Originales del punk: un chicano que llegó al DF con ganas de ser chilango

Originales del punk

La historia de un chicano que llega al DF con ganas de convertirse en chilango.

Tiempo de lectura: 19 minutos

Un fragmento del libro El Bajón y El Delirio (Océano), de Daniel Hernández. (Texto publicado originalmente en 2011)

Reymundo, conocido por su nombre punk, el Reyes, es un tipo de treintaitantos años, de cuerpo grande y robusto. Su panza está llena, no exactamente de grasa ni músculo, sino de fuerza. Tiene la cabeza rapada. O sea, es punk pelón, según me explica el día que lo conozco. Por eso, a veces, lo confunden con skinhead, o peor aún, skinhead fascista. A veces eso le causa pedos.

Conocí a Reyes a finales del verano de 2009, en un foro conocido como El Clandestino, en Ecatepec, Estado de México. Es otro toquín. Grupos de punks con picos y ropa llena de parches, hombres y mujeres, se juntan en una transitada avenida. El sol quema, el olor del escape de los autos y el agua de drenaje rebota contra el tráfico y los sonidos rudos de rock provenientes del interior. Algunos chavos inhalan su mona. Reyes es el encargado de la puerta. Su trabajo es asegurarse de que los punks de afuera no se metan sin pagar los cien pesos de la entrada en la caja improvisada: un pequeño auto blanco estacionado cerca de la puerta. Dentro, un güey sentado sin camisa bebe, fuma, y recibe el dinero.

Un cartel enumera las bandas que tocarán en el Festival Katártiko Punk de Aniversario, con el lema «Porque la Catarsis aún es válida, liberarla es nuestra forma de vida». Le digo a Reyes que soy periodista de Los Ángeles y que vengo a cubrir el evento. Me dice que me espere como una hora, y luego me presenta al gerente de El Clandestino, quien me da la bienvenida junto con un amigo que está de visita desde California. El espacio, apenas un cajón con piso de tierra, hierve de chavos cubiertos de tatuajes, y chavas con collares de estoperoles alrededor del cuello y el cabello peinado en picos altos. En las paredes hay murales de calaveras, siluetas con el puño levantado, los Addicts. Aunque es evidente que no pertenezco a la escena, ni soy punk de hueso colorado, nadie me mira con sospecha ni hostilidad. Comienzo a sentirme cómodo y pido una caguama bien fría y una torta sencilla de jamón, queso, mayonesa y una raja de chile.

Ahora toca Síndrome, una de las bandas punk más antiguas y famosas de México. Todo el mundo se empuja y choca entre sí. Un chavo que parece de dieciséis o diecisiete años pero que padece un enanismo severo se une al baile comunal gracias a un cuate que lo lleva sobre los hombros. Por encima de las cabezas del resto, el pequeño punk llega al escenario, donde el cantante de Síndrome, Amaya —de cuarenta y siete años y todavía resistiendo— lo levanta, y ambos unen su energía y levantan el puño hasta la gloria. Me acerco más. Estrello mis botas contra el piso de tierra y levanto el polvo. Grito cosas sin sentido. Empujo y jalo gente. La gente rebota por todo el lugar y da codazos a completos extraños. Huele a comunidad.

Al salir de El Clandestino, le agradezco a Reyes en la puerta. Se despide de mí con un enérgico apretón de manos. «Yo te voy a enseñar las verdaderas raíces del punk en México. Los chavos tienen que saber». Algo en la actitud de Reyes me hace confiar en él de inmediato. Seis días más tarde, le llamo.

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