El tifón blanco
Así funciona la mafia colombiana en China
Guangzhou es la ciudad de China continental donde está la mayor cantidad de colombianos vinculados a las mafias. Este puerto fluvial de comerciantes, donde se libró la primera guerra por drogas de la historia, es uno de los principales puntos de entrada de cocaína, “mulas” y prostitutas. Los riesgos para los delincuentes extranjeros, sin embargo, son mucho más altos que en la mayoría de otros países. Las mafias de Colombia en China son organizaciones dinámicas que están incursionando en modalidades nuevas para el tráfico de estupefacientes.
“Le debo hacer una advertencia: la policía está revisando mucho las habitaciones últimamente”, escribió en inglés precario el representante de Moonshine Apartments, un hotel en Guangzhou de 45 dólares la noche. Yo hacía la reserva por WeChat, la principal red social china. “Es posible que en algún momento durante su estadía lo llame para que salga del hotel. Una vez fuera, debe esperar hasta que lo vuelva a llamar y sólo entonces usted podrá regresar”. Finalmente, como para suavizar el mensaje, añadió: “Puede que la policía revise o que no revise”. Pregunté por qué las requisas. “Para inspeccionar si hay drogas o cosas así”, dijo.
Cada vez que viajo a Guangzhou, la tercera ciudad más grande de China y su capital comercial, vuelvo sobre los orígenes de esa histórica pantomima que es la lucha contra las drogas. El tráfico de narcóticos se inventó en China, al igual que el papel, los fideos, la pólvora, la brújula, la sombrilla, la porcelana, los billetes, los estribos, el cepillo de dientes, los exámenes de aptitud, la imprenta de tipos móviles, en fin. A su honor, sin embargo, no fueron los chinos quienes lo practicaron sino los británicos —irónicamente, los ancestros o parientes quizás no tan lejanos de quienes luego crearon a la DEA—, y desde entonces fue tan rentable que la reina Victoria hizo la guerra para proteger los intereses de sus capos.
De hecho fueron dos guerras: la Primera y la Segunda Guerra del Opio (1839 y 1856). Los chinos las perdieron ambas. Sus cañonazos iniciales estallaron en Guangzhou, o Cantón, el único lugar donde, durante la primera mitad del siglo XIX, se les permitió establecerse a los comerciantes británicos, los “bárbaros pelirrojos” que algunos artistas chinos representaban como orangutanes de alientos fétidos. El opio fue la solución de la corona al desequilibrio comercial con China, pues el imperio de oriente no quería nada más de los británicos que plata tonante y sonante, mientras éstos cargaban a tope las bodegas de sus navíos con aquellos superfluos elementos que fueron la esencia de la burguesía victoriana: té, porcelana y seda.
“¿Por qué?”, preguntaron los funcionarios chinos a Henry Pottinger, el comandante de las tropas británicas, después de firmar el primer tratado de capitulación y de aceptar no combatir el narcotráfico, “¿por qué los británicos permiten que se cultive tan injustamente la amapola en India para luego traficar opio a China, donde es ilegal?”.
CONTINUAR LEYENDO“El problema del opio en China”, explicó Pottinger, “no tiene nada que ver con Inglaterra y todo que ver con la debilidad de los chinos por la droga. Si su gente es virtuosa, desistirá de su consumo, y si sus funcionarios fueran incorruptibles y siguieran sus órdenes, sería imposible que el opio entrara a su país”.
Me instalé en mi habitación amplia del piso once de Moonshine Apartments, con suelo de baldosa y un decorado kitsch. Todo en blanco, beige y marrón. Desde la puerta de la habitación la caricatura naif de un policía extendiendo la mano me notificaba en caracteres chinos:
NO DROGAS. NO PROSTITUCIÓN. NO JUEGO DE APUESTAS.
La derrota de China en las guerras del opio quebró la espina dorsal del imperio Qing, su última dinastía. Desde entonces su historia giró en una secuencia rítmica de revoluciones con lapsos de casi medio siglo. En 1911, el imperio fue derrocado por un movimiento republicano que en 1949, a su vez, fue derrocado por un movimiento comunista. A partir de los años ochenta, el partido comunista introdujo reformas para crear una sociedad de consumo que, entre otros innumerables productos del mercado globalizado, ahora también consume cocaína. Sobre todo la compran los extranjeros y los jóvenes adinerados chinos que gustan de las emociones extremas, de romper tabúes. Los consumidores y sus motivos no son muy distintos a cualquier otro lugar del mundo. Tampoco su precio. Según la policía colombiana, un kilo de cocaína en China cuesta 135 000 dólares, y el gramo se vende a un precio que oscila entre los 150 y 300 dólares. Si se camina a altas horas de la noche en los callejones cercanos a las discotecas de las grandes ciudades, no es raro ser abordado por algún joven africano, por lo general nigeriano, que hace de dealer callejero y ofrece sus productos en inglés. Desconozco su calidad. Tener la posesión de un gramo de cocaína puede acarrear una condena de al menos seis meses de prisión. Los culpables de consumir drogas, en especial si son extranjeros o figuras públicas, deben como parte de su castigo expresar su profundo arrepentimiento y pedir perdón a la sociedad en cadena televisiva nacional.
La antipatía a las drogas por parte del Estado ha sido un punto de honor histórico —o una hipocresía más para la lista, pues los comunistas también financiaron a sus ejércitos revolucionarios cultivando y vendiendo opio; un dato que en China, por supuesto, no se puede publicar—. Introducir drogas a China es una ofensa que cala hondo y recuerda a una época que se conoce como “El Siglo de la Humillación” a manos de los poderes extranjeros. Las sanciones por narcotráfico son draconianas: cadena perpetua, pena de muerte y en ocasiones de gran misericordia, décadas de cárcel. Aunque el rentable delito, sobra decirlo, no es ya el monopolio de los europeos.
Cada vez que visito Guangzhou vuelvo también sobre las incursiones transnacionales de la mafia colombiana y los escombros que deja a su paso.
Mi cita con Luz Myriam Medina, la madre y esposa de dos colombianos presos en China por tráfico de cocaína, fue en su complejo residencial, muy cercano a Moonshine Apartments. Tan sólo nos separaba uno de los canales de agua que dividen en un centenar de islas a esta húmeda ciudad del río de la Perla, una arteria industrial de China en cuyo delta hay once zonas metropolitanas colindantes, que juntas componen una megalópolis casi del tamaño de Suiza y la población de México. A cada extremo de su desembocadura hay dos ciudades globales: al oriente Hong Kong y al occidente Macao, el equivalente asiático de Las Vegas.
Tan pronto supo que sus familiares habían sido detenidos, Luz Myriam, una estilista de 63 años nativa de Pereira, dejó lo que tenía en Colombia —una hija y un hijo, nietos, un empleo—, para instalarse donde pudiese visitar a sus familiares presos una vez al mes, aunque sólo se le permita hacerlo durante quince minutos y sin poder tocarlos.
Me esperaba frente a la reja exterior de su conjunto. Saludó con un gesto impaciente e inclinó la mirada fruncida sobre la pantalla de su móvil. Tenía el cabello teñido de cobre, aún húmedo y cogido en una coleta. Sus ojos delataban insomnio y parecía arrepentida de haberme puesto la cita este día. Oprimió la pantalla del aparato con el dedo índice, acercó sus labios con carmín rosa y lanzó en voz afanada la advertencia: “Cuidado que por aquí anda la policía. No vayan a salir. No vayan a salir”.
Se volvió hacia mí. Su corpulencia y energía contrastaban con las líneas de angustia que surcaban su rostro.
“Ay, Dios, qué problema. Hágame un favor, asómese por allí a ver si está la policía”. Señaló hacia el final de una acera de ladrillos grises y naranja, con palmeras y arbustos a lado y lado, que era exclusiva para el conjunto de dos edificios con más de treinta pisos donde vivía Luz Myriam. En su vecindario había ocho conjuntos iguales a éste. La arquitectura en China es así: en serie. Repetida dentro de cada ciudad y de una a la siguiente, como si todos los arquitectos del país diseñaran a partir de un
mismo libro de recetas. No eran edificios feos, pero padecían de una desidia, una ausencia de atención al detalle, que es la estocada mortal a la estética de la China cotidiana. Las losas rotas no se reemplazaban, en lugar de un recibidor había un espacio vacío con cajas de cartón amontonadas en un rincón, las acequias y fuentes estaban secas, y se mantenían abiertas las puertas de los depósitos de basura a cada costado de la entrada principal. Me asomé por el borde del edificio. Nada. No había policía.
Éste habría debido ser un día sencillo: retratar una jornada de Luz Myriam, que vivía de preparar y vender almuerzos a domicilio en su barrio, mientras escribía cartas al gobierno de su país para lograr la repatriación de sus familiares presos.
La primera actividad del día era comprar los ingredientes, pero no lográbamos comenzar. Rebotábamos de una esquina a la otra como evadiendo a la “migra”. Pregunté por qué le preocupaba tanto la policía si ella tenía sus papeles en regla.
“No es por mí, es por los otros colombianos que están acá. Quiero advertirles para que no los cojan, porque muchos no tienen su permiso de residencia”, dijo sin mirarme, pendiente del teléfono. Se puso unos anteojos de pasta blanca para leer un mensaje de texto. Luego se los subió para acomodarlos de nuevo en la cabeza: “La policía ha sacado como al setenta u ochenta por ciento de los colombianos que vivían aquí en este barrio. Antes había muchísimos, pero de todos estos alrededores nos están sacando”.
Los extranjeros que pisan territorio chino deben registrarse con la policía. Los hoteles se encargan de este proceso en nombre de sus huéspedes, pero cuando alquilan un piso o se quedan en casas particulares, deben obtener un permiso de la estación de policía más cercana. Su porte es obligatorio y de no tenerlo se exponen a una multa que en Guangzhou es de 2 000 yuanes —unos 300 dólares—. La estación de Shichuanshe, el vecindario donde vive Luz Myriam, sencillamente dejó de otorgarles registros de residencia a los colombianos, principalmente. Las autoridades chinas no dan explicaciones del porqué y mucho menos conceden entrevistas sobre el tema.
“Eso me ha afectado, claro, porque eran mis clientes. Vendo menos. Antes me la pasaba de aquí para allá repartiendo almuerzos, de diez a quince diarios. Ahora si acaso son dos o tres”, se quejó. Limpió el sudor de su frente con un pañuelo.
Para ningún otro pueblo, con la posible excepción de los nigerianos y los rusos —y quizás más recientemente los mexicanos—, la criminalidad es un acorde esencial de su identidad. Eso no sólo tiene consecuencias prácticas obvias, como los problemas triviales y trascendentales con diversas autoridades de inmigración, sino una herida en ese componente de la identidad individual, casi siempre cursi y sentimental, que es el patriotismo. Como si fuera un mecanismo de compensación, el colombiano en el exterior es muy susceptible a ser lastimado en su orgullo nacionalista. Se comprende: ésta es su primera carta de presentación.
“Me gustaría que la próxima vez que vengas a Guangzhou me dejes mostrarte todo lo que hacemos los colombianos que no es narcotráfico y prostitución”, me dijeron en palabras más o menos similares casi todos los expatriados con quienes hablé durante la investigación de este reportaje, y que respondían con cierta molestia a mis preguntas sobre el tema. Ninguno quiso que su nombre apareciera, y a menudo, mientras tropezábamos en nuestras entrevistas por preguntas que a veces se hacían incómodas, recordaba el prefacio de Honrarás a tu padre, la obra maestra sobre la mafia de Nueva York escrita por Gay Talese. Este periodista americano, hijo de inmigrantes italianos, narra allí que su padre, un sastre con vergüenza de país a causa del cubrimiento que se hacía de sus compatriotas menos respetuosos de la ley, solía quejarse cuando Talese era niño: “¡La prensa exagera todo esto! Hará cualquier cosa para vender periódicos”.
Eran las nueve de la mañana en el barrio Shichuanshe. Los abuelos chinos paseaban a sus nietos en carritos de bebé y se sentaban a platicar en aceras amplias, bajo la sombra de árboles de hojas grandes. Nos azotaban casi cuarenta grados centígrados al sol, pero un viento fresco ocasionalmente aliviaba la viscosidad del calor y la humedad. Camino al mercado, Luz Myriam y yo pasamos una enorme sombrilla abierta frente a un almacén de móviles donde un joven anunciaba por altoparlante y sin pausa las promociones de último minuto. Giramos una esquina y nos topamos de frente con la furgoneta blanca y negra de la policía. Dos agentes conversaban y de vez en cuando ojeaban desinteresados a los transeúntes.
Nos vieron y caí en cuenta de que había dejado el pasaporte en el hotel. Luz Myriam envió un breve mensaje en el WeChat a sus compatriotas, advirtiéndoles sobre las coordenadas del camión. Mantuvimos el rumbo. Si me pedían mis papeles, probablemente me detendrían. Perdería el día o la mañana, en el mejor de los casos. En el peor, me pondrían la multa de 300 dólares y tendría que contactar al consulado desde una estación de policía. Mis ojos no buscaron a los agentes pero tampoco los evitaron en exceso. Los escuchaba hablar en cantonés con una voz que provenía de su radioteléfono y perdí confianza cuando de pronto callaron. Sus miradas me insolaron. Los teníamos allí, justo a nuestra derecha. Quería proyectar naturalidad pero mi cuerpo me pedía reaccionar, encogerse como lo haría de un inminente golpe. Los pasamos de largo. Les escuché conversar de nuevo y respiré aliviado.
El hijo y el esposo de Luz Myriam fueron detenidos el 9 de agosto de 2012. Pensé entonces que en su último instante de libertad sintieron algo similar a mi angustia, aunque ampliada a una escala abismal, por supuesto. “Nosotros creemos que a ellos ya los esperaba la policía en el aeropuerto”, dijo Luz Myriam. “Que alguien avisó para que los capturaran y pudieran usarlos como distracción para pasar un cargamento de droga más grande, porque cuando ya habían recogido las maletas y estaban haciendo la fila para la aduana, dos policías los señalaron de entre todas las demás personas, les quitaron los pasaportes y se los llevaron”.
Conocí a una persona que cumplió una condena de cinco años en Bogotá por intentar traficar cocaína a España en sus valijas. Dijo que cuando la policía lo señaló en el Aeropuerto El Dorado, sintió como si su identidad se hubiese escindido y durante las siguientes horas —cuando abrieron las maletas frente a él y sacaron los paquetes de droga, cuando lo esposaron y lo condujeron a un centro de detención— fue como si todo eso le estuviera sucediendo no a él, o a ese frágil fragmento de la consciencia que por reflejo llamamos “yo”, sino a otro. En el aeropuerto de Miami alguna vez presencié cómo la policía salía con un hombre esposado de un baño público. Tenía el pelo, el rostro y la ropa empapados de sudor. La mirada perdida. Asumí que era un asunto de drogas.
Para un periodista es imposible preguntarles directamente a los familiares de Luz Myriam sobre este momento, o cualquier otro, porque los presos de China no pueden tener contacto con alguien que no sea su abogado o un familiar en primer grado. Ninguno de los abogados chinos que ha representado a los presos colombianos por narcotráfico aceptó dar una entrevista sobre el tema.
Según voceros de la embajada de China en Colombia, portar más de 50 gramos es suficiente para recibir una condena que va de quince años a la pena de muerte. La mayoría de las mulas entran a la China continental por Guangzhou y al año se capturan en promedio entre una y tres. Hay unos 140 colombianos detenidos en las cárceles de China, casi la mitad de ellos por narcotráfico. Ninguna de las personas consultadas en la policía o el servicio diplomático colombiano, o en las oficinas de abogados chinos, aventuró a calcular cuántas mulas podrían entrar al año sin ser detectadas.
El esposo de Luz Myriam escondía más de un kilo y fue condenado a cadena perpetua. El hijo llevaba ochocientos gramos, y recibió una condena de 21 años y 6 meses. Sin embargo, la prisión lo catalogó como discapacitado, por sus problemas de tensión arterial y porque durante su reclusión perdió la vista en uno de sus ojos. Luz Myriam se ha aferrado a sus quebrantos de salud para justificar la necesidad de una repatriación, y no deja de llamar y enviar cartas presionando a los funcionarios del Ministerio de Justicia y la Cancillería de Colombia, pues China acepta estas solicitudes en casos de enfermedad terminal. Hasta ahora sólo dos presos han sido repatriados. Uno en 2015 por tener cáncer y otro en 2017 por VIH.
“El 23 de octubre de 2012 a mi hijo le dio una trombosis. Se desmayó, rodó por unas escaleras y duró dos semanas hospitalizado. Quedó con una parte del cuerpo dormido y un dolor constante en el hombro”, dijo Luz Myriam. “Él sufre de la tensión arterial desde que estábamos en Pereira, pero allá en Colombia estaba controlado”.
Si hoy la esperanza de que su hijo sea repatriado deriva de una enfermedad, en un país con un sistema de seguridad social fallido —como lo es Colombia—, fueron precisamente gastos médicos los que desbarrancaron a una familia que ya caminaba sobre la cuerda floja.
El esposo de Luz Myriam, Armando Sánchez, de 64 años, hacía recorridos piratas de taxi con su automóvil porque a su edad no encontraba un trabajo estable. El hijo, Walter Henao de 47, era taxista legítimo, pero sus ingresos diarios no daban para pagarle al dueño del vehículo el derecho a usarlo, por no hablar ya de sostener a su mujer y a su hijo, que entonces tenía 3 años —ahora tiene 8—. Poco antes de hacerse “mulas”, el coche de Armando se averió y Walter se quedó sin trabajo.
“Teníamos muchas deudas. En sólo servicios públicos debíamos dos millones de pesos [aproximadamente mil dólares en 2012]. Entonces me enfermé del sistema digestivo. Hubo demasiados gastos en medicinas y en médicos. Todo eso llevó al desespero”, dijo Luz Myriam. “Un día mi esposo me dijo, ‘gorda, a mí me resultó un negocio, yo creo que voy a viajar. Me van a sacar papeles, me van a sacar una escarapela y tarjetas diciendo que soy el administrador de ropa de un almacén. Es para subir y bajar una plata grande y traer bluyines Diesel de Guangzhou’”.
“¿Y usted no tenía sospechas?”, pregunté.
“No, al principio no vi que fuera turbio. Mi esposo le comentó a mi hijo de ese viaje y él dijo que también quería ir. Lo contactaron con una persona en Hong Kong llamada Andrés”, dijo.
Luz Myriam escuchaba las conversaciones en las que se concretaba el negocio —o al menos mitad de ellas— porque le despertaban las llamadas que su hijo recibía a las tres o cuatro de la mañana, por la diferencia de horas con China. Ella cree que unas semanas antes del viaje él se arrepintió.
“La última vez que yo lo escuché, mi hijo le decía a la persona al otro lado de la línea, ‘hermano, no me vaya a hacer este daño; hermano, no me vaya a hacer este mal, yo tengo un bebé de tres años, a mi mamá, yo tengo mi familia, no me haga este mal, se lo pido’. Yo creo que lo amenazaban”, dijo Luz Myriam.
A los pocos días, esposo e hijo anunciaron que se iban porque ya les habían comprado los tiquetes y no podían dar marcha atrás. Tomaron el avión y Luz Myriam se quedó esperando noticias junto con su hija, su nuera y su nieto de tres años —un niño a quien eventualmente le dijeron que su padre estaba trabajando en China y no podía volver—. Pasaron días de silencio y desasosiego, después averiguaciones inconducentes.
“Entonces con mi hija llamamos al consulado de Beijing y les explicamos la situación. Nos dijeron que esperáramos un momento porque les habían pasado un reporte de los colombianos que habían sido capturados. Me preguntaron por los nombres, revisaron y nos dieron la noticia de que ellos estaban presos por narcotráfico. Yo me desmayé. Eso fue en la calle y yo me desmayé allí mismo. Decidí venirme a China después de recibir las primeras cartas que mi hijo me mandó, en las que decía cómo sufrían acá y todo lo que aguantaban. Fue el amor a mi hijo lo que me trajo, pero esto ha sido una carrera muy dura”, dijo.
Entramos a las carpas que cubrían el mercado del vecindario y Luz Myriam escogió las verduras. La observé llevando su vida como una sordomuda, comunicándose sólo con señas porque no sabía ni una palabra de mandarín o cantonés. Negoció el precio de los productos —que siempre deben regatearse— mostrando cifras con los dedos. Llegó a acuerdos y cargó sobre sus hombros las bolsas de los ingredientes para los almuerzos del día. Patata, legumbres, cebollas, plátano y una planta de aloe para prepararse algunas infusiones restaurativas.
“La semana antepasada estuve en el hospital enferma de una bacteria en los intestinos y una infección en el colon”, dijo mientras regresábamos a su apartamento. “Casi me muero. Ahora estoy otra vez con deudas”. Suspiró. Y fue entonces que comprendí qué era ese “algo” en el ritmo de sus movimientos que desde un principio me llamó la atención, pero no había logrado precisar. Los colombianos y los demás extranjeros que llegan a esta ciudad de comerciantes viven al frenético pulso de la economía globalizada. Compran, rebuscan y negocian impelidos por las llamas de la ambición. Luz Myriam, en cambio, procede con la energía geológica de la paciencia. A ella la mueve la resistencia.
Para averiguar si esta observación era cierta le pregunté cómo imaginaba su futuro. Se detuvo a medio camino. “¿Futuro?”, me respondió con desdén. Acomodó las orejas de las bolsas sobre sus hombros y siguió su camino dando pasos cortos. “No. Yo no pienso en el futuro. Sólo en el día a día”.
El piso de Luz Myriam era el número treinta. Al salón de baldosa de unos cuarenta metros cuadrados, enmarcado por un enorme diván blanco en ele y una nevera comercial para mantener congeladas las carnes, desembocaban la cocina, el corredor de tres habitaciones —una para cada inquilino que compartía el piso—, y una terraza que, como suele suceder en China, era más un depósito que una zona de ocio. Luz Myriam publicó el menú del día en su perfil de WeChat (“Sopa de Garbanzos, fríjol, papas en mantequilla, carnes al gusto y patacones verdes”), desplegó los ingredientes sobre la encimera de la estrecha cocina y comenzó a preparar almuerzos sin tener una idea clara de cuántos efectivamente terminaría vendiendo y cuántos sobrarían. No podíamos prender el aire acondicionado porque hacía demasiado ruido y yo estaba grabando la entrevista. El ventilador de aspas se había dañado. Los cuatro fogones encendidos de la estufa y los casi cuarenta grados de temperatura afuera complementaban el claustrofóbico tema de sus visitas a la prisión donde estaban recluidos sus familiares. Pregunté cómo era el lugar.
“Hubo un Día de la Madre en el que me dejaron entrar allá para tocarlos, darles un abrazo. Vi que todo eso adentro son fábricas. Puras fábricas lo que tienen allá. Hacen de todo. Pantalones, zapatos, hasta audífonos para las aerolíneas. Los ponen a trabajar todos los días como operarios. Son como esclavos”, dijo. “Otro problema que tienen es que no los supervisan los guardias de la prisión, sino otros presos. Allá asignan a los prisioneros chinos para que manejen la disciplina de los prisioneros extranjeros, y por eso se cometen muchos atropellos”.
Luz Myriam es una suerte de madrina para casi todos los prisioneros colombianos en la prisión de Dongguan. Está en permanente contacto con las otras madres, las que no pueden visitar a sus hijos o tan sólo viajan ocasionalmente a China. Gestiona para que les llegue el dinero y las noticias que las familias les envían a los compatriotas presos. Entre la comunidad colombiana de la ciudad muchos han escuchado hablar de ella o la conocen porque reparte comida colombiana a domicilio.
Este día Luz Myriam vendió dos almuerzos, cada uno a 10 dólares. Ahora que hay pocos colombianos en el vecindario, éste es su promedio. Los ingresos apenas alcanzan para pagar los ingredientes y los 500 dólares al mes de su habitación. En algunas ocasiones complementa este trabajo limpiando hogares privados, pero no es un empleo fijo. Aunque preferiría hacerlo de tiempo completo, pues la clientela de los almuerzos es muy incierta, no encuentra quién la contrate. “Es difícil conseguir trabajo aquí porque la comunidad colombiana no es muy unida”, explicó Luz Myriam. “Cada quien va por su lado. La gente aquí es muy difícil, muy desconfiada”.
Esa misma noche cené en el centro financiero de Guangzhou con un empresario colombiano y le pregunté por el caso de Luz Myriam. Específicamente, si estaría dispuesto a darle trabajo en su hogar para que ella hiciese la limpieza. Apretó la comisura de los labios.
“Estas historias son terribles. De verdad que uno se conmueve y quisiera ayudarles a las familias de los colombianos presos, pero prefiero no contratarlas porque uno no sabe esa gente quién es”, dijo mientras el camarero ponía sobre la mesa los platos de comida tailandesa, que era su favorita. “Uno no sabe con quiénes andan, de qué contexto vienen, y la mafia de Pereira es muy peligrosa”.
La mafia tiene una presencia relativamente visible en Guangzhou. Por pura casualidad mi hotel, Moonshine Apartments, estaba justo en uno de sus epicentros. Eso explicaría un extraño episodio que sucedió al primer día de mi llegada. A la una de la tarde fui a un restaurante llamado Arepa 8, de cocina tradicional colombiana. Las puertas de vidrio estaban cubiertas por una lámina oscura que no permitía ver el interior. Abrí y me estrellé contra reggaetón a un volumen alto y un grupo de seis mujeres latinas atractivas, con tacones, faldas muy cortas y escotes amplios, que me hizo dudar si había entrado inadvertidamente a un bar de prostitución y no a un restaurante. No había hombres. Sobre el suelo del pequeño local vi restos de confeti. En las mesas, latas de cerveza y botellas de aguardiente con copitas. Las jóvenes estaban muy animadas y no tan ebrias como deberían para la cantidad de licor que parecían haber consumido. Ojeé buscando rastros de coca en las mesas pero no vi nada. Una de ellas ponía música desde un computador portátil conectado a unos altoparlantes y un proyector de video. Otra, un poco mayor y no menos guapa, que luego supe era la administradora del restaurante, me preguntó qué necesitaba y yo le dije que venía por comida. “No, mi amor, hoy estamos cerrados, vuelve más tarde. Estamos celebrando un cumpleaños”.
Desconcertado, dudando si debía regresar al lugar y hacer más preguntas, ejercer de periodista, o dejar que hiciesen su fiesta sin delatarme, me senté a comer un kebab en un restaurante iraní —aquel era un barrio en el que había influencia medio oriental, eslava y colombiana—. En la mesa detrás de la mía una joven colombiana, también hermosa, en ropa deportiva y sin maquillaje, hablaba por teléfono mientras comía. Al principio escuché por reflejo. Reconocía a una voz masculina al otro lado de la línea, pero no alcanzaba a distinguir sus palabras. Ella era de Pereira, y cuando caí en la cuenta de que era una prostituta y que comenzaba a contar su historia por teléfono, grabé y tomé nota a tiempo para capturar el testimonio:
“Perdí la virginidad a los quince. Lo que siempre me decía mi mamá era que por ningún motivo fuera a perder la virginidad antes de los quince y yo le hice caso. Yo si mucho me dejaba tocar una tetica, pero no hacía nada. Eso sí, apenas cumplí los quince me dejé llevar a un motel y mi mamá sabía que me había ido a culear. Pero fue horrible esa experiencia porque yo estaba muy nerviosa. La segunda vez fue en mi casa. Me dolió pero lo disfruté más. Luego las dos veces que hicimos el amor sin condón ahí quedé embarazada. Pero fue un embarazo muy bonito. La familia de él estaba muy contenta, la familia mía también, menos mi papá, él no tanto. En el momento yo no tenía trabajo y estaba estresada porque me quería ir a vivir sola. Hablé con un amigo que tenía unos contactos y él me dijo que me viniera para China. Me ayudó con lo de los papeles. Un viejo ahí me prestó una plata. Y ahí me vine y ya. Aquí hay unos lugares muy buenos para trabajar, donde a uno le dan condones, pero igual es difícil. A una amiga la metieron presa porque dizque se había robado unas toallas de una tienda. Imagínese la pendejada. Y pues sí, yo a veces culeo, obvio, pero acá hay muchas que no. Hacen trading, mandan cosas a Colombia. Yo no entiendo por qué acá piensan que todas las mujeres colombianas son putas. Yo ahora hago eso, mando cosas. Lo que sea, si los clientes piden relojes mando relojes. Si los clientes piden gafas mando gafas. Aunque yo ya me quiero ir porque no, esto está hecho una mierda”.
Ni siquiera en este caso de éxito, digno del guion de una optimista película Hollywood (premisa: prostituta supera su condición y se convierte en una mujer de negocios), el resultado es otro que “una mierda”.
Pregunté a la policía colombiana si las mismas mafias que operaban redes de prostitución y trata de blancas estaban vinculadas al narcotráfico.
“Normalmente estos dos delitos [el tráfico de cocaína y el proxenetismo] están asociados”, dijo un vocero de la Dirección de Antinarcóticos de la Policía Nacional de Colombia. “Las pasantes [mulas] son reclutadas bajo el concepto de un viaje de vacaciones o negocios en el país asiático y otras viajan con conocimiento de la actividad delictiva”.
Una fuente diplomática dijo que en Guangzhou había cerca de 2 000 colombianos legalmente, unos 1 000 ilegales, y que había unas 400 prostitutas de esta nacionalidad. Es decir, aproximadamente 1 de cada 7 colombianos en la ciudad es una prostituta. Si bien la queja porque estigmatizan a los colombianos es recurrente en Guangzhou, también es probable que en ninguna otra gran ciudad del mundo sea tan alta la proporción de colombianos vinculados a las mafias.
“La semana pasada estaba comprando mercancía, yendo de un puesto para otro buscando un buen proveedor”, me dijo durante una corta entrevista una comerciante que exporta productos hacia Colombia. “De pronto la china dueña de una tienda me dijo que yo no parecía colombiana. Le pregunté por qué y me respondió que yo tenía ropa puesta. Ni you yifu, me dijo”. Soltó unas carcajadas ácidas. “Usted tiene ropa puesta”, repitió.
Entre las mujeres que practican el comercio sexual, 1 de cada 4, aproximadamente, ha sido engañada. Son mujeres a quienes les dicen que van a ser modelos y al llegar les quitan el pasaporte, las encierran en una habitación y las obligan a prostituirse hasta pagar las deudas que contrajeron con la mafia para viajar a China.
Visité Kama Club un jueves a las 11:30 p.m., porque los colombianos con quienes hablé lo identificaron como uno de los lugares donde más trabajan las prostitutas de Colombia. Es un bar de frontispicio amplio e iluminado neón, con un recibidor de elegancia decadente donde se puede dejar el abrigo. Al bar se accede bajando una escalera. Había un grupo de rock con tres cantantes eslavas que llevaban pantalonetas apretadas y camiseta estilo punk. El baterista, el guitarrista y el bajista, también de pinta eslava, tocaban con expresión adusta.
Me acerqué a una mujer de unos veinte años, a quien le escuché hablar español con acento de la zona cafetera colombiana. Era de baja estatura, cuerpo atractivo y sonrisa dulce. Sus ojos amigables brillaban. Le pregunté si quería tomar un coctel y respondió que ella no tomaba alcohol. Pedí permiso para sentarme a hablar y me preguntó si era mi primera vez allí. Le dije que sí.
“Ah, bueno. Es que verás, aquí no se viene a conversar, aquí se viene por nenas. Si quieres estar conmigo son ciento cincuenta dólares por el hecho”, dijo. “Vamos allí al hotel Guoxian (un hotel a 200 metros del bar) y se tiene que usar preservativo”.
Me sorprendió el precio. No es mucho más de lo que una mujer de su mismo atractivo físico podría cobrar en Colombia, pero el costo de la vida en Guangzhou es más alto. Así hubiera emigrado por su propia voluntad, y no manipulada por las redes de trata de blancas, era muy difícil que la vida laboral de esta muchacha estuviera cumpliendo con sus expectativas.
Le agradecí, me retiré de nuevo a la barra, y tan pronto la dejé sola un sujeto empalagoso con pinta medio oriental, que le arrojaba miradas intermitentes desde la mesa donde bebía cerveza con un amigo, la abordó. En menos de diez minutos se la llevó.
El local Arepa8 y un bar llamado La Fonda, que queda en el mismo pasaje comercial, son lugares donde opera la mafia de Pereira, según las fuentes que consulté. Dos comerciantes que no se conocen entre sí me dijeron que en Arepa8 habían asesinado a una persona. El muerto, según dijeron fuentes diplomáticas, nunca fue registrado en el consulado. Esto quiere decir que el asesinato no ocurrió o nunca se encontró un cadáver.
El último día del reportaje regresé a Arepa8. La administradora del local hablaba por teléfono con alguien y me senté en la mesa contigua para escuchar lo que decía y tomar nota de la conversación. El método arrojaba resultados.
“Nosotros tenemos cuatro negocios de lo otro”, dijo la administradora a la persona con quien hablaba. “No, negocios de lo otro, de lo que no podemos hablar por teléfono. De las otras clases de camisetas, sí. Son muy bellas. Uff, es terrible, me da mucha tristeza verlas, pero qué le vamos a hacer”. Luego se quejó de que su socio no era eficiente porque siempre estaba borracho y “metiendo” (consumiendo droga), y dio a entender que preferiría trabajar sin él. La mujer, que me miraba mientras hablaba, terminó la conversación tras unas breves frases de despedida.
Las mafias de Colombia en China son organizaciones dinámicas. El vocero de la Dirección Antinarcóticos de la Policía Nacional de Colombia afirmó que están “incursionando modalidades nuevas para el tráfico de estupefacientes, creando una economía paralela ilegal, sostenida por las drogas y el contrabando de mercancías mixtas”. Las ganancias por cargamentos de mulas y prostitución, incluso, podrían palidecer en comparación a lo que ingresaría a China por cargamentos marítimos. En lo que va del 2018 se han incautado 4.2 kilos de cocaína en la modalidad de mulas, mientras en contenedores que habrían viajado por mar con destino a China se han incautado 680 kilos. Si hacemos cuentas audaces, a China entraría 150 veces más cocaína por mar que mediante mulas.
Según la policía, hay vínculos con los carteles mexicanos y las triadas chinas desde que la droga sale de los puertos del Pacífico e ingresa a las ciudades chinas, como Hong Kong, Shanghai, Shenzhen, Nanning y Guangzhou. Las mulas parecerían ser un negocio de pequeñas bandas narcotraficantes o una estrategia paralela para hacer algún dinero adicional. En el panorama financiero de la mafia representa una cifra menor.
La mula es un criminal sui generis. Si hay antihéroes, la mula es un antivillano. Es casi una víctima. Si bien pocas —quizás ninguna— resultan engañadas cuando viajan con cocaína, suelen ser personas que vienen de trasfondos socioeconómicos difíciles, que nunca han tenido vínculos con el mundo de la ilegalidad y de cuya necesidad material la mafia se aprovecha tentándoles con la prosperidad.
Hay excepciones, por supuesto. Diana Isabel García, de 48 años, una mujer recia, de cuerpo musculoso y ropa deportiva, es la madre de Juan Esteban Marín, de 27 años, quien terminaba sus estudios de negocios internacionales en Medellín cuando fue capturado en China por llevar cocaína en su equipaje. Diana viene de un trasfondo cómodo, si bien no lujoso, y también decidió mudarse a Guangzhou para poder visitar a su hijo en prisión una vez al mes, mientras su esposo trabaja desde Miami. A Juan Esteban no le presionó la falta de oportunidades, sino el exceso de ambición y el afán de dinero rápido —o quizás una mala deuda aún inconfesada—. Al igual que la prostitución, el narcotráfico es una actividad que prospera en espacios con graves fracturas sociales y en individuos desesperados, que están dispuestos a jugarse la dignidad o la libertad en una sola mano.
Quizás sea eso mismo, la desesperación, la oscura fuente patria de donde manan tantos excesos y transgresiones, por no hablar de su inagotable violencia.
Pocas semanas antes de la publicación de este reportaje regresé una última vez a Guangzhou, porque la policía china capturó a 47 colombianos en el bar La Fonda. El ambiente en torno al hotel Moonshine Apartments había cambiado bastante; o mejor, era el mismo de restaurantes iraníes y ucranianos, pero ya no se escuchaban los altibajos tonales propios del acento de la zona cafetera de Colombia. En Arepa8 ya no atendía su administradora, sino dos mujeres chinas que hablaban un español rudimentario y que no dijeron cuándo regresaría su jefe. Subí al segundo piso del pasaje comercial y las puertas de vidrio forradas en láminas negras del bar La Fonda estaban cerradas. Volví en días y horas diferentes y lo vi igual de muerto.
“Allí detuvieron a muchas niñas que no eran ‘eso’ [usa el eufemismo para no decir prostituta], sino estudiantes”, dijo Jennifer, una mujer amigable, en sus tardíos veinte o tempranos treinta, que ahora compartía un apartamento al que recientemente se había mudado Luz Myriam.
Las condiciones de vida de Luz Myriam habían empeorado durante los últimos meses. Ya no alquilaba una habitación propia, sino una esquina del salón de visitas del piso, delimitada por sábanas blancas, y donde apenas cabía una cama y una maleta. Otras tres personas vivían en el mismo recinto, cada una tras sus respectivas sábanas extendidas, como si el salón fuese un refugio para damnificados de un desastre natural. Jennifer era una de estas personas. Diana Isabel, la otra madre de un colombiano preso por narcotráfico, también.
“Esas muchachas llevan dos semanas encerradas en la cárcel y nadie sabe nada de ellas”, añadió Jennifer, indignada y un tanto angustiada por la arbitrariedad de la policía china.
Seguí la poca información que circulaba sobre el caso por un grupo de colombianos en la red social WeChat, pues a menudo en China el rumor es una mejor fuente que la inexistente información oficial. Una mujer dijo: “Tengo una hermana detenida. Ya llevan un mes y no sabemos por qué están en la cárcel, ni cómo están de salud, ya que no los dejan comunicarse. Ni a la cancillería ni al cónsul le dan razón”.
Otros colombianos celebraron o al menos justificaron la ausencia de habeas corpus y los excesos policiales. A la hermana que buscaba información alguien le respondió: “Muy seguramente ahora que las deporten, van a decir que los chinos son hijos de puta violadores de derechos. Ellas sólo son víctimas cuando las capturan o las deportan. La justicia en Colombia debería ir infiltrada a China y ver en las discotecas donde mantienen a los colombianos, para que vean cómo esas pobres víctimas sufren allá parrandeando”.
El tono del comentario me es familiar. Estos temas a menudo derivan hacia la discusión de si la mafia, el narcotráfico y la delincuencia común se deben combatir como se hace en China, en los países musulmanes y más recientemente en Filipinas: con puño de hierro. Y a menudo me pregunto si esa impaciencia con la lentitud y la inoperancia de la justicia en una democracia —en especial una imperfecta como la colombiana—, y si ese gusto por verla aplicada en su modalidad taliónica, es otra variante acaso más civil o más mezquina de la desesperación.
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