Pandemia Fútbol Club: nueve jugadores atrapados en Bolivia
Para muchos adolescentes de bajos recursos, el fútbol profesional luce como el camino soñado para el éxito. Nueve jóvenes colombianos son engañados por un estafador, un empresario que se dice colombo-argentino y que ha llevado a jugadores a clubes desde México hasta Alemania. Durante la pandemia, en un departamento en Bolivia, estos jugadores quedan abandonados a su suerte y enfermos de Covid-19.
Cualquiera que haya asistido a un templo para una ceremonia católica ha tenido que preguntarse alguna vez de dónde sale el sacerdote que celebra la misa y a dónde se va cuando la cierra: ¿qué hay detrás del altar?, ¿cómo es el backstage de un cura?; ¿tiene camerinos donde tirar la sotana?, ¿hay utilería religiosa atravesando los pasillos?
La puerta trasera de la parroquia La Salette, al sureste de la ciudad boliviana de Cochabamba, en el centro del país, descubre un jardín frondoso y muy bien cuidado, con molles y fresnos que dosifican la severidad solar y una mixtura iridiscente de rosas y achiras. Un paisaje al que, a primera vista, sólo le faltan animales salvajes y benévolos para completar la postal del paraíso. Sólo al fondo y en los costados asoman unos bloques que revelan la mano del hombre. Hay un salón parroquial de tres plantas, tan amplio como para acoger una pista de baile, un chalet de dos pisos y en el oeste, una canchita deportiva.
El párroco de La Salette asegura nunca haber practicado deportes. Mediano, moreno, de pelo pajoso y lentes sobrios, David Cardozo es un sacerdote de 48 años más afecto a las películas que al ejercicio: asumió la vocación católica después de ver Hermano sol, hermana Luna (1972), el filme de Franco Zeffirelli que recrea la vida de San Francisco de Asís. Y aunque uno se siente tentado de traer a colación eso de que “Dios da pan a quien no tiene dientes”, la vida reciente de Cardozo convierte a la canchita de cemento en una señal premonitoria del destino que cumplió: la canchita que sólo encontró razón de ser cuando la pisaron nueve futbolistas colombianos, primero, estafados por un compatriota suyo; luego, contagiados —casi todos— de Covid-19; y, finalmente, salvados por el cura que descubrió a Dios en el cine.
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Michael Narváez es uno de los nueve que se salvaron en La Salette. Llegó a Bolivia el 14 de febrero de este año, cuando el sueño de vivir del fútbol aún podía ser una enfermedad más peligrosa que el coronavirus. De porte menudo y recio, el futbolista bogotano, que carga en el cuerpo más tatuajes que años —27 a 21—, viajó junto a Santiago Ávila, de 20 años, y Steven Velandia, de 21, colombianos como él que salieron de Bogotá con la promesa de encontrar una carrera profesional en el Club Deportivo Bata, un equipo de segunda división (Primera A) de la ciudad boliviana de Quillacollo, distante a 14 kilómetros de Cochabamba.
A los tres los había invitado, por carta, un compatriota suyo que se presentaba como presidente de Bata y firmaba bajo las iniciales E.H.O.S.: Édgar Humberto Ozuna Sánchez. En las cartas, la “institución” prometía hacerse “cargo del sostenimiento del jugador, siempre y cuando milite en nuestra cantera, proceso de formación y especialización”. Lo que no estaba escrito, algo que convinieron sólo de palabra, era que cada uno debía pagarle a Ozuna mil dólares a fin de asegurar su cupo en el equipo y costear sus gastos de estadía hasta su contratación. Le adelantaron la mitad por giro, antes de salir de Colombia, y le entregarían el saldo una vez en Bolivia.
En Quillacollo, los tres recién llegados se hospedaron en un alojamiento modesto, donde también estaban Édgar Ozuna y dos jugadores colombianos: Kenny Asprilla Copete, de 19 años, y Ricardo Bernal, de la misma edad. Tardaron dos semanas en pisar una cancha y, cuando al fin salieron a entrenar, les llamó la atención que no lo hicieran con Bata, el equipo del que su representante decía ser presidente. Se probaron en otros clubes de segunda división, que practicaban en Cochabamba, a más de 45 minutos de viaje de su alojamiento. En las siguientes semanas llegaron cuatro futbolistas colombianos más: Camilo Puentes, de 20, Carlos Chávez, de 21, Nicolás Castro, de 20, y Jhojan Vélez, también de 20 y que, a diferencia del resto, procedía de Santiago de Chile, donde vivía desde 2012.
Unas semanas después, sin mayor explicación, Ozuna se llevó a los nueve hasta un departamento de la zona sureste de Cochabamba, donde empezaron a dormir repartidos en dos habitaciones sin camas, sobre colchones de paja y unas pocas sábanas. Eso era lo que les suministraba el hombre que, por escrito, les había prometido “sostenimiento”, “formación” y “especialización”.
Con un cuerpo rediseñado a plan de tatuajes, Michael rápidamente advirtió los que tenía Ozuna: “Vi un tatuaje grande en la espalda que era de un círculo con estrella, como del pacto del diablo. Vi otro en el brazo que decía: ‘no me le arrodillo a Dios, sino al diablo’. Tenía un diablo en el pecho y una luna negra con demonios en el brazo”. El diablo susurró en mi oído: ‘no eres lo suficientemente fuerte para resistir la tormenta’. Hoy le susurré al diablo en el oído: ‘Yo soy la tormenta’”. La sentencia aparece como foto de portada en la cuenta de Facebook “Ozuna Edd”, de Edgar Humberto Ozuna Sánchez. Su pasaporte precisa que nació en Bogotá, el 13 de febrero de 1989. Con una selfie como foto de perfil, en la que se lo ve barbado y ligeramente sonriente, la información de la cuenta dice que trabaja en Administración de Empresas, que estudió en la Universidad de Palermo (Argentina), que vive en Cochabamba y es de Bogotá. De las fotos que aparecen en su cuenta, buena parte son retratos o autorretratos que lo muestran en su versión más conocida: el pelo negro peinado hacia atrás, bigote y barba de candado. Por su look, podría remitir a una versión más desprolija y avejentada de su compatriota Maluma.
***
El departamento al que Ozuna se llevó a los nueve futbolistas era el segundo piso de una casa de propiedad de un matrimonio con dos hijos adolescentes. Poco o nada compartían con el representante, que ni siquiera los ayudó a fichar por otros equipos de segunda división que mostraron interés en cinco de los colombianos.
La ilusión de vivir del fútbol en Bolivia terminó por desplomarse el 21 de marzo, cuando el gobierno decretó cuarentena estricta en todo el territorio boliviano para frenar la propagación del coronavirus, la pandemia que había llegado al país el 10 de marzo. Se cerraron las fronteras, se suspendió el transporte aéreo comercial, se redujo al mínimo la circulación vehicular, se restringieron las salidas fuera de casa a un día por semana y, lo peor para los colombianos, se cancelaron las actividades deportivas. No se podía hacer nada en grupo, salvo esperar encerrados a que alguien en el mundo inventara una cura.
La precariedad en que vivían Michael y sus ochos compañeros fue agravándose con el paso de los días. A la incomodidad del sitio se sumó la paulatina escasez de alimentos. Debían juntar lo poco que tenía cada uno para prepararse una comida común. Había días en que ni se alimentaban para racionar sus reservas. Las pocas veces que comían bien era porque la dueña de la casa se condolía de ellos. “Con el tiempo nos dimos cuenta de que ella nos estaba dando los platos de comida, porque Ozuna ya no nos daba víveres”, relató Michael.
En videos que grabaron con sus celulares y publicaron luego, se los veía escarbar en los cajones de la cocina del departamento, donde no guardaban más que una bolsa pequeña de arroz, dos de macarrones y fideos, sal, una botella con aceite y dos latas pequeñas de atún.
Ozuna tampoco les daba dinero para comprarse alimentos: pasaba más tiempo en la calle que en el departamento. No contestaba a sus llamadas ni a sus mensajes; tampoco les ofrecía alternativas para volver a Colombia. Ni siquiera pagaba el alquiler del departamento. Las familias de los muchachos, con las que se escribían y hablaban por celular a diario, comprendieron que debían repatriarlos lo más pronto posible. A algunos les compraron pasajes para los primeros días de mayo en vuelos que, sin embargo, se cancelaron una vez que la cuarentena clausuró el espacio aéreo boliviano. Había que seguir esperando, aunque el hambre y el abandono no daban tregua a los jugadores, que llegaron vivos a abril gracias a la solidaridad de los dueños de casa.
La ilusión de vivir del fútbol en Bolivia terminó por desplomarse el 21 de marzo, cuando el gobierno decretó cuarentena estricta en todo el territorio boliviano para frenar la propagación del coronavirus, la pandemia que había llegado al país el 10 de marzo.
En su desesperación, se animaron a salir en grupo el 16 de abril para denunciar a Ozuna ante la policía y ese mismo día, lo detuvieron por tráfico de personas, pero lo liberaron a las pocas horas por falta de evidencias. En su reporte del día siguiente, la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen de Cochabamba dio cuenta del hecho que apenas sirvió de relleno en algunos medios locales, que se olvidaron del tal Ozuna. Hasta el 20 de abril. Ese día, los medios publicaron un boletín de la fiscalía que informaba que un juzgado había determinado la “detención preventiva de Edgar H. O. S. por el delito de estafa agravada por presuntamente no haber pagado los servicios de dos alojamientos que contrató para su estadía y la de otros 17 supuestos jugadores de un club deportivo”.
La segunda detención de Ozuna no se produjo por las denuncias de los nueve futbolistas, sino por la de los dueños de dos hospedajes de Quillacollo. Janneth Zelada, dueña de uno de ellos, estima que Ozuna llegó a trasladar una treintena de futbolistas entre octubre y noviembre de 2019. Sólo en su recinto, registró a 24, dos de ellos argentinos y 22 colombianos. Entre octubre pasado y marzo de este año, Ozuna hospedó a futbolistas en al menos tres alojamientos de Quillacollo, además del departamento de Cochabamba al que se llevó a los nueve que lo habían denunciado infructuosamente el 16 de abril. La deuda que acumuló con los dos alojamientos denunciantes asciende a más de 38 mil bolivianos (unos 5 500 dólares), una cifra harto menor a la que habría reunido cobrando a los futbolistas. Si Janneth Zelada, la dueña del alojamiento, dijo que fueron unos 30, uno de los jugadores estafados se animó a más: 40. A cada uno le pedía entre 800 y 1500 dólares, como coinciden varios testimonios. De haber recibido en promedio mil dólares por jugador, en los seis meses de reclutamiento bien pudo recaudar de 30 a 40 mil dólares. El problema es que, salvo por el relato de algunos futbolistas, no hay evidencia que certifique tales pagos. Ozuna sabía que para sortear cualquier entuerto legal su nombre debía estar fuera de las transacciones, así que los giros con los que los futbolistas y familiares le mandaban el dinero se hacían a nombre de otros.
Ese método de trabajo no era nuevo para Ozuna. El futbolista colombiano Sebastián Macías (20), por ejemplo, llegó a Bolivia el 30 de octubre de 2019, también con la promesa de fichar por Bata, pero se separó pronto del “representante”, al percibir sus mentiras y contradicciones, que pudo corroborar en internet. Descubrió que dos años antes, en 2017, lo habían detenido en Paraguay por los mismos hechos que él había vivido en Bolivia. El 25 de agosto de ese año, el periódico paraguayo ABC informó, en la nota “Investigan trata de extranjeros”, que siete futbolistas colombianos y un panameño habían sido rescatados tras el allanamiento a una casa en Luque, Paraguay, un operativo ejecutado “en el marco de una causa contra Edgar Leandro Ozuna Sánchez (su identidad en territorio paraguayo) sobre el hecho punible de trata de personas”. El 25 de diciembre del mismo año, el medio paraguayo Última Hora reportó, en la nota “Fiscalía imputó a un hombre por explotar a 10 jóvenes”, que habían capturado a Ozuna cuando intentaba ingresar a Bolivia con un documento de identidad paraguayo falso.
***
Con Ozuna encerrado en la cárcel San Pablo de Quillacollo, los nueve futbolistas dependían de sí mismos, de sus familias y de los dueños del departamento. Comenzaron a buscar vuelos humanitarios que los devolvieran a Colombia, mientras los dueños de casa los seguían alojando y alimentando sin cobrarles un peso. Sin embargo, la madre de la familia anfitriona se preocupaba porque no le alcanzaba la comida para alimentar con suficiencia a los colombianos. Por eso, una noche llamó al sacerdote David Cardozo, de la parroquia La Salette, próxima a su casa, a la que asistía y para cuya virgen confeccionaba vestidos.
Cardozo visitó a los jugadores colombianos al día siguiente. Al comprobar su relato, tomó su celular y envió a los grupos de WhatsApp de sus feligreses un pedido de ayuda para los deportistas. Organizó campañas parroquiales para acopiar alimentos, artículos de limpieza e implementos de bioseguridad que les permitieran enfrentar más dignamente su estancia. En su teléfono también registró los números de los muchachos para mantenerse al tanto de cómo les iba y brindarles apoyo anímico. Con la ciudad bajo cuarentena estricta, las primeras veces les llevaba las donaciones a pie o en bicicleta, una rutina que sólo cambió cuando consiguió autorización para circular en la camioneta blanca Toyota Hilux de la parroquia.
Ya sin tener que preocuparse de buscar comida para el día siguiente, los futbolistas se entregaron con optimismo a contactar a las autoridades diplomáticas de su país en Bolivia para hacerles saber que necesitaban volver a Colombia.
Mientras tanto, en Colombia, familiares de los futbolistas como Yovanny Puentes, padre de Camilo Puentes, sintieron un enorme alivio al saber que Cardozo les proveía de todo eso que ellos no podían por estar a más de 4 700 kilómetros de distancia. “Si no hubiera sido por el padre, nuestros hijos hasta muertos estarían”, me dice por teléfono, desde Bogotá, Yovanny, con una dosis de dramatismo que, en vista de lo que habían pasado y de lo que aún pasarían, no era exagerada.
Al poco tiempo, el padre David tomó contacto con la Embajada colombiana para apoyar las gestiones de un vuelo humanitario que devolviera a los muchachos a su país. Las diligencias de los futbolistas y del sacerdote avanzaban a paso lento debido a la cuarentena. Sin embargo, se detuvieron de golpe la segunda semana de mayo, cuando se enteraron de que habían trasladado al dueño de la casa donde vivían a una clínica tras tener un diagnóstico positivo de Covid-19.
El 9 de mayo, los futbolistas grabaron un video de 75 segundos para pedir auxilio a su país. Apiñados en un cuarto del departamento, los nueve se pusieron frente a una cámara, abrigados con chaquetas deportivas, gorras de tela y de lana, y barbijos multicolores. Uno de los nueve, llamado Nicolás Castro, leyó un comunicado como si hablara en nombre de una célula guerrillera que anunciaba el secuestro de un alto ejecutivo de Adidas o Nike. Pero lo que contaba estaba lejos de eso: contó su viaje a Bolivia, la estafa de Ozuna, el hambre que pasaban y el contagio del dueño de casa. Aclaraban que ellos seguían sanos; hacían saber a los colombianos que el sueño de ser futbolistas lo habían cambiado por el de tener un “sustento alimenticio” y “volver a casa”. “No nos olviden” era el pedido que cerraba el video, que el medio colombiano RCN usó para la nota “Nueve futbolistas colombianos fueron estafados en Bolivia y están encerrados en una casa con Covid-19” y que se publicó ese mismo día. Ésta fue una medida desesperada por llamar la atención de las autoridades colombianas. Creyeron que su grito de auxilio, ignorado hasta ese momento, se haría más audible si lo amplificaban los medios de comunicación.
Mientras, tras la internación del dueño de casa, el Servicio Departamental de Salud tomó muestras a todos los ocupantes de la vivienda. La esposa y los dos hijos del infectado dieron positivo; aunque en principio creyeron estar libres del virus, ocho de los futbolistas, también. La familia debía permanecer en su casa, en aislamiento, mientras que los deportistas tuvieron que trasladarse al Hospital del Sur para recibir atención. Ese traslado se realizó el 13 de mayo, cuatro días después del comunicado, 23 días después de la segunda detención de Ozuna, 53 días después de haber empezado el confinamiento por la pandemia en Bolivia.
Si el virus del fútbol los había “picado” para venir a Bolivia, el coronavirus había llegado para completar el trabajo de Ozuna: retenerlos indefinidamente en un país devenido en jaula.
Michael fue uno de los ocho que se internaron en el hospital. Tan dedicados estaban a no morir de hambre y volver a Colombia, que ni él ni sus compañeros prestaron mayor importancia al malestar que sintieron. El que peor la pasó fue Jhojan, a quien los dolores de articulaciones, agravados por la dificultad para respirar, fiebre, jaqueca y diarrea le tuvieron inactivo por unos días.
El coronavirus obligó al padre David a ajustar su estrategia de acompañamiento. Si hasta antes del contagio su prioridad era garantizarles una alimentación regular y buscarles un vuelo de retorno, la pandemia lo convirtió en su tutor para fines médicos y en su interlocutor para mantener al tanto a sus respectivas familias. Aunque era un padre no biológico, se volvió el miembro más importante del grupo de WhatsApp que habían creado los familiares para coordinar la vuelta de sus hijos. Hablaba a diario con el director del Hospital del Sur y con la doctora que atendía a los ocho colombianos. Y, lo que le reportaban, lo replicaba una y otra vez en el celular: estaban estables y evolucionaban favorablemente. Pero ni así conseguía mantener plenamente tranquilos a los padres, madres y hermanos que, desde Colombia, no podían dejar de imaginar el peor de los escenarios. La noticia del contagio los había dejado en shock y seguían en ascuas el padecimiento. Sabían que, aunque la enfermedad era letal sobre todo con las personas mayores de 60 años, había casos de gente más joven que moría de coronavirus. La sombra de la muerte era un miembro más, el más silencioso, del grupo de WhatsApp. “Fue un infierno, por la impotencia que tenía uno aquí en Colombia de no estar allá. De haber estado hospitalizados acá, uno podía ir al hospital y averiguar todo el tiempo pero, a tantos kilómetros de distancia, fronteras cerradas, la impotencia que sentíamos era muy grande. Y el dolor de padre y madre, más aún”, me cuenta Yovanny.
Los futbolistas mantenían contacto con sus familias desde el hospital y confirmaban los partes del padre David. Salvo Jhojan, los demás sobrellevaron el trance con más ansiedad que tos: eran asintomáticos. Así lo recordaría Santiago Ávila, uno de los que llegaron de Bogotá con Michael: “Estuvimos bastante tranquilos porque éramos asintomáticos. Gracias a Dios no tuvimos ningún síntoma”.
La internación de los ocho era una medida más orientada a prevenir que ellos contagiaran a otros. Su vida no corría peligro. Tampoco cabía angustiarse por los gastos médicos: la Embajada colombiana había gestionado ante la Alcaldía de Cochabamba que el Hospital del Sur no les cobrara ni a los deportistas ni al padre David.
Si el virus del fútbol los había “picado” para venir a Bolivia, el coronavirus había llegado para completar el trabajo de Ozuna: retenerlos indefinidamente en un país devenido en jaula.
A él le tocó aliviar la ansiedad de los muchachos que estaban desesperados por salir del hospital y volver a casa, pero también combatir la angustia que atenazaba a sus familiares en Colombia. No descuidó ninguno de los flancos, pese a que él también debió aislarse por diez días en su parroquia por protocolo. Siempre dio negativo a las pruebas, así que no dejó de monitorear la salud de los jóvenes ni de esparcir virtualmente su fe a sus familias en Colombia. Tras su aislamiento, hizo de las visitas al hospital parte de su rutina diaria.
Su optimismo se hizo más palpable durante la cuarta semana de mayo, cuando cinco —Kenny, Jhojan, Santiago, Carlos y Michael— dieron negativo. Los tres restantes estuvieron en el hospital hasta el 13 de junio, pero el alta de los cinco, fijada para el lunes 25 de mayo, fue todo un acontecimiento, pues eran de los primeros recuperados de Covid-19 en Cochabamba. Su salida fue televisada en vivo. Después, el párroco los llevó a La Salette para que cumplieran aislamiento y prosiguieran sus gestiones para volver a Colombia. Mientras ingresaban a la ambulancia, lo único que se les escuchó decir ante las cámaras de televisión fue un agradecimiento para su “ángel”, el cura David Cardozo.
Sólo unas horas antes, el padre David se había despedido de Nicolás Castro, el futbolista que había leído aquel comunicado el 9 de mayo y también el único de los nueve colombianos que no se había enfermado de Covid-19. Durante todo ese tiempo, el padre David lo había alojado en la parroquia. El cura parecía el agente de una estrella del fútbol que salía de un chalet para atender la enésima entrevista con medios. Y algo de eso había, porque después de que los futbolistas leyeron aquel comunicado, la noticia desbordó las redes sociales y se hizo viral. El puntapié de partida fue la noticia que publicó el periódico boliviano Opinión el 16 de mayo: “8 futbolistas colombianos traídos con engaños se contagian de Covid-19”.
En los siguientes días hicieron eco de ella otros medios de Bolivia, Colombia y gran parte del mundo hispanoparlante. No es que hablar con periodistas fuera algo impensable para Nicolás Castro, que lo había imaginado como parte natural del triunfo futbolístico; en vez de celebrar un campeonato ante los medios, tuvo que contar una historia de estafas, enfermedades y sueños frustrados.
Castro había llegado a Bolivia el 5 de marzo, más de tres meses atrás. Cuando él y sus compañeros denunciaron a Ozuna y pidieron auxilio a las autoridades colombianas en Bolivia, los medios apenas los escucharon. Sus ocho compañeros aún no se habían enfermado: no eran noticia. Contagiarse de coronavirus fue lo “mejor” que pudo pasarle al grupo. La enfermedad fue para los muchachos una prenda de garantía para encaminar su vuelta a casa. Y Nico estaba ahí para abrir el camino.
A este delantero, espigado y con ojos de niño, haber sorteado el virus le permitió hablar por todos. Vestido con la camiseta blanca del equipo argentino Newell’s Old Boys, dijo que había dejado su trabajo en la carnicería de su padre, en Chocontá, Cundinamarca, para perseguir una carrera como futbolista profesional en Bolivia. Ni siquiera las mentiras de Ozuna le hicieron renunciar a su proyecto. “Nada de lo que había dicho era realidad, pero uno, por cumplir el sueño de ser futbolista, se adhiere a cualquier situación; uno pasa la situación porque dice: ‘Éste es mi sueño, esto es lo que yo quiero hacer’”, me dijo Nico, al pie de un venerable molle de La Salette, el 21 de mayo, cuatro días antes de volver a Colombia.
***
La fama de villano del fútbol de Ozuna comenzó a fraguarse en 2015, cuando el programa televisivo de investigación periodística Séptimo día, de la red colombiana Caracol, lo puso en evidencia en un largo reportaje titulado “Sueños desinflados”. El programa ventila denuncias contra él en al menos 14 ciudades de Colombia y se prodiga en secuencias en las que un joven Ozuna se hace pasar por un empresario colombo-argentino comprometido con exportar talento futbolístico de Colombia; donde cuenta que ha llevado jugadores hasta Alemania y México, y dice tener representación de los clubes argentinos River Plate y Rosario Central y hasta afirma ser amigo del papá de Lionel Messi. Se precia, además, de haberse formado en la Universidad de Palermo y promete a decenas de jóvenes un futuro glorioso y boyante vistiendo las camisetas de los equipos más populares del continente. Todas estas historias son desmentidas por un reportero que viaja hasta Argentina para corroborar que en River Plate y Rosario Central no conocen a Ozuna, y que nunca estudió en la Universidad de Palermo una carrera que ni siquiera existe. En Colombia son varios los futbolistas jóvenes que han caído en sus engaños, pagándole por jugar en el extranjero para luego ser abandonados en países como México. Uno de los momentos más sugerente es cuando el reportero da con el esquivo Ozuna en una plaza de comidas de la ciudad de Pereira, en el eje cafetero colombiano; le encara sus mentiras, pero él nunca las admite y, lo que es más inquietante, nunca deja de hablar con acento argentino.
Pese a que estaba colgado desde hace dos años en YouTube, los jugadores no vieron a tiempo el reportaje “Sueños desinflados”, ni sus familias o entrenadores. Ozuna, mientras tanto, vendía la posibilidad de jugar en equipos de Argentina y que con los años sólo ha ido cambiando de país y de categoría: si entre 2014 y 2015 ofrecía llevar talentos a clubes argentinos de primera, en su última operación llamó a jugadores para fichar por un cuadro de segunda división boliviana. Los destinos son más modestos, pero los destinatarios son los mismos: adolescentes y jóvenes, en su mayoría de bajos recursos, para los que el fútbol profesional, sea en Argentina, México, Paraguay o Bolivia, luce como el camino soñado para salir de la pobreza y ascender a los cielos del “deporte rey”. Y si sus víctimas siguen siendo las mismas, también lo es su método para embaucarlas: apelar a su ambición, ingenuidad, desinformación y desamparo.
A Ozuna le gustaba repetir que, en este mundo, el “vivo vive del bobo”. Él era un “vivo” o un “vivillo” que había encontrado en el fútbol algo parecido al coronavirus: una enfermedad que, sin mayor aviso, se mete en un “bobo” al que va debilitando y haciendo cada vez más indefenso, hasta dejarlo seco. Ozuna “vivía” de una pandemia anterior y acaso más incurable que el coronavirus: los sueños, las ilusiones de esos que él llama “bobos”.
Pero Ozuna no es un vivillo del montón. Lo demuestra la enorme cantidad de vítimas, esos 30 o más jugadores que llegaron antes que los rescatados por el padre David, entre ellos, Daniks Cuero, de 22, a quien llevó a Quillacollo y de ahí a Santa Cruz, una ciudad oriental de Bolivia donde ahora vende sodas en una rotonda para enviar algo de dinero a su hijo de dos años, en Buenaventura, Colombia.
No es un vivillo del montón, pero tampoco es el único de su calaña. Lo sabe Rubén Darío Vega, de 19, un jugador que no se olvida de los 4233 kilómetros que recorrió por tierra en seis días, de Cali a Oruro, fiándose de las promesas de dos entrenadores, uno colombiano y otro boliviano. Hay, incluso, otros más avezados que Ozuna, como los tres que capturaron en Cádiz, España, donde a principios de junio se desbarató una red de prostitución que había llevado hasta esa ciudad a siete futbolistas sudamericanos, con la promesa de abrirles espacio en clubes europeos, para luego explotarlos sexualmente. De esos siete, seis son colombianos.
***
Nico se fue de La Salette (y de Bolivia) la mañana del 25 de mayo en un vuelo humanitario y, por la tarde, dieron de alta del hospital a sus cinco compañeros. Se hospedaron en la parroquia, en las plantas superiores que, durante diez días, se convirtieron en un centro de aislamiento, como lo exigió el protocolo sanitario del Hospital del Sur. Pasaron el periodo de confinamiento durmiendo la mayor parte del tiempo. El padre David y sus colaboradores les dejaban la comida para que se alimentasen sin entrar en contacto con otras personas.
Esos diez días fueron de relativa paz, porque no podían salir. El onceavo día, el primero de “desconfinamiento”, salieron para volver a poblar los noticieros. Dos de ellos, Michael y Carlos, donaron plasma hiperinmune para colaborar en la recuperación de víctimas del coronavirus en Cochabamba. Su plasma, declararon a los medios, era el capital con el que retribuían la solidaridad de los cochabambinos.
El plasma de su sangre O+ fue el pase con el que Michael volvió a salir de La Salette. Viajó el 7 de junio a Santa Cruz, la ciudad boliviana más golpeada por la pandemia, para intentar salvarle la vida a un hombre de 34 años que agonizaba de Covid-19. Lo llevó en una camioneta el primo del paciente. “Lo que más me conmovió fueron los hijos, porque el hombre tenía tres hijitos: de dos, seis y diez años”, contó Michael. La posibilidad de que los niños quedaran huérfanos de padre lo desarmó. Con sólo 14 años, él había perdido a su papá, asesinado en Argentina.
Los destinos son más modestos, pero los destinatarios son los mismos: adolescentes y jóvenes, en su mayoría de bajos recursos, para los que el fútbol profesional, sea en Argentina, México, Paraguay o Bolivia, luce como el camino soñado para salir de la pobreza.
Volvieron por una ruta más larga, accidentada y expuesta a precipicios. “El camino era lento y con muchos abismos”, relató con un dejo de susto que se antojaba curioso para un volante externo que debía estar acostumbrado a correr al borde del abismo, llevando la pelota al filo de la línea que separa el juego del infinito. Tardaron 13 horas en llegar a La Salette, desde donde Michael respondió en audios.
—¿Y cómo fue la donación de plasma?
—Lastimosamente, el señor falleció ayer en la noche. No se pudo hacer la transfusión— respondió, entre cansado y abatido, en medio del bullicio de sus compañeros, que vociferaban e intercambiaban pullas a la espera de su cena.
El trajín, las charlas y los juegos entre los futbolistas rompieron la calma reinante hasta entonces en la parroquia. El padre debió fijar horas estrictas para las comidas (desayuno a las 9:00, almuerzo a las 13:00, cena a las 20:00) a fin de no desordenar la rutina parroquial. Los comprometió a limpiar sus dormitorios y baños, así como a lavar y desinfectar su ropa. Las tardes podían destinarlas a jugar en la canchita pero, siendo impares y con una pelota ponchada, no era tan fácil.
La segunda semana de junio recibieron refuerzos. Primero, llegaron desde Oruro —ciudad altiplánica colindante con Chile— otros dos jugadores colombianos que habían pasado por algo parecido. Después, les regalaron una pelota nueva. Ya eran siete, un número impar que se volvió par porque Kenny, lesionado de la rodilla, se ocupaba de relatar y grabar los partidos entre dos equipos de tres jugadores por lado, que bautizaron como “Arrimados Fútbol Club” y “Llegados FC”.
Mientras, el padre David monitoreaba la salud de los tres futbolistas que aún quedaban internados, procuraba calmar a sus familias y presionaba a la Embajada colombiana para programar el vuelo. Sus gestiones ya habían permitido que la legación diplomática aportara dinero para costear la alimentación de los futbolistas alojados en la parroquia, para entonces convertida en un centro de alto rendimiento deportivo.
El almuerzo del día en que estrenaron la pelota contrastaba con la dieta involuntaria que padecieron al “cuidado” de Ozuna. Si en abril debían escarbar en alacenas para servirse, con suerte, un plato de arroz, ese mediodía de junio podían darse el lujo de no terminar los platos de macarrones, carne de res y verduras porque estaban llenos. El balón recién llegado los arrancó de la mesa y lo empezaron a patear en el mismo salón donde sólo minutos antes almorzaban.
Poco después, el 19 de junio, se embarcaron hacia Santa Cruz en un bus que estuvo a punto de dejarlos —por la sospechosa presencia de los periodistas que los entrevistaban— pero que, finalmente, los llevó para que tomaran el avión dos días más tarde. Al dueño del bus debieron rogarle para permitirles hacer un viaje semiclandestino, al cabo del cual caminaron por cuatro horas en una ciudad apocalíptica: sin gente y con peste. Más que un retorno humanitario, lo suyo parecía una accidentada fuga de Bolivia.
A las 16:00 del domingo 21 de junio, tres meses después de que se decretara la cuarentena por coronavirus en Bolivia, siete de los futbolistas colombianos que reclutó Ozuna y se enfermaron de Covid-19 viajaron desde el aeropuerto Viru Viru de Santa Cruz a Bogotá, en un vuelo de Avianca gestionado por la embajada colombiana. Con ellos se fueron los dos jugadores que habían llegado de Oruro unas semanas antes, además de otros dos, procedentes del mismo lugar, y el padre de uno de estos últimos. En La Salette sólo se quedó Jhojan Vélez, a la espera de un vuelo a Chile.
En Bogotá, Michael se reencontró con su madre, Liliana. Consiguió trabajo ayudando en la empresa textil de un tío. Ya se ha reunido con los otros tres futbolistas bogotanos que, como él, debieron enfermarse de coronavirus para ganarse el derecho de volver a Colombia. No se llevó nada de Bolivia. O casi: se marchó con la pelota con la que él y sus compañeros, orgullosamente descamisados en pleno invierno, jugaron por última vez en la canchita de La Salette. No tuvo chance de hacerse un nuevo tatuaje durante sus cuatro meses en Bolivia. Aunque se llevó a su tierra la historia que quiere que le dibujen en la espalda, su tatuaje número 28. “Una parte va a ser de un avión con un niño y en la otra habrá unos leones grandes”, me dijo desde Bogotá. “El grupo de leones significa la unión de una manada o, en estos momentos, una familia. El avión y el niño con un contrato están porque fuimos por un sueño”.
***
El padre David volvió a La Salette tras despachar a Jhojan Vélez, el último de la manada, el 22 de julio. Le consiguió un boleto para volar a Santiago de Chile. Con él se fue la ilusión que reunió a nueve jóvenes colombianos que soñaban con vivir del fútbol.
El padre David volvió a la parroquia, desmontó las camas de sus invitados y guardó la pelota ponchada. Con la pandemia en escalada —al 7 de noviembre, hay 142 427 casos y 8 790 muertes en Bolivia; 14 021 casos y 1 292 muertes en Cochabamba—, Cardozo ha reducido sus obras presenciales para trabajar a distancia. A diario le toca lidiar con la angustia y el dolor de sus feligreses. Dedica horas a contener su llanto, a acompañarlos en misas funerarias virtuales que celebra por Google Meet. La primera que ofició fue para el dueño de la casa donde se contagiaron de coronavirus ocho de los futbolistas que salvó de la pandemia.
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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante. Artículo publicado originalmente el 26 de mayo de 2022.