Durante ese estremecedor periodo de persecución, silencio, impunidad y estigmatización por parte del Estado que fue la guerra contra las FARC, ellas encontraron fuerza para reconstruir su dignidad y exigir su reparación.
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Ser voceras comunitarias y defensoras de Derechos Humanos es una convicción, una fuerza interior que empodera a otras. Es, también, una denuncia continua y un inmenso riesgo debido a la violencia estructural que históricamente ha afectado sus derechos en razón de su género.
Ellas tienen el doble de probabilidad de ser violadas y torturadas que los hombres.
La mayoría de estas mujeres son de las zonas rurales de Colombia, donde han sido víctimas y sobrevivientes de un conflicto que, entre tanto, les arrebató a sus familiares, las despojó de sus territorios o las violentó física y emocionalmente.
Durante ese estremecedor periodo de persecución, silencio, impunidad y estigmatización por parte del Estado que fue la guerra contra las FARC, ellas encontraron fuerza para reconstruir su dignidad y exigir su reparación. Fue así como entre las montañas, al pie de los ríos y en los barrios improvisados se unieron para encarar a sus victimarios, reclamar información sobre sus familiares desaparecidos y trabajar de forma pacífica por sus poblaciones, en particular por las más jóvenes.
En 2012, esas voces, invisibilizadas en las zonas urbanas, comenzaron a oírse en las asambleas municipales y las mesas que discutían los Acuerdos de Paz entre el gobierno y las FARC, después de presionar por una participación más igualitaria. Incluyeron, entonces, el enfoque de género en los pactos de La Habana para reparar de una forma diferencial a las mujeres sobrevivientes de la guerra y las personas con identidad sexual diversa, especialmente en temas de justicia y territorio, lo que reivindicó su papel.
En 2016, sin embargo, los sectores más conservadores confundieron estratégicamente el concepto de enfoque con ideología, tras un discurso en el que Humberto De la Calle, jefe del equipo negociador del gobierno, aseguró que, “el enfoque de género toca concepciones de carácter cultural e histórico (…) Son construcciones que abarcan patrones de comportamiento y de valoración asignados a cada género”.
La manipulación del concepto, liderada por el católico ultraconservador Fernando Ordoñez, obstaculizó el apoyo e impactó negativamente en los resultados del plebiscito que validaban socialmente el Acuerdo final. Tras el cambio de gobierno en 2018, con Iván Duque como presidente, estos pactos han quedado rezagados. Más de la mitad (51%) de los compromisos en materia de género no han arrancado, informó a finales de 2018 el Instituto Kroc de la Universidad de Nôtre Dame (Estados Unidos). Los puntos que van con retraso son: participación política (continúan los desafíos en cuanto a garantías de seguridad para las lideresas sociales), reforma rural integral (existe una inequidad en la adjudicación y formalización de las tierras que deben corresponder a las mujeres en un 50%), y solución al problema de drogas ilícitas, pues no hay un programa que las involucre de forma activa.
Si estos puntos del Acuerdo, que buscan mayor inclusión, no avanzan –pero en cambio sigue repuntando la violencia, como está sucediendo– lo más probable es que las mujeres y las minorías sufran las mismas violaciones del pasado. Sobre todo, ésas inscritas en los cuerpos que privilegian la construcción de masculinidades despóticas. Lo menciona un informe sobre la violencia sexual en el conflicto armado del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), en el que las sobrevivientes, gestoras de cambio y de paz, se preguntan ¿qué hacer para que esto no vuelva a suceder?
El Estado no parece estar interesado en responderles, ni siquiera en conocer quiénes son realmente esas mujeres que renacieron entre las cenizas y han hecho tanto por sus comunidades. La reparación diferencial tiene todo el sentido porque, como lo dice Ariel Ávila, director de Paz y Reconciliación, “estas mujeres lideran la reclamación de verdad. Son cabezas de hogar y agentes con mayor grado de vulnerabilidad. Hay algunas a las que les tocó liderar porque no tenían otra alternativa y, por eso, la restitución de sus derechos y políticas de reparación tienen que tener un enfoque diferencial. El problema es que el actual gobierno no lo contempla porque dice que es ideología de género”.
Pero a pesar de la falta de apoyo real para fortalecer las condiciones de las lideresas por parte de las instituciones gubernamentales, ellas toman cada vez más protagonismo como agentes activos. “Hemos despertado”, dice Leandra Rodelo, coordinadora de la fundación Red Popular de Comunicadores del Carmen de Bolívar, quien trabaja con jóvenes y mujeres vulnerables desde hace casi una década. “Por años hemos estado velando por nuestras comunidades y creo que cada vez nos hacemos más políticas. Ya no queremos votar por otros. Llegó la hora de nosotras, de crear nuestras propias agendas”, sentencia.
Leandra y otras lideresas como Yirleis Velazco, de El Salado, y Amanda Camilo, del Putumayo, coinciden en que ser defensora “es algo que se lleva a adentro”.
“Una necesidad por recuperar un lugar que la sociedad patriarcal nos ha negado por años”; “una reivindicación de derechos” y, sobre todo, “una urgencia para frenar las violencias contra nosotras y nuestros territorios”.
Barreras e impunidad para acceder al ámbito público
En 2018 cada 23 días asesinaron a una lideresa, según los informes de las organizaciones Somos Defensores y Sisma Mujer. Desafortunadamente en 2019 siguen presentándose asesinatos y amenazas en contra de esta población. “Ya van 33 asesinatos, de ellos seis mujeres”, aseguró en marzo Camilo González Posso, director de Indepaz.
La violencia contra ellas se ha pronunciado, sobre todo, en Antioquia, Cauca y Norte de Santander, departamentos donde la historia de confrontaciones armadas y de disputas por el territorio han sido una constante en la última década, pero se han acentuado la etapa posterior a la terminación del conflicto con las FARC, porque han llegado otros intereses que chocan con el liderazgo social empoderado de estas regiones.
“Tanto defensoras como líderes vienen denunciando desde hace mucho tiempo las amenazas en los territorios, no solamente de las mafias del narcotráfico, sino de muchos intereses por la tierra, por corredores de infraestructura, por posiciones estratégicas, por muchos recursos. Lamentablemente la capacidad de respuesta ha sido muy precaria y la presencia del Estado muy lenta”, advierte González Posso.
A esa respuesta tardía se le suma una altísima impunidad. “La Defensoría del Pueblo, que es la entidad del estado más idónea, -agrega el director de Indepaz- habla de una cifra de más de 475 asesinatos desde la firma de los Acuerdos de Paz y la Fiscalía insiste en presentar sus indicadores con una muestra que solamente tiene una cobertura de la mitad y con eso decir que su eficiencia es muy grande, superior al 25%. Pero la verdad es que si miramos el tema de investigación, justicia y sanción de los procesos ya culminados son muy pocos. Entonces, hay una intención más de propaganda institucional que verdaderamente de desencadenar una dinámica de no impunidad”.
Ante este oscuro panorama, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en su último informe hace una llamado al Estado a “redoblar sus esfuerzos para hacer frente a la situación de impunidad respecto a los crímenes cometidos contra personas defensoras de Derechos Humanos en el país. Asimismo, le recuerda que debe tomar en consideración en sus investigaciones el enfoque diferencial de género”.
Si bien las lideresas son menos que los líderes, tienen un mayor riesgo solo por el hecho de ser mujeres. Amanda Camilo, coordinadora regional enPutumayo de la Ruta Pacífica de las Mujeres y fundadora de Tejedoras de Vida, señala las dificultades de ser defensoras sobre todo en contextos con una marcada estructura patriarcal y con presencia de actores armados.
“A nivel nacional hemos sufrido fichajes, persecuciones y estigmatizaciones por el simple hecho de ser mujeres, de tener posturas a favor de la paz. Esto nos pone en riesgo porque a nivel de país no tenemos respuestas específicas y efectivas que garanticen la integralidad de nosotras. Además, todavía nos falta mucho para llegar a una paridad en la participación política”, sostiene.
Y es que una de las primeras dificultades de las mujeres es trascender de la esfera privada a la pública, porque hay que enfrentar al imaginario social que todavía cree que la mujer debe ocupar un rol pasivo y dedicarse solamente a las labores de la casa.
Las barreras sociales de las lideresas son las mismas que sufre la mujer en el ámbito laboral, especialmente en las zonas rurales. En la actualidad su ocupación es un 20% menor que la de los hombres, a pesar de contar con niveles más altos de educación, y la brecha salarial es del 18,7 %. Además, las mujeres dedican el doble de tiempo a labores no remuneradas, según el último reportede las Naciones Unidas que evalúa la situación de los Derechos Humanos.
Cuando las lideresas logran sobrepasar estas barreras, se enfrentan al hecho de que su trabajo incomode a quienes no quieren verlas desempeñarse en los ámbitos públicos, en especial cuando visibilizan las prácticas machistas, los daños a los que se enfrentan y la violencia que se siguen ejerciendo contra sus poblaciones y territorios. A ellas las victimizan especialmente, porque buscan castigarlas.
Yirleis Velazco, de El Salado, y Amanda Camilo, del Putumayo, coinciden en que ser defensora “es algo que se lleva a adentro”. / El Salado, Colombia. CNMH.
La tortura y la violación para inhibir liderazgos femeninos
Los victimarios amenazan y ejercen violencia sexual en contra de ellas para castigar y desatar miedo. Así lo constata el informe Lideresas sociales: el retrato invisible de la crueldad, de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes), y la Defensoría del Pueblo, que documenta con preocupación que los casos en los que se registra violencia sexual previa al asesinato involucran tortura y ensañamiento. Además, menciona que, “los actos dirigidos a castigar la participación de las mujeres en el ámbito de lo público afectan a su organización y buscan inhibir el surgimiento de nuevos liderazgos y procesos organizativos visibles de mujeres”.
En 2017, 21% de las lideresas sufrieron violencia previa a su asesinato, en contraste con un 4% de los hombres, explica la investigadora Clara Engerran en el informe: La dificultad de ser una lideresa hoy en día en Colombia , de Indepaz. Engerran dice que los actos de tortura son una de las formas de violencia más comunes: “el 4% de los hombres presentaron signos de tortura previos a su muerte frente al 8% de las mujeres”. Con respecto a la violación, en el mismo periodo, “casi un 13% de las lideresas sociales asesinadas fueron violadas previamente, mientras ningún líder sufrió violación”.
Las cifras demuestran las diferencias de maltrato en función del género, y reflejan con claridad que una lideresa tiene dos veces más probabilidades de ser torturada y violada. Las victimizaciones también incluyen secuestros y amenazas, que, en 2018, se incrementaron más en contra de las lideresas que de los líderes. “El año pasado hubo un pico de amenazas a mujeres, que llegó al 40%”, asegura Ariel Ávila.
Las agresiones a defensoras son una forma de violencia estructural, teniendo en cuenta que históricamente han sido afectadas en sus derechos, sus políticas, sus economías y en razón de su género. Entonces, si bien estos ataques las afectan de manera diferente, todavía no existen medidas de protección y atención que contemplen sus debilidades específicas, según Carlos Beristain, miembro de la Comisión de la Verdad en Colombia. “En temas de protección las mujeres tienen necesidades particulares como la carga familiar o el estigma político”.
Por otro lado, añade Beristain, “es fundamental para este tipo de procesos poner énfasis en las personas y no tanto en los casos. El acompañamiento psicosocial es una forma de apoyar sus esfuerzos por recuperar su dignidad, también como una parte de la lucha contra la impunidad. Si no tenemos esos mecanismos de acompañamiento, se hace todo mucho más duro y difícil”.
Para el reconocido investigador en violencia de Derechos Humanos, en Colombia hay muchas consideraciones y protocolos con respecto al enfoque de género, pero poca coherencia en la práctica. “Habría que adecuar esos mecanismos de investigación para que incluyan cuestiones diferenciales y formar a los operadores de justicia, pero sobre todo crear una política pública”, enfatiza.
Actualmente no existe una política pública de protección ni de garantías de seguridad. Diana Sánchez, coordinadora del programa Somos Defensores, afirma, en un artículo publicado en Semana Rural, que “en el proceso de paz entre el gobierno y las FARC sí hay una serie de disposiciones normativas más estructuradas que se aproximaron a rutas y metodologías para la desarticulación del crimen organizado, que afecta el liderazgo social y garantiza la protección. (…) Sin embargo, el gobierno de Duque ha ignorado completamente estas normas e instancias, se ha negado a convocarlas e implementarlas”.
Quizá, si actualmente funcionaran estas normativas, otra sería la situación de las mujeres, pero mientras el gobierno actual se rehúse a manejar la amenaza y el riesgo de las lideresas con enfoque diferencial, la realidad podría empeorar, en especial para aquellas que se resisten a abandonar sus luchas, pese a vivir en constante amenazas de muerte.
Mural del Placer, La Dorada, Putumayo. Este mural Simboliza el río, la naturaleza de la región. Igualmente, conmemora tanto aquellas mujeres que no están presentes así como a aquellas que resistieron al conflicto y continúan siendo líderes de la comunidad. / Tejedoras de vida del Putumayo
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