Las vidas de Sergio Ramírez
Javier Sancho Más
Fotografía de Carlos Herrera
Sergio Ramírez es uno de los grandes autores de la generación del post-boom latinoamericano. Ha publicado más de cincuenta libros entre ensayos, cuentos y novelas. El hombre de letras encabezó el grupo de intelectuales en respaldo del Frente Sandinista de Liberación Nacional.
No a todo el mundo se le otorga vivir dos vidas de vértigo. A él sí. En una de ellas, Sergio Ramírez fue protagonista de la revolución en Nicaragua. Vivió su triunfo por las armas y su derrota por las urnas. Llegó a ser vicepresidente, uno de los pocos civiles en un gobierno plagado de comandantes del Frente Sandinista que se hizo con el poder. Hoy está alejado de la política y de quien fuera su compañero, el actual presidente Daniel Ortega.
En otra de sus vidas, Sergio Ramírez fue y es el escritor que se imaginó una ciudad, León, y un país, Nicaragua, como territorio literario, el autor de unos cincuenta libros, entre ensayos, cuentos y novelas como Castigo divino (Mondadori, 1988) y Margarita está linda la mar, con la que obtuvo el premio Alfaguara en 1998. En 2 014 fue el flamante ganador del premio Carlos Fuentes, dotado con 250 mil dólares —que en su primera edición ganó Mario Vargas Llosa— y su nombre suena ya para el premio Cervantes. Es uno de los autores vivos más significativos de la generación post-boom (o boomerang, como la catalogó Carlos Fuentes), donde figuran autores como Tomás Eloy Martínez, Nélida Piñón, Roberto Bolaño y Antonio Skármeta, entre otros. Con menos éxito de ventas que sus antecesores del boom —con García Márquez a la cabeza— han mantenido, sin embargo, el prestigio de la literatura latinoamericana. Hay dos cosas que no soportaría que le hubiesen sucedido: haberse perdido la revolución y no dejar una obra literaria a su país.
Hoy hemos quedado en encontrarnos por la mañana. Cuando estamos los dos en Managua solemos hablar por la tarde, a partir de las cuatro, cuando la ciudad deja de ser un infierno y la brisa firma una tregua. Pero hoy tiene que ir a ver a Ernesto Cardenal, el poeta, su vecino, convaleciente de una neumonía. Si uno llama por la mañana, Monchita (la empleada de la casa donde viven él y su mujer, Tulita) contesta: «El doctor está escribiendo». Sergio Ramírez fue el número uno de su promoción en la facultad de Derecho de León, pero nunca ejerció como tal. En Nicaragua, sin embargo, aún lo llaman «el doctor». La frase de Monchita es el primer filtro para que el que llama desista si no es nada urgente, porque las mañanas son para escribir.
Su atuendo de trabajo apenas varía: camisa polo de manga corta y pantalones ligeros de color beige (a veces, shorts); zapatos Crocs de estar en casa, o mocasines sin calcetín. Por lo demás, impoluto, el pelo aún recio y partido a la derecha, a pesar de que en un tiempo luchaba para domarlo. Hasta no hace mucho, sin canas. Nunca lo he visto sudar. Los que viven en Managua, una olla a presión, tienen una habilidad natural para no sudar. Antes solía caminar por las mañanas, pero un problema de rodilla se lo impide, lo que lo hace criar una gordura que baja a base de dietas.
Cuando entro en su estudio lo encuentro sentado frente a la pantalla, la mano izquierda en el mentón, y revisando su agenda, una especie de Google Calendar. Casi todo lleno de cursos, conferencias, viajes, ahora casi siempre por motivos literarios o por reuniones de la Fundación Nuevo Periodismo, que fundó Gabriel García Márquez en Cartagena de Indias y de la que él forma parte desde sus inicios. A veces lo invitan a mesas redondas de temas políticos, pero sólo acepta si coincide con una presentación literaria.
CONTINUAR LEYENDOEn apenas tres meses, el presidente de México le dio el Carlos Fuentes; el embajador de España, la orden Isabel la Católica, y acaba de presentar Sara, su última novela. Pero pertenece a una generación para la que la literatura y el compromiso iban de la mano.
—Parece una agenda de ministro, le digo.
—O de vicepresidente —bromea, aunque no le gusta que en las etiquetas de sus libros digan que fue vicepresidente—. Yo jamás compraría una novela cuyo autor se venda con esa etiqueta.
* * *
Las mañanas son para escribir desde las ocho y media hasta la hora del almuerzo. Se lo toma como un oficio de gobierno, o la misma disciplina que se impuso para recuperar el tiempo perdido a la literatura cuando a mediados de los ochenta se percató que llevaba una década sin escribir.
Entonces habían transcurrido ya seis años desde aquella mañana de julio de 1979 en que los sandinistas llegaron a Managua y se hicieron con el poder, apoyados por todos los sectores de la sociedad nicaragüense y de la comunidad internacional. Después de que el último de la dinastía dictatorial de los Somoza huyera del país, Sergio Ramírez entró triunfal en la plaza, en lo alto de un camión de bomberos, junto a otros miembros de una Junta de Gobierno, incluido el que sería presidente, el comandante Daniel Ortega.
Sergio no había disparado un solo tiro. Su labor en la clandestinidad y el exilio —en Costa Rica— fue intelectual y diplomática, tanto para conseguir apoyo político y financiero para la compra de armas, como para crear una corriente dentro del Frente Sandinista que acabaría imponiéndose sobre las demás. La mayoría de los que integraban aquel primer gobierno apenas rebasaban los treinta años, y su gesta impresionó al mundo. Si en los ochenta se hablaba de utopía, se hablaba de Nicaragua. La última oportunidad para el sueño de un mundo nuevo.
El gobierno sandinista impulsó cambios drásticos para equilibrar las grandes desigualdades alimentadas por una dictadura que había durado cuarenta años. Se intentó una suerte de economía mixta, se inició una campaña de alfabetización, dirigida por el sacerdote Fernando Cardenal, hermano del célebre poeta, hubo grandes logros en el ámbito de la salud y se emprendió una reforma agraria.
Pero la revolución sandinista se hizo con el poder gracias a la unión de sectores muy diversos que, en circunstancias normales, hubieran estado enfrentados. Algunos temieron una deriva autoritaria y el alejamiento de los principios éticos de la revolución. Violeta Chamorro, por ejemplo, viuda de un destacado periodista asesinado años antes por la dictadura, abandonó muy pronto la Junta de Gobierno sandinista. Diez años después, en 1990, ganaría las elecciones encabezando una alianza opositora que sepultó a la revolución.
Desde el exterior, el gobierno de Ronald Reagan, temiendo una segunda Cuba en la región, armó una guerrilla contrarrevolucionaria que ingresó al país por la frontera norte de Honduras. Era la «Contra». La reacción del gobierno de Daniel Ortega y Sergio Ramírez fue una medida impopular que se tomó para nutrir las tropas del ejército sandinista: el servicio militar obligatorio. Con una economía precaria, Nicaragua dependía de la ayuda externa, principalmente de la antigua Unión Soviética, con lo cual el país entró en el juego geoestratégico del final de la Guerra Fría. En medio de ese escenario, Sergio Ramírez, un vicepresidente con mucho poder, añoraba, sobre todo, contar con algunas horas para volver a escribir.
* * *
Él llama «cápsula espacial» a su apacible estudio. Está revestido de madera, con vista al jardín de la casa, y allí es difícil encontrar recuerdos o fotos de su pasado político o alusiones a la revolución. Nada más entrar, cuando los ojos se adaptan al cambio brusco de la luz a la sombra, uno se topa con una barra de bar y, a la izquierda, una biblioteca de dos niveles. En el ala derecha, el despacho: una mesita pequeña, cargada con libros de pintura o fotografía que a veces sirven de posavasos. Hay un sofá para dos y un par de sillones de color café claro, cada vez más desleídos por el sol que entra por las ventanas. No hay mucho espacio. Sergio Ramírez escribe entre dos mesas. A sus espaldas, una larga que ocupa el centro del despacho, repleta de libros. Son los que está leyendo y los que está por leer, muchos de autores jóvenes, algunos manuscritos aún no publicados que él apunta y corrige a conciencia.
Escribe contra una ventana alargada, oscurecida para apaciguar el sol. Siempre en una PC. En los viajes lleva tableta y Kindle. A un lado, colgando junto a la ventana, un enorme retrato de Tulita (ya casi nadie la conoce por Gertrudis, su nombre real), luciendo el pelo negro y largo, sonriendo con los ojos. Lo pintó Dieter Masuhr, un artista alemán amigo suyo, de los muchos que se enamoraron de aquella Nicaragua en revolución, junto a autores como Julio Cortázar, que escribió un libro cuyo título define la vida cotidiana de aquellos años de entusiasmo y dolor: Nicaragua tan violentamente dulce.
Pero pronto las madres empezaron a cansarse de ver a sus hijos huir a otros países para no entrar al servicio militar o volver lisiados o muertos de los frentes de combate. Y Violeta Chamorro, una madre cuyos hijos estaban enfrentados ideológicamente a un lado y otro, recogió las frustraciones de gran parte de la población y se hizo con la victoria en el 90, tras una campaña en la que nunca cambió su vestido blanco y con una pierna enyesada a causa de un accidente. Un par de meses antes había caído el muro de Berlín. El mundo se olvidó del país centroamericano que con apenas cinco millones de personas había padecido la muerte de más de 50 000, decenas de miles de heridos, y cientos de miles que buscaron refugio en otros países, además de una deuda económica impagable y problemas que lastrarían el desarrollo futuro como las demandas por expropiaciones indebidas.
En el estudio, las mesas, los cojines del sofá y hasta las vitrinas tienen rayones, rozaduras, pero es muy acogedor sentarse allí a conversar, o a estar en silencio. Allí suelen hacerse también las reuniones de trabajo, casi siempre repletas de jóvenes. Hay fotos en las que se les ve, a Tulita y él, junto a Saramago y Pilar del Río, o junto a Carlos Fuentes; una bolsa de avión con una dedicatoria de Cortázar. En la esquina opuesta hay una puerta que conduce al baño y a la parte trasera de la casa, otras dependencias donde trabaja Betty, su secretaria. El baño, austero, tiene una mesita pequeña frente al lavabo, donde a veces he visto El Quijote y otras la Biblia Latinoamericana, con una libretita y un lápiz.
La pregunta es qué hacía un intelectual, un demócrata, un escritor, un civil en un gobierno plagado de comandantes.
Le traigo un recorte de prensa con una foto que guardo porque refleja una incógnita que marca su vida. Se trata de un acto durante uno de los primeros aniversarios de la revolución. Él, el segundo por la izquierda, se vuelve hacia el lado opuesto sonriendo a Tomás Borge, comandante de la vieja guardia del Frente y uno de sus fundadores. Junto a él, Daniel Ortega, con sus grandes lentes de entonces, sonríe. Los acompañan otros comandantes. Salvo Borge, todos ellos son jóvenes de melena al viento y lucen el uniforme verde olivo de manga corta. Sergio Ramírez, en cambio, lleva una camisa clara. La pregunta es ¿qué hacía él ahí? Un intelectual, un demócrata, un escritor, un civil en un gobierno plagado de comandantes.
—Ésos eran unos trajes safari. Me los hizo un sastre enviado por Fidel Castro a la casa de El Laguito, donde me hospedaba cuando iba a Cuba. Yo los usaba en ceremonias oficiales. Pero cuando viajaba por asuntos de Estado y debía verme con primeros ministros o cancilleres, usaba unos trajes que compraba en la calle Serrano de Madrid. Eran caros, porque debía ir ‘bien presentado’ como decía mi madre.
—En todas esas fotos, ya sea cuando estás entrando en Managua el día del triunfo de la revolución en el 79, o cuando dejas la política en el 96, tienes el mismo semblante: sereno, pero como distanciado.
—Ser ‘el otro’ es algo que he tratado de desentrañar en mis escritos. Sentirse el extraño o marginado. Me viene de chico. Por dos cosas: el estrabismo de mi ojo izquierdo —yo era el único que tenía lentes en la escuela, por lo que también me zaherían—, y por ser muy alto. A los doce años casi tenía la estatura que tengo ahora, más de uno ochenta y tres. Era flaco y desgarbado y no podía bailar. Eso provocaba un ensimismamiento, ésa es la palabra exacta: ensimismarse. Pero ayuda bastante a meterse en la literatura de alguna manera. Además, por mi altura, me uní a muchachos mayores que yo. Por tanto, aprendí cosas que los niños de mi edad no aprendían. Te hablo de experiencias sexuales, tragos, etc., ajenos a mi edad.
Cuando habla, suele frotarse el ojo izquierdo, que se le desvía y le da la apariencia de estar dormido o ausente.
A veces, por la tarde, vienen al estudio Tulita, y los hijos de ambos, Sergio, María y Dorel, todos nacidos cuando la pareja vivía en Costa Rica durante los años sesenta y principios de los setenta. Hoy viven en Managua, cerca unos de otros, y los hijos suelen venir con los nietos. También se acerca Antonina, viuda de Rogelio Ramírez, el hermano pequeño de Sergio que murió hace años durante un viaje diplomático a Corea. Cierta vez estaba lloviendo y el estudio estaba repleto de familiares. Sergio hijo le preguntó a Sergio padre por qué había fumado tanto durante sus años de gobierno si nunca antes había probado un cigarrillo.
—No sé— contestó él evasivamente—. Entonces todo mundo fumaba.
Pero él no tragaba el humo, y al final se percató de que no era un fumador, así que lo dejó sin más. Sergio contó que la revolución lo estaba absorbiendo tanto que su esposa, Tulita, acabó pidiendo una cita en la Casa de Gobierno para tratar con él asuntos domésticos pendientes. Tulita lo confirmaba con una media sonrisa y con la entonación afónica y cálida: «Sí, olía a humo por todas partes en aquel despacho» dijo, extendiendo los dedos hacia su marido y acariciándolo suavemente. Él tenía la actitud del niño obediente que se deja regañar.
* * *
Nacido en Masatepe, en un país que está bajo la sombra de Rubén Darío, donde se dice que «todo el mundo es poeta o hijo de pueta», su primer contacto con la literatura fueron los cómics y el cine del pueblo, propiedad de su tío, a quien le ayudaba a proyectar las películas.
—Echando la vista atrás, siempre practiqué oficios muy solitarios. Por ejemplo el de proyeccionista de cine. Te encierras en la cabina, a la que subes por una escalera vertical, del tamaño de un palomar. Es un cuarto de fantasmas enrollados en el celuloide, casi a oscuras y encima del público.
Su padre, Pedro Ramírez, era un comerciante que, a diferencia de su madre, apenas leía y no provenía de una familia con dinero. Los hermanos y primos paternos componían una orquesta, Los Ramírez, y solían sentarse en la acera de la casa a hacer chistes. Ese ambiente jocoso y pueblerino aparece en varias de sus obras. El periodista Juan Cruz, editor de Alfaguara durante los noventa, ayudó a darlo a conocer con la novela Un baile de máscaras, 1995, en la que Sergio Ramírez recrea su propia infancia entre la década de los cuarenta y cincuenta en su natal Masatepe.
Su padre, que paradójicamente era simpatizante del partido liberal de Somoza y llegó a ser alcalde de Masatepe, lo envió a estudiar Derecho en León, aún sin tener muchos recursos y aún cuando el joven Sergio no tenía vocación.
—Yo creo que mi padre quería educarme en el poder, sólo que él se imaginaba un poder cercano al dictador.
León, una vieja ciudad colonial de 60 mil habitantes, era una metrópoli en comparación con Masatepe. El año en que entró en la universidad fue el mismo año del triunfo de la revolución cubana, y se notaba ya la efervescencia que produjo en movimientos estudiantiles de todo el continente. El día clave fue el 23 de julio de 1959. Ese día los estudiantes universitarios, Sergio Ramírez entre ellos, marcharon en una manifestación con camisas blancas y corbatas negras, en señal de duelo por los caídos de una frustrada intentona guerrillera contra el segundo de los Somoza que gobernaba el país. Tres años antes, también en la ciudad de León, un joven poeta había acabado con la vida del padre de la dinastía, Anastasio Somoza García, por lo que su hijo Luis Somoza asumió de inmediato el poder. El hijo menor, Anastasio (Tacho), estaba al mando de la Guardia Nacional a la espera de ser el siguiente en subir a la presidencia.
En la manifestación de julio, la Guardia Nacional reprimió a los estudiantes y dejó a cuatro muertos y más de sesenta heridos. Sergio Ramírez corrió a refugiarse en el interior de un restaurante. En una de las entrevistas que le concedió a la periodista mexicana Silvia Cherem, para un libro en el que se recoge buena parte de su vida, (Una vida por la palabra, Fondo de Cultura Económica, 2004), reconoció que «al llegar a la universidad no tenía conciencia política… pero ese día cambió mi vida para siempre». Desde entonces, para él estuvo claro que la dictadura tenía que desaparecer.
Siguió estudiando sin vocación pero con una característica que lo acompañaría siempre: hacer como si le gustaran las cosas que no le gustan. De hecho, se convirtió en el mejor alumno de su promoción y ocupó cargos de confianza junto al rector de la universidad, Mariano Fiallos, un humanista que fue su mentor. También publicó su primer libro de cuentos, titulado Cuentos, en 1963.
Ya por entonces, su novia era Tulita: una muchacha leonesa que vendió ese libro de Sergio, casa por casa, pese a la timidez congénita. Tulita nunca ha dado ni dará una entrevista, pero se la puede ver en la primera fila de todas las conferencias de su marido. Antes de que estuviesen juntos, Sergio tuvo que disputársela a un ingeniero que se había aliado con un cura español para casarla casi a la fuerza. Con varios amigos y sus futuros suegros se presentaron en la sacristía para rescatarla y enfrentar al cura. «Parece una historia de Pérez Galdós, pero es cierta. ¿Y sabes qué? Ese mismo cura nos casó el 16 de julio de 1964 en la misma catedral. Yo tenía veintiún años, ella dieciocho», le dijo Ramírez a Cherem.
Gracias a la influencia del rector Fiallos, Sergio Ramírez fue elegido secretario del Consejo Superior de Universidades Centroamericanas, que tenía su sede en Costa Rica. Tulita y él vivieron allí más de una década, durante la cual nacieron sus tres hijos. En 1973 tenía en una mano la oferta de una beca de la Fundación Ford para estudiar Administración Pública en Stanford, lo que le garantizaba un buen porvenir; en la otra, una humilde beca de escritor en Berlín, gracias a la gestión del crítico y traductor Peter Schütze-Kraft. Hasta entonces sólo había publicado un libro de cuentos y una novela, Tiempo de fulgor (1970), todo con escaso éxito. Pero no lo dudó. Se embarcó con toda la familia hacia Berlín y aparcó su vida de futuro político.
Durante los dos años que permaneció en Berlín escribió la novela Te dio miedo la sangre —publicada después en Caracas, en 1977—, donde desarrolla el tema de la conspiración política contra el poder y la violencia.
Y entonces el destino nuevamente lo puso a prueba. Tenía una oferta para ser guionista en el Centro Pompidou de París, que se iba a inaugurar. Pero en 1974 un noticiero alemán mencionó el nombre de Nicaragua (hasta entonces casi inexistente en los medios internacionales), relacionado con la palabra «sandinista». Él había tenido contacto en Costa Rica con varios miembros del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), incluido su fundador, Carlos Fonseca, pero hasta entonces se trataba de una iniciativa minoritaria y de tinte radical a la que él era ajeno. Conocía muy bien la legendaria figura de Sandino, el héroe en quien se inspiró el Frente, el hombre que se había rebelado contra las invasiones yanquis en Nicaragua hasta que el primero de los Somoza lo asesinó. En el noticiero se contaba del exitoso operativo de un comando sandinista en Managua. Entonces vislumbró que la posibilidad de derrocar a la dictadura estaba cerca, e hizo la maniobra contraria a la que había hecho antes: aparcó su futuro como escritor y se volvió con toda la familia a Centroamérica.
Ingresó en las filas del FSLN en 1975 desde Costa Rica, y se dedicó a lo que había aprendido en sus años de dirigente universitario: hacer gestiones para conseguir financiación y apoyos políticos. Era un intelectual al servicio de la revolución.
—¿Renunciaste conscientemente a la idea de ser escritor por la revolución?
—Es que no podía perdérmela. Era una revolución. El papel que yo debía desempeñar era el del intelectual, el de la propaganda, la diplomacia, ya que carecía de entrenamiento o de intenciones militares.
Fue entonces cuando entró en contacto con García Márquez para que, a través suyo, el presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, proveyera las armas necesarias para un operativo contra Somoza. Ocurrió en 1977 y, para que sucediera, Sergio Ramírez engañó a Gabo. A la pregunta de «¿Y cuántos son ustedes?», le contestó que eran más de 1 300 combatientes, cuando en realidad no eran más que unas pocas decenas. No tardó en recibir por vía telefónica la constatación de la ayuda, en lenguaje cifrado: «el editor acepta publicar el libro, y firmará el contrato apenas esté escrito el primer capítulo». El operativo sin embargo no fue tan significativo como se esperaba. Apenas se pudo tomar un solo cuartel de la Guardia Nacional, cerca de la frontera con Costa Rica.
Durante esos años en Costa Rica, el viejo Volvo que conducían Tulita o él servía para llevar armas, dinero, medicinas y vituallas desde San José a la frontera nicaragüense. La casa donde vivían, en el Barrio de Los Yoses, se convirtió en una base de operaciones. Allí se guardaba parte del dinero para la revolución —que provenía de donaciones de todas partes del mundo— en una maleta oculta en el lavabo. «En algún momento», recordó Sergio en sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (Aguilar, 1999), «llegó a haber un millón de dólares en la maleta».
Con el triunfo de la revolución el 19 de julio de 1979, y establecido ya en Managua, Sergio comenzó su tarea en la Junta de Gobierno, asumiendo después la vicepresidencia tras unas cuestionadas elecciones que, en 1984, el Frente Sandinista convocó para obtener legitimidad ante el mundo. Tulita y sus hijos apoyaron al escritor metido a revolucionario. Todos colaboraron en tareas campesinas y de alfabetización, como la inmensa mayoría de las familias nicaragüenses. Y Sergio hijo, sin que su padre lo supiese, se alistó como voluntario en uno de los batallones de combate.
—¿No hiciste nada para sacarlo de allí?
—Mi hijo quiso irse a la guerra porque no quería que yo quedara mal. Y esta es la parte más dramática de todo, ¿no? Yo era un dirigente de la revolución. Y él no quería que dijeran que tenía una protección especial y que yo era lo suficientemente cobarde como para no mandarlo al frente de batalla. Entonces yo no busqué cómo salvarlo. Yo no dije: ‘No, de ningún modo, mi hijo tú no vas a la guerra, qué vas a hacer, mejor andate a Cuba’. En ese momento, lo vi como un acto de honestidad por mi parte. Pero me despertaba por las noches, sobresaltado, pensando que podían matar a mi hijo, que era perfectamente posible.
En su última novela, Sara, publicada por Alfaguara en 2015, reescribe el relato bíblico de Abraham. Un hombre y una mujer vagando solos por el desierto. Él sólo obedece los dictados de un «Mago» que impone arbitrariamente el destino de la pareja. A pesar de no entender por qué Abraham continúa obedeciendo los dictados de un destino incierto, ella lo sigue siempre, tratando de resistir con lo que a él le falta: sentido común. El momento crucial es cuando Abraham va a sacrificar al único hijo de la pareja. Según la Biblia, Dios detiene finalmente la mano del padre que va a ejecutar a su hijo tras haber comprobado su ilimitada fe. Según esta reescritura es Sara, la mujer, quien detiene al marido con el cuchillo alzado.
—¿Cómo vivió Tulita que tu hijo se fuera voluntario a la guerra?
—Ella, como ser humano, creo que es mucho mejor que yo, ¿no? Ella es extraordinaria. Echó para adelante. Pero jamás me dijo: ‘o me traes a mi hijo, o me voy de la casa’. Lo que hacía era irse con el resto de madres a los centros de entrenamiento, hasta Mulukukú (en el interior de Nicaragua, cerca del frente de combate), en medio de las balaceras, a visitarlos. Una guerra en la que las mujeres iban a visitar y a llevar comida a sus hijos. Mi hijo participó en muchos combates. Vio caer a sus hermanos de lucha. Después, por un problema en la rodilla, lo destinaron a la retaguardia y una vez licenciado se fue para Alemania Oriental a estudiar ingeniería.
En 1985, con la guerra en pleno auge gracias a la financiación del gobierno de Reagan a la Contra en su empeño por mermar a los sandinistas, mientras era vicepresidente, Sergio Ramírez decidió robarle dos o tres horas al sueño cada madrugada, antes de emprender las obligaciones del gobierno, para volver a escribir. Era la historia de un famoso envenenador, Oliverio Castañeda, cuyos asesinatos fueron célebres en el León de los años treinta, un thriller titulado Castigo divino, que bebe mucho de las crónicas rojas de la época. Se publicó en 1988 y obtuvo el premio Dashiell Hammett a la mejor novela policíaca en español dos años después. De ella dijo Carlos Fuentes que Sergio había escrito «la gran novela de Centroamérica, la que hacía falta para acercarse a la intimidad de sus gentes».
—¿Cuántas horas dormías mientras escribías Castigo divino?
—Casi nada, porque, a ver… Me levantaba sobre las cuatro, me iba a escribir, luego desayunaba algo, me duchaba, y me iba a la casa de gobierno hasta el mediodía. Hacía footing durante una hora y media. Comía y entraba al turno de la tarde que a veces se extendía hasta las diez u once la noche. Hace poco me encontré a uno de mis antiguos escoltas. Ellos tenían una cancha de deportes aquí, en el despacho donde estamos ahora. Me contó que, entonces, cuando se levantaban para entrenarse, se decían: ‘No hagan ruido, muchachos, que el doctor está escribiendo’.
Esta era la casa de sus escoltas. Cuando era vicepresidente vivía al lado, en otra mucho más lujosa. En una pared, junto a la puerta del estudio, hay un mueble alto con puertas de vidrio. Guarda sus obras traducidas y la bibliografía crítica, además de otros tesoros, como una Biblia evangélica que le dejó su abuela. De padre católico y madre evangélica, es un agnóstico que cree sin embargo en el destino a la manera de Jung o de los griegos antiguos. El carácter retraído lo heredó de su madre, una mujer muy seria y reservada, gran lectora de los clásicos españoles. Entre los libros hay un reproductor de cd con música de todo tipo, desde flamenco hasta baladas o corridos mexicanos.
—Daniel (Ortega) me contagió el gusto por los Tigres del Norte cuando andábamos en la campaña electoral del 90.
Compañeros de fórmula durante los ochenta, Daniel y Sergio, como les llamaba el pueblo (sólo los enemigos como Reagan decían Ortega y Ramírez), parecían inseparables. Si bien Sergio se caracterizaba por una visión más socialdemócrata, el conflicto con Estados Unidos le llevó a radicalizar algunas de sus posturas y fue leal a las directrices del partido y a Ortega. Al menos hasta la derrota en las elecciones del 25 de febrero de 1990, que provocó que las diferencias entre ellos emergieran rápidamente. Pese a haber llenado las plazas de seguidores en aquella campaña electoral, el Frente Sandinista perdió tras obtener 41% de los votos frente a 54% de la alianza opositora encabezada por Violeta Chamorro. Sergio Ramírez fue quien llamó por teléfono desde la casa de campaña a Ortega para comunicarle que los primeros sondeos no iban como esperaban.
Tres años después de la derrota, junto a otros militantes históricos, llamó a una renovación interna del Frente Sandinista y apoyó una reforma constitucional que no era del agrado de su ex compañero. Tanto Daniel Ortega como otros dirigentes consiguieron arrinconarlo para quitarle influencias. Las diferencias internas se envenenaron y a través de la Radio Ya, propiedad del Frente, al igual que desde del diario Barricada, que pasó a dirigir Tomás Borge, ex Ministro del Interior, se lanzó una campaña de difamación contra Sergio. Para estos medios, era un «traidor» y se hablaba de una de sus hijas como «lesbiana», una palabra que por entonces, y en un país machista como Nicaragua, resultaba devastadora. Todo ello forzó su salida definitiva del FSLN en enero de 1995. En una rueda de prensa, acompañado por toda su familia, anunció: «Renuncio de manera pública e irrevocable. El Frente Sandinista al que yo me incorporé hace veinte años ya no existe».
—Yo era amigo de Daniel Ortega. Trabajábamos juntos, íntimamente, nos llevábamos muy bien. Nunca tuvimos diferencias profundas durante la revolución. Diferencias de trabajo sí había muchas. Las discutíamos. A veces chocábamos por decisiones, lo que era normal. Pero yo nunca le tuve ningún desafecto. Había viajes que hacíamos juntos por horas, él manejando y yo al lado, conversando de todo. Él se explayaba conmigo, con mucho humor. Nos burlábamos de muchas cosas que después teníamos que defender de manera formal.
—¿De qué se burlaban?
—De la arrogancia de algunas personas, de las falsedades de la política. Pero una cosa es el afecto personal y otra las diferencias políticas.
—¿No hubo nunca un acercamiento entre Daniel y tú, antes o después de tu partida?
—Creo que nunca nos sentamos a hablar. Una vez recuerdo que vino Jimmy Carter y se acercó a mí. ‘Mira, en qué puedo ayudar yo para que Daniel y tú se acerquen’. Ya estaban empezando las diferencias. ‘Presidente, no hay ninguna necesidad. El día que yo necesite hablar con Daniel Ortega, lo voy a hacer directamente’. Nunca lo hicimos. Pero yo creo que si hoy me volviese a encontrar con Daniel Ortega, tantos años después, nos saludaríamos con el mismo afecto. Yo no se lo he perdido. Creo que estas cosas es bueno entenderlas, porque en la política todo se llega a confundir.
Su salida de las filas sandinistas no significó la salida definitiva de la política. En 1995, Ramírez fundó el Movimiento de Renovación Sandinista (MRS), para presentarse a las elecciones del año siguiente. Casi sin apoyo económico, y contra toda esperanza, el resultado fue catastrófico: apenas lograron un diputado.
—Siempre has dicho que en un país normal nunca hubieras sido político. Es difícil entender por qué te presentaste a esas otras elecciones del 96 cuyo desenlace se sabía de antemano. Además, ¿no era que querías dedicarte a la literatura?
—Para mí era parte de lo mismo. Yo pensé que después del 90, la revolución estaba terminando de hundirse, con un giro autoritario que contradecía los ideales iniciales. Sentía que la revolución debía tener una continuidad democrática. Y…
Interrumpe una llamada telefónica de Antonina, su cuñada, preguntando por Cardenal. «Es terco», contesta Sergio, «sabe que no puede viajar pero se fue a Alemania y ahora con neumonía… Luego te llamo».
—Te decía que yo siempre creí que el progreso social y económico no tenía que contradecir el sentido de la libertad. Eso no se podía expresar así en los ochenta porque significaba traición. Después de la derrota, eso afloró y nos comenzamos a identificar decenas de compañeros en el Frente, no porque hubiésemos cambiado, sino porque creíamos en eso desde el principio. Publicamos un manifiesto por un sandinismo democrático, firmado por la crema y nata del Frente, los pensantes. A Daniel Ortega le cayó como una patada de mula y en un congreso extraordinario consiguió desplazarme.
Daniel Ortega volvió al poder en enero de 2006, tras 16 años de ser oposición, y fue reelegido en 2011 tras reformar los impedimentos constitucionales que existían contra las reelecciones a la presidencia. Aunque existe un vicepresidente, la auténtica mano derecha de Ortega es desde hace unos años su esposa, Rosario Murillo. El Frente Sandinista de hoy tampoco tiene nada que ver con el de entonces. El gobierno de Ortega depende en gran medida de la ayuda venezolana y de los países del ALBA, y de proyectos faraónicos como la posible construcción de un canal interoceánico con capital chino. Sin embargo, aunque la política ya no es parte de su vida, Sergio Ramírez tiene algunos privilegios de aquel antiguo mundo.
—Viajas con pasaporte diplomático y percibes una pensión del Estado.
—La pensión me la siguen dando porque está en la ley. Bueno, es una pensión alta, porque la ley dice que debo recibir lo mismo que el actual vicepresidente como salario neto. Ahora, a los que me critican eso, aunque nadie me lo ha dicho de frente, cualquier día les puedo explicar en qué ocupo ese dinero. Porque tengo una fundación en Masatepe que cuesta mucha plata sostener, con una biblioteca de seis mil ejemplares. Ahora estamos remodelando una nueva casa para la sede de la fundación. En eso he invertido yo mis premios literarios y derechos de autor. La verdad es que no necesito mucho dinero para vivir.
«Creo que ésa es una de las grandes tragedias en mi vida. Haber sido responsable de que tanta gente haya entregado su vida en sacrificio».
—¿Ningún arrepentimiento?
—No creo en los arrepentimientos falsos. No puedo decir que el Sergio del pasado haría una cosa diferente.
—¿Alguna vez te has sentido responsable de muertes causadas por decisiones en las que participaste durante la revolución?
—Pues sí, claro, claro. Yo creo que ésa es una de las grandes tragedias en mi vida. Haber sido responsable de que tanta gente haya entregado su vida en sacrificio, incluyendo el riesgo de que mi propio hijo hubiese podido caer en combate. Pero yo creo que eso lo puedo decir ahora que, quizá, la lava se ha enfriado. Siempre pasan por mi mente las imágenes de los primeros que cayeron. Me embargaba un sentimiento de desmoralización. Cuento en Adiós muchachos el caso del Chato Medrano, al que acababan de operar del intestino grueso. Aún tenía el ano artificial y una bolsa donde descargaba los excrementos. Así se fue al combate y así lo mataron. Más que mi propia culpa o arrepentimiento, yo lo que pongo por delante es la disposición al sacrificio de esta gente, que fue capaz de entregar su vida sin esperar nada a cambio. Y es la única manera en que las revoluciones se llevan adelante.
La derrota electoral de 1996 supuso su vuelta definitiva a la literatura, y por la puerta grande. En 1998 presentó una novela al premio Alfaguara. Margarita está linda la mar cuenta dos episodios de la historia de Nicaragua, ocurridos en la ciudad de León: el regreso de Rubén Darío a su patria en 1916, y el asesinato del primero de los Somoza por un joven poeta en 1956. Dotó a su texto con una particularidad: la recreación del lenguaje modernista de la época de Darío, apoyado en multitud de lecturas y fichas con las que suele documentar sus novelas. Al final hay una disputa pueril por saber quién se queda con el cerebro extirpado al cuerpo de Rubén Darío. Acabará expuesto en un prostíbulo:
«Al fondo de la sala desnuda, la urna reposaba en una palangana de baños de asiento sobre el mueble más preciado del burdel, un canapé de talladuras fúnebres que semejaban una góndola. Los ci-
rios ponían en el cristal de la urna los reflejos violeta del permanganato que teñía la palangana, como si más allá del boscaje de ramas de madroño, corozos y resedas que enfloraba el altar, la medusa se agitara en las profundidades de una caverna submarina».
En una antología de estudios críticos acerca de las novelas de Sergio Ramírez, editadas por José Juan Colín en marzo de 2013, el profesor Fernando Valerio- Holguín, de la universidad de Colorado, compara a Ramírez con el Vargas Llosa de La Fiesta del Chivo, al entretejer elementos ficticios con hechos históricos, además de la intercalación de planos temporales y diálogos. Califica las novelas de Sergio como neorrealistas.
La fascinación de Sergio Ramírez por el poder va acompañada de burla. En Sombras nada más (2002), su novela sobre los albores de la revolución, aparece nuevamente el dictador que, debido a su incontinencia, defeca en una piscina rodeado de colaboradores sin que nadie se atreva a decir nada ni salir del agua.
El jurado del premio no lo tuvo fácil porque las opiniones estaban divididas entre Margarita y otra novela del cubano Eliseo Alberto, Caracol Beach. Al final Carlos Fuentes, el ángel literario de Ramírez, propuso, no ya que se dividiese el premio entre las dos novelas, sino que se otorguen excepcionalmente dos primeros premios, cada uno valorado en 175 mil dólares.
—Me puse muy contento porque con el premio Alfaguara pude pagar hasta el último centavo que debía de la campaña electoral del 96. Me dejó arruinado con 300 mil dólares de deuda, y eso que la mitad la pagó de su bolsillo un gran amigo, Will Graham. Me daba mucha vergüenza cuando salía a caminar por las mañanas en Managua, porque Raúl Obregón, a quien encargamos las encuestas, mi último acreedor, me cobraba en la calle. ‘Doctor, acuérdese: la deuda’, me decía. ‘Sí hooombre’, le contestaba yo, ‘no te preocupés’. Yo te voy a pagar, aunque tenga que vender mi casa o lo que sea. Yo sólo recordaba a mis padres, que le tenían horror a las deudas. Por fin le pagué a Raúl.
Alejado de las obligaciones de la política, ha vivido durante la última década su etapa más prolífica a nivel literario. Desde que cumplió 60 años, ha escrito cinco novelas, cinco libros de relatos; y una serie de antologías y ensayos que atesoran una obra cuantiosa y consolidada.
En los artículos de opinión que publica con frecuencia en El País de España y en medios latinoamericanos suele ser bastante crítico con el gobierno actual, y algunos editores aún cuelgan en su firma el cartel de «El autor de este artículo fue vicepresidente de Nicaragua». Pero la mayor parte de las horas de un día de trabajo se centran en la actividad cultural. Dirige desde 2004 una de las revistas electrónicas de referencia en América Latina, www.caratula.net, y desde hace tres años, el festival de narrativa Centroamérica Cuenta que suele reunir a los autores regionales e internacionales más prestigiosos.
—En los noventa, Juan Cruz me dijo que sería difícil quitarme la camisa pública de político y ponerme la de escritor, pero que valía la pena intentarlo.
Hace más de una década, en la frontera con Costa Rica, una vivandera lo reconoció por la calle, como le sucede aún con mucha gente. Pero la mujer, en vez de llamarlo «vicepresidente», le dijo: «Hombre, Sergio Ramírez, el escritor, ¿no?».
—Entonces lo supe.
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