La decisión de Marcelo
¿Cambió Ebrard su candidatura a la Presidencia por un plato de lentejas?
A mediados de 2011, la editora de libros Déborah Holtz estaba completamente persuadida de que la mejor opción para la izquierda —y para el país mismo— era promover la candidatura para la Presidencia de la República del jefe de Gobierno de la ciudad de México, Marcelo Ebrard. Holtz, que normalmente no se ocupa de la política, tiene una personalidad que se activa de inmediato con los asuntos que le interesan, y estuvo promoviendo a Ebrard con el mismo entusiasmo chispeante y don de palabra que usa para animar a su audiencia en un programa de salsa que ella conduce los sábados llamado Salsajazzeando.
El domingo 31 de julio de ese año, Holtz fue oradora en un evento convocado por la dirigencia del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Su presidente, Jesús Ortega, aliado con otros grupos, había lanzado el movimiento Demócratas de Izquierda para apoyar la candidatura de Marcelo Ebrard frente al otro personaje fuerte, Andrés Manuel López Obrador. Demócratas de Izquierda se desplegaría por todo el país para conseguir los apoyos necesarios a esa candidatura. Y organizó una reunión en el World Trade Center de la ciudad de México, a la que asistieron más de dos mil invitados.
El podio era circular y estaba iluminado como foro de teatro. Sólo tenía un atril, donde estaba el micrófono. El podio lo circundaba una hilera de asientos reservados para las personas importantes, y luego estaban los cientos de invitados en la oscuridad. Modernas pantallas de televisión curvas, que formaban un anillo colocado encima del podio, transmitían lo que estaba sucediendo allí mismo. El maestro de ceremonias fue el periodista Ricardo Rocha; los oradores, ciudadanos simpatizantes. Por el sector de las mujeres, habló una de las fundadoras del movimiento feminista, Marta Lamas; por los empresarios y el sector económico, Luis Foncerrada, director del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado; por los jóvenes, Aram Barra, especialista en drogas y activista, y por el sector cultural, Déborah Holtz.
El último en tomar la palabra fue el propio Marcelo Ebrard, que vestido con su tradicional traje negro y corbata amarilla, entre vítores y aplausos, dijo que ése no era un evento para lanzar un partido, no era un destape porque desde hace años había expresado su deseo de ser presidente y tampoco un movimiento contra nadie, en clara alusión a su contrincante, López Obrador.
Meses más tarde, Déborah volvió a expresar su simpatía por Ebrard cuando le hablaron para preguntarle si quería firmar un desplegado en su apoyo. Era la primera quincena de noviembre. Faltaban pocos días para que se dieran a conocer los resultados de la encuesta que decidirían si Ebrard o López Obrador sería el candidato de la izquierda. Los simpatizantes de Ebrard estaban convencidos de la superioridad de su candidato, y sólo temían la reacción de López Obrador ante la derrota.
CONTINUAR LEYENDOEntre otras cosas, el desplegado decía: «Quienes suscribimos, académicos, intelectuales, científicos, artistas y luchadores sociales, sabemos que Marcelo Ebrard ha demostrado capacidad de gobierno y compartimos con él una visión sobre la sociedad a la que aspiramos, sobre el Estado que merecemos, sobre las vías para conseguirlo: es la coalición, no la colisión. […] Marcelo es un político moderno y profesional que tiene la capacidad de encabezar una coalición plural con importantes fuerzas políticas y ciudadanas que impida el retroceso y, sobre todo, cambie el rumbo de México». Firmaba un sector importante del establishment cultural.
—Todos estábamos convencidos de que Marcelo sí se iba a lanzar a la pelea para quedarse como candidato a la Presidencia —dijo Déborah recientemente, cuando las campañas electorales estaban a medio camino.
Dos casas de opinión pública, una comisionada por el equipo de López Obrador y otra por Marcelo Ebrard, aplicaron cinco preguntas a seis mil ciudadanos. El resultado parecía bastante parejo, pero Marcelo Ebrard salió inmediatamente a la luz pública a decir que la intención había favorecido a López Obrador, aunque reconocía que estaban muy equilibrados. Podría empecinarse en llamar a unas nuevas elecciones internas en el partido, pero ¿dónde quedaba la congruencia?
El gesto de Marcelo Ebrard recibió el aplauso de muchos comentaristas, sobre todo porque evitaba repetir la fragmentación y el caudillismo, tan común en la izquierda mexicana.
Pero algunos simpatizantes sintieron que los habían dejado desnudos en el frío.
—Esos resultados nunca fueron claros. Yo nunca entendí —dijo Déborah Holtz.
—¿Qué pasó por tu cabeza cuando supiste de este desenlace?
—Me dieron ganas de llorar directamente, porque pensé «esto está perdido» —dijo Holtz—. Marcelo era absolutamente el hombre que pudo haber reunido las voluntades de la izquierda y la derecha a pesar de que hubiera habido una escisión de parte de la izquierda. Yo no soy largoplacista. Reconozco la chinga que se ha pegado Andrés Manuel en estos seis años recorriendo los pueblos de todo el país, y de todas maneras, la figura que él era hace seis años ya no existe. Y lamento que Ebrard haya perdido este momento porque hubiera sido un buen gobernante. Lo ha hecho excelentemente bien en la ciudad de México, a pesar de todas las críticas que pueda haber. Pero creo que perdió el impulso.
A mediados de mayo de este año, y una semana después de mi conversación con Déborah, la situación política del país había cambiado sustancialmente: la campaña de Josefina Vázquez Mota, que pudo haber tenido un guiño con un sector más progresista, se había desbarrancado y se sentía abandonada y sin rumbo. El candidato de las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador, que estaba en tercer lugar, experimentó un salto extraordionario hacia delante luego de que supo capitalizar las protestas de los jóvenes contra sus enemigos comunes: el candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y las cadenas de televisión. Su recuperación ponía por primera vez en aprietos la posición del puntero, Enrique Peña Nieto.
En la ciudad de México la fuerza del PRD parecía arrolladora. Después de un proceso interno, que también se decidió por medio de encuestas, el partido postuló como candidato a jefe de Gobierno al ex procurador Miguel Ángel Mancera, un abogado, alumno modelo de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que obtuvo gran parte de su popularidad por haber mantenido a la ciudad de México al margen del baño de sangre que mancha al resto del país. Aunque hizo su carrera al amparo de los gobiernos de izquierda, no está identificado con el PRD y no se conoce claramente su ideología. Resultó, sin embargo, un gran candidato por su buena figura, aplomo y mesura. Marcelo Ebrard, en buena medida por una veda electoral que le impide hacer proselitismo, más o menos había desaparecido de la escena pública para dejar que los reflectores alumbraran a los candidatos.
El jueves 17 de mayo, la oficina del jefe de Gobierno me confirmó que Ebrard me recibiría en el helipuerto Virreyes. Hubo algunos cambios de agenda. La muerte del escritor Carlos Fuentes y el deseo del jefe de Gobierno de estar cerca de la viuda fueron algunos de los motivos de estos cambios.
Mientras subía por Reforma hacia el helipuerto y la ciudad de México nos regalaba una espléndida y calurosa tarde de primavera, pensaba en una extraña coincidencia: Marcelo Ebrard no lo sabe, pero él y yo somos vecinos. Es decir, vivimos en el mismo edificio en la colonia Roma. Esto obviamente no tiene ninguna consecuencia política ni debería modificar mi acercamiento al personaje. Simplemente, sentía que me daba un pequeño atisbo a un aspecto menos conocido de su vida. Cosas tan tontas como que tiene un perro schnauzer, cuyo nombre desconozco, o que durante el temblor del pasado 20 de marzo, su actual esposa Rosalinda Bueso tuvo la bondad de tomarle la mano a la señora Gloria, la persona de más de sesenta años que me ayuda en la casa, para calmarla. Acaso el único dato relevante de este asunto es que ese departamento donde viven el jefe de Gobierno y su esposa era de su hermano Fabián, que se mudó hace unos años. Y que el edificio, aunque bien ubicado, no es nuevo o de lujo. Es un inmueble achacoso que, por ejemplo, tiene un elevador que se descompone un día sí y el otro también. Pienso que es relevante que el jefe de Gobierno viva precisamente en la colonia Roma, una de las más disfrutables por sus parques, restaurantes, cafés, galerías y tiendas de diseño y uno de los símbolos más evidentes de la transformación urbana de la ciudad (aunque visto desde otro lado, la Roma y la zona administrativa a la que pertenece, la delegación Cuauhtémoc, son también el símbolo de una gestión corrupta, como se verá más adelante).
El helipuerto Virreyes es un lugar discreto que está en la orilla de la tercera sección de Chapultepec. Pertenece a la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal y por afuera parece más bien una oficina de aguas o algo por el estilo. Consta de un estacionamiento, la pista de aterrizaje y unas modestas oficinas con salita, baño y un salón de juntas que tiene persianas verticales de tiras de plástico. Cerca de las cinco y media, la hora convenida, se escuchó el ruido del aparato. Un helicóptero de color azul se posó en la tierra con un gran vendaval de por medio. Bajaron Marcelo Ebrard y Rosalinda Bueso. Marcelo, de nuevo, llevaba su traje negro, camisa blanca y corbata amarilla; ella estaba con una falda negra y una blusa estampada en blanco y negro. Llevaba el pelo recogido.
Inmediatamente después de intercambiar saludos, Ebrard se metió al salón de juntas donde la fotógrafa Phoebe Theodora le hizo algunos retratos. Luego salieron a la salita, donde hubo otros disparos. Bueso miraba divertida la incomodidad de su esposo frente a la cámara. Ebrard es un hombre más bien alto y desgarbado a quien no parece importar mucho la ropa. Posaba a regañadientes.
—Hay muchas personas que hubieran votado por ti en estas elecciones y que se preguntan qué vas a hacer en los próximos seis años y cómo vas a reconstruir tu candidatura a la presidencia —dije una vez que terminaron las fotos y pudimos aislarnos de nuevo en la sala de juntas.
—Ya estoy preparando un frente amplio y una posición distinta, progresista, liberal, en fin, capaz de ganar la Presidencia —dijo Ebrard—. Hay que convencer de esto a una parte importante del país, que geográficamente está en el norte y en el centro, socialmente se inclina más hacia la clase media y, en términos de edad, está con los jóvenes. Hoy el apoyo de la izquierda mexicana tiende a estar en la gente mayor a los cincuenta años, en promedio. Y no siempre fue así. Hay que reorganizar las cosas. No lo vas a lograr si tienes la misma burocracia, la misma forma de hacer política y las mismas ideas.
—Y la segunda pregunta que se hace la gente es si podrás liderar esto, o si aparecerán obstáculos insalvables en el camino.
—Yo creo que obstáculos habrá varios o muchos, supongo, pero tenemos una gran oportunidad de hacerlo, por diversas razones. La primera es que está surgiendo una nueva generación importante de políticos; la segunda, el electorado está mandando una señal poderosa en ese sentido, y tercero, es un hecho objetivo que necesitas otras formas de comunicación.
Le pregunté qué pensaba entonces del descontento que generó el discurso de Enrique Peña Nieto en la Universidad Iberoamericana. Es decir, que si las protestas de los estudiantes durante su presencia en la Ibero, acicateadas por la defensa que hizo el candidato del PRI del uso de la fuerza pública para dispersar una manifestación en el pueblo Atenco mientras él era gobernador del Estado de México —donde hubo algunos muertos y mujeres violadas—, eran un signo de la necesidad de otras formas de comunicación con la gente.
—Yo creo que es una señal muy relevante, que va más allá de lo que se ha analizado ahorita. Peña Nieto dice: «Es que la izquierda me provoca». El discurso de Peña Nieto es uno de los sesenta, en el mejor de los casos. Lo que él hizo en la Ibero es un gran error porque molestó a muchos jóvenes que de otro modo ni siquiera se hubieran manifestado. ¿Por qué los encaras?, ¿por qué no dialogas? Ese estilo de hacer política no tiene ningún futuro en México.
La primera vez que Marcelo Ebrard se planteó seriamente la posibilidad de llegar a ser presidente de México fue cuando ganó las elecciones que lo llevaron a la Jefatura de Gobierno de la ciudad de México en 2006. Seis años antes había sido candidato para el mismo cargo por el Partido de Centro Democrático, creado por su mentor Manuel Camacho Solís. Declinó la candidatura a favor de Andrés Manuel López Obrador, el candidato del PRD, y cuando éste llegó a la Jefatura de Gobierno de la ciudad, lo nombró secretario de Seguridad Pública.
Allí, Marcelo Ebrard enfrentó una crisis que, en vez de desbancarlo, le dio presencia nacional. En noviembre de 2004, los habitantes de San Juan Ixtayopan, en la delegación Tláhuac, golpearon a tres agentes de la Policía Federal Preventiva que estaban haciendo una investigación sobre la abundante venta de drogas en la zona. Alguien, sin embargo, había esparcido el rumor de que eran secuestradores. La gente quemó a dos de ellos sin que interviniera la policía local. Un agrupamiento de granaderos había llegado una hora después de que se iniciara la violencia, pero intervino casi dos horas más tarde. Se acusó a Ebrard de negligencia grave. López Obrador defendió a su secretario de Seguridad Pública. En varias de sus famosas conferencias matutinas dijo que se había hecho lo humanamente posible para salvar a los policías. Pero el caso se politizó cuando el presidente Vicente Fox amenazó con usar su facultad de remover al jefe de la Policía del Distrito Federal. Y lo hizo. Lo destituyó unas semanas después, de una manera burda, mediante un oficio, sin que terminara la investigación para fincar la responsabilidad del secretario, que se enteró del asunto mientras estaba en una comparecencia en la asamblea legislativa.
El acto del presidente fue interpretado como un golpe de tinte político, que se inscribía en el marco del constante conflicto entre Fox y el jefe de Gobierno, y convirtió a Marcelo Ebrard en una figura nacional y una víctima. Poco después, Andrés Manuel López Obrador lo nombró secretario de Desarrollo Social y apoyó decididamente su figura para convertirlo en candidato a jefe de Gobierno.
En las elecciones de 2006, Marcelo Ebrard ganó por un margen cómodo, pero Andrés Manuel López Obrador perdió por 0.56% después de campañas muy controvertidas. López Obrador declaró que las autoridades le habían robado la elección. Movilizó a miles de personas, que luego se inmovilizaron en Paseo de la Reforma. Acamparon allí varias semanas. Ebrard, el jefe de Gobierno electo, se fue a vivir a la calle junto con su segunda esposa, Mariagna Pratts, hasta que terminaron su campamento en septiembre. López Obrador desconoció al gobierno entrante de Felipe Calderón. Se declaró el presidente legítimo e inició una campaña de resistencia.
Los primeros años frente a la Jefatura de la ciudad fueron tensos, porque Marcelo Ebrard tuvo que caminar por la delgada línea de apoyar a Andrés Manuel López Obrador, por un lado y, por el otro, coordinarse con el Gobierno Federal para que las cosas en la ciudad funcionaran. Sin embargo, dentro del PRD, Ebrard era una de las figuras que más apoyo brindaban a López Obrador. Otros pensaban que la estrategia del presidente legítimo de apostar por el fracaso de la administración de Calderón le iba a costar caro.
Ebrard también invirtió su propio prestigio en un gobierno efectivo.
—Marcelo Ebrard entró muy en la ola de López Obrador, pero cuando empezó a tomar decisiones en la ciudad se vio que tenía carácter. Se vio que iba a poder con la ciudad y no sólo por sus actos de valentía, sino por su eficacia política. Entonces, ahí es cuando yo digo: «Agarra el control de la ciudad, ya no se lo van a disputar». En ese momento empieza abrirse la posibilidad de que tenga un futuro político posterior —dijo Manuel Camacho.
Era el mediodía y estábamos en una oficina en un rincón de Lomas de Chapultepec. Era evidente que Camacho usaba esta oficina para sus reuniones con la prensa, donde no había mucha actividad. En la puerta de entrada había un letrero con el nombre del despacho: tenía la palabra «mediación», pero no pude registrarlo completo porque un guardaespaldas me condujo desde la recepción en la planta baja a la oficina en el primer piso. En un escritorio secretarial estaba otro guardaespaldas. Se escuchaba un cuarteto de música clásica. ¿Schubert?, ¿Brahms? Camacho me recibió en la sala de juntas. Tenía frente a sí una colación de nueces y pasas y un café. La sala tenía un ventanal de piso a techo que daba a un árbol de la calle. El locutor de la estación de radio anunció que acabábamos de escuchar un cuarteto de Dvorak.
Estaba frente a un hombre con una de las biografías políticas más fascinantes de México. Es un verdadero sobreviviente. Fue secretario de Desarrollo Urbano y Ecología y le tocó enfrentar la reconstrucción de la ciudad de México después del temblor de 1985; fue regente de la ciudad durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, y después de un breve paso por la Secretaría de Relaciones Exteriores, se convirtió en el mediador del gobierno luego del levantamiento de los zapatistas en Chiapas el 1 de enero de 1994. La bala que mató al candidato a la Presidencia por el PRI Luis Donaldo Colosio también le pegó a Manuel Camacho, pues se convirtió en uno de los principales sospechosos del atentado debido a su abierta rivalidad con él. Eso lo anuló políticamente durante varios años. Se retiró de la luz pública y luego comenzó a armar el Partido de Centro Democrático que lo postuló a la Presidencia. El partido obtuvo poco más de 0.5% de la votación y desapareció. Pero sirvió como carta de negociación para colocar a Marcelo Ebrard en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Camacho y Ebrard tienen el aire de saber mucho y su tono es elegante pero no precisamente cordial, sino más bien profesoral. En los pasillos políticos los llaman Pinky y Cerebro en alusión a los dibujos animados que tratan de dos ratoncitos, uno muy inteligente y uno muy bobo, que en cada capítulo tratan de dominar el mundo por medio de estrategias enloquecidas. Sólo que aquí no hay ratón tonto, y a juzgar por el crecimiento que ha tenido aquel núcleo del fallido Partido de Centro Democrático, los planes para dominar el mundo han tenido relativo éxito.
Lo que sí es evidente, cuando uno tiene la oportunidad de contrastar lo que dicen Camacho y Ebrard, es que los dos han conversado la estrategia de largo plazo.
Mirando a veces hacia la ventana de su oficina, Camacho habló de las cualidades de Marcelo Ebrard. Dijo que tenía una enorme capacidad de entender los problemas, imaginación para encontrar las soluciones y, al mismo tiempo, disciplina y carácter para combatir a los adversarios. Y algo de esto fue lo que los habitantes de la ciudad de México vimos los primeros años de gobierno. Ebrard dio algunos golpes efectivos, por ejemplo, cuando logró desarticular casi de manera quirúrgica «La Fortaleza», un edificio en el barrio de Tepito que funcionaba como centro de operaciones de traficantes de drogas. Se hizo sin hacer un disparo o derramar una gota de sangre, lo que terminó por establecer un contraste muy evidente con la guerra contra las drogas del presidente Calderón, que ha provocado una de las más feas matazones de la historia reciente. Otro golpe fue la negociación del gobierno de la ciudad con los vendedores ambulantes del Centro Histórico. Hubo severas críticas, porque las autoridades tuvieron que tirar algunas bodegas, entre las que estaban edificios de valor histórico, pero la consecuencia de esa negociación fue la recuperación de una zona de incalculable valor y muy apreciada por los chilangos.
Con el paso del tiempo, Ebrard fue entregando otros resultados: extendió la red de transporte, estableció una política de recuperación de espacios públicos, cerró Paseo de la Reforma —la misma que había sido tomada por López Obrador—, para que la ocuparan los domingos los corredores, los ciclistas y las familias de paseo. Aisló a la ciudad de México de los tiroteos, cadáveres en los puentes y descabezados de otras zonas del país, extendió los derechos de los habitantes de la ciudad, logró que el Distrito Federal se convirtiera en la zona de mayor competitividad económica del país, atrajo inversión, renegoció la deuda y, en fin, cabildeó efectivamente para que la fundación City Mayors le otorgara el premio Alcalde del Mundo en diciembre de 2010. (Además, logró limpiar un poco la imagen de los políticos de izquierda, de aguerridos resentidos o de oportunistas en busca de dinero que se les había negado por andar en los márgenes del sistema a eficientes jóvenes y relucientes administradores).
—Yo creo que sus resultados lo prestigiaron e hicieron que muchas voces y fuerzas lo vieran como una opción más allá de la ciudad de México —dijo Manuel Camacho—. Es decir, el hecho de que hubiera dado a los habitantes del DF un nivel de seguridad mejor que cualquier otra ciudad semejante en el país llamó mucho la atención de otras partes, de la gente de Monterrey o del Consejo Mexicano de Hombres de Negocios. Había buenos resultados.
En marzo de 2008, a un tercio de la administración de Ebrard en la ciudad de México, hubo elecciones en el PRD para renovar su dirigencia. Contendieron Jesús Ortega, líder de una fracción del PRD llamada Nueva Izquierda, y Alejandro Encinas, cercano al grupo de Andrés Manuel López Obrador. Acudieron a las urnas los militantes del partido. Fue un proceso lleno de irregularidades y trampas, que ensuciaron una vez más la imagen de la izquierda. Después de meses de negociaciones, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación dio la victoria a Jesús Ortega.
Era la cuarta ocasión que Ortega contendía por la dirigencia nacional del partido. La primera lo hizo contra el propio López Obrador, pero después de una negociación, Ortega se incorporó a su fórmula como secretario general. Ganaron. Y desde ese puesto, Ortega construyó una base a la que llamó Nueva Izquierda, una de las más amplias del PRD. Perdió en otras dos ocasiones, y en la tercera elección volvió a negociar para poner un hombre suyo en la Secretaría General. La cuarta vez fue la vencida.
A Ortega y su grupo, llamados «los Chuchos» debido a que otro de sus dirigentes se llama Jesús Zambrano, se les puede ver de dos formas. Una es como un grupo dialogante y negociador, que puede ser una de sus mayores virtudes. Y otra es como transas y colaboracionistas.
El punto es que Ebrard y Camacho encontraron un aliado en Ortega —que había sido su enemigo tan sólo unos meses antes— para lanzar una estrategia de alianzas con el PAN en las elecciones locales, asunto que no sólo sirvió para poner un freno a la arrolladora recuperación que el PRI había experimentado en las elecciones intermedias de 2009, así como para ejercitar el músculo nacional de Marcelo Ebrard, sino que también los enfrentó con Andrés Manuel López Obrador.
—Yo creo que ahí jugué un papel —dijo Camacho—. Me comprometí completamente a favor de esa idea y fui el principal operador, junto con la gente del PRD y del PAN. Yo me volqué a favor de esta estrategia porque consideraba que era la única manera como íbamos a parar a Peña. Veía imposible que pudiéramos ganar una elección nacional si no ganábamos territorio. Yo operé esta estrategia con mucha discreción.
A principios de 2010, con las elecciones para elegir gobernadores en doce estados del país en puerta, se comenzó a hablar abiertamente de esta estrategia de alianzas con el PAN para parar al PRI. El 20 de enero, Andrés Manuel López Obrador dijo en una conferencia en El Colegio de México que no estaba de acuerdo con esas alianzas. Unos días después, el jefe de Gobierno dijo al periódico Reforma que él creía que las alianzas eran perfectamente válidas y legítimas. En febrero ya se había formalizado la alianza entre el PAN y el PRD para presentar a un candidato progresista, Gabino Cué, en el estado de Oaxaca, dominado por uno de los peores cacicazgos del PRI. Para junio ya se habían sellado alianzas en cuatro estados más. La preparación de estas coaliciones le permitió a Marcelo Ebrard salir de la ciudad de México y desplegar una presencia nacional en apoyo a los candidatos.
Las elecciones se celebraron el 4 de julio de 2010, y conforme comenzaron a conocerse los resultados, también fue evidente el éxito de la estrategia. Las coaliciones derrotaron al PRI en Sinaloa, Puebla y Oaxaca, tres de los cinco estados donde se presentó a un candidato común.
Pocos meses después hubo la oportunidad de ofrecerle a un senador del PRI el aparato del PRD para llevarlo a la gubernatura. Y así fue como, después de cambiarse de partido, Ángel Aguirre se hizo mandatario del estado de Guerrero en enero de 2011.
Pero el objetivo más importante era presentar un candidato común para las elecciones en el Estado de México, la entidad con el mayor número de votantes y el territorio gobernado por el popular Enrique Peña Nieto. Un triunfo de la coalición hubiera significado un golpe en el estómago mismo del PRI y un fortalecimiento de la opción Ebrard dentro de la ecuación de la izquierda, además de que hubiera tenido un tremendo efecto psicológico de cara a la elección presidencial.
Tanto Ebrard como López Obrador comenzaron a hacer campaña a favor y en contra de la alianza desde octubre de 2010. Llegaron al punto de ir a Toluca, la capital del estado, y hacer eventos con mensajes encontrados.
Lomas de Chapultepec, de nuevo. ¿Qué está pasando con el PRD que todas las citas son en el barrio más elegante de la ciudad? Fui a un café en la calle de Prado Norte, donde me esperaba Armando Ríos Piter. Tiene treinta y nueve años. Es candidato al Senado por el estado de Guerrero y, sobre todo, es la imagen misma de la nueva cara del PRD que Ebrard ha estado promoviendo dentro y fuera del partido. Ríos Piter había venido a la ciudad de México escapando por un rato de los rigores de la campaña en Guerrero. Quería ver a su hijo que tiene entre cinco o seis años, que llegó mientras conversábamos y terminó sentado con nosotros. De vez en cuando, Ríos Piter interrumpía la conversación para dar órdenes o responder mensajes de su equipo de campaña. Le pedía que no dejara huecos, que le llenara la agenda.
Ebrard me dijo de que era hora de dar entrada al partido a las nuevas generaciones, y a lo que se refería es a esta combinación que tiene Ríos Piter de calle y escuela. Tiene buena formación técnica en materia de administración pública, pero también una trayectoria política. La lucha de esa izquierda ya no estaría en las calles sino en las burocracias y los recintos parlamentarios. Según el propio Ríos Piter, ahora la clase gobernante aplica recetas de cartabón y es incapaz de generar propuestas alternativas de políticas públicas, no sólo porque está medianamente preparada, sino también porque no conoce el terreno.
Ríos Piter nació en Tecpan de Guerrero. Estudió las carreras de Economía en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y Derecho en la UNAM. Hizo estudios de Seguridad Nacional en la Universidad de Georgetown y de Administración Pública en Harvard. Fue asesor en la Secretaría de Hacienda durante el gobierno del presidente Ernesto Zedillo, entró como subsecretario de Política Sectorial de la Secretaría de la Reforma Agraria en el periodo de 2003 a 2005 del gobierno de Vicente Fox. Conoció a Zeferino Torreblanca, entonces gobernador electo del PRD en el estado de Guerrero, quien se lo llevó como secretario de Desarrollo Rural. Guerrero es uno de los estados más pobres del país. Ríos Piter se afilió al PRD en esa época. De allí saltó a una diputación federal, que ganó hace tres años. En 2010 fue precandidato a gobernador por el mismo estado. Era el que estaba mejor posicionado de los perredistas, pero acabó declinando a favor de Ángel Aguirre, el ex senador del PRI.
—Ésa fue la decisión que tomó el PRD y, bueno, me sumé para apoyar a Ángel—dijo con cierto tono de resignada disciplina—. Ganamos por buena mayoría. Lo importante es que hubiera unidad, y con esa unidad logramos remontar los diecinueve puntos que tenía arriba el PRI.
Meses más tarde, en medio de las jalones entre los perredistas a propósito de una candidatura común con el PAN para el Estado de México, se presentaron las elecciones internas para renovar la dirigencia del partido y por primera vez Marcelo Ebrard decidió llevar un candidato propio: Ríos Piter. Los dos contendientes fuertes eran Jesús Zambrano, del grupo de Nueva Izquierda, que había apoyado a Marcelo los pasados tres años, y Dolores Padierna, del grupo Izquierda Democrática Nacional (IDN) cercano a Andrés Manuel López Obrador.
—Trabajamos para buscar una vía frente a la tensión que se generó entre los dos candidatos y no nos fue tan mal —dijo Ríos Piter—. Fueron ciento doce votos que tuvo Dolores Padierna, cuarenta y tres votos que tuve yo, y ciento cincuenta y tres votos que tuvo Zambrano.
El grupo de Marcelo pudo inclinarse hacia un lado o hacia otro y negociar una mejor posición en el partido, pero decidió no enfrentarse con ninguno. Zambrano quedó como presidente y Padierna como secretaria general. En el contexto de la lucha por la candidatura presidencial del partido era muy importante quedar bien con tirios y troyanos.
Marcelo decidió al final tampoco enfrentarse con Andrés Manuel López Obrador por el asunto en el Estado de México. Simplemente dejó de hacer campaña por la coalición y se plegó al deseo de López Obrador de llevar a Alejandro Encinas sólo como candidato de la izquierda.
Según Camacho, ése era el límite de la estrategia o de otra manera se hubieran dividido.
—Las cosas se complicaron mucho. Marcelo optó por apoyar la unidad y se vino abajo el proyecto de la alianza con el PAN. Andrés Manuel dijo: «Hasta aquí llegamos», y tuvo la capacidad para imponerle límites.
Cuando le pregunté a Marcelo por la alianza en el Estado de México, dio una explicación similar a la de Camacho, pero al final dijo resignado: «Ni hablar. Ahí están los resultados».
Eruviel Ávila, el candidato del PRI, obtuvo la votación más copiosa que ningún candidato a gobernador de su partido había conseguido.
— Hablemos del proceso interno de selección de candidato a la Presidencia de la República —dije a Camacho—. ¿Cómo se plantearon las reglas para la competencia con Andrés Manuel López Obrador?
—Se pensó que la única manera de evitar la ruptura era un método que permitiera cierta objetividad. López Obrador aceptó lo de la encuesta y entonces Marcelo lo sintió como un triunfo. El tema de la sucesión presidencial y de la candidatura ya no se volvió un punto de confrontación durante los siguientes seis meses. Ya después se acordó quién haría las encuestas, cuáles serían las preguntas, y para eso hubo un trabajo técnico de precisión. Vinieron las encuestas: la diferencia fue muy reducida, pero ahí creo que Marcelo mostró una enorme madurez al aceptar los números. Aun pudiendo argumentar empate técnico en algunas de las preguntas, de todas maneras reconoció que debía ser Andrés Manuel el candidato. Creo que era la mejor decisión. Estoy convencido de ello.
—Una consecuencia favorable de esa decisión es que Marcelo adquirió legitimidad moral. Pero la pregunta es: ¿cómo va capitalizar eso?
—Eso se cuenta con los dedos de la mano. Marcelo es un político que tiene legitimidad, que ha demostrado resultados, que va a dejar una gran obra, que tiene prestigio internacional…, pues no sé cuántos haya así en México. Estamos en una circunstancia nacional en la que lo que nos falta son liderazgos con nivel. Marcelo ya demostró que tiene límites en sus ambiciones personales, es capaz de ver más allá de conseguir una candidatura o ir a una competencia electoral. Es algo que no se puede desaprovechar porque no es fácil de construir.
Muchos simpatizantes de Marcelo Ebrard se sintieron profundamente descorazonados por la decisión de no pelear ese empate en las encuestas, y estoy hablando de muchos simpatizantes dentro de su equipo. Cuando se lo hice notar en la entrevista, Ebrard me dijo que los equipos tienden a radicalizarse. «Es como el diálogo entre Danton y Robespierre», dijo refiriéndose a las diferentes visiones sobre la Revolución francesa de estos dos hombres, una moderada, la otra drástica y extrema.
—Yo creo que ahí no había mucho margen, ¿cuál es el término medio? O sea, el dilema ese día, por la noche, cuando nos llevaron los resultados era que nos ganaron por unos puntos. Eso lo reconoces o no lo reconoces. Tan, tan. Si es «no», inicias una guerra larga con algunos posibles desenlaces. Si es «sí», lo reconoces. ¿Qué vale más?, ¿la coherencia?, ¿la lucha? La lucha, el combate, ¿a qué nos iban a llevar? Probablemente a tener dos candidatos, eso hubiera sido lo lógico. La verdad yo a ésa no voy. Mi equipo lo sabe. Eso es pura mezquindad. Y hubiera sido un desastre. Ahorita seríamos el lugar cuatro, o tres. La gente nos diría: «Ustedes no son serios». No quiero decirte que sea yo un moralista, no, no es la idea. Pero tienes que tener una congruencia política, yo creo. Si no la tienes, la gente no te va a respetar y vas a acabar con dos senadurías, una diputación, cinco camionetas y cuatro plazas. Yo no estoy en esto por eso.
Pocos días después de los resultados, Marcelo Ebrard se reunió con cerca de quinientos simpatizantes y miembros de su equipo en una cena privada en un hotel del centro de la ciudad de México. Tuve acceso a la transcripción de su discurso.
Comenzó diciendo que él no podía, ni debía ni quería desconocer los resultados. Y aunque se habían preparado por treinta años (algunos de los miembros de ese equipo vienen trabajando desde los años ochenta) y muchas personas en el país los habían apoyado, «nosotros no podemos ser quienes destruyéramos todo lo que representa la izquierda en este país», dijo. Luego habló de que la izquierda pasaba por un mal momento y de que el país estaba en una situación muy grave. «Nuestro país tiene que cambiar de rumbo. Entonces, mejor resolví respetar la encuesta en esos términos para demostrar, primero, ser leales a los que nos trajeron a donde estamos. Porque si estamos donde estamos es porque hubo miles, millones que nos llevaron ahí. No nos mandamos solos. Les debemos respeto, consideración, lealtad a los que nos han traído donde estamos. El peor enemigo de la política es la vanidad y la soberbia».
Lorena Villavicencio es una fundadora del PRD que, viendo los resultados de la encuesta y el panorama del grupo de Marcelo Ebrard en el partido, decidió de plano renunciar, después de veinticinco años de militancia, y pasarse al PRI, donde ahora es candidata a diputada de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Me citó un sábado en la tarde en un Sanborns horroroso en la lateral del anillo periférico, a la altura de Barranca del Muerto. Lo único que hizo soportable la espera en ese ambiente sofocante e impersonal fue la fabulosa autobiografía de Patti Smith —la cantante punk que se acababa de presentar en el Museo Anahuacalli— que me encontré en la librería de manera inesperada.
Si alguien escribiera los anales del folclor perredista, Villavicencio ocuparía uno de sus capítulos por las fotos que se tomó junto con la actual candidata al senado Alejandra Barrales y la entonces directora de Desarrollo Social del desaparecido Partido Alternativa Socialdemócrata y Campesina, Brenda Arenas, para la revista masculina H, en 2007. Eran unas fotos poco reveladoras y muy photoshopeadas que causaron revuelo. Frente al escándalo, el director de la revista dijo que ya tenía en la lista a otras mujeres de la política local y que ofrecería a Villavicencio la portada, siempre y cuando se pusiera ropa más atrevida.
Finalmente llegó Villavicencio a Sanborns vestida con una blusa blanca, jeans y tacones. Apenas se sentó, un hombre se le acercó y la tomó fuertemente del brazo para decirle algo que no pude escuchar. ¿Un admirador?, ¿un votante? No, su contrincante del PRD para ese distrito. Resultó que aquel Sanborns inocuo era el lugar para ver y ser visto en ese distrito de la delegación Álvaro Obregón.
Villavicencio me dijo que durante años había militado del lado de la Nueva Izquierda —»los Chuchos»—, y que después de su rompimiento se había pasado al campo de Marcelo Ebrard, al grupo llamado Vanguardia Democrática. Villavicencio, que era miembro del Consejo Nacional, trabajó para obtener aquellos votos a favor de Ríos Piter, votos que luego lo llevaron a ser coordinador de la fracción del PRD en la Cámara de Diputados.
—La idea era constituirnos en un grupo fuerte que permitiera, al año siguiente, que Marcelo se convirtiera en el candidato del PRD. Sin embargo, nunca se articuló bien el equipo —dijo Villavicencio—. Insistimos muchísimo porque realmente sí nos interesaba que Marcelo fuera el candidato. ¿Por qué? Porque representa una izquierda mucho más liberal, más vanguardista, abierta, más dispuesta a revisar temas, acabar con mitos (que hay muchísimos en la izquierda).
Villavicencio habló entonces del proceso interno posterior a la encuesta: una encarnizada lucha dentro del PRD por las candidaturas a decenas y decenas de puestos de elección popular que se disputarán en los ámbitos local y federal el próximo 1 de julio.
—Y vi a un Marcelo muy debilitado en las negociaciones de las candidaturas —dijo.
Ella piensa que, atendiendo a los resultados, el gran ganador de ese proceso interno fue René Bejarano, esposo de la secretaria general, Dolores Padierna, y en 2004, protagonista de un escándalo luego de que se mostró en televisión un video donde recibía dinero a manos llenas del empresario argentino Carlos Ahumada. Fue enviado a prisión y luego puesto en libertad. Pero su estructura de poder en la ciudad no se tocó. Encabeza desde 2008 el llamado Movimiento Nacional de la Esperanza. Según el reportero Manuel Durán del periódico Reforma, la corriente de René Bejarano, la IDN, tiene la mitad de los candidatos a las delegaciones de la ciudad —entre ellas, la Cuauhtémoc, donde vivimos el jefe de Gobierno y yo— y once de las cuarenta diputaciones locales. «Los Chuchos» se llevaron la otra tajada grande; el equipo de Marcelo Ebrard, por cierto, apenas tiene en sus manos tres abanderados para las delegaciones y seis candidaturas para las diputaciones locales.
—Vi un proceso muy manoseado, donde no hubo un método de definición de candidaturas que respetara los derechos de los militantes —siguió Villavicencio—. Se tomó la decisión de repartirse, digamos, el pastel, y el problema de los repartos es que siguen reproduciendo una situación muy grave en las delegaciones.
Villavicencio piensa que el poder delegacional es la peor expresión del PRD.
—Allí se promueve el clientelismo de una manera feroz; hay corrupción, no hay una política social adecuada…, los servicios públicos son de pésima calidad. Los ciudadanos han sido utilizados, extorsionados en las delegaciones. Es una tristeza que no haya una capacidad crítica de cómo se está gobernando. A pesar de que hay avances importantes, las políticas delegacionales dejan mucho que desear. Éstas fueron parte de las motivaciones por las que tomé la decisión de salirme del PRD —concluyó.
Durante una semana me di a la tarea de recorrer el territorio afín a Marcelo Ebrard en la ciudad de México. La primera parada fue en las oficinas de la campaña de Mario Delgado, que compite para un lugar en el Senado. Todo el mundo pensaba que Delgado iba a ser el sucesor de Marcelo, pero Ebrard optó por un proceso abierto de selección para el candidato del PRD —por el método de encuesta—, y Delgado no compitió. A juzgar por la publicidad de su campaña al Senado, sin embargo, debe ser uno de los candidatos con mayor presupuesto.
Me recibió en su oficina de campaña en la colonia Anzures. Es una casa en una esquina. Ese viernes, poco antes de la hora de la comida, había mucha actividad. En una de las salas de espera me encontré con el ex diputado Vidal Llerenas, también del equipo de Ebrard, a quien se le reconoce una gestión sumamente hábil y profesional en la Cámara en temas presupuestarios. Delgado llegó de la calle con su camisa de campaña, una camisa blanca que tiene su nombre bordado a máquina. Se metió al baño de su oficina para cambiarse por un traje negro, camisa blanca y corbata amarilla, el uniforme no oficial del PRD en la ciudad. Posó para la foto.
Delgado tiene unos rasgos muy definidos. Ojos grandes y azules y labios encarnados que siempre parecen estar sonriendo. Es uno de los jóvenes funcionarios que más años llevan trabajando con su jefe Marcelo. Me contó que el vínculo con el equipo era casi de familia. Su tío, Mario Carrillo, había colaborado con Manuel Camacho y Marcelo Ebrard, lo mismo que su padre y, en parte por eso, él se vino de Colima para estudiar Economía en el ITAM de la ciudad de México. Estudió una maestría en Inglaterra. De regreso fue asesor de Ebrard en su tiempo como diputado de 1997 a 2000. Luego, Mario fue secretario de Finanzas del Partido de Centro Democrático. Y cuando Marcelo entra a la Policía, él lo sigue como coordinador de asesores. Allí implementó el conocido proyecto de pedir asesoría al ex alcalde de Nueva York Rudolph Giuliani sobre cómo bajar la criminalidad en la ciudad de México. Cuando Ebrard asumió el cargo de jefe de Gobierno, Delgado se convirtió en el secretario de Finanzas.
Allí resolvió el tema de la deuda de la ciudad de México.
—Veníamos de la guerra sucia de 2006, donde el argumento era que la ciudad había sido irresponsable, que Andrés Manuel era populista, que las finanzas estaban hechas un desastre —dijo Mario—. Era un momento en que había mucha liquidez en el mundo, y en México ya teníamos varios años de estabilidad. Restituimos el prestigio financiero de la ciudad, fue una lucha política porque Hacienda no me dejaba hacerlo. Logramos pasar el vencimiento de la deuda de la ciudad de ocho a treinta años y bajamos la tasa de interés. Nos ahorramos como dos mil millones de pesos y eso permitió establecer el programa de obra pública más grande que ha tenido la ciudad.
Mario Delgado se movió luego a la Secretaría de Educación, donde se pensó que podría tener una vitrina más amplia para poder preparar su candidatura, pero a pesar de los esfuerzos para colocarse más cerca en el corazón de la gente, su figura no creció mucho. Me interesaba saber por qué él creía que su candidatura no prosperó. Se lo atribuyó al tema educativo, que es menos popular que el de la seguridad, por ejemplo. Quería saber también por qué Ebrard había optado por un proceso de selección más competitivo y nunca se pronunció abiertamente por su persona, como lo había hecho López Obrador por Ebrard mismo hace seis años. Me dijo que lo que más convenía era resolver el proceso de la sucesión en el Distrito Federal con el menor conflicto posible para borrar esa mala imagen del PRD conflictivo, rijoso, que aleja mucho a las clases medias y a muchos votantes.
La segunda parada de mi recorrido por el territorio Ebrard fue Iztapalapa. Fui el lunes siguiente de mi visita a Mario Delgado, cuando comenzaron las campañas para los aspirantes a delegados y diputados locales. Cerca de las seis de la tarde, el taxi me dejó en la calle Palacio, donde se estaban bajando decenas de personas de unos camiones. Llevan una bandera verde, perteneciente al movimiento de Dione Anguiano, uno de los líderes locales.
—Es el que más gente tiene —me dijo Margarita Aguilar Castillo, que caminaba entre la gente.
«¡Aheeea, aheeea, estamos con Mancera!», gritaban las bases que se dirigían por esa calle a la explanada de la delegación. Cuando el contingente de Dione Anguiano llegó a la calle Cinco de Mayo, dobló a la izquierda. Allí se encontró de frente con el grupo de los trabajadores de limpieza, que hacían sonar sus campanas produciendo un ruido metálico y ensordecedor. Taca, taca, taca, taca. Pasando una oficina del Ministerio Público —con carros chocados en la acera— estaba la entrada a la plaza. Ya se había llenado. Los de Dione Anguiano se tuvieron que colocar hasta atrás, junto a un grupo de ambigüedad muy mexicana a juzgar por su nombre: Unión de Comercios Semifijos.
Yo me hice el aparecido en la zona VIP. Y como pude, me colé por atrás del majestuoso templete. Un funcionario de la oficina de Ebrard me reconoció y amablemente me subió al estrado, que tenía dos niveles, el de los mirones, donde yo estaba, y el de abajo, donde se congregaban los funcionarios que iban a participar en el evento. Desde allí pude ver la plaza en todo su esplendor iztapalapense. Había una bulla tremenda. El coro de las campanas de limpieza, los tambores de otra organización y los gritos de otra más que, por medio de altavoces, ululaban como sirena. Pero lo más notable eran los colores: los grupos se identifican por banderas. Banderas rojas, verdes, negras, blancas.
Poco antes de comenzar los discursos, ya se había congregado el grupo más cercano a Marcelo Ebrard (él mismo, Camacho, Delgado y el candidato, Jesús Valencia). Si el Partido de Centro Democrático tuviera una madre, ella habría llorado al ver la estampa de sus hijos tomando el poder en la delegación más populosa del Distrito Federal. Uno de cada cuatro votos viene de Iztapalapa.
Al día siguiente, me recibió Jesús Valencia en su oficina de campaña en el Barrio de San Miguel. En la esquina había un vocho con una bocina en el techo. Sonaba una canción de campaña, una tecnocumbia producida por un sonidero local que tenía como estribillo «Jesús Valenciaaa». Grupos de jóvenes con camisetas de campaña —figura de Valencia en blanco y negro— se congregaban en la acera. La casa de campaña es un edificio moderno de dos pisos que tiene un cubo de luz octagonal, pintado de amarillo con las columnas negras. Así que a veces me daba la sensación de estar dentro de un girasol o de un panal.
En la sala de espera del primer piso estaban dos líderes locales que venían a coordinarse con el candidato. Mientras esperaba a Valencia, pensaba en lo extraordinario de su ascenso al poder local. Hace algunos años, Iztapalapa fue el teatro de uno de las más ridículos episodios del PRD: en medio de uno de tantos conflictos internos, López Obrador le había ofrecido la candidatura de Iztapalapa a un títere, Juanito, para arrebatarle la delegación al grupo contrario. Una vez en el poder, Juanito debía declinar a favor de la candidata de López Obrador. Sólo que Juanito quiso extender el tiempo de los reflectores que caían sobre él y decidió no renunciar. Hubo que negociar largamente con él. Y uno de los negociadores principales fue, precisamente, Valencia.
Jesús es el más callejero del clan Ebrard. Era estudiante de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de Iztapalapa cuando se apareció Manuel Camacho a dar una conferencia. Era 1996 y, en ese entonces, Camacho era una especie de fantasma político. Con todo, Valencia lo admiraba y le dijo que quería trabajar con él. Camacho lo mandó con Marcelo Ebrard. Valencia fue un peón constructor del Partido de Centro Democrático que recorrió el país estableciendo asambleas constitutivas. Le pregunté qué se podía mirar hoy en el gobierno de la ciudad de esos tiempos en el partido. Me tomó por sorpresa un rincón de su respuesta: que no se pueda dar vuelta a la izquierda en Insurgentes.
Marcelo y Valencia recorrían la ciudad en un Jetta:
—Marcelo decía: «No es posible que en Insurgentes se pueda dar la vuelta a la izquierda». Éramos un equipo muy pequeño, en esa mesa sobraban lugares—dijo Valencia señalando una mesa de seis sillas en su oficina—. Así que la primera acción novedosa, incluso polémica, cuando Marcelo llegó a la Policía, fue prohibir la vuelta a la izquierda en Insurgentes. Son detallitos, no porque sea lo más profundo, lo digo como algo ilustrativo de que Marcelo ya había pensado las cosas.
Valencia fue director de normatividad en la Central de Abasto. Se integró al equipo de Ebrard en la secretaría de Seguridad Pública como encargado de la policía del Centro Histórico. Le tocó coordinar conciertos, así como las multitudinarias marchas a favor de López Obrador en los tiempos en que Vicente Fox quería quitarle el fuero que tenía como jefe de Gobierno, para hacerlo cumplir la sentencia de un juez por un desacato menor a la autoridad. Fue también encargado de la logística durante el plantón de Reforma, posterior a las elecciones de 2006. Fue director general del DIF cuando Ebrard llegó a la Jefatura de Gobierno y, finalmente, jefe del PRD en el Distrito Federal.
Le pregunté si había llegado allí para construir una base territorial para Marcelo Ebrard y su grupo, una base que luego les permitiera crecer en la ciudad.
—A lo mejor digo algo que no le podría gustar a Marcelo. Marcelo nunca quiso que hiciéramos eso —dijo Valencia—. Nunca quiso que hiciéramos un grupo político porque él decía que iba a transitar con aliados: con Nueva Izquierda, con Izquierda Democrática Nacional, con todas las expresiones políticas. Decía que no había que meter una cuña. Casi te puedo decir que lo hicimos por desobediencia. Yo era de los que más conocen el partido y sabía que no nos iban a dejar pasar si no hacíamos un esfuerzo allá adentro. Hice caso omiso. Marcelo no lo frenó, pero nunca lo quiso. Si hubiera querido, seríamos hoy la primera fuerza en el PRD. Y bueno, esto es lo que tenemos: siete diputados locales, cuatro federales y tres candidaturas a jefaturas delegaciones. El evento de ayer es emblemático; es del equipo de Marcelo adueñándose de un territorio político muy importante que es Iztapalapa…, porque esto ya es territorial, no fue derivado de un acuerdo, fue ganado. No me pueden decir que Marcelo me puso…, nada más alejado de eso. Jamás le hubieran dejado Iztapalapa, lo que tú quieras le hubieran dejado: Cuauhtémoc, quizá Miguel Hidalgo, Milpa Alta, para compensar Iztacalco, Iztapalapa nunca.
Tercera parada. Estación Mancera. A las ocho y media de la noche de ese miércoles tomé un taxi rumbo a Las Lomas, otra vez. Acababa de hablar con la anfitriona de la cena en honor al candidato del PRD a la Jefatura de Gobierno, Miguel Ángel Mancera. Le dije: «Llego en media hora». Pero el taxista tomó un atajo que nos llevó por el Bosque de Chapultepec directo a un atolladero monumental. Aquello era una metáfora de la política nacional. Todo el mundo se estorbaba. Y durante la hora y media que estuvimos allí atorados pensaba: «¿Quién quiere gobernar esto?».
Cuando finalmente llegué, Miguel Mancera estaba en el comedor de la casa, con un plato en la mano, a punto de servirse del buffet de comida mexicana. Luego todos pasamos a la sala para conversar con él.
El proceso de selección interna del PRD produjo a un candidato muy atractivo que va por encima de los demás en todas las encuestas. Tuvo razón el periodista del corazón de los políticos, Alberto Tavira, cuando dijo que Mancera era el George Clooney mexicano. Estaba vestido con su camisa blanca de campaña, pantalones azules y zapatos negros. Tiene fama de ser un abogado muy correcto, un hombre al que le gusta la acción policiaca pero que también es respetuoso de la legalidad. No se piensa en él como un hombre de izquierda y, de hecho, es el primero en la lista de los candidatos del PRD en la ciudad de México que no está afiliado al partido. Sin embargo, ha hecho su carrera cerca de esas tribus. Entró a la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal después del escándalo producido por la desafortunada intervención de la policía para impedir la venta de drogas y alcohol a menores en la discoteca New’s Divine. Murieron doce personas asfixiadas. Ebrard destituyó al entonces procurador Joel Ortega que, por cierto, es jefe de campaña de Mancera. Pero como procurador de la ciudad, Mancera tuvo una fabulosa capacidad de que sus propios gazapos no afectaran su imagen. Y supo capitalizar la percepción de que la ciudad de México es relativamente más segura que el resto del país.
Dos periodistas allí presentes estábamos ansiosos por saber si un abogado tan correcto tendría la experiencia y los conocimientos para lidiar con el resto de asuntos complejos de la ciudad. Mancera dio una respuesta más bien técnica. Habló de agua, de seguridad social. Una asesora dijo que Mancera había sido miembro de gabinetes en distintos temas y que estaba bien familiarizado con los problemas. La anfitriona me regañó por sacar mi libreta. Dijo que aquella era una reunión estrictamente off the record. La otra pregunta ardiente: ¿gobernaría con o sin el concurso de Marcelo Ebrard? Aquella noche, Mancera estaba acompañado de un equipo muy cercano al jefe de Gobierno.
Al día siguiente, pude hacerle una pregunta similar al propio Ebrard:
—Es muy raro que un procurador haya saltado como candidato a jefe de Gobierno, ¿a qué atribuyes eso?
—Pues yo pasé por Seguridad Pública. El tema de seguridad para la gente es bien importante y lo que hagas también. Antes lo que tenías en Seguridad Pública era un militar, ex militar o alguien de carrera policial. Hoy en día es un punto crítico de comunicación con la sociedad. Creo que Miguel hizo un buen papel y la gente lo evalúa razonablemente bien. Ésa es la razón por la cual claramente ganó las encuestas.
—¿Cuál va a ser tu papel en la ciudad de México?
—Yo pienso, desde luego, terminar el día cinco. Y después de eso no pienso interferir ni nada con el nuevo gobierno. Habrá que ver qué pasa en la elección. Si gana la opción de izquierda que encabeza Miguel Mancera, pues estaremos atentos si se requiere apoyar en algo, y si no, no vamos a estar dando lata. Me queda claro que la vida institucional así es.
Cuarta estación. Resultó que la oficina del Partido del Trabajo en la Cámara de Senadores también es un territorio afín a Marcelo Ebrard. Acá estaba el senador Ricardo Monreal, coordinador de la campaña de Andrés Manuel López Obrador. Estaba vestido con una camisa rosa. Y se veía cansado, pero siempre amable.
Durante los últimos días, yo había estado hablando con varios especialistas y otros insiders. Casi todos habían coincidido en que el futuro de Marcelo estaba atado al del propio López Obrador.
Cuando me entrevisté con Monreal, ya Enrique Peña Nieto y su equipo habían mostrado una tremenda insensibilidad para lidiar con las protestas de los estudiantes de la Universidad Iberoamericana ante la presencia del candidato del PRI. Que Pedro Joaquín Coldwell, el presidente del PRI, haya dicho que se trataba de porros e inflitrados despertó el peor fantasma autoritario, uno que pena por los muertos de la matanza de estudiantes en Tlatelolco. Dos días después de la entrevista con Monreal, los estudiantes se manifestaron en Reforma. Ese fin de semana, la candidata del PAN, Josefina Vázquez Mota, desapareció de escena. El domingo hubo una manifestación en apoyo a Andrés Manuel López Obrador. El lunes, López Obrador se reunió con estudiantes en Tlatelolco. Una encuesta que se dio a conocer ese mismo lunes reveló que López Obrador había escalado nueve puntos, acercándose peligrosamente al puntero.
Los especialistas me habían dicho que ese escenario era el peor para Ebrard. Significaba que López Obrador nunca se iba a quitar del camino.
—La primera pregunta que te quiero hacer es, independientemente de que gane o pierda López Obrador, ¿qué papel le ves en la conformación de una nueva izquierda? —dije a Monreal.
—Mira, si el triunfo nos asiste, como es lo que creemos, seguramente Andrés Manuel dejará que las izquierdas puedan generar condiciones de unidad como un partido frente o con una fusión de partidos que funcione como un instrumento que defienda sus políticas públicas.
—Vamos a suponer que no gana…
—Supongamos que no. Manuel ha dicho, y yo le creo, porque ha sido congruente toda su vida, que no buscará una tercera candidatura presidencial y que él seguirá participando en Morena. Eso quiere decir que en el espectro político surgirán dirigentes emergentes.
—Y en ese sentido, ¿qué papel crees que le debería corresponder a Marcelo Ebrard?
—Primero, si ganamos, será secretario de Gobernación. Y como secretario de Gobernación le toca un papel preponderante. Y si no se lograra el triunfo, también surgirá como una figura de izquierda, un líder emergente.
—¿Cómo es la relación entre Marcelo y Andrés?
—Mira, la relación de Andrés y de Marcelo ha sido muy buena. Yo te diría que está en muy buenos términos. Hubo unos meses, cuando se disputaban la candidatura por la Presidencia, cuando los equipos de ambos empezaron a enfrentarse: quién es el mejor, por quién me pronuncio…, salvo ese periodo, yo diría que es una relación inmejorable.
—¿Qué opinión tiene Andrés Manuel de Marcelo como político, como administrador, como jefe de Gobierno…?
—Andrés piensa que él es un buen gobernante, que es congruente y, sobre todo, que actuó con altura de miras en la decisión de la candidatura presidencial. De haber sido otro, podría haber escuchado el canto de las sirenas. Hubiera sido un factor de confrontación que hubiera afectado la campaña. Su actitud fue muy encomiable.
Pasó ya casi media hora y Ebrard ha hecho una revisión de los acontecimientos políticos en la ciudad durante el último año sentado en la sala de juntas del helipuerto Virreyes. Queda por saber su idea de la reconstrucción de la izquierda. Cuando el 15 de diciembre Marcelo declaró triunfador a López Obrador en la encuesta, señaló que había que hacer un cambio. «He propuesto que vayamos a un frente amplio en el que se respete a todos pero, sobre todo, a una dinámica política colegiada y de consenso que pueda atraer a intelectuales, empresarios, clase media, causas ambientales, la defensa de los derechos humanos y las libertades, de la equidad de género y las nuevas y diversas reivindicaciones de las generaciones más jóvenes», dijo Ebrard según lo consignó Reforma.
Muchos actores están convencidos de que está agotado el sistema partidista de la izquierda, que está muy fragmentado y vinculado a pequeños intereses.
—Hagamos una conformación política lo más alejada posible de la vida cotidiana del partido, de sus consejeros, de sus grupos, para poder atraer a un sector muy importante que está afuera, a los colectivos de centro-izquierda, que nunca van a ir al PRD, ni a otro partido —me dijo Ebrard—. Me gustaría mucho hacer en México algo como lo que hizo Uruguay, ¿por qué Uruguay? Porque lo he visto, funciona muy bien, tienen muy buenos resultados vis-à-vis con otras ideas políticas, ¿por qué no?
Actualmente, en Uruguay gobierna el Frente Amplio, que es una coalición de partidos de izquierda que abarca desde las corrientes más tradicionales hasta las agendas de derechos humanos más radicales, como los que abogan por la muerte asistida o los matrimonios del mismo sexo.
Suena bien. ¿Podrá lograrlo?
Alfonso Brito, del equipo de Marcelo, se asomó a la sala y me hizo señas de que la entrevista debía terminar. Marcelo se levantó. Se reunió con Rosalinda Bueso en la sala aledaña y, tomados de la mano, enfilaron hacia el helicóptero que echó a andar sus motores. De nuevo, un viento removió las hojas de los árboles vecinos.
En el taxi de regreso a la colonia Roma pensaba en la vista de la ciudad que tendría el jefe de Gobierno desde el helicóptero. Y se me ocurrió que, aunque me gusta darme importancia diciendo que él y yo vivimos en el mismo edificio, la verdad es que habitamos dos mundos distintos. //
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