Desencriptar Medellín: el código de una nueva ciudad tecnológica
Medellín atraviesa por varios fenómenos sociales provocados por la gentrificación y la revolución digital. Convertida en uno de los principales nodos globales, según el Foro Económico Mundial, una treintena de comunidades tech están formando a una generación de colombianos que pueda reescribir el pasado criminal de la ciudad, mediante ese lenguaje detrás de las apps y sitios web que usamos a diario. Jóvenes de barrios, como la Comuna 13, podrían transformar su futuro.
Medellín experimenta una pequeña revolución, silenciosa para el mundo e incluso para los locales; soterrada, tecnológica y programada; sin ideología ni manifestantes; llevada a cabo por una generación que entendió que podía aprender un nuevo código y desencriptar un futuro completamente diferente al de sus padres. Un futuro diseñado para un mundo nuevo.
—¿Has usado Java? —pregunta David Naranjo, diecisiete años, mientras mira su celular y espera un refrigerio en una sala de estar en el octavo piso de un coworking en el barrio El Poblado, un sector exclusivo al sur de Medellín. Es delgado, de gestos tímidos, y lleva una camiseta negra con la inscripción “Women Who Code” en letras amarillas.
—Sí, en mobile —contesta Keislin Moreno, veinte años, de pelo negro, crespo y abundante. Es menudita y muy vivaz. Lleva la misma camiseta.
—¿Con qué sistema?
—Con Android, pero a mí me gusta más el front, la paginación web, es más fácil que el back.
—Yo creo que voy a coger el proyecto de finanzas personales —dice David.
—A mí me gustan mucho esas aplicaciones —dice Keislin.
—¡Epa!, uno tiene ahí en la app unos gastos fijos, y cuando recibe el sueldo, uno sabe cuánto se puede gastar.
—Soy fan de esas apps.
—¿Usted ya empezó a desarrollar?
—No, hombre, esta semana.
—Nos podemos reunir en Meetup o en persona para avanzar…
—Como quiera… —dice Keislin.
—¿Mañana domingo? —propone David.
Es un sábado de finales de mayo de 2023 a mitad de la mañana y fuera del edificio hay un sol tropical, cielo azul, 27 °C. La conversación entre Keislin y David fluye rápida y natural, como la de dos adolescentes en la esquina del barrio o a la salida del colegio, pero solo alguien familiarizado con los lenguajes de programación de software entendería lo que están diciendo.
Ambos hacen parte de un grupo de dieciséis jóvenes que, durante catorce semanas, todos los sábados de ocho a diez de la mañana, estudian de forma gratuita para ser programadores backend, es decir, personas capaces de escribir los comandos del código de diferentes lenguajes de programación, como Java, Python, PHP. Ese lenguaje escondido detrás de los menús y páginas que los usuarios vemos en las apps y sitios web que manipulamos a diario.
Los programadores son los obreros de la creciente industria digital, quienes dominan los lenguajes que usan las empresas de tecnología para prestar sus servicios y desarrollar sus productos, y responden a tres perfiles fundamentales: a) los frontend, que se encargan de lo que se conoce como “interfaz de usuario”, es decir, lo que el usuario ve en la pantalla y que consiste en menús, pestañas, indicaciones; usan lenguajes específicos para crear esas funciones; b) los backend, que escriben el código de diferentes lenguajes de programación que los usuarios no ven, y c) los full stack, políglotas capaces de escribir ambas cosas: el código para el front y el back de una aplicación, un sitio web o un sistema operativo, por mencionar productos con los que interactuamos cotidianamente.
Los más talentosos pueden cambiarlo todo de un momento a otro.
Cuando el alemán Axel Schmidt escribió el código que permitía traer el mundo entero a una pantalla —el origen de Google Earth—, nos sentimos de pronto como Superman, astronautas capaces de ver la Tierra como si estuviéramos en el espacio y desde allí pudiéramos visitar cualquier rincón del planeta.
Keislin fue madre soltera a los diecisiete años y tuvo que vender dulces en la calle para sobrevivir. Vive en el barrio Santa Cruz, en una de las comunas populares que pueblan las laderas del nororiente de Medellín. Siempre activa y curiosa, buscó cómo escapar de las necesidades apremiantes. Empezó una tecnicatura para aprender a operar cámaras de televisión y, con el apoyo de una fundación de ayuda a madres adolescentes, se arriesgó a ingresar a un programa de desarrollo de software. David se crio en Castilla, otro barrio popular de la ladera opuesta a Santa Cruz. Estudió en un colegio público donde le gustaba crear e innovar y empezó por su cuenta a crear páginas web, hizo cursos en Platzi —una plataforma virtual de aprendizaje para programadores—, y hoy cursa Ingeniería de la Calidad en el Instituto Tecnológico Metropolitano.
David y Keislin aprenden código en las oficinas arrendadas en el coworking por SoftServe, una empresa ucraniana de servicios de tecnología con sede en la ciudad que brinda el espacio, los refrigerios y los equipos de cómputo para el programa From Hero to Superhero, el curso de backend desarrollado por Women Who Code (WWCode), una comunidad de mujeres programadoras y entusiastas de la tecnología que de manera voluntaria promueve el aprendizaje de código de programación para insertar a personas, preferiblemente mujeres, en el mercado laboral de la economía digital y reducir las brechas de género.
WWCode Medellín hace parte de una red global que tiene presencia en 140 países, con 290 000 miembros, entre ingenieros, científicos de datos, diseñadores y otros roles del mundo de la tecnología. La comunidad de Medellín cuenta con 1 800 miembros en múltiples plataformas, chats de WhatsApp, grupos en Meetup y redes sociales.
Existe en la ciudad una treintena de comunidades tech, como WWCode, identificadas por Ruta N —la entidad del gobierno local encargada de atraer a la ciudad empresas de base tecnológica y promover la formación de talento digital—, que acogen aproximadamente a veinte mil miembros. Son grupos y redes de personas que buscan transmitir conocimiento, desarrollar habilidades digitales y construir saberes colectivos para acercar el mundo de la tecnología a la población.
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En Medellín hay unos 543 000 jóvenes de entre catorce y veintiocho años, y aproximadamente uno de cada cinco ni estudia ni trabaja. Aprender a hablar con las máquinas resulta tentador para una generación resignada a no tener futuro o a repetir los empleos tradicionales y mal pagos de sus padres. Para hacerlo no es indispensable estudiar una carrera durante años, un sueño cada vez más prohibitivo y de otra época para muchos de ellos. La industria de la tecnología ofrece miles de materiales online gratuitos y cursos de corta duración para aprender un lenguaje específico que requiere mano de obra inmediata. Y si necesitas ayuda, hay una comunidad especializada dispuesta a acogerte.
Este tipo de comunidades tech han proliferado en la última década, en su mayoría a partir de las necesidades de aprendizaje de unos cuantos jóvenes iniciados y, en algunos casos, de la búsqueda de oportunidades de poblaciones pobres. MedellínJS, una de las primeras, empezó en 2012 con el fin de esparcir el conocimiento del lenguaje JavaScript y de fortalecer el ecosistema tecnológico de la ciudad, que acababa de aprobar su política pública de ciencia, tecnología e innovación. A partir de 2015 empezaron a funcionar algunas de las más activas en la actualidad, lideradas por mujeres y con un claro enfoque de género, con el fin de ayudar a insertar a más mujeres al mercado laboral a través de la economía digital, como WWCode.
Algunas de estas comunidades son PyLadies, vinculada con la Python Software Foundation, que promueve el uso del lenguaje Python; Data Science FEM, embajadoras en Medellín del Women in Data Science (WiDS), un programa de la Universidad de Stanford que busca que más mujeres ingresen al mundo de la ciencia de datos, y Pionerasdev, que surgió en 2015 con el liderazgo de Marian Villa, en ese entonces una joven estudiante de Diseño y Comunicación Social de una universidad privada que asistía a un semillero de videojuegos, donde se interesó por la programación de personajes y de páginas web. Su primer contacto con las comunidades tech lo tuvo en un evento de emprendimiento en Ruta N, donde conoció a MedellínJS y se unió como voluntaria.
—Empecé a preguntarles dónde estaban las mujeres y cómo hacíamos para que hicieran parte —cuenta Marian por videoconferencia—. Entonces me dijeron que había unos cursos autodirigidos que podíamos tomar como base, que eran de la NodeSchool, para hacer aplicaciones en Node.js. El caso es que a esos talleres llegaban unas diez chicas, a veces cinco, a veces siete.
En un relevo de liderazgo de MedellínJS —uno de sus líderes se fue a Estados Unidos a trabajar para NodeSource, una empresa especializada en productos y servicios de Node.js—, Marian y una programadora conocida como Naranjita Golden —prefiere no dar a conocer su nombre— crearon Pionerasdev, comunidad enfocada en las mujeres interesadas en la tecnología. Hacían encuentros mensuales y empezaron con entrenamientos en lenguajes como JavaScript, HTML y CSS.
Empresas de tecnología, coworkings y universidades les abrieron las puertas y apoyaron sus actividades, y en 2017 se formalizaron como una corporación, que hoy tiene presencia en varias ciudades de Colombia. En 2020 aplicaron al Open Source Community Grant de IBM, uno de los programas más prestigiosos de apoyo a grupos que trabajan por mejorar el acceso a la tecnología, y quedaron finalistas con una comunidad de África y otra de Asia. Era la primera vez que un candidato latinoamericano lo conseguía. Ganaron y recibieron un premio de veinticinco mil dólares. Con el dinero hicieron donaciones de computadores a través de redes sociales y empezaron el desarrollo de una plataforma que llamaron WOMINT, que esperan dar a conocer pronto. Se trata de una plataforma de mentorías y colocación laboral para ayudar a las mujeres latinoamericanas en su proceso de aprendizaje de código, y a las empresas a contratar talento tech.
Estas comunidades lideran una revolución en cadena y en red, descentralizada y sin intermediarios, con bloques autónomos y conectados entre sí por un mismo lenguaje: la programación de software. Una red social para intercambiar conocimiento y encontrar empleo en la economía digital, liderada por fundaciones, artistas y programadores, que se encuentran al mismo tiempo en el mundo virtual y en los barrios, en coworkings y en casas culturales, en universidades y en centros públicos de innovación, para formar un bien escaso y de mucho valor: los programadores que comandan esta pequeña revolución local.
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Medellín vive encriptada y desconcertada, intentando comprender el código en su ADN que la hace acogedora y amenazante, talentosa y acomplejada, y al mismo tiempo capaz de insertarse en una economía global y competir con ciudades de los cinco contenientes. En 2020 fue oficializada por el Foro Económico Mundial como el nodo latinoamericano de la llamada “Cuarta Revolución Industrial” —o la revolución del big data y la inteligencia artificial— para impulsar en la región la transformación digital y la implementación de tecnologías emergentes. Los otros cuatro nodos mundiales están en San Francisco, Tokio, Pekín y Bombay.
Y, sin embargo, el éxito de haberse convertido en las dos primeras décadas del siglo XXI en un centro de las dinámicas económicas de la revolución digital se empaña cada vez que alguien le saca en cara su pasado, habla de cocaína o menciona a Pablo Escobar. Y pasa a menudo.
Hace poco más de una década, en una apuesta conjunta entre universidades, empresas privadas y el sector público, Medellín formuló su primer plan estratégico de ciencia, tecnología e innovación (CTi) —adoptado como política pública en 2012—, que llevó a la ciudad a convertirse en 2023 en el primer Distrito CTi del país, una categoría de ley que le permite favorecer la inversión en esas áreas.
Todo empezó a principios del siglo XXI con la creación del Comité Universidad Empresa Estado (CUEE), con el liderazgo del programa de Gestión Tecnológica de la Universidad de Antioquia y la participación de empresarios reconocidos de distintos sectores, como Manuel Santiago Mejía, Luis Carlos Uribe y Juan Guillermo Jaramillo. En 2008 se creó Tecnnova, una corporación para gestionar el conocimiento en ciencia, tecnología e innovación, que reúne a ocho universidades de la ciudad, y en 2009 nació Ruta N. Elkin Echeverri, exdirector de Planeación y Prospectiva de Ruta N (entre 2015 y 2020), recuerda que en 2011 hizo parte como empresario de un grupo de más de 250 líderes que participaron en la construcción del plan que marcó el rumbo por el que hoy Medellín transforma su realidad y construye un nuevo imaginario colectivo.
En una manzana estratégica y de renovación urbana en la zona norte del centro de la ciudad, conocida como Carabobo Norte —una explanada donde están la Universidad de Antioquia, el planetario y su Parque de los Deseos, el jardín botánico y un museo de la ciencia, que muestra el salto de Medellín de lugar de violencia extrema y centro exportador narco a modelo de innovación social, celebrado en foros mundiales—, la ciudad construyó las tres torres de fachada naranja que alojan a Ruta N, donde tienen sus sedes Tecnnova y el nodo para la Cuarta Revolución Industrial.
Antes de la pandemia, Ruta N consiguió tener en una de sus torres un centro global de servicios de Hewlett-Packard; llegó Infosys, de India; Globant, de Argentina, y más de cuatrocientas empresas de base tecnológica montaron operaciones en la ciudad. El clima, una cultura y huso horario cercanos a los de Estados Unidos, su fama cool y maldita y un talento digital emergente hicieron de Medellín un lugar irresistible.
El mismo sábado en que tiene lugar el curso de WWCode, al final de la mañana se lleva a cabo el evento TechFem 2023 en uno de los auditorios de la planta baja de Ruta N. Participan emprendedoras y expertas en tecnología. El complejo de edificios es fresco, con muros verdes en sus fachadas internas, y se levanta sobre una plazoleta abierta al público con restaurantes de comida rápida y jardines frondosos.
Entre las expositoras está Girlesa Quintero, encargada de hablar de las comunidades de mujeres tech de la ciudad. Tiene treinta años, el pelo oscuro y liso, la frente despejada, lleva gafas redondas. Es hija de un comerciante y un ama de casa, miembro de una iglesia cristiana, y estudió Ingeniería Administrativa en una universidad pública. Trabaja en Proficient, una empresa de consultoría para transformación digital de negocios, con sedes en Estados Unidos, India y América Latina, y es una de las directoras de WWCode Medellín.
Girlesa inició su carrera en el área financiera de una empresa tradicional, haciendo planeación con softwares y paquetes estadísticos. En ese trabajo se preguntaba qué había detrás de estos programas, si podía manipularlos para ir más allá de los resultados que le arrojaban. Descubrió que lo podía hacer si aprendía lenguajes como Python y R, que usan códigos de programación para hablar con los computadores y pedirles que solucionen distintas necesidades, en su caso, análisis de datos. Buscó en redes y dio con la página de Data Science FEM, que en 2019 organizaba el primer evento de WiDS que se hacía en la ciudad. Soñaba con ser científica de datos.
—Me llegó un link para ingresar a un chat de WhatsApp, y en el chat preguntaron quiénes querían ser voluntarias del evento y me anoté. Y así fue como empecé en este mundo y conocí que existían las comunidades de tecnología —dice Girlesa después de su intervención en TechFem—. En un evento WiDS hay charlas técnicas y de inspiración, una chica dice cómo aprendió a usar un programa o cuenta cómo consiguió un trabajo en una empresa grande. Es lo que se hace en las comunidades, hablan de fundamentos de Python o JavaScript, de lo nuevo que lanzó Angular, yo qué sé, una herramienta para hacer algo en particular, para qué puedo usar la inteligencia artificial, cosas así.
Allí escuchó de WWCode y aplicó para ser voluntaria. Funcionaba a través de Meetup, una plataforma web que permite crear grupos y programar eventos. Las empresas de tecnología suelen buscar este tipo de comunidades para apoyarlas, promover el aprendizaje de los lenguajes que ellas utilizan y encontrar mano de obra. Organizaron un taller —en el mundo de la tecnología se conocen como bootcamps y consisten principalmente en resolver un reto de programación en un tiempo determinado, así identifican a los más capaces— para explicar el rol de aseguramiento de la calidad (quality assurance). Girlesa participó, se destacó y así consiguió el empleo que tiene hoy.
Como voluntaria ayudaba con la logística de los encuentros, a buscar un lugar, a conseguir el apoyo de una empresa para un refrigerio, a encontrar alguien experto en un tema en particular. Ella también compartía lo que iba aprendiendo y, a fuerza de acumular horas, llegó al cuadro directivo. En la pandemia se sostuvieron con encuentros virtuales, pero se dieron cuenta de que las charlas sobre determinados temas no ofrecían suficientes herramientas a las personas para ingresar al mercado laboral.
—En la pandemia empezamos a hacer entrenamientos virtuales en un programa específico. Hicimos un primer curso de iniciación a JavaScript para frontend, de setenta horas, durante seis meses. Tuvimos doscientos participantes. Cuando volvimos a la presencialidad nos dimos cuenta de que nos hacía mucha falta encontrarnos, vernos cara a cara, porque no todo el mundo aprende fácil en la virtualidad.
Con ese primer curso, hace dos años crearon From Zero to Hero, con el que de manera presencial y gratuita pueden formar a alrededor de treinta participantes como programadores frontend principiantes. Los seleccionan mediante convocatorias abiertas en sus redes, sin distinción de edad ni de procedencia, y con una base aproximada de 70% mujeres y 30% hombres. Cualquier persona interesada puede inscribirse para ser seleccionada. Este año lanzaron su segundo curso, From Hero to Superhero, de iniciación al backend. Una vez que terminan la formación, hacen acompañamiento para ayudarles a conseguir empleo. Keislin, por ejemplo, hoy hace sus prácticas en BEXTechnology, una empresa local de innovación tecnológica.
—Queremos que la gente conozca la tecnología, consiga trabajo, mejore sus ingresos y su calidad de vida —dice Girlesa—. Eso es lo que anhelamos como comunidad. Ahí está la misión. Y reducir la brecha de género como mujeres, porque sabemos que aquí hay muchas industrias que necesitan ese talento.
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La Comuna 13, un conglomerado de diecinueve barrios de clase popular en el que viven doscientas mil personas, en el centro occidente de Medellín, es uno de los cincuenta mejores lugares para visitar en el mundo, según un informe reciente de la revista Time. En temporada alta recibe treinta mil turistas al mes. Es famosa por sus tours para ver grafitis y escaleras eléctricas públicas, otro símbolo de esa “ciudad milagro”, sacudida del polvo blanco.
Su topografía de montañas sinuosas, copadas de casas de ladrillo en enjambre, que a su vez delinean pasadizos estrechos, callejones sin salida, viaductos peatonales sostenidos en el aire, escaleras de cemento que parecen cremalleras que abren y cierran un caleidoscopio de caminos grafiteados, es el paisaje preferido de los videos virales del reguetón que se ven en todo el mundo y el retrato enmarañado de una población que se enfrentó a la violencia con arte callejero.
Los que lideraron ese cambio —pasar de un lugar en el que se hacían operaciones militares urbanas con tanquetas y helicópteros a destino turístico internacional— son artistas y líderes sociales reconocidos, como Jhon Jaime Sánchez Mosquera, conocido como el Capi, que ayudaron a crear fundaciones culturales y grupos de hiphop y de música urbana afro como Son Batá, con el intento de neutralizar en sus comunidades el llamado constante de la delincuencia. Alzaron la voz, atrajeron a la prensa y viajaron contando su historia.
En 2010, cuando la comuna contaba más de 1 200 asesinatos en los primeros meses del año, Son Batá llevó a Juanes, el artista colombiano más internacional de ese momento, a cantar en un concierto en la cancha de arena del barrio El Salado por el Día Internacional de la Paz. Al año siguiente, Son Batá fue telonero de los Red Hot Chili Peppers en el recital que estos dieron en Colombia. El arte y el turismo se convirtieron en alternativas reales de subsistencia pacífica para los habitantes de la comuna.
En esa búsqueda de opciones de vida que alejaran a los jóvenes de su barrio del crimen, el Capi, un hombre negro y risueño, fornido y de unos cincuenta años, escuchó en 2021 una conferencia de Freddy Vega, el colombiano que fundó Platzi —la academia virtual para aprender programación que se popularizó con la pandemia—, en la que dijo que “el crimen no paga tanto como el código”.
En un mundo donde casi todos los aspectos de la vida se están digitalizando y son convertidos en secuencias de datos, las personas capaces de hacer esa traducción ganan incluso más que los criminales. El cálculo de Vega es que un trabajador de McDonald’s, un delivery de Rappi, un empleado de la construcción, un operario de una fábrica, que ganan entre trescientos y quinientos dólares al mes —el salario mínimo ronda los trescientos dólares—, con la programación pueden incrementar sus ingresos de tres a diez veces.
“¿Qué será eso del código que promete tanto?”, se preguntó el Capi. Investigó, habló con empresarios conocidos y entendió que los muchachos de su barrio Nuevos Conquistadores, donde está la sede de la corporación Son Batá, cuya esperanza de ingresar a la universidad es casi una quimera —después de la pandemia, el dato es desolador: 90% de los estudiantes que terminan bachillerato en Medellín no ingresan a la universidad—, podían aprender a escribir código de programación casi por su cuenta, con cursos y videos online, en menos de un año.
Al imponerse el trabajo remoto en el sector de la tecnología tras la pandemia, algunas empresas extrajeras cerraron sus sedes en la ciudad —hay unas setenta empresas menos, según datos de Ruta N—, porque sus empleados pueden estar en cualquier parte, pero con el retorno de la normalidad se consolidaron los coworkings, los alojamientos en Airbnb y los hostales locales, tiendas de campaña de una horda creciente de nómadas digitales —trabajadores remotos— que tienen a Medellín como su cuarta ciudad preferida en América Latina para vivir y trabajar fuera de su lugar de origen, después de Buenos Aires, São Paulo y la Ciudad de México, y la número 31 entre 150 ciudades del mundo, según el ranking especializado de mejores ciudades para el trabajo remoto del portal Nomad List.
En el mundo hay 35 millones de nómadas digitales, todo un país que se desplaza por los cinco continentes. Entre ocho mil y diez mil viven por temporadas como nómadas digitales en Medellín, trabajando en coworkings y divirtiéndose en bares y discotecas de lujo. La conquista mundial del reguetón, que tiene uno de sus epicentros más vibrantes y creativos en la ciudad, la coronó como hotspot de la fiesta latinoamericana.
Los extranjeros hacen fila para visitar lugares turísticos en barrios populares que vivieron la violencia del narcotráfico y que hoy salen en videos de cantantes famosos y en películas malas de Hollywood. Pagan tours para revivir las historias de Pablo Escobar que ven en las series de streaming y copan parques y establecimientos comerciales de El Poblado, su barrio más exclusivo. Ganan en dólares y en euros y gastan a cuatro manos con un cambio de moneda que les multiplica cada billete por cuatro mil y cinco mil pesos.
Con ellos se multiplican también la prostitución, la venta de cocaína barata, los precios de la vivienda, inflados por servicios como Airbnb, y entonces la ciudad entera da la impresión de estar atravesando por un fenómeno generalizado de gentrificación. Nunca antes en su historia Medellín había experimentado un oleaje migratorio de estas características, con picos de marea alta y baja.
De igual manera, las comunidades tech locales de las que venimos hablando reactivaron sus eventos presenciales y ganaron visibilidad —a través de plataformas como Telegram, Discord, Meetup y redes sociales—, porque quienes aprenden a escribir código en Medellín también pueden trabajar para empresas de cualquier parte del mundo y ganar en dólares o en euros. Nómadas locales, por llamarlos de alguna manera.
El déficit de mano de obra digital en América Latina es de 50% —se necesita el doble de programadores de los que hay—. Para 2025 habrá más de diez millones de vacantes en la región. El Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones calcula que para ese año la demanda de programadores en Colombia estará entre 68 000 y 112 000. Hoy se necesitan ochenta mil. Las cifras de la Alcaldía de Medellín muestran que en la ciudad hay una demanda aproximada de cincuenta mil para los próximos dos años. La diferencia en esta competencia acelerada por digitalizar el mundo la hace quien forme o descubra ese talento particular. Una fiebre del oro global por conquistar hacedores de bits.
Dice Alessandro Baricco en su libro The Game, en el que explica el origen y evolución de la revolución digital, que somos una “humanidad aumentada”, en la que ya es imperceptible el tránsito entre el mundo real y el virtual, con miles de millones de personas que a través de aplicaciones acceden al “ultramundo” —la virtualidad— como parte de su experiencia cotidiana. Las comunidades tech de Medellín actúan y crecen en un “bajo mundo tecnológico” que lentamente está creando una clase social capaz de reescribir el código narco y criminal de la ciudad.
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Con las palabras del fundador de Platzi, el Capi se dio cuenta de que, si encontraba la forma de que los jóvenes de la Comuna 13 aprendieran a programar, la probabilidad de que consiguieran un empleo que jamás hubieran soñado era muy alta, pero la pandemia también le había mostrado que el aprendizaje virtual en comunidades pobres, con estrecheces y penurias, sin computadores en casa, con bajo acceso a internet, era incluso más triste que no ingresar a la universidad. Alguien tenía que brindarles un lugar, darles herramientas y ayudarles a descifrar ese código que les prometía empleo y una nueva vida.
A principios de 2022, el Capi y su grupo de Son Batá, que se habían dedicado a enseñarles a sus vecinos a tocar instrumentos y crear música urbana afro para el mundo, fundaron la escuela Código C13 para formar programadores frontend, backend y full stack. Con ayuda de empresarios y una universidad local diseñaron el contenido de un curso de programación presencial por módulos con los lenguajes más funcionales: HTML, CSS, JavaScript, SQL. Del barrio para el ultramundo digital.
En las dieciséis comunas y cinco corregimientos que hay en Medellín existen telecentros, ubicados generalmente en algún salón de una casa comunal, con unos cuantos computadores, donde los habitantes van a conectarse a internet, enviar un correo electrónico, imprimir un documento. El Capi se alió con el telecentro de Nuevos Conquistadores y, con una docena de computadores asegurada, le dio sede a su loca idea: impartir un curso de frontend en las mañanas y uno de backend en las tardes, de veinte horas semanales, durante ocho meses, donde nadie había oído hablar de programación de software.
Corrió la voz, habló con padres de familia incrédulos que necesitaban que sus hijos consiguieran un trabajo real y no que perdieran el tiempo con lenguajes incomprensibles, pegó afiches, movió redes sociales y consiguió que ochenta curiosos atendieran su llamado. De todas formas, no tenían nada que perder, el curso era gratis. Los entrevistaron y escogieron a 35, en su mayoría afro y siete de ellos mujeres.
Durante los últimos ocho meses de 2022, de seis a diez de la mañana y de cinco a nueve de la noche, el telecentro de Nuevos Conquistadores se llenó con dos grupos de muchachos de entre dieciséis y treinta años ilusionados con aprender una nueva lengua hecha de números, símbolos y palabras en inglés. En las clases reían, se hacían bromas, molestaban al profesor y se mandaban a ver tutoriales en YouTube cuando no entendían las indicaciones. En sus casas, sus familiares pensaban que por lo menos estaban estudiando y no en una esquina esperando a que el bajo mundo ilegal les echara mano.
En esa travesía quebrada y llena de obstáculos que supone dominar un lenguaje artificial, casi la mitad de los estudiantes desertaron. La necesidad de trabajar para sostener a sus familias, la depresión y la frustración por no ser capaces de entender la lógica de las máquinas les truncó la ilusión. En diciembre del año pasado, con un reto que debían resolver en un mismo día —desarrollar una solución para una empresa de turismo, una empresa de telefonía y un proyecto social de huertas urbanas—, ante jurados de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Antioquia, veinte alumnos consiguieron graduarse. No les dieron un título ni un certificado oficial, pero ya podían demostrar a cualquier empresa de tecnología qué eran capaces de hacer. No necesitaban nada más.
Jordan Roldán tiene nombre de reguetonero y bien podría salir en un video de cualquier cantante famoso. Lleva gorra, camiseta y pantalón anchos y una cadena de oro suspendida sobre el pecho. Es flaco, de estatura media, tiene veintiséis años y nació en la comuna. Es vecino del telecentro en Nuevos Conquistadores. Habla con las palabras del barrio: “¡Eso, cucho!”, “¡Qué chimba!”, “¡Uf, el código es lo mío!”. Y al mismo tiempo domina el lenguaje técnico. Entró al curso tarde, por recomendación de un amigo que administra el telecentro, y terminó como full stack, destacado en el front y el backend.
—Empezamos con un módulo de lógica y algoritmos, los que pasaban ese módulo decidían si querían estudiar el front o el back —dice—. Con PSeInt aprendimos a crear algoritmos, que tienen un principio y un final, y por dentro un problema que hay que resolver. Ya estábamos tirando código.
En el colegio fue de conducta díscola, pero buen estudiante. Le gustaban la química y los cursos de computadores para crear páginas web. Rara avis del barrio, pasó a la universidad para estudiar Ingeniería Agronómica, pero la insistencia de su madre en que trabajara y la intuición de que poner a producir la tierra no era lo suyo lo hicieron desertar. Intentó con un par de técnicas en sistemas para arreglar computadores, pero la pandemia y las clases virtuales lo desmotivaron. No se concentraba, no aprendía. En el encierro, mientras su mamá trabajaba como empleada de oficios varios en hoteles y universidades, se dedicó a ayudarla con las tareas del hogar. Hasta que ingresó a Código C13. La lógica empezó a fluir.
—El código es duro de comprenderlo para alguna gente, pero yo tenía algo de conocimiento de informática y empecé a entenderlo. Hacía los ejercicios en PSeInt y me daban. Fue en el módulo de SQL que dije: “El código es lo mío”. SQL son bases de datos. Tenía que crear bases de datos para varias entidades y conectarlas. Me acuerdo de que ese trabajo lo estaba haciendo con un compañero y, cuando haces un código mal, todo sale mal. Y vuelva y hágalo desde el principio. Me tiraba errores, pero cuando llegué a la solución e hice la consulta me dio todo full, me salió en verde. ¡Pegué un grito, hijueputa! Supe que el código iba a ser mi detonante para soñar.
Finalizado el curso, el Capi se dio cuenta de que para cumplir su promesa de que conseguirían trabajo como programadores debía seguir acompañándolos, volver a tocar puertas. ¿Y si en lugar de mandar hojas de vida, con la posibilidad de que a esos muchachos afro, de un barrio popular peligroso, no les creyeran que podían escribir código y los rechazaran, creaban ellos mismos una empresa de desarrollo en software? ¿En la Comuna 13? La obsesión del Capi es no irse de su territorio.
Siguiendo el curso de una quebrada por una vía estrecha y adentrándose en la montaña de Nuevos Conquistadores por un callejón, constreñido por casas de cemento de dos y tres pisos, se llega a la sede de Son Batá. Un edificio de tres pisos en construcción, en el predio donde estaba la escuelita del barrio, de fachada amarilla, con un mural de una inmensa cara de mujer negra con el pelo frondoso y un aviso que, en tipografía informática, dice: {ǒdigo/C13}.
Allí hay espacios para la escuela de música, un estudio de grabación, aulas para talleres y coworking. En el segundo piso funcionan las oficinas de la corporación y, desde enero de este año, Factory C13, la primera empresa de desarrollo de origen social y comunitario de la ciudad, que cuenta con diez empleados, distribuidos en células adaptables por proyectos: una célula para el frontend, una para el backend. Y así Jordan se convirtió en un programador empleado, integrante de la célula back.
—Llegó enero, y fue la felicidad para mí —recuerda Jordan—. Me dijeron que íbamos a trabajar con una empresa exportadora de flores que quería hacer una integración. Y mi mamá: “¿Ya tiene contrato? Ay, tan bueno que tiene trabajito…”. ¡A programar, papi, eso fue así de una! Eran varias funciones, crear usuarios, unidades de flores, dimensiones, costos… Ese proyecto se cumplió en tres meses, fiestica, copita, brindemos, la célula cumplió con su primer encargo. Ahora estoy en la célula B, que está encargada de una página de turismo en la Comuna 13 de Son Batá, con tours, usuarios, sesiones, reservas, operadores. Ya tenemos veinte operadores registrados. En la célula estamos Jonathan y yo, en el back; y Jhonier y Davidson, que son front. Todos salimos de Código C13.
En épocas duras de violencia, Medellín consiguió, con urbanismo social, procesos comunitarios, arte callejero y música urbana, empezar a destrabar un estigma que aún persiste. Hoy, cuando los miles de turistas que llegan a Medellín quieran visitar los grafitis y las escaleras eléctricas de la Comuna 13, lo pueden hacer a través de un sitio web desarrollado por jóvenes programadores formados en sus barrios. Jordan camina por la cancha del barrio El Salado y recuerda su infancia, cuando Son Batá convocaba allí conciertos para denunciar los asesinatos de jóvenes de la comuna. Mira su celular de última generación, que se compró con su primer sueldo, para llamar a su novia.
—Para mí, que nunca he sido de celulares y todo eso, fue un logro muy importante. Y llegué y dije, no, tan, me voy a comprar ropa, cositas, anillitos, cadenita, el relojito. Y me di cuenta de que puedo cumplir todo lo que he pensado en un futuro, si Dios quiere, porque el objetivo mío con la programación es independizarme y crear mi propia empresa de videojuegos.
ALFONSO BUITRAGO LONDOÑO. (Medellín, 1977). Autor de El Chino: la vida del fotógrafo personal de Pablo Escobar (Universo Centro, 2022), El 9: un fotógrafo en guerra (Tragaluz, 2015), El hombre que no quería ser padre (Planeta, 2012). Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Cofundador de la plataforma transmedia Narcoslab.co y editor digital de El Colombiano.
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