Mayotte, la isla rebasada por la migración, un volcán y el coronavirus
Cristina Bocanegra García
Fotografía de Víctor Candela
Este es el territorio olvidado del gobierno francés. Tiene una de las densidades de población más alta y acumula la mayor incidencia de coronavirus en territorio africano. Su población reclama agua, electricidad, carreteras, educación y servicios sanitarios. La pandemia vino a exponer aún más la vulnerabilidad en la que se encuentra.
En la isla de Mayotte, un territorio de ultramar que pertenece a Francia en el océano Índico, hay una doble barrera de coral, aguas turquesas, nidos de tortugas marinas en cada playa, delfines y ballenas en el horizonte. Palmeras, cocoteros y plataneros. Lémures, cabras, vacas y murciélagos. En el aire, calor. Y olor a clavo, pimienta, vainilla, canela, jazmín, así como ylang-ylang, el perfume más preciado del mundo. La llamada a la mezquita cinco veces al día; las conversaciones de las mujeres que venden fruta y las de los hombres que juegan al dominó. Pero también hay violencia juvenil, barrios de casas precarias colgados de la montaña, pateras que llegan repletas a diario, terremotos, inundaciones. Y ahora, como en casi cualquier rincón del planeta, en la isla de Mayotte hay una pandemia.
“Tenían que haberlo parado antes, cerrar el aeropuerto”. “Todo es culpa de Macron. Nos ha enviado el virus para controlarnos. Seguro que él ya está vacunado”. “Pero el virus no existe, ¿no?, eso son cosas entre China y Estados Unidos”.
El 14 de marzo, en el café del centro de vacunaciones del hospital de Mamoudzou, la capital, los trabajadores discuten sobre la llegada del primer caso de coronavirus a la isla el día anterior, aproximadamente un mes después de que la gravedad del asunto empezara a ser preocupante en el resto de Francia; aproximadamente un día después de que la gravedad del asunto obligara, en la Francia continental, a cerrar comercios, bares, colegios, universidades, puestos de trabajo, a cancelar rutinas, certezas y estilos de vida. La tensa espera había terminado en la isla: el virus había llegado finalmente a este remoto lugar en un avión procedente de París.
Lo de remoto depende siempre del punto de vista. A medio camino entre Madagascar y Mozambique, Mayotte es una de las regiones ultraperiféricas de la Unión Europea. Desde 2011, posee estatus de departamento, el mismo que la Dordoña, los Alpes o la región parisina. A 8 000 km de París, aquí lo remoto son los Campos Elíseos, donde está la casa de gobierno. Y, sin embargo, es allí donde se deciden las necesidades de la isla: se atribuyen presupuestos, se envían prefectos (los encargados de hacer valer las leyes, reglamentos y valores de la República) y militares (los encargados de proteger el valioso comercio de mercancías que atraviesa el canal de Suez y el aún más valioso que conecta África con India y China). Aunque, oficialmente, las leyes promulgadas por el parlamento nacional (liberté, egalité, fraternité) deben aplicarse también en los departamentos, también oficialmente, en el caso de algunas materias, estas leyes deben especificar si son aplicables en todos éstos (podría hablarse de excepcionalité). Principalmente, las que tratan de inmigración.
CONTINUAR LEYENDOEsta pequeña isla, aunque europea, está excluida de los tratados de libre circulación de personas. Aquí llegan a diario precarias embarcaciones llenas de gente que busca establecerse en este sitio o sueña con viajar algún día al continente. La mayor parte proviene de Anjouan, la isla más cercana del archipiélago de las Comoras, al que Mayotte pertenece geográfica y culturalmente, y al que pertenecía también oficial y políticamente hasta 1974. Ese año, en el contexto de la descolonización africana, se celebró el referéndum de independencia. En contra de las recomendaciones internacionales, cada una de las cuatro islas del archipiélago decidió su destino por separado. Mientras las otras tres islas optaron por la separación pasando a formar parte de la Unión de las Comoras, Mayotte decidió seguir formando parte de Francia. También en contra de las recomendaciones internacionales (y a pesar de una condena en firme de Naciones Unidas), se han celebrado desde entonces múltiples votaciones en las que, con una participación de entre 60 y 70% de la población, la opción de la independencia o la unión al resto de islas se mantiene ínfima, testimonial, casi inexistente. En estos 45 años, la isla de Mayotte ha pasado de ser la más pobre del archipiélago a tener un PIB unas 200 veces superior a las demás. El territorio ha crecido en recursos sanitarios y educativos, en empresas y negocios. En el mismo período, la Unión de las Comoras ha sufrido veinte golpes de estado, triunfantes o fallidos, y es hoy uno de los países con mayor desigualdad del mundo, según las estimaciones del Banco Mundial.
Mayotte, de todos modos, es una bomba demográfica con una de las densidades de población más alta del planeta: un territorio del tamaño de la ciudad de Venecia en el que habitan unas 250 000 personas registradas y unas 200 000 no documentadas; más de la mitad de ellas tiene menos de 15 años y, para hacer un censo, debido a que la gente se escondía por miedo cuando los censistas llegaban, hubo que realizar un cálculo aproximado haciendo un promedio entre el consumo de arroz mensual y las tarjetas telefónicas activas. Es además una bomba de pobreza y de violencia, con una renta per cápita cinco veces menor que la del resto de Francia y una probabilidad tres veces mayor de sufrir una agresión grave.
En Mayotte, siguiendo una arraigada tradición francesa, se organizan huelgas periódicas capaces de paralizar completamente la actividad durante semanas. Aunque se reclama principalmente por más seguridad, también se reclama por agua, saneamiento, electricidad, carreteras, trabajo, equipamientos sociales, educativos y sanitarios. No es de extrañar: según el Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos de Francia, 30% de los habitantes está desempleado y aproximadamente 60% de las empresas pertenece a la economía “sumergida”, que proporciona trabajos irregulares y no garantiza derecho a bajas, paro o posibilidad de indemnización en caso de cierre por pandemia. Se dedican, principalmente, a la alimentación (agricultura, pesca, venta ambulante, pequeños supermercados y restauración) y a la venta y reparación de electrodomésticos y automóviles. La educación francesa, orgullo de la República, obligatoria hasta los 16 años, reconoce en Mayotte déficits crónicos humanos y materiales que dejan anualmente unos 5 000 menores de esa edad sin escolarizar. Mientras que el estado francés destina unos 8 000 euros a la educación de cada niño, aporta la mitad de esa cifra si el departamento en el que vive ese niño es Mayotte, donde apenas 20% de los hogares dispone de banda ancha, 10% de los niños padece malnutrición y 75% de los jóvenes presenta dificultades de lectura al final de su escolarización.
***
A la tensa espera que precedió a la llegada del coronavirus, en el hospital de Mamoudzou sobrevino otra: la espera de la avalancha de pacientes, del colapso y el agotamiento del personal. Tras el primer caso, el departamento se declaró en alerta roja y se decretó el confinamiento total, que fue rápido y estricto. Los mensajes que llegaban desde el resto de Francia y Europa eran claros y consistentes. Por televisión, el presidente Macron repetía la palabra “guerra”. En Facebook, se repetían videos de hospitales abarrotados, de sanitarios llorando. En la radio, historias de familias enteras infectadas; de padres, madres o abuelos que morían solos. Por las calles de la isla quedó la policía, multando y enviando a las personas a sus casas. Los primeros infectados, que habían llegado en avión desde París, se aislaron en sus hogares bien acondicionados de la parte alta de la ciudad, de modo que esa primera cadena de contagio se cortó pronto y, durante aproximadamente un mes, el hospital estuvo vacío. Sin un alma. Sin enfermos de coronavirus ni de nada. Nadie corría, no había urgencias, no se oían gritos de médicos pidiendo adrenalina ni pitidos de ventiladores.
La destrucción del sistema tuvo lugar en silencio. La medicina preventiva, los controles de pacientes crónicos, todas las actividades no urgentes se paralizaron en previsión de la avalancha que no llegaba. De modo que la epidemia afectó primero a miles de personas no infectadas.
—La gente no viene por temor a contagiarse —decía, a mediados de abril, en su despacho vacío, Yasmina Alí, enfermera supervisora del centro de vacunaciones y medicina preventiva del hospital de Mamoudzou.
El hospital está situado en el centro de Mamoudzou y es el único de la isla. Aunque hay otros cuatro centros de referencia, aquí se concentra casi toda la asistencia. El edificio es nuevo, enorme, brilla con el sol y domina las colinas. Puede verse desde toda la ciudad. Aunque da trabajo a unas 3 000 personas (casi 5% de toda la población activa de Mayotte), sólo uno de los médicos es mahorés. El resto viene de Francia, atraído por las buenas condiciones laborales (el estado francés proporciona un plus salarial para los territorios de ultramar) y, normalmente, de forma temporal, por lo que crónicamente faltan especialistas y las consultas se retrasan o anulan. La atención aquí es gratuita para niños, mujeres embarazadas y pacientes con enfermedades contagiosas, si no se tiene permiso de residencia, además de urgencias. Para todo el mundo, en tiempos de pandemia.
Aunque europea, esta pequeña isla está excluida de los tratados de libre circulación de personas. Aquí llegan a diario precarias embarcaciones llenas de gente que busca establecerse en este sitio o sueña con viajar algún día al continente.
—Estos días no viene nadie —decía Yasmina Alí—. Pensábamos que íbamos a estar desbordados y fíjate. Aquí 30% de la población es diabética o hipertensa; son enfermos crónicos que necesitan controles. Ya es difícil que los cumplan normalmente, cuando se encuentran bien, y ahora somos nosotros los que les decimos que no vengan. Nos va a costar años recuperarlos. El problema también es enorme con las vacunaciones. No quiero ni pensar que podamos tener además una epidemia de sarampión o de polio. Aquí nacen unos 10 000 niños por año y otros tantos llegan en los barcos. Normalmente, la sala de espera está abarrotada. Ahora, si aparecen, los vacunamos, pero se han parado las campañas y prácticamente no viene nadie. El hospital es el último sitio al que quieren ir. Además, la policía los multa si están en la calle.
En el hospital atienden también enfermos de tuberculosis, una enfermedad que mata cada año a un millón y medio de personas en el mundo. Su incidencia en Mayotte es de aproximadamente 30 casos por 100 000 habitantes, el doble que en el resto de Francia, pero mucho menor que en otros países cercanos, como Madagascar o Mozambique, que constan entre los más afectados del mundo. Ataca especialmente a las personas más pobres y malnutridas, que viven hacinadas. El control de la tuberculosis depende de fondos internacionales, de tratamientos gratuitos y seguimientos exhaustivos. Se hace más resistente a los medicamentos cada vez que se fragiliza algún punto de esta cadena y casi todos estos puntos se han visto afectados por la aparición del coronavirus, que ha puesto a prueba no sólo los sistemas de salud más débiles, sino también aquéllos que se creían indestructibles.
—Aquí hay muchos más casos de tuberculosis que en Europa por las condiciones de vida de la gente, pero sí tenemos medios y personal para hacer un buen trabajo —decía Yasmina—. Ahora es más difícil: muchos pacientes no han venido a los controles; incluso uno, con una tuberculosis muy grave, se escapó del hospital. Esto no lo podemos permitir. Si paran el tratamiento, contagiarán a otras personas y costará más curarlos. Lo que hacemos es ir a buscarlos a sus casas, pero esto también se ha complicado. La gente piensa que llevamos el coronavirus pegado y cuando ven el logo del hospital se esconden. Una vez nos tiraron piedras. Ahora vamos de civil, para que los vecinos no se asusten. Al paciente que huyó, al final, lo encontramos: suplicaba que no lo llevásemos al hospital porque no se quería enfermar. Él ya estaba muy enfermo, pero sólo tenía miedo del coronavirus. No lo ingresamos, pero retomó el tratamiento en casa; si no lo hubiera hecho, ahora estaría muerto, seguramente.
***
Pocas semanas después del confinamiento, ya entrado el mes de abril, la gente empezó a salir a buscarse la vida. Las casas de chapa asfixiaban y las necesidades arreciaban. Regresaron a sus actividades de siempre: cultivar, vender, pescar. Oficialmente, Mayotte seguía en alerta roja. La policía exigía certificados para estar en la calle, pero cada vez multaban menos. Extraoficialmente, las autoridades reconocieron que no podían garantizar el sustento de la población que vive al día. En una economía de subsistencia, quien no sale no come.
La Agencia Regional de Salud es el organismo responsable de la vigilancia sanitaria en los departamentos franceses y, aunque tiene cierta libertad de decisión, las líneas directrices se marcan desde París. Su directora en Mayotte, Dominique Voynet, exministra de Medio Ambiente, calificó en el senado las medidas de confinamiento estricto y prolongado en la isla como “brutales e inaplicables”. En varias ocasiones ha explicado que la situación en Mayotte presenta complejidades muy diferentes a las del conjunto de Francia y que obligar a familias enteras sin ingresos a permanecer en casas de chapa sin agua ni electricidad es inhumano. Las medidas se centraron en priorizar la realización de pruebas y realizar aislamientos selectivos a los contactos, así como en proteger, en lo posible, a los ancianos y personas vulnerables. El personal sanitario se reforzó con militares, llegaron aviones y barcos cargados con material sanitario y equipos de protección. A mediados del mes de mayo, el hospital empezó a llenarse y, para evitar que la Unidad de Cuidados Intensivos, que dispone de 16 camas para todos los habitantes, se desbordase, se organizó un sistema de evacuación de pacientes graves hacia la isla de La Reunión, el departamento francés más cercano, también en el océano Índico.
En la calle, la sensación pasó a ser de desconcierto: en las noticias, el número de casos aumentaba y durante el mes de mayo, se disparó. Todos conocían a muchos que habían enfermado y a alguno que había muerto. Pero el pánico inicial empezó a diluirse y a mezclarse con desconfianza y hastío. Y la contradicción entre el discurso oficial y la vida cotidiana se hizo evidente. La discusión más habitual entre vecinos, que podía prolongarse horas, tenía como tema si seguían o no confinados: nadie lo sabía. Los más enterados opinaban que sí, porque lo repetían las autoridades. Y todos decían que tenían problemas mucho peores que este virus; que estaban aumentando los robos de coches y de comercios.
Fátima es originaria de las Comoras y llegó a Mayotte hace 15 años, con dos hijos entonces muy pequeños aferrados a sus pechos grandes y su cintura inexistente. Estaba embarazada de ocho meses. Ahora vende fruta en el puerto a los transeúntes que pasan. Habla francés, aunque a veces no sabe las palabras y les pregunta a las otras vendedoras cómo se dice tal o cual cosa. Aquí el idioma francés, que es el oficial, suena siempre intercalado con el shimaoré, un dialecto del suajili, y el malgache, originario de Madagascar. Mira las embarcaciones de recreo atracadas allí y ríe.
—La barca en la que llegué quizás se parecía, no lo sé, porque no podía verla bien: era de noche y había mucha gente. La de la última vez no se parecía a ésas, eso seguro.
Mientras habla, controla a los posibles clientes que parecen interesarse por sus piñas y aguacates.
—Tres piñas, cinco euros —repite cada poco.
Si el trato se concreta, se desabrocha la tela de colores que lleva atada al pecho, saca las monedas para el cambio, una bolsa de plástico para la fruta, sonríe y sigue conversando. Mientras habla, se recoloca también la mascarilla, obligatoria desde la llegada del coronavirus a la isla.
—No puedo con ella, mira cómo me suda la cara. Pero no quiero enfermar, tengo mucho trabajo.
Y mientras habla, controla también la posible llegada de los gendarmes a la plaza.
—Las primeras semanas desde que entró el virus no podíamos salir. La fruta se pudría y el dinero se acabó enseguida. Teníamos miedo, del virus y también del hambre, así que empezamos a salir a escondidas, aunque hubiera tan pocos clientes…. Ahora sí podemos salir con un permiso especial y con multas si no lo tenemos. Desde que hemos vuelto a vender ya no vienen tanto los de azul. Tendrán cosas mejores que hacer. Antes sí, a cada rato teníamos que salir corriendo con las frutas.
El despliegue de productos por el suelo, las posiciones de maja vestida de las vendedoras y la languidez sudorosa generalizada hacen difícil imaginar una carrera repentina en la plaza, pero la realidad es que Fátima ha sido deportada en cuatro ocasiones, antes del virus. En cuatro ocasiones ha regresado, siempre bajando de una precaria embarcación en una playa oscura.
—¿Cómo no voy a volver? Mis hijos están aquí. Nunca te preguntan que harán ellos.
Unas 20 000 personas son expulsadas cada año de Mayotte, la mayoría hacia la Unión de las Comoras. Al inicio de la pandemia, en marzo, las deportaciones se suspendieron. Eran demasiado riesgosos el sobresaturado centro de retenciones y el igualmente sobresaturado barco que realiza el camino inverso hacia la isla de Anjouan, la más cercana. Este tipo de deportaciones, con redadas en la calle, sin tiempo para identificaciones ni información sobre el derecho de asilo, sin preguntar qué harán con sus hijos, se llamarían devoluciones “en caliente” en el resto de Europa. En Mayotte se llama “el gratis”. El viaje de ida se paga. El de vuelta, en el barco de los de azul, es gratis. Y así. Muchas veces. Miles de veces. La mayoría llega; algunos, desaparecen. ¿Cuántos?, nadie sabe.
En esas primeras semanas también la travesía se detuvo y, de hecho, el flujo de las embarcaciones se invirtió. En las noticias, Comoras era uno de los pocos lugares libres de casos y la gente de Mayotte comenzó a pagar para atravesar los 100 kilómetros en sentido contrario, escapando del virus. Cuando evacuaron a un trabajador de una agencia internacional desde allí en estado grave, se supo que el motivo de la ausencia de casos era que Comoras era un lugar libre de pruebas, no de coronavirus, y la ruta retomó su sentido habitual.
***
No fue la primera vez que el flujo se invirtió. En 2018 empezó lo que se conoce en Mayotte como la “temporada de temblores”. De mayo a noviembre de ese año se registraron más de 500 terremotos con una intensidad superior a 4 en la escala de Richter, la cifra a partir de la cual son percibidos por la población. Ninguno de ellos provocó grandes destrozos ni muertos; no hubo catástrofes televisadas ni tsunamis destructores, ni se instalaron equipos de emergencia humanitaria. Pero sí se instaló el pánico. Hubo más de dos terremotos por día: se abrieron grietas en escuelas y casas; se formaron riachuelos que antes no existían en los barrios sobresaturados; los cimientos cedieron y las viviendas de barro y lata se deslizaron por las laderas. No había, sin embargo, ninguna explicación de la causa de los temblores, que nunca se habían vivido en la zona. Todos los que pudieron, escaparon. Cada uno a donde pudo. De vuelta a Comoras en precarias embarcaciones, a casas más robustas de algunos familiares, o a la intemperie: mucha gente pasó semanas durmiendo en la calle.
En la escuela de la comuna de Sada, al oeste de Mayotte, una de las más afectadas por los temblores, aún se ve la grieta que partió el comedor y varias aulas, lo que los obligó a cerrar durante dos meses.
—Pensamos que aquello no iba a volver a pasar y fíjate, ahora lleva cerrada casi tres [meses]. Me da tanta pena verla vacía… —dice Salama Nourdine, la directora.
La imagen de una escuela vacía debe ser triste, pero hoy no es el caso. Se ha organizado un reparto de comida para las familias de la zona y la masa de gente apiñada ocupa toda la calle. Varios profesores reparten mascarillas a quien no lleva y mantienen una lista para asegurar que cada familia reciba un lote: arroz, alubias, leche y lentejas. También jabón. Salama, de unos 60 años, enorme, pelo corto en trenzas, traje oscuro y tacones que se clavan en el barro de la entrada, limpia nuevamente sus gafas y se recoloca la mascarilla.
—Se me empañan continuamente y ya no veo nada —dice y después vuelve a alzar la voz por el megáfono, con energía de profesora—. ¡Un lote por familia! ¡Distancia, por favor!
Un territorio del tamaño de la ciudad de Venecia en el que habitan unas 250 mil personas registradas y unas 200 mil no documentadas. Para hacer un censo hubo que realizar un cálculo haciendo un promedio entre el consumo de arroz mensual y las tarjetas telefónicas activas.
Después dice:
—Sé que soy vieja, pero si yo no vengo, ¿quién? Conozco a casi toda la gente, soy de aquí al lado. Lo están pasando mal. Normalmente, los niños toman en el colegio una o dos comidas. En casa, un vaso de leche y un plato de arroz, si hay. Una escuela cerrada es, además, un comedor cerrado. Es la segunda vez que organizamos el reparto. Ahora, nos ha ayudado la prefectura; para la anterior, hicimos colecta los trabajadores del centro. Nos dicen que hagamos las clases por internet. Y ellos no tienen para comer.
Una mujer mucho más vieja que Salama, que acaba de recoger su lote, pasa y le regala unos jazmines. Intercambian unas palabras en shimaore y Salama sonríe y se coloca las flores en el pelo. Mira la enorme cicatriz, aún no reparada, que atraviesa la sala.
—Es verdad que ahora nadie habla de aquello. Ahora todo es virus y virus. Ya no tenemos miedo de los temblores. Bueno, ni de nada. Sólo de contagiarnos.
—Y del hambre —dice una de las profesoras, mientras apunta un nombre en la lista.
—Bueno, sí, y del hambre. Pero de lo otro, ya no. Además, ahora hay que quedarse en casa; antes, con lo de los temblores, salir. Este virus no sabemos de dónde viene. Nos dicen que está, pero no lo vemos. Por lo menos, a los terremotos los notábamos. Pero de dónde habían salido, tampoco sabíamos. Algunos pensaban que Dios quería decirnos algo, que había enviado un meteorito y lo había dejado caer en el mar. En mi pueblo decían que había un calamar gigante sumergido que quería salir a la superficie. Pero casi todos estábamos convencidos de que el gobierno realizaba extracciones de petróleo en la zona y de que eso estaba rompiendo la tierra. Después se supo que hay un volcán. Y que la isla se está hundiendo. Yo que sé, ma fille… cualquier cosa.
Salama se ríe, limpia las gafas empañadas y vuelve a hablarle al megáfono, mascarilla interpuesta.
—Avancen, no se queden parados y respeten la distancia. Hay para todos.
***
La explicación a los temblores se encontró después de una exhaustiva investigación geológica en la zona. Un gigantesco volcán submarino acababa de nacer a 50 km de la isla y a unos 3 mil metros bajo la superficie. Con su nacimiento, una bolsa de magma anteriormente presente bajo la isla se desplazó hacia su cráter. Y con ella, todo lo demás. Tras la “temporada de temblores”, todas las palmeras, cocoteros, plataneros, bicicletas, coches, lémures, vacas, cabras, casas de lata y habitantes de Mayotte se encontraban 6 centímetros más hacia el este, 3 centímetros más hacia el sur y 15 centímetros más hacia el fondo del mar que en la anterior medición realizada a principios de año.
Aún hay muchas preguntas sin resolver y ahora, con los presupuestos y viajes paralizados por el coronavirus, no se sabe cuándo se responderán. Después de las enormes erupciones iniciales, el volcán se encuentra en una fase estable, pero, ¿hasta cuándo?, no se sabe. Se desconoce si volverán los terremotos, si la isla seguirá hundiéndose, si alguna de estas erupciones puede provocar un tsunami en un lugar que, protegido por una doble barrera de coral, no conoce olas por encima de los tobillos. Desde que la isla se empezó a hundir, durante las mareas vivas (que se producen dos veces al mes), parte del territorio se inunda con la marea alta, incluyendo el aeropuerto y varias carreteras. También las casas precarias instaladas cerca de la costa.
La climatología, las mareas, el viento, la lluvia, los terremotos, el calentamiento global y las subidas del nivel del mar son ahora conversaciones habituales entre la gente. Fátima, la vendedora de frutas de la plaza, explica que ella no cree que este mes la situación vaya a ser tan problemática como en otras ocasiones, ya que no se prevén fuertes vientos, que suelen empeorar la situación. Para justificar sus afirmaciones, aunque todas las vendedoras la apoyan y no parece haber espacio para la polémica, saca un móvil, un Samsung A9, en donde tiene descargadas varias aplicaciones de predicción meteorológica: windy.com, earthquakealert y météofranceapp.
—Aquí vemos que el viento fuerte no llegará seguramente hasta la semana que viene; aquí, que la marea alta superará los 20 centímetros. Probablemente lloverá bastante durante un par de horas al día.
No ha descargado, en cambio, la aplicación StopCovid que el gobierno francés ha puesto en marcha para rastrear los posibles contactos con personas infectadas. Con ella, dependiendo de los movimientos del día, salta una alarma en función del riesgo. Si es elevado, significa que es probable el contacto con un infectado y hay que buscar atención médica.
—Aprovechan para controlarnos —dice—. Si quieren saber dónde estoy, que me lo pregunten. Bueno, tampoco me muevo de la plaza, así que ¿para qué?
***
El 23 de abril, aproximadamente un mes después de la llegada del coronavirus, comenzó el Ramadán. Normalmente es una fiesta familiar y social en la que la gente se reúne al atardecer para comer y compartir la ruptura del ayuno. Las mezquitas aumentan sus decibelios para la llamada al rezo y las lecturas comunitarias del Corán se hacen más numerosas. Este año, los cadíes y los imanes —las máximas autoridades religiosas en la isla— recomendaron los rezos en casa. Además, en esta época de Ramadán, a la caída del sol se organizan partidos de fútbol y reuniones de mourengué, combates tradicionales muy populares, a medio camino entre la capoeira y el boxeo, que reúnen a cientos de animadores, principalmente, jóvenes. Tradicionalmente servían para resolver rencillas. Este año, todo eso está prohibido.
—Es la primera vez en la vida que vivimos un Ramadán así. Es muy triste, pero hay que respetarlo —dice Said Alí, entrenador del equipo de fútbol local de la comuna de Mtsamboro, al norte de la isla—. Nosotros teníamos muchas posibilidades de ganar el torneo este año, y ya nada; nuestro delantero centro se va a estudiar a Marsella el año que viene, si le dejan, y no creo que ganemos ya sin él.
Para llegar a su casa hay que pasar por una carretera de curvas en subida que atraviesa una jungla frondosa, con árboles llenos de hiedras y lianas. Hay que tener cuidado en el camino, porque los lémures se cruzan continuamente, además de los niños en bicicleta y las vacas y las cabras. Después, la carretera baja con vistas al pueblo de casas blancas y sucias, de techos de uralita. Al fondo, el mar turquesa, un islote de arena aún más blanca y la barrera de coral, que nos recuerdan que el auténtico límite de la isla es el océano. Cuando se acaban las curvas, el puerto. Barcas de madera desconchada, algunos hombres sentados a la sombra junto al frigorífico en el que guardan el pescado. Al otro extremo de la plaza está la mezquita, muy blanca y limpia, también un poco desconchada. Son las seis de la tarde y algunos jóvenes se acercan para el rezo en chilaba blanca. La mayoría, sin mascarilla.
Aunque se reclama principalmente por más seguridad, también se reclama por agua, saneamiento, electricidad, carreteras, trabajo, equipamientos educativos y sanitarios. El 30% de los habitantes está desempleado.
—Con los adolescentes es difícil, ellos no sienten el riesgo. Los rezos pueden hacerse en casa y es lo que hay que hacer. No necesitas a nadie entre tú y Dios. Pero la mezquita no puede cerrarse y poner un candado porque no es de nadie. Eso ya es cosa de la policía —dice Said desde su terraza.
Mientras el sol se pone, Hairati, su mujer, sirve el té y unos dulces que romperán el ayuno. Said llama a su madre por videollamada y le enseña la cocina llena de samosas, chapatis y el guiso de cordero que han preparado para la cena. Se lamentan por no poder comerlo juntos y cuelga. Al poco, ve a su sobrino entre los jóvenes que entran a la mezquita. Sale disparado, lo agarra y lo lleva para casa. Ousseni, el chico, protesta, pero se va con él.
—Yo no estoy enfermo ni mis amigos tampoco.
Después, ya sin su tío, Ousseni cuenta que los amigos se ven todos los días: si no, se aburren; que él participa en los mourengués; que lleva entrenando todo el año y que no va a dejarlo. Que por qué no pueden hacer los combates, si de todos modos las calles están igual de llenas. Que varios de sus amigos se han infectado, pero no se encuentran mal. Que uno de ellos ni siquiera lo ha dicho en casa. Enseña vídeos que ha colgado en Facebook sobre uno de sus combates que acumulan miles de visualizaciones y explica sus estrategias para escapar de la policía (que de todos modos no aparece demasiado).
—Tienen miedo, supongo. No los hacemos en cualquier sitio —dice—. Hay lugares donde ellos no entran.
***
A finales de julio, mientras el resto de Francia había dejado atrás los peores momentos de la primera ola de la epidemia, Mayotte continuaba en alerta naranja. Aunque el pico de la epidemia se produjo a principios de junio, aún no se ha controlado. La pequeña isla acumula la mayor incidencia de coronavirus de todo el territorio africano; con 3 200 casos totales, el número de casos por millón de habitantes es de 12 000, mientras que en Francia son 3 500 y en Sudáfrica (el país africano con mayor número de casos), 10 000. Sin embargo, con 39 fallecidos en total, el número de muertos por millón de habitantes es de 140, mientras que en Francia son 465 y en Sudáfrica, 220.
Varios factores intervienen para justificar esta contradicción; principalmente, la juventud de los habitantes. Además, no existe el concepto de residencia de ancianos. Allí, en los países centrales, la epidemia puso en evidencia la desprotección de los mayores en las sociedades que se consideran más desarrolladas. En Mayotte, el comienzo tardío de la epidemia permitió aislar de alguna manera a las personas más frágiles. Se han hecho miles de pruebas a pacientes sintomáticos y contactos asintomáticos, trabajadores de la salud, funcionarios, maestros, presidiarios, pacientes en diálisis, mujeres embarazadas y todos aquéllos que necesitaban pasar por un quirófano. A pesar de las carencias estructurales crónicas en la isla, en la que hay un médico por cada 1 000 habitantes (en el resto de Francia hay 1 por cada 300) y una cama de hospital por cada 625 (en el resto de Francia hay 1 por cada 150), esas cifras son mucho mejores que en sociedades africanas similares en cuanto a estructura de la población y características de vida.
Julie Olivier trabaja en el comité de crisis creado por la Agencia Regional de Salud para el control del coronavirus. Es 15 de julio y hoy su misión es realizar el cribado del virus en Majicavo, uno de los barrios más poblados de Mayotte, y en el que días atrás ha habido un gran número de casos en dos familias vecinas. Al llegar, todas las tiendas están abiertas y llenas de gente. Hay niños por todas partes. Julie y su equipo entran en la casa discretamente, sin ningún símbolo que los identifique como personal sanitario. La vivienda es de tierra y paja con techo de uralita y el suelo es de barro. De mucho barro, porque la mañana es lluviosa y ningún material separa el exterior del interior. En la puerta hay neumáticos para pisar sin hundirse en los riachuelos que se forman entre casa y casa, que arrastran por igual agua y basura.
—Venimos a controlar el coronavirus —dice Julie—, pero aquí hay que hacer muchas otras cosas. El agua acumulada está plagada de mosquitos, que transmiten el dengue, y este año tenemos el peor brote en la isla. Llegamos y explicamos que la higiene es importante, pero 30% de la población no tiene agua corriente. Les pedimos que se confinen, pero sus niños están desnutridos y han aumentado los casos de violencia doméstica. La gente está muy angustiada. Hemos destinado parte del presupuesto a ayuda alimentaria. El virus no ha afectado sólo a los que han enfermado, sino a todos. Trabajamos con datos, pero hay muchas cosas que no sabemos. Por ejemplo, cuánta gente ha muerto. Si no sabemos ni cuánta gente vive en cada casa. Es imposible saber.
La dificultad sobre el conocimiento del verdadero alcance de la epidemia es una conversación habitual en el equipo del comité de crisis. En un lugar donde aproximadamente la mitad de la población es clandestina, todas las cifras son necesariamente aproximadas. Y la mezcla de miedo, estigma y desconfianza que el coronavirus ha traído aleja aún más a la gente de la oficialidad. Si una persona no tiene documentos, no está censada y no acude a ningún centro sanitario, no consta en ninguna estadística: oficialmente, no existe.
Ya en el coche de vuelta a la oficina, el chófer se desvía del camino. Quiere mostrar algo. Llega a un descampado en el que hay lápidas de madera con frases del Corán, recipientes con agua, algunas flores.
—Cuando un anciano está muy enfermo no solemos ir al hospital —dice—. ¿Para qué? Después, cuando muere, hay que hacer papeleo con la funeraria, pagarles para que lo lleven a casa. Además, ahora no te dejan ni lavarle el cuerpo ni envolverle en la sábana ni que haya familiares con él. Directo a un ataúd. Al principio decían que los incinerásemos, imagínate. Quién se va así.
En el descampado no hay nombres.
—Los pondrán más adelante, quizás —dice.
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