Los escalones frente a la Suprema Corte se poblaron lentamente. Con pies pesados y la mirada perdida, poco a poco llegaron jóvenes cargando flores a un funeral que nadie convocó. La gente llegó hasta ahí atraída por su propio dolor y en busca de otros con quienes compartirlo. Dos mujeres envueltas en una bandera LGBT+ se abrazaban llorando en silencio mientras veían las veladoras consumirse frente a ellas.
“Descansa en paz”. “Lucharemos para proteger tu legado”. “Gracias”. Los mensajes a los pies del imponente edificio de mármol esa noche eran sobrios.
Los rostros de los presentes reflejaban soledad. Nunca es buen momento para una mala noticia, pero sí hay momentos peores que otros. La muerte de Ruth Bader Ginsburg llegó en el peor de todos y el sentimiento en esa plaza era de orfandad.
Había personas que rezaban sentadas, en voz baja y en hebreo. Algunos se levantaban de pronto a prender las velas extintas por el viento con encendedores que sacaban de sus mochilas. Otros buscaban espacios para acomodar los ramos de flores que seguían llegando con el paso de las horas y empezaban a cubrir los carteles. El escenario sugería el homenaje de un ícono cultural o un líder social, mas que el de una jueza constitucional. El trabajo que Ginsburg realizó durante décadas fue revolucionario y su legado la convirtió en líder e ícono para millones.
Ruth Bader Ginsburg nació el 15 de marzo de 1933 en el núcleo de una familia judía de Brooklyn. Su hermana mayor murió a los 6 años, cuando Ruth apenas había cumplido uno. Su padre, Nathan, era fabricante y comerciante de camisas, pieles y sombreros. En su casa no faltaba el dinero, pero tampoco había demasiado. La infancia de Ruth podría haberse parecido a la de cualquier niña americana de su época, marcada por la guerra y sin muchos referentes femeninos a quienes ver como modelo, si no hubiera sido por su madre.
“Tengo un último agradecimiento. Es para mi madre, Celia Amster Bader, la persona más valiente y fuerte que he conocido, quien me fue arrebatada demasiado pronto. Rezo por algún día ser todo lo que ella hubiera sido, de haber vivido en una época en la que las mujeres pudieran aspirar y lograr, y que las hijas fueran apreciadas tanto como los hijos”, dijo Ginsburg frente a la prensa el día que el presidente Bill Clinton anunció su nominación a la Suprema Corte el 14 de junio de 1993.
[read more]
Su madre había muerto muchos años atrás, justo un día antes de que Ruth se graduara de preparatoria. Sin embargo, los pocos años que convivieron fueron suficientes para dejar en ella una marca que la acompañaría siempre. Celia había sido una estudiante diligente, ambiciosa y apasionada por la lectura. Desafortunadamente tuvo que interrumpir sus estudios cuando sus padres la mandaron a trabajar para que su hermano pudiera ir a la universidad. Ruth no solo heredó de su madre la inteligencia y el amor por los libros, también arrastró consigo una historia de injusticias que debían ser corregidas y cuya semilla creció para verse reflejada posteriormente en sus opiniones y sentencias.
Ser pionera es, de alguna forma, ser un disidente de la historia. Disentir, por tanto, era una forma de vida para alguien como Ginsburg, quien desde niña se dedicó a retar los moldes que le imponía la historia por ser mujer.
“Recuerdo haber envidiado a los niños mucho antes de haber conocido la palabra feminismo, porque me gustaba más el taller que cocinar o coser…. los niños hacían cosas de madera y yo pensaba que eso era divertido, usar el serrucho…”, dijo Ginsburg cuando visitó en 1994 una de las escuelas a las que asistió en su infancia.
Con pies pesados y la mirada perdida, poco a poco llegaron jóvenes cargando flores a un funeral que nadie convocó. La gente llegó hasta ahí atraída por su propio dolor y en busca de otros con quienes compartirlo.
Ruth disintió desde entonces y nunca dejó de hacerlo. Estudió una carrera en Cornell, a pesar de que la mayoría de las mujeres de entonces no iban a la universidad. Se casó con un hombre que le daba importancia a su inteligencia y promovía su desarrollo profesional. Insistió en trabajar, aunque inicialmente el único empleo que pudo conseguir fue como mecanógrafa y se mantuvo en el puesto hasta que la despidieron cuando quedó embarazada.
Su primer texto publicado en el periódico de Cornell en 1953 era disenso. Fue una carta en la que manifestaba su desacuerdo con la postura de dos estudiantes que defendían la intervención de comunicaciones civiles por parte del gobierno, si el objetivo era perseguir criminales. Ya desde entonces Ruth Bader Ginsburg elaboraba profundos argumentos a favor de la privacidad y la presunción de inocencia.
Sus textos de esa época reflejan la influencia de dos profesores que marcaron su forma de pensar y comunicarse. El primero fue Robert E. Cushman, profesor de Derecho Constitucional y teórico de las libertades civiles, quien despertó en ella una vibrante consciencia sobre las injusticias cotidianas y la certeza de que las herramientas legales podían servir para cambiar las cosas. El segundo fue Vladimir Nabokov, novelista y profesor de Literatura europea, quien le enseñó el poder de las palabras.
“Trato de darle a la gente una imagen en no demasiadas palabras, y me esmero por encontrar las palabras correctas”, decía Nabokov, y fue una premisa que Ginsburg adaptó a su trabajo. Años después, la precisión y el esfuerzo por evitar atajos en nombre de la eficiencia se convirtieron en notas distintivas de sus sentencias, las cuales eran siempre alabadas por su claridad.
Cuando Ginsburg entró a estudiar Derecho a Harvard, ya estaba casada y tenía una hija. Era una de las nueve mujeres en una escuela de 500 alumnos, a la que asistía junto con su esposo Martin Ginsburg, mejor conocido como Marty. Obtener calificaciones de excelencia, colaborar en la revista de la universidad y educar entre los dos a una hija de tres años, ya era suficiente carga cuando, a la mitad de la carrera, Marty fue diagnosticado con cáncer. Durante el tiempo que duraron los tratamientos, Ruth se encargó de cuidarlo y mantenerlo al corriente de sus materias, mientras ella seguía entre los primeros lugares de su clase.
Marty venció la enfermedad y terminó sus estudios. Ella, por su parte, buscó transferirse a Columbia para finalizar la carrera en Nueva York, donde su esposo había conseguido un muy buen trabajo. Cuando Ruth Bader Ginsburg logró graduarse en 1959, lo hizo con las mejores calificaciones de su generación y sin embargo, ninguna firma de abogados quiso contratarla.
La infancia de Ruth podría haberse parecido a la de cualquier niña americana de su época, marcada por la guerra y sin muchos referentes femeninos a quienes ver como modelo, si no hubiera sido por su madre.
Ginsburg aprendió a retar al sistema, no solo con sus ideas, sino con su presencia en los lugares en los que incomodaba y que no eran difíciles de encontrar, pues en ese entonces, las mujeres incomodaban en todo sitio en el que se tomaran decisiones. Con muchas presiones y ayuda de un profesor, consiguió entrar a trabajar como secretaria de estudio de un juez en Nueva York. Participó en un proyecto de derecho procesal sueco, para lo cual aprendió el idioma, y posteriormente obtuvo trabajo como profesora en la Universidad de Rutgers. Fue ahí que inició su verdadero activismo.
Cualquier evaluación del legado jurídico de Ruth Bader Ginsburg queda corto si se limita a estudiar lo que sus sentencias consiguieron. El impacto de su trabajo va mucho más allá de los fallos judiciales, inicia desde la época en la que empezó a colaborar con la Unión de Libertades Civiles de América (ACLU, por sus siglas en inglés).
Siendo profesora en Rutgers, en 1971, colaboró con la ACLU en la defensa de dos casos. En el primero de ellos, un hombre llamado Charles Moritz reclamaba que se le hiciera una devolución de impuestos por los gastos relacionados con el cuidado de su madre, quien ya era una persona mayor. La ley en ese momento preveía la deducción de este tipo de gastos únicamente cuando el contribuyente era una mujer o un hombre casado, divorciado o viudo, pero no tratándose de un hombre soltero. En el segundo caso, una mujer llamada Sally Reed reclamaba que se le permitiera administrar el pequeño patrimonio de su hijo fallecido. La ley de Idaho daba preferencia a los hombres sobre la administración de los bienes de sus hijos y, por lo tanto, el juez le había dado ese derecho al padre del menor.
Los escritos de Ginsburg refutaban las normas desde una crítica a los estereotipos de género. La defensa fue tan buena que ambos casos se ganaron. El segundo de ellos, Reed v. Reed se mantiene hasta hoy como una marca histórica de la primera vez que la Suprema Corte se amparó en la igualdad para votar contra una ley que hacía distinciones por razón de sexo.
A partir de estos casos, la ACLU invitó a Ginsburg a crear y dirigir el Proyecto de Derechos de las Mujeres. Según un recuento de Mary Harnett y Wendy B. Williams, en la siguiente década, Ginsburg publicó más de veinticinco artículos sobre igualdad de género, dirigió el litigio de veinticuatro casos ante la Suprema Corte y en seis ocasiones hizo los argumentos orales. Sus escritos, argumentos y litigios sirvieron para construir las normas y doctrina sobre el papel de las mujeres ante la justicia. Para 1980, cuando Ginsburg obtuvo una posición como jueza en la Corte de Apelaciones en Washington, DC, ya el sistema legal del país entero había sido transformado por su trabajo.
Llegó a la Suprema Corte 13 años después, en 1993, para tener el segundo asiento en la historia ocupado por una mujer. Desde sus primeros asuntos, se mostró como una jueza de firmes convicciones, pero con quien era posible dialogar sin que los argumentos se volvieran personales. Muestra de su carácter es la entrañable amistad que desarrolló con el juez Antonin Scalia. Ella, progresista, feminista y liberal. Él, un conservador apegado a la tradición y el texto de la ley. Rara vez coincidían en alguna sentencia, pero sus diferencias nunca nublaron el respeto que se tenían. Ginsburg, acostumbrada desde pequeña a disentir, encontró en Scalia un oponente que la retaba a pensar más y mejor sus argumentos. Compartían el gusto por la ópera, a la que seguido asistían juntos y disfrutaban convivir con sus parejas fuera del trabajo.
Sus escritos, argumentos y litigios sirvieron para construir las normas y doctrina sobre el papel de las mujeres ante la justicia.
Una mañana de junio de 1996, mientras Ruth Bader Ginsburg se preparaba para salir de la Corte Suprema rumbo a una conferencia en el estado de Nueva York, el juez Scalia pasó a su oficina con un fajo de papeles. Se trataba de la última versión de su opinión disidente en el caso “United States v. Virginia”.
“Ruth, este es el penúltimo borrador de mi opinión disidente en el caso VMI. No está todavía en forma para circularlo en la Corte, pero el término se está acercando y quiero darte tanto tiempo como pueda para responderlo”, dijo Scalia al dejar las hojas sobre el escritorio. Así lo relató ella misma para el libro My Own Words, publicado en 2018.
Ginsburg leyó el borrador de Scalia durante su vuelo a Albany y trabajó los siguientes días en la sentencia.
“…me dio gusto tener más días para ajustar la opinión de la Corte. Mi borrador final fue mucho más persuasivo gracias a la aguda crítica del juez Scalia”, dijo años después como parte del discurso que dió en marzo de 2016 en homenaje al juez que había sido su compañero y amigo.
En dicho asunto, Ruth Bader Ginsburg argumentaba que era discriminatorio negar la admisión a mujeres en la preparatoria pública de mayor renombre en el estado de Virginia, el Instituto Militar (VMI). Scalia, por el contrario, creía que no era el papel de los jueces sino de los órganos legislativos determinar lo que se debe considerar discriminatorio cuando la Constitución no es clara y que, por lo tanto, debía mantenerse la regla que excluía a las mujeres.
La mayoría de la Corte estuvo con Ginsburg y el caso VMI inauguró un nuevo estándar para evaluar la discriminación por cuestión de género en el país. Para Ginsburg, el disenso no era una ruptura, sino la posibilidad de construir un diálogo profundo y complejo.
En los siguientes años, Ginsburg redactó importantes sentencias, no solo en materia de género, sino impulsando criterios más justos a favor de las personas con discapacidad, a favor del medio ambiente, en contra de abusos electorales de las autoridades y en contra de las penas excesivas contra ciudadanos. Fue implacable con el racismo, defendió a los migrantes y promovió siempre la igualdad de derechos independientemente de la orientación sexual.
Sin embargo, una parte importante del ideario de Ginsburg nunca llegó a las sentencias. Ella tenía prisa por cambiar las cosas, pero la Corte no estaba dispuesta a seguirle el paso. Leer solo las sentencias que escribió o apoyó es recoger únicamente lo que un grupo de jueces, mayoritariamente hombres, validaron. Ginsburg entendió que su poder no solo estaba en las mayorías que convencía dentro de la Corte sino también en las posturas disidentes que manifestaba y que repercutían en noticieros, escuelas de Derecho y columnas de opinión. La frase, “I dissent” (“Yo disiento”), con la que sellaba sus opiniones, se convirtió en su firma pública. Adoptarla no era poca cosa. De entrada, implicaba tomar distancia del tradicional “respetuosamente disiento” que esconde una especie de disculpa que Ginsburg se rehusaba a ofrecer antes de dar su opinión. Sus disensos eran más que una postura personal, eran un esfuerzo por dibujar la ruta que ella creía que la Corte debía seguir en el futuro.
Fue implacable con el racismo, defendió a los migrantes y promovió siempre la igualdad de derechos independientemente de la orientación sexual.
Disintió en el caso Gore v. Bush, en el año 2000, cuando la Corte decidió que no se debía hacer un recuento de votos. Disintió en Ledbetter v. Goodyear cuando se le negó a una mujer el derecho a reclamar a su jefe por pago inequitativo años atrás. Disintió en González v. Cahart, cuando la Corte restringió los límites del aborto. Lo hizo también en Shelby County v. Holder, cuando la Corte redujo las barreras que evitaban que los estados restringieran los derechos políticos de las minorías en ciertos distritos. Lo hizo en Burwell v. Hobby Lobby Stores cuando se permitió que aseguradoras no cubrieran el costo de ciertos anticonceptivos por cuestiones religiosas. La lista continúa…
Ginsburg entendió que la justicia trasciende lo que se aprueba y se rechaza. Comprendió que hay una narrativa más amplia que se construye entre los jueces y los ciudadanos de manera permanente y que no puede quedarse detrás de los escritorios. ¿Para qué escribir largas opiniones que no van a cambiar el sentido de una resolución? Ginsburg sabía que esas mujeres sentadas a los pies de la Corte, envueltas en una bandera de arcoíris, necesitaban a una persona que hablara por ellas dentro de la sala. Entendió que el discurso judicial no era para ser atesorado dentro de edificios de mármol y salones de madera de roble, sino para convertirse en un vocabulario popular que le sirviera a los ciudadanos como una herramienta para entenderse, dialogar y redefinir el mundo.
La capital de Estados Unidos está de luto. El rostro de Ruth Bader Ginsburg aparece en playeras, tazas, y en tatuajes. Sus frases se replican en pancartas:
“Yo disiento”.
“Las mujeres pertenecen a todos los lugares donde se están tomando decisiones”.
Los ojos tristes están de nuevo mirando a la Corte la mañana siguiente. Miles de personas siguen llegando a despedirse, a consolarse y compartir las dudas que su partida genera. Su ausencia abre la posibilidad de que el presidente Donald Trump nomine en su lugar a un juez conservador que revierta muchas de las sentencias por las que ella trabajó durante años.
“Mi más ferviente deseo es no ser reemplazada (en la Corte) hasta que un nuevo presidente haya tomado posesión”, le dijo Ruth Bader Ginsburg a su nieta, Clara Spera, antes de morir. Sus partidarios, dentro y fuera del partido Demócrata, intentarán que su deseo se respete, pero el panorama no pinta favorable. Tanto el presidente como los senadores republicanos quieren asegurar ese espacio antes de la elección de noviembre.
En los tiempos convulsos que se viven, esa mujer pequeña y discreta, era un gigante que daba certezas. Su presencia dotaba de cierta coherencia al país. Entiendo el sentimiento de orfandad. No solo se fue una jueza, se fue una aliada incansable, se fue la voz de muchos. Se queda el recuerdo, el legado y un enorme vacío.
[/read]