La segunda Bachelet
Con una mayor comprensión de las demandas del pueblo chileno, más madura y menos dependiente de su encanto para llegarle a la gente, Michelle Bachelet se prepara para su segunda presidencia. Todos los ojos están fijos sobre ella.
Cuando Michelle Bachelet ganó las elecciones presidenciales por primera vez, el 11 de diciembre de 2005, miles de mujeres llenaron la Alameda, la principal avenida del centro de Santiago, luciendo bandas tricolores, como si todas ellas hubieran llegado al poder. Nunca antes una mujer había sido presidenta de Chile. El discurso de género fue importante durante esa campaña. Su corte de pelo se puso de moda: comenzó a hablarse de las bachimelenas para referirse a quienes, igual que ella, usaban el cabello chuzo y corto, como un casco de coirones. Se trataba de una mujer separada, con hijos de distintos hombres, que había sufrido la tortura y el exilio, hija de un padre muerto a manos de la dictadura. Fue un triunfo altamente simbólico.
Seis años antes, cuando el presidente Ricardo Lagos le ofreció ser ministra de Salud, casi nadie sabía de ella. La doctora Bachelet había llevado la vida de una militante de base del Partido Socialista y, para entonces, trabajaba en uno de los servicios de ese ministerio. Lagos apenas la ubicaba; su nombre se lo dio el partido cuando, recién electo, pidió que le recomendaran mujeres para los ministerios. Ella pertenecía a esa ala de La Concertación —la alianza de centro izquierda, en el poder desde la recuperación de la democracia en 1990— inconforme con los avances y críticas de los consensos alcanzados con la derecha. Para finales del gobierno de Lagos, el cuarto de los concertacionistas, la coalición ya lucía gastada. Parecía que una elite transversal se hubiera enquistado en la toma de decisiones. Los cambios en el país, desde fines de la dictadura pinochetista hasta entonces, fueron inmensos. La pobreza había bajado del cuarenta a cerca de un catorce por ciento. La capital se llenó de restaurantes. Aumentó el consumo de drogas. Los homosexuales (hasta 1999 la sodomía estaba penada) comenzaron a pasear de la mano. Coincidiendo con la explosión de las comunicaciones cibernéticas, Chile salió de su enclaustramiento. Gobernaba la centro izquierda, pero seguía siendo el prototipo neoliberal. Se hicieron todos más ricos, pero algunos demasiado más que otros. La riqueza continuó su camino de concentración en poquísimas manos, mientras las seguridades sociales seguían reinando por su ausencia. Este malestar aún no se manifestaba con la energía que lo vimos estallar más tarde, cuando ella irrumpió como candidata a comienzos de 2005.
La primera Bachelet no representó un cambio en la línea económica ni tampoco una reforma importante en las instituciones políticas, todavía muy teñidas por el autoritarismo pinochetista. Creó un pilar solidario en el sistema de pensiones que le dio una base a los que no recibían nada, pero no tocó la administración privada de las jubilaciones. Ella simbolizó, de alguna manera, la reconciliación de la sociedad chilena, una especie de sanación, un cierto bálsamo materno. Su popularidad, en efecto, se vio catapultada por un hecho revelador: ella, la hija de un militar asesinado por sus pares, recién nombrada ministra de Defensa (2002) se subió a un tanque anfibio mowag, con medio cuerpo afuera, sonriente y rodeada de soldados en tenida de campaña, para recorrer ciertas poblaciones anegadas por un temporal. La imagen, capturada por la prensa, produjo un efecto impresionante en sus índices de aprobación. ¿Qué tuvo esa fotografía que terminó cuajando en Michelle Bachelet las aspiraciones de tanta gente? ¿El encuentro de una historia quebrada, la placidez de una sonrisa en medio de gestos adustos, la posibilidad de cambiar el tono, el fin de la guerra…? No llegaba a La Moneda un político como el resto, sino alguien mucho más cercano y espontáneo. No hay quien conozca a Bachelet que hable mal de ella como persona. Es compleja, la mayor parte de los seres humanos lo son, pero no tiene dobleces. El defecto que más le destacan es su desconfianza. Y la verdad es que razones tiene de sobra para desconfiar, porque desde que a su padre lo mataron los propios compañeros de armas y hasta un novio suyo que fue funcional a los torturadores, de traiciones ha sabido.
Durante su primer periodo no le fue fácil gobernar. Resintió el machismo de los grandes señores de la política y la fuerza de los intereses partidarios. Durante los primeros años de su mandato, sus cercanos acusaron «un feminicidio político». Ella no era, por otra parte, una maestra en el arte del tejemaneje de los hilos del poder. Las ínfulas renovadoras con las que comenzó su gobierno 2028—caras nuevas, paridad de género— a medida que pasaba el tiempo fueron cediendo cupos a la experiencia de los viejos zorros. No se trató de una administración especialmente transformadora. Vivió la primera gran explosión del movimiento estudiantil, entonces conocido como «El Pingüinazo» —eso parecen los escolares de uniforme: pingüinos—. Ya entonces pedían lo mismo por lo que volvieron a protestar, con multiplicadas energías, cinco años más tarde. Terminó, sin embargo, con una aprobación impresionante, cercana al ochenta por ciento. No supo —¿o no era posible?, ¿o no intentó lo suficiente?—, traspasar a Eduardo Frei, una carta vieja de la vieja Concertación, su todavía fresca popularidad. Y, así las cosas, el año 2009 ganó la derecha.
En una entrevista que le hice al final de su primer gobierno, Michelle Bachelet me dijo: «Lo que más me gustó fue conocer las casas de los chilenos por dentro». Lo decía sin una pizca de ingenuidad. Entendía que la relación de la gente con sus autoridades había cambiado y buena parte de los dirigentes de su propio sector no lo querían comprender. Hartos de los acuerdos cupulares, los ciudadanos aspiraban ser escuchados.
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