La verdadera conquista de Clipperton
Después de años de investigación sobre Clipperton, esa enigmática isla localizada en el Pacífico mexicano pero que pertenece a Francia, el autor se suma a una expedición para conocer el territorio que lo ha obsesionado por tanto tiempo.
Una semana antes de zarpar recibí extraordinarias noticias. Viajaría a bordo del Island Seeker, la nave insignia de la expedición que nos llevaría a la isla Clipperton, 10° N, 109° W. Saldríamos el 1 de marzo a la medianoche, nos seguirían el Piscis y luego el Lucía Celeste. Durante un mes, y tras una escala en Cabo Pulmo para acompañar a Greenpeace en su denuncia global contra los proyectos turísticos que devastarán ese lugar, las naves avitualladas con más de cinco toneladas de provisiones, veintidós participantes de nueve países, compuestos por tres científicos, una bailarina, cuatro escritores, un teórico de la conspiración, tres artistas plásticos, tres miembros del equipo de filmación, tres capitanes, tres marineros, un jefe de logística y una médico vegetariana intervendríamos la isla Clipperton para declararla una nación independiente.
En verdad me encantaría que, como el resto del párrafo anterior, la última línea fuese verdad. Pero The Clipperton Project representa una empresa mucho más seria, más contundente y más comprometida con el mundo que mis aspiraciones literarias o que las necesidades manifiestas de los hombres que a lo largo de la historia universal de la isla han padecido delirio dinástico, un mal que, junto con el escorbuto y los lentos viajes hacia la nada suponen los principales males que han azotado ese lugar.
A pesar de las buenas intenciones, la expedición también fue eso: un viaje hacia la nada, hacia la isla fantasma y los quinientos mapas que la sitúan en latitudes distintas. En ningún lugar.
Llevo ocho años escribiendo una novela sobre esa isla. Anunciarlo me produce una sensación de fracaso y a la vez una liberación, el paso final de un proceso parecido a la desintoxicación. Como si se tratara de un acto curativo me propuse abandonar el borrador número diecinueve de la novela en algún escondrijo de la roca Clipperton, lo que Otto Gudiño, el segundo oficial del Lucía Celeste, llama «catedral construida por el diablo». Quizá yendo a la isla y dejando esa versión encontraría la manera de librarme de su veneno. Un veneno que ha mordido a historiadores como Jimmy M. Skaggs, María Teresa Arnaud, José de Jesús Bonilla y Miguel González Avelar, a escritores como Mark Twain, Karel Caek, Francisco L. Urquizo, Laura Restrepo, Jean-Hugues Lime, Víctor Hugo Rascón Banda, David Olguín o Ana García Bergua. También a estadistas de la talla de Napoleón III, que la proclamó francesa; Vittorio Emanuele III que lo confirmó en 1931; Benito Mussolini que convenció al rey árbitro de cederla a los franceses; Abraham Lincoln y su secretario de Estado, Henry Seward, que organizaron una expedición a los mares del sur; David Pierce, que traficó esclavos; Porfirio Díaz, que intercambió la isla por un cómodo retiro en la Île-de-France; Franklin Delano Roosevelt, que la visitó dos veces; Winston Churchill, que la puso en la mesa de negociaciones durante la Conferencia de Yalta, o el primer y único presidente de la República de Molossia, su excelencia Kevin Baugh, quien tras declarar la independencia de su rancho en Nevada, publicó en 1984 un edicto que reclamaba derechos heredados sobre la isla.
Hace un año, durante la presentación de un libro suicida, me encontré a Carlos Ranc. Teníamos quince sin vernos. Ahora Ranc ya no pinta y pensaba viajar a la isla para organizar su última exposición: «Marooned». Toda una carta de intenciones.
CONTINUAR LEYENDOFueron Luigi Amara y Vivian Abenshushan quienes me explicaron el proyecto: Carlos marchaba en octubre a la isla Clipperton gracias a un esfuerzo multidisciplinario que pretendía reunir a una serie de artistas y científicos en torno a una expedición que funcionase como mecanismo para pensar en el medio ambiente, la vinculación entre ciencia y arte y el desarrollo de nuevos modelos de sociedad.
Y yo estaba fuera, cuando Fitzcarraldo era mi profeta y las micronaciones mi sino.
Durante el año 2003 viví en Manzanillo. Fue un año sabático dedicado a la investigación histórica que sirviera de cimientos a la novela. Mis principales descubrimientos fueron dos: la amistad con Víctor Hugo González Rosas Moctezuma, historiador nacido en Colima, descendiente del emperador y de las cortes portuguesas que se dedicó a localizar cuanta cosa le pedía: desde las fotografías del Demócrata, el Kórrigan II, el Tampico y los demás barcos que un día abandonaron la isla Clipperton hasta la posibilidad de localizar a una de las mujeres que habían padecido la dictadura del guardafaros rey llamado Victoriano Álvarez. Se llamaba Rosalía Nava. La última vez que la visité en su casa de la colonia El Túnel, la anciana dibujó una serie de puntos en un papel. Ahí escondimos las muñecas, me dijo.
En un café de Soriana, Víctor Hugo me advirtió que mentir podía resultar muy peligroso para mi prestigio. Por eso, la versión catorce ya no contiene ninguna mención de las muñecas, ni tampoco de Molossia o cualquier cosa que pudiera parecer un engaño.
Tengo un casete mental al que le pongo play cada vez que llega el momento de contar la historia oficial de la isla. Cuando me preguntan, explico que John Clipperton natural del condado de Norfolk e hijo legítimo de John Howet y Ann Clipperton, inició su carrera como piloto de navío bajo el mando del capitán William Dampier. Naturalista, entomólogo e hijo de puta que, entre otras cosas, ordenó abandonar en las islas Juan Fernández a un desgraciado llamado Alexander Selkirk. Para ser precisos, esa isla es conocida como la Más al Sur y se encuentra frente a la costa chilena.
Sobra decir que John Clipperton fue el encargado de cumplir el mandato, para después ignorar los gritos del hombre que lloraba como un pájaro babeante. Desde ese momento puede decirse que Clipperton y su isla se ligaron para siempre a la novela de náufragos más famosa de la historia, al mismo tiempo que el atolón fue condenado por los siglos que le restan. Por encima de la isla Más al Sur, Clipperton terminaría siendo para la literatura lo que la caverna de Platón al mundo de las ideas. Me explico: sobre ese montón de piedras blancas se proyectan todas las sombras y fantasmas posibles. En ese lugar han sucedido irremediablemente todas las historias de naufragios, hundimientos y piratas escritas por novelistas y dramaturgos, como si éstas se hubieran convertido en una colección de profecías destinadas a azotar esa mancha planetaria que otros llaman el clítoris del mundo. Basta ver lo parecidos que físicamente eran Ramón Arnaud y el propio Alexander Selkirk cuando fue rescatado por el célebre Woods Rogers para después bajarse en Bristol y encerrarse en una taberna a beber cerveza y contar su historia a un sujeto que decidió escribir una novela de título larguísimo mejor conocida como Robinson Crusoe, obra que hizo célebre a Daniel Defoe, a quien mi amigo Víctor Hugo confundía con William. Un par de años después de publicado el libro, en el más absoluto olvido, John Clipperton moría encerrado en su habitación.
Del mismo modo puede decirse que El señor de las moscas, de Golding, se materializó en Clipperton con la tribu de niños que durante la era del campamento mexicano fundó su propia civilización; que La isla del tesoro, de Stevenson, tomó forma cuando el corsario de Norfolk abandonó a su madre y, se dice, escondió en su isla los bienes conseguidos tras el descubrimiento del tesoro de Panamá que un siglo antes sir Henry Morgan había enterrado en Costa Rica.
Ya sería demasiado decir que en la expedición The Clipperton Project había una chica de apellido Morel cuyo trabajo era utilizar la tecnología para registrar las relaciones sociales tal y como sucede en la novela de Bioy Casares, que los pájaros bobos parecen clonaciones de La isla del doctor Moreau o que la descripción de la isla que hace John Coetzee en Foe no es producto de su imaginación, sino copia fiel de este cúmulo de huesos de coral, piedras y pájaros secos.
La isla Clipperton mide cinco kilómetros cuadrados, noventa por ciento de su territorio es una laguna de agua dulce pero no potable y está coronada por una roca parecida a la Fortaleza de If. El lugar está a quinientas once millas náuticas de Acapulco, y tras decir esto siempre sucede la misma pregunta ¿alguien vive ahí? Imposible. El territorio es inhabitable.
A pesar de que hubiera sido más fácil zarpar desde Acapulco y mucho más fácil salir de Manzanillo, nosotros partimos de La Paz por una razón de corrientes y otra de logística. Los barcos conseguidos por The Clipperton Project tenían su puerto base en la península.
La Paz es una guarida de antiguos románticos, viejos lobos retirados, ex combatientes de Vietnam y aventureros globales que han descubierto en sus muelles la posibilidad de reinventarse y escuchar que a principios del siglo XX México y Francia entraron en litigio por la isla también llamada de La Pasión, Velas o Farallón Blanco. Como en aquel entonces no existía la Corte Internacional de La Haya, los gobiernos de ambos países decidieron nombrar un árbitro. En este caso eligieron al citado Vittorio Emanuele III, rey de Italia.
Mientras la decisión llegaba (nadie sabía que tardaría treinta años), el presidente Porfirio Díaz Mori ordenó a un grupo de soldados y sus familias encabezados por el teniente Ramón Arnaud Vignon, natural de Orizaba e hijo de padres franceses, destacarse en el atolón para ejercer actos de soberanía, supervisar la vida comercial de la piedra y su industria de mierda, además de vigilar con celo el punto más lejano del país. Un punto que, conectado a las islas Revillagigedo y al macizo continental, harían veinte veces más grande el tamaño de nuestro mar territorial. Aunque en el intermedio el capitán Arnaud tuvo una misión secreta en Japón y pudo viajar varias veces al continente, en ocasiones hospedándose en casa de su hermana Adela para pasar las navidades con ella y su marido, el ingeniero León Reyes y aunque esta prebenda le permitiera al gobernador de Clipperton entrevistarse con el padre de León, el general Bernardo Reyes e implorarle de muchas maneras que intercediera por su traslado al continente, lo cierto es que una vez iniciado el conflicto, las provisiones dejaron de llegar. En una isla donde el agua está podrida y los animales son incomibles, la puntualidad del alimento y el agua en galones eran la única manera de sobrevivir. Ya lo había probado Gustave Schultz, encargado de la compañía guanera, cuando intentó infructuosamente cultivar verduras con tierra traída de la isla Socorro.
Pasaron los años y por milagro del destino sucedió el naufragio del Nokomis frente a la Roca Clipperton. Tras un par de semanas preparando una lancha, sus oficiales se fueron remando hacia Acapulco. Tres meses después regresaron triunfantes a bordo del Cleveland, un barco estadounidense cuyo capitán ofreció a los miembros del campamento escapar de ahí. Al enterarse de que México había sido invadido por Estados Unidos, Arnaud dijo que eso sería aliarse con el enemigo. Por eso se negó a desertar. Ya lo había hecho una vez durante la guerra de castas y el costo en años de cárcel era demasiado alto para un reincidente.
Arnaud no sabía que en ese momento había condenado a muerte a los suyos. Cuando la revolución empezó en el continente, el escorbuto azotó la isla.
Tres años más tarde, agotado y famélico, el gobernador creyó ver otro barco que se acercaba y ordenó a los soldados sobrevivientes subirse en una balsa para darle alcance. Nunca regresaron. En la orilla, arrancándose los pelos y arañando sus rostros, se quedaron las mujeres y los niños que jugaban en la piedra. También el mulato de Colima llamado Victoriano Álvarez, que trastornado por el ruido de los pájaros idiotas y mordido por el mismo veneno que perturbó los sesos de Napoleón III, alcanzó a escuchar una voz interna que le proclamaba emperador.
Como normalmente sucede en estos casos, su tiranía produjo el orden, el placer, el asesinato, la violación, los golpes y al final su muerte. En ese orden. Confabuladas, la viuda de Arnaud y otras dos mujeres, llamadas Altagracia Quiroz y Tirsa Rendón, mataron al guardafaros al pie de la gran roca. Lo hicieron de un golpe en la cabeza. Luego le prendieron fuego. Poco después fueron rescatadas por el Yorktown y llevadas a Salina Cruz. Ahí fueron acusadas de asesinato. Las pusieron en libertad meses más tarde. Lo único que nunca las soltó fue la isla. Vivieron como fantasmas, siempre volviendo al atolón. Enloquecidas, la isla las sorprendía por la espalda y volvía a colocar sus pies en la arena.
Mis oportunidades para poner mis propios pies en la isla eran pocas. La expedición financiada por The Clipperton Project estaba llena, y abrir un espacio resultaba imposible. Incluso Carlos Ranc me escribió para contarme que le había hablado de mi perfil al director del proyecto, el escritor Jonathan Bonfiglio, pero que éste había dicho poca cosa, acaso que lo sentía mucho. Además, mi hija Olivia nacería en agosto y yo no iba a desaparecerme. Sería una putada para su madre y una tristeza para mí. Entonces acordé con Carlos tejer una broma literaria. Sacaríamos de la novela una de las historias y él se la llevaría a la isla:
Durante uno de los viajes de John Clipperton al atolón, el corsario escondió una colección de muñecas japonesas del siglo XI cuyo vientre estaba repleto de perlas negras. De ello da cuenta el poeta Efrén Rebolledo en su libro Camino disfrazado. Lo que yo iba a hacer con Carlos era regalarle una copia del dibujo que Rosalía Nava hizo en una hoja de cuaderno donde me señalaba los probables escondites. Él se encargaría de conseguir unas muñecas japonesas en una tienda de Coyoacán, avejentarlas, rellenarlas de perlas falsas y enterrarlas en esos sitios. Luego, acomodando la secuencia fotográfica de atrás para adelante, produciríamos la sensación de que aquello no era un entierro sino un descubrimiento.
Repito, eso era un entierro no un descubrimiento.
Aún estaba muy lejos de saber que las palabras «entierro» y «descubrimiento»definirían el final de esta crónica verdadera.
Carlos Ranc es un artista que trabaja por apropiación, así que aceptó encantado hacer la tarea y producir la impostura. Nos perdimos de vista unos meses, luego nació mi hija y yo revisité la novela luego de casi dos años sin tocarla. Entre los regalos para mi bebé llegó una muñeca japonesa. Era una premonición. El destino es benévolo. En febrero, Ranc me escribió para decirme que el viaje de octubre se había cancelado y que estaba preparando su partida para marzo. Por eso quería preguntarme si deseaba continuar con el proyecto de las muñecas falsas. Contesté que sí. El veneno de la isla empezaba a manifestarse una vez más. Unos días atrás, tras meses de agonía, había fallecido en la ciudad de México don Miguel González Avelar. Su libro Clipperton, isla mexicana es la mejor obra que se ha escrito sobre el juicio arbitral y los derechos que México tiene sobre la isla. Es la única obra que se ha aventurado a explicar las razones del rey de Italia para fallar en contra y fue la primera investigación dedicada a construir una crónica detallada de los sucesos históricos de Clipperton más allá de la conocida tragedia de la familia Arnaud.
Tras recibir el correo electrónico de Carlos Ranc le escribí para empezar de inmediato. Había premura y él tenía cuarenta cosas por hacer. Una hora después, acelerado por la cafeína de la mañana, buceando en la página web de The Clipperton Project, decidí ponerme en contacto y exponer mi caso. Básicamente les dije que mi nombre era Fulano de Tal, que llevaba ocho años escribiendo un libro, que conocía bien la historia de la familia Arnaud, pero también la odisea de John Clipperton y su vuelta al mundo en 1706 y 1721 y que tenía algunos documentos obtenidos en la Fundación Roosevelt que hablaban de la Pollywog Operation que llevó al presidente estadounidense a pescar en la isla dos veces y supervisar la base de entrenamiento y observación que su gobierno montó clandestinamente durante el verano de 1938.
También argumenté mi confianza en los proyectos multidisciplinarios y en los esfuerzos transversales para la construcción de nuevos modelos de creación. Le dije que la literatura creaba pensamiento y que me encantaría incluir en la novela la experiencia de viajar de la isla imaginaria a la verdadera.
Al día siguiente recibí la respuesta de Alex Kearney, la mano derecha de Jonathan Bonfiglio y arquitecta silenciosa de The Clipperton Project. Su correo electrónico agradecía mi interés y prometía la pronta respuesta del director.
Bonfiglio me contestó un par de días después. Acordamos una conferencia vía Skype. Para cuando nos sentamos frente a las pantallas ya sabía que había nacido en Gibraltar, que había vivido en Teruel, Glasgow y Cholula, que tenía escritas dos obras de teatro y que llevaba un par de años gestionando esta expedición. También que haría un libro de cuentos sobre Clipperton. Él hizo varias preguntas y explicó los perfiles de algunos miembros de la expedición, así como sus objetivos. Cuando le hice saber que yo conocía el proyecto por voz de Carlos Ranc me dijo: ahora lo entiendo todo.
Al final fue todavía más contundente: es posible que suceda una cancelación. Si eso pasa estás dentro.
Dijeron que sí. En plena euforia, consiguiendo de prestado la tienda de campaña, el saco de dormir, la lámpara cenital. Corriendo con mi amigo Paco Giménez-Salinas por la Comercial de San Jerónimo para conseguir un rompevientos, protector solar, Autan, barras de cereal. Navegando por el tráfico del viaducto mientras en otro coche me alcanzaban con mis botas camineras, y justo cuando estaba a punto de subirme al avión recibí un correo electrónico en el que me informaban que por mi horario de llegada (el barco zarparía antes) se cancelaba mi lugar a bordo de la nave insignia de la expedición. Ya me dirían en qué nave me tocaba viajar.
La noche que llegué a la Paz anoté: «No podré usar mis cosas hasta mañana porque se quedaron en la camioneta del encargado de logística. Conocí personalmente al director del proyecto. Me asignaron un camarote. Ésa es tu litera, me dijeron señalando un espacio en la proa. Tras cruzar tres palabras más con Jon Bonfiglio, escuchar el proyecto creativo de Carlos Ranc, recorrer el Lucía Celeste y bebernos seis cervezas combinadas con Dramamine, por fin me quedé solo en el comedor. De pronto un hombre, algo así como un toro, apareció de la nada y se acostó en mi cama. Ahora estoy sin maleta y sin lugar para dormir».
Tuve que abandonar la nave y caminar media hora para encontrar un hotel de cuatrocientos pesos. Se llamaba Motel Álvarez. Había llegado, viajero, a una expedición más desorganizada que yo mismo.
Zarpamos el 1 de marzo. Unas horas antes me enteré de que mi «afortunado» sustituto a bordo de la «nave insignia» era Carlos Ranc. Cuando llegué al muelle todo era confusión. De mano en mano se pasaban cientos de kilos de arroz, pasta, salsas, latas de frutas en almíbar, casi una tonelada de galones de agua. Acomodados como una manada, los tres barcos eran avituallados (alimentados) a toda velocidad. Faltaba una hora para la salida de la nave insignia. Yo me presentaba con los miembros de la expedición y, como siempre me pasa, olvidaba sus nombres en cuanto conocía al siguiente. En una carambola de tres bandas observé a Ranc negociar su traslado del Island Seeker al Lucía Celeste. El artista hizo creer a los miembros de su tripulación que tenía un carácter conflictivo. Veinte minutos después fue exiliado del Lucía Celeste. Entonces se integró a la tripulación del Piscis, comandado por el capitán Gwendal le Floch.
A la una de la madrugada, dos horas después de lo programado, la nave insignia zarpaba con cuatro pasajeros. Era un velero de apenas treinta pies, muy escorado y atascado de las provisiones favoritas de su dueño, principalmente salsa cátsup, cerveza, mermelada de fresa, nachos y salchichas. El dueño era un clásico old gringo de California llamado Frank cuyo interés era sumar estrellitas, ver ese pedazo del mundo sin tocarlo apenas y beber whisky. El responsable de la nave, y en el fondo su verdadero capitán, era un joven y experimentado marinero francés que a los diecisiete años había escapado de la casa paterna para navegar por los mares del sur, perdiendo un pedazo de brazo en Cuba y ganándole a la experiencia en mar lo que no tenía en formación. Todos lo llamaban Piratita.
Y Piratita sentenció: no entiendo a todos esos indignados. Empeñados en fundar nuevos países, micronaciones y utopías anticapitalistas, no son capaces de ver que el mar es tan enorme e internet tan pequeño. Que se pongan a navegar en olas de verdad, que vean el mundo y no sus sombras eléctricas proyectadas en la nueva caverna de Platón.
Una hora después zarparon. La cáscara de la que me salvé se movía con dificultad, iba más escorada que un guardafaros cojo. No usarían las velas hasta que entrasen en alta mar.
El Lucía Celeste se preparaba. Se hicieron turnos para cocinar y para las guardias del timón. Hubo un curso rápido de manejo. La médico vegetariana redactó un rol que granjeó mi odio. Por alguna extraña razón y durante tres ocasiones me tocaba cocinar y llevar el timón al mismo tiempo. Cuando la médico vegetariana hizo los cambios, entonces provocó que mis guardias y mis horas de manejo se sucedieran una tras otra. La segunda tarde, cuando nos tocaba cocinar juntos, ella cayó enferma. Yo le había preparado una pasta y en vez de bolognesa le dejé cocinadas unas verduras. Cuando fui a preguntarle si quería cenar me contestó algo así como: no te has dado cuenta de que estoy enferma. Una hora después salió de su camarote y se cenó un plato de yogurt con granola. A la mañana siguiente, en la torre de popa, mientras me echaba una siesta tras haber preparado el desayuno, me increpó: alguien hizo de desayunar pero no limpió los platos. En ese momento se ganó un enemigo. Días después, surgiría el proyecto compartido de escribir un ensayo titulado: Contra los vegetarianos en alta mar, cosa que se confirmó el día que la médico vegetariana hizo de cenar una sopa de lechuga.
Triunfaron los platos portugueses del uruguayo Santiago Cassarino; las pastas de Federico Lepe, el fotógrafo subacuático de la expedición; el ceviche de Emiliano Romo, alias el Tío, jefe de máquinas nacido en Sinaloa; la lasaña a la mexicana de Clark Beek, natural de California radicado en San Francisco. Uno de los más experimentados y discretos hombres del proyecto. Sin aspavientos, Beek llevaba alimentos a la isla e incluso los traficó cuando el laboratorio involuntario de la dirección se tornó rudo. Frente a los días en que la expedición parecía más un reality que un viaje y apenas comíamos frijoles y pasta hervida en agua de mar, Clark mantuvo la paciencia de quien le ha dado la vuelta al mundo. La suya duró doce años y tocó treinta y cuatro países. Lo hizo a bordo del velero Condesa, que se llama así en honor al barrio chilango. La sensación que produce hablar con personajes como éste es la de la imperiosa necesidad de abandonar la navegación online. Supongo que la misma impresión produjo en Jonathan Bonfiglio, quien lo había invitado como capitán del barco que guiase la expedición original. Siempre tuve claro, dijo Clark, que cuando encontrasen el barco ideal para The Clipperton Project ese barco vendría con capitán incluido. Y así fue. En este caso, Benedikt Hess, alias Benny, buzo suizo que también triunfó con la receta del pan cocinado en alta mar (imposible decir casero) y que un año antes había sacado al Lucía Celeste de las aguas de Acapulco donde había permanecido hundido una larga temporada. No fue hasta el tercer día que deduje que el capitán de nuestro barco había sido el hombre que me robó la cama asignada por la dirección general.
Las horas se hicieron menos gracias a la biblioteca de Carlos Ranc Exlibris. Además de los libros citados, el artista había traído una colección de unos cuarenta volúmenes sobre navegación, islas, piratas y naufragios cuyos títulos y autores fueron tachados y cuyas portadas fueron sustituidas por una tapa anaranjada que los hacía localizables y que los emparentaba con los salvavidas o los cangrejos. Lo que en su origen parecía un cubo perfecto, de líneas simétricas y limpias, al final de la expedición acabó convertido en una pieza manoseada, húmeda, llena de dibujos, grasa y hojas dobladas, echada a perder en muchas de sus esquinas. Una pieza de museo. Pero lo que Ranc provocó en realidad fue crear un viaje doble en el que el paisaje se cruzaba con los fantasmas inventados por Michel Tournier, Stevenson o Somerset Maugham. La idea era navegar a ciegas los libros, sin brújula. Al menos eso hace que las historias sean más importantes que los narradores.
Llegamos al amanecer del día 9 de marzo. A esa hora la isla parece un dibujo de tinta que desaparece a veces. A velocidad se organizó una expedición en kayaks. La mayoría de los tripulantes del Lucía Celeste zarpó hacia la isla.
El motor del Little Lucy se rompió contra una piedra y con ello estalló también el conflicto entre el capitán del barco y el líder del proyecto. Uno quería tender una línea de boyas para desembarcar con seguridad y el otro se empeñaba en encontrar el canal libre de arrecifes. Uno perdió el motor, el otro no veía sentido a la lentitud de atar una cuerda hasta la palmera y desesperar a los expedicionarios que se quedarían días mirando la isla sin tocarla. Yo iba a ser uno de ellos.
El equipo de sonido se echó a perder y Héctor, su encargado, se quedó sin trabajo y sin maleta. Era nuestro Alexander Selkirk de Malinalco. También se jodió el equipo de Carlos Ranc y Julie Morel que pasaron el primer día en la isla mirando los destrozos. Uno, el de su cámara y lentes; la otra, el de la imposibilidad para arreglar su computadora. Ambos equipos venían en una «bolsa seca» que se revolcó durante más de media hora.
Jon Bonfiglio comenzó a buscar todo género de utensilios. Restos de palma seca para la fogata, piezas metálicas para armar el dispensario, otras más ligeras para poder colgar pescados para asar. Así ordenó la instalación de un campamento que descansaba sobre las plataformas de concreto que encontramos a un costado del palmar.
Para hacernos de una casa, Bonfiglio contó con la incondicionalidad, fiereza y activismo de Enge (escultor escocés), Santi (cámara del documental) y Caroline (médico vegetariana), que a pesar de todo mi odio cargó mi maleta y sus cuarenta kilos de ropa mojada en un recorrido que le llevó más de una hora. También se encargó de armar mi tienda de campaña y exiliar mis cuadernos de notas a otros lugares del campamento que nunca supe localizar.
En verdad tengo mucho que agradecerle, pero esta crónica, como todas, necesita un enemigo.
Llegar a la isla me tomó dos días más. Mirar al atolón estando al pairo producía la sensación de un espejismo donde se alternaba la imposibilidad de tocarlo y el imán de su presencia. La rodilla me dolía como al guardafaros artrítico, Victoriano Álvarez. Mientras hacía flexiones me di cuenta de que estaba asignando características de mis personajes a los miembros de la expedición. A Jon Bonfiglio lo asociaba con John Clipperton o con el cangrejo que encabezaba la guerra de los animales. Pero Jon ya tenía muchos nombres. Durante los días que sucedieron fue bautizado como master and commander, Jota Tan, El Ingenioso Hidalgo del Canal Libre, Máximo Líder, Capitán Tapioca o El-Rompepelotas-Picis Picis-Lucía Celeste-Over.
Por la noche Otto volvió de la isla. Y nos contó cómo había subido a la roca Clipperton, el sol sangraba sobre ella; cómo los pájaros bobos alimentaban a sus crías, dejándose encajar los picos en la lengua; cómo al caer la noche la isla se iba tapizando de ratas, una alfombra infinita de ratas. Incluso en la orilla de la playa.
—Lo que está en riesgo es mi vida. Tú eres el capitán del barco. ¿Qué harías en mi lugar?
—Si por mí fuera, no te bajabas. El mar está muy difícil y ese canal libre no existe —me contestó Benny.
La cosa quedó ahí. No habría manera de llegar hasta que Jonathan Bonfiglio no apareciese por el Lucía Celeste, y yo que esperaba a que Benny, el cocinero estrella del pan casero, el buzo experimentado de apnea y gran profundidad, el lobo marino que durante la travesía se arrojó al mar para después dejarse arrastrar por una cuerda que había atado a la popa, me dijera: «No te preocupes yo te llevo hasta la orilla sano y salvo». En cambio guardó silencio, rumiando enojo contra el jefe de la expedición pero sin atreverse a decir una sola palabra.
A la mañana siguiente deserté del Lucía Celeste.
Luego del desayuno hubo una visita del británico John Broome, alias John Long Silver, encargado de logística, miembro de la Royal Yachting Association y tan gentil como el café que preparaba todas las mañanas. John se había convertido en el segundo oficial del Piscis y era algo así como la oreja y los ojos de Bonfiglio en el velero capitaneado por Gwendal le Floch, alias Gwen, un bretón que fue profesor de español y literatura en Suiza y de francés en Buenos Aíres, pero a quien el destino había llevado a navegar desde la infancia. Su padre vivió pegado a la costa francesa y él creció con las velas tensadas a las manos. La historia se repetía. Hacía muy pocos meses que Gwen y su esposa habían tomado una decisión. Vivir de su propio barco, y ésta era una de las primeras experiencias que ponían atención en ese objetivo.
—Yo quiero proyectos con metas de contenido, con un sentido. Normalmente, cuando quieres vivir de tu barco, acaban rentándotelo para filmar cine porno o para organizar fiestas de swingers en alta mar. No quiero eso. Prefiero a Jota Tan y quiero que Morgan, mi hijo, crezca mientras viajamos. Quiero llegar hasta los mares del sur.
—Lo que está en riesgo es mi vida. Tú eres el capitán del barco. ¿Qué harías en mi lugar?
—Esperar a que la marea suba para librar los arrecifes, pero sin que la olas sean tan altas y te azoten contra la playa. Si quieres te llevo.
Había escuchado lo que deseaba.
Jonathan Bonfiglio prometió que me conduciría a tierra con la primera tanda, y luego con la segunda y luego con la tercera. En la cuarta subió a Carlos Ranc y a Julie Morel. Después de ellos la marea empezó a ponerse espantosa una vez más. Alcanzaron la orilla sanos y salvos pero sin sus cosas. Entonces Bonfiglio llegó al Piscis y desde su kayak me dijo que era mi turno.
Subí a una Zodiac con Gwen, que ya lo había preparado todo, y éste se acercó hasta colocarse atrás del rompeolas, frente a la playa en la que se iza la bandera de Francia. Arrójate y nada, me dijo. Pasé toda mi infancia sorteando olas en Manzanillo y creí que con eso me bastaría. Pero no es lo mismo recibir olas en la orilla que llegar con ellas. La cosa se complicó gracias al salvavidas. No avanzaba nada, flotaba, pero mis movimientos se volvían torpes. Sumando eso a las botas de neopreno que se zafaban, el peso de la camisa empapada, el sol calcinando mi cabeza, la sal en la boca, el desayuno reciente revuelto en la panza y mis treinta kilos de más, empecé a cansarme. De pronto una ola me alzó en vilo y de un manotazo me colocó sobre uno de los arrecifes. Caí de pie e hice resorte con las rodillas. Una me tronó. La que se venía lastimando durante el viaje, la que intenté curar durante meses con pastillas de cartílago de tiburón me salvaba la vida. Pero ahí estaba, sitiado precisamente por tiburones y morenas, en el corazón de un paisaje de espinas y piedras, milagrosamente de pie sobre una piedra plana alfombrada por limo y con el agua hasta las rodillas. De frente, una colección de picos que salían aquí y allá, amenazando en convertirse en albercas hondas, y remolinos y lanzas. Eran la defensa de la isla.
Atrás una ola gigantesca y el mar furioso. Y atrás del rompeolas Gwen y Bonfiglio gritando algo incomprensible. La lógica me hizo suponer que me ordenaban regresar. Así que comencé a nadar, huyendo de la corriente que me arrastraba hacia la corona de espinas para convertirme en alimento de la isla. Eso duró unos cinco siglos, y en ese momento me supe fantasma. Pasé otras tres o cuatro olas, tragué un litro de agua salada. Las olas empezaban a caer en cadena y en picado, sin deslizarse hasta la playa, demasiado rápido. Tragué otro litro de agua.
Cuando llegué a la Zodiac supe que estaba muerto. Desde entonces esa imagen me persigue cada que miro la cicatriz que me hice en la muñeca. Una pequeña y profunda cicatriz en la que se dibuja el mapa de la isla. Lo que me restaba de vida era tiempo prestado.
Mi alma tardó dos horas más en volver. Ya en el Piscis me dieron de todo, tequila, agua, dulces, jugos de fruta. Y yo respiraba. Sólo respiraba.
Esa noche hice de cenar. Junto con John Broome y Gwen recibimos la visita de los tripulantes del Island Seeker que acababan de llegar. La nave insignia había sido la primera en zarpar y la última en atracar. A excepción de Frank, gringo rosado que tenía cara de sobreviviente de Vietnam, el resto de los tripulantes era verde. Cuando le pregunté a Naim Rahal por su recorrido me dijo:
—Tengo tres días sin hablar, once comiendo salchichas, Doritos, cátsup y galletas, cagando con las nalgas al aire, sin agua y bajo las órdenes de un capitán que no lo es y un marinero que sabe más que todos juntos en la expedición, pero que tiene que soportar al gringo.
Naim es la persona más calmada que he conocido. Su voz es baja pero firme, sus fotografías hablan de la tranquilidad que lleva adentro. Algo que me encantaría poseer como los budistas. De haber sido uno de los privilegiados que formaron parte de la nave insignia, tal vez me hubiera muerto antes, sin siquiera ver la isla.
El pescado fileteado por Piratita y la receta que alguna vez le vi preparar a mi hermano Ricardo resultaron un éxito, bebimos mucho, y a las cinco de la mañana me levanté lastimado de la muñeca. La pulsera que llevo tiene una punta de metal que había vuelto a abrir la herida. Entonces pensé: esta herida no va a cerrar jamás. Frente a nosotros, la isla supuraba espuma.
Durante el viaje de venida le dije a Mia, la bailarina noruega, que la isla era un lugar que se abría y se cerraba. Yo no había esperado ocho años para llegar al límite y abortar la idea de poner un pie en esa cárcel de fantasmas. Los había estudiado a todos, los conocía en detalle. Incluso la isla es un fantasma, me dijo Mia. El espacio es una forma del vacío, pero también es el lugar que transformamos para dar cabida a nuestro cuerpo, sus necesidades y movimientos. Por eso bailo, porque creo que la danza es una forma de pensamiento que se lee solamente en la extensión de un área determinada.
Yo aún no sabía si ese espacio iba a abrirse para mí.
A la mañana siguiente, Jonathan Bonfiglio se acercó al Piscis. En sus kayaks lo seguían sus machos alfa. Los envidiaba por la facilidad para desplazarse sobre el agua, para entrar y salir de la isla, para lucir los trajes de neopreno como modelos de Sports Illustrated y no como una butifarra achicharrada en rojo por culpa del sol. Gwen me dijo:
—Yo me encargo, hoy sí llegas.
Y Bonfiglio:
—¿Listo?
Y yo: («piensa, piensa, di algo inteligente»).
Y Bonfiglio:
—Hacia la roca hay un espacio como de cincuenta metros donde no hay arrecifes. El agua está muy leve. Vamos a tratar.
Llegamos a esa zona. Era el famoso canal libre. Bonfiglio lo había descubierto. Deberíamos llamarlo Canal Bonfiglio. Decidí lanzarme sin salvavidas y nadé mucho más rápido. El agua estaba tranquila. Cuando pude pisar el fondo entendí que se había cumplido el último de mis deseos. Me sentí desorientado. Desde entonces no sé qué sigue. Había cumplido todos, a mi pesar.
Jonathan Bonfiglio se acercó en su kayak y brincó a la orilla de la playa. Entonces me abrazó y dijo:
—Bienvenido a la isla, Pablo.
Había llegado, viajero, al lugar que llevaba escribiendo ocho años y yo me lo sabía de memoria. En ese momento entendí que pasar de la isla imaginaria a la exacta nunca sucedería. La prueba se encuentra en este preciso instante que la escribo con ambas memorias convertidas en una sola. Me resulta imposible distinguir dónde se encuentra la verdad y dónde la imaginación. Igual le sucede a usted, lector, que también está en esa orilla sin saber lo que sigue.
Para cuando llegué al campamento, después de una hora cargando cuarenta litros de agua, me encontré con Mia herida de un corte en la palma de la mano y mi tienda habilitada como enfermería. Cuando pregunté por mis cuadernos de notas nadie supo decirlo. Cuando pedí agua, me exigieron disciplina. Quizá mis cosas estaban en la tienda de Héctor Tame, que aun sin ropa y sin micrófonos y sin comer sólo murmuraba quiero una piña colada.
La rodilla izquierda me estaba matando. Cuando le pedí a la médico vegetariana, a la doctora de toda la expedición, a la encargada de nuestra salud, que me diera un Iboprufeno, me dijo que ella había mandado un correo electrónico avisando con toda claridad que era responsabilidad de cada viajero el traer sus medicinas. Como otras muchas, yo no había recibido esa información porque había sido el último en llegar a The Clipperton Project. Apenas un mes antes, la médico vegetariana había puesto en jaque a los organizadores, haciéndoles parir chayotes para conseguir medicinas sin receta, morfina inyectable o sólida y material quirúrgico para realizar amputaciones. Cuentan que en uno de sus avisos decía que viajar a México y beber su agua era lo más peligroso de todo el proceso.
Al final del día me dijo: escucha a tu cuerpo, Pablo.
La isla es un museo dividido en secciones. Ocho para ser exactas. El vestíbulo principal está organizado por una serie de plataformas de concreto que alguna vez fueron los pies de casa con que se edificó el campamento estadounidense y donde la expedición del Rara Avis construyó cabañas y aljibes. Hay otros restos que apenas se notan ocultos bajo los huesos de coral y hierbas ralas, esos sirvieron como base de la guarnición mexicana de principios del siglo XX.
Aquí y allá, de concreto y metal, los pabellones, las placas y los letreros conviven como si fueran las lápidas de un cementerio de fracasos. Sin duda, los letreros son la única memoria escrita valiosa que ha sido capaz de sobrevivir, aunque sea malamente y en fragmentos. En ellos se leen los años (1951, 2011, 1938) los nombres de las corbetas que han anclado en su costa, advertencias: quien sea sorprendido nadando, pescando o realizando actos de cacería en esta área será reportado a las autoridades.
En la entrada del museo hay una placa fechada en abril de 1967. Otras lápidas se repiten en el basamento de la bandera, justo antes de entrar a la sección dos, y a los pies de la gran roca en la sección siete. Como si fuera la exposición permanente y las placas hicieran las veces de indicador de grandes cuadros exhibidos, éstas también señalan la presencia momentánea de la legión extranjera, la armada francesa o la tripulación de turno empeñada en erigirse única. En cambio, cualquier libro, cualquier papel, es devorado inmediatamente. Los cinco millones de cangrejos que habitan la isla representan diez millones de tijeras.
En cambio, no hay cementerios ni epitafios destinados para las tumbas. Ni una sola cruz. Los huesos de coral se mezclan con los huesos de pájaro y las carcasas de los hermanos cangrejos y los esqueletos de los caídos que ya se han vuelto polvo.
La segunda noche escucho una conversación. Mia estaba trabajando en un solo que se ejecutaría a ciegas. Debía tenerlo listo a finales de marzo para su presentación en Oslo. Aun padeciendo el mareo de tierra, cerrando los ojos, pasó horas imaginando el escenario y las distintas escenografías, pero en su cabeza no lograba representar un lugar donde al mismo tiempo convivieran todos los tiempos. Héctor Tame que había estudiado guitarra clásica le dijo que eso sólo es posible con la música. También con el movimiento, le contesta ella.
Mientras tanto, la ciencia y el arte convivían a distancia. Quizás el asunto se salvó durante las largas jornadas que la artista Julie Morel acompañó al geógrafo Jean Morschel. Parte del trabajo emprendido por Julie era hacer cuestionarios para medir qué tan cercana o lejana resultaba la convivencia entre científicos y artistas, mientras que el geógrafo y profesor de la Universidad de la Polinesia Francesa hacía los cálculos necesarios para encontrar aquella franja de tierra donde la distancia entre la laguna interior y el mar fuera más corta. Quería descubrir si en algún momento se abriría un canal que los comunicase. Julie y Jean utilizarían el mismo programa cibernético.
—Si en algún momento se encuentran la laguna y el mar, eso será en unos cuarenta años. Un pestañeo en tiempo geológico —dijo Jean.
En cambio, la distancia mediada entre ciencia y arte seguirá siendo enorme. Dialogan poco. Al menos eso pasó en Clipperton, a pesar de que el lugar tiene todas las cualidades de un laboratorio que ejemplifica el estado de la naturaleza y la condición humana. Quizá si The Clipperton Project hubiera dejado florecer los campos de cultivo (más días en la isla) y los científicos no fueran tan pocos, esta explicación saldría sobrando.
Pero la verdad es más grande que una isla.
Si el usuario recorre el litoral en su sentido inverso y empieza por el basamento de la bandera, comprenderá en su totalidad la secuencia del museo. Lo que ahí se encuentra parece el resultado del Apocalipsis. El paisaje y sus basuras plásticas y bélicas semejan los restos de una civilización que ha dejado de ser.
Yo trabajo por apropiación y vine a morir, me dijo Carlos Ranc en algún momento. No puedo explicar de qué modo, sólo sé que vine a morir. Todo lo demás será el resultado de ese proceso. Los cangrejos se comerían el libelo titulado Contra los franceses que Ranc dejó en el basamento de la bandera, el lugar que el geógrafo Jean Morschel llama la sección dos. Luego Ranc se despediría de una historia amorosa que le tomó seis años, abandonando una antología personal, hecha a mano y titulada Something About Us. El track y las canciones podrán encontrarse en algún sitio de la red. El amor en la Isla de la Pasión es un amor que se padece en la memoria pero que ya no habita ningún otro cuerpo. En cambio, «Marooned» (que podemos entender como la exposición temporal de este inmenso museo) sólo pudo ser vista por algunos cuantos que ni siquiera la miraron. Mirar quiere decir leer la historia de lo que se ve, a quien tienes enfrente, aunque sea por pedazos. Ranc alcanzó con esta burla al arte contemporáneo, eso que Antonin Artaud llamaba el cuerpo sin órganos.
Hace casi un siglo que el arte dejó de ser una forma de pensamiento, y por eso Carlos Ranc es un anacrónico. No tiene remedio, pero eso lo convierte en el artista más heterodoxo de los que conozco. Hay pocos que hoy reflexionen sobre su trabajo, que escriban, que investiguen e intenten comprender su obra en vez de escudarse en la frase «Mi obra se explica por sí misma» que tanta risa daría a pintores como Max Ernst, Giorgio de Chirico o René Magritte, quienes dedicaron sendos textos a la comprensión del arte y de sí mismos.
Hace casi un siglo que la isla también se convirtió en una forma de pensamiento. Es en la zona dos donde eso se explica de mejor forma, aunque con los símbolos del nacionalismo. Miguel Alcalde y yo vagamos por esa zona. También vimos cómo Julie Morel mataba un pájaro bobo, cuando en realidad intentaba espantarlo con una cáscara de coco. Algunos nos reímos de los ecologistas y los vegetarianos que pastan en la entrada del museo, cazando biología y causas para salvar al mundo. Un mundo que suma ochocientos millones de pobres y nosotros aquí en una isla desierta mirando los censos de la población idiota. Alguien, desde el continente, encargó a los ecologistas contar pájaros bobos. Luego de media mañana, insolados y sin saber la metodología que permitiera separar a los de patas azules, de los pardos o de las crías, los contadores de bobos desistieron de su misión. En cambio, el censo de contadores de bobos dice que fueron dos. Uno de ellos la médico vegetariana.
Encontramos la escotilla. Lo que en mi novela llamo el Refugio Roosevelt. Durante varias horas estuvimos rascando sus bordes. Parecía que alguien coló concreto y que sería imposible entrar en ella. Desistimos. Ranc aprovechó para reunir algunos restos metálicos, bollas y una aguja que fuera la punta del asta bandera original. Con el material hará su primera pieza.
En la zona dos también se pueden encontrar los restos de vía que se utilizaba para transportar el guano y muchos tornillos y un basurero (antiguo triturador de piedras) donde hay platos y, alrededor, dos mil quinientos catorce pájaros bobos. Los únicos que alcanzó a contar la médico vegetariana.
Al tercer día en la isla comencé a caminarla. A las siete de la mañana ya estaba lejos de la zona dos. Ahí la museografía está concentrada en los sonidos, en el crujido de los huesos de coral y en esa forma de declamar insultos que tienen los pájaros idiotas, sobre todo los polluelos que gritan sin controlar todos los idiomas que hay en su lengua. Entonces uno grita: ya cállate.
En mi cuaderno anoté: El líder de la expedición siente piedad por los demás, también por todos los animales. Esta noche sacó a uno de los pájaros idiotas de la fogata. Los pájaros idiotas no conocen el fuego, que fue inventado mucho tiempo después que su especie y las variantes de patas azules, negras y amarillas que lo componen. La médico vegetariana también se quemó una pata.
El líder de la expedición no siente especial fascinación por ninguna de las salas. Tal vez por la tercera, que está dedicada al plástico. Toneladas de tapas coloridas, zapatos de pie izquierdo (se ofreció un premio a quien encontrase un par), redes azules y verdes como hamacas de gigantes, sillas rotas, conos de tránsito, computadoras y miles de juguetes que llegaron flotando o por aire, traídos del continente por las aves para hacer sus nidos y robados por los cangrejos para atraer sexualmente a sus parejas.
La colección de plástico es tan abrumadora que el paisaje resulta hermoso, perturbador pero hermoso. No sólo por el impacto ambiental y por la evidencia de las marcas. Firmas indestructibles que acompañan a las lápidas. Son las otras palabras: Procter and Gamble, Bimbo, Rotoplast, Hewlett Packard, Corona y miles de marcas más en francés, en inglés, en chino, en árabe. Aquí llegan todas las botellas con mensaje que se arrojan al mundo. Aquí se exponen llenas de papel mojado.
Pero aún así, el gobierno francés no acusa de recibido. El laboratorio natural que podría ser Clipperton gracias a que aquí se cruzan varias corrientes marítimas del globo y a que el lugar es una zona de paso para la migración de aves y decenas de especies subacuáticas, es ahora un museo de nuestra inutilidad, esa que exhibe el poder de la economía y el destino de nuestra memoria, una memoria hecha de basura y deshechos, que hablará de nosotros cuando un habitante futuro explore el origen de nuestra civilización.
Me encontré con el catalán Felipe Sanmartin Suñer en la zona cuatro, dedicada a la guerra. El teórico de la conspiración y yo veníamos haciendo recorridos opuestos. Yo dejaba atrás la zona donde Gustave Schultz recolectaba el guano y Felipe venía de la zona cinco dedicada a los naufragios, donde estaban expuestos la proa del Dixie Isle y el esqueleto del atunero Macel, cuyas últimas misiones estuvieron dedicadas al narcotráfico y la recogida del llamado pez ladrillo, paquete de cocaína llamado así por su forma.
Cuando entramos en la zona de guerra reconocimos los restos de ramales y vías férreas y antiguas cajas metálicas que sugerían cajas de herramienta para reparar automóviles. Intentaba abrirlas cuando el teórico de la conspiración hizo un clic con su cámara. Retrataba una muñeca sentada sobre una bala antiaérea. Instalación espontánea, que fue completando con balas de menor calibre.
—Aquí se han hecho pruebas nucleares, dice el teórico de la conspiración (fue en Mororoa pero Clipperton fue candidata, pensé). Aquí han entrenado los rangers, dice el teórico de la conspiración. Aquí la santa Iglesia católica hizo movimientos estratégicos para tomar el poder en América Central.
Felipe no se explica por qué cientos de cajas se amontonan ahí, olvidadas con sus lanchas, repletas de balas. Ya no podría regresar a casa para comprobar si ahí se ensayó el desembarco de Normandía o que hubo un barco llamado USS LST-563 que encalló durante las prácticas y que los franceses pasaron por alto, agradecidos con los aliados por su liberación. Era el final de la Segunda Guerra Mundial.
La armada estadounidense desmontó ese barco hasta donde fue posible, pero su fantasma se compone de esas cajas y de esos calibres, y carterpillars, y lanchas y también de los miles de ratas de California que habitan la zona siete de la isla. Ratas muy distintas a las ratas chinas que se bajaron del Dixie Isle. Sus encuentros han sido someros pero respetuosos. Cada especie ha fundado un país, y de momento su guerra común es contra los cangrejos.
Cuando dejaba atrás los barcos, en el horizonte apareció Lawrence de Arabia. Era perfecto. Gafas oscuras, pareo, calzado de maratonista, turbante. Me sonrío. Me dijo que hacía mucho calor y que la isla era el lugar más espantoso del mundo. Luego me pidió agua. Sólo traía una botella. Era una pequeña botella de Sprite que había llenado de agua limpia el día anterior y que pensaba beberme en cuanto llegase a la Roca Clipperton. El periodista David Biller tomó un trago largo. Al terminar me dijo:
—Gracias, es que ya me acabé los dos litros que traía conmigo.
Nos despedimos.
—Es peligroso caminar tantas horas sin agua, take care —me dijo.
Aparece ante mí la Roca Clipperton. La escalo y me extravío. Quiero llegar a la cima, pero llego a la piedra de enfrente. Me encuentro a Miguel Alcalde, director del documental. Si alguien tuviera la estatura para representar al capitán Arnaud, el director del documental sería el indicado. Observador y paciente leía muy bien cada personalidad.
El director del documental quiere que John Clipperton sea el narrador de la película, un narrador que poco a poco vaya convirtiéndose en la isla.
Estuvimos cinco horas en la cima de la Roca Clipperton. Aún quedan restos de la base del antiguo faro. Nos quedamos viendo al sol y las fragatas. Miguel había venido a la isla para mirar esas aves. Me fascinan, dijo. Se detienen en el aire, paran el minuto. Mientras tú y yo la miramos, ella sobrevuela otro tiempo. Abajo una niña arroja muñecas a la laguna. Cumple las órdenes del guardfaros rey. Donde estamos nosotros ese hombre esconde tres muñecas más. Entre las patas, la fragata trae un soldado de juguete que alguien encontrará dentro de tres horas más. Ése sería Naim Rahal. Si yo pudiera, no haría otra cosa que filmar a las fragatas y lo que ven. A diferencia de los pájaros bobos, su sabiduría está en el silencio.
A la misma hora Manon Fourier y Katherine Dunlop eran filmadas bajo el agua por Federico Lepe. Los expedicionarios del arrecife dormían en el Lucía Celeste y su única relación con el arte estaba en el ojo de Federico. Manon era buzo profesional y estudiante de biología que vino a tomar algunas muestras de coral para analizar las microespecies que viven en el arrecife más intocado de la Tierra; también ayudaría a Kathy, oceanógrafa que había llegado de la Antártida para probar su invento: una cámara a la que se le coloca carnada para los tiburones. Su objetivo era diseñar un mecanismo que, utilizando la fotografía y la estadística, permitiera saber el tamaño de la población de estos animales.
Las dos acabaron exhaustas y con ganas de fiesta. Visitaron poco la isla. Quizás el único de la expedición que pudo ver todas las versiones de Clipperton, la submarina y la de pie de tierra, fue Federico Lepe. También la aérea, cuando los «malvados» atuneros nos prestaron su helicóptero para filmar un documental de corte ecológico.
Miguel y yo hacemos tiempo. A las seis estamos citados para la inauguración de la exposición de Carlos Ranc. También habrá un solo de Mia Habib.
Durante días, Ranc trabajó a unos cien metros de la antigua guarnición mexicana. Ahora se empeña en su tercera pieza y se concentra en una montaña de coral que descansa sobre una mesa. Con elementos locales se apropia de la versión original diseñada por Marcel Broodthaers.
Cuando llegamos a la exposición, no hay nadie. Ahí están las piezas. Un rompecabezas de La gran ola de Kanagawa a medio armar gracias a la mano de la médico vegetariana, que debía estar ahí como parte de la instalación. También se observa la mesa réplica de Gabriel Orozco y una lanza con bollas engarzadas que semeja un Thomas Glassford insular. Pero no hay nadie. Ni fiesta, ni solo de danza, ni la cena que, después de cinco días comiendo frijoles y pasta hervida en agua de mar, ofrecía cinco tiempos, que entre otras cosas amenazaba vino del Priorat, quesos, sopa de berros, peras, pan con olivas y cassoulet de pato.
Una hora después, exhaustos, con la boca llena de antojo y muertos de hambre, llegamos al campamento. La promesa de la última cena se extendía un día.
Con el estómago vacío hice una lectura nocturna. Carlos me tradujo y alrededor del fuego fui leyendo el primer capítulo de una novela que ha cambiado seis veces de título. Emiliano Monge sugiere que se llame Los papeles de la isla. En ese momento alcancé el placer íntimo que sólo me había sucedido el día que, visitando el estudio de Dostoyevski en San Petersburgo, leí en voz alta la descripción del cuarto que habitaba Raskólnikov y que coincidía exactamente con el estudio donde trabajaba el escritor ruso.
Ahora narraba una descripción escrita hace ocho años, que resultaba idéntica al sitio que apenas acababa de conocer: «la playa revuelta y el agua que se lame en la oscuridad, los organismos vivos, las cajas amontonadas, la fogata, las vías oxidadas con que colectan el guano, las muñecas japonesas encontradas en la gran roca blanca«.
Al final, Enge se me acercó para decirme que igual que Gustave Schultz, él creció jugando con químicos y morteros. Igual que el productor de guano, a él le gustaba trabajar con deshechos. Ambos procedían de una familia de navegantes.
Mi proyecto del día siguiente era trabajar en el entierro-búsqueda de las muñecas. Las había dejado varios días al sol y los cangrejos ya las habían picoteado. Sus rostros parecían invadidos por la viruela y saturados de ampollas. Lo había logrado. Esa mañana llevaría a mis pequeños monstruos a la Roca Clipperton. Una más sería depositada en el lugar donde Rosalía Nava me dijo que, por orden del guardafaros, había escondido el resto de las muñecas. Justo en el centro de la bahía conocida como Eggs.
Le devolvía a la isla una verdad. Aunque en ese momento no sabía que la isla me iba a intercambiar ese tributo por algo mejor.
Una hora después, Jon Bonfiglio me dijo que era hora de abandonar Clipperton. ¿Y mi proyecto? Lo siento mucho, pero el mar está poniéndose feo y es mejor que Felipe y tú vayan recogiendo su campamento. Tienes una hora. ¿Y la cena de Ranc? Lo siento mucho. Te vas al Piscis.
No chisté. Me había propuesto respetar la figura de autoridad y estaba como abstraído, afantasmado. Hice la maleta, corrí a la bahía de Eggs para dejar una muñeca. Cuando estaba buscando algún hueco para esconderla vi un paquete envuelto, cubierto de moho. Era un rollo de piel. Al abrirlo observé once manchas de mugre. El lugar intercambiaba sus juguetes.
Guardé ese paquete en la mochila y me llevaron al Piscis.
En las manos tenía algo que revelaré cuando escriba la versión veintiuno de la novela.
Piscis pensé en Miguel González Avelar, en que nunca había podido viajar a Clipperton. Entonces saqué la botella de Sprite y recogí algo de arena. Mi intención era regalársela a su hijo Nicolás, amigo de otra aventura de piratas.
Me sentí triste, era algo parecido al duelo por venir y por dejar. Atrás la isla, enfrente la experiencia de la nada. La isla me expulsó tranquila, sin aspavientos, como una tortuga desovando. Qué mejor imagen de la tristeza.
Parece ser que la cena fue apoteósica. Todos se emborracharon. Las biólogas bajaron a la playa, Otto perseguía a la bailarina, la doctora vegetariana por fin sonrió, la comida se deshacía en la boca, era tanta que sobraba. Los cangrejos cenaron queso y Gwen cayó dormido sobre una silla. En la mesa quedó la última puesta en escena de Ranc, las servilletas con los nombres bordados de los fantasmas insulares: Arnaud, Irra, Lara, Altagracia, Tirsa, Alicia Rovira. La servilleta más sucia fue la del guardafaros Victoriano Álvarez. A mí Carlos me regaló la que perteneciera a Gustave Schultz.
En el Piscis los viejos cenamos cuscus. John Broome sacó una botella de whisky y Felipe nos mató a carcajadas con alguna historia sobre Hugo Chávez.
Después de siete días, la travesía de vuelta a bordo del Piscis naufragó en Puerto Vallarta. La médico vegetariana rompió la vela. Durante ese viaje gané dos amigos adicionales: Martín Machado, que debería pintar más y viajar menos porque su memoria quedará saciada pero la de su público no y, por otro lado, el viaje me regaló el afecto de Gwendal le Floch en tiempos que a la amistad se le denuesta por cursi. Fue ya en Vallarta cuando decidimos fundar un nuevo proyecto que involucre barcos, libros y a Carlos Ranc, que sin duda fue lo mejor del viaje.
Nadie nos diría que The Clipperton Project terminaría en el fuerte de San Blas. Sitio donde John Clipperton estuvo preso durante dos años. Ahí Ranc y yo pasamos la última madrugada de la «expedición». Gracias al jefe de la policía local y el don de la palabra que produce la cerveza, el velador de turno (con todo y arma larga) ofició de guía. El recorrido empezó a las dos de la mañana y terminó a las tres. Entonces tomamos las últimas fotos. Una de ellas retrata un cartapacio de piel idéntico al que hallé en la isla Clipperton.
Se acabó el mar. Llegué a la ciudad de México a las once de la mañana del 5 de abril. Me hospedé en casa de mis padres. Mientras ordenaba los juguetes, y balas y piezas metálicas que me traje de la isla recibí una llamada de mi hermano.
—¿Ya te localizó Miguel?
—¿Qué Miguel?
—Miguel González Compeán.
—No. ¿Por?
—Es que sabe que fuiste a la isla y quiere verte.
Su padre, don Miguel González Avelar, había dejado mandado en su testamento que sus cenizas fueran esparcidas en la isla. Por distintas razones íntimas, la familia decidió que se quedasen en el jardín de casa.
Yo había hecho un viaje para traer tierra, pero no lo entendí hasta el momento en que saqué la botella de Sprite llena de arena. Una hora después, el hijo de González Avelar la recogía en casa. Hacía un mes que los suyos habían acordado esa mañana como fecha para realizar la ceremonia luctuosa. Un ritual de despedida.
Los deseos sólo suceden cuando al mismo tiempo tocan la vida y la nada.
Una vez más, la isla Clipperton se mezclaba con el polvo del hombre.//
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