Todas las cosas que Coral compró a lo largo de siete años están a la vista en la habitación de este hotel de paredes descascaradas. Un lamparita solitaria que cuelga del techo, una mesa con un mazo de cartas desparramadas, algo de maquillaje, dos sillas, tres banquitos de plástico, una televisión, un viejo ventilador de pie, una pequeña heladera, dos estanterías con ropa medio desordenada. Aunque no le gustaría vender nada de eso, piensa que dentro de poco quizás no tenga otra opción. “Algunas teníamos algún ahorro, pero cuando dijeron 15 días de cuarentena, sabíamos que no alcanzaría para más que eso. La estamos pasando mal, ya no tenemos dinero”, dice al borde de la cama. Coral tiene 32 años y es una trabajadora sexual trans.
En 2013, Coral llegó de Perú a Buenos Aires para “trabajar por la legal, en una tienda”. Ya tenía experiencia como empleada en un casino y en un local de indumentaria, pero desde que llegó solo ha trabajado en la calle. Su caso no es una excepción: de acuerdo con el último proyecto nacional de ley de cupo laboral trans presentado este año en el Congreso (en 2018 se presentaron dos proyectos similares, pero jamás fueron tratados), el 98% de las personas trans está excluido del mercado laboral formal por prejuicios, discriminación o porque ya antes las habían expulsado —por las mismas razones— del sistema educativo. Sin muchas alternativas, más del 70% trabaja o trabajó en la prostitución, una actividad no penalizada por la ley argentina, siempre que no involucre trata de personas y se ejerza de forma voluntaria.
En junio de 2020 se reactivó la discusión entre regulacionistas (a favor de darle un marco legal a la prostitución) y abolicionistas (en contra de considerarla un trabajo) dentro del colectivo de mujeres. El regreso del tema al debate público se debió a que, durante un domingo de ese mes, en la página web del registro para trabajadores de la economía popular del Ministerio de Desarrollo Social, que lanzó días atrás el ministro Daniel Arroyo, existía la posibilidad de seleccionar “trabajador sexual” como respuesta a la categoría “ocupación”. El formulario duró solo unas horas antes de que lo dieran de baja.
“Con el ministro Daniel Arroyo coincidimos en que, de acuerdo a nuestra legislación y los convenios internacionales, la prostitución no es trabajo”, escribió Gustavo Vera, director del Comité Ejecutivo para la Lucha contra la Trata y Explotación de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas, en su cuenta de Twitter, para explicar la rápida marcha atrás.
Desde que llegó al país, Coral alquila una habitación en alguno de los llamados “hoteles familiares” del barrio Constitución. Ya pasó por cuatro y dice que son todos parecidos. Hoy vive en uno de la calle Santiago del Estero, con otras siete trabajadoras sexuales trans. Es una vieja casona de varios pisos con paredes, pasillos y patios que se caen a pedazos, donde los baños y cocinas compartidos carecen de las mínimas condiciones de higiene. Las habitaciones, de unos 12 m², tienen filtraciones de agua y la mayoría no tiene ventanas; los techos y puertas están rotos. Por vivir en uno de esos cuartos se pagan, por adelantado y sin contrato ni recibo, nueve mil pesos argentinos al mes.
Fotografía de Daniel Jayo
“Ésta es nuestra cuarentena: lugares hacinados, condiciones de insalubridad, hasta tres compañeras en una habitación, compartiendo la cama o durmiendo en el piso. Y ahora, endeudadas”. Quien habla es Georgina Orellano, secretaria general de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (Ammar), unos minutos antes de comenzar un recorrido por cinco hoteles para repartir alimentos, artículos de limpieza y ver personalmente las condiciones en las que viven sus colegas. El sindicato forma parte de la Central de Trabajadores de Argentina (CTA) desde 1995: en su padrón figuran unas mil 500 trabajadoras sexuales de la ciudad de Buenos Aires, aunque el número real es mucho mayor. Dentro de ese grupo, las trans son las más vulnerables. “No tienen una red de contención como pueden tener las mujeres cisgénero y algunas están en situación de calle desde los 12 años”, explica Orellano. “Por su transformación y su autopercepción, muchas de ellas fueron violentadas y expulsadas de sus hogares”.
Además de ver sus ingresos reducidos a cero debido a la cuarentena, muchas de estas mujeres no pueden acceder al subsidio de emergencia dispuesto por el gobierno, pues no tienen documentos. Esto es habitual entre las trabajadoras sexuales de la calle, pues están expuestas a constantes robos; además, muchas de ellas también son migrantes. En 2012 la Primera Encuesta sobre Población Trans del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) reveló además que el 83.1% de las mujeres travestis o trans fueron víctimas de discriminación y violencia por parte de la policía debido a su identidad. Además, según Orellano, como los hoteles no están regulados, los dueños se aprovechan: “Algunos les cobran hasta mil pesos por día, mientras que a otras personas que viven ahí, pero no son trabajadoras sexuales, les cobran una tercera parte. Si sos trabajadora sexual, trans y migrante, esos estigmas harán que pagues mucho más”.
“Ya debo un mes de alquiler y ahorita se me venció otro”, se lamenta Coral. “Siempre pago, pero ahora tengo que esperar. Hay algunos clientes que me llaman, pero no los quiero atender porque tengo miedo del virus”. En una de las estanterías, junto a un paraguas y un secador de pelo, tiene algunos víveres: un paquete de azúcar, otro de fideos, otro de leche en polvo, algunas latas de paté, una botella de aceite. Son donaciones que provienen del fondo de emergencia creado en marzo por Ammar.
Fotografía de Daniel Jayo
“Frente a la imposibilidad de trabajar no tenés plata ni para comprar comida, ni para medicamentos, ni alcohol en gel, ni barbijos. Es muy importante cuidar la higiene ahora, pero las compañeras no tienen para comprarse un jabón, y en los hoteles no hay lavandina ni detergente”, confirma Orellano. También denuncia intentos de desalojo en hoteles en la esquina de Once y Constitución, a pesar de estar prohibidos por el decreto presidencial 320/2020 debido a la emergencia sanitaria, económica y social desencadenada por la pandemia.
Corina tiene 23 años y vive en el mismo hotel que Coral. Su habitación está pintada de un fucsia furioso. Sobre la cama hay algunos peluches y un llavero con una botellita de alcohol en gel. Devota católica, en una esquina del cuarto armó un altar con figuras y estampitas del Señor de los Milagros, el Cristo más venerado de la cultura peruana. También tiene imágenes de la Virgen de Luján, de San Expedito y del Gauchito Gil, “porque está relacionado con los que menos tienen”.
Mientras juega con su pelo largo, lacio y negro, Corina habla con voz suave: “Éstos son los días más duros que he pasado en mi vida. Yo estudié Gastronomía y vine a un restaurante a probar suerte, pero me pagaban muy poco y no me alcanzaba”. Hace dos años empezó a trabajar en la calle. Cuando le sobra algo de dinero, lo envía a su familia en Lima, y sus padres creen que todavía prepara platos en la cocina de algún restaurante porteño. “Algún día les voy a tener que contar, pero todavía no tengo el valor”, confiesa. “De todas formas, no me siento en falta, porque siempre estoy detrás de ellos”.
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Fotografía de Daniel Jayo
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Fotografía de Daniel Jayo
No tardó en descubrir que la violencia acecha en cada esquina. Una de las primeras noches en que se paró sobre las veredas de Constitución a la espera de algún cliente, una compañera “más canchera, más astuta” se subió a un auto con dos hombres que le ofrecieron ir hasta provincia. Lo recuerda como si hubiera ocurrido ayer. “Yo recién me iniciaba y fue como un trauma. Volvió toda golpeada y ensangrentada, con la espalda abierta. La habían tirado del auto en movimiento”.
Así aprendió a endurecerse: “¿Parezco fuerte, no? Tengo que mostrar esa cara porque si muestro la otra me van a pisotear. En Perú hay un dicho: ‘En la calle está la gente dura’”.
En su perfil de WhatsApp, Corina tiene la foto de una vela de la esperanza que reza por todos los enfermos de Covid-19. Desde que comenzó la cuarentena, algunos clientes le escriben mensajes pidiéndole fotos o videos en los que aparezca desnuda, pero ella los rechaza. “No me gusta, porque no sé dónde van a parar. Si mi mamá se va a enterar de lo que hago, quiero que sea por mí misma, no por fotos o por chismes”.
Fotografía de Daniel Jayo
Para Orellano, el combo entre híperconectividad y encierro que trajo la pandemia va a impulsar aún más el trabajo sexual virtual, una tendencia que crece desde hace tiempo. Aunque algunas mujeres lo practican, otras sienten que es una exposición más grande que la calle misma. “Yo no estoy acostumbrada a eso. Lo que hago con mis clientes queda en una habitación de cuatro paredes y ésa es una forma de cuidar mi privacidad. Si yo mando una foto, ahí pierdo el control”, reflexiona la secretaria general de Ammar.
En su cuarto, Corina suspira y piensa en el futuro. Si la pandemia pasa pronto, tal vez en algunos años junte el dinero suficiente para volver a su barrio, en Lima, y abrir un restaurante de comida tradicional. “Yo soy una persona hogareña, me gusta estar en familia. Voy a regresar, voy a poner el negocio para mi mamá y mis hermanas, y voy a estudiar otra cosa”.
Después, cruza las piernas y señala dos estatuillas que hay en el altar, junto a la figura de San Expedito. Son dos pequeños búhos de cerámica, uno verde y otro plateado. Apuntan hacia la puerta de la habitación, siempre mirando a quienes entran.
Dice que así se protege, también, de la mala onda.
Fotografía de Daniel Jayo
Daniel Jayo
Fotoperiodista con más de treinta años de experiencia. Durante la primera etapa de su carrera colaboró en medios gráficos de Buenos Aires como Diario Popular, Página 12 y El Gráfico. En diciembre de 2006 se mudó a México para trabajar como editor en la mesa regional de Latinoamérica y el Caribe para The Associated Press, labor que desarrolló durante siete años. En 2013 regresó a Buenos Aires y siguió colaborando, no solo con dicha agencia, sino con Getty Images. Actualmente es reportero gráfico y editor en el diario La Nación y es docente de fotoperiodismo en la Escuela de la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina. Además, está cursando el tercer año de la licenciatura de Fotografía Artística en la Universidad Nacional de San Martín.