corre, sólo de 7:30 a 9:00, que es cuando las mujeres deben turnarse para llenar los botes que tienen en su habitación. Días antes de nuestra plática, Betty y otras integrantes de la red visitaron el penal de Santa Martha. Dice que buscan ser la voz de las mujeres olvidadas en prisión. “Desde que llegamos al penal nos convertimos en el mudo lenguaje de la sociedad. Estamos ahí, pero nadie quiere hablar de nosotras”, ha señalado en varias ocasiones. Por eso ellas observan ahora qué medidas implementa el gobierno frente a la pandemia: “les están poniendo garrafoncitos con jabón antibacterial y agua, y un hospitalito ambulatorio”. Incluso les tocó ver cómo sanitizaban diferentes áreas del penal. En cambio, en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte, ubicado también en la Ciudad de México, donde se encuentra su hijo, “no hay servicio médico y ni siquiera les dan cubre bocas”. Las medidas de higiene son más bien para los familiares, narra Betty. Esto muestra que incluso en dos centros que están en la misma ciudad las medidas son diferentes. El hijo de Betty es hipoglucémico e hipertenso, lo que lo coloca en mayor riesgo ante el coronavirus. Esther, quien ha pedido no revelar su nombre real, también tiene a su esposo en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte, donde según la CNDH hay hacinamiento, con una población de 7 mil 290 personas y una capacidad 6 mil 565. “Las celdas son muy chiquitas y él vive como con 15 personas: unos están en el suelo, otros están debajo de donde duermen, parados o en el baño”, narra Esther. “Casi no tienen agua, y la poquita que tienen está sucia: tiene tierra y luego le aparecen como gusanitos”. Hasta el 12 de abril, en este penal hay registro de tres personas privadas de la libertad contagiadas y una fallecida, según el “Mapa penitenciario COVID-19” que la organización AsiLegal actualiza con información de la CNDH y medios de comunicación. Esther y Beatriz coinciden en que las medidas de prevención no son suficientes. “A las visitas solamente nos toman la temperatura y nos dan gel, pero adentro no les ponen atención”. Esther y su esposo casi no hablan del coronavirus. Pero él, resignado, una vez le dijo: “lo que tenga que pasar, que pase”.

Patios interiores del Penal de Atlixco.

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“Vivir en prisión nos hace ver, todos los días, que cometimos un error en la sociedad, porque empezamos a carecer de todas las cosas”, dice Arnulfo Albarrán, quien estuvo preso en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, en la Ciudad de México, por robo de vehículo. Cuando hablamos por teléfono, el 22 de abril, Arnulfo ya se encuentra libre y en casa. Es un hombre de 50 años a quien me cuesta imaginar físicamente; su voz no es precisamente ronca, pero sí es fuerte, determinada. Imagino que, mientras lo entrevisto, está de pie en la sala de su casa, y sé que está acompañado por su familia. Me habla de las pérdidas de alguien que está en reclusión: la libertad para empezar, la familia porque sólo puedes verla algunos días, y la atención a la salud. En el reclusorio Oriente hay cerca de 30 consultas al día para una población de 8 mil 500 internos (este centro también está sobrepoblado: su capacidad es de 6 mil 208 personas). “Imagínese, no había atención médica, y si yo llego a obtenerla, ¿qué cree? Que no hay medicamentos”. Durante tres años Arnulfo pidió que le hicieran estudios para un problema en las vías respiratorias que ha afectado su sistema auditivo. Nunca lo logró. “Me daban cualquier pastilla, penicilina, antibiótico”. Frente a la Covid-19 la prevención y la atención médica son esenciales. Pienso que también lo es la información. Le preguntó cómo fue que se enteraron de la enfermedad. “Teníamos conocimiento desde diciembre que empezó en China. Lo veíamos en la televisión”, y en seguida relata cómo entre ellos –profesores, economistas, ingenieros, contadores– comenzaron a hablar del tema y a intercambiar saberes. Para cuando el gobierno llegó con lonas informativas ellos ya seguían consejos de como lavarse las manos y practicar el famoso “estornudo de etiqueta”. Pero había algo que no podían ni pueden hacer: “¿Existirá una sana distancia? ¡No, claro que no!”, me dice, “porque yo me voy a cuidar todo el día, pero en la noche voy a tener que pegarme cachete con cachete y pompi con pompi con un compañero, porque dormiríamos así, como le llamamos nosotros, en cucharita o galletita, una tras otra: ¡en la misma caja!” Recuerda que cuando llegó al reclusorio compartía el dormitorio con 23 personas, pero el número bajó hasta llegar a seis. El suyo era un dormitorio que tiene mejores condiciones, porque tiene internos que trabajan y conviven con encargados de áreas del gobierno del reclusorio, y tienen que vestir impecables. Arnulfo pertenecía a la plantilla de maestros del CECATI (Centros de Capacitación para el Trabajo Industrial) y daba clases de reciclado de tela. Pero en otros dormitorios, hay entre 13, 15, y hasta 21 personas. El centro ha mejorado, dice, antes la sobrepoblación era tal que los de nuevo ingreso se colgaban de hamacas.

"Desde que llegamos al penal nos convertimos en el mudo lenguaje de la sociedad. Estamos ahí, pero nadie quiere hablar de nosotras".

“La salud no es un privilegio, no es una mercancía, es un derecho, está consagrado en la constitución y para que sea un derecho real, que se cumpla, lo que se requiere es una acción de gobierno que consistentemente garantice personal, infraestructura, sistemas de información, insumos para la salud”, dijo Hugo López-Gatell, subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, en conferencia el 8 de mayo, a propósito de las deficiencias del sistema de salud mexicano. La salud de las personas privadas de la libertad está totalmente en manos del Estado; y aunque los gobiernos federal y estatales han anunciado medidas para protegerla, éstas son insuficientes. El 31 de marzo la ONU hizo recomendaciones al Estado mexicano para atender a personas privadas de la libertad, visitas, personal penitenciario, y niños y niñas que viven en los centros. Una de las recomendaciones fue evadir medidas generales e indiscriminadas y contemplar protocolos para informar. Siete días después, el protocolo que presentó el gobierno federal para la atención de Covid-19 en centros penales fue de carácter general sin contemplar aspectos como alimentación, salud mental y seguridad, entre otros. El protocolo es una presentación de siete láminas que se puede consultar en coronavirus.gob.mx, en las que menciona lo que es deseable en las etapas de prevención y atención a la emergencia, pero no informa cómo funcionarían las medidas. Al final, el documento menciona la existencia de requerimientos básicos para implementar el plan, pero no está disponible para consulta. En el protocolo se lee: “Es fundamental la identificación de casos de manera temprana para que se brinde la atención inmediata y se disponga a la persona infectada al área de aislamiento”, pero no dice cómo ni dónde se llevaría a cabo dicho aislamiento, ni cómo se detectará. La organización de derechos humanos AsiLegal expresó su preocupación y calificó al protocolo como “superficial, incipiente y poco detallado”. Y señaló una falta de perspectiva ante la realidad que se vive en los centros: “un reflejo más de la crisis que vive nuestro sistema penitenciario y la bomba de tiempo que se mantiene latente”. Frente a una enfermedad que ha obligado al mundo a confinarse y que ha puesto en jaque a los sistemas de salud del mundo, que ha remarcado desigualdades y vulnerabilidades, esta presentación, escueta y con tantos vacíos de información, no hace sino confirmar el olvido en el que están las personas privadas de la libertad. En las entidades federativas las medidas también han sido generales. La bomba está ahí. Y los focos rojos se han ido prendiendo. El 17 de abril se informó de la existencia de tres casos positivos en el Penal de Puente Grande, en Jalisco. El número de contagios creció rápidamente: el 29 de abril un trabajador del reclusorio murió luego de contagiarse y para el 12 de mayo ya eran 77 casos positivos, además de un fallecido. Hoy en día, se registran nueve actos de violencia, en Colima, Ciudad de México, Tabasco, Veracruz, Estado de México, Chiapas y Guanajuato, algunos como reacción a la cancelación de visitas familiares que dejan a los internos incomunicados y sin la posibilidad de contar con productos básicos. Especialistas de organizaciones que trabajan por los derechos de personas privadas de la libertad en México, como Documenta, Reinserta, AsiLegal y EQUIS Justicia para las Mujeres, coinciden en que una de las medidas más urgentes es la despresurización del sistema penitenciario; es decir, liberar a las personas bajo los requisitos que establecen la Ley Nacional de Ejecución Penal, la Ley de Amnistía, u otros mecanismos, con el fin combatir uno de los problemas más graves: la sobrepoblación y el hacinamiento.

Interior de celda en Santa Martha Acatitla

Interior de celda en Santa Martha Acatitla.

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— ¿Señor Arnulfo Albarrán? —Sí —Quiero informarle que tengo su boleta de libertad. “¡Guaaaaau!”, pensó Arnulfo al escuchar estas palabras la tarde del 15 de abril, cuando le notificaron que su petición a la remisión de la pena, un beneficio de preliberación, por fin había tenido éxito. Arnulfo estaba preso en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, en la Ciudad de México, por robo de vehículo, con una sentencia de seis años que terminaría en enero de 2021. Recuerda que ese día, cuando lo mandaron llamar junto a otros internos, se preguntó qué pasaba porque no les daban información alguna. Todos tenían una coincidencia: habían hecho una solicitud para obtener un beneficio. “El corazón nos latía y nos sudaban las manos”, me cuenta emocionado el 22 de abril, a una semana de haber recuperado su libertad. Él es una de las primeras 78 personas que, según anunció el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México, fueron liberadas por razones humanitarias y por ser población vulnerable ante la Covid-19. Arnulfo cuenta que está feliz de volver con su familia, aunque también le molesta que el gobierno diga que su liberación fue por razones humanitarias en el contexto de la pandemia, cuando él inició su trámite mucho antes. “Fue un viacrucis que me dieran la libertad”, me dice, y denuncia que en los juzgados encargados de analizar este tipo de solicitudes hay un atraso de más de un año.

"Vivir en prisión nos hace ver, todos los días, que cometimos un error en la sociedad, porque empezamos a carecer de todas las cosas".

Él presentó su solicitud en abril de 2019 pero fue hasta el 2 de octubre que ésta inició formalmente, luego de una serie de eventos burocráticos; en diciembre le dijeron que su audiencia (parte fundamental en el proceso) sería el 19 de marzo, pero no pudo asistir porque un día antes, justo por la pandemia, los juzgados pararon actividades. Resignado a que su asunto se retomaría en agosto o septiembre, la noticia de su libertad le tomó por sorpresa. Aunque no fue llamado a audiencia, dice que el gobierno no le está obsequiando nada: “no salimos por cuestiones humanitarias… no me están haciendo un favor de nada: así como yo violé el artículo 220, que es robo, y por lo cual ingresé al reclusorio, porque así lo dice la ley, ésta también dice que si reúno los requisitos soy aspirante a obtener un beneficio”. Hoy en día se han otorgado 250 libertades en la Ciudad de México, y 2 mil 431 en el país. El Estado de México es la entidad que más personas ha liberado: mil 923. María Sirvent, directora de Documenta, explicó que gracias a un amparo los juzgados de ejecución penal, que habían detenido sus actividades en la Ciudad de México, reanudaron con guardias y así pudieron darse las primeras liberaciones pendientes. A pesar de lo importante que resulta esta medida, sólo ocho de los 32 poderes judiciales contempla asuntos de preliberación como urgentes, y ninguno hace referencia a otros mecanismos de excarcelamiento. Ciertos estados podrían implementar leyes de indultos, explica Isabel Erreguerena, coordinadora del área de políticas públicas de EQUIS Justicia para las Mujeres, y buscar alternativas a la prisión preventiva oficiosa, como arresto domiciliario o el uso de brazaletes en delitos no violentos, para evitar que más personas sigan ingresando a los penales. Los jueces de ejecución son, además, importantísimos, por ser los garantes de los derechos de quienes están privados de la libertad. Una persona puede hacer una petición al sistema penitenciario cuando sienta que no se garantiza su salud o alimentación, por ejemplo, y esté en peligro su vida. Si el sistema no atiende, a quien debe recurrir es a los jueces de ejecución penal.

Caseta central de La Peni, Ciudad de México.

Caseta central de La Peni.

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Luego de la primera plática con Arnulfo, seguimos en contacto. La mañana del 24 de abril compañeros internos le decían que don Pedro (a quien he cambiado el nombre para su protección), cerca de los 50 años, había dado positivo al Covid-19. Arnulfo recuerda haberse despedido de Pedro: ya lo veía mal cuando se fue. Supo que fue trasladado a un hospital donde no lo quisieron atender, y regresado a su dormitorio. Cuando supieron que tenía coronavirus, fue extraído de la estancia, y la forma de aislar a los compañeros fue encerrándolos ahí mismo en el dormitorio. “Ya hay brotes, ya hay brotes”, me dice Arnulfo al otro lado de la línea. “Están aterrados y nadie quiere salir”. Dos días después volví a recibir una llamada: ya son más de 70 personas sospechosas, las están trasladando al dormitorio 1, donde normalmente están quienes tienen una adicción. El miedo y la incertidumbre llegaron al reclusorio Oriente. El domingo 26 de abril, cuando me dirijo hacia ese lugar, tengo la sensación de que encontraré a la gente en estado de alerta; el gobierno de la Ciudad de México dio a conocer, el 21 de abril, que uno de los cuatro primeros casos positivos entre la población privada de la libertad se detectó aquí y los otros tres en el reclusorio Norte. Además, adentro ya se habla de casos sospechosos y personas aisladas. Pero al llegar veo que quienes atienden los puestos de ropa, comida y trastes en el exterior siguen con la normalidad de un mundo que no está en vilo. Así encuentro al joven que hace planchado de cejas, la señora que resguarda las pertenencias de los familiares que entran al reclusorio, la dueña de la tienda de abarrotes. Cuando me acerco a preguntarles si conocen de algún caso al interior, me dicen que no. Sólo saben que siguen ingresando personas para reclusión, pero no saben cuántas. Casi nadie lleva cubre bocas y algunos, que sí lo hacen, lo usan mal.

"Algunos ya se preguntan: y si nos enfermamos, ¿nos van a atender o nos van a dar una patada como toda la vida?".

Para las personas que vienen a visitar a algún familiar, el uso de cubrebocas es obligatorio para entrar. Las personas, entonces, se lo colocan —si no traen uno pueden comprarlo afuera o los oficiales los proporcionan—, cogen las cosas que traen para su familiar y se enfilan para pasar el filtro de vigilancia. Unas equis pintadas en el suelo indican a qué distancia las visitas deben formarse; hoy no hay tanta gente, porque una de las medidas para prevenir el contagio ha sido dividir los días de visita: martes y sábado una mitad, jueves y domingo la otra. Bajo una carpa blanca, cerca de diez personas, entre ellas un paramédico, oficiales y funcionarias, se encargan de tomar la temperatura, de vigilar que lleven cubre bocas, proporcionarles gel antibacterial y desinfectar zapatos. Apostados en la entrada, dentro de la caseta de vigilancia y al inicio del filtro sanitario, hay algunos oficiales que me dicen no hay contagios, y otros no sueltan una palabra. Más allá del filtro, está la explanada, donde hay dispuestas estructuras de metal para separar a la gente en filas, y en seguida unos torniquetes que son lo último que alcanzo a ver. Arriba resaltan, en fondo negro, las palabras “Reclusorio Oriente”. Me quedo afuera, sobre la banqueta, porque no me permiten ir más allá: desde ahí veo cómo funciona el filtro. En las cuatro horas que estoy aquí, veo que no todas las personas se frotan bien el gel antibacterial o llevan a medio poner el cubre bocas; veo que una mujer entra sin ninguna protección y sin que nadie la detenga o diga algo; incluso entra una niña de unos seis años, que está prohibido, así como la entrada a mujeres embarazadas y adultos mayores. Pregunto a los familiares sobre las medidas que hay más allá del torniquete. “Es puro teatro aquí afuera”, dice un joven que acaba de salir, refiriéndose al filtro de la entrada. “Allá adentro todo sigue igual”. Otra señora explica que las mesas para las visitas están separadas y que sólo puede entrar un familiar. En donde están los torniquetes hay alguien más dando gel antibacterial. Cuando pregunto sobre los contagios, un joven cuenta que su hermano escuchó hay personas aisladas en su mismo dormitorio, pero no sabe cuántos son ni desde cuándo lo están. Alguien más me dice que hay 27 casos sospechosos. El resto no sabe nada. Después del anuncio del día 21, de cuatro casos postivos, el gobierno no ha actualizado la información, particularmente sobre lo que sucede en este reclusorio. El boletín más reciente alojado en el sitio de la Subsecretaría de Sistema Penitenciario lleva esa fecha: “Filtros sanitarios en centros de reclusión funcionan adecuadamente”. Con él se informaron los primeros contagios. Quise corroborar la información que hasta ahora tengo, así como conocer los mecanismos de actuación e información. En las áreas de prensa de la Subsecretaría del Sistema Penitenciario y de la Secretaría de Gobierno (SecGob) aseguran que ninguno de los titulares está dando entrevistas; y en la SecGob dijeron que responderían a mi solicitud de información. Pregunté sobre las medidas de aislamiento, sobre cómo se dio el contagio en el reclusorio Oriente y cómo ha sido la actuación de las autoridades; pedí una actualización de casos sospechosos y confirmados en todo el sistema penitenciario de la Ciudad de México; pregunté sobre los ajustes o medidas extraordinarias en lo que respecta al servicio médico, que informaran qué protección estaban dando al personal de los centros como limpieza, administración o cocina. Pedí saber cuál es el protocolo de actuación si llegaran a darse contagios masivos y qué mecanismos están siguiendo para informar del desarrollo de la Covid-19 a personas privadas de la libertad, familiares y personal de los centros. Gatopardo hizo la solicitud el 27 de abril, y fue recibida. El 30 respondieron que la información estaba en revisión para ser entregada, y por la noche aseguraron que sería dada a conocer en conferencia de prensa. Hasta el 15 de mayo, no hay respuesta a la solicitud, ni fecha en que se realice la conferencia. De acuerdo con AsiLegal, en los centros de la Ciudad de México hay registro de siete personas contagiadas y una defunción. En el reclusorio oriente sólo hay un contagio.

***

Es 12 de mayo de 2020. Desde el pasillo de un segundo piso en un penal de Colima, un interno comparte imágenes del motín en redes sociales. “Valió verga”, “Chale”, se lee en los comentarios en esta historia de Instagram. Hay internos en el techo. Hay detonaciones. “Vámonos a la verga”, dice otro. El motín se suma a otros incidentes de violencia que se han dado en penales del país. En Coahuila, cuatro personas fueron lesionadas en una riña; ahí se usaron explosivos, apunta Saskia Niño de Rivera, directora de la organización Reinserta. “Como está el panorama ahora, es preocupante”, dice en entrevista. Menciona que la ingobernabilidad de algunos penales, que son operados en buena medida por grupos delictivos, ha hecho que sea complicado para las autoridades implementar medidas de protección. “Dado que no se tomaron las medidas a tiempo por temas de ingobernabilidad, hoy se complica mucho más, la gente se está infectando y con el hacinamiento en los penales es complicado prevenir la infección”, menciona. Aislar por completo y empezar a hacer movimientos drásticos de reclusorios son algunas de las medidas extremas que tendrían que tomarse para cuidar a la población más vulnerable. Reinserta es una organización que busca transformar la realidad en los centros de reclusión. Durante la contingencia, trabaja de la mano con el gobierno federal para que éste brinde apoyo a los estados en caso de que se necesite trasladar a una mujer o niño al Centro Federal de Mujeres, que cuenta con un área específica de maternidad y de niños. Porque 18 estados no tienen penales exclusivos para mujeres. “No hay que desdeñar los esfuerzos que está haciendo el gobierno de la Ciudad de México para proteger a las personas privadas de la libertad”, me dice Arnulfo, quien toma en cuenta que las autoridades siempre van a dar lo que está a su alcance. Arnulfo sabe que adentro es complicado. Él tiene un plan de reinserción que quiere llevar a cabo. Quiere compartir con los jóvenes su experiencia, para que no les pase lo mismo. Estando en el reclusorio estudió y leyó mucho y eso le hizo ver la vida distinta. Arnulfo habla de psicología y criminalística. Me habla de Viktor Frankl y otros autores. “Recuperas la dignidad”, me dice. Pero llevar este plan está siendo complicado. La tienda de decoraciones en la que había conseguido empleo, para su preliberación, lo perdió por el retraso de su salida y además la tienda ha cerrado por la pandemia. Quizás de haber salido antes, como lo marca la ley, habría podido reaccionar mejor y protegerse de alguna forma. En su búsqueda de trabajo, me cuenta que se han reído incluso de él. “Es que ya no está para el aguante”, le dijeron en una tienda de abarrotes al conocer su edad. “¿Quién me va a dar trabajo, me podría usted decir?”. Y la verdad es que no puedo. Aun así, dice que no va a soltar su proyecto de reinserción que durante tanto tiempo construyó. Hace meses, cuando solicitó su beneficio de preliberación, Arnulfo no se imaginaba que saldría del centro de reclusión para entrar a un confinamiento en casa, ni que recuperar su libertad sería así. “Nos envuelven en un celofán, que se llama reinserción social, e inmediatamente, como nos avientan, el mismo sistema social nos lo quita, nos lo rompe”. “Abrieron la puerta, y rájales, al ruedo”, me dice. A eso hay que sumarle la pandemia. Hace unos días que Arnulfo dejó ese lugar que conoce bien, donde ahora hay miedo. Aquí, afuera, dice que también siente miedo, por el futuro y por quienes dejó allá adentro. “Siento miedo, porque hay gente, hay servidores públicos que son humanos, hay custodios que lo son. Hay administrativos que nos tratan como humanos”.

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El virus que no conoce muros. La pandemia en los centros penitenciarios de México

El virus que no conoce muros. La pandemia en los centros penitenciarios de México

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El virus no sabe de fronteras, ni de muros, ni de puertas. Pronto se coló en lugares donde la gente que los habita simplemente no puede hacer lo mismo que el resto de la población. Riñas y motines en prisiones alrededor del mundo han sido provocadas por el miedo a la Covid-19 y la impotencia de quienes están privados de la libertad. Así se vive la pandemia en las prisiones de México.

“Está difícil mantenernos en una burbuja”, dice Laura, a quien he cambiado el nombre para su protección, una de las 24 mujeres que vive en reclusión junto a sus hijos en el Centro de Prevención y Readaptación Social Santiaguito, en el Estado de México. Ella sabe que es difícil mantener una cuarentena aquí como recomiendan las autoridades de salud. No pueden salir de esta burbuja que hasta hoy sigue intacta y sin sospechas del nuevo coronavirus. Es una tarde de abril de 2020. Desde hace días las visitas familiares están prohibidas y sus madres, padres y hermanos vienen únicamente a dejarles comida, artículos de higiene y dinero. Para esto, se instalaron filtros de vigilancia en donde revisan la temperatura de quienes entran y proporcionan gel antibacterial. Quienes siguen entrando, como yo, debemos pasar por un filtro que se ha colocado en distintos penales como precaución. Para acceder al penal de Santiaguito, hay que rociar con desinfectante las suelas de los zapatos, usar gel antibacterial y cubre bocas. Además, me he puesto una careta de plástico que impide que entre o salga cualquier gota de saliva. Para llegar a estas mujeres hay que avanzar por un pasillo de alambre que está a un costado del patio, a la intemperie; atravesar cuartitos grises donde hay un registro, y varias puertas que se cierran en cuanto una las atraviesa. Todo eso mientras en la torre, situada a la derecha, un guardia nos vigila. Me encuentro con ellas en el patio del penal. Hace mucho calor. Intento no tocarme la cara a pesar del sudor que me provoca la careta y que empieza a gotear; sobre todo, intento no tocar a nadie, mantenerme a la distancia de ellas en este patio, y de los niños de dos, tres y cinco años que juegan alrededor con una pelota, o que descansan en los brazos de sus madres. Es la primera vez que estoy en un penal y también la primera en mucho tiempo que veo a niños jugar. Nos colocamos en una esquinita, y la breve sensación de tranquilidad se esfuma en cuanto escucho a sus mamás. A pesar de que están prohibidas las visitas, las custodias siguen con su cambio de turno diario y los doctores entran y salen, en ocasiones con “el tapabocas todo el tiempo abajo” o sin él. “¿Cuál es el sentido de que nos hayan prohibido que nuestras familias vengan, pero no pidan a las custodias que se queden aquí en la contingencia?”. En los primeros penales con casos positivos de Covid-19, el contagio se ha dado a través de personal penitenciario. En Santiaguito ayer tuvieron una plática con el médico sobre las medidas de protección a seguir, las mismas que recomiendan afuera: sana distancia, lavado de manos, estornudar correctamente. También les dijeron que es voluntario que los niños salgan del penal para ir a vivir con sus familiares. Algunas prefieren no pensar en el futuro, pero para el resto hay poca información y muchas dudas: qué va a pasar si se confirma un contagio al interior, si llega un punto en el que sea obligatoria la salida de los pequeños y si ésta sería temporal, qué pasa si no hay familia que los cuide afuera. ¿Y si afuera ya está peor? También se preguntan si tendrán que cambiarse a otro dormitorio, pero aseguran que en otros hay incluso “una situación grave de tuberculosis y está más cabrón”. Ellas tienen suerte: comparten el dormitorio únicamente entre dos mujeres más, con sus respectivos hijos. Este penal es mixto: tiene una población total de 378 mujeres y 3 mil 229 hombres. En cuanto a las mujeres no hay sobrepoblación, pero para los hombres el centro tiene capacidad de albergar sólo a mil 776; es decir, están casi al doble, según el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria 2019 (DNSP) de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). La sobrepoblación y el hacinamiento, la falta de higiene, la precaria atención médica y una alimentación inadecuada han caracterizado por años al sistema penitenciario mexicano y hacen que las personas privadas de la libertad sean más vulnerables ante la Covid-19. A diferencia del exterior donde uno puede aislarse voluntariamente, ellas saben que por más que limpien diario el lugar que habitan, no tengan movilidad y laven sus manos constantemente, su salud y la de sus hijos depende de las decisiones que tomen las autoridades penitenciarias y de salud. Están angustiadas: no olvidan que la burbuja en cualquier momento se rompe.

Caseta de vigilancia Santiaguito

Caseta de vigilancia del Penal de Santiaguito

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Nadie estaba preparado. El virus no sabe de fronteras, ni de muros, ni de puertas. Pronto se extendió por el mundo. Y cuando la recomendación era no salir de casa, se coló también en lugares donde la gente que los habita simplemente no puede hacer lo mismo. El miedo a la Covid-19 y la impotencia de quienes están privados de la libertad han sido el detonante de riñas, motines y fugas en prisiones alrededor del mundo. El coronavirus es una amenaza por el contagio mismo, pero también por lo que puede provocar. A inicios de marzo se reportaba que en Italia habían muerto seis personas en el contexto de motines en diferentes penales, y también fugas. A mediados de marzo, en Brasil, cerca de mil 350 personas escaparon de diferentes cárceles. En un motín en Devoto, Argentina, los internos subieron a los techos para reclamar excarcelaciones ante la pandemia: “Nos negamos a morir en la cárcel”, decía un letrero. En Estados Unidos las prisiones se han convertido en importantes focos de infección. Quizás las imágenes más brutales que hemos visto hasta ahora son aquellas que fueron publicadas el 26 de abril por el gobierno de El Salvador, en las que aparecen internos sentados en el patio, uno tras otro con las manos en la cabeza y usando solamente un bóxer y un cubrebocas mientras elementos de seguridad les vigilan. “Este día se acabaron las celdas de una misma pandilla, hemos mezclado a todos los grupos terroristas en la misma celda”, citaba un tuit a Osiris Luna, director de los centros penales. En algunas publicaciones remataban con el hashtag #QuédateEnCasa. Ésta era la respuesta a una súbita alza de homicidios, de la que el presidente Nayib Bukele responsabilizaba a las pandillas. En el contexto de la pandemia, nada dice con más fuerza que esas vidas no importan.

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En México las personas privadas de la libertad han quedado también en el olvido tras los muros, por eso ante un posible contagio algunos internos ya se preguntan: y si nos enfermamos, ¿nos van a atender o nos van a dar una patada como toda la vida? En el país hay 202 mil 337 personas que viven en 297 centros penitenciarios: 19 dependen del gobierno federal y 278 son estatales, según la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. En su diagnóstico, la CNDH menciona que existen tres prisiones militares. El 18 de abril, días después de mi visita a Santiaguito, la CNDH pidió a las autoridades adoptar medidas urgentes para garantizar el derecho a la salud de esos miles de personas. Según el organismo, hay hacinamiento en 32% de los centros estatales, en 32.7% hay carencias en los servicios de salud y 66.6% no hay condiciones adecuadas de higiene en los dormitorios. En los centros federales también hay carencias de personal médico y medicamentos, así como deficiencias en la atención. Además, en algunos centros las personas privadas de la libertad enfrentan malos tratos. Beatriz Maldonado fue sentenciada a seis años y tres meses de prisión por portación de narcóticos, cinco de los cuales vivió en una de las prisiones femeniles más grandes de América Latina: el Centro Femenil de Reinserción Social Santa Martha Acatitla, ubicado al oriente de la Ciudad de México; y un año más en la histórica cárcel federal de las Islas Marías, archipiélago localizado a 170 kilómetros del puerto de Mazatlán, Sinaloa, donde había cinco prisiones y que después de más de un siglo fueron cerradas para convertirse en centro cultural. Betty recuperó su libertad el 16 de enero de 2016 y hoy, como integrante de la red Mujeres por la Libertad, trabaja por los derechos de mujeres en prisión. El año pasado, como parte de esta labor, compartió su experiencia en el senado durante el lanzamiento de la campaña #LiberarlasEsJusticia, con la que dos grupos de defensa de los derechos humanos (EQUIS Justicia para las Mujeres y WOLA) pedían al Estado mexicano la liberación de mujeres encarceladas injustamente por delitos contra la salud. “La isla era un paraíso, casi podía agarrar las estrellas con la mano”, contó Betty sobre sus noches en las Islas Marías. “Pero era el infierno, porque las reglas de la policía federal eran tremendas, de agachar la cabeza cada vez que nos dirigíamos a una custodia. Nos sobajaron tanto que nos decían que la piedra de la isla valía más que nuestra propia vida, porque éramos delincuentes”.

"Las celdas son muy chiquitas y viven con 15 personas: unos están en el suelo, otros están debajo de donde otros duermen, parados o en el baño".

En 2013 hubo un motín aquí en el que participaron cerca de 700 hombres, las causas: comida en estado de descomposición, maltrato y falta de agua para consumo humano. En 2014, la CNDH documentó la existencia de “Las Cruces”, un lugar donde las personas privadas de la libertad podían estar hasta 120 días incomunicadas, y que también fue motivo para que estallara el motín. Años más tarde las condiciones de las Islas Marías mejorarían, pero en marzo de 2019 cerraron operaciones. Ahí, donde estuvo todo un año, Betty fue operada de la vesícula porque no comía: “pesaba 35 kilos, la comida era incomible; la temperatura de la isla era de cuarenta y tantos grados: sudábamos a cuentagotas”. Beatriz estuvo primero en Santa Martha, después en las islas y en 2013 logró que la regresaran al primer penal, después de una ardua lucha jurídica. Cuenta que comenzó a vender droga porque su marido, quien tenía una adicción, adquirió una deuda que ella no podía pagar. Lo hizo por él pero también porque, el día en que supo de esta deuda, apuntaron con una pistola a su nieta y no halló qué más hacer. Este 24 de abril, cuando hablo con ella, suelta una risa desde el otro lado del teléfono: estaba fumando y mi llamada la interrumpió. Después de verla en videos y fotos tengo su imagen: morena, casi siempre lleva el cabello recogido, aretes medianos y sombra de ojos morada. Me habría gustado conocerla en persona, pero la contingencia no nos lo permite. Esta mañana me cuenta cómo es la vida en el penal de Santa Martha, donde hay una población de mil 185 mujeres. También la comida es incomible, menciona. Ahora que está libre sabe que el penal recibe donaciones de alimentos que no sirven para la venta: el pollo llega golpeado, morado. En general, vivir ahí es horrible: “las paredes de la prisión no están hechas solamente de concreto, están hechas de lágrimas de desesperación”. Lo dice por las historias que las hacen llegar ahí, pero también porque hay muchas personas abandonadas. Quienes tienen una adicción son las más olvidadas, además de que, en este centro, según los cálculos de Betty, cerca de 65% de las internas no recibe nunca visita de sus familiares, lo que significa que tampoco hay quien les lleve comida, medicamentos o artículos de higiene; ellas —ignoradas también por el Estado— trabajan para otras reclusas con más recursos. En cada estancia o dormitorio del penal de Santa Martha hay cinco camarotes de lámina: cuatro están acomodados como si fueran literas y hay una cama sola en la ventana; no todas las internas alcanzan una y deben dormir en el piso; contando la zotehuela, cada habitación mide unos 12 metros cuadrados. “Hay cuartos fifís y otros que no lo son”, dice Betty. Clasifica los dormitorios tal como se vive afuera: “haz de cuenta que vivimos en Tepito, en La Merced, la Roma, Polanco y San Ángel”. En la zona que ella denomina la Doctores hay un poco de todo: viven de ocho a diez mujeres por estancia. Según la CNDH aquí no hay sobrepoblación, pero sí deficiencias en la alimentación, atención médica, e incluso en la seguridad y custodia. El servicio médico existe, pero no hay medicamentos para tratar los males. Y el agua no corre, sólo de 7:30 a 9:00, que es cuando las mujeres deben turnarse para llenar los botes que tienen en su habitación. Días antes de nuestra plática, Betty y otras integrantes de la red visitaron el penal de Santa Martha. Dice que buscan ser la voz de las mujeres olvidadas en prisión. “Desde que llegamos al penal nos convertimos en el mudo lenguaje de la sociedad. Estamos ahí, pero nadie quiere hablar de nosotras”, ha señalado en varias ocasiones. Por eso ellas observan ahora qué medidas implementa el gobierno frente a la pandemia: “les están poniendo garrafoncitos con jabón antibacterial y agua, y un hospitalito ambulatorio”. Incluso les tocó ver cómo sanitizaban diferentes áreas del penal. En cambio, en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte, ubicado también en la Ciudad de México, donde se encuentra su hijo, “no hay servicio médico y ni siquiera les dan cubre bocas”. Las medidas de higiene son más bien para los familiares, narra Betty. Esto muestra que incluso en dos centros que están en la misma ciudad las medidas son diferentes. El hijo de Betty es hipoglucémico e hipertenso, lo que lo coloca en mayor riesgo ante el coronavirus. Esther, quien ha pedido no revelar su nombre real, también tiene a su esposo en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte, donde según la CNDH hay hacinamiento, con una población de 7 mil 290 personas y una capacidad 6 mil 565. “Las celdas son muy chiquitas y él vive como con 15 personas: unos están en el suelo, otros están debajo de donde duermen, parados o en el baño”, narra Esther. “Casi no tienen agua, y la poquita que tienen está sucia: tiene tierra y luego le aparecen como gusanitos”. Hasta el 12 de abril, en este penal hay registro de tres personas privadas de la libertad contagiadas y una fallecida, según el “Mapa penitenciario COVID-19” que la organización AsiLegal actualiza con información de la CNDH y medios de comunicación. Esther y Beatriz coinciden en que las medidas de prevención no son suficientes. “A las visitas solamente nos toman la temperatura y nos dan gel, pero adentro no les ponen atención”. Esther y su esposo casi no hablan del coronavirus. Pero él, resignado, una vez le dijo: “lo que tenga que pasar, que pase”.

Patios interiores del Penal de Atlixco.

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“Vivir en prisión nos hace ver, todos los días, que cometimos un error en la sociedad, porque empezamos a carecer de todas las cosas”, dice Arnulfo Albarrán, quien estuvo preso en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, en la Ciudad de México, por robo de vehículo. Cuando hablamos por teléfono, el 22 de abril, Arnulfo ya se encuentra libre y en casa. Es un hombre de 50 años a quien me cuesta imaginar físicamente; su voz no es precisamente ronca, pero sí es fuerte, determinada. Imagino que, mientras lo entrevisto, está de pie en la sala de su casa, y sé que está acompañado por su familia. Me habla de las pérdidas de alguien que está en reclusión: la libertad para empezar, la familia porque sólo puedes verla algunos días, y la atención a la salud. En el reclusorio Oriente hay cerca de 30 consultas al día para una población de 8 mil 500 internos (este centro también está sobrepoblado: su capacidad es de 6 mil 208 personas). “Imagínese, no había atención médica, y si yo llego a obtenerla, ¿qué cree? Que no hay medicamentos”. Durante tres años Arnulfo pidió que le hicieran estudios para un problema en las vías respiratorias que ha afectado su sistema auditivo. Nunca lo logró. “Me daban cualquier pastilla, penicilina, antibiótico”. Frente a la Covid-19 la prevención y la atención médica son esenciales. Pienso que también lo es la información. Le preguntó cómo fue que se enteraron de la enfermedad. “Teníamos conocimiento desde diciembre que empezó en China. Lo veíamos en la televisión”, y en seguida relata cómo entre ellos –profesores, economistas, ingenieros, contadores– comenzaron a hablar del tema y a intercambiar saberes. Para cuando el gobierno llegó con lonas informativas ellos ya seguían consejos de como lavarse las manos y practicar el famoso “estornudo de etiqueta”. Pero había algo que no podían ni pueden hacer: “¿Existirá una sana distancia? ¡No, claro que no!”, me dice, “porque yo me voy a cuidar todo el día, pero en la noche voy a tener que pegarme cachete con cachete y pompi con pompi con un compañero, porque dormiríamos así, como le llamamos nosotros, en cucharita o galletita, una tras otra: ¡en la misma caja!” Recuerda que cuando llegó al reclusorio compartía el dormitorio con 23 personas, pero el número bajó hasta llegar a seis. El suyo era un dormitorio que tiene mejores condiciones, porque tiene internos que trabajan y conviven con encargados de áreas del gobierno del reclusorio, y tienen que vestir impecables. Arnulfo pertenecía a la plantilla de maestros del CECATI (Centros de Capacitación para el Trabajo Industrial) y daba clases de reciclado de tela. Pero en otros dormitorios, hay entre 13, 15, y hasta 21 personas. El centro ha mejorado, dice, antes la sobrepoblación era tal que los de nuevo ingreso se colgaban de hamacas.

"Desde que llegamos al penal nos convertimos en el mudo lenguaje de la sociedad. Estamos ahí, pero nadie quiere hablar de nosotras".

“La salud no es un privilegio, no es una mercancía, es un derecho, está consagrado en la constitución y para que sea un derecho real, que se cumpla, lo que se requiere es una acción de gobierno que consistentemente garantice personal, infraestructura, sistemas de información, insumos para la salud”, dijo Hugo López-Gatell, subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, en conferencia el 8 de mayo, a propósito de las deficiencias del sistema de salud mexicano. La salud de las personas privadas de la libertad está totalmente en manos del Estado; y aunque los gobiernos federal y estatales han anunciado medidas para protegerla, éstas son insuficientes. El 31 de marzo la ONU hizo recomendaciones al Estado mexicano para atender a personas privadas de la libertad, visitas, personal penitenciario, y niños y niñas que viven en los centros. Una de las recomendaciones fue evadir medidas generales e indiscriminadas y contemplar protocolos para informar. Siete días después, el protocolo que presentó el gobierno federal para la atención de Covid-19 en centros penales fue de carácter general sin contemplar aspectos como alimentación, salud mental y seguridad, entre otros. El protocolo es una presentación de siete láminas que se puede consultar en coronavirus.gob.mx, en las que menciona lo que es deseable en las etapas de prevención y atención a la emergencia, pero no informa cómo funcionarían las medidas. Al final, el documento menciona la existencia de requerimientos básicos para implementar el plan, pero no está disponible para consulta. En el protocolo se lee: “Es fundamental la identificación de casos de manera temprana para que se brinde la atención inmediata y se disponga a la persona infectada al área de aislamiento”, pero no dice cómo ni dónde se llevaría a cabo dicho aislamiento, ni cómo se detectará. La organización de derechos humanos AsiLegal expresó su preocupación y calificó al protocolo como “superficial, incipiente y poco detallado”. Y señaló una falta de perspectiva ante la realidad que se vive en los centros: “un reflejo más de la crisis que vive nuestro sistema penitenciario y la bomba de tiempo que se mantiene latente”. Frente a una enfermedad que ha obligado al mundo a confinarse y que ha puesto en jaque a los sistemas de salud del mundo, que ha remarcado desigualdades y vulnerabilidades, esta presentación, escueta y con tantos vacíos de información, no hace sino confirmar el olvido en el que están las personas privadas de la libertad. En las entidades federativas las medidas también han sido generales. La bomba está ahí. Y los focos rojos se han ido prendiendo. El 17 de abril se informó de la existencia de tres casos positivos en el Penal de Puente Grande, en Jalisco. El número de contagios creció rápidamente: el 29 de abril un trabajador del reclusorio murió luego de contagiarse y para el 12 de mayo ya eran 77 casos positivos, además de un fallecido. Hoy en día, se registran nueve actos de violencia, en Colima, Ciudad de México, Tabasco, Veracruz, Estado de México, Chiapas y Guanajuato, algunos como reacción a la cancelación de visitas familiares que dejan a los internos incomunicados y sin la posibilidad de contar con productos básicos. Especialistas de organizaciones que trabajan por los derechos de personas privadas de la libertad en México, como Documenta, Reinserta, AsiLegal y EQUIS Justicia para las Mujeres, coinciden en que una de las medidas más urgentes es la despresurización del sistema penitenciario; es decir, liberar a las personas bajo los requisitos que establecen la Ley Nacional de Ejecución Penal, la Ley de Amnistía, u otros mecanismos, con el fin combatir uno de los problemas más graves: la sobrepoblación y el hacinamiento.

Interior de celda en Santa Martha Acatitla

Interior de celda en Santa Martha Acatitla.

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— ¿Señor Arnulfo Albarrán? —Sí —Quiero informarle que tengo su boleta de libertad. “¡Guaaaaau!”, pensó Arnulfo al escuchar estas palabras la tarde del 15 de abril, cuando le notificaron que su petición a la remisión de la pena, un beneficio de preliberación, por fin había tenido éxito. Arnulfo estaba preso en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, en la Ciudad de México, por robo de vehículo, con una sentencia de seis años que terminaría en enero de 2021. Recuerda que ese día, cuando lo mandaron llamar junto a otros internos, se preguntó qué pasaba porque no les daban información alguna. Todos tenían una coincidencia: habían hecho una solicitud para obtener un beneficio. “El corazón nos latía y nos sudaban las manos”, me cuenta emocionado el 22 de abril, a una semana de haber recuperado su libertad. Él es una de las primeras 78 personas que, según anunció el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México, fueron liberadas por razones humanitarias y por ser población vulnerable ante la Covid-19. Arnulfo cuenta que está feliz de volver con su familia, aunque también le molesta que el gobierno diga que su liberación fue por razones humanitarias en el contexto de la pandemia, cuando él inició su trámite mucho antes. “Fue un viacrucis que me dieran la libertad”, me dice, y denuncia que en los juzgados encargados de analizar este tipo de solicitudes hay un atraso de más de un año.

"Vivir en prisión nos hace ver, todos los días, que cometimos un error en la sociedad, porque empezamos a carecer de todas las cosas".

Él presentó su solicitud en abril de 2019 pero fue hasta el 2 de octubre que ésta inició formalmente, luego de una serie de eventos burocráticos; en diciembre le dijeron que su audiencia (parte fundamental en el proceso) sería el 19 de marzo, pero no pudo asistir porque un día antes, justo por la pandemia, los juzgados pararon actividades. Resignado a que su asunto se retomaría en agosto o septiembre, la noticia de su libertad le tomó por sorpresa. Aunque no fue llamado a audiencia, dice que el gobierno no le está obsequiando nada: “no salimos por cuestiones humanitarias… no me están haciendo un favor de nada: así como yo violé el artículo 220, que es robo, y por lo cual ingresé al reclusorio, porque así lo dice la ley, ésta también dice que si reúno los requisitos soy aspirante a obtener un beneficio”. Hoy en día se han otorgado 250 libertades en la Ciudad de México, y 2 mil 431 en el país. El Estado de México es la entidad que más personas ha liberado: mil 923. María Sirvent, directora de Documenta, explicó que gracias a un amparo los juzgados de ejecución penal, que habían detenido sus actividades en la Ciudad de México, reanudaron con guardias y así pudieron darse las primeras liberaciones pendientes. A pesar de lo importante que resulta esta medida, sólo ocho de los 32 poderes judiciales contempla asuntos de preliberación como urgentes, y ninguno hace referencia a otros mecanismos de excarcelamiento. Ciertos estados podrían implementar leyes de indultos, explica Isabel Erreguerena, coordinadora del área de políticas públicas de EQUIS Justicia para las Mujeres, y buscar alternativas a la prisión preventiva oficiosa, como arresto domiciliario o el uso de brazaletes en delitos no violentos, para evitar que más personas sigan ingresando a los penales. Los jueces de ejecución son, además, importantísimos, por ser los garantes de los derechos de quienes están privados de la libertad. Una persona puede hacer una petición al sistema penitenciario cuando sienta que no se garantiza su salud o alimentación, por ejemplo, y esté en peligro su vida. Si el sistema no atiende, a quien debe recurrir es a los jueces de ejecución penal.

Caseta central de La Peni, Ciudad de México.

Caseta central de La Peni.

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Luego de la primera plática con Arnulfo, seguimos en contacto. La mañana del 24 de abril compañeros internos le decían que don Pedro (a quien he cambiado el nombre para su protección), cerca de los 50 años, había dado positivo al Covid-19. Arnulfo recuerda haberse despedido de Pedro: ya lo veía mal cuando se fue. Supo que fue trasladado a un hospital donde no lo quisieron atender, y regresado a su dormitorio. Cuando supieron que tenía coronavirus, fue extraído de la estancia, y la forma de aislar a los compañeros fue encerrándolos ahí mismo en el dormitorio. “Ya hay brotes, ya hay brotes”, me dice Arnulfo al otro lado de la línea. “Están aterrados y nadie quiere salir”. Dos días después volví a recibir una llamada: ya son más de 70 personas sospechosas, las están trasladando al dormitorio 1, donde normalmente están quienes tienen una adicción. El miedo y la incertidumbre llegaron al reclusorio Oriente. El domingo 26 de abril, cuando me dirijo hacia ese lugar, tengo la sensación de que encontraré a la gente en estado de alerta; el gobierno de la Ciudad de México dio a conocer, el 21 de abril, que uno de los cuatro primeros casos positivos entre la población privada de la libertad se detectó aquí y los otros tres en el reclusorio Norte. Además, adentro ya se habla de casos sospechosos y personas aisladas. Pero al llegar veo que quienes atienden los puestos de ropa, comida y trastes en el exterior siguen con la normalidad de un mundo que no está en vilo. Así encuentro al joven que hace planchado de cejas, la señora que resguarda las pertenencias de los familiares que entran al reclusorio, la dueña de la tienda de abarrotes. Cuando me acerco a preguntarles si conocen de algún caso al interior, me dicen que no. Sólo saben que siguen ingresando personas para reclusión, pero no saben cuántas. Casi nadie lleva cubre bocas y algunos, que sí lo hacen, lo usan mal.

"Algunos ya se preguntan: y si nos enfermamos, ¿nos van a atender o nos van a dar una patada como toda la vida?".

Para las personas que vienen a visitar a algún familiar, el uso de cubrebocas es obligatorio para entrar. Las personas, entonces, se lo colocan —si no traen uno pueden comprarlo afuera o los oficiales los proporcionan—, cogen las cosas que traen para su familiar y se enfilan para pasar el filtro de vigilancia. Unas equis pintadas en el suelo indican a qué distancia las visitas deben formarse; hoy no hay tanta gente, porque una de las medidas para prevenir el contagio ha sido dividir los días de visita: martes y sábado una mitad, jueves y domingo la otra. Bajo una carpa blanca, cerca de diez personas, entre ellas un paramédico, oficiales y funcionarias, se encargan de tomar la temperatura, de vigilar que lleven cubre bocas, proporcionarles gel antibacterial y desinfectar zapatos. Apostados en la entrada, dentro de la caseta de vigilancia y al inicio del filtro sanitario, hay algunos oficiales que me dicen no hay contagios, y otros no sueltan una palabra. Más allá del filtro, está la explanada, donde hay dispuestas estructuras de metal para separar a la gente en filas, y en seguida unos torniquetes que son lo último que alcanzo a ver. Arriba resaltan, en fondo negro, las palabras “Reclusorio Oriente”. Me quedo afuera, sobre la banqueta, porque no me permiten ir más allá: desde ahí veo cómo funciona el filtro. En las cuatro horas que estoy aquí, veo que no todas las personas se frotan bien el gel antibacterial o llevan a medio poner el cubre bocas; veo que una mujer entra sin ninguna protección y sin que nadie la detenga o diga algo; incluso entra una niña de unos seis años, que está prohibido, así como la entrada a mujeres embarazadas y adultos mayores. Pregunto a los familiares sobre las medidas que hay más allá del torniquete. “Es puro teatro aquí afuera”, dice un joven que acaba de salir, refiriéndose al filtro de la entrada. “Allá adentro todo sigue igual”. Otra señora explica que las mesas para las visitas están separadas y que sólo puede entrar un familiar. En donde están los torniquetes hay alguien más dando gel antibacterial. Cuando pregunto sobre los contagios, un joven cuenta que su hermano escuchó hay personas aisladas en su mismo dormitorio, pero no sabe cuántos son ni desde cuándo lo están. Alguien más me dice que hay 27 casos sospechosos. El resto no sabe nada. Después del anuncio del día 21, de cuatro casos postivos, el gobierno no ha actualizado la información, particularmente sobre lo que sucede en este reclusorio. El boletín más reciente alojado en el sitio de la Subsecretaría de Sistema Penitenciario lleva esa fecha: “Filtros sanitarios en centros de reclusión funcionan adecuadamente”. Con él se informaron los primeros contagios. Quise corroborar la información que hasta ahora tengo, así como conocer los mecanismos de actuación e información. En las áreas de prensa de la Subsecretaría del Sistema Penitenciario y de la Secretaría de Gobierno (SecGob) aseguran que ninguno de los titulares está dando entrevistas; y en la SecGob dijeron que responderían a mi solicitud de información. Pregunté sobre las medidas de aislamiento, sobre cómo se dio el contagio en el reclusorio Oriente y cómo ha sido la actuación de las autoridades; pedí una actualización de casos sospechosos y confirmados en todo el sistema penitenciario de la Ciudad de México; pregunté sobre los ajustes o medidas extraordinarias en lo que respecta al servicio médico, que informaran qué protección estaban dando al personal de los centros como limpieza, administración o cocina. Pedí saber cuál es el protocolo de actuación si llegaran a darse contagios masivos y qué mecanismos están siguiendo para informar del desarrollo de la Covid-19 a personas privadas de la libertad, familiares y personal de los centros. Gatopardo hizo la solicitud el 27 de abril, y fue recibida. El 30 respondieron que la información estaba en revisión para ser entregada, y por la noche aseguraron que sería dada a conocer en conferencia de prensa. Hasta el 15 de mayo, no hay respuesta a la solicitud, ni fecha en que se realice la conferencia. De acuerdo con AsiLegal, en los centros de la Ciudad de México hay registro de siete personas contagiadas y una defunción. En el reclusorio oriente sólo hay un contagio.

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Es 12 de mayo de 2020. Desde el pasillo de un segundo piso en un penal de Colima, un interno comparte imágenes del motín en redes sociales. “Valió verga”, “Chale”, se lee en los comentarios en esta historia de Instagram. Hay internos en el techo. Hay detonaciones. “Vámonos a la verga”, dice otro. El motín se suma a otros incidentes de violencia que se han dado en penales del país. En Coahuila, cuatro personas fueron lesionadas en una riña; ahí se usaron explosivos, apunta Saskia Niño de Rivera, directora de la organización Reinserta. “Como está el panorama ahora, es preocupante”, dice en entrevista. Menciona que la ingobernabilidad de algunos penales, que son operados en buena medida por grupos delictivos, ha hecho que sea complicado para las autoridades implementar medidas de protección. “Dado que no se tomaron las medidas a tiempo por temas de ingobernabilidad, hoy se complica mucho más, la gente se está infectando y con el hacinamiento en los penales es complicado prevenir la infección”, menciona. Aislar por completo y empezar a hacer movimientos drásticos de reclusorios son algunas de las medidas extremas que tendrían que tomarse para cuidar a la población más vulnerable. Reinserta es una organización que busca transformar la realidad en los centros de reclusión. Durante la contingencia, trabaja de la mano con el gobierno federal para que éste brinde apoyo a los estados en caso de que se necesite trasladar a una mujer o niño al Centro Federal de Mujeres, que cuenta con un área específica de maternidad y de niños. Porque 18 estados no tienen penales exclusivos para mujeres. “No hay que desdeñar los esfuerzos que está haciendo el gobierno de la Ciudad de México para proteger a las personas privadas de la libertad”, me dice Arnulfo, quien toma en cuenta que las autoridades siempre van a dar lo que está a su alcance. Arnulfo sabe que adentro es complicado. Él tiene un plan de reinserción que quiere llevar a cabo. Quiere compartir con los jóvenes su experiencia, para que no les pase lo mismo. Estando en el reclusorio estudió y leyó mucho y eso le hizo ver la vida distinta. Arnulfo habla de psicología y criminalística. Me habla de Viktor Frankl y otros autores. “Recuperas la dignidad”, me dice. Pero llevar este plan está siendo complicado. La tienda de decoraciones en la que había conseguido empleo, para su preliberación, lo perdió por el retraso de su salida y además la tienda ha cerrado por la pandemia. Quizás de haber salido antes, como lo marca la ley, habría podido reaccionar mejor y protegerse de alguna forma. En su búsqueda de trabajo, me cuenta que se han reído incluso de él. “Es que ya no está para el aguante”, le dijeron en una tienda de abarrotes al conocer su edad. “¿Quién me va a dar trabajo, me podría usted decir?”. Y la verdad es que no puedo. Aun así, dice que no va a soltar su proyecto de reinserción que durante tanto tiempo construyó. Hace meses, cuando solicitó su beneficio de preliberación, Arnulfo no se imaginaba que saldría del centro de reclusión para entrar a un confinamiento en casa, ni que recuperar su libertad sería así. “Nos envuelven en un celofán, que se llama reinserción social, e inmediatamente, como nos avientan, el mismo sistema social nos lo quita, nos lo rompe”. “Abrieron la puerta, y rájales, al ruedo”, me dice. A eso hay que sumarle la pandemia. Hace unos días que Arnulfo dejó ese lugar que conoce bien, donde ahora hay miedo. Aquí, afuera, dice que también siente miedo, por el futuro y por quienes dejó allá adentro. “Siento miedo, porque hay gente, hay servidores públicos que son humanos, hay custodios que lo son. Hay administrativos que nos tratan como humanos”.

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El virus que no conoce muros. La pandemia en los centros penitenciarios de México

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El virus no sabe de fronteras, ni de muros, ni de puertas. Pronto se coló en lugares donde la gente que los habita simplemente no puede hacer lo mismo que el resto de la población. Riñas y motines en prisiones alrededor del mundo han sido provocadas por el miedo a la Covid-19 y la impotencia de quienes están privados de la libertad. Así se vive la pandemia en las prisiones de México.

“Está difícil mantenernos en una burbuja”, dice Laura, a quien he cambiado el nombre para su protección, una de las 24 mujeres que vive en reclusión junto a sus hijos en el Centro de Prevención y Readaptación Social Santiaguito, en el Estado de México. Ella sabe que es difícil mantener una cuarentena aquí como recomiendan las autoridades de salud. No pueden salir de esta burbuja que hasta hoy sigue intacta y sin sospechas del nuevo coronavirus. Es una tarde de abril de 2020. Desde hace días las visitas familiares están prohibidas y sus madres, padres y hermanos vienen únicamente a dejarles comida, artículos de higiene y dinero. Para esto, se instalaron filtros de vigilancia en donde revisan la temperatura de quienes entran y proporcionan gel antibacterial. Quienes siguen entrando, como yo, debemos pasar por un filtro que se ha colocado en distintos penales como precaución. Para acceder al penal de Santiaguito, hay que rociar con desinfectante las suelas de los zapatos, usar gel antibacterial y cubre bocas. Además, me he puesto una careta de plástico que impide que entre o salga cualquier gota de saliva. Para llegar a estas mujeres hay que avanzar por un pasillo de alambre que está a un costado del patio, a la intemperie; atravesar cuartitos grises donde hay un registro, y varias puertas que se cierran en cuanto una las atraviesa. Todo eso mientras en la torre, situada a la derecha, un guardia nos vigila. Me encuentro con ellas en el patio del penal. Hace mucho calor. Intento no tocarme la cara a pesar del sudor que me provoca la careta y que empieza a gotear; sobre todo, intento no tocar a nadie, mantenerme a la distancia de ellas en este patio, y de los niños de dos, tres y cinco años que juegan alrededor con una pelota, o que descansan en los brazos de sus madres. Es la primera vez que estoy en un penal y también la primera en mucho tiempo que veo a niños jugar. Nos colocamos en una esquinita, y la breve sensación de tranquilidad se esfuma en cuanto escucho a sus mamás. A pesar de que están prohibidas las visitas, las custodias siguen con su cambio de turno diario y los doctores entran y salen, en ocasiones con “el tapabocas todo el tiempo abajo” o sin él. “¿Cuál es el sentido de que nos hayan prohibido que nuestras familias vengan, pero no pidan a las custodias que se queden aquí en la contingencia?”. En los primeros penales con casos positivos de Covid-19, el contagio se ha dado a través de personal penitenciario. En Santiaguito ayer tuvieron una plática con el médico sobre las medidas de protección a seguir, las mismas que recomiendan afuera: sana distancia, lavado de manos, estornudar correctamente. También les dijeron que es voluntario que los niños salgan del penal para ir a vivir con sus familiares. Algunas prefieren no pensar en el futuro, pero para el resto hay poca información y muchas dudas: qué va a pasar si se confirma un contagio al interior, si llega un punto en el que sea obligatoria la salida de los pequeños y si ésta sería temporal, qué pasa si no hay familia que los cuide afuera. ¿Y si afuera ya está peor? También se preguntan si tendrán que cambiarse a otro dormitorio, pero aseguran que en otros hay incluso “una situación grave de tuberculosis y está más cabrón”. Ellas tienen suerte: comparten el dormitorio únicamente entre dos mujeres más, con sus respectivos hijos. Este penal es mixto: tiene una población total de 378 mujeres y 3 mil 229 hombres. En cuanto a las mujeres no hay sobrepoblación, pero para los hombres el centro tiene capacidad de albergar sólo a mil 776; es decir, están casi al doble, según el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria 2019 (DNSP) de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). La sobrepoblación y el hacinamiento, la falta de higiene, la precaria atención médica y una alimentación inadecuada han caracterizado por años al sistema penitenciario mexicano y hacen que las personas privadas de la libertad sean más vulnerables ante la Covid-19. A diferencia del exterior donde uno puede aislarse voluntariamente, ellas saben que por más que limpien diario el lugar que habitan, no tengan movilidad y laven sus manos constantemente, su salud y la de sus hijos depende de las decisiones que tomen las autoridades penitenciarias y de salud. Están angustiadas: no olvidan que la burbuja en cualquier momento se rompe.

Caseta de vigilancia Santiaguito

Caseta de vigilancia del Penal de Santiaguito

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Nadie estaba preparado. El virus no sabe de fronteras, ni de muros, ni de puertas. Pronto se extendió por el mundo. Y cuando la recomendación era no salir de casa, se coló también en lugares donde la gente que los habita simplemente no puede hacer lo mismo. El miedo a la Covid-19 y la impotencia de quienes están privados de la libertad han sido el detonante de riñas, motines y fugas en prisiones alrededor del mundo. El coronavirus es una amenaza por el contagio mismo, pero también por lo que puede provocar. A inicios de marzo se reportaba que en Italia habían muerto seis personas en el contexto de motines en diferentes penales, y también fugas. A mediados de marzo, en Brasil, cerca de mil 350 personas escaparon de diferentes cárceles. En un motín en Devoto, Argentina, los internos subieron a los techos para reclamar excarcelaciones ante la pandemia: “Nos negamos a morir en la cárcel”, decía un letrero. En Estados Unidos las prisiones se han convertido en importantes focos de infección. Quizás las imágenes más brutales que hemos visto hasta ahora son aquellas que fueron publicadas el 26 de abril por el gobierno de El Salvador, en las que aparecen internos sentados en el patio, uno tras otro con las manos en la cabeza y usando solamente un bóxer y un cubrebocas mientras elementos de seguridad les vigilan. “Este día se acabaron las celdas de una misma pandilla, hemos mezclado a todos los grupos terroristas en la misma celda”, citaba un tuit a Osiris Luna, director de los centros penales. En algunas publicaciones remataban con el hashtag #QuédateEnCasa. Ésta era la respuesta a una súbita alza de homicidios, de la que el presidente Nayib Bukele responsabilizaba a las pandillas. En el contexto de la pandemia, nada dice con más fuerza que esas vidas no importan.

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En México las personas privadas de la libertad han quedado también en el olvido tras los muros, por eso ante un posible contagio algunos internos ya se preguntan: y si nos enfermamos, ¿nos van a atender o nos van a dar una patada como toda la vida? En el país hay 202 mil 337 personas que viven en 297 centros penitenciarios: 19 dependen del gobierno federal y 278 son estatales, según la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. En su diagnóstico, la CNDH menciona que existen tres prisiones militares. El 18 de abril, días después de mi visita a Santiaguito, la CNDH pidió a las autoridades adoptar medidas urgentes para garantizar el derecho a la salud de esos miles de personas. Según el organismo, hay hacinamiento en 32% de los centros estatales, en 32.7% hay carencias en los servicios de salud y 66.6% no hay condiciones adecuadas de higiene en los dormitorios. En los centros federales también hay carencias de personal médico y medicamentos, así como deficiencias en la atención. Además, en algunos centros las personas privadas de la libertad enfrentan malos tratos. Beatriz Maldonado fue sentenciada a seis años y tres meses de prisión por portación de narcóticos, cinco de los cuales vivió en una de las prisiones femeniles más grandes de América Latina: el Centro Femenil de Reinserción Social Santa Martha Acatitla, ubicado al oriente de la Ciudad de México; y un año más en la histórica cárcel federal de las Islas Marías, archipiélago localizado a 170 kilómetros del puerto de Mazatlán, Sinaloa, donde había cinco prisiones y que después de más de un siglo fueron cerradas para convertirse en centro cultural. Betty recuperó su libertad el 16 de enero de 2016 y hoy, como integrante de la red Mujeres por la Libertad, trabaja por los derechos de mujeres en prisión. El año pasado, como parte de esta labor, compartió su experiencia en el senado durante el lanzamiento de la campaña #LiberarlasEsJusticia, con la que dos grupos de defensa de los derechos humanos (EQUIS Justicia para las Mujeres y WOLA) pedían al Estado mexicano la liberación de mujeres encarceladas injustamente por delitos contra la salud. “La isla era un paraíso, casi podía agarrar las estrellas con la mano”, contó Betty sobre sus noches en las Islas Marías. “Pero era el infierno, porque las reglas de la policía federal eran tremendas, de agachar la cabeza cada vez que nos dirigíamos a una custodia. Nos sobajaron tanto que nos decían que la piedra de la isla valía más que nuestra propia vida, porque éramos delincuentes”.

"Las celdas son muy chiquitas y viven con 15 personas: unos están en el suelo, otros están debajo de donde otros duermen, parados o en el baño".

En 2013 hubo un motín aquí en el que participaron cerca de 700 hombres, las causas: comida en estado de descomposición, maltrato y falta de agua para consumo humano. En 2014, la CNDH documentó la existencia de “Las Cruces”, un lugar donde las personas privadas de la libertad podían estar hasta 120 días incomunicadas, y que también fue motivo para que estallara el motín. Años más tarde las condiciones de las Islas Marías mejorarían, pero en marzo de 2019 cerraron operaciones. Ahí, donde estuvo todo un año, Betty fue operada de la vesícula porque no comía: “pesaba 35 kilos, la comida era incomible; la temperatura de la isla era de cuarenta y tantos grados: sudábamos a cuentagotas”. Beatriz estuvo primero en Santa Martha, después en las islas y en 2013 logró que la regresaran al primer penal, después de una ardua lucha jurídica. Cuenta que comenzó a vender droga porque su marido, quien tenía una adicción, adquirió una deuda que ella no podía pagar. Lo hizo por él pero también porque, el día en que supo de esta deuda, apuntaron con una pistola a su nieta y no halló qué más hacer. Este 24 de abril, cuando hablo con ella, suelta una risa desde el otro lado del teléfono: estaba fumando y mi llamada la interrumpió. Después de verla en videos y fotos tengo su imagen: morena, casi siempre lleva el cabello recogido, aretes medianos y sombra de ojos morada. Me habría gustado conocerla en persona, pero la contingencia no nos lo permite. Esta mañana me cuenta cómo es la vida en el penal de Santa Martha, donde hay una población de mil 185 mujeres. También la comida es incomible, menciona. Ahora que está libre sabe que el penal recibe donaciones de alimentos que no sirven para la venta: el pollo llega golpeado, morado. En general, vivir ahí es horrible: “las paredes de la prisión no están hechas solamente de concreto, están hechas de lágrimas de desesperación”. Lo dice por las historias que las hacen llegar ahí, pero también porque hay muchas personas abandonadas. Quienes tienen una adicción son las más olvidadas, además de que, en este centro, según los cálculos de Betty, cerca de 65% de las internas no recibe nunca visita de sus familiares, lo que significa que tampoco hay quien les lleve comida, medicamentos o artículos de higiene; ellas —ignoradas también por el Estado— trabajan para otras reclusas con más recursos. En cada estancia o dormitorio del penal de Santa Martha hay cinco camarotes de lámina: cuatro están acomodados como si fueran literas y hay una cama sola en la ventana; no todas las internas alcanzan una y deben dormir en el piso; contando la zotehuela, cada habitación mide unos 12 metros cuadrados. “Hay cuartos fifís y otros que no lo son”, dice Betty. Clasifica los dormitorios tal como se vive afuera: “haz de cuenta que vivimos en Tepito, en La Merced, la Roma, Polanco y San Ángel”. En la zona que ella denomina la Doctores hay un poco de todo: viven de ocho a diez mujeres por estancia. Según la CNDH aquí no hay sobrepoblación, pero sí deficiencias en la alimentación, atención médica, e incluso en la seguridad y custodia. El servicio médico existe, pero no hay medicamentos para tratar los males. Y el agua no corre, sólo de 7:30 a 9:00, que es cuando las mujeres deben turnarse para llenar los botes que tienen en su habitación. Días antes de nuestra plática, Betty y otras integrantes de la red visitaron el penal de Santa Martha. Dice que buscan ser la voz de las mujeres olvidadas en prisión. “Desde que llegamos al penal nos convertimos en el mudo lenguaje de la sociedad. Estamos ahí, pero nadie quiere hablar de nosotras”, ha señalado en varias ocasiones. Por eso ellas observan ahora qué medidas implementa el gobierno frente a la pandemia: “les están poniendo garrafoncitos con jabón antibacterial y agua, y un hospitalito ambulatorio”. Incluso les tocó ver cómo sanitizaban diferentes áreas del penal. En cambio, en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte, ubicado también en la Ciudad de México, donde se encuentra su hijo, “no hay servicio médico y ni siquiera les dan cubre bocas”. Las medidas de higiene son más bien para los familiares, narra Betty. Esto muestra que incluso en dos centros que están en la misma ciudad las medidas son diferentes. El hijo de Betty es hipoglucémico e hipertenso, lo que lo coloca en mayor riesgo ante el coronavirus. Esther, quien ha pedido no revelar su nombre real, también tiene a su esposo en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte, donde según la CNDH hay hacinamiento, con una población de 7 mil 290 personas y una capacidad 6 mil 565. “Las celdas son muy chiquitas y él vive como con 15 personas: unos están en el suelo, otros están debajo de donde duermen, parados o en el baño”, narra Esther. “Casi no tienen agua, y la poquita que tienen está sucia: tiene tierra y luego le aparecen como gusanitos”. Hasta el 12 de abril, en este penal hay registro de tres personas privadas de la libertad contagiadas y una fallecida, según el “Mapa penitenciario COVID-19” que la organización AsiLegal actualiza con información de la CNDH y medios de comunicación. Esther y Beatriz coinciden en que las medidas de prevención no son suficientes. “A las visitas solamente nos toman la temperatura y nos dan gel, pero adentro no les ponen atención”. Esther y su esposo casi no hablan del coronavirus. Pero él, resignado, una vez le dijo: “lo que tenga que pasar, que pase”.

Patios interiores del Penal de Atlixco.

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“Vivir en prisión nos hace ver, todos los días, que cometimos un error en la sociedad, porque empezamos a carecer de todas las cosas”, dice Arnulfo Albarrán, quien estuvo preso en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, en la Ciudad de México, por robo de vehículo. Cuando hablamos por teléfono, el 22 de abril, Arnulfo ya se encuentra libre y en casa. Es un hombre de 50 años a quien me cuesta imaginar físicamente; su voz no es precisamente ronca, pero sí es fuerte, determinada. Imagino que, mientras lo entrevisto, está de pie en la sala de su casa, y sé que está acompañado por su familia. Me habla de las pérdidas de alguien que está en reclusión: la libertad para empezar, la familia porque sólo puedes verla algunos días, y la atención a la salud. En el reclusorio Oriente hay cerca de 30 consultas al día para una población de 8 mil 500 internos (este centro también está sobrepoblado: su capacidad es de 6 mil 208 personas). “Imagínese, no había atención médica, y si yo llego a obtenerla, ¿qué cree? Que no hay medicamentos”. Durante tres años Arnulfo pidió que le hicieran estudios para un problema en las vías respiratorias que ha afectado su sistema auditivo. Nunca lo logró. “Me daban cualquier pastilla, penicilina, antibiótico”. Frente a la Covid-19 la prevención y la atención médica son esenciales. Pienso que también lo es la información. Le preguntó cómo fue que se enteraron de la enfermedad. “Teníamos conocimiento desde diciembre que empezó en China. Lo veíamos en la televisión”, y en seguida relata cómo entre ellos –profesores, economistas, ingenieros, contadores– comenzaron a hablar del tema y a intercambiar saberes. Para cuando el gobierno llegó con lonas informativas ellos ya seguían consejos de como lavarse las manos y practicar el famoso “estornudo de etiqueta”. Pero había algo que no podían ni pueden hacer: “¿Existirá una sana distancia? ¡No, claro que no!”, me dice, “porque yo me voy a cuidar todo el día, pero en la noche voy a tener que pegarme cachete con cachete y pompi con pompi con un compañero, porque dormiríamos así, como le llamamos nosotros, en cucharita o galletita, una tras otra: ¡en la misma caja!” Recuerda que cuando llegó al reclusorio compartía el dormitorio con 23 personas, pero el número bajó hasta llegar a seis. El suyo era un dormitorio que tiene mejores condiciones, porque tiene internos que trabajan y conviven con encargados de áreas del gobierno del reclusorio, y tienen que vestir impecables. Arnulfo pertenecía a la plantilla de maestros del CECATI (Centros de Capacitación para el Trabajo Industrial) y daba clases de reciclado de tela. Pero en otros dormitorios, hay entre 13, 15, y hasta 21 personas. El centro ha mejorado, dice, antes la sobrepoblación era tal que los de nuevo ingreso se colgaban de hamacas.

"Desde que llegamos al penal nos convertimos en el mudo lenguaje de la sociedad. Estamos ahí, pero nadie quiere hablar de nosotras".

“La salud no es un privilegio, no es una mercancía, es un derecho, está consagrado en la constitución y para que sea un derecho real, que se cumpla, lo que se requiere es una acción de gobierno que consistentemente garantice personal, infraestructura, sistemas de información, insumos para la salud”, dijo Hugo López-Gatell, subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, en conferencia el 8 de mayo, a propósito de las deficiencias del sistema de salud mexicano. La salud de las personas privadas de la libertad está totalmente en manos del Estado; y aunque los gobiernos federal y estatales han anunciado medidas para protegerla, éstas son insuficientes. El 31 de marzo la ONU hizo recomendaciones al Estado mexicano para atender a personas privadas de la libertad, visitas, personal penitenciario, y niños y niñas que viven en los centros. Una de las recomendaciones fue evadir medidas generales e indiscriminadas y contemplar protocolos para informar. Siete días después, el protocolo que presentó el gobierno federal para la atención de Covid-19 en centros penales fue de carácter general sin contemplar aspectos como alimentación, salud mental y seguridad, entre otros. El protocolo es una presentación de siete láminas que se puede consultar en coronavirus.gob.mx, en las que menciona lo que es deseable en las etapas de prevención y atención a la emergencia, pero no informa cómo funcionarían las medidas. Al final, el documento menciona la existencia de requerimientos básicos para implementar el plan, pero no está disponible para consulta. En el protocolo se lee: “Es fundamental la identificación de casos de manera temprana para que se brinde la atención inmediata y se disponga a la persona infectada al área de aislamiento”, pero no dice cómo ni dónde se llevaría a cabo dicho aislamiento, ni cómo se detectará. La organización de derechos humanos AsiLegal expresó su preocupación y calificó al protocolo como “superficial, incipiente y poco detallado”. Y señaló una falta de perspectiva ante la realidad que se vive en los centros: “un reflejo más de la crisis que vive nuestro sistema penitenciario y la bomba de tiempo que se mantiene latente”. Frente a una enfermedad que ha obligado al mundo a confinarse y que ha puesto en jaque a los sistemas de salud del mundo, que ha remarcado desigualdades y vulnerabilidades, esta presentación, escueta y con tantos vacíos de información, no hace sino confirmar el olvido en el que están las personas privadas de la libertad. En las entidades federativas las medidas también han sido generales. La bomba está ahí. Y los focos rojos se han ido prendiendo. El 17 de abril se informó de la existencia de tres casos positivos en el Penal de Puente Grande, en Jalisco. El número de contagios creció rápidamente: el 29 de abril un trabajador del reclusorio murió luego de contagiarse y para el 12 de mayo ya eran 77 casos positivos, además de un fallecido. Hoy en día, se registran nueve actos de violencia, en Colima, Ciudad de México, Tabasco, Veracruz, Estado de México, Chiapas y Guanajuato, algunos como reacción a la cancelación de visitas familiares que dejan a los internos incomunicados y sin la posibilidad de contar con productos básicos. Especialistas de organizaciones que trabajan por los derechos de personas privadas de la libertad en México, como Documenta, Reinserta, AsiLegal y EQUIS Justicia para las Mujeres, coinciden en que una de las medidas más urgentes es la despresurización del sistema penitenciario; es decir, liberar a las personas bajo los requisitos que establecen la Ley Nacional de Ejecución Penal, la Ley de Amnistía, u otros mecanismos, con el fin combatir uno de los problemas más graves: la sobrepoblación y el hacinamiento.

Interior de celda en Santa Martha Acatitla

Interior de celda en Santa Martha Acatitla.

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— ¿Señor Arnulfo Albarrán? —Sí —Quiero informarle que tengo su boleta de libertad. “¡Guaaaaau!”, pensó Arnulfo al escuchar estas palabras la tarde del 15 de abril, cuando le notificaron que su petición a la remisión de la pena, un beneficio de preliberación, por fin había tenido éxito. Arnulfo estaba preso en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, en la Ciudad de México, por robo de vehículo, con una sentencia de seis años que terminaría en enero de 2021. Recuerda que ese día, cuando lo mandaron llamar junto a otros internos, se preguntó qué pasaba porque no les daban información alguna. Todos tenían una coincidencia: habían hecho una solicitud para obtener un beneficio. “El corazón nos latía y nos sudaban las manos”, me cuenta emocionado el 22 de abril, a una semana de haber recuperado su libertad. Él es una de las primeras 78 personas que, según anunció el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México, fueron liberadas por razones humanitarias y por ser población vulnerable ante la Covid-19. Arnulfo cuenta que está feliz de volver con su familia, aunque también le molesta que el gobierno diga que su liberación fue por razones humanitarias en el contexto de la pandemia, cuando él inició su trámite mucho antes. “Fue un viacrucis que me dieran la libertad”, me dice, y denuncia que en los juzgados encargados de analizar este tipo de solicitudes hay un atraso de más de un año.

"Vivir en prisión nos hace ver, todos los días, que cometimos un error en la sociedad, porque empezamos a carecer de todas las cosas".

Él presentó su solicitud en abril de 2019 pero fue hasta el 2 de octubre que ésta inició formalmente, luego de una serie de eventos burocráticos; en diciembre le dijeron que su audiencia (parte fundamental en el proceso) sería el 19 de marzo, pero no pudo asistir porque un día antes, justo por la pandemia, los juzgados pararon actividades. Resignado a que su asunto se retomaría en agosto o septiembre, la noticia de su libertad le tomó por sorpresa. Aunque no fue llamado a audiencia, dice que el gobierno no le está obsequiando nada: “no salimos por cuestiones humanitarias… no me están haciendo un favor de nada: así como yo violé el artículo 220, que es robo, y por lo cual ingresé al reclusorio, porque así lo dice la ley, ésta también dice que si reúno los requisitos soy aspirante a obtener un beneficio”. Hoy en día se han otorgado 250 libertades en la Ciudad de México, y 2 mil 431 en el país. El Estado de México es la entidad que más personas ha liberado: mil 923. María Sirvent, directora de Documenta, explicó que gracias a un amparo los juzgados de ejecución penal, que habían detenido sus actividades en la Ciudad de México, reanudaron con guardias y así pudieron darse las primeras liberaciones pendientes. A pesar de lo importante que resulta esta medida, sólo ocho de los 32 poderes judiciales contempla asuntos de preliberación como urgentes, y ninguno hace referencia a otros mecanismos de excarcelamiento. Ciertos estados podrían implementar leyes de indultos, explica Isabel Erreguerena, coordinadora del área de políticas públicas de EQUIS Justicia para las Mujeres, y buscar alternativas a la prisión preventiva oficiosa, como arresto domiciliario o el uso de brazaletes en delitos no violentos, para evitar que más personas sigan ingresando a los penales. Los jueces de ejecución son, además, importantísimos, por ser los garantes de los derechos de quienes están privados de la libertad. Una persona puede hacer una petición al sistema penitenciario cuando sienta que no se garantiza su salud o alimentación, por ejemplo, y esté en peligro su vida. Si el sistema no atiende, a quien debe recurrir es a los jueces de ejecución penal.

Caseta central de La Peni, Ciudad de México.

Caseta central de La Peni.

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Luego de la primera plática con Arnulfo, seguimos en contacto. La mañana del 24 de abril compañeros internos le decían que don Pedro (a quien he cambiado el nombre para su protección), cerca de los 50 años, había dado positivo al Covid-19. Arnulfo recuerda haberse despedido de Pedro: ya lo veía mal cuando se fue. Supo que fue trasladado a un hospital donde no lo quisieron atender, y regresado a su dormitorio. Cuando supieron que tenía coronavirus, fue extraído de la estancia, y la forma de aislar a los compañeros fue encerrándolos ahí mismo en el dormitorio. “Ya hay brotes, ya hay brotes”, me dice Arnulfo al otro lado de la línea. “Están aterrados y nadie quiere salir”. Dos días después volví a recibir una llamada: ya son más de 70 personas sospechosas, las están trasladando al dormitorio 1, donde normalmente están quienes tienen una adicción. El miedo y la incertidumbre llegaron al reclusorio Oriente. El domingo 26 de abril, cuando me dirijo hacia ese lugar, tengo la sensación de que encontraré a la gente en estado de alerta; el gobierno de la Ciudad de México dio a conocer, el 21 de abril, que uno de los cuatro primeros casos positivos entre la población privada de la libertad se detectó aquí y los otros tres en el reclusorio Norte. Además, adentro ya se habla de casos sospechosos y personas aisladas. Pero al llegar veo que quienes atienden los puestos de ropa, comida y trastes en el exterior siguen con la normalidad de un mundo que no está en vilo. Así encuentro al joven que hace planchado de cejas, la señora que resguarda las pertenencias de los familiares que entran al reclusorio, la dueña de la tienda de abarrotes. Cuando me acerco a preguntarles si conocen de algún caso al interior, me dicen que no. Sólo saben que siguen ingresando personas para reclusión, pero no saben cuántas. Casi nadie lleva cubre bocas y algunos, que sí lo hacen, lo usan mal.

"Algunos ya se preguntan: y si nos enfermamos, ¿nos van a atender o nos van a dar una patada como toda la vida?".

Para las personas que vienen a visitar a algún familiar, el uso de cubrebocas es obligatorio para entrar. Las personas, entonces, se lo colocan —si no traen uno pueden comprarlo afuera o los oficiales los proporcionan—, cogen las cosas que traen para su familiar y se enfilan para pasar el filtro de vigilancia. Unas equis pintadas en el suelo indican a qué distancia las visitas deben formarse; hoy no hay tanta gente, porque una de las medidas para prevenir el contagio ha sido dividir los días de visita: martes y sábado una mitad, jueves y domingo la otra. Bajo una carpa blanca, cerca de diez personas, entre ellas un paramédico, oficiales y funcionarias, se encargan de tomar la temperatura, de vigilar que lleven cubre bocas, proporcionarles gel antibacterial y desinfectar zapatos. Apostados en la entrada, dentro de la caseta de vigilancia y al inicio del filtro sanitario, hay algunos oficiales que me dicen no hay contagios, y otros no sueltan una palabra. Más allá del filtro, está la explanada, donde hay dispuestas estructuras de metal para separar a la gente en filas, y en seguida unos torniquetes que son lo último que alcanzo a ver. Arriba resaltan, en fondo negro, las palabras “Reclusorio Oriente”. Me quedo afuera, sobre la banqueta, porque no me permiten ir más allá: desde ahí veo cómo funciona el filtro. En las cuatro horas que estoy aquí, veo que no todas las personas se frotan bien el gel antibacterial o llevan a medio poner el cubre bocas; veo que una mujer entra sin ninguna protección y sin que nadie la detenga o diga algo; incluso entra una niña de unos seis años, que está prohibido, así como la entrada a mujeres embarazadas y adultos mayores. Pregunto a los familiares sobre las medidas que hay más allá del torniquete. “Es puro teatro aquí afuera”, dice un joven que acaba de salir, refiriéndose al filtro de la entrada. “Allá adentro todo sigue igual”. Otra señora explica que las mesas para las visitas están separadas y que sólo puede entrar un familiar. En donde están los torniquetes hay alguien más dando gel antibacterial. Cuando pregunto sobre los contagios, un joven cuenta que su hermano escuchó hay personas aisladas en su mismo dormitorio, pero no sabe cuántos son ni desde cuándo lo están. Alguien más me dice que hay 27 casos sospechosos. El resto no sabe nada. Después del anuncio del día 21, de cuatro casos postivos, el gobierno no ha actualizado la información, particularmente sobre lo que sucede en este reclusorio. El boletín más reciente alojado en el sitio de la Subsecretaría de Sistema Penitenciario lleva esa fecha: “Filtros sanitarios en centros de reclusión funcionan adecuadamente”. Con él se informaron los primeros contagios. Quise corroborar la información que hasta ahora tengo, así como conocer los mecanismos de actuación e información. En las áreas de prensa de la Subsecretaría del Sistema Penitenciario y de la Secretaría de Gobierno (SecGob) aseguran que ninguno de los titulares está dando entrevistas; y en la SecGob dijeron que responderían a mi solicitud de información. Pregunté sobre las medidas de aislamiento, sobre cómo se dio el contagio en el reclusorio Oriente y cómo ha sido la actuación de las autoridades; pedí una actualización de casos sospechosos y confirmados en todo el sistema penitenciario de la Ciudad de México; pregunté sobre los ajustes o medidas extraordinarias en lo que respecta al servicio médico, que informaran qué protección estaban dando al personal de los centros como limpieza, administración o cocina. Pedí saber cuál es el protocolo de actuación si llegaran a darse contagios masivos y qué mecanismos están siguiendo para informar del desarrollo de la Covid-19 a personas privadas de la libertad, familiares y personal de los centros. Gatopardo hizo la solicitud el 27 de abril, y fue recibida. El 30 respondieron que la información estaba en revisión para ser entregada, y por la noche aseguraron que sería dada a conocer en conferencia de prensa. Hasta el 15 de mayo, no hay respuesta a la solicitud, ni fecha en que se realice la conferencia. De acuerdo con AsiLegal, en los centros de la Ciudad de México hay registro de siete personas contagiadas y una defunción. En el reclusorio oriente sólo hay un contagio.

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Es 12 de mayo de 2020. Desde el pasillo de un segundo piso en un penal de Colima, un interno comparte imágenes del motín en redes sociales. “Valió verga”, “Chale”, se lee en los comentarios en esta historia de Instagram. Hay internos en el techo. Hay detonaciones. “Vámonos a la verga”, dice otro. El motín se suma a otros incidentes de violencia que se han dado en penales del país. En Coahuila, cuatro personas fueron lesionadas en una riña; ahí se usaron explosivos, apunta Saskia Niño de Rivera, directora de la organización Reinserta. “Como está el panorama ahora, es preocupante”, dice en entrevista. Menciona que la ingobernabilidad de algunos penales, que son operados en buena medida por grupos delictivos, ha hecho que sea complicado para las autoridades implementar medidas de protección. “Dado que no se tomaron las medidas a tiempo por temas de ingobernabilidad, hoy se complica mucho más, la gente se está infectando y con el hacinamiento en los penales es complicado prevenir la infección”, menciona. Aislar por completo y empezar a hacer movimientos drásticos de reclusorios son algunas de las medidas extremas que tendrían que tomarse para cuidar a la población más vulnerable. Reinserta es una organización que busca transformar la realidad en los centros de reclusión. Durante la contingencia, trabaja de la mano con el gobierno federal para que éste brinde apoyo a los estados en caso de que se necesite trasladar a una mujer o niño al Centro Federal de Mujeres, que cuenta con un área específica de maternidad y de niños. Porque 18 estados no tienen penales exclusivos para mujeres. “No hay que desdeñar los esfuerzos que está haciendo el gobierno de la Ciudad de México para proteger a las personas privadas de la libertad”, me dice Arnulfo, quien toma en cuenta que las autoridades siempre van a dar lo que está a su alcance. Arnulfo sabe que adentro es complicado. Él tiene un plan de reinserción que quiere llevar a cabo. Quiere compartir con los jóvenes su experiencia, para que no les pase lo mismo. Estando en el reclusorio estudió y leyó mucho y eso le hizo ver la vida distinta. Arnulfo habla de psicología y criminalística. Me habla de Viktor Frankl y otros autores. “Recuperas la dignidad”, me dice. Pero llevar este plan está siendo complicado. La tienda de decoraciones en la que había conseguido empleo, para su preliberación, lo perdió por el retraso de su salida y además la tienda ha cerrado por la pandemia. Quizás de haber salido antes, como lo marca la ley, habría podido reaccionar mejor y protegerse de alguna forma. En su búsqueda de trabajo, me cuenta que se han reído incluso de él. “Es que ya no está para el aguante”, le dijeron en una tienda de abarrotes al conocer su edad. “¿Quién me va a dar trabajo, me podría usted decir?”. Y la verdad es que no puedo. Aun así, dice que no va a soltar su proyecto de reinserción que durante tanto tiempo construyó. Hace meses, cuando solicitó su beneficio de preliberación, Arnulfo no se imaginaba que saldría del centro de reclusión para entrar a un confinamiento en casa, ni que recuperar su libertad sería así. “Nos envuelven en un celofán, que se llama reinserción social, e inmediatamente, como nos avientan, el mismo sistema social nos lo quita, nos lo rompe”. “Abrieron la puerta, y rájales, al ruedo”, me dice. A eso hay que sumarle la pandemia. Hace unos días que Arnulfo dejó ese lugar que conoce bien, donde ahora hay miedo. Aquí, afuera, dice que también siente miedo, por el futuro y por quienes dejó allá adentro. “Siento miedo, porque hay gente, hay servidores públicos que son humanos, hay custodios que lo son. Hay administrativos que nos tratan como humanos”.

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El virus que no conoce muros. La pandemia en los centros penitenciarios de México

El virus que no conoce muros. La pandemia en los centros penitenciarios de México

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El virus no sabe de fronteras, ni de muros, ni de puertas. Pronto se coló en lugares donde la gente que los habita simplemente no puede hacer lo mismo que el resto de la población. Riñas y motines en prisiones alrededor del mundo han sido provocadas por el miedo a la Covid-19 y la impotencia de quienes están privados de la libertad. Así se vive la pandemia en las prisiones de México.

“Está difícil mantenernos en una burbuja”, dice Laura, a quien he cambiado el nombre para su protección, una de las 24 mujeres que vive en reclusión junto a sus hijos en el Centro de Prevención y Readaptación Social Santiaguito, en el Estado de México. Ella sabe que es difícil mantener una cuarentena aquí como recomiendan las autoridades de salud. No pueden salir de esta burbuja que hasta hoy sigue intacta y sin sospechas del nuevo coronavirus. Es una tarde de abril de 2020. Desde hace días las visitas familiares están prohibidas y sus madres, padres y hermanos vienen únicamente a dejarles comida, artículos de higiene y dinero. Para esto, se instalaron filtros de vigilancia en donde revisan la temperatura de quienes entran y proporcionan gel antibacterial. Quienes siguen entrando, como yo, debemos pasar por un filtro que se ha colocado en distintos penales como precaución. Para acceder al penal de Santiaguito, hay que rociar con desinfectante las suelas de los zapatos, usar gel antibacterial y cubre bocas. Además, me he puesto una careta de plástico que impide que entre o salga cualquier gota de saliva. Para llegar a estas mujeres hay que avanzar por un pasillo de alambre que está a un costado del patio, a la intemperie; atravesar cuartitos grises donde hay un registro, y varias puertas que se cierran en cuanto una las atraviesa. Todo eso mientras en la torre, situada a la derecha, un guardia nos vigila. Me encuentro con ellas en el patio del penal. Hace mucho calor. Intento no tocarme la cara a pesar del sudor que me provoca la careta y que empieza a gotear; sobre todo, intento no tocar a nadie, mantenerme a la distancia de ellas en este patio, y de los niños de dos, tres y cinco años que juegan alrededor con una pelota, o que descansan en los brazos de sus madres. Es la primera vez que estoy en un penal y también la primera en mucho tiempo que veo a niños jugar. Nos colocamos en una esquinita, y la breve sensación de tranquilidad se esfuma en cuanto escucho a sus mamás. A pesar de que están prohibidas las visitas, las custodias siguen con su cambio de turno diario y los doctores entran y salen, en ocasiones con “el tapabocas todo el tiempo abajo” o sin él. “¿Cuál es el sentido de que nos hayan prohibido que nuestras familias vengan, pero no pidan a las custodias que se queden aquí en la contingencia?”. En los primeros penales con casos positivos de Covid-19, el contagio se ha dado a través de personal penitenciario. En Santiaguito ayer tuvieron una plática con el médico sobre las medidas de protección a seguir, las mismas que recomiendan afuera: sana distancia, lavado de manos, estornudar correctamente. También les dijeron que es voluntario que los niños salgan del penal para ir a vivir con sus familiares. Algunas prefieren no pensar en el futuro, pero para el resto hay poca información y muchas dudas: qué va a pasar si se confirma un contagio al interior, si llega un punto en el que sea obligatoria la salida de los pequeños y si ésta sería temporal, qué pasa si no hay familia que los cuide afuera. ¿Y si afuera ya está peor? También se preguntan si tendrán que cambiarse a otro dormitorio, pero aseguran que en otros hay incluso “una situación grave de tuberculosis y está más cabrón”. Ellas tienen suerte: comparten el dormitorio únicamente entre dos mujeres más, con sus respectivos hijos. Este penal es mixto: tiene una población total de 378 mujeres y 3 mil 229 hombres. En cuanto a las mujeres no hay sobrepoblación, pero para los hombres el centro tiene capacidad de albergar sólo a mil 776; es decir, están casi al doble, según el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria 2019 (DNSP) de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). La sobrepoblación y el hacinamiento, la falta de higiene, la precaria atención médica y una alimentación inadecuada han caracterizado por años al sistema penitenciario mexicano y hacen que las personas privadas de la libertad sean más vulnerables ante la Covid-19. A diferencia del exterior donde uno puede aislarse voluntariamente, ellas saben que por más que limpien diario el lugar que habitan, no tengan movilidad y laven sus manos constantemente, su salud y la de sus hijos depende de las decisiones que tomen las autoridades penitenciarias y de salud. Están angustiadas: no olvidan que la burbuja en cualquier momento se rompe.

Caseta de vigilancia Santiaguito

Caseta de vigilancia del Penal de Santiaguito

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Nadie estaba preparado. El virus no sabe de fronteras, ni de muros, ni de puertas. Pronto se extendió por el mundo. Y cuando la recomendación era no salir de casa, se coló también en lugares donde la gente que los habita simplemente no puede hacer lo mismo. El miedo a la Covid-19 y la impotencia de quienes están privados de la libertad han sido el detonante de riñas, motines y fugas en prisiones alrededor del mundo. El coronavirus es una amenaza por el contagio mismo, pero también por lo que puede provocar. A inicios de marzo se reportaba que en Italia habían muerto seis personas en el contexto de motines en diferentes penales, y también fugas. A mediados de marzo, en Brasil, cerca de mil 350 personas escaparon de diferentes cárceles. En un motín en Devoto, Argentina, los internos subieron a los techos para reclamar excarcelaciones ante la pandemia: “Nos negamos a morir en la cárcel”, decía un letrero. En Estados Unidos las prisiones se han convertido en importantes focos de infección. Quizás las imágenes más brutales que hemos visto hasta ahora son aquellas que fueron publicadas el 26 de abril por el gobierno de El Salvador, en las que aparecen internos sentados en el patio, uno tras otro con las manos en la cabeza y usando solamente un bóxer y un cubrebocas mientras elementos de seguridad les vigilan. “Este día se acabaron las celdas de una misma pandilla, hemos mezclado a todos los grupos terroristas en la misma celda”, citaba un tuit a Osiris Luna, director de los centros penales. En algunas publicaciones remataban con el hashtag #QuédateEnCasa. Ésta era la respuesta a una súbita alza de homicidios, de la que el presidente Nayib Bukele responsabilizaba a las pandillas. En el contexto de la pandemia, nada dice con más fuerza que esas vidas no importan.

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En México las personas privadas de la libertad han quedado también en el olvido tras los muros, por eso ante un posible contagio algunos internos ya se preguntan: y si nos enfermamos, ¿nos van a atender o nos van a dar una patada como toda la vida? En el país hay 202 mil 337 personas que viven en 297 centros penitenciarios: 19 dependen del gobierno federal y 278 son estatales, según la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. En su diagnóstico, la CNDH menciona que existen tres prisiones militares. El 18 de abril, días después de mi visita a Santiaguito, la CNDH pidió a las autoridades adoptar medidas urgentes para garantizar el derecho a la salud de esos miles de personas. Según el organismo, hay hacinamiento en 32% de los centros estatales, en 32.7% hay carencias en los servicios de salud y 66.6% no hay condiciones adecuadas de higiene en los dormitorios. En los centros federales también hay carencias de personal médico y medicamentos, así como deficiencias en la atención. Además, en algunos centros las personas privadas de la libertad enfrentan malos tratos. Beatriz Maldonado fue sentenciada a seis años y tres meses de prisión por portación de narcóticos, cinco de los cuales vivió en una de las prisiones femeniles más grandes de América Latina: el Centro Femenil de Reinserción Social Santa Martha Acatitla, ubicado al oriente de la Ciudad de México; y un año más en la histórica cárcel federal de las Islas Marías, archipiélago localizado a 170 kilómetros del puerto de Mazatlán, Sinaloa, donde había cinco prisiones y que después de más de un siglo fueron cerradas para convertirse en centro cultural. Betty recuperó su libertad el 16 de enero de 2016 y hoy, como integrante de la red Mujeres por la Libertad, trabaja por los derechos de mujeres en prisión. El año pasado, como parte de esta labor, compartió su experiencia en el senado durante el lanzamiento de la campaña #LiberarlasEsJusticia, con la que dos grupos de defensa de los derechos humanos (EQUIS Justicia para las Mujeres y WOLA) pedían al Estado mexicano la liberación de mujeres encarceladas injustamente por delitos contra la salud. “La isla era un paraíso, casi podía agarrar las estrellas con la mano”, contó Betty sobre sus noches en las Islas Marías. “Pero era el infierno, porque las reglas de la policía federal eran tremendas, de agachar la cabeza cada vez que nos dirigíamos a una custodia. Nos sobajaron tanto que nos decían que la piedra de la isla valía más que nuestra propia vida, porque éramos delincuentes”.

"Las celdas son muy chiquitas y viven con 15 personas: unos están en el suelo, otros están debajo de donde otros duermen, parados o en el baño".

En 2013 hubo un motín aquí en el que participaron cerca de 700 hombres, las causas: comida en estado de descomposición, maltrato y falta de agua para consumo humano. En 2014, la CNDH documentó la existencia de “Las Cruces”, un lugar donde las personas privadas de la libertad podían estar hasta 120 días incomunicadas, y que también fue motivo para que estallara el motín. Años más tarde las condiciones de las Islas Marías mejorarían, pero en marzo de 2019 cerraron operaciones. Ahí, donde estuvo todo un año, Betty fue operada de la vesícula porque no comía: “pesaba 35 kilos, la comida era incomible; la temperatura de la isla era de cuarenta y tantos grados: sudábamos a cuentagotas”. Beatriz estuvo primero en Santa Martha, después en las islas y en 2013 logró que la regresaran al primer penal, después de una ardua lucha jurídica. Cuenta que comenzó a vender droga porque su marido, quien tenía una adicción, adquirió una deuda que ella no podía pagar. Lo hizo por él pero también porque, el día en que supo de esta deuda, apuntaron con una pistola a su nieta y no halló qué más hacer. Este 24 de abril, cuando hablo con ella, suelta una risa desde el otro lado del teléfono: estaba fumando y mi llamada la interrumpió. Después de verla en videos y fotos tengo su imagen: morena, casi siempre lleva el cabello recogido, aretes medianos y sombra de ojos morada. Me habría gustado conocerla en persona, pero la contingencia no nos lo permite. Esta mañana me cuenta cómo es la vida en el penal de Santa Martha, donde hay una población de mil 185 mujeres. También la comida es incomible, menciona. Ahora que está libre sabe que el penal recibe donaciones de alimentos que no sirven para la venta: el pollo llega golpeado, morado. En general, vivir ahí es horrible: “las paredes de la prisión no están hechas solamente de concreto, están hechas de lágrimas de desesperación”. Lo dice por las historias que las hacen llegar ahí, pero también porque hay muchas personas abandonadas. Quienes tienen una adicción son las más olvidadas, además de que, en este centro, según los cálculos de Betty, cerca de 65% de las internas no recibe nunca visita de sus familiares, lo que significa que tampoco hay quien les lleve comida, medicamentos o artículos de higiene; ellas —ignoradas también por el Estado— trabajan para otras reclusas con más recursos. En cada estancia o dormitorio del penal de Santa Martha hay cinco camarotes de lámina: cuatro están acomodados como si fueran literas y hay una cama sola en la ventana; no todas las internas alcanzan una y deben dormir en el piso; contando la zotehuela, cada habitación mide unos 12 metros cuadrados. “Hay cuartos fifís y otros que no lo son”, dice Betty. Clasifica los dormitorios tal como se vive afuera: “haz de cuenta que vivimos en Tepito, en La Merced, la Roma, Polanco y San Ángel”. En la zona que ella denomina la Doctores hay un poco de todo: viven de ocho a diez mujeres por estancia. Según la CNDH aquí no hay sobrepoblación, pero sí deficiencias en la alimentación, atención médica, e incluso en la seguridad y custodia. El servicio médico existe, pero no hay medicamentos para tratar los males. Y el agua no corre, sólo de 7:30 a 9:00, que es cuando las mujeres deben turnarse para llenar los botes que tienen en su habitación. Días antes de nuestra plática, Betty y otras integrantes de la red visitaron el penal de Santa Martha. Dice que buscan ser la voz de las mujeres olvidadas en prisión. “Desde que llegamos al penal nos convertimos en el mudo lenguaje de la sociedad. Estamos ahí, pero nadie quiere hablar de nosotras”, ha señalado en varias ocasiones. Por eso ellas observan ahora qué medidas implementa el gobierno frente a la pandemia: “les están poniendo garrafoncitos con jabón antibacterial y agua, y un hospitalito ambulatorio”. Incluso les tocó ver cómo sanitizaban diferentes áreas del penal. En cambio, en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte, ubicado también en la Ciudad de México, donde se encuentra su hijo, “no hay servicio médico y ni siquiera les dan cubre bocas”. Las medidas de higiene son más bien para los familiares, narra Betty. Esto muestra que incluso en dos centros que están en la misma ciudad las medidas son diferentes. El hijo de Betty es hipoglucémico e hipertenso, lo que lo coloca en mayor riesgo ante el coronavirus. Esther, quien ha pedido no revelar su nombre real, también tiene a su esposo en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte, donde según la CNDH hay hacinamiento, con una población de 7 mil 290 personas y una capacidad 6 mil 565. “Las celdas son muy chiquitas y él vive como con 15 personas: unos están en el suelo, otros están debajo de donde duermen, parados o en el baño”, narra Esther. “Casi no tienen agua, y la poquita que tienen está sucia: tiene tierra y luego le aparecen como gusanitos”. Hasta el 12 de abril, en este penal hay registro de tres personas privadas de la libertad contagiadas y una fallecida, según el “Mapa penitenciario COVID-19” que la organización AsiLegal actualiza con información de la CNDH y medios de comunicación. Esther y Beatriz coinciden en que las medidas de prevención no son suficientes. “A las visitas solamente nos toman la temperatura y nos dan gel, pero adentro no les ponen atención”. Esther y su esposo casi no hablan del coronavirus. Pero él, resignado, una vez le dijo: “lo que tenga que pasar, que pase”.

Patios interiores del Penal de Atlixco.

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“Vivir en prisión nos hace ver, todos los días, que cometimos un error en la sociedad, porque empezamos a carecer de todas las cosas”, dice Arnulfo Albarrán, quien estuvo preso en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, en la Ciudad de México, por robo de vehículo. Cuando hablamos por teléfono, el 22 de abril, Arnulfo ya se encuentra libre y en casa. Es un hombre de 50 años a quien me cuesta imaginar físicamente; su voz no es precisamente ronca, pero sí es fuerte, determinada. Imagino que, mientras lo entrevisto, está de pie en la sala de su casa, y sé que está acompañado por su familia. Me habla de las pérdidas de alguien que está en reclusión: la libertad para empezar, la familia porque sólo puedes verla algunos días, y la atención a la salud. En el reclusorio Oriente hay cerca de 30 consultas al día para una población de 8 mil 500 internos (este centro también está sobrepoblado: su capacidad es de 6 mil 208 personas). “Imagínese, no había atención médica, y si yo llego a obtenerla, ¿qué cree? Que no hay medicamentos”. Durante tres años Arnulfo pidió que le hicieran estudios para un problema en las vías respiratorias que ha afectado su sistema auditivo. Nunca lo logró. “Me daban cualquier pastilla, penicilina, antibiótico”. Frente a la Covid-19 la prevención y la atención médica son esenciales. Pienso que también lo es la información. Le preguntó cómo fue que se enteraron de la enfermedad. “Teníamos conocimiento desde diciembre que empezó en China. Lo veíamos en la televisión”, y en seguida relata cómo entre ellos –profesores, economistas, ingenieros, contadores– comenzaron a hablar del tema y a intercambiar saberes. Para cuando el gobierno llegó con lonas informativas ellos ya seguían consejos de como lavarse las manos y practicar el famoso “estornudo de etiqueta”. Pero había algo que no podían ni pueden hacer: “¿Existirá una sana distancia? ¡No, claro que no!”, me dice, “porque yo me voy a cuidar todo el día, pero en la noche voy a tener que pegarme cachete con cachete y pompi con pompi con un compañero, porque dormiríamos así, como le llamamos nosotros, en cucharita o galletita, una tras otra: ¡en la misma caja!” Recuerda que cuando llegó al reclusorio compartía el dormitorio con 23 personas, pero el número bajó hasta llegar a seis. El suyo era un dormitorio que tiene mejores condiciones, porque tiene internos que trabajan y conviven con encargados de áreas del gobierno del reclusorio, y tienen que vestir impecables. Arnulfo pertenecía a la plantilla de maestros del CECATI (Centros de Capacitación para el Trabajo Industrial) y daba clases de reciclado de tela. Pero en otros dormitorios, hay entre 13, 15, y hasta 21 personas. El centro ha mejorado, dice, antes la sobrepoblación era tal que los de nuevo ingreso se colgaban de hamacas.

"Desde que llegamos al penal nos convertimos en el mudo lenguaje de la sociedad. Estamos ahí, pero nadie quiere hablar de nosotras".

“La salud no es un privilegio, no es una mercancía, es un derecho, está consagrado en la constitución y para que sea un derecho real, que se cumpla, lo que se requiere es una acción de gobierno que consistentemente garantice personal, infraestructura, sistemas de información, insumos para la salud”, dijo Hugo López-Gatell, subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, en conferencia el 8 de mayo, a propósito de las deficiencias del sistema de salud mexicano. La salud de las personas privadas de la libertad está totalmente en manos del Estado; y aunque los gobiernos federal y estatales han anunciado medidas para protegerla, éstas son insuficientes. El 31 de marzo la ONU hizo recomendaciones al Estado mexicano para atender a personas privadas de la libertad, visitas, personal penitenciario, y niños y niñas que viven en los centros. Una de las recomendaciones fue evadir medidas generales e indiscriminadas y contemplar protocolos para informar. Siete días después, el protocolo que presentó el gobierno federal para la atención de Covid-19 en centros penales fue de carácter general sin contemplar aspectos como alimentación, salud mental y seguridad, entre otros. El protocolo es una presentación de siete láminas que se puede consultar en coronavirus.gob.mx, en las que menciona lo que es deseable en las etapas de prevención y atención a la emergencia, pero no informa cómo funcionarían las medidas. Al final, el documento menciona la existencia de requerimientos básicos para implementar el plan, pero no está disponible para consulta. En el protocolo se lee: “Es fundamental la identificación de casos de manera temprana para que se brinde la atención inmediata y se disponga a la persona infectada al área de aislamiento”, pero no dice cómo ni dónde se llevaría a cabo dicho aislamiento, ni cómo se detectará. La organización de derechos humanos AsiLegal expresó su preocupación y calificó al protocolo como “superficial, incipiente y poco detallado”. Y señaló una falta de perspectiva ante la realidad que se vive en los centros: “un reflejo más de la crisis que vive nuestro sistema penitenciario y la bomba de tiempo que se mantiene latente”. Frente a una enfermedad que ha obligado al mundo a confinarse y que ha puesto en jaque a los sistemas de salud del mundo, que ha remarcado desigualdades y vulnerabilidades, esta presentación, escueta y con tantos vacíos de información, no hace sino confirmar el olvido en el que están las personas privadas de la libertad. En las entidades federativas las medidas también han sido generales. La bomba está ahí. Y los focos rojos se han ido prendiendo. El 17 de abril se informó de la existencia de tres casos positivos en el Penal de Puente Grande, en Jalisco. El número de contagios creció rápidamente: el 29 de abril un trabajador del reclusorio murió luego de contagiarse y para el 12 de mayo ya eran 77 casos positivos, además de un fallecido. Hoy en día, se registran nueve actos de violencia, en Colima, Ciudad de México, Tabasco, Veracruz, Estado de México, Chiapas y Guanajuato, algunos como reacción a la cancelación de visitas familiares que dejan a los internos incomunicados y sin la posibilidad de contar con productos básicos. Especialistas de organizaciones que trabajan por los derechos de personas privadas de la libertad en México, como Documenta, Reinserta, AsiLegal y EQUIS Justicia para las Mujeres, coinciden en que una de las medidas más urgentes es la despresurización del sistema penitenciario; es decir, liberar a las personas bajo los requisitos que establecen la Ley Nacional de Ejecución Penal, la Ley de Amnistía, u otros mecanismos, con el fin combatir uno de los problemas más graves: la sobrepoblación y el hacinamiento.

Interior de celda en Santa Martha Acatitla

Interior de celda en Santa Martha Acatitla.

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— ¿Señor Arnulfo Albarrán? —Sí —Quiero informarle que tengo su boleta de libertad. “¡Guaaaaau!”, pensó Arnulfo al escuchar estas palabras la tarde del 15 de abril, cuando le notificaron que su petición a la remisión de la pena, un beneficio de preliberación, por fin había tenido éxito. Arnulfo estaba preso en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, en la Ciudad de México, por robo de vehículo, con una sentencia de seis años que terminaría en enero de 2021. Recuerda que ese día, cuando lo mandaron llamar junto a otros internos, se preguntó qué pasaba porque no les daban información alguna. Todos tenían una coincidencia: habían hecho una solicitud para obtener un beneficio. “El corazón nos latía y nos sudaban las manos”, me cuenta emocionado el 22 de abril, a una semana de haber recuperado su libertad. Él es una de las primeras 78 personas que, según anunció el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México, fueron liberadas por razones humanitarias y por ser población vulnerable ante la Covid-19. Arnulfo cuenta que está feliz de volver con su familia, aunque también le molesta que el gobierno diga que su liberación fue por razones humanitarias en el contexto de la pandemia, cuando él inició su trámite mucho antes. “Fue un viacrucis que me dieran la libertad”, me dice, y denuncia que en los juzgados encargados de analizar este tipo de solicitudes hay un atraso de más de un año.

"Vivir en prisión nos hace ver, todos los días, que cometimos un error en la sociedad, porque empezamos a carecer de todas las cosas".

Él presentó su solicitud en abril de 2019 pero fue hasta el 2 de octubre que ésta inició formalmente, luego de una serie de eventos burocráticos; en diciembre le dijeron que su audiencia (parte fundamental en el proceso) sería el 19 de marzo, pero no pudo asistir porque un día antes, justo por la pandemia, los juzgados pararon actividades. Resignado a que su asunto se retomaría en agosto o septiembre, la noticia de su libertad le tomó por sorpresa. Aunque no fue llamado a audiencia, dice que el gobierno no le está obsequiando nada: “no salimos por cuestiones humanitarias… no me están haciendo un favor de nada: así como yo violé el artículo 220, que es robo, y por lo cual ingresé al reclusorio, porque así lo dice la ley, ésta también dice que si reúno los requisitos soy aspirante a obtener un beneficio”. Hoy en día se han otorgado 250 libertades en la Ciudad de México, y 2 mil 431 en el país. El Estado de México es la entidad que más personas ha liberado: mil 923. María Sirvent, directora de Documenta, explicó que gracias a un amparo los juzgados de ejecución penal, que habían detenido sus actividades en la Ciudad de México, reanudaron con guardias y así pudieron darse las primeras liberaciones pendientes. A pesar de lo importante que resulta esta medida, sólo ocho de los 32 poderes judiciales contempla asuntos de preliberación como urgentes, y ninguno hace referencia a otros mecanismos de excarcelamiento. Ciertos estados podrían implementar leyes de indultos, explica Isabel Erreguerena, coordinadora del área de políticas públicas de EQUIS Justicia para las Mujeres, y buscar alternativas a la prisión preventiva oficiosa, como arresto domiciliario o el uso de brazaletes en delitos no violentos, para evitar que más personas sigan ingresando a los penales. Los jueces de ejecución son, además, importantísimos, por ser los garantes de los derechos de quienes están privados de la libertad. Una persona puede hacer una petición al sistema penitenciario cuando sienta que no se garantiza su salud o alimentación, por ejemplo, y esté en peligro su vida. Si el sistema no atiende, a quien debe recurrir es a los jueces de ejecución penal.

Caseta central de La Peni, Ciudad de México.

Caseta central de La Peni.

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Luego de la primera plática con Arnulfo, seguimos en contacto. La mañana del 24 de abril compañeros internos le decían que don Pedro (a quien he cambiado el nombre para su protección), cerca de los 50 años, había dado positivo al Covid-19. Arnulfo recuerda haberse despedido de Pedro: ya lo veía mal cuando se fue. Supo que fue trasladado a un hospital donde no lo quisieron atender, y regresado a su dormitorio. Cuando supieron que tenía coronavirus, fue extraído de la estancia, y la forma de aislar a los compañeros fue encerrándolos ahí mismo en el dormitorio. “Ya hay brotes, ya hay brotes”, me dice Arnulfo al otro lado de la línea. “Están aterrados y nadie quiere salir”. Dos días después volví a recibir una llamada: ya son más de 70 personas sospechosas, las están trasladando al dormitorio 1, donde normalmente están quienes tienen una adicción. El miedo y la incertidumbre llegaron al reclusorio Oriente. El domingo 26 de abril, cuando me dirijo hacia ese lugar, tengo la sensación de que encontraré a la gente en estado de alerta; el gobierno de la Ciudad de México dio a conocer, el 21 de abril, que uno de los cuatro primeros casos positivos entre la población privada de la libertad se detectó aquí y los otros tres en el reclusorio Norte. Además, adentro ya se habla de casos sospechosos y personas aisladas. Pero al llegar veo que quienes atienden los puestos de ropa, comida y trastes en el exterior siguen con la normalidad de un mundo que no está en vilo. Así encuentro al joven que hace planchado de cejas, la señora que resguarda las pertenencias de los familiares que entran al reclusorio, la dueña de la tienda de abarrotes. Cuando me acerco a preguntarles si conocen de algún caso al interior, me dicen que no. Sólo saben que siguen ingresando personas para reclusión, pero no saben cuántas. Casi nadie lleva cubre bocas y algunos, que sí lo hacen, lo usan mal.

"Algunos ya se preguntan: y si nos enfermamos, ¿nos van a atender o nos van a dar una patada como toda la vida?".

Para las personas que vienen a visitar a algún familiar, el uso de cubrebocas es obligatorio para entrar. Las personas, entonces, se lo colocan —si no traen uno pueden comprarlo afuera o los oficiales los proporcionan—, cogen las cosas que traen para su familiar y se enfilan para pasar el filtro de vigilancia. Unas equis pintadas en el suelo indican a qué distancia las visitas deben formarse; hoy no hay tanta gente, porque una de las medidas para prevenir el contagio ha sido dividir los días de visita: martes y sábado una mitad, jueves y domingo la otra. Bajo una carpa blanca, cerca de diez personas, entre ellas un paramédico, oficiales y funcionarias, se encargan de tomar la temperatura, de vigilar que lleven cubre bocas, proporcionarles gel antibacterial y desinfectar zapatos. Apostados en la entrada, dentro de la caseta de vigilancia y al inicio del filtro sanitario, hay algunos oficiales que me dicen no hay contagios, y otros no sueltan una palabra. Más allá del filtro, está la explanada, donde hay dispuestas estructuras de metal para separar a la gente en filas, y en seguida unos torniquetes que son lo último que alcanzo a ver. Arriba resaltan, en fondo negro, las palabras “Reclusorio Oriente”. Me quedo afuera, sobre la banqueta, porque no me permiten ir más allá: desde ahí veo cómo funciona el filtro. En las cuatro horas que estoy aquí, veo que no todas las personas se frotan bien el gel antibacterial o llevan a medio poner el cubre bocas; veo que una mujer entra sin ninguna protección y sin que nadie la detenga o diga algo; incluso entra una niña de unos seis años, que está prohibido, así como la entrada a mujeres embarazadas y adultos mayores. Pregunto a los familiares sobre las medidas que hay más allá del torniquete. “Es puro teatro aquí afuera”, dice un joven que acaba de salir, refiriéndose al filtro de la entrada. “Allá adentro todo sigue igual”. Otra señora explica que las mesas para las visitas están separadas y que sólo puede entrar un familiar. En donde están los torniquetes hay alguien más dando gel antibacterial. Cuando pregunto sobre los contagios, un joven cuenta que su hermano escuchó hay personas aisladas en su mismo dormitorio, pero no sabe cuántos son ni desde cuándo lo están. Alguien más me dice que hay 27 casos sospechosos. El resto no sabe nada. Después del anuncio del día 21, de cuatro casos postivos, el gobierno no ha actualizado la información, particularmente sobre lo que sucede en este reclusorio. El boletín más reciente alojado en el sitio de la Subsecretaría de Sistema Penitenciario lleva esa fecha: “Filtros sanitarios en centros de reclusión funcionan adecuadamente”. Con él se informaron los primeros contagios. Quise corroborar la información que hasta ahora tengo, así como conocer los mecanismos de actuación e información. En las áreas de prensa de la Subsecretaría del Sistema Penitenciario y de la Secretaría de Gobierno (SecGob) aseguran que ninguno de los titulares está dando entrevistas; y en la SecGob dijeron que responderían a mi solicitud de información. Pregunté sobre las medidas de aislamiento, sobre cómo se dio el contagio en el reclusorio Oriente y cómo ha sido la actuación de las autoridades; pedí una actualización de casos sospechosos y confirmados en todo el sistema penitenciario de la Ciudad de México; pregunté sobre los ajustes o medidas extraordinarias en lo que respecta al servicio médico, que informaran qué protección estaban dando al personal de los centros como limpieza, administración o cocina. Pedí saber cuál es el protocolo de actuación si llegaran a darse contagios masivos y qué mecanismos están siguiendo para informar del desarrollo de la Covid-19 a personas privadas de la libertad, familiares y personal de los centros. Gatopardo hizo la solicitud el 27 de abril, y fue recibida. El 30 respondieron que la información estaba en revisión para ser entregada, y por la noche aseguraron que sería dada a conocer en conferencia de prensa. Hasta el 15 de mayo, no hay respuesta a la solicitud, ni fecha en que se realice la conferencia. De acuerdo con AsiLegal, en los centros de la Ciudad de México hay registro de siete personas contagiadas y una defunción. En el reclusorio oriente sólo hay un contagio.

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Es 12 de mayo de 2020. Desde el pasillo de un segundo piso en un penal de Colima, un interno comparte imágenes del motín en redes sociales. “Valió verga”, “Chale”, se lee en los comentarios en esta historia de Instagram. Hay internos en el techo. Hay detonaciones. “Vámonos a la verga”, dice otro. El motín se suma a otros incidentes de violencia que se han dado en penales del país. En Coahuila, cuatro personas fueron lesionadas en una riña; ahí se usaron explosivos, apunta Saskia Niño de Rivera, directora de la organización Reinserta. “Como está el panorama ahora, es preocupante”, dice en entrevista. Menciona que la ingobernabilidad de algunos penales, que son operados en buena medida por grupos delictivos, ha hecho que sea complicado para las autoridades implementar medidas de protección. “Dado que no se tomaron las medidas a tiempo por temas de ingobernabilidad, hoy se complica mucho más, la gente se está infectando y con el hacinamiento en los penales es complicado prevenir la infección”, menciona. Aislar por completo y empezar a hacer movimientos drásticos de reclusorios son algunas de las medidas extremas que tendrían que tomarse para cuidar a la población más vulnerable. Reinserta es una organización que busca transformar la realidad en los centros de reclusión. Durante la contingencia, trabaja de la mano con el gobierno federal para que éste brinde apoyo a los estados en caso de que se necesite trasladar a una mujer o niño al Centro Federal de Mujeres, que cuenta con un área específica de maternidad y de niños. Porque 18 estados no tienen penales exclusivos para mujeres. “No hay que desdeñar los esfuerzos que está haciendo el gobierno de la Ciudad de México para proteger a las personas privadas de la libertad”, me dice Arnulfo, quien toma en cuenta que las autoridades siempre van a dar lo que está a su alcance. Arnulfo sabe que adentro es complicado. Él tiene un plan de reinserción que quiere llevar a cabo. Quiere compartir con los jóvenes su experiencia, para que no les pase lo mismo. Estando en el reclusorio estudió y leyó mucho y eso le hizo ver la vida distinta. Arnulfo habla de psicología y criminalística. Me habla de Viktor Frankl y otros autores. “Recuperas la dignidad”, me dice. Pero llevar este plan está siendo complicado. La tienda de decoraciones en la que había conseguido empleo, para su preliberación, lo perdió por el retraso de su salida y además la tienda ha cerrado por la pandemia. Quizás de haber salido antes, como lo marca la ley, habría podido reaccionar mejor y protegerse de alguna forma. En su búsqueda de trabajo, me cuenta que se han reído incluso de él. “Es que ya no está para el aguante”, le dijeron en una tienda de abarrotes al conocer su edad. “¿Quién me va a dar trabajo, me podría usted decir?”. Y la verdad es que no puedo. Aun así, dice que no va a soltar su proyecto de reinserción que durante tanto tiempo construyó. Hace meses, cuando solicitó su beneficio de preliberación, Arnulfo no se imaginaba que saldría del centro de reclusión para entrar a un confinamiento en casa, ni que recuperar su libertad sería así. “Nos envuelven en un celofán, que se llama reinserción social, e inmediatamente, como nos avientan, el mismo sistema social nos lo quita, nos lo rompe”. “Abrieron la puerta, y rájales, al ruedo”, me dice. A eso hay que sumarle la pandemia. Hace unos días que Arnulfo dejó ese lugar que conoce bien, donde ahora hay miedo. Aquí, afuera, dice que también siente miedo, por el futuro y por quienes dejó allá adentro. “Siento miedo, porque hay gente, hay servidores públicos que son humanos, hay custodios que lo son. Hay administrativos que nos tratan como humanos”.

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El virus que no conoce muros. La pandemia en los centros penitenciarios de México

El virus que no conoce muros. La pandemia en los centros penitenciarios de México

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El virus no sabe de fronteras, ni de muros, ni de puertas. Pronto se coló en lugares donde la gente que los habita simplemente no puede hacer lo mismo que el resto de la población. Riñas y motines en prisiones alrededor del mundo han sido provocadas por el miedo a la Covid-19 y la impotencia de quienes están privados de la libertad. Así se vive la pandemia en las prisiones de México.

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“Está difícil mantenernos en una burbuja”, dice Laura, a quien he cambiado el nombre para su protección, una de las 24 mujeres que vive en reclusión junto a sus hijos en el Centro de Prevención y Readaptación Social Santiaguito, en el Estado de México. Ella sabe que es difícil mantener una cuarentena aquí como recomiendan las autoridades de salud. No pueden salir de esta burbuja que hasta hoy sigue intacta y sin sospechas del nuevo coronavirus. Es una tarde de abril de 2020. Desde hace días las visitas familiares están prohibidas y sus madres, padres y hermanos vienen únicamente a dejarles comida, artículos de higiene y dinero. Para esto, se instalaron filtros de vigilancia en donde revisan la temperatura de quienes entran y proporcionan gel antibacterial. Quienes siguen entrando, como yo, debemos pasar por un filtro que se ha colocado en distintos penales como precaución. Para acceder al penal de Santiaguito, hay que rociar con desinfectante las suelas de los zapatos, usar gel antibacterial y cubre bocas. Además, me he puesto una careta de plástico que impide que entre o salga cualquier gota de saliva. Para llegar a estas mujeres hay que avanzar por un pasillo de alambre que está a un costado del patio, a la intemperie; atravesar cuartitos grises donde hay un registro, y varias puertas que se cierran en cuanto una las atraviesa. Todo eso mientras en la torre, situada a la derecha, un guardia nos vigila. Me encuentro con ellas en el patio del penal. Hace mucho calor. Intento no tocarme la cara a pesar del sudor que me provoca la careta y que empieza a gotear; sobre todo, intento no tocar a nadie, mantenerme a la distancia de ellas en este patio, y de los niños de dos, tres y cinco años que juegan alrededor con una pelota, o que descansan en los brazos de sus madres. Es la primera vez que estoy en un penal y también la primera en mucho tiempo que veo a niños jugar. Nos colocamos en una esquinita, y la breve sensación de tranquilidad se esfuma en cuanto escucho a sus mamás. A pesar de que están prohibidas las visitas, las custodias siguen con su cambio de turno diario y los doctores entran y salen, en ocasiones con “el tapabocas todo el tiempo abajo” o sin él. “¿Cuál es el sentido de que nos hayan prohibido que nuestras familias vengan, pero no pidan a las custodias que se queden aquí en la contingencia?”. En los primeros penales con casos positivos de Covid-19, el contagio se ha dado a través de personal penitenciario. En Santiaguito ayer tuvieron una plática con el médico sobre las medidas de protección a seguir, las mismas que recomiendan afuera: sana distancia, lavado de manos, estornudar correctamente. También les dijeron que es voluntario que los niños salgan del penal para ir a vivir con sus familiares. Algunas prefieren no pensar en el futuro, pero para el resto hay poca información y muchas dudas: qué va a pasar si se confirma un contagio al interior, si llega un punto en el que sea obligatoria la salida de los pequeños y si ésta sería temporal, qué pasa si no hay familia que los cuide afuera. ¿Y si afuera ya está peor? También se preguntan si tendrán que cambiarse a otro dormitorio, pero aseguran que en otros hay incluso “una situación grave de tuberculosis y está más cabrón”. Ellas tienen suerte: comparten el dormitorio únicamente entre dos mujeres más, con sus respectivos hijos. Este penal es mixto: tiene una población total de 378 mujeres y 3 mil 229 hombres. En cuanto a las mujeres no hay sobrepoblación, pero para los hombres el centro tiene capacidad de albergar sólo a mil 776; es decir, están casi al doble, según el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria 2019 (DNSP) de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). La sobrepoblación y el hacinamiento, la falta de higiene, la precaria atención médica y una alimentación inadecuada han caracterizado por años al sistema penitenciario mexicano y hacen que las personas privadas de la libertad sean más vulnerables ante la Covid-19. A diferencia del exterior donde uno puede aislarse voluntariamente, ellas saben que por más que limpien diario el lugar que habitan, no tengan movilidad y laven sus manos constantemente, su salud y la de sus hijos depende de las decisiones que tomen las autoridades penitenciarias y de salud. Están angustiadas: no olvidan que la burbuja en cualquier momento se rompe.

Caseta de vigilancia Santiaguito

Caseta de vigilancia del Penal de Santiaguito

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Nadie estaba preparado. El virus no sabe de fronteras, ni de muros, ni de puertas. Pronto se extendió por el mundo. Y cuando la recomendación era no salir de casa, se coló también en lugares donde la gente que los habita simplemente no puede hacer lo mismo. El miedo a la Covid-19 y la impotencia de quienes están privados de la libertad han sido el detonante de riñas, motines y fugas en prisiones alrededor del mundo. El coronavirus es una amenaza por el contagio mismo, pero también por lo que puede provocar. A inicios de marzo se reportaba que en Italia habían muerto seis personas en el contexto de motines en diferentes penales, y también fugas. A mediados de marzo, en Brasil, cerca de mil 350 personas escaparon de diferentes cárceles. En un motín en Devoto, Argentina, los internos subieron a los techos para reclamar excarcelaciones ante la pandemia: “Nos negamos a morir en la cárcel”, decía un letrero. En Estados Unidos las prisiones se han convertido en importantes focos de infección. Quizás las imágenes más brutales que hemos visto hasta ahora son aquellas que fueron publicadas el 26 de abril por el gobierno de El Salvador, en las que aparecen internos sentados en el patio, uno tras otro con las manos en la cabeza y usando solamente un bóxer y un cubrebocas mientras elementos de seguridad les vigilan. “Este día se acabaron las celdas de una misma pandilla, hemos mezclado a todos los grupos terroristas en la misma celda”, citaba un tuit a Osiris Luna, director de los centros penales. En algunas publicaciones remataban con el hashtag #QuédateEnCasa. Ésta era la respuesta a una súbita alza de homicidios, de la que el presidente Nayib Bukele responsabilizaba a las pandillas. En el contexto de la pandemia, nada dice con más fuerza que esas vidas no importan.

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En México las personas privadas de la libertad han quedado también en el olvido tras los muros, por eso ante un posible contagio algunos internos ya se preguntan: y si nos enfermamos, ¿nos van a atender o nos van a dar una patada como toda la vida? En el país hay 202 mil 337 personas que viven en 297 centros penitenciarios: 19 dependen del gobierno federal y 278 son estatales, según la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. En su diagnóstico, la CNDH menciona que existen tres prisiones militares. El 18 de abril, días después de mi visita a Santiaguito, la CNDH pidió a las autoridades adoptar medidas urgentes para garantizar el derecho a la salud de esos miles de personas. Según el organismo, hay hacinamiento en 32% de los centros estatales, en 32.7% hay carencias en los servicios de salud y 66.6% no hay condiciones adecuadas de higiene en los dormitorios. En los centros federales también hay carencias de personal médico y medicamentos, así como deficiencias en la atención. Además, en algunos centros las personas privadas de la libertad enfrentan malos tratos. Beatriz Maldonado fue sentenciada a seis años y tres meses de prisión por portación de narcóticos, cinco de los cuales vivió en una de las prisiones femeniles más grandes de América Latina: el Centro Femenil de Reinserción Social Santa Martha Acatitla, ubicado al oriente de la Ciudad de México; y un año más en la histórica cárcel federal de las Islas Marías, archipiélago localizado a 170 kilómetros del puerto de Mazatlán, Sinaloa, donde había cinco prisiones y que después de más de un siglo fueron cerradas para convertirse en centro cultural. Betty recuperó su libertad el 16 de enero de 2016 y hoy, como integrante de la red Mujeres por la Libertad, trabaja por los derechos de mujeres en prisión. El año pasado, como parte de esta labor, compartió su experiencia en el senado durante el lanzamiento de la campaña #LiberarlasEsJusticia, con la que dos grupos de defensa de los derechos humanos (EQUIS Justicia para las Mujeres y WOLA) pedían al Estado mexicano la liberación de mujeres encarceladas injustamente por delitos contra la salud. “La isla era un paraíso, casi podía agarrar las estrellas con la mano”, contó Betty sobre sus noches en las Islas Marías. “Pero era el infierno, porque las reglas de la policía federal eran tremendas, de agachar la cabeza cada vez que nos dirigíamos a una custodia. Nos sobajaron tanto que nos decían que la piedra de la isla valía más que nuestra propia vida, porque éramos delincuentes”.

"Las celdas son muy chiquitas y viven con 15 personas: unos están en el suelo, otros están debajo de donde otros duermen, parados o en el baño".

En 2013 hubo un motín aquí en el que participaron cerca de 700 hombres, las causas: comida en estado de descomposición, maltrato y falta de agua para consumo humano. En 2014, la CNDH documentó la existencia de “Las Cruces”, un lugar donde las personas privadas de la libertad podían estar hasta 120 días incomunicadas, y que también fue motivo para que estallara el motín. Años más tarde las condiciones de las Islas Marías mejorarían, pero en marzo de 2019 cerraron operaciones. Ahí, donde estuvo todo un año, Betty fue operada de la vesícula porque no comía: “pesaba 35 kilos, la comida era incomible; la temperatura de la isla era de cuarenta y tantos grados: sudábamos a cuentagotas”. Beatriz estuvo primero en Santa Martha, después en las islas y en 2013 logró que la regresaran al primer penal, después de una ardua lucha jurídica. Cuenta que comenzó a vender droga porque su marido, quien tenía una adicción, adquirió una deuda que ella no podía pagar. Lo hizo por él pero también porque, el día en que supo de esta deuda, apuntaron con una pistola a su nieta y no halló qué más hacer. Este 24 de abril, cuando hablo con ella, suelta una risa desde el otro lado del teléfono: estaba fumando y mi llamada la interrumpió. Después de verla en videos y fotos tengo su imagen: morena, casi siempre lleva el cabello recogido, aretes medianos y sombra de ojos morada. Me habría gustado conocerla en persona, pero la contingencia no nos lo permite. Esta mañana me cuenta cómo es la vida en el penal de Santa Martha, donde hay una población de mil 185 mujeres. También la comida es incomible, menciona. Ahora que está libre sabe que el penal recibe donaciones de alimentos que no sirven para la venta: el pollo llega golpeado, morado. En general, vivir ahí es horrible: “las paredes de la prisión no están hechas solamente de concreto, están hechas de lágrimas de desesperación”. Lo dice por las historias que las hacen llegar ahí, pero también porque hay muchas personas abandonadas. Quienes tienen una adicción son las más olvidadas, además de que, en este centro, según los cálculos de Betty, cerca de 65% de las internas no recibe nunca visita de sus familiares, lo que significa que tampoco hay quien les lleve comida, medicamentos o artículos de higiene; ellas —ignoradas también por el Estado— trabajan para otras reclusas con más recursos. En cada estancia o dormitorio del penal de Santa Martha hay cinco camarotes de lámina: cuatro están acomodados como si fueran literas y hay una cama sola en la ventana; no todas las internas alcanzan una y deben dormir en el piso; contando la zotehuela, cada habitación mide unos 12 metros cuadrados. “Hay cuartos fifís y otros que no lo son”, dice Betty. Clasifica los dormitorios tal como se vive afuera: “haz de cuenta que vivimos en Tepito, en La Merced, la Roma, Polanco y San Ángel”. En la zona que ella denomina la Doctores hay un poco de todo: viven de ocho a diez mujeres por estancia. Según la CNDH aquí no hay sobrepoblación, pero sí deficiencias en la alimentación, atención médica, e incluso en la seguridad y custodia. El servicio médico existe, pero no hay medicamentos para tratar los males. Y el agua no corre, sólo de 7:30 a 9:00, que es cuando las mujeres deben turnarse para llenar los botes que tienen en su habitación. Días antes de nuestra plática, Betty y otras integrantes de la red visitaron el penal de Santa Martha. Dice que buscan ser la voz de las mujeres olvidadas en prisión. “Desde que llegamos al penal nos convertimos en el mudo lenguaje de la sociedad. Estamos ahí, pero nadie quiere hablar de nosotras”, ha señalado en varias ocasiones. Por eso ellas observan ahora qué medidas implementa el gobierno frente a la pandemia: “les están poniendo garrafoncitos con jabón antibacterial y agua, y un hospitalito ambulatorio”. Incluso les tocó ver cómo sanitizaban diferentes áreas del penal. En cambio, en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte, ubicado también en la Ciudad de México, donde se encuentra su hijo, “no hay servicio médico y ni siquiera les dan cubre bocas”. Las medidas de higiene son más bien para los familiares, narra Betty. Esto muestra que incluso en dos centros que están en la misma ciudad las medidas son diferentes. El hijo de Betty es hipoglucémico e hipertenso, lo que lo coloca en mayor riesgo ante el coronavirus. Esther, quien ha pedido no revelar su nombre real, también tiene a su esposo en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte, donde según la CNDH hay hacinamiento, con una población de 7 mil 290 personas y una capacidad 6 mil 565. “Las celdas son muy chiquitas y él vive como con 15 personas: unos están en el suelo, otros están debajo de donde duermen, parados o en el baño”, narra Esther. “Casi no tienen agua, y la poquita que tienen está sucia: tiene tierra y luego le aparecen como gusanitos”. Hasta el 12 de abril, en este penal hay registro de tres personas privadas de la libertad contagiadas y una fallecida, según el “Mapa penitenciario COVID-19” que la organización AsiLegal actualiza con información de la CNDH y medios de comunicación. Esther y Beatriz coinciden en que las medidas de prevención no son suficientes. “A las visitas solamente nos toman la temperatura y nos dan gel, pero adentro no les ponen atención”. Esther y su esposo casi no hablan del coronavirus. Pero él, resignado, una vez le dijo: “lo que tenga que pasar, que pase”.

Patios interiores del Penal de Atlixco.

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“Vivir en prisión nos hace ver, todos los días, que cometimos un error en la sociedad, porque empezamos a carecer de todas las cosas”, dice Arnulfo Albarrán, quien estuvo preso en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, en la Ciudad de México, por robo de vehículo. Cuando hablamos por teléfono, el 22 de abril, Arnulfo ya se encuentra libre y en casa. Es un hombre de 50 años a quien me cuesta imaginar físicamente; su voz no es precisamente ronca, pero sí es fuerte, determinada. Imagino que, mientras lo entrevisto, está de pie en la sala de su casa, y sé que está acompañado por su familia. Me habla de las pérdidas de alguien que está en reclusión: la libertad para empezar, la familia porque sólo puedes verla algunos días, y la atención a la salud. En el reclusorio Oriente hay cerca de 30 consultas al día para una población de 8 mil 500 internos (este centro también está sobrepoblado: su capacidad es de 6 mil 208 personas). “Imagínese, no había atención médica, y si yo llego a obtenerla, ¿qué cree? Que no hay medicamentos”. Durante tres años Arnulfo pidió que le hicieran estudios para un problema en las vías respiratorias que ha afectado su sistema auditivo. Nunca lo logró. “Me daban cualquier pastilla, penicilina, antibiótico”. Frente a la Covid-19 la prevención y la atención médica son esenciales. Pienso que también lo es la información. Le preguntó cómo fue que se enteraron de la enfermedad. “Teníamos conocimiento desde diciembre que empezó en China. Lo veíamos en la televisión”, y en seguida relata cómo entre ellos –profesores, economistas, ingenieros, contadores– comenzaron a hablar del tema y a intercambiar saberes. Para cuando el gobierno llegó con lonas informativas ellos ya seguían consejos de como lavarse las manos y practicar el famoso “estornudo de etiqueta”. Pero había algo que no podían ni pueden hacer: “¿Existirá una sana distancia? ¡No, claro que no!”, me dice, “porque yo me voy a cuidar todo el día, pero en la noche voy a tener que pegarme cachete con cachete y pompi con pompi con un compañero, porque dormiríamos así, como le llamamos nosotros, en cucharita o galletita, una tras otra: ¡en la misma caja!” Recuerda que cuando llegó al reclusorio compartía el dormitorio con 23 personas, pero el número bajó hasta llegar a seis. El suyo era un dormitorio que tiene mejores condiciones, porque tiene internos que trabajan y conviven con encargados de áreas del gobierno del reclusorio, y tienen que vestir impecables. Arnulfo pertenecía a la plantilla de maestros del CECATI (Centros de Capacitación para el Trabajo Industrial) y daba clases de reciclado de tela. Pero en otros dormitorios, hay entre 13, 15, y hasta 21 personas. El centro ha mejorado, dice, antes la sobrepoblación era tal que los de nuevo ingreso se colgaban de hamacas.

"Desde que llegamos al penal nos convertimos en el mudo lenguaje de la sociedad. Estamos ahí, pero nadie quiere hablar de nosotras".

“La salud no es un privilegio, no es una mercancía, es un derecho, está consagrado en la constitución y para que sea un derecho real, que se cumpla, lo que se requiere es una acción de gobierno que consistentemente garantice personal, infraestructura, sistemas de información, insumos para la salud”, dijo Hugo López-Gatell, subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, en conferencia el 8 de mayo, a propósito de las deficiencias del sistema de salud mexicano. La salud de las personas privadas de la libertad está totalmente en manos del Estado; y aunque los gobiernos federal y estatales han anunciado medidas para protegerla, éstas son insuficientes. El 31 de marzo la ONU hizo recomendaciones al Estado mexicano para atender a personas privadas de la libertad, visitas, personal penitenciario, y niños y niñas que viven en los centros. Una de las recomendaciones fue evadir medidas generales e indiscriminadas y contemplar protocolos para informar. Siete días después, el protocolo que presentó el gobierno federal para la atención de Covid-19 en centros penales fue de carácter general sin contemplar aspectos como alimentación, salud mental y seguridad, entre otros. El protocolo es una presentación de siete láminas que se puede consultar en coronavirus.gob.mx, en las que menciona lo que es deseable en las etapas de prevención y atención a la emergencia, pero no informa cómo funcionarían las medidas. Al final, el documento menciona la existencia de requerimientos básicos para implementar el plan, pero no está disponible para consulta. En el protocolo se lee: “Es fundamental la identificación de casos de manera temprana para que se brinde la atención inmediata y se disponga a la persona infectada al área de aislamiento”, pero no dice cómo ni dónde se llevaría a cabo dicho aislamiento, ni cómo se detectará. La organización de derechos humanos AsiLegal expresó su preocupación y calificó al protocolo como “superficial, incipiente y poco detallado”. Y señaló una falta de perspectiva ante la realidad que se vive en los centros: “un reflejo más de la crisis que vive nuestro sistema penitenciario y la bomba de tiempo que se mantiene latente”. Frente a una enfermedad que ha obligado al mundo a confinarse y que ha puesto en jaque a los sistemas de salud del mundo, que ha remarcado desigualdades y vulnerabilidades, esta presentación, escueta y con tantos vacíos de información, no hace sino confirmar el olvido en el que están las personas privadas de la libertad. En las entidades federativas las medidas también han sido generales. La bomba está ahí. Y los focos rojos se han ido prendiendo. El 17 de abril se informó de la existencia de tres casos positivos en el Penal de Puente Grande, en Jalisco. El número de contagios creció rápidamente: el 29 de abril un trabajador del reclusorio murió luego de contagiarse y para el 12 de mayo ya eran 77 casos positivos, además de un fallecido. Hoy en día, se registran nueve actos de violencia, en Colima, Ciudad de México, Tabasco, Veracruz, Estado de México, Chiapas y Guanajuato, algunos como reacción a la cancelación de visitas familiares que dejan a los internos incomunicados y sin la posibilidad de contar con productos básicos. Especialistas de organizaciones que trabajan por los derechos de personas privadas de la libertad en México, como Documenta, Reinserta, AsiLegal y EQUIS Justicia para las Mujeres, coinciden en que una de las medidas más urgentes es la despresurización del sistema penitenciario; es decir, liberar a las personas bajo los requisitos que establecen la Ley Nacional de Ejecución Penal, la Ley de Amnistía, u otros mecanismos, con el fin combatir uno de los problemas más graves: la sobrepoblación y el hacinamiento.

Interior de celda en Santa Martha Acatitla

Interior de celda en Santa Martha Acatitla.

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— ¿Señor Arnulfo Albarrán? —Sí —Quiero informarle que tengo su boleta de libertad. “¡Guaaaaau!”, pensó Arnulfo al escuchar estas palabras la tarde del 15 de abril, cuando le notificaron que su petición a la remisión de la pena, un beneficio de preliberación, por fin había tenido éxito. Arnulfo estaba preso en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, en la Ciudad de México, por robo de vehículo, con una sentencia de seis años que terminaría en enero de 2021. Recuerda que ese día, cuando lo mandaron llamar junto a otros internos, se preguntó qué pasaba porque no les daban información alguna. Todos tenían una coincidencia: habían hecho una solicitud para obtener un beneficio. “El corazón nos latía y nos sudaban las manos”, me cuenta emocionado el 22 de abril, a una semana de haber recuperado su libertad. Él es una de las primeras 78 personas que, según anunció el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México, fueron liberadas por razones humanitarias y por ser población vulnerable ante la Covid-19. Arnulfo cuenta que está feliz de volver con su familia, aunque también le molesta que el gobierno diga que su liberación fue por razones humanitarias en el contexto de la pandemia, cuando él inició su trámite mucho antes. “Fue un viacrucis que me dieran la libertad”, me dice, y denuncia que en los juzgados encargados de analizar este tipo de solicitudes hay un atraso de más de un año.

"Vivir en prisión nos hace ver, todos los días, que cometimos un error en la sociedad, porque empezamos a carecer de todas las cosas".

Él presentó su solicitud en abril de 2019 pero fue hasta el 2 de octubre que ésta inició formalmente, luego de una serie de eventos burocráticos; en diciembre le dijeron que su audiencia (parte fundamental en el proceso) sería el 19 de marzo, pero no pudo asistir porque un día antes, justo por la pandemia, los juzgados pararon actividades. Resignado a que su asunto se retomaría en agosto o septiembre, la noticia de su libertad le tomó por sorpresa. Aunque no fue llamado a audiencia, dice que el gobierno no le está obsequiando nada: “no salimos por cuestiones humanitarias… no me están haciendo un favor de nada: así como yo violé el artículo 220, que es robo, y por lo cual ingresé al reclusorio, porque así lo dice la ley, ésta también dice que si reúno los requisitos soy aspirante a obtener un beneficio”. Hoy en día se han otorgado 250 libertades en la Ciudad de México, y 2 mil 431 en el país. El Estado de México es la entidad que más personas ha liberado: mil 923. María Sirvent, directora de Documenta, explicó que gracias a un amparo los juzgados de ejecución penal, que habían detenido sus actividades en la Ciudad de México, reanudaron con guardias y así pudieron darse las primeras liberaciones pendientes. A pesar de lo importante que resulta esta medida, sólo ocho de los 32 poderes judiciales contempla asuntos de preliberación como urgentes, y ninguno hace referencia a otros mecanismos de excarcelamiento. Ciertos estados podrían implementar leyes de indultos, explica Isabel Erreguerena, coordinadora del área de políticas públicas de EQUIS Justicia para las Mujeres, y buscar alternativas a la prisión preventiva oficiosa, como arresto domiciliario o el uso de brazaletes en delitos no violentos, para evitar que más personas sigan ingresando a los penales. Los jueces de ejecución son, además, importantísimos, por ser los garantes de los derechos de quienes están privados de la libertad. Una persona puede hacer una petición al sistema penitenciario cuando sienta que no se garantiza su salud o alimentación, por ejemplo, y esté en peligro su vida. Si el sistema no atiende, a quien debe recurrir es a los jueces de ejecución penal.

Caseta central de La Peni, Ciudad de México.

Caseta central de La Peni.

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Luego de la primera plática con Arnulfo, seguimos en contacto. La mañana del 24 de abril compañeros internos le decían que don Pedro (a quien he cambiado el nombre para su protección), cerca de los 50 años, había dado positivo al Covid-19. Arnulfo recuerda haberse despedido de Pedro: ya lo veía mal cuando se fue. Supo que fue trasladado a un hospital donde no lo quisieron atender, y regresado a su dormitorio. Cuando supieron que tenía coronavirus, fue extraído de la estancia, y la forma de aislar a los compañeros fue encerrándolos ahí mismo en el dormitorio. “Ya hay brotes, ya hay brotes”, me dice Arnulfo al otro lado de la línea. “Están aterrados y nadie quiere salir”. Dos días después volví a recibir una llamada: ya son más de 70 personas sospechosas, las están trasladando al dormitorio 1, donde normalmente están quienes tienen una adicción. El miedo y la incertidumbre llegaron al reclusorio Oriente. El domingo 26 de abril, cuando me dirijo hacia ese lugar, tengo la sensación de que encontraré a la gente en estado de alerta; el gobierno de la Ciudad de México dio a conocer, el 21 de abril, que uno de los cuatro primeros casos positivos entre la población privada de la libertad se detectó aquí y los otros tres en el reclusorio Norte. Además, adentro ya se habla de casos sospechosos y personas aisladas. Pero al llegar veo que quienes atienden los puestos de ropa, comida y trastes en el exterior siguen con la normalidad de un mundo que no está en vilo. Así encuentro al joven que hace planchado de cejas, la señora que resguarda las pertenencias de los familiares que entran al reclusorio, la dueña de la tienda de abarrotes. Cuando me acerco a preguntarles si conocen de algún caso al interior, me dicen que no. Sólo saben que siguen ingresando personas para reclusión, pero no saben cuántas. Casi nadie lleva cubre bocas y algunos, que sí lo hacen, lo usan mal.

"Algunos ya se preguntan: y si nos enfermamos, ¿nos van a atender o nos van a dar una patada como toda la vida?".

Para las personas que vienen a visitar a algún familiar, el uso de cubrebocas es obligatorio para entrar. Las personas, entonces, se lo colocan —si no traen uno pueden comprarlo afuera o los oficiales los proporcionan—, cogen las cosas que traen para su familiar y se enfilan para pasar el filtro de vigilancia. Unas equis pintadas en el suelo indican a qué distancia las visitas deben formarse; hoy no hay tanta gente, porque una de las medidas para prevenir el contagio ha sido dividir los días de visita: martes y sábado una mitad, jueves y domingo la otra. Bajo una carpa blanca, cerca de diez personas, entre ellas un paramédico, oficiales y funcionarias, se encargan de tomar la temperatura, de vigilar que lleven cubre bocas, proporcionarles gel antibacterial y desinfectar zapatos. Apostados en la entrada, dentro de la caseta de vigilancia y al inicio del filtro sanitario, hay algunos oficiales que me dicen no hay contagios, y otros no sueltan una palabra. Más allá del filtro, está la explanada, donde hay dispuestas estructuras de metal para separar a la gente en filas, y en seguida unos torniquetes que son lo último que alcanzo a ver. Arriba resaltan, en fondo negro, las palabras “Reclusorio Oriente”. Me quedo afuera, sobre la banqueta, porque no me permiten ir más allá: desde ahí veo cómo funciona el filtro. En las cuatro horas que estoy aquí, veo que no todas las personas se frotan bien el gel antibacterial o llevan a medio poner el cubre bocas; veo que una mujer entra sin ninguna protección y sin que nadie la detenga o diga algo; incluso entra una niña de unos seis años, que está prohibido, así como la entrada a mujeres embarazadas y adultos mayores. Pregunto a los familiares sobre las medidas que hay más allá del torniquete. “Es puro teatro aquí afuera”, dice un joven que acaba de salir, refiriéndose al filtro de la entrada. “Allá adentro todo sigue igual”. Otra señora explica que las mesas para las visitas están separadas y que sólo puede entrar un familiar. En donde están los torniquetes hay alguien más dando gel antibacterial. Cuando pregunto sobre los contagios, un joven cuenta que su hermano escuchó hay personas aisladas en su mismo dormitorio, pero no sabe cuántos son ni desde cuándo lo están. Alguien más me dice que hay 27 casos sospechosos. El resto no sabe nada. Después del anuncio del día 21, de cuatro casos postivos, el gobierno no ha actualizado la información, particularmente sobre lo que sucede en este reclusorio. El boletín más reciente alojado en el sitio de la Subsecretaría de Sistema Penitenciario lleva esa fecha: “Filtros sanitarios en centros de reclusión funcionan adecuadamente”. Con él se informaron los primeros contagios. Quise corroborar la información que hasta ahora tengo, así como conocer los mecanismos de actuación e información. En las áreas de prensa de la Subsecretaría del Sistema Penitenciario y de la Secretaría de Gobierno (SecGob) aseguran que ninguno de los titulares está dando entrevistas; y en la SecGob dijeron que responderían a mi solicitud de información. Pregunté sobre las medidas de aislamiento, sobre cómo se dio el contagio en el reclusorio Oriente y cómo ha sido la actuación de las autoridades; pedí una actualización de casos sospechosos y confirmados en todo el sistema penitenciario de la Ciudad de México; pregunté sobre los ajustes o medidas extraordinarias en lo que respecta al servicio médico, que informaran qué protección estaban dando al personal de los centros como limpieza, administración o cocina. Pedí saber cuál es el protocolo de actuación si llegaran a darse contagios masivos y qué mecanismos están siguiendo para informar del desarrollo de la Covid-19 a personas privadas de la libertad, familiares y personal de los centros. Gatopardo hizo la solicitud el 27 de abril, y fue recibida. El 30 respondieron que la información estaba en revisión para ser entregada, y por la noche aseguraron que sería dada a conocer en conferencia de prensa. Hasta el 15 de mayo, no hay respuesta a la solicitud, ni fecha en que se realice la conferencia. De acuerdo con AsiLegal, en los centros de la Ciudad de México hay registro de siete personas contagiadas y una defunción. En el reclusorio oriente sólo hay un contagio.

***

Es 12 de mayo de 2020. Desde el pasillo de un segundo piso en un penal de Colima, un interno comparte imágenes del motín en redes sociales. “Valió verga”, “Chale”, se lee en los comentarios en esta historia de Instagram. Hay internos en el techo. Hay detonaciones. “Vámonos a la verga”, dice otro. El motín se suma a otros incidentes de violencia que se han dado en penales del país. En Coahuila, cuatro personas fueron lesionadas en una riña; ahí se usaron explosivos, apunta Saskia Niño de Rivera, directora de la organización Reinserta. “Como está el panorama ahora, es preocupante”, dice en entrevista. Menciona que la ingobernabilidad de algunos penales, que son operados en buena medida por grupos delictivos, ha hecho que sea complicado para las autoridades implementar medidas de protección. “Dado que no se tomaron las medidas a tiempo por temas de ingobernabilidad, hoy se complica mucho más, la gente se está infectando y con el hacinamiento en los penales es complicado prevenir la infección”, menciona. Aislar por completo y empezar a hacer movimientos drásticos de reclusorios son algunas de las medidas extremas que tendrían que tomarse para cuidar a la población más vulnerable. Reinserta es una organización que busca transformar la realidad en los centros de reclusión. Durante la contingencia, trabaja de la mano con el gobierno federal para que éste brinde apoyo a los estados en caso de que se necesite trasladar a una mujer o niño al Centro Federal de Mujeres, que cuenta con un área específica de maternidad y de niños. Porque 18 estados no tienen penales exclusivos para mujeres. “No hay que desdeñar los esfuerzos que está haciendo el gobierno de la Ciudad de México para proteger a las personas privadas de la libertad”, me dice Arnulfo, quien toma en cuenta que las autoridades siempre van a dar lo que está a su alcance. Arnulfo sabe que adentro es complicado. Él tiene un plan de reinserción que quiere llevar a cabo. Quiere compartir con los jóvenes su experiencia, para que no les pase lo mismo. Estando en el reclusorio estudió y leyó mucho y eso le hizo ver la vida distinta. Arnulfo habla de psicología y criminalística. Me habla de Viktor Frankl y otros autores. “Recuperas la dignidad”, me dice. Pero llevar este plan está siendo complicado. La tienda de decoraciones en la que había conseguido empleo, para su preliberación, lo perdió por el retraso de su salida y además la tienda ha cerrado por la pandemia. Quizás de haber salido antes, como lo marca la ley, habría podido reaccionar mejor y protegerse de alguna forma. En su búsqueda de trabajo, me cuenta que se han reído incluso de él. “Es que ya no está para el aguante”, le dijeron en una tienda de abarrotes al conocer su edad. “¿Quién me va a dar trabajo, me podría usted decir?”. Y la verdad es que no puedo. Aun así, dice que no va a soltar su proyecto de reinserción que durante tanto tiempo construyó. Hace meses, cuando solicitó su beneficio de preliberación, Arnulfo no se imaginaba que saldría del centro de reclusión para entrar a un confinamiento en casa, ni que recuperar su libertad sería así. “Nos envuelven en un celofán, que se llama reinserción social, e inmediatamente, como nos avientan, el mismo sistema social nos lo quita, nos lo rompe”. “Abrieron la puerta, y rájales, al ruedo”, me dice. A eso hay que sumarle la pandemia. Hace unos días que Arnulfo dejó ese lugar que conoce bien, donde ahora hay miedo. Aquí, afuera, dice que también siente miedo, por el futuro y por quienes dejó allá adentro. “Siento miedo, porque hay gente, hay servidores públicos que son humanos, hay custodios que lo son. Hay administrativos que nos tratan como humanos”.

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