La verdadera conquista de Clipperton

La verdadera conquista de Clipperton

Después de años de investigación sobre Clipperton, esa enigmática isla localizada en el Pacífico mexicano pero que pertenece a Francia, el autor se suma a una expedición para conocer el territorio que lo ha obsesionado por tanto tiempo.

Tiempo de lectura: 34 minutos

Una semana antes de zarpar recibí extraordinarias noticias. Viajaría a bordo del Island Seeker, la nave insignia de la expedición que nos llevaría a la isla Clipperton, 10° N, 109° W. Saldríamos el 1 de marzo a la medianoche, nos seguirían el Piscis y luego el Lucía Celeste. Durante un mes, y tras una escala en Cabo Pulmo para acompañar a Greenpeace en su denuncia global contra los proyectos turísticos que devastarán ese lugar, las naves avitualladas con más de cinco toneladas de provisiones, veintidós participantes de nueve países, compuestos por tres científicos, una bailarina, cuatro escritores, un teórico de la conspiración, tres artistas plásticos, tres miembros del equipo de filmación, tres capitanes, tres marineros, un jefe de logística y una médico vegetariana intervendríamos la isla Clipperton para declararla una nación independiente.

En verdad me encantaría que, como el resto del párrafo anterior, la última línea fuese verdad. Pero The Clipperton Project representa una empresa mucho más seria, más contundente y más comprometida con el mundo que mis aspiraciones literarias o que las necesidades manifiestas de los hombres que a lo largo de la historia universal de la isla han padecido delirio dinástico, un mal que, junto con el escorbuto y los lentos viajes hacia la nada suponen los principales males que han azotado ese lugar.

A pesar de las buenas intenciones, la expedición también fue eso: un viaje hacia la nada, hacia la isla fantasma y los quinientos mapas que la sitúan en latitudes distintas. En ningún lugar.

Llevo ocho años escribiendo una novela sobre esa isla. Anunciarlo me produce una sensación de fracaso y a la vez una liberación, el paso final de un proceso parecido a la desintoxicación. Como si se tratara de un acto curativo me propuse abandonar el borrador número diecinueve de la novela en algún escondrijo de la roca Clipperton, lo que Otto Gudiño, el segundo oficial del Lucía Celeste, llama «catedral construida por el diablo». Quizá yendo a la isla y dejando esa versión encontraría la manera de librarme de su veneno. Un veneno que ha mordido a historiadores como Jimmy M. Skaggs, María Teresa Arnaud, José de Jesús Bonilla y Miguel González Avelar, a escritores como Mark Twain, Karel Caek, Francisco L. Urquizo, Laura Restrepo, Jean-Hugues Lime, Víctor Hugo Rascón Banda, David Olguín o Ana García Bergua. También a estadistas de la talla de Napoleón III, que la proclamó francesa; Vittorio Emanuele III que lo confirmó en 1931; Benito Mussolini que convenció al rey árbitro de cederla a los franceses; Abraham Lincoln y su secretario de Estado, Henry Seward, que organizaron una expedición a los mares del sur; David Pierce, que traficó esclavos; Porfirio Díaz, que intercambió la isla por un cómodo retiro en la Île-de-France; Franklin Delano Roosevelt, que la visitó dos veces; Winston Churchill, que la puso en la mesa de negociaciones durante la Conferencia de Yalta, o el primer y único presidente de la República de Molossia, su excelencia Kevin Baugh, quien tras declarar la independencia de su rancho en Nevada, publicó en 1984 un edicto que reclamaba derechos heredados sobre la isla.

Hace un año, durante la presentación de un libro suicida, me encontré a Carlos Ranc. Teníamos quince sin vernos. Ahora Ranc ya no pinta y pensaba viajar a la isla para organizar su última exposición: «Marooned». Toda una carta de intenciones.

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