Azúcar amargo. La lucha de los cañeros haitianos

Azúcar amargo. La lucha de los cañeros haitianos

La migración haitiana genera tensiones en República Dominicana, donde se calculan cerca de quinientos mil migrantes. Gran parte de sus vecinos cree que ellos son uno de los problemas más graves que tienen, por el constante flujo de migración y porque los desplazan en empleos. Durante el apogeo de la industria azucarera, miles de haitianos llegaron aquí para cortar caña y se establecieron en comunidades donde hoy viven hacinados, sin pensiones ni papeles.

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El 8 de marzo de 2022, frente al Congreso Nacional de República Dominicana, el sol quema y los minutos pasan con desagradable lentitud para el grupo de trabajadores de ingenios azucareros que exige con pancartas el pago de sus pensiones. Se encuentran en Santo Domingo, capital del país. Hay entre ellos más hombres que mujeres, porque la industria de la caña es principalmente masculina. Una mujer lleva un pañuelo con los colores de la bandera haitiana. Hace años cruzaron la frontera que divide Haití, la región más pobre del continente americano, de República Dominicana, una nación más próspera y la de mayor crecimiento económico de la región del Caribe. Según datos del Banco Mundial de 2020, Haití tiene un PIB per cápita de 2 925 dólares estadounidenses y una pobreza de 58.5%. Dominicana, en cambio, un PIB per cápita de 17 936 dólares y 21% de población en condiciones de pobreza. Los trabajadores están cansados, pero repiten con fuerza los cánticos de protesta que durante años han resonado frente a cada institución del Estado ante la que se han manifestado:

¡Sin cañeros, no hay azúcar!
¡Sin cañeros, no hay azúcar!

Hoy no hay maltratos. La policía no les ha echado baldes de agua fría como en ocasiones anteriores. Tampoco les esperaban grupos nacionalistas, como aquellos del 15 de noviembre de 2021. Movimientos extremistas que intentaron frustrar la protesta de los cañeros frente al Palacio Nacional armados con machetes y cuchillos. En esa ocasión, debido a la actitud de los nacionalistas, la policía impidió que el grupo de cañeros se acercara a la casa de Gobierno. Ellos han trabajado en la industria azucarera durante décadas y la pensión no siempre llega, a pesar de que la mayoría trabajó en los años de mayor apogeo del sector, como en la década de los setenta, cuando la caña lideraba 90% de las exportaciones y era la principal fuente de divisas del país.

Aunque, a través de los años, en mesas de trabajo con organizaciones de la sociedad civil y la Comisión Internacional de Derechos Humanos (CIDH), el Estado ha reconocido la deuda histórica con los trabajadores cañeros, un informe de 2019 del Centro de Observación Migratoria y Desarrollo Social en el Caribe (Obmica) detalla que estos migrantes haitianos cotizaron por mucho tiempo los montos correspondientes a su seguridad social y que, tras gestionar sus solicitudes de pensión, llevan años sin recibir una respuesta. “Los atrasos se deben en gran parte a que las cotizaciones de estos trabajadores no fueron traspasadas completamente al Instituto Dominicano de Seguridad Social (IDSS) por parte de la entonces Corporación Estatal del Azúcar —hoy Consejo Estatal del Azúcar (CEA)— y los trabajadores no cuentan con certificaciones que comprueben el tiempo y salario por el cual laboraron. Para los envejecientes sin documentos de identidad es particularmente difícil tramitar sus pensiones, ya que se les exige presentar actas de nacimiento legalizadas y copias de cédula para procesar su solicitud”, dice el documento. 

Entre quienes sujetan las pancartas está Félix Gabriel, de 65 años, que llegó a los doce para trabajar en el ingenio Central Río Haina. Hizo todo tipo de trabajos en la caña y ahora es la caña la que lo tiene destruido.

—Nunca conseguimos nada. Ni pensión ni documentos ni medicinas —dice.

Estos cañeros pasaron sus vidas entre los campos de azúcar y los bateyes, comunidades alejadas de las principales ciudades de República Dominicana en las que viven, generalmente, braceros haitianos o sus descendientes. Territorios a los que la sociedad y los gobiernos consideran como “un país dentro de otro”, por estar aislados, entre plantaciones de caña de azúcar —lo que dificulta la integración— y porque 90% de sus habitantes es extranjero.

—Día vini, día se va. Hay que ver qué hace el Gobierno, porque cuanto [sic] nosotros llegamo’ aquí, llegamos legal. Con un contrato —repite Félix. 

A su lado, Luiman Yan, de 72 años, se seca el sudor de la frente con un pañuelo rosado. El sol arde, cruel y castigador.

Nou lá men un sel gen papel¹ —se lamenta la mujer en creole, la lengua criolla basada en el francés que se habla en la nación vecina de Haití. 

Levanta sus brazos y pide:
—Señor, manda un ayuda. Nou ye beni, mesi, Bondye.2

La protesta dura apenas media hora. Luego de finalizar, cada uno de los cañeros regresa a sus bateyes.

***

El concepto tradicional del batey se rompió desde mediados de los ochenta, porque ese espacio comenzó a cambiar por el decaimiento de los ingenios, desplazados por otras industrias como la del turismo. Con la expansión de las ciudades, varios bateyes crecieron, transformándose en barrios y distritos municipales. En el país hay un listado de 411 bateyes: 270 pertenecen al CEA y 141 a los consorcios azucareros Central Romana y Vicini. De esa cantidad, el Central Romana tiene 101. No hay registro de la cantidad de braceros haitianos que viven en ellos. En los que pertenecen a ingenios que aún funcionan, los trabajadores no deben pagar alquiler en las casas y barracones que se les destinan, pero la estadía en ellas se condiciona a que sean trabajadores activos. Los barracones consisten en casas largas, generalmente construidas de zinc y madera, aunque las hay también de block, divididas en cuartillos.

Los bateyes se caracterizan por sus condiciones socioeconómicas deplorables. El hacinamiento de los barracones, el desorden en la planificación urbana y el descuido del Estado con respecto a los servicios básicos afectaron a estos espacios y muchos de ellos carecen de escuelas y hospitales; tampoco poseen dispensarios. En algunos, hay una ambulancia, en caso de que un picador de caña resulte herido durante su trabajo; en otros se envía, cada quince días, personal para consultas médicas. No hay transporte público y el servicio de electricidad es exclusivo de los superiores. 

Las noches son muy oscuras en el batey, al igual que la piel de quienes allí habitan.

—Ser de batey siempre ha sido un estigma en la sociedad dominicana, porque está asociado, primero, a pobreza extrema y segundo, al tema haitiano —dice la socióloga Tahira Vargas.

Muy en el fondo, después de los barrios marginados, se encuentra el batey.

migrantes haitianos en dominicana

André Sis, 83, lleva 61 años trabajando en el país. Llegó a República Dominicana con la última migración de trabajadores que trajo Rafael Leónidas Trujillo en 1961. Solicitó la pensión en 2002 y, mientras espera, sigue laborando.

***

La relevancia de la industria azucarera empezó en República Dominicana a finales del siglo XIX, cuando los norteamericanos, con la Primera Intervención de 1916, favorecieron la instalación de ingenios. Años más tarde el dictador Rafael L. Trujillo se adueñó personalmente de la mayoría de esas instalaciones, que convivieron con los ingenios Colón, Angelina y CAEI —propiedad de los Vicini, una familia de raíces italianas—, que todavía representan una porción importante de la manufactura y poseen más de medio millón de hectáreas de tierra. Luego se instaló el ingenio Central Romana, que a principios del siglo XX era la South Porto Rico Sugar Company. En la actualidad, es el productor más importante (en 2021 anunció una producción de 396 288 toneladas azúcar, luego de moler más de 3 358 000 toneladas de caña).

Desde la década de los cincuenta y hasta los ochenta, entre los gobiernos de ambos países había un proceso abierto de contratación de mano de obra haitiana. Los contratos estipulaban que los braceros tenían que trabajar seis meses en la zafra. Al terminar, los empleadores debían repatriarlos. Para ese periodo necesitaban un permiso de residencia. Algunos migrantes lo obtuvieron. Otros, no. Aunque la estadía era por seis meses, una práctica común era pedir una determinada cantidad de braceros y tan sólo regresar a algunos de ellos. Además, la mayoría se quedaba en las zonas cañeras, porque los siguientes seis meses se destinaban a preparar la próxima cosecha. 

La época de apogeo no fue eterna. Luego de que, en los setenta, República Dominicana se colocara “entre las primeras diez economías mundiales azucareras con actividad en dieciséis ingenios, sobrepasando la producción de azúcar de un millón de toneladas”, a partir de los ochenta, otros sectores, como el turismo, desplazaron a la industria cañera. Ahora apenas representa 2% de la economía. 

La caída de los precios internacionales y la deficiente situación de los ingenios, luego del asesinato de Trujillo en 1961, hicieron que Catarey, Consuelo, Santa Fe, Quisqueya, Porvenir, Ozama, Boca Chica, Amistad, Barahona, Monte Llano, Esperanza y Central Río Haina, que eran propiedad del dictador, pasaran a manos del Estado, bajo el control de la Corporación Azucarera Dominicana.

Pero, en 1997, con la Ley 141-97, muchos de esos ingenios pasaron al sector privado en una modalidad de arrendamiento. La mayoría fracasó, porque su mantenimiento era muy costoso. En la actualidad, sólo pertenecen al Estado el ingenio Barahona, arrendado al Consorcio Azucarero Central, y el de Porvenir, en San Pedro de Macorís. Hay dos privados: Central Romana, del Grupo Central Romana Ltd., y Cristóbal Colón, del CAEI.

Hasta 1980, la República Dominicana olía a caña.
Ya no.

En las plantaciones el trabajo es duro. Se divide entre jefes, mayordomos, supervisores y pesadores. A éstos les siguen los carreteros, boyeros, vagoneros y fumigadores. Por último, los picadores de caña. La jornada laboral alcanza catorce horas diarias en tiempo de zafra (desde las cinco de la madrugada). 

“Debido a su avanzada edad, [los excañeros] tienen menos posibilidades de movilizarse fuera del entorno azucarero en busca de alternativas de trabajo para subsistir; además, muchos están enfermos y dependen de la caridad de familiares y conocidos para poder comer —cita el informe de Obmica—. También se ha reportado que algunos no tienen donde vivir, ya que, al dejar de ser trabajadores activos para los ingenios, han sido despojados de sus viviendas”.

En 2011 el Centro de Investigación para la Acción Femenina hizo un estudio sobre indicadores de trabajo forzoso en el sector de azúcar y encontró horas laborales excedidas de los límites legales, falta de días de descanso, trabajo infantil, confinamiento físico en el lugar de trabajo, coacción psicológica, endeudamiento inducido, falsas promesas, retención e impago de salarios y retención de documentos de identidad. Además, detectó “pruebas de violencia física contra el trabajador, deportación, despido, exclusión de trabajos futuros y privación de alimentos y vivienda”. 

En 2021 quince legisladores del Subcomité de Comercio Internacional de la Cámara de Representantes de Estados Unidos redactaron una carta al congresista Earl Blumenauer, quien remitió un comunicado al presidente Joe Biden donde denunciaba “condiciones de trabajo forzoso” en la industria azucarera dominicana. Once congresistas dominicanos de provincias con producción azucarera salieron a la defensa de la industria y advirtieron sobre las consecuencias negativas de esa acusación para el país. Hasta el momento no hay información sobre los resultados de esta denuncia. 

la romana republica dominicana

Campo de caña de azúcar en La Romana, República Dominicana.

***

La figura de Jesús Núñez, dominicano y presidente de la Unión Nacional de Trabajadores Cañeros (UTC), siempre se distingue en cada protesta. El 28 de febrero de 2022 está en el local de la Confederación Nacional Unidad Sindical. Lleva, como de costumbre, una boina y camisa con las mangas enrolladas hasta los codos. Trabajó desde los ochenta en Central Río Haina y en la Escuela de Formación Obrera, pero ya entonces notó que los sindicatos de República Dominicana albergaban sólo a trabajadores dominicanos y a ningún migrante haitiano. Decidió ayudar a esos cañeros a luchar por sus derechos hasta que en 2009 fundó la UTC.

Hace un momento le avisaron de la muerte de Pepe Sanó, del batey Santa Lucía, que llegó en 1957 y falleció sin pensión a los 87 años.

—[En 2012, antes de concluir su gobierno] el mandatario Leonel Fernández lanzó un decreto de 2 185 pensionados, entre ellos, 608 haitianos. [Ese mismo año] en el decreto que dio el presidente Danilo Medina, de 1 028 inmigrantes haitianos, pensionó a ochocientos —dice Jesús.

Según datos de la CIDH, hasta finales de noviembre de 2017 la UTC había realizado 308 manifestaciones, concentraciones y vigilias para reclamar los derechos laborales de los antiguos cañeros. Aunque se calcula que 2 709 trabajadores cañeros que obtuvieron su residencia permanente recibieron sus pensiones, la UTC estima que más de cinco mil trabajadores que depositaron sus expedientes siguen a la espera de una autorización. 

Según la investigadora Natalia Riveros, en un reporte para Obmica, algunos de los trabajadores afectados por la falta de pensión se organizaron a través de la Unión para que su lucha tuviera más visibilidad y realizaron marchas pacíficas esporádicas. Para protestar en el centro de la capital del país, los cañeros recorren grandes distancias, ya que la mayoría de sus comunidades se localiza a más de dos horas, en zonas como Monte Plata, El Seibo, Barahona o La Romana. La Unión no les paga transporte y los trabajadores reúnen el dinero para el pasaje por cuenta propia. Según Jesús, una de las condiciones que la Dirección General de Jubilaciones y Pensiones del Estado (DGJP) puso para la entrega de pensiones a los cañeros fue que no se movilizaran con la Unión.

A inicios de 2022, mediante el decreto 819-21, el actual presidente Luis Abinader concedió 484 pensiones. En 2020 jubiló y asignó una pensión mensual por diez mil pesos dominicanos (181 dólares) a 295 extrabajadores de ingenios. Jesús asegura que en ninguno de esos decretos hay migrantes haitianos. 

El director general de la DGJP, Juan Rosa, dice que, contrario a lo que sostiene el sindicalista (que Abinader no ha pensionado a braceros extranjeros), el Estado pensionó a 779 trabajadores haitianos de un listado de 1 600. Sostiene que, en una reunión con Jesús Núñez, le propuso que llevara por grupos a quienes tuvieran su documentación, pero que éste se puso de pie “y me dijo que me olvidara del listado y que le pensionara a seiscientos de ellos sin revisar, a lo que contesté que trajera a los seiscientos, que si eran cañeros se los íbamos a pensionar, y nunca los trajo”.

Una nota de prensa de la DGJP, en enero de 2022, informa que debido “al hallazgo de múltiples elementos que constituyen tipos penales como estafa, asociación de malhechores, falsificación de documentos y suplantación de identidad en su manejo ante la DGJP”, Rosa depositó una denuncia ante el Ministerio Público contra Jesús Núñez. No hay noticias sobre el avance de esta situación.

Jesús niega las acusaciones. Asegura que las autoridades gubernamentales acostumbran nombrar comisiones para evaluar la situación de los cañeros, pero que al cabo de cinco o siete meses las cambian, lo que impide el adecuado seguimiento de los casos. Para él, de todos modos, la participación en la lucha y los reclamos están condicionados por unos bultos que crecen lentamente en su cuello. 

—Dicen que son cancerígenas. Voy para el Instituto del Cáncer mañana. Si la salud no me ayuda y tengo que irme para el cielo, que se sepa que nunca nos vendimos ni hicimos negociación con el Gobierno.

caña republica dominicana

***

Del Batey 108, en la localidad de El Seibo, a unos 140 kilómetros de Santo Domingo, la capital, sólo quedan las estructuras de las casas que durante años albergaron a los cañeros. Una valla de alambres de púas separa esas ruinas de un barrio que todavía no tiene nombre y por el que el tren que recoge la caña pasa de noche porque, según sus habitantes, de día “mataba gente y animales”. Hoy ya no es un batey. En 2008 el ingenio Central Romana decidió demolerlo debido a que, según afirman los cañeros, la mayoría de la población era de adultos mayores, con pocas fuerzas para trabajar. Al nuevo batey llevan trabajadores jóvenes.

El 13 de marzo de 2022 diez cañeros se encuentran en esas ruinas junto a Jesús para coordinar las próximas marchas. Por órdenes del Central Romana tienen prohibido reunirse en terrenos de los bateyes de la provincia de La Romana. Entre el grupo sobresale la voz de Francisco Ble, de setenta años, el último cañero del Batey 108 original. Aunque lo sacaron cuando la demolición, se quedó en el nuevo barrio y vive de los trabajos que hace en el día a día.

—Esa gente fue a buscar a nosotros para vender en el camino. Ahora no quiere dar nada a ninguno. Si no por la buena gente, yo tuviera morí [sic].

A Francisco lo interrumpe la tos constante de otro de los cañeros.

—Dicen que Jesús se queda con nuestro dinero, pero eso es mentira.

Ive Cahio, otro de los presentes, dice en voz alta que vio un programa de televisión en el que se decía que Jesús tomaba la pensión de los cañeros y sólo les daba la mitad. Entonces, Jesús le responde al resto del grupo: 

—Aquí Jesús no está en juego. Quieren que caigamos en ese tren y no podemos. Es la pensión de ustedes, que hicieron ricos a los centrales azucareros.

Cuando Francisco Ble llegó al país, en 1972, le pagaban un peso por tonelada. Al despedirlo del trabajo, 36 años más tarde, le dieron unos 1 200 dólares.

En febrero de 2022 el gobierno anunció el aumento, en un 100%, del salario de la jornada de trabajo de los cañeros. De los 198 pesos que les pagaban por ocho horas, pasaron a ganar cuatrocientos (unos siete dólares).

—Si eres un picador de caña y picas dos toneladas en un día y no la recogen [por cualquier motivo], no comerás en esa semana —explica Jesús—. Si cumplieran con las leyes laborales, pondrían una mano de obra desde la mañana hasta las cuatro de la tarde y otra desde la tarde hasta en la noche. 

Una tonelada son unas dos mil libras de caña, de las que se obtienen alrededor de cuatro sacos de azúcar. Para cobrar, los trabajadores deben picarla, recogerla y trasladarla. El pago aumenta un poco si la cargan con las manos, ya que resulta más difícil. La otra alternativa es recogerla con máquinas. Algunos ancianos se dedican a cuidar la maquinaria del ingenio durante la madrugada y les pagan unos cinco dólares, pero los están suspendiendo de esas funciones.

En 1974, cuando Ive Cahio, que tiene 69 años, llegó a República Dominicana desde Haití, todavía no había hoteles de cinco estrellas en Punta Cana. Casa de Campo, un exclusivo complejo turístico ubicado a pocas horas de allí, se fundaría ese mismo año. A los veinte empezó a trabajar en el Ingenio Catarey. Luego, pasó al Central Romana. Hace dos años lo despidieron por vejez y enfermedad. Un día llegó y encontró sus pertenencias y unos pavos y gallinas que criaba fuera de la casita en la que vivía. Como ya no trabajaría en Catarey, no podía vivir en el batey. Y todavía no recibe respuesta acerca de su pensión.

—Estoy esperando para ver si sobrevivo. Tengo que gastar, yo no, las hijas mías, dos mil pesos mensuales de medicina. Tengo una pastillita que vale 1 512 y la de la azúcar, compro la ma’ barata.

Ive duró diecinueve años como capataz de fumigación, hasta que en 2020 enfermó de los pulmones. Ahora vive con sus hijas.

—¡Suerte a Dios yo había comprado antes una casita de zinc, pero es mío, nadie me puede sacar ahí!

Al lado de Ive, Ousmane Desire, de 73, se mantiene con los brazos cruzados. Comenzó a tener problemas con su vista y la presión arterial, y la compañía lo retiró del trabajo este año. Espera su pensión desde hace doce años. La última vez que fue a Santo Domingo a reclamar a la DGJP le dijeron que lo llamarían, que no gastara dinero en pasaje. En la misma Dirección le recomendaron contactarse con Jesús. Unas de las gotas para los ojos que debe colocarse Ousmane cuestan cerca de 36 dólares. Su hijo mayor se las compra, pero lo que sus hijos le dan no alcanza para cubrir los gastos médicos ni para operarse la vista. Tampoco tiene seguro de salud.

Alejado del grupo, sentado, está Cebien Metellus, de 81, coordinador de la Unión. Un sombrero con lentejuelas plateadas esconde las canas en su cabeza. Como los demás, atravesó la frontera en un catarey, un camión para cargar bueyes, en 1951. Tenía diez cuando llegó al país y empezó a trabajar en el Central Río Haina. A los tres días de su llegada picó un montón de caña y le pagaron un peso con un centavo. Hace cinco semanas, lo despidieron del Central Romana con una liquidación de 85 000 pesos (1 544 dólares) y le quitaron el carnet de identificación. No explicó el motivo.

—Todos los meses tengo que dar viajes para la capital, pagando pasaje. En las mismas oficinas me dijeron que sin la ayuda de Jesús, era difícil que consiguiera mi pensión.

En el grupo hay varios que todavía trabajan. Entre ellos, Edouard Joseph, de ochenta años, que pidió su pensión en 2002 y aún no la recibe. Desyerba de seis de la mañana a cuatro de la tarde. También Levin Moesies, de 78, que llegó al país a los dieciséis. Levin fue picador; después, carreteaba con seis bueyes; y ahora, cultiva y limpia la caña. Le pagan alrededor de dos dólares por tarea y no siempre la termina en un día. Solicitó su pensión en 2006 y se sabe de memoria el número de su aplicación. De los allí reunidos, es uno de los pocos que no tienen hijos. Según Ive Cahio, los que no tienen hijos no están muy bien. 

—La última hija mía, cada vez que estoy enfermo ella se me lleva en una motocicleta. Ella no espera la ambulancia ni na’. Por eso que soy vivo ahora.

Tras escuchar a Ive, Levin baja la mirada hacia el suelo terroso y se apoya en el paraguas que lleva entre las manos. El silencio invade al grupo mientras al fondo se escuchan las risas de unos niños que viven en el nuevo barrio y que juegan a lanzar aviones de papel. 

bateyes dominicana

Edouard Joseph, 80. Pidió su pensión en 2002 y no la ha recibido aún. Desyerba el campo de seis de la mañana a cuatro de la tarde. Posa para un retrato en la base de una de las viviendas que destruyó la empresa
cuando se dieron cuenta de que su población era demasiado vieja para seguir trabajando.

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La mayoría de los braceros haitianos que llegaron al país durante el apogeo de la industria, entre los años cincuenta y setenta, no ingresó de manera ilegal. Si el CEA necesitaba doce mil trabajadores agrícolas para el corte de la caña, el gobierno dominicano de turno emitía un decreto autorizando la entrada. En esos traslados intervenían entidades como la Fuerza Armada Dominicana, la Secretaría de Estado de Salud Pública, el Servicio Nacional para la Erradicación de la Malaria, el IDSS y la Dirección General de Migración. Pero esas instituciones contaban con muy poca información sobre esos braceros y no tenían voz en el procesamiento de migrantes. 

—La parte que no se dice es que una gran parte de quienes consiguieron la pensión de trabajadores de la caña es porque buscones e intermediarios les cobraban por adelantado de a cinco mil pesos para que pudieran salir en la resolución que otorga la pensión. A los trabajadores todo el mundo les saca beneficio. Sobre todo, a los haitianos, porque ellos no pueden denunciar —dice Domingo de Peña, un dirigente obrero dominicano que trabajó en los ingenios. 

Domingo recibió su pensión, aunque fue difícil conseguirla. Asegura que, cuando se enteró de que no se la entregaban porque los empleados del IDSS querían una parte del dinero, se paró en la ventanilla 26 del Seguro Social y dijo: “¿A quién es que hay que darle los cinco mil pesos para que me salga?”.

Durante el “tiempo muerto” —el periodo entre cosecha y cosecha— el aroma de la caña molida deja de perfumar el cielo azul. No suena el prolongado silbato de la locomotora que lleva la carga de caña y los días se preñan de una calma que sabe amarga. Al terminarse la producción masiva de corte y tiro de caña, llega el momento de sembrar la próxima cosecha y preparar la tierra para la nueva vida.

cañeros haitianos bateyes republica dominicana

Arriba, izquierda: Cebren Metellus, 81. Cebren trabaja desde los diez años. Solicitó la pensión en 2006 y aún no la ha recibido. Vive solo.
Abajo, izquierda: Deacon Louis, 72. Trabaja desde 1980 y sigue trabajando. Pidió su pensión en 2012 y aún no la ha cobrado.
Arriba, derecha: Ive Cahio, 69. Trabajó desde 1974 hasta 2020 en la caña. Los últimos diecinueve años fue capataz de las brigadas de fumigación; por esta actividad, en julio de 2020 enfermó de los pulmones y dejó de trabajar.
Abajo, derecha: Julio Alfredo. Este año se retiró, tras haber trabajado más de cuarenta años en los cañaverales. Ya no tiene seguro médico. Lleva
doce años esperando su pensión.

***

En el mismo día y espacio en que los trabajadores cañeros se agruparon frente al Congreso, Elena Lorac, de 33 años, se manifestaba pidiendo derechos para las mujeres de los bateyes y también la aprobación de las tres causales de aborto (cuando la vida de la madre está en riesgo, en caso de violación o incesto o por malformaciones del feto), ya que en República Dominicana se prohíbe totalmente. Ésta no es la única lucha de Elena. Como hija de migrantes que picaron caña desde finales de los setenta, su principal combate es la reivindicación de los derechos de los descendientes de haitianos afectados por la sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional de la República Dominicana, que estableció en 2013 que a los hijos de extranjeros en situación irregular no les correspondía la nacionalidad dominicana. Esta decisión crea un gran problema para los ancianos cañeros. No cuentan con un apoyo para su vejez y los hijos no pueden mejorar esa situación porque, a su vez, carecen de papeles.

En 2007, cuando quiso renovar su acta de nacimiento para inscribirse en la universidad, le dijeron que no podían entregársela porque sus padres eran migrantes haitianos. La Junta Central Electoral aplicó la Resolución 02-2007 que solicitaba suspender la emisión de actas de nacimiento, cédulas y otros documentos a hijos de padres extranjeros en situación irregular. Decía “provisionalmente”, pero esa provisionalidad se volvió permanente y la Junta sacó a todas esas personas del registro civil dominicano y las llevó a un Libro de Extranjería, a pesar de haber nacido en este país.

La Junta afirmaba que a los hijos de los extranjeros se les había inscripto de manera irregular, porque sus padres no poseían documentos. Esto aunque la Constitución Dominicana tenía el jus solis (derecho a suelo por haber nacido en territorio nacional), excepto para los hijos de diplomáticos o migrantes en tránsito. 

Cuando un migrante haitiano declaraba a sus hijos recién nacidos, mostraba el carnet expedido por el CEA o el ingenio para el cual trabajara. Algunos, nada.

Para el proceso de desnacionalización, la Junta los identificó mediante el apellido: Pierre, Jean, Duval, entre otros de origen francés.

El principio de la desnacionalización se dio en 2004, cuando la joven Juliana Deguis presentó un recurso judicial debido a que la Junta le negó su acta de nacimiento por ser hija de migrantes haitianos. A partir de ahí inició un largo proceso. En 2010 Deguis realizó una acción de amparo en la que sus abogados recurrieron a la primera instancia para que la Junta entregara la documentación. Sin embargo, el Tribunal Constitucional demoró varios años y esa acción de amparo, que esperaban que se resolviera a favor de ella —y que, por consiguiente, ayudaría a miles de descendientes haitianos en situación irregular—, resultó en la dictaminación, en 2013, de que se borraría del registro civil a “todos aquellos cuyo nacimiento se registró por parte de padres migrantes sin estatus migratorio regular entre 1929 y 2010”. Sobre el caso de Juliana Deguis, tras varias apelaciones, la Suprema Corte determinó en 2021 que ni ella ni sus hijos son dominicanos. 

—Llega el tiempo para ir a la universidad y no puedes —dice Elena Lorac—. Te dicen “nacionalízate como haitiano”, pero la embajada haitiana no te reconoce como haitiano, ya que nacimos en República Dominicana. Si logras hacerlo, tienes que pagar tu educación en dólares [como corresponde a los extranjeros]. 

Desde 2011 trabaja en los bateyes con Reconocido, una organización que defiende los derechos de los dominicanos de ascendencia haitiana en la República Dominicana, a quienes se les niegan servicios de salud, empleo, educación y derecho al voto. 

Las críticas a la sentencia del Tribunal Constitucional hicieron que el Gobierno emitiera la Ley 169, de 2014, que divide a los jóvenes en dos grupos: A (descendientes que ya poseían acta de nacimiento, cédula o pasaporte) y B (descendientes que no figuraban en el Registro Civil). Al grupo B se le ofreció como solución inscribirse en un Plan de Regularización con la promesa de que, después de dos años, serían naturalizados. Pero a casi catorce años de eso, todavía no hay una sola persona naturalizada.

Para los del grupo A se ordenó entregar un acta de nacimiento que los acreditara como dominicanos. No obstante, cuando se elaboró la ley, la Junta transcribió los registros que llevó al Libro de Extranjería a un nuevo Libro de Transcripción, tornando todo aún más confuso: como no se pueden tener dos registros, la Junta demanda a las personas por duplicidad de actas. Las mismas que ésta generó. Aunque se calculaba que 61 000 personas saldrían beneficiadas por la Ley 169, menos de la mitad recuperó su documentación. Otros no encajan en ninguno de los dos grupos, por haber nacido tras la sentencia. 

En 2013, todos esos jóvenes, en su mayoría oriundos de bateyes e hijos y nietos de cañeros, estaban en una misma dirección. Como un montón de hormigas caminando en fila detrás del preciado dulce. Hoy, después de la división entre grupo A y B, ya no tanto. 

Azúcar amargo La lucha de los cañeros haitianos 3

Casa de Levin Moesies en República Dominicana.

***

El profesor Manuel Núñez pasa sus tardes en un supermercado que lleva por nombre el Nacional. Sentado a una mesa del café de ese establecimiento, este experto en temas de historia y geopolítica destaca entre los presentes por el alto tono de su voz.

Realizó sus estudios de licenciatura y maestría en La Sorbonne, se doctoró en la Universidad de las Antillas y Guyana y ganó dos veces el Premio Nacional de Ensayo. Al igual que el vocero de los cañeros, Manuel Núñez lleva una boina. Una camisa azul le da un toque de suavidad a su piel oscura. Sostiene que aún se enfoca la migración haitiana con los parámetros de hace setenta u ochenta años y, aunque la labor azucarera sigue, él dice que no es así.

—Es imposible que se hable de pensionados cuando la actividad tiene cuarenta años descontinuada. El CEA ya no existe y el Central Romana pensiona a los once mil que tiene —dice y se detiene para pedirle a una de las dependientes del café que conecten su teléfono. La batería no anda muy bien. Hace varios días que le da problemas.

Manuel Núñez es un defensor del muro de hormigón armado de 160 kilómetros de extensión que República Dominicana empezó a levantar en la frontera en febrero de 2022. Tendrá unas 170 torres de vigilancia, 71 puertas de acceso y una estructura metálica con una altura de 3.90 metros. Él cree que la migración haitiana es el más grave de los problemas dominicanos, que le quitó a los oriundos del país empleo en el sector agrícola, la construcción, el turismo y el servicio doméstico. En 2018 la
Asociación de Constructores y Promotores de Viviendas aseguró que es difícil para el sector de la construcción cumplir con la ley laboral (que indica que 20% de los empleados debe ser extranjero), ya que el dominicano prefiere otro tipo de trabajo. Entre 60% y 70% de la mano de “obra gris” en ese sector es haitiana. Manuel tampoco cree que los descendientes de cañeros haitianos nacidos en los bateyes sean dominicanos.

—Una vez que tienen papeles, ¿qué debemos hacer nosotros?, ¿colocarnos debajo para que nos orinen? Los dominicanos no somos responsables de Haití. Tampoco los franceses ni los estadounidenses. Los responsables de Haití son los haitianos.

A través de los años diversas encuestas y reportes periodísticos evidencian la tensión en las relaciones entre ambos países. Según éstos, la ciudadanía tiene la percepción de que la migración haitiana es mayor que las cifras oficiales, que rondan los quinientos mil migrantes, conforme a un sondeo de la Oficina Nacional de Estadística.

***

Es un sábado de marzo de 2022 y Edilio Peña maneja un minibús blanco que se adentra rápido en el camino de los cañaverales. Una pequeña multitud de niñas y niños de un batey del municipio de Guaymate los espera a él y al equipo de la Fundación Paniba —que dirige Peña— para recibir clases y un almuerzo. La Fundación también aporta alimentos mensualmente a veinte ancianos que no tienen pensión ni familia. Cuando fallece alguno, le fabrican un ataúd, ya que a veces el ingenio no lo proporciona.

—Están sueltos en el batey con la ayuda de Dios. Se nutren con los vecinos, que cuando cocinan les pasan un poco de comida —dice, con un leve acento creole.

Edilio emigró desde Haití solo, a los doce, en 1973. Trabajó en los campos de caña y luego diecisiete años en el Departamento de Agronomía del CEA. Todavía no tiene una pensión. Sus cotizaciones no aparecen.

Hace una parada en su recorrido para darle un aventón a una joven del batey que camina sola entre los cañaverales. La chica carga un pollo muerto que hace que el vehículo huela a podredumbre. 

Aunque en la lista que tiene el equipo de la Fundación hay 55 inscritos, este sábado hay más de cien. Por la lluvia, los reúnen en una pequeña iglesia, donde se permiten estos encuentros. El sábado es el único día en que estos niños pueden estudiar, ya que para llegar a la escuela deberían caminar casi tres kilómetros. Entre la muchedumbre, una niña de seis años sale a la puerta y extiende sus brazos al aire. Cierra con fuerza los ojos y exclama:

—¡Gracias a Dios por abrir su llave!

La mayoría de los pequeños que están allí reunidos carece de documentación.

Azúcar amargo La lucha de los cañeros haitianos 1

***

—Uno no vive mal, pero ni tan bien —dice Xiomara, que lava en el patio de su casa mientras sus tres niños están en la iglesia con la fundación de Edilio.

Como ella, las demás mujeres aprovechan para lavar sus ropas. Algunas, a mano, y las que tienen plantas eléctricas, en lavadora. Porque en los bateyes no hay electricidad. Sólo la tienen los “centrales”, en los que viven los funcionarios de los ingenios.

En este batey hay barracones para hombres solteros, sin hijos, con una ventana y una sola puerta. Los que tienen familia viven en casas con dos habitaciones, una sala y cocina. Hay dos baños para toda la comunidad y unas cinco letrinas. No tienen inodoros. 

—La compañía no quiere cargar con nadie. Por eso no quiere a los viejos trabajando —dice Xiomara.
Una vecina le comenta:
—A la gente que ya tiene pensión, que no le den casa, Xiomara.
Ella responde:
—Que alquilen, porque si le dan una mensualidad [pensión] que ellos se pueden ayudar, no tienen derecho a casa.
Mientras tanto, los niños del batey aprenden a escribir en español y juegan en creole.
¡Gadé!³ —grita uno de los pequeños que avanza en su bicicleta.

Unas niñas muestran a Edilio, orgullosas, la manualidad en la que trabajaron: una bandera dominicana hecha con cartón y rellena de “coditos” de pasta corta. Tan frágil como su nacionalidad y la pensión de sus abuelos y sus padres.

Este reportaje se realizó con el apoyo
de la Fundación W. K. Kellogg.

 

 

1. Nou lá men un sel gen papel: “Estamos aquí, pero sólo uno tiene documentos [papeles que regularicen su situación migratoria]”.

2. Nou ye beni, mesi, Bondye: “Somos bendecidos, gracias, Señor”. 

3. Gadé: “Mira”.


Indira Suero Acosta. Periodista de República Dominicana que escribe y habla sobre el Caribe, el folklore y la afrodescendencia. Como becaria Fulbright, con una maestría en Periodismo y Medios, enfocó sus estudios en la prensa afroamericana en Estados Unidos y realizó varios reportajes sobre las comunidades de afroamericanos en La Florida. Por su labor en organizaciones periodísticas, como embajadora de SembraMedia y editora de Connectas, guía a otros periodistas de América Latina en sostenibilidad y emprendimientos digitales, además de investigaciones sobre temas clave para el desarrollo de las Américas. En su país trabaja para El Día, un programa de análisis, y enseña en las principales universidades, además de ser docente en México. Es creadora del personaje web Negrita Come Coco que lucha por la aceptación de los orígenes afrodescendientes en la sociedad dominicana.

Tatiana Fernández. (Santo Domingo, 1983). Estudió Publicidad en Santo Domingo, fotografía en Milán y, años más tarde, recibió la beca Fulbright para realizar la maestría en Fotoperiodismo en la Universidad de Missouri. Allí comenzó a investigar sobre las niñeras dominicanas que dejan a sus hijos para cuidar a los niños de otros. Éste se convirtió en su primer largometraje documental, Nana (2015), y la impulsó a iniciar una carrera paralela como cineasta. En 2021 estrenó su segundo filme, Vals de Santo Domingo, en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara, donde recibió la Mención Honorífica a Largometraje Iberoamericano Documental. Actualmente trabaja como directora y directora de fotografía de documentales sobre temas de género y derechos humanos. Es, además, fotógrafa para medios de noticias y revistas internacionales.

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