Los Ángeles nunca mueren
Cuando Los Ángeles Azules pisan el escenario hace que la multitud se convierta en una sola voz.
De mandil y zapatillas de plástico sobre su puerta, la señora Herrera Costilla me ve perdido en Iztapalapa, la zona más poblada de la ciudad de México, y repite la pregunta que le acabo de hacer: «¿Que dónde viven Los Ángeles Azules? Toda esta cuadra les pertenece: desde aquí hasta allá —se ríe mientras balancea su brazo de un extremo a otro—. Pero para más seguridad, toque ahí».
El índice de la vecina de la colonia La Era señala una casa: la única de tres pisos, estilizados balcones de piedra y un elevado árbol verde entre la gris desolación. Rebosa cemento esta calle del oriente capitalino, avasallado por peseros, refaccionarias y tropas de puestos ambulantes de la Línea 8 del metro.
La fachada triangular, sostenida por cinco columnas, quizás inspiradas en el Partenón ateniense, ha sufrido el ultraje de grafitis negros.
Encajado en un muro exterior, un viejo y enorme cartel vertical indica: «Médico General. Dentista. RX. Ortodon ia», sin la «c» que algún día se cayó.
La empleada doméstica me invita a la sala de la casa de Elías Mejía Avante, el Doc, bajista, médico y líder de Los Ángeles Azules, desde hace cuarenta y cinco años el más grande grupo de cumbia que haya existido en el DF. «Espérelo, por favor», me pide.
En minutos, sus hermanos, miembros base de la banda, se juntarán aquí para trasladarse juntos al popular festival de rock Vive Latino: llegarán el arquitecto Jorge (acordeón), los abogados Alfredo (piano) y Pepe (percusiones), y las dentistas Lupita (güiro) y Cristina (guacharaca).
CONTINUAR LEYENDOSentado en un mullido sillón con carpetitas bordadas de los colores patrios y bajo una enorme lámpara de cristal rosáceo, miro a mi alrededor: hay un par de imágenes de la Virgen de Guadalupe, un cuadro monumental en yeso de La última cena, dos angelitos de porcelana envueltos en bolsas de plástico sobre una barra en la que reposa una botella de Mezcal del Corazón, una tele cúbica en la que se apoya una escultura de madera africana de portentosas caderas, figuritas de cerámica (un niño que saborea un helado, otro que carga una canasta de frutas), espejos y un adorno luminoso de un arrecife en el que un delfín juega con varios peces de colores.
En un sitio protagónico de la sala, sobre el radiante piso de azulejos, reposa un gran refrigerador Samsung.
Escucho los taconazos enérgicos en punto de las 4 pm. El Doc, impecable, de camisa Polo blanca a rayas rojas, perfumado, afeitado y Nextel en mano, baja tomándose del barandal de madera tallada y sonríe: «Esto no es cualquier cosa —me aclara—: para Los Ángeles Azules el Vive Latino es una prueba».
SON PURO RUIDO
Doña Martha Avante no quería que el destino de sus hijos fuera el mismo que el de la gente de su barrio: el desempleo. En su casa de San Lucas, en Iztapalapa, no había modo de que la tornamesa estuviera apagada: podían oírse la Sonora Santanera, Carlos Campos y su Danzonera o cualquier LP de ritmos costeños. Por eso, hacia 1976, tuvo que pensar en cómo pagar las carreras universitarias de sus ocho hijos. Habitante de una zona del DF adicta al baile, lo primero que se le ocurrió fue formar un grupo para que «hueseara» en fiestas privadas. Aunque ninguno de sus muchachos tenía nociones de música, consiguió un órgano, un acordeón, una guitarra, tarolas y güiro. Sus hijos volvían de estudiar, comían y lanzaba un grito: «¡A ensayar!». Poco a poco fueron tomando forma Los Ángeles Azules.
«Como éramos líricos y no leíamos partituras, ella nos ponía discos para repetirlos. Lo hacíamos, pero con nuestro estilo: jamás tocamos igual que nadie», explica Jorge, el compositor de los grandes hits de la agrupación.
En aquel patio, mientras ellos ensayaban, daban vueltas los LP de Rigo Tovar y Mike Laure, así como de Acapulco Tropical —creadores del éxito «Cangrejito playero»—, un grupo que desataba burlas por las letras de sus canciones pero que atraía masas lo mismo en pueblitos que en grandes ciudades.
«Sacábamos la batería chiquita y practicábamos bajo el solecito», dice el Doc.
Aunque empezaron a dominar canciones para fiestas, la capacidad de Los Ángeles Azules fue cuestionada. «En eventos de la zona —añade el Doc—, llegué a escuchar: «¡Son puro ruido, se oyen horrible, cómo se atreven!».
Sin embargo, para 1981, todos esos covers habían mutado en piezas propias, sencillas pero con identidad. Así, Discos Dancing les ofreció ese año grabar su primer disco, que incluyó la «Cumbia del negrito cumbiambero», un tema que despertó simpatía.
Con los años, el grupo se consolidó en las cumbias romántica e instrumental, y las giras en el país, sin ser estruendosas, eran frecuentes. Martha, la mamá, ya era, a la vez, líder del grupo y escudo antitentaciones.
—¿Cómo hacían con las fans? —le pregunto al Doc.
—El grupo es familiar. Bajamos del escenario, damos autógrafos, besos y apapachos. Llega el autobús y se cierra con las fans abajo. Mi mamá prohíbe subir mujeres o andar jarras. Sabe que el músico es borrachín y que por el vino varias agrupaciones se han perdido. Hasta hoy tenemos freno de mano doble.
EL ESPÍA
Camilo Lara, un estudiante de secundaria, escuchaba desde su casa las consolas que estremecían por las noches a San Andrés, barrio popular al sur de la ciudad, y salía a la calle sigiloso. Caminaba y se instalaba en una esquina que lo hiciera más o menos invisible para espiar a las multitudes que llegaban a Coyoacán para agarrar sus cinturas y agitar las caderas a ritmo de cumbia. Octubre, con las fiestas patronales, era el mes de Polymarchs, La Changa o algún otro sonidero.
Y entonces la colonia se volvía el imperio de su música y sus infinitos saludos con voces fantasmales: «Iniciamos este bonito programa musical y saludamos a la famosa Normiuuuuux, que nos pidió la ‘Cumbia del pingüino chinooo'».
Transmitieran o no en la radio sus canciones, Los Ángeles Azules y los demás cumbiamberos sabían que los sonideros eran sacrificados promotores que llevaban su música a casi cualquier colonia, desde Cuajimalpa, en el extremo poniente, hasta Iztapalapa. «Iba a ver a los sonideros con una postura nerd. Nunca bailaba, pero ahí me quedaba porque me daban mucha curiosidad», acepta Camilo, fundador del Instituto Mexicano del Sonido, un proyecto que fusiona música electrónica con canciones populares mexicanas.
Visitaba tiendas y compraba viniles de ese género nacido en Colombia, pero que México enriquecía con un romanticismo franco y silvestre, con letras como «Estamos en lugar prohibido / en busca de experimentar / donde se hace el pecado del amor / y el tiempo nos hace esperar». «De niño —aclara—, en mi cuarto oía rock electrónico tipo movimiento Madchester, en la sala, música clásica, y en la cocina cumbia». Para los noventa, ya de adolescente, componía con sintetizadores y Pro Tools. «Y entonces el DNA de la cumbia me traicionó: quería sonar a [la banda alemana] Kraftwerk, pero terminaba sonando a Los Ángeles Azules».
Para 2001, bajo su sello Suave Records buscó a Los Ángeles Azules. Quería que apoyaran a Julieta Venegas en un cover de «El listón de tu pelo» para que fuera parte del soundtrack de la cinta Asesino en serio, una comedia negra mexicana de 2002. Desde entonces sintió que los hermanos de Iztapalapa tenían potencial para experimentar junto a personajes del rock y pop. «Todos crecimos con Los Ángeles Azules —dice—: han sido el grupo que define el sonido del DF, la referencia de la cumbia chilanga».
Años después, como director de EMI Music México, les planteó a los músicos ese proyecto. No se concretó, pero ya se había sembrado una idea que en cualquier instante podía germinar.
TODOS TE ROBAN
La banda de música grupera Los Bukis era un fenómeno incontenible: no existía fuerza superior que al iniciar los noventa detuviera la convocatoria de los michoacanos. Pero Marco Antonio Solís y sus músicos bañaban en los bailes con algo de su fortuna a los grupos que hacían de sus teloneros y que después podían presumirlo.
La puerta sonó en casa de los Mejía Avante, en San Lucas Iztapalapa, uno de aquellos días. Un empresario los sacudió con una oferta: «Quiero que abran el baile de Los Bukis», les dijo. El concierto sería en Texcoco, sede de la famosa feria ganadera en cuyos palenques actúan los más célebres grupos populares.
Aunque el Doc y sus hermanos ya tenían siete discos, y piezas como «La chinita cumbiambera» ya alegraban los bailes, aceptaron una paga vergonzosa. A cambio, podía ser única la experiencia de tocar con Los Bukis, que entonces encogían los corazones de millones con «Después de un adiós». Dieron al empresario un sí emocionado e iniciaron los ensayos para el gran día.
Semanas después, Los Ángeles llegaron a un descampado mexiquense del municipio de Texcoco, a cuarenta y cinco minutos del centro de la ciudad de México, colocaron sus bocinitas y se arrancaron. Tocaron una cumbia, y otra y otra, y así se siguieron hasta que el público, molesto, empezó a reclamar a gritos la presencia de Los Bukis. Pepe, angustiado, preguntó al empresario qué hacer.
—Ustedes tóquenle, tóquenle —le respondió.
—Pero la gente ya está chiflando.
—Tocan hasta que yo les diga.
Al rato, cuando la presión de los miles fue incontenible, Los Bukis bajaron de sus tráilers, instalaron su magnífico equipo e hicieron sonar su arte.
El empresario, sin embargo, pidió a Los Ángeles permanecer en su camioneta por si se ofrecía algo. Ahí dentro, el sueño, el frío y el cansancio los fueron venciendo. «Hasta mis hermanas durmieron en la camioneta tiradas sobre colchones», recuerda Pepe. Un par de horas después, el empresario abrió el vehículo y vociferó: «Órale, ya terminaron Los Bukis. A tocar».
Pasada la medianoche, con el público sometido por el tequila, los de Iztapalapa subieron al templete y siguieron tocando. Avanzó la madrugada y continuaban con su música, aunque el repertorio ya se repetía.
Cerca del amanecer, Pepe no pudo más.
—¡Señor, ya sólo le estamos tocando a esos tres borrachos de ahí!
—Pues hasta que se vaya el último, porque todavía están consumiendo, amigo.
Con el sol a buena altura sobre el oriente del Valle de México, el último asistente partió, y el empresario abrió la cartera. «De la nada que nos tocaba, decidió darnos la mitad», recuerda Pepe.
—Señor, ¿de qué se trata? Abrimos el baile, son las 7 am y aquí seguimos —le dijo.
—Mira todas esas bardas donde escribí el nombre de tu grupo. En total son quinientas. Cuestan y yo las pagué. Antes di que no te pido que me pagues. Gracias a mí la gente sabe quiénes son Los Ángeles Azules.
«Han pasado veinte años —le digo—. ¿Qué piensas?». «Que en la música todos te roban —responde—: el productor, el empresario, el programador de la radio. Todos se aprovechan y no te dejan nada. Es para ponerte a llorar».
DEL PRIMERO NADIE NOS QUITA
El teléfono sonó una tarde de 1992.
—¿Cuánto cobran para ir a Monclova? —preguntó un empresario.
—Ah, cabrón, ¿dónde queda eso? —respondió Pepe.
—Adelante de Monterrey.
«No teníamos idea cuánto cobrar, pero le dijimos secientos», relata el percusionista. «OK —respondió el hombre—, se los mando: no pueden echarse atrás».
Los Ángeles Azules rentaron un camión repartidor de verduras y enfilaron por la carretera.
Por esas horas, Monclova, ciudad del norte del país, estaba recibiendo en su Feria del Disco a José Antonio Sánchez, director de Ventas en el DF de la empresa Disa, que ha representado a grupos tan importantes como Los Temerarios. «Decías: ‘Disa’, y ¡cuidado!, debías persignarte. A esa compañía, la número uno de cumbia en México, nada le hacía sombra», recuerda Pepe.
El directivo de Disa tenía una obsesión: acudir a tianguis de todo el país —como la Pulga Mitras de Monterrey o Tepito en el DF— para hurgar LP y casetes polvorientos que le permitieran descubrir talentos ocultos. En esos recorridos se topó con un muy buen grupo instrumental: Los Ángeles Azules, cuyos temas, como «La cumbia de las chispitas», eran rápidos y pegajosos.
Ya en Monclova, Sánchez leyó en el cartel del evento: «Los Ángeles Azules». Sorprendido fue con el programador:
—¿Conoces a Los Ángeles Azules?
—Sólo sé que aquí son un trancazo y que tocan mañana.
Al concluir el concierto de esa noche, el directivo de Disa se les acercó: «Quiero que graben un disco. Ya lo autorizó el dueño de Disa, Domingo Chávez». Semanas más tarde, Los Ángeles grabaron aquel LP. A punto de iniciar la etapa de giras y promoción, Chávez murió. Su hijo y heredero, Domingo chico, no quiso saber nada: «No me interesan», les dijo. «Pero ya habíamos arreglado con tu papá», le contestaron. «Lo siento», se sinceró el empresario.
José Antonio reunió al grupo y lo serenó: «El disco ya está grabado e incluso sin promoción tarde o temprano saldrá. Disa tiene ciento cincuenta grupos. Cuando nos transmita la radio iremos por el lugar ciento cincuenta y luego por el ciento cuarenta y nueve. Vamos a quitar grupos: uno, otro, otro. Al llegar al diez que se cuiden: del primer lugar nadie nos quita. Los esperan las mejores aerolíneas y hoteles; cambiarán de modelito de camioneta. Hasta los perros sabrán quiénes son Los Ángeles Azules».
VIENEN A VER A LOS ÁNGELES AZULES
Apretujado al fondo de una Chevrolet Express polarizada, Pepe, el percusionista, me ve asomarme por la puerta la tarde del 16 de marzo pasado: «¿Nos vas a hacer el paro? Nos falta un trompetista», se carcajea. Los acicalados Mejía Avante desparraman en la camioneta un profundo aroma a jabón. Hace siete horas que volvieron de Ciudad Valles, en el centro-norte del país, donde coronaron la Feria de la Huasteca Potosina. «Terminé bien cansado. Estuve duerme y duerme», dice Pepe. Aunque la ida y vuelta en carretera duró veintidós horas, no hay margen para más reposo: el chofer ya arranca rumbo al Vive Latino. Los escolta un segundo vehículo con los cantantes, trompetistas y trombonistas del grupo, casi todos llegados de Texcoco y Neza.
«Te vas por Eje 6», pide Cristina. «Mejor por Eje 5, por Marina y Río Frío», corrige el Doc. Aún faltan cuatro horas para subir al escenario, pero el tráfico los tensa. Jorge, de chamarra de peluche blanco, en el asiento del fondo, abre su maletita y saca su metrónomo nuevo, lo enciende y se lo muestra a su hermano mayor, Alfredo. Serio, escucha cómo Jorge le canta «pa para pa ram pa ra ram» —la intro de «Cómo te voy a olvidar»— y agita la cabeza.
—¿Así que usted es abogado? —cuestiono a Alfredo.
—Así es —me dice escueto el hombre de gabardina negra y se calla, como para que durante el juicio nada sea usado en su contra.
—¿Y qué tal? —insisto.
—Me especializo en juicio oral para adolescentes dentro de la Agencia de Procesos de Justicia para Adolescentes —explica preciso.
—Profesiones diferentes, música y derecho…
—Un contraste —confirma—: abogacía y música.
Mejor me callo. Pero a los treinta segundos me mira y rompe el silencio: «La música es muy celosa». «Claro», asiento, y nos volvemos a callar.
Al pasar junto a los destrozados juegos infantiles del camellón de Anillo Periférico, el Doc exclama desde el asiento de enfrente: «Jorge, ¿la figura final de [el tema] ‘Diecisiete años’ cómo va?». «Ta ta ta tan pom pom pom y ahí empieza el solista: rum rum rum rum pom pa pa pa pam pa pa», le contesta.
—¿Entendiste? —pregunta el Doc a su hermana Cristina, que lo ve confundida: «Hace Alfredo la figura del acordeón con la muchacha —le explica—, entra el tecladito vidividí cinco veces y pipipipipí y termina con ¡Cum-bia!».
El tráfico de Río Churubusco y montones de jóvenes que avanzan van frenando a la camioneta. Una pareja de darketos, forrados de negro y con piercings en la cara, caminan de la mano. el Doc se les queda viendo extrañado: «Tengo sospechas de que éstos vienen a ver a Los Ángeles Azules», dice con una sonrisita pícara.
Un guardia abre un portón. Los Ángeles Azules ya están en el Foro Sol.
NO METIMOS UN ÉXITO MÁS
La vida de vértigo, ovaciones, fans, elogios y entrevistas tuvo una larga crisis que casi deja a Los Ángeles en la lona.
Las radios que fueron su plataforma en los noventa, en los dos mil cambiaron de camiseta. La Z, la Ke Buena, La Sabrosita y otras emisoras percibieron que la fuerza de venta de la música norteña, en especial el pasito duranguense, era una naranja a la que se podía exprimir mucho más jugo que a la cumbia. Los Ángeles Azules, que años atrás habían arrasado con «Ay amor», «Mi niña mujer» o «Entrega de amor» —canciones indiscutibles de casi cualquier emisora—, se quedaron impávidos ante las nuevas rutas de los empresarios radiales.
«Les pedíamos meter un tema y nos decían: ‘Está K-Paz de la Sierra, está Montéz de Durango’. Los espacios se cerraron y para tener un éxito debes sonar en la radio a cada rato. No pudimos meter un éxito más», relata el Doc.
También Disa, compañía disquera con la que habían formado una mancuerna de oro, optó por relegarlos y priorizar los ritmos norteños.
El grupo buscó salidas desesperadas: se abrieron al mercado de Estados Unidos y Centro y Sudamérica, cuyas radios sí los pasaban, e intensificaron su actuación en bailes populares. Y aunque ahí la cumbia seguía siendo imprescindible, sin radio era difícil vender discos.
Poco a poco, la llama de Los Ángeles se iba extinguiendo.
LLAVES DE LA CIUDAD
En la autopista a Toluca, hace cerca de un año, Pepe viajaba a un evento en el autobús con el grupo. Puestos sus ojos en el exterior, vio un espectacular con un logo que decía «OCESA». «¿Qué sabes de ellos?», preguntó a Erick, uno de los vocalistas. «Que son un monstruo», contestó, en referencia a la compañía quizá más poderosa en conciertos y espectáculos en México.
Angustiado por el boicot radial, al regresar a su casa «googleó» aquel nombre y marcó el teléfono. «Soy Pepe Mejía Avante, de Los Ángeles Azules —dijo sin preámbulos a la desconocida que lo atendió—. Estamos buscando representación». «Espere un momento», le respondieron. Pepe se quedó con el auricular un largo rato sobre la oreja y estuvo a punto de colgar. Al fin lo atendió Mónica, una chica que resultó ser una ex compañera de Disa. La secretaria se levantó, caminó a la oficina de su jefe y le dijo: «Quieren una cita con usted Los Ángeles Azules». Alex Mizrahi, director de la agencia de representación Ocesa Seitrack, respondió: «Dáselas».
Días después, Los Ángeles llegaron a la junta, el directivo los saludó y frontal les dijo: «Me interesan por tres razones: el nombre que tiene el grupo, sus éxitos y que llegan a todas las clases sociales».
Mizrahi sabía de los planes que Camilo Lara había tenido con ellos y lo llamó. Con los éxitos de la banda, Camilo ideó trece duetos y contactó a figuras para que eligieran un tema y lo grabaran. Entre otros, Saúl Hernández, Carla Morrison, Vicentico y Ximena Sariñana, a quien le dijeron: «Mete tu estilo como quieras». Ella eligió «Mis sentimientos», pieza con toques de cumbia colombiana.
—¿En tu vida qué te ha vinculado a la cumbia? —le pregunto a Ximena.
—No fui de escuchar cumbia. Pero a los trece años me sabía de memoria «Diecisiete años» y «Cómo te voy a olvidar». Las cantábamos y bailábamos con mis amigas. Cuando me invitaron al disco fue: «Güey, ¡tengo que estar! Sus canciones tienen personalidad, humor y narran historias muy visuales. ¡‘Diecisiete años’ es un clásico [se ríe]!».
Camilo pidió a Los Ángeles que hicieran nuevas grabaciones de cada uno de esos temas clásicos. Y luego envió todo el material a Toy Selectah —quizás el máximo innovador de cumbia digital en México— para que ese DJ y productor regio lo mezclara «y enloqueciera».
—La cumbia ha sido mal vista socialmente —lamenta Camilo—. ‘¿Oyes cumbia? Eres naquito’. Es tristísimo: en todas las fiestas terminas bailando cumbia, es parte de nuestra espina dorsal. Mucha gente, por prejuicios y miedo a sus placeres culpables, no admite que la cumbia es buena.
—Y estarán los otros: los ortodoxos de la cumbia clásica que no acepten esto.
—Los puristas de la cumbia brincarán. Pero es un disco para que generaciones ajenas a la cumbia dimensionen a los increíbles Ángeles Azules. Verás que un día les van a dar las llaves de la ciudad.
LES VOY A CONSTRUIR UNA CASA
Querían oírse en las radios, pero en los noventa sin dinero era imposible.
«Hablábamos con un programador para que pusiera un tema y nos decía,: ‘¿Qué onda, carnales, lo arreglamos en un restaurante?’. Íbamos sin un peso —recuerda Pepe— y el programador ya estaba extendido en la mesa y había pedido de comer. ‘¿Qué hay que hacer?’, le decíamos. ‘Sencillo, paga tu cooperación’. Y también pagábamos su cuenta. Y a la otra semana, lo mismo».
Había pasado un año desde que el disco Entrega de amor se había grabado. Los Ángeles, desairados por Domingo chico, nuevo director de Disa, carecían de datos sobre las ventas y vivían muy mal.
Pepe habitaba una casa de madera en el barrio de Santa Cruz de Iztapalapa. Durante las lluvias, para que el fango de la calle de terracería no entrara, encajaba periódicos en los filos de la puerta. «En una misma cama dormíamos mis dos niños, en medio de ellos mi esposa y yo, y entre nosotros mi hijita Miriam en un moisés».
Fue cuando Patricia Chávez, copropietaria de Disa, sin dar explicaciones citó a Los Ángeles en un restaurante. Pensaron que quizá les daría su carta de retiro y el vínculo finalizaría. Antes de ir, Martha, madre de los Mejía Avante, los reunió: «Por favor, les ruego que no pidan nada en la mesa. No demuestren su hambre, aguántensela». Los Ángeles Azules se subieron ese día de 1995 a su camioneta y se trasladaron hasta la avenida más turística y glamurosa de la ciudad, el Paseo de la Reforma.
Inquietos, ingresaron al fantástico restaurante Lepanto del Hotel Sevilla Palace. El capitán les dijo: «Pasen, está hecha su reservación» y los llevó a su mesa, entre candelabros y muros de caoba. Los invitó a sentarse en las sillas de diseño decimonónico. Martha miró seria a sus hijos y reafirmó murmurando: «No piden nada». El mesero se acercó: «¿Gustan algo?». Silencio.
A los minutos llegó Patricia. «Buenas tardes, muchachos. ¿Ya pidieron? Aquí está la carta». Aunque contestaron en coro: «Gracias, ahorita no», Pepe no se contuvo. Ante la mirada lacerante de su madre, tomó la carta y le echó un ojo: «Mi tripa hacía ‘grrr’ y yo pensaba ‘esto es todo lo que yo necesito’. Dios mío, todo lo que había en esa carta. Pero dije: un refresquito».
Patricia acortó el protocolo: «Muchachos, si no comen, al negocio: son un trancazo, están vendiendo como locos. Sé que viven mal y les voy a construir su casa. Sólo tienen que firmarme este contrato», y les extendió un papel.
«Mi actitud fue, Paty, ¿dónde le firmo?», acepta Pepe.
Durante la entrevista que me da en Ocesa, Pepe se toma la cara y no logra contener el llanto. «Cuando nos dijo: ‘Les voy a construir una casa’, cambió mi mundo: al fin íbamos a dejar esa cabaña que se estaba quebrando y donde había nacido mi hija. ¿Me entiendes?».
TODO SE IBA OSCURECIENDO
Tendido en su cama, solo en su cuarto de Iztapalapa, Jorge llevaba horas componiendo canciones. Como siempre, para que la inspiración no se escabullera prendía una pequeña grabadora de casete, apretaba record y cantaba las primeras estrofas que llegaban a su mente. De pronto, aquel día de mediados de los noventa su boca pronunció: «Si en una rosa estas tú / si en cada respirar estas tú / cómo te voy a olvidar / cómo te voy a olvidar».
«Sin pluma ni papel, ‘Cómo te voy a olvidar’ la grabé sobre mi cama». Cuando al cabo de unos minutos terminó la letra, se sentó en su viejo piano acústico de pared Yamaha con las teclas flojas de tanto uso, y su mano derecha probó un arpegio en si menor (si re fa# si la sol# fa# re si). Al rato, el músico de veintiséis años había dejado lista una entrada instrumental que imaginó ideal para la fuerza de su acordeón, y que daba paso al «amor, amor, amor…».
«La escribí en la tarde-noche —explica Jorge—. Muy bonito, todo se iba oscureciendo. Con ese atardecer mi alma sentía serenidad».
—¿En algún momento ese día supusiste todo lo que causaría esa canción?
—En esa época yo les insistía a mis hermanos: «Tenemos un estilo diferente: sabroso, rico, guapachoso, bailable, alegre. Un ritmo que entra». Pero no imaginé que ese tema llegara a todos los países de América.
—La letra es dura. ¿Vivías un amor doloroso?
—La mujer que quieres no te quiere y ella quiere a otra persona. El amor no correspondido ha marcado mi música. Quería a alguien y llegué tarde.
Para el disco que Disa y Los Ángeles Azules preparaban en 1995 estaban ya definidas las diez canciones. A días de viajar a Monterrey para grabar en el estudio, Pepe y el Doc pidieron a Jorge que tocara todos los temas para analizarlos en calma. Cuando acabó, sentían que algo faltaba.
—¿Y si metemos esa otra canción, la que empieza con tu acordeoncito de ‘parapapá/paraparara? —le propuso el Doc.
—No, ése todavía no. No da.
—Ese tema está bueno: se oye mejor que otros —le insistió.
«Pepe y yo —recuerda el Doc— teníamos el gusanito de que ése era el bueno. Lo presionamos tanto que aceptó con la condición de que lo practicáramos todos». Jorge exigió ensayarlo a marchas forzadas, incluso el mismo día que volaban a Monterrey. Antes de subir al avión, había tomado una decisión: eliminar el tema «Nacido para amarte» e incluir «Cómo te voy a olvidar».
Ninguna otra decisión en la historia de Los Ángeles Azules fue tan afortunada.
El éxito radial y en ventas se reflejó en giras que hacían delirar a plazas de Estados Unidos, Bolivia, Paraguay y, sobre todo, Argentina, donde hasta hoy pueden llevar veinte mil personas. «En Argentina andamos a ciento ochenta kilómetros por hora de un concierto a otro para llegar. Y si vieras las filas de mujeres. Qué mujeres. Así como aman el futbol aman a Los Ángeles», dice Pepe.
La banda también ha recorrido cada átomo del territorio mexicano. En el autobús, Alfredo, el abogado, lee sus expedientes. Elías, líder del grupo, habla en celular para cerrar acuerdos. Lupita y Cristina platican bajito en la parte del frente. Pepe, corazón de la banda, bromista y cábula, hace más tolerables los larguísimos viajes. Y Jorge, director musical, compra tortas para que el grupo coma durante los traslados, y además compone.
«A todas horas y en cualquier lugar compongo. Por ejemplo, ahorita —me dice en la sesión de fotos para la revista— antes que me maquillaran me senté e hice una canción». Saca una hoja escrita con pluma azul y leo: «Cómo es el amor tan bonito grande tan dulce y tan generoso / me siento bien amándote / entregándome todito completo».
AMOR, AMOR, AMOR
En la puerta del camerino, un papel indica «Los Ángeles Azules 16:50 – 22:30». A los muros, la alfombra y el mobiliario negro apenas lo ilumina una lámpara blanca. El grupo baja de la camioneta, camina atrás del escenario del Estadio Palillo Martínez y entra. Cristina y Lupita se sientan y como estatuas dejan que las peinadoras sumerjan sus manos en sus cabelleras densas.
Pepe va y viene, como enjaulado, frena y me dice: «Hace poco no estábamos arriba ni abajo, y mira ahora: ¡boom!». El Doc, fuera del camerino, exclama al aire: «¿Con quién podríamos ver el repertorio?». Un organizador le entrega una hoja con seis canciones y él anota un par de ajustes.
Pepe vuelve: «Vente», me pide. Caminamos treinta metros, subimos una escalera y nos paramos en una terraza junto al escenario. Agarrado del barandal, observa la cancha poblada por unas cien personas, los grupitos de jóvenes que desde el fondo se aproximan y a un chavo que abraza, besa y carga a una adolescente de pelo azul y mallas negras.
Abajo, una trompeta suena sin parar: Irving Sánchez, de veinte años, calibra su ejecución mientras a unos metros Jorge acciona su metrónomo y mueve el fuelle de su acordeón Hohner y entrecierra los ojos. Ahora se levanta y se acerca a Erick de la Peña, la voz principal, que frente a él canta: «Veo que te sueltas el pelo mirándote al espejo / mirándote a los ojos». «¡Baja, sube!», le ordena a su pupilo para que matice su voz. Acaban y me acerco a Erick: «¿Qué te pedía?». «Que sea capaz de transmitir cosas a la gente», responde.
—¿Lo consigues?
—A veces canto y hay gente en un mar de lagrimas: es porque están recordando. Sobre el escenario se me hace un nudo en la garganta.
«¡Llegó el vestuario!», grita alguien, y entra al camerino un carrito con catorce elegantísimos trajes negros con flores rojas estampadas en la espalda. Los músicos cierran la puerta para cambiarse. A los cinco minutos, Pepe sale en porte galán y exclama: «Feo no soy, lo que pasa es que no tenía ropa».
Faltan minutos para la presentación. El Doc sonríe, se muerde los labios, toma agua y se acerca a Camilo Lara: «Las reacciones bioquímicas que se conjuguen hoy pueden generar una reacción tremenda —le dice—. Esas reacciones neurológicas en conjunción, ¿qué te dan? Una reacción del sistema nervioso». El Doc le habla como un verdadero «doc» y Camilo ríe.
«¡Hola, hola!», irrumpe en el camerino Ximena Sariñana, que hará uno de los dúos. De faldita gris ceñida en su figura, reparte besos. «Uy, uy, uy, qué elegancia», le dice sonriente al Doc, que apenado se ajusta el moñito rojo sobre su camisa. «Precioso moñito», agrega ella. «Nooo, por favor —revira él ruborizado—. La elegancia es toda tuya».
Ha llegado la hora. Los veinte músicos se juntan para una foto y lanzan una porra: «¡Uno, dos, tres, cumbia!».
Hay sonrisas tensas, manos que se frotan, grititos nerviosos, trombones y trompetas que alargan el calentamiento. El grupo camina en comitiva y se dispone a subir una rampa. Pepe da un giro: «Ahorita te veo, primero Dios», me dice ansioso y me da un abrazo.
Un manto de miles de jóvenes es iluminado por luces blancas frente a Los Ángeles Azules que ya pisan el escenario y hacen un silencio: Jorge mira al público, voltea a ver a sus músicos y con la cabeza da una señal.
Ahora sí, ya suena el si re fa# de su acordeón. El mismo arpegio en si menor que hace cerca de veinte años imaginó recostado en su cama, hace que la multitud se convierta en una sola voz y cante, una vez más: «Amor, amor, amor». \\
*Este reportaje se publicó originalmente en mayo de 2013 en el número 141 de Gatopardo
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