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Marco Antonio, de 21 años, un hombre sin hogar, aparece en la foto mientras la ONG doAcao distribuye alimentos y mantas a las personas sin hogar mientras un frío inusual golpea a Brasil. Fotografía de Lucas Landau/REUTERS.
São Paulo, la metrópoli con el mayor PIB de América Latina, atraviesa la crisis de vivienda más aguda de su historia. Cincuenta mil personas no tienen hogar y esto es un récord al que se ha llegado tras un sostenido aumento desde 2015. Estas son las voces de quienes viven en las calles, bajo los puentes y en tiendas de campaña. Y de quienes han tratado de visibilizar una sociedad y un urbanismo hostiles con la más terrible pobreza.
El 2 de noviembre de 2022, São Paulo amaneció con la victoria de Lula en las elecciones presidenciales, 12 °C en los termómetros y un hombre inconsciente tumbado en la acera, cerca de la parroquia São Miguel Arcanjo, en el barrio de Mooca. Era un hombre que vivía en la calle. Su cuerpo estaba tan duro por el frío que parecía muerto. Lo taparon con mantas, frotaron sus manos, le tomaron el pulso. Cuando empezó a reaccionar, no era capaz de tragar agua. “El cuerpo se queda frío por dentro y se vuelve muy rígido”, dice Paulo Escobar, uno de los voluntarios que lo socorrieron, junto con el padre Júlio Lancellotti que, como él, convive a diario con personas sin hogar.
Marcela, una joven voluntaria, también estaba allí. Era la primera vez que tocaba un cuerpo así, tan frío, tan duro. “Llamamos a los servicios de urgencias y nos preguntaban si se trataba de un mendigo. ¿Qué más da? ¡Es una persona inconsciente tirada en la calle!”. Después de una hora de espera llegó la ambulancia y se llevó al hombre envuelto en una manta isotérmica. Lo primero que consiguió articular fue: “¿Allí hay comida?”.
Esta mañana, el padre Júlio Lancellotti se ha enterado también de que faltan medicamentos básicos en los centros de salud. “¡No hay dipirona en São Paulo! ¡Es una ciudad muy pobre!”, denunciaba con ironía a los más de un millón de seguidores en Instagram.
Al acabar, en su refugio al fondo de la parroquia, está agotado. Se notan sus 73 años y cuarenta que lleva ayudando a personas sin hogar que lo han convertido en un referente de lucha contra la pobreza en Brasil y en el mundo.
La pandemia no lo detuvo. Guantes en manos y mascarilla en boca, salía cada mañana a dar ánimo y comida a quienes no tenían casa donde aislarse del virus. Se corrió la voz, y los que antes eran decenas llegaron primero a centenares y luego a miles de habitantes de la calle que acudían a la parroquia de Mooca en busca de apoyo. Uno de esos días inciertos del inicio de la pandemia, el padre Júlio recibió una llamada de un número desconocido. Atendió pensando que sería alguno de los muchísimos periodistas que habitualmente lo buscan. “¿Parla italiano o hablas castellano?”. Se levantó de un salto del sillón cuando el hombre que le hablaba se presentó: el papa Francisco. Le pidió que no se desanimara, a pesar de las dificultades.
En la cocina minúscula del fondo de la parroquia, el padre Júlio apenas contiene las lágrimas. “No sabes lo que es aguantar esta rutina tan dura y que te hagan fotos desde un jeep que te sigue toda la mañana”, dice. Le tiemblan las manos. El reloj marca las once y acaba de resguardarse de las demandas incesantes desde que acabó su sermón de las siete. Al concluir la misa se quitó la sotana y salió con el séquito de voluntarios a su reparto de desayuno y productos de higiene para quienes no tienen casa. Como tantos días, escuchó gritos provenientes del interior de autos caros de cristales polarizados. “¡Bolsonaro!”, gritaban. “¡Lula!”, respondió Júlio Lancellotti, enfadado.
“Es muy cruel que una ciudad, una sociedad, deje que alguien se muera de frío. Nuestra lucha es conseguir que esa persona viva”, dice Paulo, también exhausto. Comparte mesa y tentempié con el cura. Se conocen desde hace quince años. Paulo es un sociólogo de cuarenta, de origen chileno, y habla un portugués perfecto. Llegó con nueve años al centro de São Paulo con su padre, a quien no le fue fácil encontrar un empleo en Chile durante la dictadura. Hace más de dos décadas que Paulo trabaja en la calle. “Una vez que entras, no consigues salir”. Ya nunca duerme solo. “Duermo con cincuenta o cien personas en la cabeza. Sobre todo cuando hace frío”. Hay noches en las que las temperaturas rozan los 5 °C. “En invierno nos cansamos de encontrar gente con hipotermia y nos corroe la impotencia. Lo peor es que São Paulo es una ciudad extremadamente rica, con el mayor PIB de América Latina. Eso nos provoca un enorme sentimiento de injusticia y enfado”, dice.
Desde el Observatório de Aporofobia luchan contra el miedo a los pobres. “Aporofobia” es el nombre que la filósofa española Adela Cortina le puso a ese miedo, como está descrito en uno de los carteles que cuelgan de las paredes de la parroquia. También hay imágenes de Teresa de Calcuta y de Santa Dulce de los Pobres, y una placa de homenaje a Marielle Franco, la concejala feminista, negra, criada en una favela, defensora de los derechos humanos, asesinada a tiros en Río de Janeiro en 2018.
Aunque dediquen la mayoría de su tiempo y energía a las personas sin hogar de São Paulo, el cura y el sociólogo saben que es imposible llegar a todos. Y menos ahora que la cantidad ha aumentado drásticamente desde 2014, como demuestran numerosos informes. El último del Observatório Brasileiro de Políticas Públicas com a População em Situação de Rua, de la Universidad Federal de Minas Gerais (Polos/UFMG), sostiene que la ciudad ha pasado de 13 185 personas sin hogar (en el año 2014) a 48 675 (en 2022). Para darse cuenta de la magnitud del problema solo hay que pasear por la capital paulista. Los puentes, carreteras elevadas y túneles que permiten cruzar la ciudad casi sin tocarla, están habitados por miles de personas que buscan lo más parecido al techo de un hogar.
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Luiz es uno de los chicos que el padre Júlio Lancellotti ha rescatado de la calle. Se mueve con soltura desde el porche hasta el fondo de la parroquia, y de allí, a las filas del hambre que se forman en el comedor donde reparten desayunos. Tiene veintidós años y llegó hace ocho meses a la megalópolis de más de veinte millones de habitantes desde una ciudad de cien mil, doscientos kilómetros al norte. Allí dejó la casa de su madre, que los crio a él y a su hermano sola, con su sueldo de costurera. “Daría la vida por ella”, dice.
En esa ciudad trabajaba de soldador hasta que encontró una oportunidad de empleo más suculento aquí, en la capital del estado. “El señor que me lo ofreció me prometió un salario de 3 300 reales [casi setecientos dólares] y me pagó el pasaje de autobús para venir”. Ese pasaje de ida era lo único que Luiz llevaba en los bolsillos. “Llegué y no me contrató, ni me dio casa ni pasaje de vuelta”. Tuvo que dormir cinco días en la calle. “La gente me miraba de otra manera. Eres basura. Eres mierda”.
Cuando entraba a un comercio, el personal de seguridad lo seguía de cerca, pensando que iba a robar. “No sé por qué. Supongo que era por la ropa sucia y los tatuajes”. Durante cinco días, por el miedo, apenas durmió por el miedo. Arrastrando el agotamiento de las noches en vela llegó al comedor social de Mooca. Luiz buscaba plaza en un albergue para no dormir al relente, pero el padre Júlio Lancellotti le consiguió morada a cambio de trabajo. Ahora, Luiz es uno de quienes lo acompañan en su rutina diaria. A las siete y media llevan lo recolectado en la iglesia hasta el comedor municipal donde se conocieron, a dos cuadras. Cada mañana se forma allí una fila con decenas de hombres, alguna mujer y un puñado de niños hambrientos. La mayoría son de piel oscura y mediana edad. Pasan ordenadamente por el corredor en el que los voluntarios y el cura les entregan mandarinas, pan, jabones. En la siguiente sala recogen café caliente y se sientan en mesas corridas.
“Soy de Bahía y vine a São Paulo porque en mi ciudad no hay centros de tratamiento para alcohólicos”. Moisés tiene 47 años y bebe mucho desde los dieciocho. Está limpio, lleva una camisa de manga corta de un amarillo verdoso brillante que resalta su piel oscura, mochila y visera. Duerme en un centro de acogida cercano. “Allí vivimos mil y pico personas”. Dice que desde que está allí apenas bebe y va mucho a la iglesia. Le gustaría trabajar de vigilante de seguridad, pero cuando pone la dirección del albergue donde vive en el currículum, nadie quiere contratarlo.
Que el entorno de la parroquia São Miguel Arcanjo se haya convertido en un referente para las personas sin casa y que Mooca sea uno de los distritos que más los atrae es algo que no gusta a algunos de sus vecinos. Son descendientes de italianos, portugueses, españoles y otros migrantes europeos, sus abuelos llegaron en busca del sueño americano en la boyante São Paulo de finales del XIX y principios del XX, y el barrio industrial fue creciendo hasta superar los sesenta mil habitantes en 2010. Pero Mooca es muy anterior. En 1556 le pusieron el nombre oficial, que en tupí-guaraní significa “hacer casa”.
Ahora, convertido en un distrito de clase media-alta, Mooca es de los más bolsonaristas de la capital: el candidato de ultraderecha sacó 74% de los votos en las presidenciales de 2018 y 58% en las de 2022. Sus defensores más radicalizados no aplauden el trabajo del padre Júlio Lancellotti y sus ayudantes porque dan soporte a lo que ellos consideran vagos que deben desaparecer. Insultan y amenazan al cura, gritándole desde las ventanillas oscuras de sus coches. “¡Padre inútil! ¡Vamos a acabar contigo, charlatán!”. Júlio Lancellotti lo comparte en sus redes. También difundió el mensaje publicado por el jugador de fútbol Fabrício Manini, el 3 de octubre, después de la victoria de Lula: “Tras el resultado de la primera vuelta, espero que todos los votantes de Bolsonaro, entre los que me incluyo, cuando encuentren a alguien pasando hambre o pidiendo comida, no lo ayuden. Que pasen con el coche por encima de su cabeza para que el país no gaste más dinero en esos gusanos”.
Aleksandra nació en Mooca hace 42 años, sin suerte. Tiene la mirada viva y la ropa sucia. Es menuda, de piel morena y sonrisa pícara, y lleva el pelo muy corto, con estilo. Entre los cabellos oxigenados asoman sus raíces negras. Está sentada en el escalón estrecho de un local con el cierre echado, a una cuadra de la parroquia. Duerme por las calles de su barrio desde hace dos años. Antes trabajaba como costurera, desde los ocho. “De niña vivía entre el orfanato, mi abuela y tíos. Insistí mucho para que me enseñaran a usar la máquina porque pensaba que si faltaba mi abuela tenía que saber arreglármelas sola”, cuenta. A los diecisiete ya había reunido el suficiente dinero para vivir en una casa de alquiler con amigas, y desde entonces no paró de moverse. “Al cumplir cuarenta hice un recuento y ya había pasado por 54 residencias”.
La pandemia acabó con su máquina de coser y con el dinero para pagar una casa. “Tenía un taller de creaciones de moda. Trabajaba de lo que fuera, pero sobre todo cosía”. Buscó suerte en el interior del estado de São Paulo. Con una mezcla de confusión y ligereza, explica el proceso que la llevó a dormir a la intemperie: “Dejé la ciudad. Marido-problema-cáncer. Pa-pa-pa. Volví a la ciudad, comencé a trabajar alquilando inmuebles como autónoma. Tuve que vender las máquinas de coser para poder pagar la fianza de un piso de alquiler...”. Sin oportunidades de trabajo ni dinero ni marido, empezó a vagar. En uno de sus paseos conoció a Bruno, su compañero de calle. Y de crack.
Bruno está junto a ella. Negro, guapo y alto, una sonrisa enorme y brillante. “Usamos mariguana o tabaco para fumar menos crack”, explican, mientras piden dinero para un cigarro. Bruno consume porque dice que le ayuda a sobrellevar la vida callejera con la que se dio de bruces en 2016. Llegó a São Paulo desde el estado vecino de Minas Gerais. “Allí trabajaba en minería, como soldador, mecánico, pero mi sector se vio afectado por la crisis y me quedé sin empleo”. Vino a probar suerte en la gran metrópolis. “Aquí es donde me tiré de cabeza a las calles”. El dinero que gana con pequeños trabajos de autónomo no le alcanza para alquilar una vivienda. Bajo la manta que cubre su cuerpo se asoman pies y manos secos. En el centro de la mano derecha tiene un agujero, de un centímetro, muy negro. Es la cicatriz de una puñalada.
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A cinco kilómetros de la parroquia de Mooca, en la Zona Central, está la cocina de Adriana y su marido. Aprovechan el espacio entre carreteras bajo el viaducto de Santa Ifigênia, muy cerca del Pátio do Colégio, donde los colonizadores fundaron São Paulo en 1554. Adriana no pierde la sonrisa mientras fríe el puñado de grasa de carne que les han regalado. Dará sabor al arroz y feijão que prepara agachada. Habla casi gritando para hacerse entender sobre el barullo constante de los coches. Es casi la hora de comer y hace sol. Bajo la chaqueta abierta lleva un vestido sin mangas de tela liviana y estampado tropical, con hojas de palmeras en tonos azules y verdes. Llegó desde la calurosa Ilhéus, en el estado de Bahía, para recibir tratamiento en un riñón. “Una bala perdida de la policía me alcanzó frente a la guardería de mi hija y allí no tenía acceso a un tratamiento como en São Paulo”. Vino para curarse, aunque eso supusiera vivir debajo de un puente. “Pero es un puente muy chic, lo han traído de Estados Unidos”, dice con humor, refiriéndose a la enorme estructura de acero amarillento. En realidad lo fabricaron y trajeron desde Bélgica, pero lo que la bahiana sabe es que viene desde más lejos que ella. Vive aquí hace cinco años y le quedan casi dos años para terminar el tratamiento y poder volver a casa con los cuatro hijos y tres nietos que dejó allí.
Al otro lado de la carretera, su vecina Vera usa chaqueta de plumas y gorro de lana. “Tiene 83 años y vive aquí porque sus hijos no quieren cuidarla y la han abandonado en la calle”, se lamenta Adriana. Vende caramelos sobre un cajón de madera, sentada en una silla de camping. Llaman la atención unas uñas lisas y largas pintadas de rojo fuerte, como el de los paquetes de caramelos de fresa que vende. Cuando empezó la pandemia y todo se paró, nadie pasaba cerca ni compraba caramelos. “Una vez, no comimos durante tres días”, recuerda Adriana. Ahora, su marido trabaja de madrugada descargando cajas en Mercadão, el mercado municipal a pocas cuadras de aquí. Van tirando. Explica que han elegido esta localización para plantar sus tiendas de campaña por la seguridad. “Una vez las quemaron. Aquí hay más vigilancia, cerca del metro. Sufrimos mucho, pasamos frío, nos faltan mantas y, a veces, se las llevan los guardias municipales. También las sartenes. No podemos hacer nada”, se resigna, mientras saltea la carne. Adriana protege el fuego del viento con una tapa de porexpán blanco en la que hay un adhesivo redondo con la cara de Lula. Lo votó el domingo pasado con la esperanza de que la situación mejore.
“Las personas que están viviendo debajo de un puente van a volver a comer, van a volver a tener vivienda y van a volver a tener empleo”, prometió Lula nada más ganar las elecciones presidenciales el 30 de octubre, en la celebración de la Avenida Paulista, la famosa arteria de negocios, a tres kilómetros del puente bajo el que vive Adriana. Nunca se habían registrado tantas personas sin hogar en Brasil. Casi doscientos mil, según Polos/UFMG; 42% vive en el estado de São Paulo y 25% en la ciudad.
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“En mis 81 años nunca había visto tantas personas durmiendo en las calles”, dice el economista y político paulistano Eduardo Matarazzo Suplicy. En las elecciones del domingo pasado fue elegido diputado estatal por el Partido de los Trabajadores con la mayor votación del estado de São Paulo. Lo votaron más de ochocientas mil personas. De eso ha pasado una semana, hoy es domingo por la tarde y las calles de Jardim Paulistano, el barrio donde vive Suplicy, están tranquilas. En su salón hay un silencio aplastante. Una chimenea, estanterías de suelo a techo repletas de libros, muchas fotos familiares y varios instrumentos musicales de sus hijos, músicos conocidos. La mirada poderosa de su madre, Filomena Matarazzo, está inmortalizada en la pintura que preside el comedor. La imponente mujer de la dinastía italiana dio a luz a once hijos y vivió hasta los 105. Su octavo descendiente, Eduardo, ha heredado la fortaleza de su progenitora. No piensa morir sin ver una de las propuestas por las que lucha tanto: la renta básica universal. “Constituye mi objetivo de vida. El mayor”, afirma con mirada y voz firmes. Hace dieciocho años que fue aprobada la Renta Básica de Ciudadanía que Suplicy propuso, pero aún no se aplica.
La primera estancia al entrar en la residencia de Suplicy es su pequeño despacho. De las paredes cuelgan premios por su labor en derechos humanos, imágenes de sus inicios en política y de dos de sus mayores referentes: Thomas Moore y Martin Luther King, líderes humanistas de otras épocas que inspiran sus proyectos políticos. En un rincón hay una escultura pequeña y plateada de Don Quijote de la Mancha. Hace cincuenta años que Suplicy comenzó a pensar en estrategias económicas para erradicar la pobreza en Brasil, uno de los países más ricos y desiguales del mundo. Se formó en Economía en las mejores escuelas de Brasil y Estados Unidos, y a raíz de su estancia académica en Norteamérica conoció el concepto de garantía de renta mínima. Basic income, en inglés. “Se discutía bastante durante el tiempo del presidente Richard Nixon. Cuando volví a Brasil siempre me preocupé por construir un país justo, civilizado, fraterno y solidario”. Cita a quien le parece la máxima autoridad en el asunto: el economista y filósofo belga Philippe van Parijs, y rememora sin tapujos la historia de Brasil. “Durante tres siglos, millones de personas fueron arrancadas de su tierra natal en África para contribuir al enriquecimiento de muchas familias”.
En marzo de 2023 Suplicy abandonará la cámara municipal donde ahora trabaja para volver a la estatal, donde hará oposición a Tarcísio de Freitas, el ministro de Infraestructuras del gobierno de Bolsonaro que ha ganado las elecciones a gobernador del Estado de São Paulo.
Al frente del Ayuntamiento de São Paulo está Ricardo Nunes, del partido de centroderecha Movimento Democrático Brasileiro. Las cifras que maneja son las del censo municipal de población de calle de 2021: 31 884 personas sin hogar, 7 540 nuevas entre 2019 y 2021, lo que supone un aumento de 31%. Carlos Bezerra Júnior es responsable de los programas para personas sin hogar en la ciudad de doce millones de habitantes. El médico de 54 años, pastor evangélico y político afiliado al conservador Partido da Social Democracia Brasileira, coordina el programa Reencontro. Ocupa el puesto desde hace poco más de un año, cuando fue nombrado secretario municipal de Asistencia y Desarrollo Social de São Paulo.
Desde un piso 35, el despacho de Bezerra sobrevuela algunas de las calles de la gran metrópolis brasileña, que parece una maqueta. Personas pequeñísimas cruzan el Viaduto do Chá, el primer paso elevado de los miles que hay en São Paulo. “Adelantamos dos años el censo por el perceptible aumento de personas durmiendo en el espacio público. Lo que más nos llamó la atención es el creciente número de familias”, explica. Más de 80% de los sintecho de São Paulo son hombres, según el censo de población de calle de 2021. “Tradicionalmente, las políticas públicas están dirigidas a un hombre adulto, sin empleo, drogadicto o con problemas de salud mental, pero el perfil es cada vez más variopinto”, reconoce.
En su mesa, frente al ventanal que deja ver el horizonte de edificios superpuestos del centro, coloca la maqueta de una vivienda. “Estamos diversificando soluciones para atender a los más variados perfiles. Esta es nuestra respuesta para familias, siguiendo el modelo housing first”. Se refiere a la estrategia de proporcionar casa antes que cualquier otra cosa. Dentro de la caja de metacrilato transparente está representada una de las 350 viviendas prefabricadas del proyecto piloto habitacional Vila Reencontro. Villas de casas modulares independientes, de dieciocho metros cuadrados, para familias de hasta cuatro personas. “Ya hemos recalificado cuatro terrenos públicos. Dos aquí, en el centro”, explica.
A quinientos metros de su despacho hay una parcela con la tierra rojiza removida y dos hileras de casetas blancas. Bezerra pide un coche oficial para continuar hablando allí del proyecto de vivienda temporal para familias. “No son contenedores”, recalca al traspasar la verja del solar entre torres de edificios grises. En el lote de la Ladeira da Memória hay 52 módulos, 41 se convertirán en el hogar de familias que ahora pasan sus noches en la calle. “El resto serán servicios comunitarios: cocina, administración, ludoteca...”. En las zonas exteriores se han respetado los árboles preexistentes, que forman un pequeño bosque, y hay espacio para una huerta. Las familias estarán acogidas en las casas con baño y cocina durante año y medio, como mucho. Es el plazo que prevén en los despachos oficiales para que se reincorporen al mercado laboral. “Queremos que en dieciocho meses alcancen la autonomía suficiente para conseguir una vivienda definitiva”, dice Bezerra. Una de las quejas habituales de quienes no tienen dirección es que, precisamente por eso, no les brindan oportunidades de trabajo. “Sacaremos a la persona de la calle de inmediato y le ofreceremos seguimiento, capacitación y un subsidio mensual”.
Desde la ventana de algunas de las futuras viviendas provisionales se distingue el jardín que asoma exuberante en la azotea del edificio Matarazzo. Construido al final de los años treinta en estilo racionalista italiano, ahora es la sede principal del Ayuntamiento. “Esta es una ubicación muy deseada. Tenemos muchos enemigos en el vecindario, que no quieren tener una villa de acogida de personas sin hogar en la puerta de sus casas”, comenta Bezerra.
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Anelly duerme con tres de sus nueve hijos a poca distancia, en una de las doce tiendas de campaña bajo la marquesina que cubre la plaza a los pies del edificio Matarazzo. Lleva aquí unos cuatro años. “Hay mucha hipocresía. Nos dan ayudas, pero lo que queremos es igualdad, respeto y salir de esta situación”. Con 42 años, una coleta de pelo negro y largo, la voz afónica y sus hijos correteando, dice que prefiere dormir aquí que en un centro de acogida porque consigue más dinero para alimentar a sus niños. “No comemos la comida que dan en los albergues, y faltan pañales y leche”. Le gustaría tener una casa, pero hasta ahora no ha encontrado un programa por el que le compense dejar de dormir a la intemperie.
Nació en São Paulo. “Desgraciadamente”, dice. Empezó en la vida sin padres y con problemas pulmonares hasta que, al salir del hospital a los tres meses, la adoptaron. Pero su nueva madre falleció cuando cumplió los trece años. Sin familia ni dinero para alquilar, empezó a dormir en la calle. “Después, me casé y viví en el estado de Minas Gerais con mi marido”. Al separarse, regresó a su ciudad. Y a la calle. “No tengo familia ni dinero. Cobro el subsidio gubernamental de seiscientos reales [115 dólares]”. Ha criado a seis hijos, el mayor ya ha cumplido veintidós años. Los tres menores duermen junto a ella en la tienda. Enseña orgullosa su espalda tatuada. Gabriel, Uriel, Rafael, Kauan, Pablo, Taylor, Miguel y João. Son los nombres de los primeros ocho. Todos varones. Acuna en brazos a Ana Clara, su única mujer. “He tenido a todos esos esperándola a ella”.
Los hijos mayores viven en la Zona Este, pero no quiere pedirles ayuda. “Lo único que quiero de ellos es su respeto, no voy a cargarlos con mis problemas. Tienen que vivir su vida, no la mía. Tienen derecho a ser felices. Lo poco que hice por ellos es lo que pude”, dice llorando, y destapa una pequeña botella de plástico con cachaça. “Voy a dar un trago porque, a pesar de todos nuestros problemas y de esta situación, ¡aún estamos vivos! No por tener nueve hijos he dejado de vivir”.
Un chico joven, vestido con ropa de oficina, se acerca y le entrega un paquete de papel marrón con comida. Es casi el final de la tarde y su vecina y compañera de campamento va a llevar a los pequeños a los baños públicos para ducharlos. Bajo esa marquesina han formado “una verdadera familia”. No pueden aspirar a la cercana villa de casas prefabricadas del Ayuntamiento porque solo aceptan a quienes lleven menos de dos años en la calle, cuando el problema no se ha vuelto crónico.
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“Mi techo es Dios. Mi techo es el cielo”, le decía un sintecho a la arquitecta Giulia Patitucci. Trabajó en los censos municipales de población de calle de 2019 y de 2021. Para el censo nacional más importante, el del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, quienes no tienen casa son invisibles: no entran en sus conteos, porque solo toman datos en los domicilios. “La falta de vivienda siempre ha estado presente en São Paulo, la primera ciudad de Brasil que realizó un censo de población de calle para entender la dimensión del problema”, explica la joven arquitecta en una cafetería de la Avenida Paulista. “En los años setenta solo algunas organizaciones religiosas contaban a las personas sin hogar. Por primera vez, en 1999 un equipo de la Secretaría de Asistencia Social del Ayuntamiento salió a la calle y encontró tres mil personas”, explica Patitucci.
El número de sintecho aumentó paulatinamente, y en 2015 ya eran quince mil. A partir de entonces hubo un crecimiento exorbitante, hasta alcanzar los veinticuatro mil en 2019. Y la cifra se duplicó en 2022. “Cada vez se ven más tiendas de campaña por las calles de la ciudad, antes dormían al relente con cartones o fabricaban chabolas. Que tanta gente prefiera un espacio que garantice mayor privacidad demuestra que esas personas demandan vivienda. Es su manera de resolver el problema”, concluye Patitucci. Al menos 290 000 inmuebles están vacíos en la ciudad de São Paulo, según el Censo de 2010, y los especialistas estiman que actualmente son muchos más. Recalificar y adecuar algunos inmuebles vacíos del centro para acoger a personas sin hogar es otro de los proyectos municipales que Carlos Bezerra Júnior enumeraba en su despacho del piso 35, pero por el momento no se ha puesto en práctica.
“Duermo en cualquier sitio. No voy a albergues porque allí estás calentito y te echan temprano. Prefiero quedarme en la calle para no desacostumbrarme al frío”, cuenta Everton. Hace un año que el crack ha vuelto a arrastrarlo a ser morador de acera, como él prefiere llamarlo. Está lúcido y bromea bajo la manta de lana gris que cuelga de su cabeza, como si fuera la túnica de una virgen. Lo protege de la lluvia fina de la mañana de este martes de noviembre. Camina solo por el centro de la ciudad, en la zona llamada Cracolândia, la tierra del crack. Allí ha estado instalado durante más de veinte años el mayor mercado de venta de droga a cielo abierto de Brasil. Everton consume desde los dieciocho y ya tiene 34. “Me gustaría dejarlo, pero de momento, no puedo. Es fácil entrar y difícil salir. Me han internado ocho veces y he huido”.
Tiene los dientes dañados y habla de su soledad. “Prefiero estar solo que mal acompañado. La gente en la calle es buena si tienes dinero en el bolsillo y droga”. Tampoco tiene, ni quiere, la ayuda de su familia, que vive en el litoral. Se dedica a recoger latas de aluminio para sobrevivir. “El precio del kilo de latas es de unos cinco reales [un dólar]”. Eso es lo que le cuestan cinco comidas en Bom Prato, uno de esos comedores sociales del estado de São Paulo. O una dosis de crack, que le permitirá olvidar el hambre y sentirse increíblemente bien por unos diez minutos.
“Eres un superhéroe, lo conquistas todo. Podrías subir a un edificio y tirarte sin que pasara nada. No te das cuenta de que estás en un lugar inmundo. Eso es el crack”. Así describe la sensación Priscila, que también frecuentaba Cracolândia. Ya no. Hace un par de años que dejó el crack y vive en un centro público de acogida y tratamiento en las afueras de la ciudad. “Estoy bien ahora, pero soy adicta para el resto de mi vida. Está en mi sangre”. Empezó a dormir en la calle siguiendo los pasos de su hermana. “Probé el crack por curiosidad y fui perdiéndolo todo: mi trabajo de camarera, mi casa, la custodia de mis hijos y mi dignidad”. Vivía bajo una autovía cerca de la favela donde nació, en la periferia de São Paulo. De vez en cuando se acercaba al mercadillo de droga del centro y dormía donde le pillara, con los riesgos añadidos que supone para una mujer. “En la calle sufres todo tipo de agresión, todo tipo de violencia. Y eres capaz de hacer cualquier cosa por tu adicción”.
Hace unos meses que la policía desmanteló Cracolândia y que han expropiado los edificios donde estaban las pensiones baratas en las que personas como Priscila se vendían por una dosis. Quienes vivían por allí están ahora dispersos por el centro de la ciudad. A pocas manzanas, en la plaza Marechal Deodoro, hay decenas de tiendas de campaña y personas durmiendo por el suelo o sobre los bancos de madera. En una pancarta amarilla de varios metros, un mensaje rotundo: “BRASIL HA EMPEORADO”. Debajo, las cenizas y los restos de maderas y cartones que alimentan la hoguera de las noches frías.
Antonio, de 65 años, pelo blanco y corto, toma el sol por la mañana en uno de los bancos de la plaza, como un jubilado cualquiera. Pasa aquí sus días desde 2021, cuando salió de la cárcel. Lo detuvieron por disparar a un hombre que quería agredir a su hija. “Si hubiera sido solo un tiro, sería legítima defensa. Pero imagina el odio de un hombre que ve que quieren matar a su hija. Me metieron por defender a mi familia”. Después de diez años entre rejas, está libre y enseña sus documentos de identidad. Lo que quiere es que limpien su nombre, porque no consigue empleo ni vivienda. Paulo está sentado en el mismo banco. “Recojo las hojas del suelo en el estado municipal de béisbol, monto escenarios, reciclo latas”. Tampoco le alcanza para pagarse una casa.
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“São Paulo atraviesa la que es probablemente la crisis habitacional más fuerte de su historia, con cincuenta mil personas viviendo en la calle”, denuncia Raquel Rolnik, un referente del urbanismo en Brasil. La veterana catedrática de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de São Paulo (USP) utiliza todos los medios a su alcance para analizar asuntos relacionados con su ciudad. Artículos académicos y periodísticos, entrevistas, libros, videos o mensajes en redes sirven de canal para compartir la visión de la que fue directora de Planeamiento del municipio de São Paulo en los noventa, secretaria nacional de Programas Urbanos del Ministerio de las Ciudades durante el primer gobierno de Lula y relatora especial de Naciones Unidas para el derecho a vivienda adecuada. “Se debería pensar en una alternativa de calidad para quienes necesitan vivienda y en una política para utilizar los inmuebles vacíos y subutilizados para atender a esa demanda”, afirmó en una entrevista televisada.
Muestra su perplejidad ante una de las más recientes propuestas municipales para la plaza Largo do Paissandu, también cercana a Cracolândia. El consistorio propone la “activación de inmuebles ociosos”, con una concesión de veinticinco años a iniciativas privadas, para transformarlos en pisos de estudiantes. Supondría desalojar a las cuatrocientas familias que actualmente los habitan, sostenidas por movimientos sociales que luchan por el derecho a la vivienda. A Rolnik le parece escandaloso sacar a esas personas para dejar los edificios en manos de empresas privadas. Es un ejemplo de las alianzas público-privadas que se imponen en la capital paulista desde hace una década. Ella y el laboratorio LabCidade, que coordina junto a otras expertas en la USP, consideran poco apropiado que empresas privadas se dediquen a crear vivienda de interés social, por estar orientadas al mercado inmobiliario y no a las necesidades de la población vulnerable.
Paula Santoro forma parte de ese grupo de urbanistas de la USP que, junto a Rolnik, investiga la megalópolis en la que viven. Es fin de semana y la vía rápida elevada que atraviesa el centro, conocida como Minhocão (lombriz), está cerrada al tráfico. Debajo, un rosario de tiendas de campaña con sus habitantes. Frente a ellas, la pequeña librería Gato sem Rabo, “gato sin cola”, en la que solo venden libros escritos por mujeres. Santoro participa de un encuentro en el que discuten sobre la presencia de los cuerpos femeninos en el espacio público. Es experta en vivienda y en derecho a la ciudad, un derecho que no respeta la llamada arquitectura antimendigos o arquitectura hostil: muros, cercas, pinchos y bancos que no permiten que las personas puedan sentarse o acostarse. Ella prefiere llamarla urbanismo de la exclusión.
“Las barreras arquitectónicas sirven para discriminar y segregar a ciertos cuerpos, generalmente, los más pobres. En el caso de Brasil, negros. El urbanismo de la exclusión es también una ciudad controlada y dominada por un grupo blanco que no se reconoce en el otro”, dice la urbanista. “El poder público fomenta espacios privatizados y de consumo donde quienes no consumen no son bienvenidos”. Recuerda el caso de 2021 en Mooca, que trascendió a los medios y a la política nacional, cuando el padre Júlio Lancellotti salió a romper las piedras que habían colocado debajo de un puente para que nadie pudiera tumbarse en el suelo.
“No quieren que los más pobres tengan siquiera el derecho a dormir debajo de un puente”, declaró Lula en diciembre de 2022, días antes de asumir el cargo de presidente por tercera vez. Una de las primeras medidas que ha aprobado el Gobierno de Brasil, en enero de 2023, es la aplicación de la Ley Padre Júlio Lancellotti, que prohíbe la instalación de arquitectura hostil en el país. Fue aprobada por la Cámara de Diputados en 2022, a pesar de haber sido vetada por el gobierno de Bolsonaro, que alegaba que era contraria al interés público. “En Brasil no se ve a nadie pidiendo pan frente a una panadería”, llegó a declarar Bolsonaro en 2022, cuando el país volvió al Mapa del Hambre de Naciones Unidas, del que había salido ocho años antes.
“Cada vez veo más gente pasando hambre y viviendo en la calle. He votado a Lula, aunque ya no me guste, porque creo que es el mejor los dos. Uno es malo y el otro, peor”. Antonio ha pasado la mitad de su vida en São Paulo. Llegó desde Pernambuco hace treinta años. Ahora viste de negro y luce una larga barba blanca. Está apoyado en la pared de uno de los túneles de la céntrica parada de metro Marechal Deodoro con la cabeza hundida en un libro. Aprovecha la iluminación de los fluorescentes. “En las épocas que me quedo sin empleo vivo en la calle y paso los días leyendo”. En las manos sostiene un libro llamado Historia de la filosofía. Saca su próxima lectura de la pequeña bolsa de plástico verde con sus pertenencias que tiene a los pies: Ensayo sobre la ceguera. Reconoce que Saramago le cae bien, aunque fuera ateo. “Decía que Dios no existe y que, si existe, es imbécil. Porque creó al ser humano y esta sociedad. Aquí el sol no nace para todos”.
São Paulo, la metrópoli con el mayor PIB de América Latina, atraviesa la crisis de vivienda más aguda de su historia. Cincuenta mil personas no tienen hogar y esto es un récord al que se ha llegado tras un sostenido aumento desde 2015. Estas son las voces de quienes viven en las calles, bajo los puentes y en tiendas de campaña. Y de quienes han tratado de visibilizar una sociedad y un urbanismo hostiles con la más terrible pobreza.
El 2 de noviembre de 2022, São Paulo amaneció con la victoria de Lula en las elecciones presidenciales, 12 °C en los termómetros y un hombre inconsciente tumbado en la acera, cerca de la parroquia São Miguel Arcanjo, en el barrio de Mooca. Era un hombre que vivía en la calle. Su cuerpo estaba tan duro por el frío que parecía muerto. Lo taparon con mantas, frotaron sus manos, le tomaron el pulso. Cuando empezó a reaccionar, no era capaz de tragar agua. “El cuerpo se queda frío por dentro y se vuelve muy rígido”, dice Paulo Escobar, uno de los voluntarios que lo socorrieron, junto con el padre Júlio Lancellotti que, como él, convive a diario con personas sin hogar.
Marcela, una joven voluntaria, también estaba allí. Era la primera vez que tocaba un cuerpo así, tan frío, tan duro. “Llamamos a los servicios de urgencias y nos preguntaban si se trataba de un mendigo. ¿Qué más da? ¡Es una persona inconsciente tirada en la calle!”. Después de una hora de espera llegó la ambulancia y se llevó al hombre envuelto en una manta isotérmica. Lo primero que consiguió articular fue: “¿Allí hay comida?”.
Esta mañana, el padre Júlio Lancellotti se ha enterado también de que faltan medicamentos básicos en los centros de salud. “¡No hay dipirona en São Paulo! ¡Es una ciudad muy pobre!”, denunciaba con ironía a los más de un millón de seguidores en Instagram.
Al acabar, en su refugio al fondo de la parroquia, está agotado. Se notan sus 73 años y cuarenta que lleva ayudando a personas sin hogar que lo han convertido en un referente de lucha contra la pobreza en Brasil y en el mundo.
La pandemia no lo detuvo. Guantes en manos y mascarilla en boca, salía cada mañana a dar ánimo y comida a quienes no tenían casa donde aislarse del virus. Se corrió la voz, y los que antes eran decenas llegaron primero a centenares y luego a miles de habitantes de la calle que acudían a la parroquia de Mooca en busca de apoyo. Uno de esos días inciertos del inicio de la pandemia, el padre Júlio recibió una llamada de un número desconocido. Atendió pensando que sería alguno de los muchísimos periodistas que habitualmente lo buscan. “¿Parla italiano o hablas castellano?”. Se levantó de un salto del sillón cuando el hombre que le hablaba se presentó: el papa Francisco. Le pidió que no se desanimara, a pesar de las dificultades.
En la cocina minúscula del fondo de la parroquia, el padre Júlio apenas contiene las lágrimas. “No sabes lo que es aguantar esta rutina tan dura y que te hagan fotos desde un jeep que te sigue toda la mañana”, dice. Le tiemblan las manos. El reloj marca las once y acaba de resguardarse de las demandas incesantes desde que acabó su sermón de las siete. Al concluir la misa se quitó la sotana y salió con el séquito de voluntarios a su reparto de desayuno y productos de higiene para quienes no tienen casa. Como tantos días, escuchó gritos provenientes del interior de autos caros de cristales polarizados. “¡Bolsonaro!”, gritaban. “¡Lula!”, respondió Júlio Lancellotti, enfadado.
“Es muy cruel que una ciudad, una sociedad, deje que alguien se muera de frío. Nuestra lucha es conseguir que esa persona viva”, dice Paulo, también exhausto. Comparte mesa y tentempié con el cura. Se conocen desde hace quince años. Paulo es un sociólogo de cuarenta, de origen chileno, y habla un portugués perfecto. Llegó con nueve años al centro de São Paulo con su padre, a quien no le fue fácil encontrar un empleo en Chile durante la dictadura. Hace más de dos décadas que Paulo trabaja en la calle. “Una vez que entras, no consigues salir”. Ya nunca duerme solo. “Duermo con cincuenta o cien personas en la cabeza. Sobre todo cuando hace frío”. Hay noches en las que las temperaturas rozan los 5 °C. “En invierno nos cansamos de encontrar gente con hipotermia y nos corroe la impotencia. Lo peor es que São Paulo es una ciudad extremadamente rica, con el mayor PIB de América Latina. Eso nos provoca un enorme sentimiento de injusticia y enfado”, dice.
Desde el Observatório de Aporofobia luchan contra el miedo a los pobres. “Aporofobia” es el nombre que la filósofa española Adela Cortina le puso a ese miedo, como está descrito en uno de los carteles que cuelgan de las paredes de la parroquia. También hay imágenes de Teresa de Calcuta y de Santa Dulce de los Pobres, y una placa de homenaje a Marielle Franco, la concejala feminista, negra, criada en una favela, defensora de los derechos humanos, asesinada a tiros en Río de Janeiro en 2018.
Aunque dediquen la mayoría de su tiempo y energía a las personas sin hogar de São Paulo, el cura y el sociólogo saben que es imposible llegar a todos. Y menos ahora que la cantidad ha aumentado drásticamente desde 2014, como demuestran numerosos informes. El último del Observatório Brasileiro de Políticas Públicas com a População em Situação de Rua, de la Universidad Federal de Minas Gerais (Polos/UFMG), sostiene que la ciudad ha pasado de 13 185 personas sin hogar (en el año 2014) a 48 675 (en 2022). Para darse cuenta de la magnitud del problema solo hay que pasear por la capital paulista. Los puentes, carreteras elevadas y túneles que permiten cruzar la ciudad casi sin tocarla, están habitados por miles de personas que buscan lo más parecido al techo de un hogar.
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Luiz es uno de los chicos que el padre Júlio Lancellotti ha rescatado de la calle. Se mueve con soltura desde el porche hasta el fondo de la parroquia, y de allí, a las filas del hambre que se forman en el comedor donde reparten desayunos. Tiene veintidós años y llegó hace ocho meses a la megalópolis de más de veinte millones de habitantes desde una ciudad de cien mil, doscientos kilómetros al norte. Allí dejó la casa de su madre, que los crio a él y a su hermano sola, con su sueldo de costurera. “Daría la vida por ella”, dice.
En esa ciudad trabajaba de soldador hasta que encontró una oportunidad de empleo más suculento aquí, en la capital del estado. “El señor que me lo ofreció me prometió un salario de 3 300 reales [casi setecientos dólares] y me pagó el pasaje de autobús para venir”. Ese pasaje de ida era lo único que Luiz llevaba en los bolsillos. “Llegué y no me contrató, ni me dio casa ni pasaje de vuelta”. Tuvo que dormir cinco días en la calle. “La gente me miraba de otra manera. Eres basura. Eres mierda”.
Cuando entraba a un comercio, el personal de seguridad lo seguía de cerca, pensando que iba a robar. “No sé por qué. Supongo que era por la ropa sucia y los tatuajes”. Durante cinco días, por el miedo, apenas durmió por el miedo. Arrastrando el agotamiento de las noches en vela llegó al comedor social de Mooca. Luiz buscaba plaza en un albergue para no dormir al relente, pero el padre Júlio Lancellotti le consiguió morada a cambio de trabajo. Ahora, Luiz es uno de quienes lo acompañan en su rutina diaria. A las siete y media llevan lo recolectado en la iglesia hasta el comedor municipal donde se conocieron, a dos cuadras. Cada mañana se forma allí una fila con decenas de hombres, alguna mujer y un puñado de niños hambrientos. La mayoría son de piel oscura y mediana edad. Pasan ordenadamente por el corredor en el que los voluntarios y el cura les entregan mandarinas, pan, jabones. En la siguiente sala recogen café caliente y se sientan en mesas corridas.
“Soy de Bahía y vine a São Paulo porque en mi ciudad no hay centros de tratamiento para alcohólicos”. Moisés tiene 47 años y bebe mucho desde los dieciocho. Está limpio, lleva una camisa de manga corta de un amarillo verdoso brillante que resalta su piel oscura, mochila y visera. Duerme en un centro de acogida cercano. “Allí vivimos mil y pico personas”. Dice que desde que está allí apenas bebe y va mucho a la iglesia. Le gustaría trabajar de vigilante de seguridad, pero cuando pone la dirección del albergue donde vive en el currículum, nadie quiere contratarlo.
Que el entorno de la parroquia São Miguel Arcanjo se haya convertido en un referente para las personas sin casa y que Mooca sea uno de los distritos que más los atrae es algo que no gusta a algunos de sus vecinos. Son descendientes de italianos, portugueses, españoles y otros migrantes europeos, sus abuelos llegaron en busca del sueño americano en la boyante São Paulo de finales del XIX y principios del XX, y el barrio industrial fue creciendo hasta superar los sesenta mil habitantes en 2010. Pero Mooca es muy anterior. En 1556 le pusieron el nombre oficial, que en tupí-guaraní significa “hacer casa”.
Ahora, convertido en un distrito de clase media-alta, Mooca es de los más bolsonaristas de la capital: el candidato de ultraderecha sacó 74% de los votos en las presidenciales de 2018 y 58% en las de 2022. Sus defensores más radicalizados no aplauden el trabajo del padre Júlio Lancellotti y sus ayudantes porque dan soporte a lo que ellos consideran vagos que deben desaparecer. Insultan y amenazan al cura, gritándole desde las ventanillas oscuras de sus coches. “¡Padre inútil! ¡Vamos a acabar contigo, charlatán!”. Júlio Lancellotti lo comparte en sus redes. También difundió el mensaje publicado por el jugador de fútbol Fabrício Manini, el 3 de octubre, después de la victoria de Lula: “Tras el resultado de la primera vuelta, espero que todos los votantes de Bolsonaro, entre los que me incluyo, cuando encuentren a alguien pasando hambre o pidiendo comida, no lo ayuden. Que pasen con el coche por encima de su cabeza para que el país no gaste más dinero en esos gusanos”.
Aleksandra nació en Mooca hace 42 años, sin suerte. Tiene la mirada viva y la ropa sucia. Es menuda, de piel morena y sonrisa pícara, y lleva el pelo muy corto, con estilo. Entre los cabellos oxigenados asoman sus raíces negras. Está sentada en el escalón estrecho de un local con el cierre echado, a una cuadra de la parroquia. Duerme por las calles de su barrio desde hace dos años. Antes trabajaba como costurera, desde los ocho. “De niña vivía entre el orfanato, mi abuela y tíos. Insistí mucho para que me enseñaran a usar la máquina porque pensaba que si faltaba mi abuela tenía que saber arreglármelas sola”, cuenta. A los diecisiete ya había reunido el suficiente dinero para vivir en una casa de alquiler con amigas, y desde entonces no paró de moverse. “Al cumplir cuarenta hice un recuento y ya había pasado por 54 residencias”.
La pandemia acabó con su máquina de coser y con el dinero para pagar una casa. “Tenía un taller de creaciones de moda. Trabajaba de lo que fuera, pero sobre todo cosía”. Buscó suerte en el interior del estado de São Paulo. Con una mezcla de confusión y ligereza, explica el proceso que la llevó a dormir a la intemperie: “Dejé la ciudad. Marido-problema-cáncer. Pa-pa-pa. Volví a la ciudad, comencé a trabajar alquilando inmuebles como autónoma. Tuve que vender las máquinas de coser para poder pagar la fianza de un piso de alquiler...”. Sin oportunidades de trabajo ni dinero ni marido, empezó a vagar. En uno de sus paseos conoció a Bruno, su compañero de calle. Y de crack.
Bruno está junto a ella. Negro, guapo y alto, una sonrisa enorme y brillante. “Usamos mariguana o tabaco para fumar menos crack”, explican, mientras piden dinero para un cigarro. Bruno consume porque dice que le ayuda a sobrellevar la vida callejera con la que se dio de bruces en 2016. Llegó a São Paulo desde el estado vecino de Minas Gerais. “Allí trabajaba en minería, como soldador, mecánico, pero mi sector se vio afectado por la crisis y me quedé sin empleo”. Vino a probar suerte en la gran metrópolis. “Aquí es donde me tiré de cabeza a las calles”. El dinero que gana con pequeños trabajos de autónomo no le alcanza para alquilar una vivienda. Bajo la manta que cubre su cuerpo se asoman pies y manos secos. En el centro de la mano derecha tiene un agujero, de un centímetro, muy negro. Es la cicatriz de una puñalada.
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A cinco kilómetros de la parroquia de Mooca, en la Zona Central, está la cocina de Adriana y su marido. Aprovechan el espacio entre carreteras bajo el viaducto de Santa Ifigênia, muy cerca del Pátio do Colégio, donde los colonizadores fundaron São Paulo en 1554. Adriana no pierde la sonrisa mientras fríe el puñado de grasa de carne que les han regalado. Dará sabor al arroz y feijão que prepara agachada. Habla casi gritando para hacerse entender sobre el barullo constante de los coches. Es casi la hora de comer y hace sol. Bajo la chaqueta abierta lleva un vestido sin mangas de tela liviana y estampado tropical, con hojas de palmeras en tonos azules y verdes. Llegó desde la calurosa Ilhéus, en el estado de Bahía, para recibir tratamiento en un riñón. “Una bala perdida de la policía me alcanzó frente a la guardería de mi hija y allí no tenía acceso a un tratamiento como en São Paulo”. Vino para curarse, aunque eso supusiera vivir debajo de un puente. “Pero es un puente muy chic, lo han traído de Estados Unidos”, dice con humor, refiriéndose a la enorme estructura de acero amarillento. En realidad lo fabricaron y trajeron desde Bélgica, pero lo que la bahiana sabe es que viene desde más lejos que ella. Vive aquí hace cinco años y le quedan casi dos años para terminar el tratamiento y poder volver a casa con los cuatro hijos y tres nietos que dejó allí.
Al otro lado de la carretera, su vecina Vera usa chaqueta de plumas y gorro de lana. “Tiene 83 años y vive aquí porque sus hijos no quieren cuidarla y la han abandonado en la calle”, se lamenta Adriana. Vende caramelos sobre un cajón de madera, sentada en una silla de camping. Llaman la atención unas uñas lisas y largas pintadas de rojo fuerte, como el de los paquetes de caramelos de fresa que vende. Cuando empezó la pandemia y todo se paró, nadie pasaba cerca ni compraba caramelos. “Una vez, no comimos durante tres días”, recuerda Adriana. Ahora, su marido trabaja de madrugada descargando cajas en Mercadão, el mercado municipal a pocas cuadras de aquí. Van tirando. Explica que han elegido esta localización para plantar sus tiendas de campaña por la seguridad. “Una vez las quemaron. Aquí hay más vigilancia, cerca del metro. Sufrimos mucho, pasamos frío, nos faltan mantas y, a veces, se las llevan los guardias municipales. También las sartenes. No podemos hacer nada”, se resigna, mientras saltea la carne. Adriana protege el fuego del viento con una tapa de porexpán blanco en la que hay un adhesivo redondo con la cara de Lula. Lo votó el domingo pasado con la esperanza de que la situación mejore.
“Las personas que están viviendo debajo de un puente van a volver a comer, van a volver a tener vivienda y van a volver a tener empleo”, prometió Lula nada más ganar las elecciones presidenciales el 30 de octubre, en la celebración de la Avenida Paulista, la famosa arteria de negocios, a tres kilómetros del puente bajo el que vive Adriana. Nunca se habían registrado tantas personas sin hogar en Brasil. Casi doscientos mil, según Polos/UFMG; 42% vive en el estado de São Paulo y 25% en la ciudad.
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“En mis 81 años nunca había visto tantas personas durmiendo en las calles”, dice el economista y político paulistano Eduardo Matarazzo Suplicy. En las elecciones del domingo pasado fue elegido diputado estatal por el Partido de los Trabajadores con la mayor votación del estado de São Paulo. Lo votaron más de ochocientas mil personas. De eso ha pasado una semana, hoy es domingo por la tarde y las calles de Jardim Paulistano, el barrio donde vive Suplicy, están tranquilas. En su salón hay un silencio aplastante. Una chimenea, estanterías de suelo a techo repletas de libros, muchas fotos familiares y varios instrumentos musicales de sus hijos, músicos conocidos. La mirada poderosa de su madre, Filomena Matarazzo, está inmortalizada en la pintura que preside el comedor. La imponente mujer de la dinastía italiana dio a luz a once hijos y vivió hasta los 105. Su octavo descendiente, Eduardo, ha heredado la fortaleza de su progenitora. No piensa morir sin ver una de las propuestas por las que lucha tanto: la renta básica universal. “Constituye mi objetivo de vida. El mayor”, afirma con mirada y voz firmes. Hace dieciocho años que fue aprobada la Renta Básica de Ciudadanía que Suplicy propuso, pero aún no se aplica.
La primera estancia al entrar en la residencia de Suplicy es su pequeño despacho. De las paredes cuelgan premios por su labor en derechos humanos, imágenes de sus inicios en política y de dos de sus mayores referentes: Thomas Moore y Martin Luther King, líderes humanistas de otras épocas que inspiran sus proyectos políticos. En un rincón hay una escultura pequeña y plateada de Don Quijote de la Mancha. Hace cincuenta años que Suplicy comenzó a pensar en estrategias económicas para erradicar la pobreza en Brasil, uno de los países más ricos y desiguales del mundo. Se formó en Economía en las mejores escuelas de Brasil y Estados Unidos, y a raíz de su estancia académica en Norteamérica conoció el concepto de garantía de renta mínima. Basic income, en inglés. “Se discutía bastante durante el tiempo del presidente Richard Nixon. Cuando volví a Brasil siempre me preocupé por construir un país justo, civilizado, fraterno y solidario”. Cita a quien le parece la máxima autoridad en el asunto: el economista y filósofo belga Philippe van Parijs, y rememora sin tapujos la historia de Brasil. “Durante tres siglos, millones de personas fueron arrancadas de su tierra natal en África para contribuir al enriquecimiento de muchas familias”.
En marzo de 2023 Suplicy abandonará la cámara municipal donde ahora trabaja para volver a la estatal, donde hará oposición a Tarcísio de Freitas, el ministro de Infraestructuras del gobierno de Bolsonaro que ha ganado las elecciones a gobernador del Estado de São Paulo.
Al frente del Ayuntamiento de São Paulo está Ricardo Nunes, del partido de centroderecha Movimento Democrático Brasileiro. Las cifras que maneja son las del censo municipal de población de calle de 2021: 31 884 personas sin hogar, 7 540 nuevas entre 2019 y 2021, lo que supone un aumento de 31%. Carlos Bezerra Júnior es responsable de los programas para personas sin hogar en la ciudad de doce millones de habitantes. El médico de 54 años, pastor evangélico y político afiliado al conservador Partido da Social Democracia Brasileira, coordina el programa Reencontro. Ocupa el puesto desde hace poco más de un año, cuando fue nombrado secretario municipal de Asistencia y Desarrollo Social de São Paulo.
Desde un piso 35, el despacho de Bezerra sobrevuela algunas de las calles de la gran metrópolis brasileña, que parece una maqueta. Personas pequeñísimas cruzan el Viaduto do Chá, el primer paso elevado de los miles que hay en São Paulo. “Adelantamos dos años el censo por el perceptible aumento de personas durmiendo en el espacio público. Lo que más nos llamó la atención es el creciente número de familias”, explica. Más de 80% de los sintecho de São Paulo son hombres, según el censo de población de calle de 2021. “Tradicionalmente, las políticas públicas están dirigidas a un hombre adulto, sin empleo, drogadicto o con problemas de salud mental, pero el perfil es cada vez más variopinto”, reconoce.
En su mesa, frente al ventanal que deja ver el horizonte de edificios superpuestos del centro, coloca la maqueta de una vivienda. “Estamos diversificando soluciones para atender a los más variados perfiles. Esta es nuestra respuesta para familias, siguiendo el modelo housing first”. Se refiere a la estrategia de proporcionar casa antes que cualquier otra cosa. Dentro de la caja de metacrilato transparente está representada una de las 350 viviendas prefabricadas del proyecto piloto habitacional Vila Reencontro. Villas de casas modulares independientes, de dieciocho metros cuadrados, para familias de hasta cuatro personas. “Ya hemos recalificado cuatro terrenos públicos. Dos aquí, en el centro”, explica.
A quinientos metros de su despacho hay una parcela con la tierra rojiza removida y dos hileras de casetas blancas. Bezerra pide un coche oficial para continuar hablando allí del proyecto de vivienda temporal para familias. “No son contenedores”, recalca al traspasar la verja del solar entre torres de edificios grises. En el lote de la Ladeira da Memória hay 52 módulos, 41 se convertirán en el hogar de familias que ahora pasan sus noches en la calle. “El resto serán servicios comunitarios: cocina, administración, ludoteca...”. En las zonas exteriores se han respetado los árboles preexistentes, que forman un pequeño bosque, y hay espacio para una huerta. Las familias estarán acogidas en las casas con baño y cocina durante año y medio, como mucho. Es el plazo que prevén en los despachos oficiales para que se reincorporen al mercado laboral. “Queremos que en dieciocho meses alcancen la autonomía suficiente para conseguir una vivienda definitiva”, dice Bezerra. Una de las quejas habituales de quienes no tienen dirección es que, precisamente por eso, no les brindan oportunidades de trabajo. “Sacaremos a la persona de la calle de inmediato y le ofreceremos seguimiento, capacitación y un subsidio mensual”.
Desde la ventana de algunas de las futuras viviendas provisionales se distingue el jardín que asoma exuberante en la azotea del edificio Matarazzo. Construido al final de los años treinta en estilo racionalista italiano, ahora es la sede principal del Ayuntamiento. “Esta es una ubicación muy deseada. Tenemos muchos enemigos en el vecindario, que no quieren tener una villa de acogida de personas sin hogar en la puerta de sus casas”, comenta Bezerra.
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Anelly duerme con tres de sus nueve hijos a poca distancia, en una de las doce tiendas de campaña bajo la marquesina que cubre la plaza a los pies del edificio Matarazzo. Lleva aquí unos cuatro años. “Hay mucha hipocresía. Nos dan ayudas, pero lo que queremos es igualdad, respeto y salir de esta situación”. Con 42 años, una coleta de pelo negro y largo, la voz afónica y sus hijos correteando, dice que prefiere dormir aquí que en un centro de acogida porque consigue más dinero para alimentar a sus niños. “No comemos la comida que dan en los albergues, y faltan pañales y leche”. Le gustaría tener una casa, pero hasta ahora no ha encontrado un programa por el que le compense dejar de dormir a la intemperie.
Nació en São Paulo. “Desgraciadamente”, dice. Empezó en la vida sin padres y con problemas pulmonares hasta que, al salir del hospital a los tres meses, la adoptaron. Pero su nueva madre falleció cuando cumplió los trece años. Sin familia ni dinero para alquilar, empezó a dormir en la calle. “Después, me casé y viví en el estado de Minas Gerais con mi marido”. Al separarse, regresó a su ciudad. Y a la calle. “No tengo familia ni dinero. Cobro el subsidio gubernamental de seiscientos reales [115 dólares]”. Ha criado a seis hijos, el mayor ya ha cumplido veintidós años. Los tres menores duermen junto a ella en la tienda. Enseña orgullosa su espalda tatuada. Gabriel, Uriel, Rafael, Kauan, Pablo, Taylor, Miguel y João. Son los nombres de los primeros ocho. Todos varones. Acuna en brazos a Ana Clara, su única mujer. “He tenido a todos esos esperándola a ella”.
Los hijos mayores viven en la Zona Este, pero no quiere pedirles ayuda. “Lo único que quiero de ellos es su respeto, no voy a cargarlos con mis problemas. Tienen que vivir su vida, no la mía. Tienen derecho a ser felices. Lo poco que hice por ellos es lo que pude”, dice llorando, y destapa una pequeña botella de plástico con cachaça. “Voy a dar un trago porque, a pesar de todos nuestros problemas y de esta situación, ¡aún estamos vivos! No por tener nueve hijos he dejado de vivir”.
Un chico joven, vestido con ropa de oficina, se acerca y le entrega un paquete de papel marrón con comida. Es casi el final de la tarde y su vecina y compañera de campamento va a llevar a los pequeños a los baños públicos para ducharlos. Bajo esa marquesina han formado “una verdadera familia”. No pueden aspirar a la cercana villa de casas prefabricadas del Ayuntamiento porque solo aceptan a quienes lleven menos de dos años en la calle, cuando el problema no se ha vuelto crónico.
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“Mi techo es Dios. Mi techo es el cielo”, le decía un sintecho a la arquitecta Giulia Patitucci. Trabajó en los censos municipales de población de calle de 2019 y de 2021. Para el censo nacional más importante, el del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, quienes no tienen casa son invisibles: no entran en sus conteos, porque solo toman datos en los domicilios. “La falta de vivienda siempre ha estado presente en São Paulo, la primera ciudad de Brasil que realizó un censo de población de calle para entender la dimensión del problema”, explica la joven arquitecta en una cafetería de la Avenida Paulista. “En los años setenta solo algunas organizaciones religiosas contaban a las personas sin hogar. Por primera vez, en 1999 un equipo de la Secretaría de Asistencia Social del Ayuntamiento salió a la calle y encontró tres mil personas”, explica Patitucci.
El número de sintecho aumentó paulatinamente, y en 2015 ya eran quince mil. A partir de entonces hubo un crecimiento exorbitante, hasta alcanzar los veinticuatro mil en 2019. Y la cifra se duplicó en 2022. “Cada vez se ven más tiendas de campaña por las calles de la ciudad, antes dormían al relente con cartones o fabricaban chabolas. Que tanta gente prefiera un espacio que garantice mayor privacidad demuestra que esas personas demandan vivienda. Es su manera de resolver el problema”, concluye Patitucci. Al menos 290 000 inmuebles están vacíos en la ciudad de São Paulo, según el Censo de 2010, y los especialistas estiman que actualmente son muchos más. Recalificar y adecuar algunos inmuebles vacíos del centro para acoger a personas sin hogar es otro de los proyectos municipales que Carlos Bezerra Júnior enumeraba en su despacho del piso 35, pero por el momento no se ha puesto en práctica.
“Duermo en cualquier sitio. No voy a albergues porque allí estás calentito y te echan temprano. Prefiero quedarme en la calle para no desacostumbrarme al frío”, cuenta Everton. Hace un año que el crack ha vuelto a arrastrarlo a ser morador de acera, como él prefiere llamarlo. Está lúcido y bromea bajo la manta de lana gris que cuelga de su cabeza, como si fuera la túnica de una virgen. Lo protege de la lluvia fina de la mañana de este martes de noviembre. Camina solo por el centro de la ciudad, en la zona llamada Cracolândia, la tierra del crack. Allí ha estado instalado durante más de veinte años el mayor mercado de venta de droga a cielo abierto de Brasil. Everton consume desde los dieciocho y ya tiene 34. “Me gustaría dejarlo, pero de momento, no puedo. Es fácil entrar y difícil salir. Me han internado ocho veces y he huido”.
Tiene los dientes dañados y habla de su soledad. “Prefiero estar solo que mal acompañado. La gente en la calle es buena si tienes dinero en el bolsillo y droga”. Tampoco tiene, ni quiere, la ayuda de su familia, que vive en el litoral. Se dedica a recoger latas de aluminio para sobrevivir. “El precio del kilo de latas es de unos cinco reales [un dólar]”. Eso es lo que le cuestan cinco comidas en Bom Prato, uno de esos comedores sociales del estado de São Paulo. O una dosis de crack, que le permitirá olvidar el hambre y sentirse increíblemente bien por unos diez minutos.
“Eres un superhéroe, lo conquistas todo. Podrías subir a un edificio y tirarte sin que pasara nada. No te das cuenta de que estás en un lugar inmundo. Eso es el crack”. Así describe la sensación Priscila, que también frecuentaba Cracolândia. Ya no. Hace un par de años que dejó el crack y vive en un centro público de acogida y tratamiento en las afueras de la ciudad. “Estoy bien ahora, pero soy adicta para el resto de mi vida. Está en mi sangre”. Empezó a dormir en la calle siguiendo los pasos de su hermana. “Probé el crack por curiosidad y fui perdiéndolo todo: mi trabajo de camarera, mi casa, la custodia de mis hijos y mi dignidad”. Vivía bajo una autovía cerca de la favela donde nació, en la periferia de São Paulo. De vez en cuando se acercaba al mercadillo de droga del centro y dormía donde le pillara, con los riesgos añadidos que supone para una mujer. “En la calle sufres todo tipo de agresión, todo tipo de violencia. Y eres capaz de hacer cualquier cosa por tu adicción”.
Hace unos meses que la policía desmanteló Cracolândia y que han expropiado los edificios donde estaban las pensiones baratas en las que personas como Priscila se vendían por una dosis. Quienes vivían por allí están ahora dispersos por el centro de la ciudad. A pocas manzanas, en la plaza Marechal Deodoro, hay decenas de tiendas de campaña y personas durmiendo por el suelo o sobre los bancos de madera. En una pancarta amarilla de varios metros, un mensaje rotundo: “BRASIL HA EMPEORADO”. Debajo, las cenizas y los restos de maderas y cartones que alimentan la hoguera de las noches frías.
Antonio, de 65 años, pelo blanco y corto, toma el sol por la mañana en uno de los bancos de la plaza, como un jubilado cualquiera. Pasa aquí sus días desde 2021, cuando salió de la cárcel. Lo detuvieron por disparar a un hombre que quería agredir a su hija. “Si hubiera sido solo un tiro, sería legítima defensa. Pero imagina el odio de un hombre que ve que quieren matar a su hija. Me metieron por defender a mi familia”. Después de diez años entre rejas, está libre y enseña sus documentos de identidad. Lo que quiere es que limpien su nombre, porque no consigue empleo ni vivienda. Paulo está sentado en el mismo banco. “Recojo las hojas del suelo en el estado municipal de béisbol, monto escenarios, reciclo latas”. Tampoco le alcanza para pagarse una casa.
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“São Paulo atraviesa la que es probablemente la crisis habitacional más fuerte de su historia, con cincuenta mil personas viviendo en la calle”, denuncia Raquel Rolnik, un referente del urbanismo en Brasil. La veterana catedrática de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de São Paulo (USP) utiliza todos los medios a su alcance para analizar asuntos relacionados con su ciudad. Artículos académicos y periodísticos, entrevistas, libros, videos o mensajes en redes sirven de canal para compartir la visión de la que fue directora de Planeamiento del municipio de São Paulo en los noventa, secretaria nacional de Programas Urbanos del Ministerio de las Ciudades durante el primer gobierno de Lula y relatora especial de Naciones Unidas para el derecho a vivienda adecuada. “Se debería pensar en una alternativa de calidad para quienes necesitan vivienda y en una política para utilizar los inmuebles vacíos y subutilizados para atender a esa demanda”, afirmó en una entrevista televisada.
Muestra su perplejidad ante una de las más recientes propuestas municipales para la plaza Largo do Paissandu, también cercana a Cracolândia. El consistorio propone la “activación de inmuebles ociosos”, con una concesión de veinticinco años a iniciativas privadas, para transformarlos en pisos de estudiantes. Supondría desalojar a las cuatrocientas familias que actualmente los habitan, sostenidas por movimientos sociales que luchan por el derecho a la vivienda. A Rolnik le parece escandaloso sacar a esas personas para dejar los edificios en manos de empresas privadas. Es un ejemplo de las alianzas público-privadas que se imponen en la capital paulista desde hace una década. Ella y el laboratorio LabCidade, que coordina junto a otras expertas en la USP, consideran poco apropiado que empresas privadas se dediquen a crear vivienda de interés social, por estar orientadas al mercado inmobiliario y no a las necesidades de la población vulnerable.
Paula Santoro forma parte de ese grupo de urbanistas de la USP que, junto a Rolnik, investiga la megalópolis en la que viven. Es fin de semana y la vía rápida elevada que atraviesa el centro, conocida como Minhocão (lombriz), está cerrada al tráfico. Debajo, un rosario de tiendas de campaña con sus habitantes. Frente a ellas, la pequeña librería Gato sem Rabo, “gato sin cola”, en la que solo venden libros escritos por mujeres. Santoro participa de un encuentro en el que discuten sobre la presencia de los cuerpos femeninos en el espacio público. Es experta en vivienda y en derecho a la ciudad, un derecho que no respeta la llamada arquitectura antimendigos o arquitectura hostil: muros, cercas, pinchos y bancos que no permiten que las personas puedan sentarse o acostarse. Ella prefiere llamarla urbanismo de la exclusión.
“Las barreras arquitectónicas sirven para discriminar y segregar a ciertos cuerpos, generalmente, los más pobres. En el caso de Brasil, negros. El urbanismo de la exclusión es también una ciudad controlada y dominada por un grupo blanco que no se reconoce en el otro”, dice la urbanista. “El poder público fomenta espacios privatizados y de consumo donde quienes no consumen no son bienvenidos”. Recuerda el caso de 2021 en Mooca, que trascendió a los medios y a la política nacional, cuando el padre Júlio Lancellotti salió a romper las piedras que habían colocado debajo de un puente para que nadie pudiera tumbarse en el suelo.
“No quieren que los más pobres tengan siquiera el derecho a dormir debajo de un puente”, declaró Lula en diciembre de 2022, días antes de asumir el cargo de presidente por tercera vez. Una de las primeras medidas que ha aprobado el Gobierno de Brasil, en enero de 2023, es la aplicación de la Ley Padre Júlio Lancellotti, que prohíbe la instalación de arquitectura hostil en el país. Fue aprobada por la Cámara de Diputados en 2022, a pesar de haber sido vetada por el gobierno de Bolsonaro, que alegaba que era contraria al interés público. “En Brasil no se ve a nadie pidiendo pan frente a una panadería”, llegó a declarar Bolsonaro en 2022, cuando el país volvió al Mapa del Hambre de Naciones Unidas, del que había salido ocho años antes.
“Cada vez veo más gente pasando hambre y viviendo en la calle. He votado a Lula, aunque ya no me guste, porque creo que es el mejor los dos. Uno es malo y el otro, peor”. Antonio ha pasado la mitad de su vida en São Paulo. Llegó desde Pernambuco hace treinta años. Ahora viste de negro y luce una larga barba blanca. Está apoyado en la pared de uno de los túneles de la céntrica parada de metro Marechal Deodoro con la cabeza hundida en un libro. Aprovecha la iluminación de los fluorescentes. “En las épocas que me quedo sin empleo vivo en la calle y paso los días leyendo”. En las manos sostiene un libro llamado Historia de la filosofía. Saca su próxima lectura de la pequeña bolsa de plástico verde con sus pertenencias que tiene a los pies: Ensayo sobre la ceguera. Reconoce que Saramago le cae bien, aunque fuera ateo. “Decía que Dios no existe y que, si existe, es imbécil. Porque creó al ser humano y esta sociedad. Aquí el sol no nace para todos”.
Marco Antonio, de 21 años, un hombre sin hogar, aparece en la foto mientras la ONG doAcao distribuye alimentos y mantas a las personas sin hogar mientras un frío inusual golpea a Brasil. Fotografía de Lucas Landau/REUTERS.
São Paulo, la metrópoli con el mayor PIB de América Latina, atraviesa la crisis de vivienda más aguda de su historia. Cincuenta mil personas no tienen hogar y esto es un récord al que se ha llegado tras un sostenido aumento desde 2015. Estas son las voces de quienes viven en las calles, bajo los puentes y en tiendas de campaña. Y de quienes han tratado de visibilizar una sociedad y un urbanismo hostiles con la más terrible pobreza.
El 2 de noviembre de 2022, São Paulo amaneció con la victoria de Lula en las elecciones presidenciales, 12 °C en los termómetros y un hombre inconsciente tumbado en la acera, cerca de la parroquia São Miguel Arcanjo, en el barrio de Mooca. Era un hombre que vivía en la calle. Su cuerpo estaba tan duro por el frío que parecía muerto. Lo taparon con mantas, frotaron sus manos, le tomaron el pulso. Cuando empezó a reaccionar, no era capaz de tragar agua. “El cuerpo se queda frío por dentro y se vuelve muy rígido”, dice Paulo Escobar, uno de los voluntarios que lo socorrieron, junto con el padre Júlio Lancellotti que, como él, convive a diario con personas sin hogar.
Marcela, una joven voluntaria, también estaba allí. Era la primera vez que tocaba un cuerpo así, tan frío, tan duro. “Llamamos a los servicios de urgencias y nos preguntaban si se trataba de un mendigo. ¿Qué más da? ¡Es una persona inconsciente tirada en la calle!”. Después de una hora de espera llegó la ambulancia y se llevó al hombre envuelto en una manta isotérmica. Lo primero que consiguió articular fue: “¿Allí hay comida?”.
Esta mañana, el padre Júlio Lancellotti se ha enterado también de que faltan medicamentos básicos en los centros de salud. “¡No hay dipirona en São Paulo! ¡Es una ciudad muy pobre!”, denunciaba con ironía a los más de un millón de seguidores en Instagram.
Al acabar, en su refugio al fondo de la parroquia, está agotado. Se notan sus 73 años y cuarenta que lleva ayudando a personas sin hogar que lo han convertido en un referente de lucha contra la pobreza en Brasil y en el mundo.
La pandemia no lo detuvo. Guantes en manos y mascarilla en boca, salía cada mañana a dar ánimo y comida a quienes no tenían casa donde aislarse del virus. Se corrió la voz, y los que antes eran decenas llegaron primero a centenares y luego a miles de habitantes de la calle que acudían a la parroquia de Mooca en busca de apoyo. Uno de esos días inciertos del inicio de la pandemia, el padre Júlio recibió una llamada de un número desconocido. Atendió pensando que sería alguno de los muchísimos periodistas que habitualmente lo buscan. “¿Parla italiano o hablas castellano?”. Se levantó de un salto del sillón cuando el hombre que le hablaba se presentó: el papa Francisco. Le pidió que no se desanimara, a pesar de las dificultades.
En la cocina minúscula del fondo de la parroquia, el padre Júlio apenas contiene las lágrimas. “No sabes lo que es aguantar esta rutina tan dura y que te hagan fotos desde un jeep que te sigue toda la mañana”, dice. Le tiemblan las manos. El reloj marca las once y acaba de resguardarse de las demandas incesantes desde que acabó su sermón de las siete. Al concluir la misa se quitó la sotana y salió con el séquito de voluntarios a su reparto de desayuno y productos de higiene para quienes no tienen casa. Como tantos días, escuchó gritos provenientes del interior de autos caros de cristales polarizados. “¡Bolsonaro!”, gritaban. “¡Lula!”, respondió Júlio Lancellotti, enfadado.
“Es muy cruel que una ciudad, una sociedad, deje que alguien se muera de frío. Nuestra lucha es conseguir que esa persona viva”, dice Paulo, también exhausto. Comparte mesa y tentempié con el cura. Se conocen desde hace quince años. Paulo es un sociólogo de cuarenta, de origen chileno, y habla un portugués perfecto. Llegó con nueve años al centro de São Paulo con su padre, a quien no le fue fácil encontrar un empleo en Chile durante la dictadura. Hace más de dos décadas que Paulo trabaja en la calle. “Una vez que entras, no consigues salir”. Ya nunca duerme solo. “Duermo con cincuenta o cien personas en la cabeza. Sobre todo cuando hace frío”. Hay noches en las que las temperaturas rozan los 5 °C. “En invierno nos cansamos de encontrar gente con hipotermia y nos corroe la impotencia. Lo peor es que São Paulo es una ciudad extremadamente rica, con el mayor PIB de América Latina. Eso nos provoca un enorme sentimiento de injusticia y enfado”, dice.
Desde el Observatório de Aporofobia luchan contra el miedo a los pobres. “Aporofobia” es el nombre que la filósofa española Adela Cortina le puso a ese miedo, como está descrito en uno de los carteles que cuelgan de las paredes de la parroquia. También hay imágenes de Teresa de Calcuta y de Santa Dulce de los Pobres, y una placa de homenaje a Marielle Franco, la concejala feminista, negra, criada en una favela, defensora de los derechos humanos, asesinada a tiros en Río de Janeiro en 2018.
Aunque dediquen la mayoría de su tiempo y energía a las personas sin hogar de São Paulo, el cura y el sociólogo saben que es imposible llegar a todos. Y menos ahora que la cantidad ha aumentado drásticamente desde 2014, como demuestran numerosos informes. El último del Observatório Brasileiro de Políticas Públicas com a População em Situação de Rua, de la Universidad Federal de Minas Gerais (Polos/UFMG), sostiene que la ciudad ha pasado de 13 185 personas sin hogar (en el año 2014) a 48 675 (en 2022). Para darse cuenta de la magnitud del problema solo hay que pasear por la capital paulista. Los puentes, carreteras elevadas y túneles que permiten cruzar la ciudad casi sin tocarla, están habitados por miles de personas que buscan lo más parecido al techo de un hogar.
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Luiz es uno de los chicos que el padre Júlio Lancellotti ha rescatado de la calle. Se mueve con soltura desde el porche hasta el fondo de la parroquia, y de allí, a las filas del hambre que se forman en el comedor donde reparten desayunos. Tiene veintidós años y llegó hace ocho meses a la megalópolis de más de veinte millones de habitantes desde una ciudad de cien mil, doscientos kilómetros al norte. Allí dejó la casa de su madre, que los crio a él y a su hermano sola, con su sueldo de costurera. “Daría la vida por ella”, dice.
En esa ciudad trabajaba de soldador hasta que encontró una oportunidad de empleo más suculento aquí, en la capital del estado. “El señor que me lo ofreció me prometió un salario de 3 300 reales [casi setecientos dólares] y me pagó el pasaje de autobús para venir”. Ese pasaje de ida era lo único que Luiz llevaba en los bolsillos. “Llegué y no me contrató, ni me dio casa ni pasaje de vuelta”. Tuvo que dormir cinco días en la calle. “La gente me miraba de otra manera. Eres basura. Eres mierda”.
Cuando entraba a un comercio, el personal de seguridad lo seguía de cerca, pensando que iba a robar. “No sé por qué. Supongo que era por la ropa sucia y los tatuajes”. Durante cinco días, por el miedo, apenas durmió por el miedo. Arrastrando el agotamiento de las noches en vela llegó al comedor social de Mooca. Luiz buscaba plaza en un albergue para no dormir al relente, pero el padre Júlio Lancellotti le consiguió morada a cambio de trabajo. Ahora, Luiz es uno de quienes lo acompañan en su rutina diaria. A las siete y media llevan lo recolectado en la iglesia hasta el comedor municipal donde se conocieron, a dos cuadras. Cada mañana se forma allí una fila con decenas de hombres, alguna mujer y un puñado de niños hambrientos. La mayoría son de piel oscura y mediana edad. Pasan ordenadamente por el corredor en el que los voluntarios y el cura les entregan mandarinas, pan, jabones. En la siguiente sala recogen café caliente y se sientan en mesas corridas.
“Soy de Bahía y vine a São Paulo porque en mi ciudad no hay centros de tratamiento para alcohólicos”. Moisés tiene 47 años y bebe mucho desde los dieciocho. Está limpio, lleva una camisa de manga corta de un amarillo verdoso brillante que resalta su piel oscura, mochila y visera. Duerme en un centro de acogida cercano. “Allí vivimos mil y pico personas”. Dice que desde que está allí apenas bebe y va mucho a la iglesia. Le gustaría trabajar de vigilante de seguridad, pero cuando pone la dirección del albergue donde vive en el currículum, nadie quiere contratarlo.
Que el entorno de la parroquia São Miguel Arcanjo se haya convertido en un referente para las personas sin casa y que Mooca sea uno de los distritos que más los atrae es algo que no gusta a algunos de sus vecinos. Son descendientes de italianos, portugueses, españoles y otros migrantes europeos, sus abuelos llegaron en busca del sueño americano en la boyante São Paulo de finales del XIX y principios del XX, y el barrio industrial fue creciendo hasta superar los sesenta mil habitantes en 2010. Pero Mooca es muy anterior. En 1556 le pusieron el nombre oficial, que en tupí-guaraní significa “hacer casa”.
Ahora, convertido en un distrito de clase media-alta, Mooca es de los más bolsonaristas de la capital: el candidato de ultraderecha sacó 74% de los votos en las presidenciales de 2018 y 58% en las de 2022. Sus defensores más radicalizados no aplauden el trabajo del padre Júlio Lancellotti y sus ayudantes porque dan soporte a lo que ellos consideran vagos que deben desaparecer. Insultan y amenazan al cura, gritándole desde las ventanillas oscuras de sus coches. “¡Padre inútil! ¡Vamos a acabar contigo, charlatán!”. Júlio Lancellotti lo comparte en sus redes. También difundió el mensaje publicado por el jugador de fútbol Fabrício Manini, el 3 de octubre, después de la victoria de Lula: “Tras el resultado de la primera vuelta, espero que todos los votantes de Bolsonaro, entre los que me incluyo, cuando encuentren a alguien pasando hambre o pidiendo comida, no lo ayuden. Que pasen con el coche por encima de su cabeza para que el país no gaste más dinero en esos gusanos”.
Aleksandra nació en Mooca hace 42 años, sin suerte. Tiene la mirada viva y la ropa sucia. Es menuda, de piel morena y sonrisa pícara, y lleva el pelo muy corto, con estilo. Entre los cabellos oxigenados asoman sus raíces negras. Está sentada en el escalón estrecho de un local con el cierre echado, a una cuadra de la parroquia. Duerme por las calles de su barrio desde hace dos años. Antes trabajaba como costurera, desde los ocho. “De niña vivía entre el orfanato, mi abuela y tíos. Insistí mucho para que me enseñaran a usar la máquina porque pensaba que si faltaba mi abuela tenía que saber arreglármelas sola”, cuenta. A los diecisiete ya había reunido el suficiente dinero para vivir en una casa de alquiler con amigas, y desde entonces no paró de moverse. “Al cumplir cuarenta hice un recuento y ya había pasado por 54 residencias”.
La pandemia acabó con su máquina de coser y con el dinero para pagar una casa. “Tenía un taller de creaciones de moda. Trabajaba de lo que fuera, pero sobre todo cosía”. Buscó suerte en el interior del estado de São Paulo. Con una mezcla de confusión y ligereza, explica el proceso que la llevó a dormir a la intemperie: “Dejé la ciudad. Marido-problema-cáncer. Pa-pa-pa. Volví a la ciudad, comencé a trabajar alquilando inmuebles como autónoma. Tuve que vender las máquinas de coser para poder pagar la fianza de un piso de alquiler...”. Sin oportunidades de trabajo ni dinero ni marido, empezó a vagar. En uno de sus paseos conoció a Bruno, su compañero de calle. Y de crack.
Bruno está junto a ella. Negro, guapo y alto, una sonrisa enorme y brillante. “Usamos mariguana o tabaco para fumar menos crack”, explican, mientras piden dinero para un cigarro. Bruno consume porque dice que le ayuda a sobrellevar la vida callejera con la que se dio de bruces en 2016. Llegó a São Paulo desde el estado vecino de Minas Gerais. “Allí trabajaba en minería, como soldador, mecánico, pero mi sector se vio afectado por la crisis y me quedé sin empleo”. Vino a probar suerte en la gran metrópolis. “Aquí es donde me tiré de cabeza a las calles”. El dinero que gana con pequeños trabajos de autónomo no le alcanza para alquilar una vivienda. Bajo la manta que cubre su cuerpo se asoman pies y manos secos. En el centro de la mano derecha tiene un agujero, de un centímetro, muy negro. Es la cicatriz de una puñalada.
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A cinco kilómetros de la parroquia de Mooca, en la Zona Central, está la cocina de Adriana y su marido. Aprovechan el espacio entre carreteras bajo el viaducto de Santa Ifigênia, muy cerca del Pátio do Colégio, donde los colonizadores fundaron São Paulo en 1554. Adriana no pierde la sonrisa mientras fríe el puñado de grasa de carne que les han regalado. Dará sabor al arroz y feijão que prepara agachada. Habla casi gritando para hacerse entender sobre el barullo constante de los coches. Es casi la hora de comer y hace sol. Bajo la chaqueta abierta lleva un vestido sin mangas de tela liviana y estampado tropical, con hojas de palmeras en tonos azules y verdes. Llegó desde la calurosa Ilhéus, en el estado de Bahía, para recibir tratamiento en un riñón. “Una bala perdida de la policía me alcanzó frente a la guardería de mi hija y allí no tenía acceso a un tratamiento como en São Paulo”. Vino para curarse, aunque eso supusiera vivir debajo de un puente. “Pero es un puente muy chic, lo han traído de Estados Unidos”, dice con humor, refiriéndose a la enorme estructura de acero amarillento. En realidad lo fabricaron y trajeron desde Bélgica, pero lo que la bahiana sabe es que viene desde más lejos que ella. Vive aquí hace cinco años y le quedan casi dos años para terminar el tratamiento y poder volver a casa con los cuatro hijos y tres nietos que dejó allí.
Al otro lado de la carretera, su vecina Vera usa chaqueta de plumas y gorro de lana. “Tiene 83 años y vive aquí porque sus hijos no quieren cuidarla y la han abandonado en la calle”, se lamenta Adriana. Vende caramelos sobre un cajón de madera, sentada en una silla de camping. Llaman la atención unas uñas lisas y largas pintadas de rojo fuerte, como el de los paquetes de caramelos de fresa que vende. Cuando empezó la pandemia y todo se paró, nadie pasaba cerca ni compraba caramelos. “Una vez, no comimos durante tres días”, recuerda Adriana. Ahora, su marido trabaja de madrugada descargando cajas en Mercadão, el mercado municipal a pocas cuadras de aquí. Van tirando. Explica que han elegido esta localización para plantar sus tiendas de campaña por la seguridad. “Una vez las quemaron. Aquí hay más vigilancia, cerca del metro. Sufrimos mucho, pasamos frío, nos faltan mantas y, a veces, se las llevan los guardias municipales. También las sartenes. No podemos hacer nada”, se resigna, mientras saltea la carne. Adriana protege el fuego del viento con una tapa de porexpán blanco en la que hay un adhesivo redondo con la cara de Lula. Lo votó el domingo pasado con la esperanza de que la situación mejore.
“Las personas que están viviendo debajo de un puente van a volver a comer, van a volver a tener vivienda y van a volver a tener empleo”, prometió Lula nada más ganar las elecciones presidenciales el 30 de octubre, en la celebración de la Avenida Paulista, la famosa arteria de negocios, a tres kilómetros del puente bajo el que vive Adriana. Nunca se habían registrado tantas personas sin hogar en Brasil. Casi doscientos mil, según Polos/UFMG; 42% vive en el estado de São Paulo y 25% en la ciudad.
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“En mis 81 años nunca había visto tantas personas durmiendo en las calles”, dice el economista y político paulistano Eduardo Matarazzo Suplicy. En las elecciones del domingo pasado fue elegido diputado estatal por el Partido de los Trabajadores con la mayor votación del estado de São Paulo. Lo votaron más de ochocientas mil personas. De eso ha pasado una semana, hoy es domingo por la tarde y las calles de Jardim Paulistano, el barrio donde vive Suplicy, están tranquilas. En su salón hay un silencio aplastante. Una chimenea, estanterías de suelo a techo repletas de libros, muchas fotos familiares y varios instrumentos musicales de sus hijos, músicos conocidos. La mirada poderosa de su madre, Filomena Matarazzo, está inmortalizada en la pintura que preside el comedor. La imponente mujer de la dinastía italiana dio a luz a once hijos y vivió hasta los 105. Su octavo descendiente, Eduardo, ha heredado la fortaleza de su progenitora. No piensa morir sin ver una de las propuestas por las que lucha tanto: la renta básica universal. “Constituye mi objetivo de vida. El mayor”, afirma con mirada y voz firmes. Hace dieciocho años que fue aprobada la Renta Básica de Ciudadanía que Suplicy propuso, pero aún no se aplica.
La primera estancia al entrar en la residencia de Suplicy es su pequeño despacho. De las paredes cuelgan premios por su labor en derechos humanos, imágenes de sus inicios en política y de dos de sus mayores referentes: Thomas Moore y Martin Luther King, líderes humanistas de otras épocas que inspiran sus proyectos políticos. En un rincón hay una escultura pequeña y plateada de Don Quijote de la Mancha. Hace cincuenta años que Suplicy comenzó a pensar en estrategias económicas para erradicar la pobreza en Brasil, uno de los países más ricos y desiguales del mundo. Se formó en Economía en las mejores escuelas de Brasil y Estados Unidos, y a raíz de su estancia académica en Norteamérica conoció el concepto de garantía de renta mínima. Basic income, en inglés. “Se discutía bastante durante el tiempo del presidente Richard Nixon. Cuando volví a Brasil siempre me preocupé por construir un país justo, civilizado, fraterno y solidario”. Cita a quien le parece la máxima autoridad en el asunto: el economista y filósofo belga Philippe van Parijs, y rememora sin tapujos la historia de Brasil. “Durante tres siglos, millones de personas fueron arrancadas de su tierra natal en África para contribuir al enriquecimiento de muchas familias”.
En marzo de 2023 Suplicy abandonará la cámara municipal donde ahora trabaja para volver a la estatal, donde hará oposición a Tarcísio de Freitas, el ministro de Infraestructuras del gobierno de Bolsonaro que ha ganado las elecciones a gobernador del Estado de São Paulo.
Al frente del Ayuntamiento de São Paulo está Ricardo Nunes, del partido de centroderecha Movimento Democrático Brasileiro. Las cifras que maneja son las del censo municipal de población de calle de 2021: 31 884 personas sin hogar, 7 540 nuevas entre 2019 y 2021, lo que supone un aumento de 31%. Carlos Bezerra Júnior es responsable de los programas para personas sin hogar en la ciudad de doce millones de habitantes. El médico de 54 años, pastor evangélico y político afiliado al conservador Partido da Social Democracia Brasileira, coordina el programa Reencontro. Ocupa el puesto desde hace poco más de un año, cuando fue nombrado secretario municipal de Asistencia y Desarrollo Social de São Paulo.
Desde un piso 35, el despacho de Bezerra sobrevuela algunas de las calles de la gran metrópolis brasileña, que parece una maqueta. Personas pequeñísimas cruzan el Viaduto do Chá, el primer paso elevado de los miles que hay en São Paulo. “Adelantamos dos años el censo por el perceptible aumento de personas durmiendo en el espacio público. Lo que más nos llamó la atención es el creciente número de familias”, explica. Más de 80% de los sintecho de São Paulo son hombres, según el censo de población de calle de 2021. “Tradicionalmente, las políticas públicas están dirigidas a un hombre adulto, sin empleo, drogadicto o con problemas de salud mental, pero el perfil es cada vez más variopinto”, reconoce.
En su mesa, frente al ventanal que deja ver el horizonte de edificios superpuestos del centro, coloca la maqueta de una vivienda. “Estamos diversificando soluciones para atender a los más variados perfiles. Esta es nuestra respuesta para familias, siguiendo el modelo housing first”. Se refiere a la estrategia de proporcionar casa antes que cualquier otra cosa. Dentro de la caja de metacrilato transparente está representada una de las 350 viviendas prefabricadas del proyecto piloto habitacional Vila Reencontro. Villas de casas modulares independientes, de dieciocho metros cuadrados, para familias de hasta cuatro personas. “Ya hemos recalificado cuatro terrenos públicos. Dos aquí, en el centro”, explica.
A quinientos metros de su despacho hay una parcela con la tierra rojiza removida y dos hileras de casetas blancas. Bezerra pide un coche oficial para continuar hablando allí del proyecto de vivienda temporal para familias. “No son contenedores”, recalca al traspasar la verja del solar entre torres de edificios grises. En el lote de la Ladeira da Memória hay 52 módulos, 41 se convertirán en el hogar de familias que ahora pasan sus noches en la calle. “El resto serán servicios comunitarios: cocina, administración, ludoteca...”. En las zonas exteriores se han respetado los árboles preexistentes, que forman un pequeño bosque, y hay espacio para una huerta. Las familias estarán acogidas en las casas con baño y cocina durante año y medio, como mucho. Es el plazo que prevén en los despachos oficiales para que se reincorporen al mercado laboral. “Queremos que en dieciocho meses alcancen la autonomía suficiente para conseguir una vivienda definitiva”, dice Bezerra. Una de las quejas habituales de quienes no tienen dirección es que, precisamente por eso, no les brindan oportunidades de trabajo. “Sacaremos a la persona de la calle de inmediato y le ofreceremos seguimiento, capacitación y un subsidio mensual”.
Desde la ventana de algunas de las futuras viviendas provisionales se distingue el jardín que asoma exuberante en la azotea del edificio Matarazzo. Construido al final de los años treinta en estilo racionalista italiano, ahora es la sede principal del Ayuntamiento. “Esta es una ubicación muy deseada. Tenemos muchos enemigos en el vecindario, que no quieren tener una villa de acogida de personas sin hogar en la puerta de sus casas”, comenta Bezerra.
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Anelly duerme con tres de sus nueve hijos a poca distancia, en una de las doce tiendas de campaña bajo la marquesina que cubre la plaza a los pies del edificio Matarazzo. Lleva aquí unos cuatro años. “Hay mucha hipocresía. Nos dan ayudas, pero lo que queremos es igualdad, respeto y salir de esta situación”. Con 42 años, una coleta de pelo negro y largo, la voz afónica y sus hijos correteando, dice que prefiere dormir aquí que en un centro de acogida porque consigue más dinero para alimentar a sus niños. “No comemos la comida que dan en los albergues, y faltan pañales y leche”. Le gustaría tener una casa, pero hasta ahora no ha encontrado un programa por el que le compense dejar de dormir a la intemperie.
Nació en São Paulo. “Desgraciadamente”, dice. Empezó en la vida sin padres y con problemas pulmonares hasta que, al salir del hospital a los tres meses, la adoptaron. Pero su nueva madre falleció cuando cumplió los trece años. Sin familia ni dinero para alquilar, empezó a dormir en la calle. “Después, me casé y viví en el estado de Minas Gerais con mi marido”. Al separarse, regresó a su ciudad. Y a la calle. “No tengo familia ni dinero. Cobro el subsidio gubernamental de seiscientos reales [115 dólares]”. Ha criado a seis hijos, el mayor ya ha cumplido veintidós años. Los tres menores duermen junto a ella en la tienda. Enseña orgullosa su espalda tatuada. Gabriel, Uriel, Rafael, Kauan, Pablo, Taylor, Miguel y João. Son los nombres de los primeros ocho. Todos varones. Acuna en brazos a Ana Clara, su única mujer. “He tenido a todos esos esperándola a ella”.
Los hijos mayores viven en la Zona Este, pero no quiere pedirles ayuda. “Lo único que quiero de ellos es su respeto, no voy a cargarlos con mis problemas. Tienen que vivir su vida, no la mía. Tienen derecho a ser felices. Lo poco que hice por ellos es lo que pude”, dice llorando, y destapa una pequeña botella de plástico con cachaça. “Voy a dar un trago porque, a pesar de todos nuestros problemas y de esta situación, ¡aún estamos vivos! No por tener nueve hijos he dejado de vivir”.
Un chico joven, vestido con ropa de oficina, se acerca y le entrega un paquete de papel marrón con comida. Es casi el final de la tarde y su vecina y compañera de campamento va a llevar a los pequeños a los baños públicos para ducharlos. Bajo esa marquesina han formado “una verdadera familia”. No pueden aspirar a la cercana villa de casas prefabricadas del Ayuntamiento porque solo aceptan a quienes lleven menos de dos años en la calle, cuando el problema no se ha vuelto crónico.
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“Mi techo es Dios. Mi techo es el cielo”, le decía un sintecho a la arquitecta Giulia Patitucci. Trabajó en los censos municipales de población de calle de 2019 y de 2021. Para el censo nacional más importante, el del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, quienes no tienen casa son invisibles: no entran en sus conteos, porque solo toman datos en los domicilios. “La falta de vivienda siempre ha estado presente en São Paulo, la primera ciudad de Brasil que realizó un censo de población de calle para entender la dimensión del problema”, explica la joven arquitecta en una cafetería de la Avenida Paulista. “En los años setenta solo algunas organizaciones religiosas contaban a las personas sin hogar. Por primera vez, en 1999 un equipo de la Secretaría de Asistencia Social del Ayuntamiento salió a la calle y encontró tres mil personas”, explica Patitucci.
El número de sintecho aumentó paulatinamente, y en 2015 ya eran quince mil. A partir de entonces hubo un crecimiento exorbitante, hasta alcanzar los veinticuatro mil en 2019. Y la cifra se duplicó en 2022. “Cada vez se ven más tiendas de campaña por las calles de la ciudad, antes dormían al relente con cartones o fabricaban chabolas. Que tanta gente prefiera un espacio que garantice mayor privacidad demuestra que esas personas demandan vivienda. Es su manera de resolver el problema”, concluye Patitucci. Al menos 290 000 inmuebles están vacíos en la ciudad de São Paulo, según el Censo de 2010, y los especialistas estiman que actualmente son muchos más. Recalificar y adecuar algunos inmuebles vacíos del centro para acoger a personas sin hogar es otro de los proyectos municipales que Carlos Bezerra Júnior enumeraba en su despacho del piso 35, pero por el momento no se ha puesto en práctica.
“Duermo en cualquier sitio. No voy a albergues porque allí estás calentito y te echan temprano. Prefiero quedarme en la calle para no desacostumbrarme al frío”, cuenta Everton. Hace un año que el crack ha vuelto a arrastrarlo a ser morador de acera, como él prefiere llamarlo. Está lúcido y bromea bajo la manta de lana gris que cuelga de su cabeza, como si fuera la túnica de una virgen. Lo protege de la lluvia fina de la mañana de este martes de noviembre. Camina solo por el centro de la ciudad, en la zona llamada Cracolândia, la tierra del crack. Allí ha estado instalado durante más de veinte años el mayor mercado de venta de droga a cielo abierto de Brasil. Everton consume desde los dieciocho y ya tiene 34. “Me gustaría dejarlo, pero de momento, no puedo. Es fácil entrar y difícil salir. Me han internado ocho veces y he huido”.
Tiene los dientes dañados y habla de su soledad. “Prefiero estar solo que mal acompañado. La gente en la calle es buena si tienes dinero en el bolsillo y droga”. Tampoco tiene, ni quiere, la ayuda de su familia, que vive en el litoral. Se dedica a recoger latas de aluminio para sobrevivir. “El precio del kilo de latas es de unos cinco reales [un dólar]”. Eso es lo que le cuestan cinco comidas en Bom Prato, uno de esos comedores sociales del estado de São Paulo. O una dosis de crack, que le permitirá olvidar el hambre y sentirse increíblemente bien por unos diez minutos.
“Eres un superhéroe, lo conquistas todo. Podrías subir a un edificio y tirarte sin que pasara nada. No te das cuenta de que estás en un lugar inmundo. Eso es el crack”. Así describe la sensación Priscila, que también frecuentaba Cracolândia. Ya no. Hace un par de años que dejó el crack y vive en un centro público de acogida y tratamiento en las afueras de la ciudad. “Estoy bien ahora, pero soy adicta para el resto de mi vida. Está en mi sangre”. Empezó a dormir en la calle siguiendo los pasos de su hermana. “Probé el crack por curiosidad y fui perdiéndolo todo: mi trabajo de camarera, mi casa, la custodia de mis hijos y mi dignidad”. Vivía bajo una autovía cerca de la favela donde nació, en la periferia de São Paulo. De vez en cuando se acercaba al mercadillo de droga del centro y dormía donde le pillara, con los riesgos añadidos que supone para una mujer. “En la calle sufres todo tipo de agresión, todo tipo de violencia. Y eres capaz de hacer cualquier cosa por tu adicción”.
Hace unos meses que la policía desmanteló Cracolândia y que han expropiado los edificios donde estaban las pensiones baratas en las que personas como Priscila se vendían por una dosis. Quienes vivían por allí están ahora dispersos por el centro de la ciudad. A pocas manzanas, en la plaza Marechal Deodoro, hay decenas de tiendas de campaña y personas durmiendo por el suelo o sobre los bancos de madera. En una pancarta amarilla de varios metros, un mensaje rotundo: “BRASIL HA EMPEORADO”. Debajo, las cenizas y los restos de maderas y cartones que alimentan la hoguera de las noches frías.
Antonio, de 65 años, pelo blanco y corto, toma el sol por la mañana en uno de los bancos de la plaza, como un jubilado cualquiera. Pasa aquí sus días desde 2021, cuando salió de la cárcel. Lo detuvieron por disparar a un hombre que quería agredir a su hija. “Si hubiera sido solo un tiro, sería legítima defensa. Pero imagina el odio de un hombre que ve que quieren matar a su hija. Me metieron por defender a mi familia”. Después de diez años entre rejas, está libre y enseña sus documentos de identidad. Lo que quiere es que limpien su nombre, porque no consigue empleo ni vivienda. Paulo está sentado en el mismo banco. “Recojo las hojas del suelo en el estado municipal de béisbol, monto escenarios, reciclo latas”. Tampoco le alcanza para pagarse una casa.
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“São Paulo atraviesa la que es probablemente la crisis habitacional más fuerte de su historia, con cincuenta mil personas viviendo en la calle”, denuncia Raquel Rolnik, un referente del urbanismo en Brasil. La veterana catedrática de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de São Paulo (USP) utiliza todos los medios a su alcance para analizar asuntos relacionados con su ciudad. Artículos académicos y periodísticos, entrevistas, libros, videos o mensajes en redes sirven de canal para compartir la visión de la que fue directora de Planeamiento del municipio de São Paulo en los noventa, secretaria nacional de Programas Urbanos del Ministerio de las Ciudades durante el primer gobierno de Lula y relatora especial de Naciones Unidas para el derecho a vivienda adecuada. “Se debería pensar en una alternativa de calidad para quienes necesitan vivienda y en una política para utilizar los inmuebles vacíos y subutilizados para atender a esa demanda”, afirmó en una entrevista televisada.
Muestra su perplejidad ante una de las más recientes propuestas municipales para la plaza Largo do Paissandu, también cercana a Cracolândia. El consistorio propone la “activación de inmuebles ociosos”, con una concesión de veinticinco años a iniciativas privadas, para transformarlos en pisos de estudiantes. Supondría desalojar a las cuatrocientas familias que actualmente los habitan, sostenidas por movimientos sociales que luchan por el derecho a la vivienda. A Rolnik le parece escandaloso sacar a esas personas para dejar los edificios en manos de empresas privadas. Es un ejemplo de las alianzas público-privadas que se imponen en la capital paulista desde hace una década. Ella y el laboratorio LabCidade, que coordina junto a otras expertas en la USP, consideran poco apropiado que empresas privadas se dediquen a crear vivienda de interés social, por estar orientadas al mercado inmobiliario y no a las necesidades de la población vulnerable.
Paula Santoro forma parte de ese grupo de urbanistas de la USP que, junto a Rolnik, investiga la megalópolis en la que viven. Es fin de semana y la vía rápida elevada que atraviesa el centro, conocida como Minhocão (lombriz), está cerrada al tráfico. Debajo, un rosario de tiendas de campaña con sus habitantes. Frente a ellas, la pequeña librería Gato sem Rabo, “gato sin cola”, en la que solo venden libros escritos por mujeres. Santoro participa de un encuentro en el que discuten sobre la presencia de los cuerpos femeninos en el espacio público. Es experta en vivienda y en derecho a la ciudad, un derecho que no respeta la llamada arquitectura antimendigos o arquitectura hostil: muros, cercas, pinchos y bancos que no permiten que las personas puedan sentarse o acostarse. Ella prefiere llamarla urbanismo de la exclusión.
“Las barreras arquitectónicas sirven para discriminar y segregar a ciertos cuerpos, generalmente, los más pobres. En el caso de Brasil, negros. El urbanismo de la exclusión es también una ciudad controlada y dominada por un grupo blanco que no se reconoce en el otro”, dice la urbanista. “El poder público fomenta espacios privatizados y de consumo donde quienes no consumen no son bienvenidos”. Recuerda el caso de 2021 en Mooca, que trascendió a los medios y a la política nacional, cuando el padre Júlio Lancellotti salió a romper las piedras que habían colocado debajo de un puente para que nadie pudiera tumbarse en el suelo.
“No quieren que los más pobres tengan siquiera el derecho a dormir debajo de un puente”, declaró Lula en diciembre de 2022, días antes de asumir el cargo de presidente por tercera vez. Una de las primeras medidas que ha aprobado el Gobierno de Brasil, en enero de 2023, es la aplicación de la Ley Padre Júlio Lancellotti, que prohíbe la instalación de arquitectura hostil en el país. Fue aprobada por la Cámara de Diputados en 2022, a pesar de haber sido vetada por el gobierno de Bolsonaro, que alegaba que era contraria al interés público. “En Brasil no se ve a nadie pidiendo pan frente a una panadería”, llegó a declarar Bolsonaro en 2022, cuando el país volvió al Mapa del Hambre de Naciones Unidas, del que había salido ocho años antes.
“Cada vez veo más gente pasando hambre y viviendo en la calle. He votado a Lula, aunque ya no me guste, porque creo que es el mejor los dos. Uno es malo y el otro, peor”. Antonio ha pasado la mitad de su vida en São Paulo. Llegó desde Pernambuco hace treinta años. Ahora viste de negro y luce una larga barba blanca. Está apoyado en la pared de uno de los túneles de la céntrica parada de metro Marechal Deodoro con la cabeza hundida en un libro. Aprovecha la iluminación de los fluorescentes. “En las épocas que me quedo sin empleo vivo en la calle y paso los días leyendo”. En las manos sostiene un libro llamado Historia de la filosofía. Saca su próxima lectura de la pequeña bolsa de plástico verde con sus pertenencias que tiene a los pies: Ensayo sobre la ceguera. Reconoce que Saramago le cae bien, aunque fuera ateo. “Decía que Dios no existe y que, si existe, es imbécil. Porque creó al ser humano y esta sociedad. Aquí el sol no nace para todos”.
São Paulo, la metrópoli con el mayor PIB de América Latina, atraviesa la crisis de vivienda más aguda de su historia. Cincuenta mil personas no tienen hogar y esto es un récord al que se ha llegado tras un sostenido aumento desde 2015. Estas son las voces de quienes viven en las calles, bajo los puentes y en tiendas de campaña. Y de quienes han tratado de visibilizar una sociedad y un urbanismo hostiles con la más terrible pobreza.
El 2 de noviembre de 2022, São Paulo amaneció con la victoria de Lula en las elecciones presidenciales, 12 °C en los termómetros y un hombre inconsciente tumbado en la acera, cerca de la parroquia São Miguel Arcanjo, en el barrio de Mooca. Era un hombre que vivía en la calle. Su cuerpo estaba tan duro por el frío que parecía muerto. Lo taparon con mantas, frotaron sus manos, le tomaron el pulso. Cuando empezó a reaccionar, no era capaz de tragar agua. “El cuerpo se queda frío por dentro y se vuelve muy rígido”, dice Paulo Escobar, uno de los voluntarios que lo socorrieron, junto con el padre Júlio Lancellotti que, como él, convive a diario con personas sin hogar.
Marcela, una joven voluntaria, también estaba allí. Era la primera vez que tocaba un cuerpo así, tan frío, tan duro. “Llamamos a los servicios de urgencias y nos preguntaban si se trataba de un mendigo. ¿Qué más da? ¡Es una persona inconsciente tirada en la calle!”. Después de una hora de espera llegó la ambulancia y se llevó al hombre envuelto en una manta isotérmica. Lo primero que consiguió articular fue: “¿Allí hay comida?”.
Esta mañana, el padre Júlio Lancellotti se ha enterado también de que faltan medicamentos básicos en los centros de salud. “¡No hay dipirona en São Paulo! ¡Es una ciudad muy pobre!”, denunciaba con ironía a los más de un millón de seguidores en Instagram.
Al acabar, en su refugio al fondo de la parroquia, está agotado. Se notan sus 73 años y cuarenta que lleva ayudando a personas sin hogar que lo han convertido en un referente de lucha contra la pobreza en Brasil y en el mundo.
La pandemia no lo detuvo. Guantes en manos y mascarilla en boca, salía cada mañana a dar ánimo y comida a quienes no tenían casa donde aislarse del virus. Se corrió la voz, y los que antes eran decenas llegaron primero a centenares y luego a miles de habitantes de la calle que acudían a la parroquia de Mooca en busca de apoyo. Uno de esos días inciertos del inicio de la pandemia, el padre Júlio recibió una llamada de un número desconocido. Atendió pensando que sería alguno de los muchísimos periodistas que habitualmente lo buscan. “¿Parla italiano o hablas castellano?”. Se levantó de un salto del sillón cuando el hombre que le hablaba se presentó: el papa Francisco. Le pidió que no se desanimara, a pesar de las dificultades.
En la cocina minúscula del fondo de la parroquia, el padre Júlio apenas contiene las lágrimas. “No sabes lo que es aguantar esta rutina tan dura y que te hagan fotos desde un jeep que te sigue toda la mañana”, dice. Le tiemblan las manos. El reloj marca las once y acaba de resguardarse de las demandas incesantes desde que acabó su sermón de las siete. Al concluir la misa se quitó la sotana y salió con el séquito de voluntarios a su reparto de desayuno y productos de higiene para quienes no tienen casa. Como tantos días, escuchó gritos provenientes del interior de autos caros de cristales polarizados. “¡Bolsonaro!”, gritaban. “¡Lula!”, respondió Júlio Lancellotti, enfadado.
“Es muy cruel que una ciudad, una sociedad, deje que alguien se muera de frío. Nuestra lucha es conseguir que esa persona viva”, dice Paulo, también exhausto. Comparte mesa y tentempié con el cura. Se conocen desde hace quince años. Paulo es un sociólogo de cuarenta, de origen chileno, y habla un portugués perfecto. Llegó con nueve años al centro de São Paulo con su padre, a quien no le fue fácil encontrar un empleo en Chile durante la dictadura. Hace más de dos décadas que Paulo trabaja en la calle. “Una vez que entras, no consigues salir”. Ya nunca duerme solo. “Duermo con cincuenta o cien personas en la cabeza. Sobre todo cuando hace frío”. Hay noches en las que las temperaturas rozan los 5 °C. “En invierno nos cansamos de encontrar gente con hipotermia y nos corroe la impotencia. Lo peor es que São Paulo es una ciudad extremadamente rica, con el mayor PIB de América Latina. Eso nos provoca un enorme sentimiento de injusticia y enfado”, dice.
Desde el Observatório de Aporofobia luchan contra el miedo a los pobres. “Aporofobia” es el nombre que la filósofa española Adela Cortina le puso a ese miedo, como está descrito en uno de los carteles que cuelgan de las paredes de la parroquia. También hay imágenes de Teresa de Calcuta y de Santa Dulce de los Pobres, y una placa de homenaje a Marielle Franco, la concejala feminista, negra, criada en una favela, defensora de los derechos humanos, asesinada a tiros en Río de Janeiro en 2018.
Aunque dediquen la mayoría de su tiempo y energía a las personas sin hogar de São Paulo, el cura y el sociólogo saben que es imposible llegar a todos. Y menos ahora que la cantidad ha aumentado drásticamente desde 2014, como demuestran numerosos informes. El último del Observatório Brasileiro de Políticas Públicas com a População em Situação de Rua, de la Universidad Federal de Minas Gerais (Polos/UFMG), sostiene que la ciudad ha pasado de 13 185 personas sin hogar (en el año 2014) a 48 675 (en 2022). Para darse cuenta de la magnitud del problema solo hay que pasear por la capital paulista. Los puentes, carreteras elevadas y túneles que permiten cruzar la ciudad casi sin tocarla, están habitados por miles de personas que buscan lo más parecido al techo de un hogar.
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Luiz es uno de los chicos que el padre Júlio Lancellotti ha rescatado de la calle. Se mueve con soltura desde el porche hasta el fondo de la parroquia, y de allí, a las filas del hambre que se forman en el comedor donde reparten desayunos. Tiene veintidós años y llegó hace ocho meses a la megalópolis de más de veinte millones de habitantes desde una ciudad de cien mil, doscientos kilómetros al norte. Allí dejó la casa de su madre, que los crio a él y a su hermano sola, con su sueldo de costurera. “Daría la vida por ella”, dice.
En esa ciudad trabajaba de soldador hasta que encontró una oportunidad de empleo más suculento aquí, en la capital del estado. “El señor que me lo ofreció me prometió un salario de 3 300 reales [casi setecientos dólares] y me pagó el pasaje de autobús para venir”. Ese pasaje de ida era lo único que Luiz llevaba en los bolsillos. “Llegué y no me contrató, ni me dio casa ni pasaje de vuelta”. Tuvo que dormir cinco días en la calle. “La gente me miraba de otra manera. Eres basura. Eres mierda”.
Cuando entraba a un comercio, el personal de seguridad lo seguía de cerca, pensando que iba a robar. “No sé por qué. Supongo que era por la ropa sucia y los tatuajes”. Durante cinco días, por el miedo, apenas durmió por el miedo. Arrastrando el agotamiento de las noches en vela llegó al comedor social de Mooca. Luiz buscaba plaza en un albergue para no dormir al relente, pero el padre Júlio Lancellotti le consiguió morada a cambio de trabajo. Ahora, Luiz es uno de quienes lo acompañan en su rutina diaria. A las siete y media llevan lo recolectado en la iglesia hasta el comedor municipal donde se conocieron, a dos cuadras. Cada mañana se forma allí una fila con decenas de hombres, alguna mujer y un puñado de niños hambrientos. La mayoría son de piel oscura y mediana edad. Pasan ordenadamente por el corredor en el que los voluntarios y el cura les entregan mandarinas, pan, jabones. En la siguiente sala recogen café caliente y se sientan en mesas corridas.
“Soy de Bahía y vine a São Paulo porque en mi ciudad no hay centros de tratamiento para alcohólicos”. Moisés tiene 47 años y bebe mucho desde los dieciocho. Está limpio, lleva una camisa de manga corta de un amarillo verdoso brillante que resalta su piel oscura, mochila y visera. Duerme en un centro de acogida cercano. “Allí vivimos mil y pico personas”. Dice que desde que está allí apenas bebe y va mucho a la iglesia. Le gustaría trabajar de vigilante de seguridad, pero cuando pone la dirección del albergue donde vive en el currículum, nadie quiere contratarlo.
Que el entorno de la parroquia São Miguel Arcanjo se haya convertido en un referente para las personas sin casa y que Mooca sea uno de los distritos que más los atrae es algo que no gusta a algunos de sus vecinos. Son descendientes de italianos, portugueses, españoles y otros migrantes europeos, sus abuelos llegaron en busca del sueño americano en la boyante São Paulo de finales del XIX y principios del XX, y el barrio industrial fue creciendo hasta superar los sesenta mil habitantes en 2010. Pero Mooca es muy anterior. En 1556 le pusieron el nombre oficial, que en tupí-guaraní significa “hacer casa”.
Ahora, convertido en un distrito de clase media-alta, Mooca es de los más bolsonaristas de la capital: el candidato de ultraderecha sacó 74% de los votos en las presidenciales de 2018 y 58% en las de 2022. Sus defensores más radicalizados no aplauden el trabajo del padre Júlio Lancellotti y sus ayudantes porque dan soporte a lo que ellos consideran vagos que deben desaparecer. Insultan y amenazan al cura, gritándole desde las ventanillas oscuras de sus coches. “¡Padre inútil! ¡Vamos a acabar contigo, charlatán!”. Júlio Lancellotti lo comparte en sus redes. También difundió el mensaje publicado por el jugador de fútbol Fabrício Manini, el 3 de octubre, después de la victoria de Lula: “Tras el resultado de la primera vuelta, espero que todos los votantes de Bolsonaro, entre los que me incluyo, cuando encuentren a alguien pasando hambre o pidiendo comida, no lo ayuden. Que pasen con el coche por encima de su cabeza para que el país no gaste más dinero en esos gusanos”.
Aleksandra nació en Mooca hace 42 años, sin suerte. Tiene la mirada viva y la ropa sucia. Es menuda, de piel morena y sonrisa pícara, y lleva el pelo muy corto, con estilo. Entre los cabellos oxigenados asoman sus raíces negras. Está sentada en el escalón estrecho de un local con el cierre echado, a una cuadra de la parroquia. Duerme por las calles de su barrio desde hace dos años. Antes trabajaba como costurera, desde los ocho. “De niña vivía entre el orfanato, mi abuela y tíos. Insistí mucho para que me enseñaran a usar la máquina porque pensaba que si faltaba mi abuela tenía que saber arreglármelas sola”, cuenta. A los diecisiete ya había reunido el suficiente dinero para vivir en una casa de alquiler con amigas, y desde entonces no paró de moverse. “Al cumplir cuarenta hice un recuento y ya había pasado por 54 residencias”.
La pandemia acabó con su máquina de coser y con el dinero para pagar una casa. “Tenía un taller de creaciones de moda. Trabajaba de lo que fuera, pero sobre todo cosía”. Buscó suerte en el interior del estado de São Paulo. Con una mezcla de confusión y ligereza, explica el proceso que la llevó a dormir a la intemperie: “Dejé la ciudad. Marido-problema-cáncer. Pa-pa-pa. Volví a la ciudad, comencé a trabajar alquilando inmuebles como autónoma. Tuve que vender las máquinas de coser para poder pagar la fianza de un piso de alquiler...”. Sin oportunidades de trabajo ni dinero ni marido, empezó a vagar. En uno de sus paseos conoció a Bruno, su compañero de calle. Y de crack.
Bruno está junto a ella. Negro, guapo y alto, una sonrisa enorme y brillante. “Usamos mariguana o tabaco para fumar menos crack”, explican, mientras piden dinero para un cigarro. Bruno consume porque dice que le ayuda a sobrellevar la vida callejera con la que se dio de bruces en 2016. Llegó a São Paulo desde el estado vecino de Minas Gerais. “Allí trabajaba en minería, como soldador, mecánico, pero mi sector se vio afectado por la crisis y me quedé sin empleo”. Vino a probar suerte en la gran metrópolis. “Aquí es donde me tiré de cabeza a las calles”. El dinero que gana con pequeños trabajos de autónomo no le alcanza para alquilar una vivienda. Bajo la manta que cubre su cuerpo se asoman pies y manos secos. En el centro de la mano derecha tiene un agujero, de un centímetro, muy negro. Es la cicatriz de una puñalada.
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A cinco kilómetros de la parroquia de Mooca, en la Zona Central, está la cocina de Adriana y su marido. Aprovechan el espacio entre carreteras bajo el viaducto de Santa Ifigênia, muy cerca del Pátio do Colégio, donde los colonizadores fundaron São Paulo en 1554. Adriana no pierde la sonrisa mientras fríe el puñado de grasa de carne que les han regalado. Dará sabor al arroz y feijão que prepara agachada. Habla casi gritando para hacerse entender sobre el barullo constante de los coches. Es casi la hora de comer y hace sol. Bajo la chaqueta abierta lleva un vestido sin mangas de tela liviana y estampado tropical, con hojas de palmeras en tonos azules y verdes. Llegó desde la calurosa Ilhéus, en el estado de Bahía, para recibir tratamiento en un riñón. “Una bala perdida de la policía me alcanzó frente a la guardería de mi hija y allí no tenía acceso a un tratamiento como en São Paulo”. Vino para curarse, aunque eso supusiera vivir debajo de un puente. “Pero es un puente muy chic, lo han traído de Estados Unidos”, dice con humor, refiriéndose a la enorme estructura de acero amarillento. En realidad lo fabricaron y trajeron desde Bélgica, pero lo que la bahiana sabe es que viene desde más lejos que ella. Vive aquí hace cinco años y le quedan casi dos años para terminar el tratamiento y poder volver a casa con los cuatro hijos y tres nietos que dejó allí.
Al otro lado de la carretera, su vecina Vera usa chaqueta de plumas y gorro de lana. “Tiene 83 años y vive aquí porque sus hijos no quieren cuidarla y la han abandonado en la calle”, se lamenta Adriana. Vende caramelos sobre un cajón de madera, sentada en una silla de camping. Llaman la atención unas uñas lisas y largas pintadas de rojo fuerte, como el de los paquetes de caramelos de fresa que vende. Cuando empezó la pandemia y todo se paró, nadie pasaba cerca ni compraba caramelos. “Una vez, no comimos durante tres días”, recuerda Adriana. Ahora, su marido trabaja de madrugada descargando cajas en Mercadão, el mercado municipal a pocas cuadras de aquí. Van tirando. Explica que han elegido esta localización para plantar sus tiendas de campaña por la seguridad. “Una vez las quemaron. Aquí hay más vigilancia, cerca del metro. Sufrimos mucho, pasamos frío, nos faltan mantas y, a veces, se las llevan los guardias municipales. También las sartenes. No podemos hacer nada”, se resigna, mientras saltea la carne. Adriana protege el fuego del viento con una tapa de porexpán blanco en la que hay un adhesivo redondo con la cara de Lula. Lo votó el domingo pasado con la esperanza de que la situación mejore.
“Las personas que están viviendo debajo de un puente van a volver a comer, van a volver a tener vivienda y van a volver a tener empleo”, prometió Lula nada más ganar las elecciones presidenciales el 30 de octubre, en la celebración de la Avenida Paulista, la famosa arteria de negocios, a tres kilómetros del puente bajo el que vive Adriana. Nunca se habían registrado tantas personas sin hogar en Brasil. Casi doscientos mil, según Polos/UFMG; 42% vive en el estado de São Paulo y 25% en la ciudad.
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“En mis 81 años nunca había visto tantas personas durmiendo en las calles”, dice el economista y político paulistano Eduardo Matarazzo Suplicy. En las elecciones del domingo pasado fue elegido diputado estatal por el Partido de los Trabajadores con la mayor votación del estado de São Paulo. Lo votaron más de ochocientas mil personas. De eso ha pasado una semana, hoy es domingo por la tarde y las calles de Jardim Paulistano, el barrio donde vive Suplicy, están tranquilas. En su salón hay un silencio aplastante. Una chimenea, estanterías de suelo a techo repletas de libros, muchas fotos familiares y varios instrumentos musicales de sus hijos, músicos conocidos. La mirada poderosa de su madre, Filomena Matarazzo, está inmortalizada en la pintura que preside el comedor. La imponente mujer de la dinastía italiana dio a luz a once hijos y vivió hasta los 105. Su octavo descendiente, Eduardo, ha heredado la fortaleza de su progenitora. No piensa morir sin ver una de las propuestas por las que lucha tanto: la renta básica universal. “Constituye mi objetivo de vida. El mayor”, afirma con mirada y voz firmes. Hace dieciocho años que fue aprobada la Renta Básica de Ciudadanía que Suplicy propuso, pero aún no se aplica.
La primera estancia al entrar en la residencia de Suplicy es su pequeño despacho. De las paredes cuelgan premios por su labor en derechos humanos, imágenes de sus inicios en política y de dos de sus mayores referentes: Thomas Moore y Martin Luther King, líderes humanistas de otras épocas que inspiran sus proyectos políticos. En un rincón hay una escultura pequeña y plateada de Don Quijote de la Mancha. Hace cincuenta años que Suplicy comenzó a pensar en estrategias económicas para erradicar la pobreza en Brasil, uno de los países más ricos y desiguales del mundo. Se formó en Economía en las mejores escuelas de Brasil y Estados Unidos, y a raíz de su estancia académica en Norteamérica conoció el concepto de garantía de renta mínima. Basic income, en inglés. “Se discutía bastante durante el tiempo del presidente Richard Nixon. Cuando volví a Brasil siempre me preocupé por construir un país justo, civilizado, fraterno y solidario”. Cita a quien le parece la máxima autoridad en el asunto: el economista y filósofo belga Philippe van Parijs, y rememora sin tapujos la historia de Brasil. “Durante tres siglos, millones de personas fueron arrancadas de su tierra natal en África para contribuir al enriquecimiento de muchas familias”.
En marzo de 2023 Suplicy abandonará la cámara municipal donde ahora trabaja para volver a la estatal, donde hará oposición a Tarcísio de Freitas, el ministro de Infraestructuras del gobierno de Bolsonaro que ha ganado las elecciones a gobernador del Estado de São Paulo.
Al frente del Ayuntamiento de São Paulo está Ricardo Nunes, del partido de centroderecha Movimento Democrático Brasileiro. Las cifras que maneja son las del censo municipal de población de calle de 2021: 31 884 personas sin hogar, 7 540 nuevas entre 2019 y 2021, lo que supone un aumento de 31%. Carlos Bezerra Júnior es responsable de los programas para personas sin hogar en la ciudad de doce millones de habitantes. El médico de 54 años, pastor evangélico y político afiliado al conservador Partido da Social Democracia Brasileira, coordina el programa Reencontro. Ocupa el puesto desde hace poco más de un año, cuando fue nombrado secretario municipal de Asistencia y Desarrollo Social de São Paulo.
Desde un piso 35, el despacho de Bezerra sobrevuela algunas de las calles de la gran metrópolis brasileña, que parece una maqueta. Personas pequeñísimas cruzan el Viaduto do Chá, el primer paso elevado de los miles que hay en São Paulo. “Adelantamos dos años el censo por el perceptible aumento de personas durmiendo en el espacio público. Lo que más nos llamó la atención es el creciente número de familias”, explica. Más de 80% de los sintecho de São Paulo son hombres, según el censo de población de calle de 2021. “Tradicionalmente, las políticas públicas están dirigidas a un hombre adulto, sin empleo, drogadicto o con problemas de salud mental, pero el perfil es cada vez más variopinto”, reconoce.
En su mesa, frente al ventanal que deja ver el horizonte de edificios superpuestos del centro, coloca la maqueta de una vivienda. “Estamos diversificando soluciones para atender a los más variados perfiles. Esta es nuestra respuesta para familias, siguiendo el modelo housing first”. Se refiere a la estrategia de proporcionar casa antes que cualquier otra cosa. Dentro de la caja de metacrilato transparente está representada una de las 350 viviendas prefabricadas del proyecto piloto habitacional Vila Reencontro. Villas de casas modulares independientes, de dieciocho metros cuadrados, para familias de hasta cuatro personas. “Ya hemos recalificado cuatro terrenos públicos. Dos aquí, en el centro”, explica.
A quinientos metros de su despacho hay una parcela con la tierra rojiza removida y dos hileras de casetas blancas. Bezerra pide un coche oficial para continuar hablando allí del proyecto de vivienda temporal para familias. “No son contenedores”, recalca al traspasar la verja del solar entre torres de edificios grises. En el lote de la Ladeira da Memória hay 52 módulos, 41 se convertirán en el hogar de familias que ahora pasan sus noches en la calle. “El resto serán servicios comunitarios: cocina, administración, ludoteca...”. En las zonas exteriores se han respetado los árboles preexistentes, que forman un pequeño bosque, y hay espacio para una huerta. Las familias estarán acogidas en las casas con baño y cocina durante año y medio, como mucho. Es el plazo que prevén en los despachos oficiales para que se reincorporen al mercado laboral. “Queremos que en dieciocho meses alcancen la autonomía suficiente para conseguir una vivienda definitiva”, dice Bezerra. Una de las quejas habituales de quienes no tienen dirección es que, precisamente por eso, no les brindan oportunidades de trabajo. “Sacaremos a la persona de la calle de inmediato y le ofreceremos seguimiento, capacitación y un subsidio mensual”.
Desde la ventana de algunas de las futuras viviendas provisionales se distingue el jardín que asoma exuberante en la azotea del edificio Matarazzo. Construido al final de los años treinta en estilo racionalista italiano, ahora es la sede principal del Ayuntamiento. “Esta es una ubicación muy deseada. Tenemos muchos enemigos en el vecindario, que no quieren tener una villa de acogida de personas sin hogar en la puerta de sus casas”, comenta Bezerra.
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Anelly duerme con tres de sus nueve hijos a poca distancia, en una de las doce tiendas de campaña bajo la marquesina que cubre la plaza a los pies del edificio Matarazzo. Lleva aquí unos cuatro años. “Hay mucha hipocresía. Nos dan ayudas, pero lo que queremos es igualdad, respeto y salir de esta situación”. Con 42 años, una coleta de pelo negro y largo, la voz afónica y sus hijos correteando, dice que prefiere dormir aquí que en un centro de acogida porque consigue más dinero para alimentar a sus niños. “No comemos la comida que dan en los albergues, y faltan pañales y leche”. Le gustaría tener una casa, pero hasta ahora no ha encontrado un programa por el que le compense dejar de dormir a la intemperie.
Nació en São Paulo. “Desgraciadamente”, dice. Empezó en la vida sin padres y con problemas pulmonares hasta que, al salir del hospital a los tres meses, la adoptaron. Pero su nueva madre falleció cuando cumplió los trece años. Sin familia ni dinero para alquilar, empezó a dormir en la calle. “Después, me casé y viví en el estado de Minas Gerais con mi marido”. Al separarse, regresó a su ciudad. Y a la calle. “No tengo familia ni dinero. Cobro el subsidio gubernamental de seiscientos reales [115 dólares]”. Ha criado a seis hijos, el mayor ya ha cumplido veintidós años. Los tres menores duermen junto a ella en la tienda. Enseña orgullosa su espalda tatuada. Gabriel, Uriel, Rafael, Kauan, Pablo, Taylor, Miguel y João. Son los nombres de los primeros ocho. Todos varones. Acuna en brazos a Ana Clara, su única mujer. “He tenido a todos esos esperándola a ella”.
Los hijos mayores viven en la Zona Este, pero no quiere pedirles ayuda. “Lo único que quiero de ellos es su respeto, no voy a cargarlos con mis problemas. Tienen que vivir su vida, no la mía. Tienen derecho a ser felices. Lo poco que hice por ellos es lo que pude”, dice llorando, y destapa una pequeña botella de plástico con cachaça. “Voy a dar un trago porque, a pesar de todos nuestros problemas y de esta situación, ¡aún estamos vivos! No por tener nueve hijos he dejado de vivir”.
Un chico joven, vestido con ropa de oficina, se acerca y le entrega un paquete de papel marrón con comida. Es casi el final de la tarde y su vecina y compañera de campamento va a llevar a los pequeños a los baños públicos para ducharlos. Bajo esa marquesina han formado “una verdadera familia”. No pueden aspirar a la cercana villa de casas prefabricadas del Ayuntamiento porque solo aceptan a quienes lleven menos de dos años en la calle, cuando el problema no se ha vuelto crónico.
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“Mi techo es Dios. Mi techo es el cielo”, le decía un sintecho a la arquitecta Giulia Patitucci. Trabajó en los censos municipales de población de calle de 2019 y de 2021. Para el censo nacional más importante, el del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, quienes no tienen casa son invisibles: no entran en sus conteos, porque solo toman datos en los domicilios. “La falta de vivienda siempre ha estado presente en São Paulo, la primera ciudad de Brasil que realizó un censo de población de calle para entender la dimensión del problema”, explica la joven arquitecta en una cafetería de la Avenida Paulista. “En los años setenta solo algunas organizaciones religiosas contaban a las personas sin hogar. Por primera vez, en 1999 un equipo de la Secretaría de Asistencia Social del Ayuntamiento salió a la calle y encontró tres mil personas”, explica Patitucci.
El número de sintecho aumentó paulatinamente, y en 2015 ya eran quince mil. A partir de entonces hubo un crecimiento exorbitante, hasta alcanzar los veinticuatro mil en 2019. Y la cifra se duplicó en 2022. “Cada vez se ven más tiendas de campaña por las calles de la ciudad, antes dormían al relente con cartones o fabricaban chabolas. Que tanta gente prefiera un espacio que garantice mayor privacidad demuestra que esas personas demandan vivienda. Es su manera de resolver el problema”, concluye Patitucci. Al menos 290 000 inmuebles están vacíos en la ciudad de São Paulo, según el Censo de 2010, y los especialistas estiman que actualmente son muchos más. Recalificar y adecuar algunos inmuebles vacíos del centro para acoger a personas sin hogar es otro de los proyectos municipales que Carlos Bezerra Júnior enumeraba en su despacho del piso 35, pero por el momento no se ha puesto en práctica.
“Duermo en cualquier sitio. No voy a albergues porque allí estás calentito y te echan temprano. Prefiero quedarme en la calle para no desacostumbrarme al frío”, cuenta Everton. Hace un año que el crack ha vuelto a arrastrarlo a ser morador de acera, como él prefiere llamarlo. Está lúcido y bromea bajo la manta de lana gris que cuelga de su cabeza, como si fuera la túnica de una virgen. Lo protege de la lluvia fina de la mañana de este martes de noviembre. Camina solo por el centro de la ciudad, en la zona llamada Cracolândia, la tierra del crack. Allí ha estado instalado durante más de veinte años el mayor mercado de venta de droga a cielo abierto de Brasil. Everton consume desde los dieciocho y ya tiene 34. “Me gustaría dejarlo, pero de momento, no puedo. Es fácil entrar y difícil salir. Me han internado ocho veces y he huido”.
Tiene los dientes dañados y habla de su soledad. “Prefiero estar solo que mal acompañado. La gente en la calle es buena si tienes dinero en el bolsillo y droga”. Tampoco tiene, ni quiere, la ayuda de su familia, que vive en el litoral. Se dedica a recoger latas de aluminio para sobrevivir. “El precio del kilo de latas es de unos cinco reales [un dólar]”. Eso es lo que le cuestan cinco comidas en Bom Prato, uno de esos comedores sociales del estado de São Paulo. O una dosis de crack, que le permitirá olvidar el hambre y sentirse increíblemente bien por unos diez minutos.
“Eres un superhéroe, lo conquistas todo. Podrías subir a un edificio y tirarte sin que pasara nada. No te das cuenta de que estás en un lugar inmundo. Eso es el crack”. Así describe la sensación Priscila, que también frecuentaba Cracolândia. Ya no. Hace un par de años que dejó el crack y vive en un centro público de acogida y tratamiento en las afueras de la ciudad. “Estoy bien ahora, pero soy adicta para el resto de mi vida. Está en mi sangre”. Empezó a dormir en la calle siguiendo los pasos de su hermana. “Probé el crack por curiosidad y fui perdiéndolo todo: mi trabajo de camarera, mi casa, la custodia de mis hijos y mi dignidad”. Vivía bajo una autovía cerca de la favela donde nació, en la periferia de São Paulo. De vez en cuando se acercaba al mercadillo de droga del centro y dormía donde le pillara, con los riesgos añadidos que supone para una mujer. “En la calle sufres todo tipo de agresión, todo tipo de violencia. Y eres capaz de hacer cualquier cosa por tu adicción”.
Hace unos meses que la policía desmanteló Cracolândia y que han expropiado los edificios donde estaban las pensiones baratas en las que personas como Priscila se vendían por una dosis. Quienes vivían por allí están ahora dispersos por el centro de la ciudad. A pocas manzanas, en la plaza Marechal Deodoro, hay decenas de tiendas de campaña y personas durmiendo por el suelo o sobre los bancos de madera. En una pancarta amarilla de varios metros, un mensaje rotundo: “BRASIL HA EMPEORADO”. Debajo, las cenizas y los restos de maderas y cartones que alimentan la hoguera de las noches frías.
Antonio, de 65 años, pelo blanco y corto, toma el sol por la mañana en uno de los bancos de la plaza, como un jubilado cualquiera. Pasa aquí sus días desde 2021, cuando salió de la cárcel. Lo detuvieron por disparar a un hombre que quería agredir a su hija. “Si hubiera sido solo un tiro, sería legítima defensa. Pero imagina el odio de un hombre que ve que quieren matar a su hija. Me metieron por defender a mi familia”. Después de diez años entre rejas, está libre y enseña sus documentos de identidad. Lo que quiere es que limpien su nombre, porque no consigue empleo ni vivienda. Paulo está sentado en el mismo banco. “Recojo las hojas del suelo en el estado municipal de béisbol, monto escenarios, reciclo latas”. Tampoco le alcanza para pagarse una casa.
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“São Paulo atraviesa la que es probablemente la crisis habitacional más fuerte de su historia, con cincuenta mil personas viviendo en la calle”, denuncia Raquel Rolnik, un referente del urbanismo en Brasil. La veterana catedrática de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de São Paulo (USP) utiliza todos los medios a su alcance para analizar asuntos relacionados con su ciudad. Artículos académicos y periodísticos, entrevistas, libros, videos o mensajes en redes sirven de canal para compartir la visión de la que fue directora de Planeamiento del municipio de São Paulo en los noventa, secretaria nacional de Programas Urbanos del Ministerio de las Ciudades durante el primer gobierno de Lula y relatora especial de Naciones Unidas para el derecho a vivienda adecuada. “Se debería pensar en una alternativa de calidad para quienes necesitan vivienda y en una política para utilizar los inmuebles vacíos y subutilizados para atender a esa demanda”, afirmó en una entrevista televisada.
Muestra su perplejidad ante una de las más recientes propuestas municipales para la plaza Largo do Paissandu, también cercana a Cracolândia. El consistorio propone la “activación de inmuebles ociosos”, con una concesión de veinticinco años a iniciativas privadas, para transformarlos en pisos de estudiantes. Supondría desalojar a las cuatrocientas familias que actualmente los habitan, sostenidas por movimientos sociales que luchan por el derecho a la vivienda. A Rolnik le parece escandaloso sacar a esas personas para dejar los edificios en manos de empresas privadas. Es un ejemplo de las alianzas público-privadas que se imponen en la capital paulista desde hace una década. Ella y el laboratorio LabCidade, que coordina junto a otras expertas en la USP, consideran poco apropiado que empresas privadas se dediquen a crear vivienda de interés social, por estar orientadas al mercado inmobiliario y no a las necesidades de la población vulnerable.
Paula Santoro forma parte de ese grupo de urbanistas de la USP que, junto a Rolnik, investiga la megalópolis en la que viven. Es fin de semana y la vía rápida elevada que atraviesa el centro, conocida como Minhocão (lombriz), está cerrada al tráfico. Debajo, un rosario de tiendas de campaña con sus habitantes. Frente a ellas, la pequeña librería Gato sem Rabo, “gato sin cola”, en la que solo venden libros escritos por mujeres. Santoro participa de un encuentro en el que discuten sobre la presencia de los cuerpos femeninos en el espacio público. Es experta en vivienda y en derecho a la ciudad, un derecho que no respeta la llamada arquitectura antimendigos o arquitectura hostil: muros, cercas, pinchos y bancos que no permiten que las personas puedan sentarse o acostarse. Ella prefiere llamarla urbanismo de la exclusión.
“Las barreras arquitectónicas sirven para discriminar y segregar a ciertos cuerpos, generalmente, los más pobres. En el caso de Brasil, negros. El urbanismo de la exclusión es también una ciudad controlada y dominada por un grupo blanco que no se reconoce en el otro”, dice la urbanista. “El poder público fomenta espacios privatizados y de consumo donde quienes no consumen no son bienvenidos”. Recuerda el caso de 2021 en Mooca, que trascendió a los medios y a la política nacional, cuando el padre Júlio Lancellotti salió a romper las piedras que habían colocado debajo de un puente para que nadie pudiera tumbarse en el suelo.
“No quieren que los más pobres tengan siquiera el derecho a dormir debajo de un puente”, declaró Lula en diciembre de 2022, días antes de asumir el cargo de presidente por tercera vez. Una de las primeras medidas que ha aprobado el Gobierno de Brasil, en enero de 2023, es la aplicación de la Ley Padre Júlio Lancellotti, que prohíbe la instalación de arquitectura hostil en el país. Fue aprobada por la Cámara de Diputados en 2022, a pesar de haber sido vetada por el gobierno de Bolsonaro, que alegaba que era contraria al interés público. “En Brasil no se ve a nadie pidiendo pan frente a una panadería”, llegó a declarar Bolsonaro en 2022, cuando el país volvió al Mapa del Hambre de Naciones Unidas, del que había salido ocho años antes.
“Cada vez veo más gente pasando hambre y viviendo en la calle. He votado a Lula, aunque ya no me guste, porque creo que es el mejor los dos. Uno es malo y el otro, peor”. Antonio ha pasado la mitad de su vida en São Paulo. Llegó desde Pernambuco hace treinta años. Ahora viste de negro y luce una larga barba blanca. Está apoyado en la pared de uno de los túneles de la céntrica parada de metro Marechal Deodoro con la cabeza hundida en un libro. Aprovecha la iluminación de los fluorescentes. “En las épocas que me quedo sin empleo vivo en la calle y paso los días leyendo”. En las manos sostiene un libro llamado Historia de la filosofía. Saca su próxima lectura de la pequeña bolsa de plástico verde con sus pertenencias que tiene a los pies: Ensayo sobre la ceguera. Reconoce que Saramago le cae bien, aunque fuera ateo. “Decía que Dios no existe y que, si existe, es imbécil. Porque creó al ser humano y esta sociedad. Aquí el sol no nace para todos”.
Marco Antonio, de 21 años, un hombre sin hogar, aparece en la foto mientras la ONG doAcao distribuye alimentos y mantas a las personas sin hogar mientras un frío inusual golpea a Brasil. Fotografía de Lucas Landau/REUTERS.
São Paulo, la metrópoli con el mayor PIB de América Latina, atraviesa la crisis de vivienda más aguda de su historia. Cincuenta mil personas no tienen hogar y esto es un récord al que se ha llegado tras un sostenido aumento desde 2015. Estas son las voces de quienes viven en las calles, bajo los puentes y en tiendas de campaña. Y de quienes han tratado de visibilizar una sociedad y un urbanismo hostiles con la más terrible pobreza.
El 2 de noviembre de 2022, São Paulo amaneció con la victoria de Lula en las elecciones presidenciales, 12 °C en los termómetros y un hombre inconsciente tumbado en la acera, cerca de la parroquia São Miguel Arcanjo, en el barrio de Mooca. Era un hombre que vivía en la calle. Su cuerpo estaba tan duro por el frío que parecía muerto. Lo taparon con mantas, frotaron sus manos, le tomaron el pulso. Cuando empezó a reaccionar, no era capaz de tragar agua. “El cuerpo se queda frío por dentro y se vuelve muy rígido”, dice Paulo Escobar, uno de los voluntarios que lo socorrieron, junto con el padre Júlio Lancellotti que, como él, convive a diario con personas sin hogar.
Marcela, una joven voluntaria, también estaba allí. Era la primera vez que tocaba un cuerpo así, tan frío, tan duro. “Llamamos a los servicios de urgencias y nos preguntaban si se trataba de un mendigo. ¿Qué más da? ¡Es una persona inconsciente tirada en la calle!”. Después de una hora de espera llegó la ambulancia y se llevó al hombre envuelto en una manta isotérmica. Lo primero que consiguió articular fue: “¿Allí hay comida?”.
Esta mañana, el padre Júlio Lancellotti se ha enterado también de que faltan medicamentos básicos en los centros de salud. “¡No hay dipirona en São Paulo! ¡Es una ciudad muy pobre!”, denunciaba con ironía a los más de un millón de seguidores en Instagram.
Al acabar, en su refugio al fondo de la parroquia, está agotado. Se notan sus 73 años y cuarenta que lleva ayudando a personas sin hogar que lo han convertido en un referente de lucha contra la pobreza en Brasil y en el mundo.
La pandemia no lo detuvo. Guantes en manos y mascarilla en boca, salía cada mañana a dar ánimo y comida a quienes no tenían casa donde aislarse del virus. Se corrió la voz, y los que antes eran decenas llegaron primero a centenares y luego a miles de habitantes de la calle que acudían a la parroquia de Mooca en busca de apoyo. Uno de esos días inciertos del inicio de la pandemia, el padre Júlio recibió una llamada de un número desconocido. Atendió pensando que sería alguno de los muchísimos periodistas que habitualmente lo buscan. “¿Parla italiano o hablas castellano?”. Se levantó de un salto del sillón cuando el hombre que le hablaba se presentó: el papa Francisco. Le pidió que no se desanimara, a pesar de las dificultades.
En la cocina minúscula del fondo de la parroquia, el padre Júlio apenas contiene las lágrimas. “No sabes lo que es aguantar esta rutina tan dura y que te hagan fotos desde un jeep que te sigue toda la mañana”, dice. Le tiemblan las manos. El reloj marca las once y acaba de resguardarse de las demandas incesantes desde que acabó su sermón de las siete. Al concluir la misa se quitó la sotana y salió con el séquito de voluntarios a su reparto de desayuno y productos de higiene para quienes no tienen casa. Como tantos días, escuchó gritos provenientes del interior de autos caros de cristales polarizados. “¡Bolsonaro!”, gritaban. “¡Lula!”, respondió Júlio Lancellotti, enfadado.
“Es muy cruel que una ciudad, una sociedad, deje que alguien se muera de frío. Nuestra lucha es conseguir que esa persona viva”, dice Paulo, también exhausto. Comparte mesa y tentempié con el cura. Se conocen desde hace quince años. Paulo es un sociólogo de cuarenta, de origen chileno, y habla un portugués perfecto. Llegó con nueve años al centro de São Paulo con su padre, a quien no le fue fácil encontrar un empleo en Chile durante la dictadura. Hace más de dos décadas que Paulo trabaja en la calle. “Una vez que entras, no consigues salir”. Ya nunca duerme solo. “Duermo con cincuenta o cien personas en la cabeza. Sobre todo cuando hace frío”. Hay noches en las que las temperaturas rozan los 5 °C. “En invierno nos cansamos de encontrar gente con hipotermia y nos corroe la impotencia. Lo peor es que São Paulo es una ciudad extremadamente rica, con el mayor PIB de América Latina. Eso nos provoca un enorme sentimiento de injusticia y enfado”, dice.
Desde el Observatório de Aporofobia luchan contra el miedo a los pobres. “Aporofobia” es el nombre que la filósofa española Adela Cortina le puso a ese miedo, como está descrito en uno de los carteles que cuelgan de las paredes de la parroquia. También hay imágenes de Teresa de Calcuta y de Santa Dulce de los Pobres, y una placa de homenaje a Marielle Franco, la concejala feminista, negra, criada en una favela, defensora de los derechos humanos, asesinada a tiros en Río de Janeiro en 2018.
Aunque dediquen la mayoría de su tiempo y energía a las personas sin hogar de São Paulo, el cura y el sociólogo saben que es imposible llegar a todos. Y menos ahora que la cantidad ha aumentado drásticamente desde 2014, como demuestran numerosos informes. El último del Observatório Brasileiro de Políticas Públicas com a População em Situação de Rua, de la Universidad Federal de Minas Gerais (Polos/UFMG), sostiene que la ciudad ha pasado de 13 185 personas sin hogar (en el año 2014) a 48 675 (en 2022). Para darse cuenta de la magnitud del problema solo hay que pasear por la capital paulista. Los puentes, carreteras elevadas y túneles que permiten cruzar la ciudad casi sin tocarla, están habitados por miles de personas que buscan lo más parecido al techo de un hogar.
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Luiz es uno de los chicos que el padre Júlio Lancellotti ha rescatado de la calle. Se mueve con soltura desde el porche hasta el fondo de la parroquia, y de allí, a las filas del hambre que se forman en el comedor donde reparten desayunos. Tiene veintidós años y llegó hace ocho meses a la megalópolis de más de veinte millones de habitantes desde una ciudad de cien mil, doscientos kilómetros al norte. Allí dejó la casa de su madre, que los crio a él y a su hermano sola, con su sueldo de costurera. “Daría la vida por ella”, dice.
En esa ciudad trabajaba de soldador hasta que encontró una oportunidad de empleo más suculento aquí, en la capital del estado. “El señor que me lo ofreció me prometió un salario de 3 300 reales [casi setecientos dólares] y me pagó el pasaje de autobús para venir”. Ese pasaje de ida era lo único que Luiz llevaba en los bolsillos. “Llegué y no me contrató, ni me dio casa ni pasaje de vuelta”. Tuvo que dormir cinco días en la calle. “La gente me miraba de otra manera. Eres basura. Eres mierda”.
Cuando entraba a un comercio, el personal de seguridad lo seguía de cerca, pensando que iba a robar. “No sé por qué. Supongo que era por la ropa sucia y los tatuajes”. Durante cinco días, por el miedo, apenas durmió por el miedo. Arrastrando el agotamiento de las noches en vela llegó al comedor social de Mooca. Luiz buscaba plaza en un albergue para no dormir al relente, pero el padre Júlio Lancellotti le consiguió morada a cambio de trabajo. Ahora, Luiz es uno de quienes lo acompañan en su rutina diaria. A las siete y media llevan lo recolectado en la iglesia hasta el comedor municipal donde se conocieron, a dos cuadras. Cada mañana se forma allí una fila con decenas de hombres, alguna mujer y un puñado de niños hambrientos. La mayoría son de piel oscura y mediana edad. Pasan ordenadamente por el corredor en el que los voluntarios y el cura les entregan mandarinas, pan, jabones. En la siguiente sala recogen café caliente y se sientan en mesas corridas.
“Soy de Bahía y vine a São Paulo porque en mi ciudad no hay centros de tratamiento para alcohólicos”. Moisés tiene 47 años y bebe mucho desde los dieciocho. Está limpio, lleva una camisa de manga corta de un amarillo verdoso brillante que resalta su piel oscura, mochila y visera. Duerme en un centro de acogida cercano. “Allí vivimos mil y pico personas”. Dice que desde que está allí apenas bebe y va mucho a la iglesia. Le gustaría trabajar de vigilante de seguridad, pero cuando pone la dirección del albergue donde vive en el currículum, nadie quiere contratarlo.
Que el entorno de la parroquia São Miguel Arcanjo se haya convertido en un referente para las personas sin casa y que Mooca sea uno de los distritos que más los atrae es algo que no gusta a algunos de sus vecinos. Son descendientes de italianos, portugueses, españoles y otros migrantes europeos, sus abuelos llegaron en busca del sueño americano en la boyante São Paulo de finales del XIX y principios del XX, y el barrio industrial fue creciendo hasta superar los sesenta mil habitantes en 2010. Pero Mooca es muy anterior. En 1556 le pusieron el nombre oficial, que en tupí-guaraní significa “hacer casa”.
Ahora, convertido en un distrito de clase media-alta, Mooca es de los más bolsonaristas de la capital: el candidato de ultraderecha sacó 74% de los votos en las presidenciales de 2018 y 58% en las de 2022. Sus defensores más radicalizados no aplauden el trabajo del padre Júlio Lancellotti y sus ayudantes porque dan soporte a lo que ellos consideran vagos que deben desaparecer. Insultan y amenazan al cura, gritándole desde las ventanillas oscuras de sus coches. “¡Padre inútil! ¡Vamos a acabar contigo, charlatán!”. Júlio Lancellotti lo comparte en sus redes. También difundió el mensaje publicado por el jugador de fútbol Fabrício Manini, el 3 de octubre, después de la victoria de Lula: “Tras el resultado de la primera vuelta, espero que todos los votantes de Bolsonaro, entre los que me incluyo, cuando encuentren a alguien pasando hambre o pidiendo comida, no lo ayuden. Que pasen con el coche por encima de su cabeza para que el país no gaste más dinero en esos gusanos”.
Aleksandra nació en Mooca hace 42 años, sin suerte. Tiene la mirada viva y la ropa sucia. Es menuda, de piel morena y sonrisa pícara, y lleva el pelo muy corto, con estilo. Entre los cabellos oxigenados asoman sus raíces negras. Está sentada en el escalón estrecho de un local con el cierre echado, a una cuadra de la parroquia. Duerme por las calles de su barrio desde hace dos años. Antes trabajaba como costurera, desde los ocho. “De niña vivía entre el orfanato, mi abuela y tíos. Insistí mucho para que me enseñaran a usar la máquina porque pensaba que si faltaba mi abuela tenía que saber arreglármelas sola”, cuenta. A los diecisiete ya había reunido el suficiente dinero para vivir en una casa de alquiler con amigas, y desde entonces no paró de moverse. “Al cumplir cuarenta hice un recuento y ya había pasado por 54 residencias”.
La pandemia acabó con su máquina de coser y con el dinero para pagar una casa. “Tenía un taller de creaciones de moda. Trabajaba de lo que fuera, pero sobre todo cosía”. Buscó suerte en el interior del estado de São Paulo. Con una mezcla de confusión y ligereza, explica el proceso que la llevó a dormir a la intemperie: “Dejé la ciudad. Marido-problema-cáncer. Pa-pa-pa. Volví a la ciudad, comencé a trabajar alquilando inmuebles como autónoma. Tuve que vender las máquinas de coser para poder pagar la fianza de un piso de alquiler...”. Sin oportunidades de trabajo ni dinero ni marido, empezó a vagar. En uno de sus paseos conoció a Bruno, su compañero de calle. Y de crack.
Bruno está junto a ella. Negro, guapo y alto, una sonrisa enorme y brillante. “Usamos mariguana o tabaco para fumar menos crack”, explican, mientras piden dinero para un cigarro. Bruno consume porque dice que le ayuda a sobrellevar la vida callejera con la que se dio de bruces en 2016. Llegó a São Paulo desde el estado vecino de Minas Gerais. “Allí trabajaba en minería, como soldador, mecánico, pero mi sector se vio afectado por la crisis y me quedé sin empleo”. Vino a probar suerte en la gran metrópolis. “Aquí es donde me tiré de cabeza a las calles”. El dinero que gana con pequeños trabajos de autónomo no le alcanza para alquilar una vivienda. Bajo la manta que cubre su cuerpo se asoman pies y manos secos. En el centro de la mano derecha tiene un agujero, de un centímetro, muy negro. Es la cicatriz de una puñalada.
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A cinco kilómetros de la parroquia de Mooca, en la Zona Central, está la cocina de Adriana y su marido. Aprovechan el espacio entre carreteras bajo el viaducto de Santa Ifigênia, muy cerca del Pátio do Colégio, donde los colonizadores fundaron São Paulo en 1554. Adriana no pierde la sonrisa mientras fríe el puñado de grasa de carne que les han regalado. Dará sabor al arroz y feijão que prepara agachada. Habla casi gritando para hacerse entender sobre el barullo constante de los coches. Es casi la hora de comer y hace sol. Bajo la chaqueta abierta lleva un vestido sin mangas de tela liviana y estampado tropical, con hojas de palmeras en tonos azules y verdes. Llegó desde la calurosa Ilhéus, en el estado de Bahía, para recibir tratamiento en un riñón. “Una bala perdida de la policía me alcanzó frente a la guardería de mi hija y allí no tenía acceso a un tratamiento como en São Paulo”. Vino para curarse, aunque eso supusiera vivir debajo de un puente. “Pero es un puente muy chic, lo han traído de Estados Unidos”, dice con humor, refiriéndose a la enorme estructura de acero amarillento. En realidad lo fabricaron y trajeron desde Bélgica, pero lo que la bahiana sabe es que viene desde más lejos que ella. Vive aquí hace cinco años y le quedan casi dos años para terminar el tratamiento y poder volver a casa con los cuatro hijos y tres nietos que dejó allí.
Al otro lado de la carretera, su vecina Vera usa chaqueta de plumas y gorro de lana. “Tiene 83 años y vive aquí porque sus hijos no quieren cuidarla y la han abandonado en la calle”, se lamenta Adriana. Vende caramelos sobre un cajón de madera, sentada en una silla de camping. Llaman la atención unas uñas lisas y largas pintadas de rojo fuerte, como el de los paquetes de caramelos de fresa que vende. Cuando empezó la pandemia y todo se paró, nadie pasaba cerca ni compraba caramelos. “Una vez, no comimos durante tres días”, recuerda Adriana. Ahora, su marido trabaja de madrugada descargando cajas en Mercadão, el mercado municipal a pocas cuadras de aquí. Van tirando. Explica que han elegido esta localización para plantar sus tiendas de campaña por la seguridad. “Una vez las quemaron. Aquí hay más vigilancia, cerca del metro. Sufrimos mucho, pasamos frío, nos faltan mantas y, a veces, se las llevan los guardias municipales. También las sartenes. No podemos hacer nada”, se resigna, mientras saltea la carne. Adriana protege el fuego del viento con una tapa de porexpán blanco en la que hay un adhesivo redondo con la cara de Lula. Lo votó el domingo pasado con la esperanza de que la situación mejore.
“Las personas que están viviendo debajo de un puente van a volver a comer, van a volver a tener vivienda y van a volver a tener empleo”, prometió Lula nada más ganar las elecciones presidenciales el 30 de octubre, en la celebración de la Avenida Paulista, la famosa arteria de negocios, a tres kilómetros del puente bajo el que vive Adriana. Nunca se habían registrado tantas personas sin hogar en Brasil. Casi doscientos mil, según Polos/UFMG; 42% vive en el estado de São Paulo y 25% en la ciudad.
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“En mis 81 años nunca había visto tantas personas durmiendo en las calles”, dice el economista y político paulistano Eduardo Matarazzo Suplicy. En las elecciones del domingo pasado fue elegido diputado estatal por el Partido de los Trabajadores con la mayor votación del estado de São Paulo. Lo votaron más de ochocientas mil personas. De eso ha pasado una semana, hoy es domingo por la tarde y las calles de Jardim Paulistano, el barrio donde vive Suplicy, están tranquilas. En su salón hay un silencio aplastante. Una chimenea, estanterías de suelo a techo repletas de libros, muchas fotos familiares y varios instrumentos musicales de sus hijos, músicos conocidos. La mirada poderosa de su madre, Filomena Matarazzo, está inmortalizada en la pintura que preside el comedor. La imponente mujer de la dinastía italiana dio a luz a once hijos y vivió hasta los 105. Su octavo descendiente, Eduardo, ha heredado la fortaleza de su progenitora. No piensa morir sin ver una de las propuestas por las que lucha tanto: la renta básica universal. “Constituye mi objetivo de vida. El mayor”, afirma con mirada y voz firmes. Hace dieciocho años que fue aprobada la Renta Básica de Ciudadanía que Suplicy propuso, pero aún no se aplica.
La primera estancia al entrar en la residencia de Suplicy es su pequeño despacho. De las paredes cuelgan premios por su labor en derechos humanos, imágenes de sus inicios en política y de dos de sus mayores referentes: Thomas Moore y Martin Luther King, líderes humanistas de otras épocas que inspiran sus proyectos políticos. En un rincón hay una escultura pequeña y plateada de Don Quijote de la Mancha. Hace cincuenta años que Suplicy comenzó a pensar en estrategias económicas para erradicar la pobreza en Brasil, uno de los países más ricos y desiguales del mundo. Se formó en Economía en las mejores escuelas de Brasil y Estados Unidos, y a raíz de su estancia académica en Norteamérica conoció el concepto de garantía de renta mínima. Basic income, en inglés. “Se discutía bastante durante el tiempo del presidente Richard Nixon. Cuando volví a Brasil siempre me preocupé por construir un país justo, civilizado, fraterno y solidario”. Cita a quien le parece la máxima autoridad en el asunto: el economista y filósofo belga Philippe van Parijs, y rememora sin tapujos la historia de Brasil. “Durante tres siglos, millones de personas fueron arrancadas de su tierra natal en África para contribuir al enriquecimiento de muchas familias”.
En marzo de 2023 Suplicy abandonará la cámara municipal donde ahora trabaja para volver a la estatal, donde hará oposición a Tarcísio de Freitas, el ministro de Infraestructuras del gobierno de Bolsonaro que ha ganado las elecciones a gobernador del Estado de São Paulo.
Al frente del Ayuntamiento de São Paulo está Ricardo Nunes, del partido de centroderecha Movimento Democrático Brasileiro. Las cifras que maneja son las del censo municipal de población de calle de 2021: 31 884 personas sin hogar, 7 540 nuevas entre 2019 y 2021, lo que supone un aumento de 31%. Carlos Bezerra Júnior es responsable de los programas para personas sin hogar en la ciudad de doce millones de habitantes. El médico de 54 años, pastor evangélico y político afiliado al conservador Partido da Social Democracia Brasileira, coordina el programa Reencontro. Ocupa el puesto desde hace poco más de un año, cuando fue nombrado secretario municipal de Asistencia y Desarrollo Social de São Paulo.
Desde un piso 35, el despacho de Bezerra sobrevuela algunas de las calles de la gran metrópolis brasileña, que parece una maqueta. Personas pequeñísimas cruzan el Viaduto do Chá, el primer paso elevado de los miles que hay en São Paulo. “Adelantamos dos años el censo por el perceptible aumento de personas durmiendo en el espacio público. Lo que más nos llamó la atención es el creciente número de familias”, explica. Más de 80% de los sintecho de São Paulo son hombres, según el censo de población de calle de 2021. “Tradicionalmente, las políticas públicas están dirigidas a un hombre adulto, sin empleo, drogadicto o con problemas de salud mental, pero el perfil es cada vez más variopinto”, reconoce.
En su mesa, frente al ventanal que deja ver el horizonte de edificios superpuestos del centro, coloca la maqueta de una vivienda. “Estamos diversificando soluciones para atender a los más variados perfiles. Esta es nuestra respuesta para familias, siguiendo el modelo housing first”. Se refiere a la estrategia de proporcionar casa antes que cualquier otra cosa. Dentro de la caja de metacrilato transparente está representada una de las 350 viviendas prefabricadas del proyecto piloto habitacional Vila Reencontro. Villas de casas modulares independientes, de dieciocho metros cuadrados, para familias de hasta cuatro personas. “Ya hemos recalificado cuatro terrenos públicos. Dos aquí, en el centro”, explica.
A quinientos metros de su despacho hay una parcela con la tierra rojiza removida y dos hileras de casetas blancas. Bezerra pide un coche oficial para continuar hablando allí del proyecto de vivienda temporal para familias. “No son contenedores”, recalca al traspasar la verja del solar entre torres de edificios grises. En el lote de la Ladeira da Memória hay 52 módulos, 41 se convertirán en el hogar de familias que ahora pasan sus noches en la calle. “El resto serán servicios comunitarios: cocina, administración, ludoteca...”. En las zonas exteriores se han respetado los árboles preexistentes, que forman un pequeño bosque, y hay espacio para una huerta. Las familias estarán acogidas en las casas con baño y cocina durante año y medio, como mucho. Es el plazo que prevén en los despachos oficiales para que se reincorporen al mercado laboral. “Queremos que en dieciocho meses alcancen la autonomía suficiente para conseguir una vivienda definitiva”, dice Bezerra. Una de las quejas habituales de quienes no tienen dirección es que, precisamente por eso, no les brindan oportunidades de trabajo. “Sacaremos a la persona de la calle de inmediato y le ofreceremos seguimiento, capacitación y un subsidio mensual”.
Desde la ventana de algunas de las futuras viviendas provisionales se distingue el jardín que asoma exuberante en la azotea del edificio Matarazzo. Construido al final de los años treinta en estilo racionalista italiano, ahora es la sede principal del Ayuntamiento. “Esta es una ubicación muy deseada. Tenemos muchos enemigos en el vecindario, que no quieren tener una villa de acogida de personas sin hogar en la puerta de sus casas”, comenta Bezerra.
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Anelly duerme con tres de sus nueve hijos a poca distancia, en una de las doce tiendas de campaña bajo la marquesina que cubre la plaza a los pies del edificio Matarazzo. Lleva aquí unos cuatro años. “Hay mucha hipocresía. Nos dan ayudas, pero lo que queremos es igualdad, respeto y salir de esta situación”. Con 42 años, una coleta de pelo negro y largo, la voz afónica y sus hijos correteando, dice que prefiere dormir aquí que en un centro de acogida porque consigue más dinero para alimentar a sus niños. “No comemos la comida que dan en los albergues, y faltan pañales y leche”. Le gustaría tener una casa, pero hasta ahora no ha encontrado un programa por el que le compense dejar de dormir a la intemperie.
Nació en São Paulo. “Desgraciadamente”, dice. Empezó en la vida sin padres y con problemas pulmonares hasta que, al salir del hospital a los tres meses, la adoptaron. Pero su nueva madre falleció cuando cumplió los trece años. Sin familia ni dinero para alquilar, empezó a dormir en la calle. “Después, me casé y viví en el estado de Minas Gerais con mi marido”. Al separarse, regresó a su ciudad. Y a la calle. “No tengo familia ni dinero. Cobro el subsidio gubernamental de seiscientos reales [115 dólares]”. Ha criado a seis hijos, el mayor ya ha cumplido veintidós años. Los tres menores duermen junto a ella en la tienda. Enseña orgullosa su espalda tatuada. Gabriel, Uriel, Rafael, Kauan, Pablo, Taylor, Miguel y João. Son los nombres de los primeros ocho. Todos varones. Acuna en brazos a Ana Clara, su única mujer. “He tenido a todos esos esperándola a ella”.
Los hijos mayores viven en la Zona Este, pero no quiere pedirles ayuda. “Lo único que quiero de ellos es su respeto, no voy a cargarlos con mis problemas. Tienen que vivir su vida, no la mía. Tienen derecho a ser felices. Lo poco que hice por ellos es lo que pude”, dice llorando, y destapa una pequeña botella de plástico con cachaça. “Voy a dar un trago porque, a pesar de todos nuestros problemas y de esta situación, ¡aún estamos vivos! No por tener nueve hijos he dejado de vivir”.
Un chico joven, vestido con ropa de oficina, se acerca y le entrega un paquete de papel marrón con comida. Es casi el final de la tarde y su vecina y compañera de campamento va a llevar a los pequeños a los baños públicos para ducharlos. Bajo esa marquesina han formado “una verdadera familia”. No pueden aspirar a la cercana villa de casas prefabricadas del Ayuntamiento porque solo aceptan a quienes lleven menos de dos años en la calle, cuando el problema no se ha vuelto crónico.
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“Mi techo es Dios. Mi techo es el cielo”, le decía un sintecho a la arquitecta Giulia Patitucci. Trabajó en los censos municipales de población de calle de 2019 y de 2021. Para el censo nacional más importante, el del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, quienes no tienen casa son invisibles: no entran en sus conteos, porque solo toman datos en los domicilios. “La falta de vivienda siempre ha estado presente en São Paulo, la primera ciudad de Brasil que realizó un censo de población de calle para entender la dimensión del problema”, explica la joven arquitecta en una cafetería de la Avenida Paulista. “En los años setenta solo algunas organizaciones religiosas contaban a las personas sin hogar. Por primera vez, en 1999 un equipo de la Secretaría de Asistencia Social del Ayuntamiento salió a la calle y encontró tres mil personas”, explica Patitucci.
El número de sintecho aumentó paulatinamente, y en 2015 ya eran quince mil. A partir de entonces hubo un crecimiento exorbitante, hasta alcanzar los veinticuatro mil en 2019. Y la cifra se duplicó en 2022. “Cada vez se ven más tiendas de campaña por las calles de la ciudad, antes dormían al relente con cartones o fabricaban chabolas. Que tanta gente prefiera un espacio que garantice mayor privacidad demuestra que esas personas demandan vivienda. Es su manera de resolver el problema”, concluye Patitucci. Al menos 290 000 inmuebles están vacíos en la ciudad de São Paulo, según el Censo de 2010, y los especialistas estiman que actualmente son muchos más. Recalificar y adecuar algunos inmuebles vacíos del centro para acoger a personas sin hogar es otro de los proyectos municipales que Carlos Bezerra Júnior enumeraba en su despacho del piso 35, pero por el momento no se ha puesto en práctica.
“Duermo en cualquier sitio. No voy a albergues porque allí estás calentito y te echan temprano. Prefiero quedarme en la calle para no desacostumbrarme al frío”, cuenta Everton. Hace un año que el crack ha vuelto a arrastrarlo a ser morador de acera, como él prefiere llamarlo. Está lúcido y bromea bajo la manta de lana gris que cuelga de su cabeza, como si fuera la túnica de una virgen. Lo protege de la lluvia fina de la mañana de este martes de noviembre. Camina solo por el centro de la ciudad, en la zona llamada Cracolândia, la tierra del crack. Allí ha estado instalado durante más de veinte años el mayor mercado de venta de droga a cielo abierto de Brasil. Everton consume desde los dieciocho y ya tiene 34. “Me gustaría dejarlo, pero de momento, no puedo. Es fácil entrar y difícil salir. Me han internado ocho veces y he huido”.
Tiene los dientes dañados y habla de su soledad. “Prefiero estar solo que mal acompañado. La gente en la calle es buena si tienes dinero en el bolsillo y droga”. Tampoco tiene, ni quiere, la ayuda de su familia, que vive en el litoral. Se dedica a recoger latas de aluminio para sobrevivir. “El precio del kilo de latas es de unos cinco reales [un dólar]”. Eso es lo que le cuestan cinco comidas en Bom Prato, uno de esos comedores sociales del estado de São Paulo. O una dosis de crack, que le permitirá olvidar el hambre y sentirse increíblemente bien por unos diez minutos.
“Eres un superhéroe, lo conquistas todo. Podrías subir a un edificio y tirarte sin que pasara nada. No te das cuenta de que estás en un lugar inmundo. Eso es el crack”. Así describe la sensación Priscila, que también frecuentaba Cracolândia. Ya no. Hace un par de años que dejó el crack y vive en un centro público de acogida y tratamiento en las afueras de la ciudad. “Estoy bien ahora, pero soy adicta para el resto de mi vida. Está en mi sangre”. Empezó a dormir en la calle siguiendo los pasos de su hermana. “Probé el crack por curiosidad y fui perdiéndolo todo: mi trabajo de camarera, mi casa, la custodia de mis hijos y mi dignidad”. Vivía bajo una autovía cerca de la favela donde nació, en la periferia de São Paulo. De vez en cuando se acercaba al mercadillo de droga del centro y dormía donde le pillara, con los riesgos añadidos que supone para una mujer. “En la calle sufres todo tipo de agresión, todo tipo de violencia. Y eres capaz de hacer cualquier cosa por tu adicción”.
Hace unos meses que la policía desmanteló Cracolândia y que han expropiado los edificios donde estaban las pensiones baratas en las que personas como Priscila se vendían por una dosis. Quienes vivían por allí están ahora dispersos por el centro de la ciudad. A pocas manzanas, en la plaza Marechal Deodoro, hay decenas de tiendas de campaña y personas durmiendo por el suelo o sobre los bancos de madera. En una pancarta amarilla de varios metros, un mensaje rotundo: “BRASIL HA EMPEORADO”. Debajo, las cenizas y los restos de maderas y cartones que alimentan la hoguera de las noches frías.
Antonio, de 65 años, pelo blanco y corto, toma el sol por la mañana en uno de los bancos de la plaza, como un jubilado cualquiera. Pasa aquí sus días desde 2021, cuando salió de la cárcel. Lo detuvieron por disparar a un hombre que quería agredir a su hija. “Si hubiera sido solo un tiro, sería legítima defensa. Pero imagina el odio de un hombre que ve que quieren matar a su hija. Me metieron por defender a mi familia”. Después de diez años entre rejas, está libre y enseña sus documentos de identidad. Lo que quiere es que limpien su nombre, porque no consigue empleo ni vivienda. Paulo está sentado en el mismo banco. “Recojo las hojas del suelo en el estado municipal de béisbol, monto escenarios, reciclo latas”. Tampoco le alcanza para pagarse una casa.
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“São Paulo atraviesa la que es probablemente la crisis habitacional más fuerte de su historia, con cincuenta mil personas viviendo en la calle”, denuncia Raquel Rolnik, un referente del urbanismo en Brasil. La veterana catedrática de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de São Paulo (USP) utiliza todos los medios a su alcance para analizar asuntos relacionados con su ciudad. Artículos académicos y periodísticos, entrevistas, libros, videos o mensajes en redes sirven de canal para compartir la visión de la que fue directora de Planeamiento del municipio de São Paulo en los noventa, secretaria nacional de Programas Urbanos del Ministerio de las Ciudades durante el primer gobierno de Lula y relatora especial de Naciones Unidas para el derecho a vivienda adecuada. “Se debería pensar en una alternativa de calidad para quienes necesitan vivienda y en una política para utilizar los inmuebles vacíos y subutilizados para atender a esa demanda”, afirmó en una entrevista televisada.
Muestra su perplejidad ante una de las más recientes propuestas municipales para la plaza Largo do Paissandu, también cercana a Cracolândia. El consistorio propone la “activación de inmuebles ociosos”, con una concesión de veinticinco años a iniciativas privadas, para transformarlos en pisos de estudiantes. Supondría desalojar a las cuatrocientas familias que actualmente los habitan, sostenidas por movimientos sociales que luchan por el derecho a la vivienda. A Rolnik le parece escandaloso sacar a esas personas para dejar los edificios en manos de empresas privadas. Es un ejemplo de las alianzas público-privadas que se imponen en la capital paulista desde hace una década. Ella y el laboratorio LabCidade, que coordina junto a otras expertas en la USP, consideran poco apropiado que empresas privadas se dediquen a crear vivienda de interés social, por estar orientadas al mercado inmobiliario y no a las necesidades de la población vulnerable.
Paula Santoro forma parte de ese grupo de urbanistas de la USP que, junto a Rolnik, investiga la megalópolis en la que viven. Es fin de semana y la vía rápida elevada que atraviesa el centro, conocida como Minhocão (lombriz), está cerrada al tráfico. Debajo, un rosario de tiendas de campaña con sus habitantes. Frente a ellas, la pequeña librería Gato sem Rabo, “gato sin cola”, en la que solo venden libros escritos por mujeres. Santoro participa de un encuentro en el que discuten sobre la presencia de los cuerpos femeninos en el espacio público. Es experta en vivienda y en derecho a la ciudad, un derecho que no respeta la llamada arquitectura antimendigos o arquitectura hostil: muros, cercas, pinchos y bancos que no permiten que las personas puedan sentarse o acostarse. Ella prefiere llamarla urbanismo de la exclusión.
“Las barreras arquitectónicas sirven para discriminar y segregar a ciertos cuerpos, generalmente, los más pobres. En el caso de Brasil, negros. El urbanismo de la exclusión es también una ciudad controlada y dominada por un grupo blanco que no se reconoce en el otro”, dice la urbanista. “El poder público fomenta espacios privatizados y de consumo donde quienes no consumen no son bienvenidos”. Recuerda el caso de 2021 en Mooca, que trascendió a los medios y a la política nacional, cuando el padre Júlio Lancellotti salió a romper las piedras que habían colocado debajo de un puente para que nadie pudiera tumbarse en el suelo.
“No quieren que los más pobres tengan siquiera el derecho a dormir debajo de un puente”, declaró Lula en diciembre de 2022, días antes de asumir el cargo de presidente por tercera vez. Una de las primeras medidas que ha aprobado el Gobierno de Brasil, en enero de 2023, es la aplicación de la Ley Padre Júlio Lancellotti, que prohíbe la instalación de arquitectura hostil en el país. Fue aprobada por la Cámara de Diputados en 2022, a pesar de haber sido vetada por el gobierno de Bolsonaro, que alegaba que era contraria al interés público. “En Brasil no se ve a nadie pidiendo pan frente a una panadería”, llegó a declarar Bolsonaro en 2022, cuando el país volvió al Mapa del Hambre de Naciones Unidas, del que había salido ocho años antes.
“Cada vez veo más gente pasando hambre y viviendo en la calle. He votado a Lula, aunque ya no me guste, porque creo que es el mejor los dos. Uno es malo y el otro, peor”. Antonio ha pasado la mitad de su vida en São Paulo. Llegó desde Pernambuco hace treinta años. Ahora viste de negro y luce una larga barba blanca. Está apoyado en la pared de uno de los túneles de la céntrica parada de metro Marechal Deodoro con la cabeza hundida en un libro. Aprovecha la iluminación de los fluorescentes. “En las épocas que me quedo sin empleo vivo en la calle y paso los días leyendo”. En las manos sostiene un libro llamado Historia de la filosofía. Saca su próxima lectura de la pequeña bolsa de plástico verde con sus pertenencias que tiene a los pies: Ensayo sobre la ceguera. Reconoce que Saramago le cae bien, aunque fuera ateo. “Decía que Dios no existe y que, si existe, es imbécil. Porque creó al ser humano y esta sociedad. Aquí el sol no nace para todos”.
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