Jenni la imperfecta
«La quisimos por simpática, por bondadosa, pero sobre todo la amamos por imperfecta»
Pepe Garza hace una pausa y cierra los ojos. No los aprieta; sólo baja los párpados suavemente y levanta un poco la cabeza. Es la segunda vez que lo hace durante la última hora, el tiempo que llevamos conversado sobre sus más de doce años de relación con Jenni Rivera. Respira hondo, traga saliva y, mientras se balancea en su supercómodo sillón negro de piel, hace un gesto con el que pretende hacerme creer que está pensando su respuesta. No es cierto. Está tratando de que se le pase el sollozo que trae atorado en la garganta para poder seguir hablando. Bajar los párpados es su forma de ahuyentar las lágrimas; mañana Jenni cumplirá un mes de haber muerto.
A Pepe Garza lo conocí en 2004; yo estaba recién llegada a Los Ángeles, él tenía seis años viviendo aquí, y le hice una entrevista en las instalaciones de Liberman Broadcasting, la cadena de radio y televisión en español que, en conjunto con sus filiales por todo el país, es la distribuidora más importante del género conocido como regional mexicano: música de banda, ranchera, grupera y corridos que gozan de enorme popularidad entre un importante sector de la población inmigrante mexicana y de la siguiente generación, los hijos que nacieron en Estados Unidos pero que crecieron escuchando la música de sus papás.
En ese primer encuentro, Garza, director de programación de la estación KBUE, conocida como la Qué Buena, me recibió en un estudio en la parte baja del edificio, junto a su oficina. De estatura promedio, delgado, piel blanca, cabeza a rape, nariz afilada y unos ojos rasgados azulísimos, me pareció sencillo y cálido; mientras conversábamos me mostró, con una mezcla de orgullo e incredulidad, la portada de la sección de entretenimiento de Los Angeles Times del domingo 7 de marzo. Una foto a media plana mostraba a un Pepe Garza sonriente bajo el titular del perfil que le hizo el diario: «The starmaker«.
Han pasado más de ocho años; hoy Garza se sabe starmaker y vive como tal. Se habla de tú con la Banda El Recodo, Los Tigres del Norte y Pepe Aguilar. Lo conocen los actores, los músicos y los colegas aunque se dediquen a géneros diferentes, y en 2009 su nombre quedó inscrito en el Paseo de las Estrellas de Las Vegas, el sitio a donde llegas «cuando ya eres alguien» en el medio artístico latino de Estados Unidos.
El titular de Los Angeles Times no se equivocó: Pepe Garza tiene el toque de Midas. Originario de la ciudad de Monterrey, vivió por un tiempo en Guadalajara, donde inició su carrera en la radio. Al llegar a Los Ángeles descubrió que había un nicho que no estaba cubierto en la radio comercial, lo que hoy se conoce como el género regional mexicano. Cuenta la historia que Garza salió a caminar por los barrios del sureste del condado de Los Ángeles, los de mayor concentración de población mexicana, y que así es como supo para dónde apuntar. Su olfato de hacedor de estrellas lo llevó a combinar en la radio a quienes ya contaban con público y fama, como Joan Sebastian, con sus descubrimientos locales, como Lupillo Rivera, un joven que vendía CD en un tianguis de Long Beach y que en breve tiempo se convirtió en una sensación. Los nombres que vendrían después se cuentan por decenas, pero sin duda el más importante y el que marcó la vida de Garza, es el de la hermana de Lupillo: la diva Jenni Rivera.
CONTINUAR LEYENDO—La primera vez que la vi en acción, que supe cómo era, fue en la primera edición de los primeros Premios de la Radio —recuerda Garza con una sonrisa enorme, cargada de nostalgia, cuando platicamos por segunda ocasión a principios de enero de este año. Hoy su oficina se encuentra en una esquina en el piso superior del edificio de Liberman, un espacio amplio con un ventanal de piso a techo que deja ver las majestuosas montañas Verdugo y parte de la ciudad de Burbank, sede de los más importantes estudios de cine y televisión del área de Los Ángeles. Garza es el creador y productor de los Premios de la Radio, un reconocimiento anual que se otorga desde el año 2000 a lo mejor de la música regional mexicana y que se ha convertido en el evento para los artistas y para el público, quien con su voto elige a los ganadores. La idea surgió cuando el starmaker se dio cuenta de que los grandes premios de la música, desde los Grammy hasta los Billboard, no contaban con una categoría para los artistas de regional mexicano. Durante la última década, y en parte gracias al éxito de los premios de Garza, eso cambió.
—Jenni no estaba nominada en esa ocasión porque no había más mujeres con quien nominarla, y la verdad es que no era tan famosa. Cuando llegó el momento de organizar el evento, su papá, el dueño de Cintas Acuario, me preguntó si podríamos dejarla cantar ese día. Yo le dije que no, que no estaba posicionada; en ese momento Lupillo era el rey. Le ofrecí una alternativa: que Jenni presente un premio. Y ése era el plan, pero cuando le tocó presentar, «y ahora sigue el premio a la mejor canción de tal cosa», que sale ¡y que se pone a cantar, la cabrona! —recuerda atacado de la risa.
Jenni eligió «Las Malandrinas», una canción a ritmo de banda. «Nos dicen las malandrinas porque hacemos mucho ruido / porque tomamos cerveza y nos gusta el mejor vino / y en los salones de baile siempre pedimos corridos», dice la letra escrita por ella misma. Para sorpresa de Garza, tan pronto Jenni empezó a cantar, la audiencia, conformada en su mayoría por chicas mexicoamericanas de origen similar al de ella, la acompañó a coro. «Nos gusta andarnos paseando, nos encantan las loqueras / conocemos bien el mundo, no somos como las güeras / que de todito se asustan, no andamos con chifladeras».
—Su gran talento siempre fue leer el momento, la situación. Las chicas que estaban ahí eran fans de su hermano, así que salió gritando: «A ver, ¿dónde están mis cuñadas? ¡Quiero ver a esas malandrinas!
A Jenni le aplaudieron a rabiar y Garza había encontrado a su próxima estrella.
Una multitud de fanáticos, la mayoría mujeres, se agolpaba a las afueras del Gibson Amphitheatre desde la madrugada del 19 de diciembre. Diez días después del accidente en el que Jenni y otros seis pasajeros perdieron la vida tras la caída del Learjet 25 en el que viajaban de Monterrey a la ciudad de México, los restos de la cantante llegaron a Los Ángeles y la familia hizo los arreglos para tener una ceremonia fúnebre a la cual pudiera asistir parte de su público. Debido a las creencias religiosas del clan, Pedro Rivera Jr., hermano de Jenni y pastor en un templo bautista, anunció que la ceremonia no sería un funeral, sino una «graduación celestial» porque su hermana no había muerto sino que empezaría a vivir una vida eterna. Para cumplir con las normas de seguridad del recinto, se emitieron boletos para el evento al costo de un dólar y se anunció que este monto sería reembolsado. Los seis mil boletos salieron a la venta por internet y se agotaron en un par de horas, pero quienes no obtuvieron uno de todas maneras llegaron al lugar portando carteles, fotografías, flores, cantando sus canciones y hablando de cómo «la Jenni» había sido una mujer «con ovarios», valiente, bebedora, de temperamento fuerte y carácter explosivo, pero generosa, solidaria y amorosa con su familia.
Las fanáticas recordaban a las chicas que salen en el video de «Las Malandrinas» que grabó Jenni Rivera cuando lanzó la canción: mujeres entre sus veintes y sus treintas, latinas, llegadas a Estados Unidos en su infancia o adolescencia, biculturales y bilingües. Como ocurre con frecuencia en ese grupo, muchas están pasadas de peso, esto no impide que sean seguras de sí mismas y que tengan una personalidad fuerte que raya en lo agresivo. Usan ropa vistosa y ajustada, se tiñen el pelo en tonos rojizos o rubios, con frecuencia abusan del maquillaje, hablan en voz alta, dicen palabras altisonantes en ambos idiomas y ríen con estruendo. No son las chicas de la zona oeste de Los Ángeles, cuya vida nocturna transcurre en barrios hipster y eclécticos como West Hollywood o el Downtown; son las «chacalosas» que van a bailar a centros nocturnos de nombres como El Rodeo, El Potrero o Mi Hacienda en el sureste de Los Ángeles. Ahí beben, tal vez se echan un «gallito», ven a sus bandas preferidas y pueden ser como desean sabiendo que no serán juzgadas.
Cuando se les pregunta a qué se debe su amor por Jenni, la respuesta es casi unánime: Jenni era una de ellas.
Dolores Janney Rivera Saavedra nació en la ciudad de Long Beach, en el condado de Los Ángeles, el 2 de julio de 1969. Su madre, Rosa Saavedra, es originaria de Sonora, y su padre, el cantante y productor Pedro Rivera, es de Jalisco. Cuando la pareja cruzó la frontera para venir a vivir a California, la madre venía embarazada de Jenni. Además de Jenni y de Pedro Jr., la pareja tuvo otros cuatro hijos: Lupe, Rosy, Gustavo y Juan. La infancia de los Rivera transcurrió como la de cualquier familia inmigrante promedio, con los padres viéndoselas duras para sacar adelante a sus hijos, pero conservando rasgos culturales de su país de origen al tiempo que incorporan elementos de vida del nuevo. La identidad de estas familias mexicoestadounidenses —que en muchos sentidos difieren de la imagen de los personajes icónicos de la cultura chicana de los años setenta— se construye en un ambiente de contradicción. Por un lado, están las convenciones sociales de las comunidades de origen de los padres, las fuertes creencias religiosas, los estrechos vínculos familiares y comunitarios, pero también las prácticas nocivas que cruzan la frontera con ellos, como el machismo, la homofobia, el alcoholismo, la infidelidad y la violencia intrafamiliar. Por el otro, los hijos nacidos en Estados Unidos reciben una educación que sus padres no tuvieron, entran en contacto con la diversidad cultural y étnica, y con el tiempo logran una situación económica mejor que les permite mayor independencia. Algunos compran un auto siendo jóvenes, tienen acceso a la tecnología y desarrollan una personalidad arrojada y demandante, pero siguen marcados por la cultura de origen. Las nuevas generaciones en estas familias absorben lo mejor y lo peor de los dos mundos.
A los quince años, la joven Jenni quedó embarazada de su novio, José Trinidad Marín, y a los dieciséis se convirtió en mamá de Janney Marín, a quien la familia apoda Chiquis. La vida de Jenni durante esos años fue similar a la de muchas otras jovencitas latinas que quedan embarazadas durante la adolescencia. En Estados Unidos, los embarazos adolescentes llegan a ser hasta nueve veces más elevados que en otros países desarrollados. Entre las minorías étnicas las cifras duplican a las registradas entre la población en general; de ellas, la latina es la de mayor incidencia. En 2010, un promedio de dos de cada cien embarazos en mujeres anglosajonas fueron embarazos adolescentes, mientras que el promedio para las mujeres latinas fue de siete de cada cien. La vida familiar con padres de bajos niveles de educación o con un solo padre, las condiciones de pobreza y las consecuencias que esto trae, como la falta de información sobre métodos anticonceptivos, son factores que ayudan a explicar la situación.
Aunque Jenni pensó en dejar la escuela, gracias al apoyo brindado por una consejera que manifestó confianza en su capacidad pudo terminar la preparatoria. Al tiempo que estudiaba, trabajaba vendiendo casetes con la música que se grababa en el estudio que unos años antes había establecido su padre, Cintas Acuario. Jenni tuvo otros dos hijos, Jacqueline y Trinidad Jr. —quien de adulto se cambiaría el nombre por Michael— pero su vida de pareja distaba de ser la ideal: el abuso psicológico y la violencia doméstica llevaron a la joven a separarse de su marido en 1992. Con veinticuatro años de edad y tres hijos que mantener, decidió que continuaría estudiando; se inscribió en la carrera de Administración de Empresas mientras trabajaba como recepcionista en la disquera de su padre, y durante ese periodo empezó a grabar canciones junto a sus hermanos Pedro, Gustavo y Juan. Decidieron que se llamarían La Güera Rivera con Banda y grabaron dos discos con los que se la pasaron muy bien, pero que no tuvieron éxito comercial. Como fuera, la inquietud estaba sembrada; así que en 1995, mientras incursionaba en el mercado de bienes raíces para sostener a su familia, Jenni grabó La chacalosa, un disco que contenía corridos y narcocorridos y que llamó la atención en Los Ángeles debido a que por primera vez una mujer cantaba este tipo de temas.
Ese mismo año, Jenni conoció en un bar a Juan López, con quien compartió una vida que parecía sacada de una de sus pasionales canciones. A los pocos meses de estar juntos, López fue arrestado por tráfico de indocumentados de México a Estados Unidos y condenado a seis meses en prisión. Jenni esperó a que saliera y en 1997 resultó embarazada, contrajeron matrimonio y nació su hija Jenicka. Un año más tarde, cuando descubrió que Juan le era infiel, se divorció de él; volvieron a casarse en 1999. Tras el nacimiento de su quinto hijo, Johnny, en 2003 llegó su separación definitiva de López, quien cuatro años más tarde volvería a prisión por tráfico de drogas. En 2009 López murió de una pulmonía mientras cumplía su sentencia.
Los años de su relación con López fueron también los años de su despegue artístico. Después de darle el «albazo» a Pepe Garza en los Premios de la Radio del año 2000, el productor empezó a programarla en las estaciones de Liberman. Para entonces Jenni ya había grabado bajo el sello Fonovisa, algunas baladas con letras para un público más amplio, pero siempre con el toque Rivera: canciones de mujeres despechadas que recordaban a Lupita D’Alessio o a Paquita la del Barrio; canciones de corazón norteño como «Que me entierren con la banda», y covers de las consagradas de la música ranchera.
—Empecé a mover «La Gran Señora» y me dio rating, era el momento justo para esa canción —recuerda Garza—. La gente sabía que estaba divorciándose y la temática era «yo sin ti voy a seguir siendo la misma gran señora». Sabían que esa canción se la estaba dedicando al ex marido. Eso era parte de Jenni, sus canciones eran como el soundtrack de la película de su vida.
Unos meses después, un grupo de activistas de Los Ángeles empezó a organizar un evento de orgullo gay latino, el primero en su tipo. Daniel Morales, director de la agencia de relaciones públicas Tapiz Media, era parte del comité de asuntos comunitarios y entre sus funciones estaba presentar el cartel artístico. Estaban confirmadas la cantante conocida como La India, la diva de la salsa, y Alejandra Guzmán, a quien llamaban la diva del rock. Cuando incorporaron a Jenni, la decisión era obvia: Jenni Rivera, la diva de la banda. El cartel se convirtió en destino.
Jenni Rivera grabó en total trece discos de estudio, cuatro discos en vivo y dos recopilaciones, con letras que hablaban de amor y pasión, de desamor e infidelidad, de valor y rabia, de drogas y alcohol y de salirse con la suya.
El Gibson Amphitheatre se ha convertido en uno de los escenarios preferidos para los artistas y los empresarios del género regional mexicano. Ubicado en el terreno de los Estudios Universal en Hollywood, el Gibson, como se le conoce coloquialmente, ha sido la casa en Los Ángeles de Vicente y Alejandro Fernández, Los Tigres del Norte y Pepe Aguilar entre muchos otros. Es la sede de los Premios de la Radio, y era el lugar donde se sentía cómoda Jenni Rivera.
Una mañana de 2008, Mario Perea, un joven y desenvuelto reportero de televisión de sonrisa amplia y cargado de energía, se preparaba para asistir a una conferencia en la que se anunciaría justamente el siguiente concierto de Jenni en el Gibson. Era su primer encuentro con ella y Mario estaba francamente intimidado.
Había motivos para ello. A partir de que la carrera y la fama de Jenni despegaron, también lo hicieron las cualidades y defectos de su carácter. Entre los miembros de la prensa de espectáculos se tejían historias, algunas de ellas comprensibles y otras que fueron tomando forma de leyenda negra. Los reporteros más avezados, los que conocían a la familia Rivera desde sus inicios o estaban familiarizados con la forma en que se opera en el regional mexicano en general, no se sorprendían mucho. Es sabido que en los conciertos y en los palenques se bebe y circulan estupefacientes. Es sabido también que algunas bandas o artistas están financiadas por el narcotráfico. Es de simple lógica pensar que los narcocorridos a veces se escriben por encargo, y es un secreto a voces que a todos les ha llegado alguna vez una propuesta para tocar en la fiesta privada de algún capo; el sentido común indica que a una invitación a punta de pistola no se le dice que no. Más de una vez, los Rivera han estado en la palestra por algunos de estos motivos, pero mitologías de género aparte, el temperamento del clan y en particular, el de Jenni se volvieron una leyenda por sí mismos.
Una de las historias que circula entre la prensa es la ocurrida a una reportera de televisión. Aunque con sus variables, la mayoría de los relatos coincide en que la chica se encontró a Juan, el menor de los Rivera, en un evento. Días antes habían circulado rumores sobre el divorcio de los padres, Rosa y Pedro Rivera, debido a una supuesta infidelidad del segundo, así que la chica le preguntó a Juan sobre el asunto. Juan se molestó, le dijo «estás loca» y ahí habría quedado la cosa de no ser porque Jenni se enteró. Días más tarde, cuando encontró a la reportera en un lugar público, la agredió verbalmente y remató con un «con mi familia no te metas» —los casos en los que Jenni se veía involucrada en agresiones físicas ocurrían en México, no en Estados Unidos—. Cuando la reportera fue despedida unos días después, inevitablemente se vinculó el incidente con el despido. Los padres de los Rivera se separaron semanas más tarde.
—La mujer tenía poder —afirma rotundo Perea, quien a partir de esa primera conferencia de prensa y durante los siguientes años cubriría a la cantante con regularidad—. Jenni sabía que vendía; le daba rating a las cadenas, le daba dinero a los promotores y si tú eras productor siempre querías que fuera a tu programa. Si le caías bien, te trataba de maravilla; pero si decías algo que no le gustaba, si eras muy directo, podía ser muy dura, muy grosera. Yo aprendí a ser cuidadoso, a sacar la información con cautela, porque si en algún momento la cadena hubiera tenido que escoger entre ella y el reportero, la respuesta era obvia. Más que cantante, era una mujer de negocios muy hábil: manejaba la información a su conveniencia e incluso cuando había un escándalo, por negativo que fuera, terminaba sacándole ventaja.
Vaya que los escándalos fueron lo de Jenni. A su tortuosa relación con el dos veces preso López se sumó una demanda en contra de su primer esposo, Trinidad Marín, por abuso sexual contra las dos hijas que tuvieron en común y contra Rosy, la hermana menor de la cantante. Con las cámaras siguiéndola, Jenni enfrentó el juicio, habló por sus hijas y tras un periodo en el que se mantuvo prófugo, Marín fue sentenciado y se encuentra recluido hasta la fecha. El hecho de haber tenido el valor para llevar al hombre a prisión le valió la admiración y la lealtad de un importante sector de su público femenino. Un escándalo más vino después, cuando se filtró a los medios de comunicación un video en el que se ve a la cantante sosteniendo relaciones íntimas con una ex pareja. Jenni apareció en el programa de televisión de la conductora cubana Cristina hablando sobre el video, sobre el abuso de confianza del que fue víctima y muy afligida por su imagen ante sus hijos, pero sin avergonzarse por haberlo grabado. «Yo soy como cualquier otra mujer: sé cocinar, planchar, lavar, cambiarle el aceite a un carro, usar un cuerno de chivo, una pistola, y también sé hacer el amor», dijo a la presentadora. Poco después de su muerte, comenté esta respuesta poco ortodoxa por parte de Jenni con una chica que vive en Los Ángeles y que resultó ser víctima de abuso sexual en su hogar cuando era niña. «Por mí que la mujer dispare cien cuernos de chivo; tuvo el valor de hacer por sus hijas lo que mi madre no hizo por mí», me respondió.
Los programas de chismes siempre tuvieron algo sobre Jenni. Fue detenida en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México por llevar más de cincuenta mil dólares en efectivo sin haberlos declarado; sus abogados comprobaron el origen del dinero, pero los rumores de vínculos con el narcotráfico se desataron. Su hijo Michael fue acusado de estupro a los diecinueve años; se declaró culpable y obtuvo libertad condicional por diez años. Poco antes de morir, y en medio del escándalo —sí, otro—, Jenni anunció su separación de su tercer esposo, el pelotero Esteban Loaiza, con quien había contraído matrimonio dos años antes: personas cercanas a la pareja aseguran que el motivo fue la infidelidad de Loaiza con Chiquis, la hija de Jenni. Aún después de su muerte, la revista mexicana Proceso publicó una nota en la que revela su supuesta participación en fiestas de narcotraficantes.
Si esto no fuera suficiente, su vida en el escenario también daba de qué hablar. Durante sus presentaciones solía subir a hombres del público para hacerles bailes seductores, acariciarlos y besarlos; en algunas presentaciones llegó a insultar a sus fans, y en una ocasión golpeó con un micrófono a uno de ellos por lanzarle una lata de cerveza al escenario. En sus conciertos bebía tequila Patrón blanco arriba del escenario; empezaba con una botella nueva que terminaba vacía. ¿Cómo podía una mujer tan compleja, controvertida y caótica, ser tan popular, tan cercana, tan querida?
—Tú como fan querías irte a echar un drink con Jenni. Entrabas al concierto y brindaba contigo; se cambiaba varias veces y era la que tenía un vestido nice, o uno para cantar con mariachi, pero también salía vestida de chola, de chacalosa, tirando barrio y haciendo señas [de pandillas] con las manos —dice Perea—. Cuando era violenta, cuando insultaba, su argumento era el de la chola de Long Beach: «Mi familia es así, nosotros no nos sabemos quedar callados». Y su público era ése, la gordita dejada que se crió con sus hermanos, la mamá soltera que le cree todo porque es auténtica: me dejaste, pero voy a salir adelante. Creo que parte del encanto de Jenni era que no sólo interpretaba, sino que vivía sus canciones. Cuando te decía: «Me voy a poner a pistiar y se las voy a dar a otro», tú pensabas «pues sí, la Jenni se las va a ir a dar a otro saliendo de aquí». Cuando te decía que se iba a echar un toque, o una chela, te la podías imaginar haciéndolo; como las chavas que estuvieron haciendo guardia afuera de la casa de su mamá cuando murió, hablando spanglish y tomando chela.
En una entrevista otorgada a la revista People en Español en 2009, Jenni lo explica con sus palabras. «Mi público se identifica con la muchacha del barrio, mi corazón es el de la misma chica que salió de Long Beach. Me ven como a una persona real. [Dicen] ‘lucimos como Jenni, pesamos lo que Jenni pesa, comemos lo que ella come, habla como nosotros hablamos, pasa las mismas cosas que nosotros pasamos y lo pone en su música’, y encienden el televisor cuando yo estoy en televisión».
Y volviendo a las leyendas, hay una más: que Jenni ostenta el récord de haber dado el concierto en el cual se ha vendido más cerveza en la historia del Gibson, y que se sentía orgullosa de ello.
De todas las ciudades de la zona sureste del condado de Los Ángeles, tal vez la más cálida y pintoresca es la de Huntington Park. Establecida en un área de tres millas cuadradas, una extensión similar a la de decenas de pequeñas ciudades que junto con la gran ciudad de Los Ángeles conforman el condado del mismo nombre, Huntington Park tiene una población de sesenta mil habitantes. De ellos, 97% son latinos, de los cuáles 80% son mexicanos y de éstos 50% son inmigrantes mexicanos.
Para quienes venimos de México, caminar por Huntington Park puede ayudar a curar la nostalgia patriotera. En sus calles comerciales se encuentran negocios de venta de ropa, zapatos, artículos para el hogar, salones de belleza, joyerías y lo que se encontraría en las calles de cualquier ciudad, pero en este caso con productos venidos de México y con letreros bilingües o sólo en español. Cuando uno entra a un establecimiento, la norma es el saludo en ese idioma y los funcionarios públicos y las autoridades lo hablan casi a la perfección. En el centro se encuentra un complejo de salas de cine donde se presentan las películas estadounidenses con subtítulos en español.
Una de las arterias centrales de la pequeña ciudad es la avenida Pacific. Éste es el sitio donde, a lo largo de varias cuadras, se encuentran alineadas las tiendas de vestidos de novia y de quince años con los que, tal como les enseñaron en casa, sueñan la mayoría de las niñas mexicanas, estén en el país que estén. Como si fueran charolas con enormes merengues, los aparadores muestran vestidos vaporosos y sofisticados con holanes y brillos y encajes y lentejuelas. Hay los vestidos blancos inmaculados de novia y los vestidos de quinceañera en colores pastel, pero las chicas ahora buscan ser menos tradicionales: un vestido color vino con ribetes dorados parece tener mucho éxito, lo mismo que uno azul marino y varios en tonos que van desde el tímido lila hasta el púrpura encendido. Acompañando a los vestidos se puede ver, desde luego, el resto de la industria del kitsch eventosocialero: los trajes para damas y chambelanes, los estudios fotográficos, el ramo, el tocado y los recuerditos. En un cristal se lee un anuncio pegado con cinta adhesiva: «Maestro de baile. Se ponen valses».
La mañana del 5 de octubre de 2012 transcurría con normalidad en Huntington Park, cuando de pronto inició un pequeño murmullo que después se convirtió en revuelo: la diva Jenni Rivera caminaba como si nada por la calle acompañada por su hija Jenicka para ir a comprar un helado. La gente la reconoció y Jenni firmó autógrafos hasta que todos tuvieron uno. La razón de su visita estaba a media cuadra, sobre la calle Saturn, en el taller del diseñador Adan Terriquez, quien elaboró el vestido de quince años de la hija menor de la cantante.
Intenté sin éxito contactar a Terriquez por teléfono, así que un día decidí ir directamente a su tienda para conversar con él. Antes de ver la dirección del taller hubiera pensado que éste se ubicaba en Hollywood, West Hollywood, Culver City o alguno de estos barrios que sin ser Beverly Hills, podrían alojar a diseñadores que buscan expandir su clientela de artistas; reconozco que me sorprendió un poco descubrir que se encontraba en Huntington Park. Cuando llegué al taller, mi segunda sorpresa fue su tamaño: un cuarto que bien podría ser la estancia de una casa pequeña con las paredes pintadas de rosa y dos vestidos vaporosísimos puestos en la vitrina. Entré y vi al fondo un perchero retacado de piezas de telas brillantes y del lado derecho, junto al ventanal, un bastidor con un hermoso vestido largo de manta pintado a mano recreando las alas de una mariposa monarca; evidentemente la pieza estrella del lugar. Entre el perchero y la mariposa encontré a Terriquez.
Sentado ante un escritorio, hablando por teléfono y pegando pequeñísimos cristales en tonos pastel sobre un corsé color hueso, el diseñador me vio de reojo y me hizo una seña para invitarme a pasar. Descubrí que para pegar los cristales usaba unas pinzas para las cejas y un tubo de pegamento. Uno a uno iba acomodando, en perfecto orden, los cientos de cristalitos que apenas cubrían una quinta parte del corsé. «Te vas a acabar los ojos», me dieron ganas de decirle usando una frase de mi abuela.
El día de su muerte, Jenni Rivera viajaba de Monterrey a la ciudad de México para participar en La Voz, el programa de concurso en el que compartía el papel de jurado con los cantantes Miguel Bosé, Paulina Rubio y Beto Cuevas. Al subir al avión, Jenni llevaba consigo el vestuario utilizado durante su último concierto, y éste fue uno de los elementos que permitieron que los peritos que llegaron a la escena del accidente determinaran que el avión se trataba de aquel en el que viajaba la cantante. Unas horas más tarde circuló en redes sociales una fotografía con los trozos de tela de un vestido color rosa mexicano, su último de mariachi, esparcidos en el terreno agreste donde cayó el avión. El vestido era un diseño de Terriquez.
Adan Terriquez nació hace cuarenta y cuatro años en Zacoalco de Torres, Jalisco, y vino por primera vez a Los Ángeles en 1989; intentó trabajar como diseñador pero no tuvo el éxito que esperaba, así que regresó a su tierra, donde ya tenía una clientela que incluía a la cantante Daniela Romo. En el año 2000 volvió a suelo angelino para visitar a su hermano, quien era maquillista y en esos días tenía un trabajo importante con Jenni Rivera. El hermano convenció a Adan para que lo acompañara y le presentó a Jenni, quien por alguna razón que Terriquez nunca comprendió, le encargó un vestido sin conocerlo.
—Fue el primero que le hice y se lo hice sin que me regateara un peso —recuerda Terriquez, un hombre robusto con mirada suave, pelo quebrado y barba de candado, de hablar pausado y sereno—. No sólo me pagó lo que le pedí, sino que me pagó el boleto desde mi pueblo, porque yo me regresé a México a trabajar. Hay ocasiones que las cantantes o las actrices esperan que les mandes el vestido a cambio de que digan tu nombre en una alfombra roja. Yo le hice más de quinientos vestidos a Jenni y nunca dejó de pagarme uno sólo.
La relación profesional con la cantante se volvió, como era de esperarse, una relación personal. Nada más íntimo que el cuerpo, y nada más metódico para una mujer que el proceso de hacer que ese cuerpo se vea lo mejor posible. Con una figura difícil, como la describe Terriquez, Jenni tendía a engordar de la parte superior del torso, alrededor de la espalda y los brazos; tenía el pecho voluminoso, pero el vientre plano y la cintura marcada; la cadera y los muslos eran su área más ancha y complicada, y era difícil encontrarle un diseño favorecedor. A base de ensayo y error, Terriquez encontró la fórmula que se convertiría en el sello de la diva: vestidos con los brazos cubiertos por una manga corta, pero parte de los hombros y el escote descubierto; talle y caderas ajustados en el estilo conocido como «sirena», y faldas vaporosas con holanes y aplicaciones vistosas.
—Mucha gente se pregunta por qué habiendo tanto diseñador mejor que yo, se quedó conmigo —dice Adan bajando la vista hacia el corsé sobre su escritorio, sonriendo con sencillez—. La verdad es que caló con varios y algunos quisieron hacerle el mismo estilo que yo, pero no le atinaron. «Tú me conoces mejor que mi marido», me decía.
El asunto de la figura fue un tema constante en la carrera de Jenni. Cuando los programas y las revistas de espectáculos la empezaron a seguir, los comentarios siempre pasaban por su cuerpo: en ocasiones muy gorda, en otras menos; de pronto con un trasero más redondeado o con una cintura más breve. Jenni se hizo al menos dos liposucciones y quienes la conocen aseguran que siempre estaba a dieta, pero también que le gustaba comer y que disfrutaba mucho beber. La última dieta que hizo, una a base de alimentos empacados, la tenía muy satisfecha.
Cuando comenté el asunto de la figura con personas que la conocieron, principalmente gente de la prensa, el consenso fue que si bien Jenni siempre quiso estar más delgada, fue su complexión rellena, francamente gorda por momentos, uno de los elementos que hizo que sus fans se identificaran con ella. Sin embargo, en México, el asunto fue más controvertido que en casa. Cuando Jenni Rivera incursionó en el mercado de ese país, su audiencia fue su público natural: el de los palenques, el que escucha banda, corrido y música ranchera; pero más tarde la invitación a ser parte del jurado de La Voz, uno de los programas estrella de la empresa Televisa, que le abrió la puerta a un público mucho más amplio, variado y crítico. Las reacciones al anuncio de que Jenni compartiría créditos con iconos de la escena pop provocaron euforia por parte de sus fans y cuestionamientos muy duros de quienes no lo eran. Las redes sociales se llenaron de comentarios hirientes sobre el aspecto físico y el sobrepeso de la cantante, acompañados de apelativos como «vulgar» y «naca», e incluso comentarios sobre lo que consideraban un mal uso del español de su parte. Un sector del público en México no estaba dispuesto a perdonar el origen binacional y bicultural de Jenni, un reflejo del desconocimiento, que en ocasiones raya en desdén, sobre la realidad de una parte de la comunidad mexicana en Estados Unidos. La mofa en redes sociales no cesó ni siquiera el día de su muerte.
Comenté este asunto con Pepe Garza el día de nuestra conversación a principios de este año. Eligiendo cuidadosamente las palabras, Garza me aseguró que a Jenni no le dolía ese tipo de crítica, que estaba acostumbrada a ella y sabía manejarla. Jenni no sabía ser víctima.
—Lo bonito de este negocio de lo regional mexicano es que la apariencia física pasa a segundo término, y eso se sumaba a la seguridad de Jenni que siempre me impresionó. En unos Premios de la Radio cantó «La papa sin cátsup», de Gloria Trevi, vestida de novia; se empezó a quitar la ropa y acabó cantando en lencería. Qué huevos —me dijo fijando sus ojos azules en mí, sin sonreír—. Lo de México, las redes sociales… creo que venía tan acostumbrada al insulto que aprendió a que no le importara. Recuerdo que en una ocasión en Twitter alguien le dijo algo ofensivo sobre su trasero; ella respondió que su trasero era grande porque mucha gente tenía que besarlo.
Curiosamente, cuando Garza le preguntaba cómo le iba en México, la respuesta genuina de Jenni era que la gente la quería. Lo que le molestaba, eso sí, era que los conductores de televisión o los locutores en la radio recurrieran también al insulto; gente que, decía, estaba haciendo dinero con su música y con su persona.
Una noche, tres semanas después de la muerte de Jenni, decidí darme una vuelta por la casa de doña Rosa, su mamá, para ver qué había pasado con los altares con fotografías, veladoras y objetos, que los fans habían dejado en el jardín frontal en los días posteriores al accidente. Al clima frío de enero en Los Ángeles se sumaba una masa polar que traía ráfagas de viento helado. Cuando llegué encontré que no sólo el altar, sino la gente, seguían ahí: los que pasaron a dejar unas flores saliendo del trabajo, los que llegaron a tomarse unas fotos, los que fueron simplemente a estar en el lugar un ratito. Un auto blanco llegó y de él bajó Juan, el hermano menor de Jenni. Antes de meterse a la casa saludó a los que estaban ahí y les dio las gracias por su presencia, como cada miembro de la familia lo ha hecho cientos de veces con los seguidores en todos lados por donde pasan.
Conversar con quienes la querían hace que uno olvide por un momento a la Jenni irreverente, escandalosa. Una mujer me pregunta por qué los medios de comunicación no dicen más sobre la vida altruista de Jenni; me empieza interrogar. ¿Estoy al tanto de la fundación que creó para apoyar a niños que sufrieron abuso sexual, para mujeres que sufrieron violencia doméstica? ¿Tengo información sobre el fondo que estableció para ayudar a madres solteras que quieren seguir sus estudios? ¿Sé de su trabajo como voluntaria en un hospital que trata a niños con cáncer?
—Para mí era un modelo a seguir —me dice la mujer sin esperar mi respuesta—. Tuvo una vida tan difícil que cualquiera de las cosas que le pasaron la podría haber derrotado, pero Jenni siempre se levantó. No sólo eso: contaba lo que le había pasado para que a otras no les ocurriera. En los conciertos las muchachas se acercaban a contarle sus problemas, y ella les daba consejos. Jenni estaba cerca de la gente, por eso la gente sigue cerca de ella.
Me sorprende cómo, a su muerte, estas historias han salido por todos lados. Un colega llegó por casualidad a la casa de la familia de un empleado de don Pedro, y resultó que al hijo, con una enfermedad renal, Jenni le estaba pagando el tratamiento; lo mismo que a un fan que padecía cáncer, según me relató un productor. Un publirrelacionista me contó que la cantante solía ir a las preparatorias a hablar con las jovencitas sobre los riesgos del embarazo adolescente y las posibilidades de seguir estudiando. Las historias del dinero en efectivo entregado a quienes le confiaban un problema se cuentan por decenas. Pepe Garza compartió una más conmigo: pocos días antes de morir, Jenni le propuso que rifaran en la radio el anillo de compromiso que le había regalado Loaiza para obtener el dinero para el trasplante de médula que necesitaba un niño amigo de la familia.
La despedida a Jenni Rivera es la ceremonia más emotiva que ha visto el Gibson en toda su historia. Horas antes del evento, la familia pidió a la gente que vistiera de blanco y que llevara una rosa blanca para ofrecerla a la cantante. Al centro del escenario que decenas de veces vio cantar a la diva, se encontraba el ataúd color caoba con mariposas grabadas, que con la iluminación del lugar de pronto adquiría un tono rojo brillante. La enorme pantalla al frente del teatro se encendió, y una fotografía de Jenni vistiendo un Adan Terriquez negro con flores amarillas provocó la euforia de la gente. El discurso de Pepe Garza marcó el inicio de la ceremonia.
—La quisimos por talentosa, por simpática, por bondadosa, pero sobre todo la amamos por imperfecta. Porque fueron sus metidas de pata las que nos hacían saber que era una de las nuestras y queríamos verla triunfar cada día más. Sus fanáticas la pusieron en un pedestal porque sabían que, a donde iba Jenni, llevaba la voz de toda su gente. Jenni Rivera vino a traer una lluvia de honestidad y sencillez a un mundo del espectáculo lleno de modelos vacíos. Jenni vino a callarle la boca a los expertos de la imagen —leía un Pepe Garza de ojos hinchados y rostro endurecido, ligeramente encorvado, que evitaba voltear al sitio donde estaba el ataúd—. Jenni Rivera no se fue. Está en todas las mujeres que se expresan a través de sus canciones, de sus interpretaciones, y en cada uno de quienes hacemos vida su mensaje de valentía y orgullo latino.
Dos horas de discursos y canciones, de palabras llenas de amor —las de Johnny López, su hijo de once años, sin duda las más conmovedoras al expresar su esperanza de que su madre estuviera ahora con su papá—, de música y de maripositas de papel cayendo del techo, fueron el adiós a la Jenni. Una hora y media después de terminada la ceremonia, la familia seguía en el lugar, extendiendo la mano a cada persona que se acercaba a dar el pésame, a dejar una flor, a decir una palabra. En el teatro resonaba la voz de la diva cantando. «Tomen tequila y cerveza, que toquen fuerte las bandas / suelten por mí mariposas, apláudanme con sus palmas / porque así es como celebran cuando se muere una dama». \\
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