Nunca juzgué a los sacerdotes homosexuales. O más bien, nunca pensé que los sacerdotes que llevaban una doble vida, como religiosos en un mundo y como hombres gay en otro, fueran personas especialmente inmorales o particularmente hipócritas, sino más bien víctimas de sus propias contradicciones. Para mí eran parte de un cierto folclor del ambiente gay que comencé a conocer durante mi juventud en Santiago. Muchos de mis amigos gay se habían topado alguna vez con uno de ellos en sitios de ambiente, como bares o discotheques. Normalmente eran sujetos que sólo revelaban su verdadera ocupación después de un tiempo y que vivían aventuras clandestinas. Como, en general, mis cercanos no eran religiosos, se lo tomaban con humor. Había historias cómicas, como la de un tipo que luego de conocer a un hombre un viernes por la noche en un boliche, de bailar con él, besarse, intercambiar teléfonos y tentar una cita, acabó encontrándoselo una semana después, oficiando el funeral del padre de un amigo. Para mí ésas eran nada más que historias de sujetos —y uso esta palabra burocrática, de informe municipal, para subrayar lo anodinas que me resultaban ese tipo de situaciones— que permanecen en una penumbra que los obliga a hacer del secretismo un culto y a dividir su vida en dos partes que apenas se conectan entre sí. Me había formado la convicción de que la gran mayoría de esos hombres homosexuales llegó al seminario acorralado por las circunstancias, aunque ellos mismos no lo percibieran de ese modo y se lo explicaran, a sí mismos y al resto, como el fruto de una larga reflexión sobre eso que llaman “vocación”.
Luego, cuando comencé a investigar y en la medida en que leía y escuchaba relatos sobre abuso sexual, comencé a pensar mucho en la vida de los hombres homosexuales que se decidían por una vida religiosa. El mundo que habían escogido para vivir era hostil a ellos, ¿confrontarían en algún momento su verdadero deseo o siempre se moverían en la negación? ¿Sería la doble vida una norma también para los clérigos heterosexuales, sólo que yo no estaba al tanto?
Una de las víctimas de Rimsky Rojas, un hombre de Punta Arenas que de muchacho fue su monaguillo, me dio una clave del significado que tenía para ese sacerdote la homosexualidad. El antiguo acólito de Rimsky Rojas, a quien llamaré Sebastián Ramírez porque me pidió resguardar su identidad, me contó que cuando lo confrontó y le avisó que lo denunciaría, Rimsky Rojas lloró desesperado y le gritó: “No soy homosexual, no soy homosexual”. Ramírez le respondió que ser homosexual no era el problema, que ése no era el punto; el delito era hacer lo que hizo con sus alumnos. Sin embargo, Rimsky Rojas insistía en lo mismo; finalmente, al parecer la acusación más grave para el cura era que lo consideraran un hombre homosexual.
Durante mucho tiempo la Iglesia y la cultura popular asimilaron la orientación sexual con abuso de menores varones, algo tan absurdo como asimilar la heterosexualidad con un crimen extendido, como es la violación de niñas y mujeres. ¿Es la heterosexualidad masculina la causa de que la mayoría de las personas violadas sean mujeres? ¿Era la heterosexualidad de Andrés Aguirre, el cura Tato, lo que lo llevaba a abusar de adolescentes? Obviamente no, como no es la combustión interna de un automóvil la razón para explicar las muertes por accidentes de tránsito. Lo realmente relevante no es la orientación sexual, sino la manera en que el abuso se transforma en la vía de expresión de la sexualidad de esos hombres. La forma en que esos sujetos conviven con su deseo, el modo en que lo manifiestan y conducen; la manera en que se relacionan con los otros y los manipulan: ya sean hombres, mujeres, niños, adultos o jóvenes. Porque aunque los abusos de pedófilos, por razones obvias, nos resulten más repulsivos, las relaciones viciadas no sólo ocurren entre un abusador adulto y un niño o niña. El poder que ciertos sujetos alcanzan en ambientes en donde las jerarquías tienden a ser verticales y el pensamiento crítico es considerado sospechoso, les permite someter la voluntad de adolescentes, jóvenes (1) e incluso de personas adultas. Más aún cuando los abusadores controlan la fe de sus víctimas.
Ilustración de Charles Glaubitz.
Pese a que no existe una causalidad entre orientación sexual y abuso, por momentos la figura del abusador sexual y del hombre homosexual dentro de la Iglesia llegaron a ser sinónimos, sobre todo hacia fines del siglo XIX y principios del XX debido a los movimientos anticlericales. (2) Comparten, además, el mismo sitio: el de la clandestinidad, como todo lo relacionado con el sexo. Por otra parte, el celibato para los sacerdotes homosexuales nunca será lo mismo que para los heterosexuales, básicamente porque las relaciones entre personas del mismo sexo no son consideradas —por la institución a la que pertenecen ni, obviamente, por la cultura en la que vivimos— del mismo modo que las que mantienen personas de diferente sexo. Es algo que, institucionalmente, durante siglos ni siquiera se podía nombrar. Las relaciones homosexuales quedaban entonces sepultadas bajo un doble fondo dentro de la Iglesia católica. A su vez, la convivencia entre sacerdotes y niños o adolescentes varones es estimulada; en cambio, la del sacerdote con las niñas o adolescentes mujeres tiende a ser menor o mediada por monjas.
Las lecturas que mantuve y las personas que conocí llegaron a convencerme de que en la mayoría de los casos los hombres homosexuales que entran al seminario lo hacen sin un afán consciente de ocultamiento; ellos llegan al sacerdocio del mismo modo en que una mujer campesina y pobre de un país subdesarrollado consagra su vida al único espacio que le reserva el mundo en el que nació: la cocina y los deberes del hogar. Para esa mujer, sencillamente así son las cosas y probablemente contará que decidió hacer eso de manera voluntaria y no constreñida por las circunstancias. Esa misma mujer seguramente encontrará refugio en la religión, en Dios, la Virgen y los santos, a quienes agradecerá los buenos tiempos y en quienes se refugiará durante las épocas de tragedia. La libertad también puede ser una fantasía que uno se cuenta a sí mismo para no encarar el dolor de la propia esclavitud. Una fantasía que hay que defender para mantenerse en pie. Ninguno de los hombres homosexuales religiosos que me tocó conocer llegó al seminario como un mendigo que acude a un albergue en un día de lluvia, sino empujados por una cultura que los iba convenciendo de que era el sitio adecuado para ellos, con argumentos poderosos inculcados desde siempre. La fe no era para ellos una excusa para esconderse, la fe en ellos se fundía con el ocultamiento hasta transformarse en una misma cosa: su propia forma de vida. ¿No es eso acaso una manera de someterse también a un abuso invisible, institucional, pero eficaz? ¿No es un primer paso para escindirse a sí mismo en una vida aparente y otra subterránea?
La vida de los curas homosexuales podría describirse, incluso, en un mismo patrón cultural: adolescentes que vivieron su sexualidad como un secreto vergonzoso que los llenaba de culpa o que simplemente se negaban a cualquier deseo. Era un asunto que ni siquiera podían comentar con sus amigos más cercanos. En algunos casos, tampoco existían esos amigos. Lo único a la mano, aunque invisible, era Dios, que estaba en todas partes, que lo comprendía todo y era capaz de perdonar los más terribles pecados. Entonces la religión cobraba un significado cada vez más relevante: había algo o alguien que los comprendía, aunque no los justificaba, y que los limpiaba de aquello que juzgaban pecaminoso —sus deseos—, como un enfermero cura una herida que se vuelve crónica. En este caso la oración y la confesión eran un remedio para el deseo torcido, esto era lo que tentadoramente ofrecía la religión. Cuanto más se aproximaba el momento en que estaba socialmente normado que debían presentar una pareja femenina a sus cercanos —familia, amigos—, más urgente se volvía encontrar un refugio, pero también el ansia de lograr respeto y admiración entre sus cercanos. Entrar al seminario era —hoy cada vez menos— una forma de no romper con su círculo, de acercarse a aquello que los reconfortaba —Dios y su perdón— y espantar las preguntas triviales que resultan incómodas y amenazantes para cualquier adolescente gay: ¿cuándo vas a tener novia? ¿cuándo te casarás?
La vocación religiosa ha sido una vía de escape que, además, significa una recompensa: la admiración familiar. Para la mayoría de las familias católicas un hijo sacerdote era un motivo de orgullo y estatus; vestir una sotana, por lo tanto, era el antídoto perfecto contra la vergüenza que significaba enfrentarse a la verdad. La promesa de una sotana les aseguraba un blindaje de respeto frente a los parientes y una solución permanente para las preguntas sobre su propia sexualidad. Ni siquiera debían fingir sobre su fe, porque la gran mayoría de ellos creía efectivamente en Dios y eran capaces de defender las normas establecidas por la doctrina de la Iglesia, aun cuando eso significara el desprecio por sí mismos y por lo que eran. Muy por el contrario, y como suele suceder con quienes sufren la amenaza crónica del repudio, a menudo conocen las reglas que conducen al castigo con mayor precisión que quienes rara vez se han acercado a esa experiencia. Por eso y como reacción a su propia culpa pueden llegar a aplicar las reglas y las penas con otros de una manera fría y despiadada, ejerciendo un maltrato tan feroz como el que han sufrido ellos mismos. Es una manera de ponerse del lado de los más afortunados, aquellos que pueden hablar de sus deseos en público sin contratiempos. Es perfectamente posible que un sacerdote ultraconservador y homofóbico esconda bajo su furia su propia historia como adolescente homosexual, aterrado por la idea del repudio de sus pares y de la religión que profesa.
Ilustración de Charles Glaubitz.
El seminario no representa para los hombres homosexuales, por lo tanto, un refugio en el sentido de una mera coartada, sino el sitio que les ofrece la vida para salvarse y, a la vez, la forma de tener una misión de la cual sentirse orgullosos. Creo entonces que la pregunta verdadera no es si los religiosos homosexuales tienden más al abuso, sino más bien cuáles son las condiciones que acaban transformando a alguien en un abusador sexual. ¿Es posible que una cultura institucional empuje hacia el abuso? ¿Bastaría con eliminar el celibato, como mucha gente supone, para resolver la desproporcionada prevalencia de abusos sexuales dentro de la Iglesia católica en comparación con otras instituciones? (3)
Tal vez sea un asunto más complejo, un fenómeno relacionado con la manera de entender la figura del sacerdote respecto de la feligresía y su rol dentro de una comunidad que exige más ajustes que la mera liberación del celibato. Sin embargo, es difícil divagar sobre estas preguntas en tanto todas las variables —prácticas sexuales de los religiosos, tasa efectiva de celibato, número de denuncias de abuso, tipos de abuso— sean mantenidas en secreto por la institución.
La primera vez que alguien me habló sobre un sacerdote abusador fue justamente un cura homosexual que se encontraba en una especie de permiso provisorio. Aunque hasta ese momento había leído noticias sobre el tema, nunca les había prestado mayor atención ni nadie me había comentado que conocía directamente a un cura involucrado en abusos. Aquel hombre tenía, en ese tiempo, poco más de treinta años y vivía una temporada de reflexión respaldado por su congregación. Desde su juventud había vivido en comunidad con otros religiosos; eso significaba que sus recuerdos de veinteañero estaban fuertemente vinculados a otros curas como él, en un mundo cerrado, en un universo definido no sólo por parroquias, sino también por personajes, instituciones y círculos de influencia que lo hacían sentirse parte de algo mayor, algo importante de lo que se sentía orgulloso.
Durante una de varias conversaciones desembocamos inevitablemente en el tema del celibato. Yo tenía curiosidad por saber si alguna vez se había enamorado de un compañero. Me aseguró que jamás, que tampoco había “pasado nada” mientras estaba dentro porque él se tomaba en serio el celibato —me explicó que masturbarse tampoco estaba permitido—. Me contó, además, que la mayoría de los que desertaba lo hacía porque se había enamorado de una mujer. Luego le pregunté si sabía de casos en que no fuera así, de curas que desertaran por otro hombre. No recordaba ninguno. Enseguida continué pidiéndole que me explicara cómo manejaban el deseo allí dentro; dijo algo sobre la preparación espiritual y dio un largo rodeo que me aburrió porque me supo a una justificación insustancial. Una cosa llevó a la otra y surgió la historia de Juan Miguel Leturia, conocido como “Loro”, un sacerdote jesuita de más de cincuenta años, uno de los curas más populares de la congregación durante los años ochenta. Leturia era un religioso de clase alta, algo que cunde en la provincia chilena de la Compañía de Jesús, una particularidad que no se replica en las otras provincias latinoamericanas, cuyos clérigos provienen mayoritariamente de sectores medios, sin vínculos con la élite de sus países. Mi amigo me contó que el Lorito “tenía un problema con los estudiantes” y que lo habían tratado de ayudar, pero no había sido posible. Me lo describió como un hombre alto con barba de profeta, actitudes señoriales y una personalidad avasalladora que resultaba atractiva para sus alumnos a pesar de su evidente debilidad por el alcohol. Le pregunté detalles, pero su manera de contar la historia me parecía confusa, hasta que de repente entendí lo que quería decir. No usó la palabra “abuso”, sino otras, no recuerdo cuáles, pero eran fórmulas que transformaban los casos en anécdotas y que enfatizaban la enfermedad del “Lorito”, evitando mencionar el daño que su problema provocaba en otros.
De hecho, las víctimas apenas eran descritas en el relato como un coro lejano, sin rostro, que existía solamente para explicar la tragedia del sacerdote. “Él debe sufrir mucho”, repitió un par de veces sugiriendo que su comportamiento estaba relacionado con el alcoholismo. Esa imprecisión del lenguaje me irritó. También me molestó la manera en que trataba de conducir mi interés, o más bien mi compasión, por una persona determinada, en este caso por el sacerdote. La voz, el tono de alguien que se plantea como un educador frente a un pupilo, me resultaba inapropiado, incluso agresivo, pero de una manera sutil o más bien oblicua, algo difícil de enfrentar.
En perspectiva puedo decir que estaba, por primera vez, a merced de un sermón que intentaba hacerme entender una realidad que yo no era capaz de juzgar por mí mismo. Él había adoptado una actitud que, irremediablemente, lo ponía en un lugar de superioridad al que yo no podía acceder. Me puse a la defensiva. “¿Violaba niños?”, le pregunté directamente, como una manera de sacarlo de su tono ponderado, que me resultaba exasperante. “Violar” era un verbo lo suficientemente explícito como para quebrar la tibieza de su relato. Mi pregunta le molestó. Seguí preguntando, pero más amablemente para que continuara hablando sobre el asunto. Era una puerta batiente que se abría y cerraba frente a mis ojos mostrándome una habitación que yo desconocía que estaba ahí, una forma de vida a la que no me había asomado hasta ese momento. Era la primera vez que escuchaba a alguien hablar con tanta ternura de un abusador, haciendo énfasis en su alcoholismo y en su soledad. Lo retrataba de manera cariñosa, a pesar de que, según él mismo me lo decía, nunca fue su amigo. Frente a mi pregunta directa —¿violaba niños?—, me respondió que no sabía en qué consistían los abusos, mientras agitaba una mano como quien despeja el humo del aire que tiene en frente.
Repitió, eso sí, que el Lorito tenía “problemas” —nuevamente el lenguaje indirecto— y que sus superiores lo habían retirado del colegio en el que trabajaba, para evitar que mantuviera contacto con niños. El inconveniente era que “se les escapaba, se les arrancaba” y lo habían visto con niños pobres del centro. Me lo imaginé entonces rondando el Paseo Ahumada, la Plaza de Armas y el Mapocho, como aquellos curas de principios del siglo xx que describía Alfredo Gómez Morel en su novela autobiográfica El río; figuras patéticas y desesperadas buscando muchachitos que se dejaban hacer por un poco de comida, dinero o techo. Curas que, según Gómez Morel, disfrazaban su deseo de obras de caridad. La realidad no era tan lejana a la literatura.
Ilustración de Charles Glaubitz.
Esa conversación la sostuve en una fecha cercana al año 2001, la denuncia que hizo pública la situación de Leturia fue hecha en 2005. Ese año, un exalumno del colegio San Mateo de Osorno, del que Leturia había sido rector, denunció al sacerdote ante la Fiscalía Metropolitana de Santiago. El denunciante fue identificado con las iniciales A. K. y enviaba su testimonio desde España. A. K. aseguró que Leturia había abusado de él en 1988. Después de esto, los jesuitas reconocieron que existía una investigación interna secreta, algo que claramente coincidía con la versión que me había dado el cura años antes. Luego de que se revelara la indagación contra Leturia hubo notas de prensa sobre el caso, la mayoría meramente informativas, sin más contexto que el dado por declaraciones de algunos sacerdotes. Una de esas declaraciones llamaba la atención. Al final de un artículo publicado en septiembre de 2005 quedó consignado que el cura Renato Poblete —reconocido por encabezar el Hogar de Cristo, una de las obras más importantes de la Compañía de Jesús— dijo a la prensa que a Leturia se le había marginado del trabajo con jóvenes “porque había recibido denuncias en forma reiterada”. (4) Ningún medio siguió el tema que abría esa frase: el hecho de que un sacerdote estuviera reconociendo acusaciones recurrentes en contra de Leturia. Según Poblete no fue una vez, sino varias veces: usó la palabra “reiteradas”. Entonces, ¿desde cuándo la Compañía de Jesús había recibido quejas? Y si habían recibido reclamos anteriores a 1988, cuando se desempeñaba como profesor del colegio San Ignacio El Bosque, ¿por qué Leturia fue enviado a otro colegio en Osorno como rector?
Por aquella acusación del hombre identificado como A. K., Leturia fue condenado por la justicia canónica y hubo una investigación en la Fiscalía a pesar de que, a esas alturas, el delito ya estaba prescrito. Con el tiempo fueron apareciendo más testimonios anónimos de exalumnos, pero nunca se transformaron en denuncias formales a la Fiscalía. En 2007, la revista Cosas publicó una nota en la que se describía en qué consistían las sesiones por las que Juan Leturia se había hecho conocido entre los ignacianos. El sacerdote citaba a estudiantes en su oficina o dormitorio para hacerles mediciones corporales bajo la excusa de un estudio de biotipo físico. Fue una práctica que mantuvo durante años, décadas quizás, y sobre la que les pedía reserva a los seleccionados. Aparentemente elegía a determinados alumnos, a los más deportistas y atléticos. Les explicaba, a grandes rasgos, el supuesto estudio y les pedía que se fueran desnudando. Con una cinta de sastre iba midiendo bíceps, tríceps, muslos y pantorrillas. Las sesiones partían por el torso, continuaban en las piernas y llegaban a los genitales. Cuando eso ocurría —en la primera o segunda sesión de medidas—, les pedía que se concentraran para lograr una erección. Si no la alcanzaban por sí mismos, entonces él los tocaba hasta que el pene se irguiera y así él podía extender la cinta de medir y anotar el resultado. Uno de los testimonios recopilados en esta revista describía a Leturia abrazando y besando a un adolescente mientras le susurraba al oído la frase: “Hijo, yo te quiero, esto es amor de padre, siente que te estoy pariendo”. En la misma nota, otro exalumno aseguraba que las prácticas del sacerdote eran un asunto conocido en el colegio, pero que preferían —¿las autoridades?, ¿los demás sacerdotes?, ¿los mismos alumnos?, ¿los apoderados?— pasarlas por alto, hacer como si no existieran: “Si uno averigua bien, se va a dar cuenta de que, a pesar de todo, él fue padrino de confirmación de muchos, a otros los casó y a algunos incluso les bautizó a sus hijos”, fue su reflexión después de dar su testimonio. (5)
Juan Leturia murió en 2011. El castigo final que le aplicó la justicia de la Iglesia se redujo a la privación de ciertas labores y al ostracismo de la vida pública. La Fiscalía, en tanto, investigó los hechos, pero el tribunal dejó al sacerdote sin cargo por falta de méritos.
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1 Mientras el término “pedofilia” se usa para definir la atracción sexual de adultos por niños menores de doce años, el término “efebofilia” es el que se usa para definir la atracción de adultos por púberes o adolescentes menores de diecinueve años.
2 Este tema lo traté con mayor amplitud en mi libro Raro, una historia gay de Chile.
3 No existe un estudio global sobre los abusos de la Iglesia católica, precisamente porque la institución se ha negado a brindar información pese a las exigencias de algunos Estados y de la onu. Sin embargo, existen estudios locales en Estados Unidos y un estudio nacional llevado a cabo en Australia que revelan un patrón de abuso mayor que en otras instituciones religiosas. En el caso de Australia se creó la Comisión Real de Investigación sobre Respuestas Institucionales al Crimen de Pedofilia, cuyo informe se publicó el 15 de diciembre de 2017. Este estudio incluyó instituciones laicas y religiosas de distinto tipos: iglesias protestantes, evangélicas, comunidades judías, musulmanas y testigos de Jehová, etc. El 61.8% de todos los casos denunciados involucraba a religiosos católicos. La comisión australiana solicitó a la Iglesia una serie de reformas para reparar y prevenir abusos, sin embargo, la institución rechazó todas las recomendaciones.
4 El Mercurio, 28 de septiembre de 2005.
5 Revista Cosas, 14 de mayo de 2007.