El paraíso que no pudo ser
¿Qué pasó con el puerto de Acapulco, que pasó de ser un destino favorito para los viajeros en México a un campo de batalla?
Durante mi infancia y adolescencia, Acapulco era el lugar del que todos hablaban cuando hablaban del paraíso. Los hijos de la clase media mexicana nacidos en los sesenta escuchamos de nuestros padres y parientes los relatos más diversos sobre el delirio hollywoodense por el puerto, sobre vacaciones de ensueño o sobre su luna de miel, invariablemente trágica y atesorada como una valiosa pieza de arqueología conyugal. Todo había empezado allí. Las mujeres llegaban vírgenes al matrimonio —o eso decían— y, por tanto, Acapulco era la ilusión del amor, la pérdida de la inocencia y el drama de la primera noche de bodas. Flores y desfloración en un intríngulis indisoluble. Pasión entonada por cantos de aves canoras y música de tríos, promesas y pavor, todo junto.
El mito va así: hasta antes de que irrumpiera el technicolor, en los sesenta, previo a la noche crucial ninguna mujer sabía bien a bien cómo era la cosa. Con la tensa ansiedad del clavadista antes de tirarse al vacío esperaban la noche específica, el “Día D” en que saldrían del baño a la habitación de un hotel vestidas con negligé (eran los años de los tules cortos y coloridos, adornados con azares) y se lanzarían a la ola furibunda que rompe entre piedras. Sabían que arrojarse al mar de esos besos y esos abrazos era nada menos que la consumación del momento más importante de su metamorfosis: del capullo de muchacha a la vida de esposa. Pero el performance no era tan sencillo como se podría pensar. Había que mostrarse al mismo tiempo tímida y sensual, había que ir de gorrión a vampiresa.
A la hora de la hora todas habían sido infelices. Cada una a su modo, como dice el Conde Tolstoi. Y era el relato de la decepción de mis tías lo mejor que podíamos escuchar mis primas y yo, y a veces alguna amiga invitada, pues Acapulco era también el lugar de las vacaciones de verano y el regreso a historias que se accionaban como un abretesésamo frente al mar. No hubo historia que terminara con la luna de miel en Acapulco como promesa.
Se llegaba en coche. Ocho horas infernales de hacinamiento, 450 kilómetros de carretera de doble sentido con varios intentos suicidas por rebasar jugándose la vida. Deslaves. Piedras. Algún letrero de “cruce de ganado” y en momentos en que no había letrero, borregos cruzando o una vaca echada en medio del asfalto. Curvas infinitas. Autos detenidos por fallas, porque algún miembro de la familia se había sentido mal, por obstáculos hallados en el pavimento, por cualquier causa. Agobio. Asfixia. ¿Cuánto falta? Vean por la ventanilla, disfruten el paisaje. ¿Cuánto falta? ¿Es lo único que saben decir? Ya se calentó el radiador. ¿Cuánto falta? Después de una eternidad, por fin un olor a pescado descompuesto, a mangos podridos, calor.
Una vez en el paraíso, se cumplía con el ritual matutino de la clase media vacacionista: todos los miembros de la familia salían de sus cuartos de hotel o de sus búngalos cargando cada uno su toalla, chanclas, algunos visor, los más pequeños llantas inflables que sus padres les ponían alrededor de la cintura y en la mano libre algún juguete de playa, por lo general una cubeta y pala para repetir, a su modo, el intento de San Agustín de vaciar el mar con una concha.
CONTINUAR LEYENDOLas mamás llevaban enormes bolsas de paja de colores con un montón de enseres y protector solar Coppertone, el único que existía y que se anunciaba en espectaculares de un modo que hoy sería políticamente incorrecto: con una niña de coletas de unos ocho años en bikini a la que un perro faldero le baja el calzón. El objetivo es que se viera el contraste de color entre la piel cubierta y la expuesta por el protector, que a pesar de serlo permitía un bronceado perfecto. Años después nos enteramos de que la niña que posó era nada menos que Jodie Foster, quien llegaría a romper algunos paradigmas sobre sexualidad. Pero entonces no sabíamos ni lo que eran los paradigmas.
Listos para ir al mar empezaba la discusión. A dónde ir. No al Acapulco viejo; ya habían pasado los buenos tiempos del Hotel Boca Chica. Ni frente al Papagayo, había multitudes. Ir hacia Zihuatanejo a buscar una playa virgen era impensable con los hijos pequeños. Se optaba por un plan intermedio: ni Hornitos ni Pichilingue.
Se rentaba la sombra (¡sombra!, ¡mi reino por una sombra!) que venía en forma de palapas que todavía eran de techo de palma tejido en un tronco grueso; se rentaban hamacas de yute que picaban porque teníamos la piel sensible o ya quemada o porque así es el yute; se rentaban las sillas de madera gastada por el continuo choque del viento y la sal con respaldos reclinados hacia atrás; se compraban refrescos —Yoli de limón y cervezas para los señores—. Qué bonito era contemplar el agua azul índigo en primera fila; nada de los tumultos de Caleta (ya entonces Calcuta) o de Caletilla. Eran los años setenta y nosotros nos íbamos a la “zona dorada” que aún no era gay. Los tíos y papás podían revivir el antiguo paraíso de la playa Hornos con la arena tan fina, o de la zona de Icacos, con sus construcciones tipo Motel cuando los moteles no eran lo que hoy entendemos por éstos, sino un modernísimo concepto de hotelería gringo previo al de los grandes condomino y tenían un mobiliario específico que fundó un estilo, el estilo Acapulco. A nosotros eso nos sonaba a prehistoria. Habíamos oído hablar a nuestros primos mayores y como ellos queríamos estar donde estaba lo supermoderno y eso era la Playa Condesa. A los papás y tíos les parecía bien, al menos por ese día, con tal de que los primos mayores se nos unieran más tarde ahí y no en el Revolcadero, que como su nombre lo indica era letal porque es mar abierto.
Cada uno había venido a vivir su propio Eleusis. Conversábamos u oíamos conversar a otros; veíamos o éramos vistos. En la playa, todo mundo es voyeur consciente o a su pesar. Recibiendo la brisa, en plena lasitud, nosotras, las pubertas, nos untábamos aceite de coco con yodo para quedar morenísimas y comíamos tamarindos enchilados y mangos chilosos y cocos con chile cuidando que no escurrieran porque el limón bajo el sol mancha. Ni atisbos había del agujero de ozono y el cáncer en la piel no era tema. Alguien se ofrecía a mover la barriga por un peso y mi papá le daba cinco; al rato venía un amigo del susodicho a mover la barriga por cinco pesos a riesgo de ponerse a jugar futbol al lado de la palapa y llenarnos de arena ante una negativa. Se vendía agua de coco, jícama en vasos, papas con salsa Búfalo, todo el tiempo los vendedores ofreciendo el abulón, el ostión, el callo de hacha fresquecito recién pescado y puesto en unas cubetas inmundas con agua salina; hamacas, pulseras y aretes de plata que los vendedores sacaban de una cajita negra de terciopelo y que abrían de golpe frente a ti con el gesto del exhibicionista con gabardina que de pronto muestra algo prohibido y secreto. Vendedores con folletos que ofertaban paseos en lancha y prometían llevarte de una punta a otra de la bahía o a la Roqueta, esa isla donde estaba el burro que bebía cerveza mientras te tomabas una foto. Cerveza tras cerveza el pobre burro, y las gringas felices sin pensar en la hidropesía, sólo en su foto del recuerdo. Vendedores y vendedores ofreciendo cámaras de llantas, llaveros, cortaúñas, recuerdos de todo tipo, mai darlin, y nosotras que somos del país, pues no parece; lancheros que programaban ir a la pesca del marlin, del pez vela, subir en el parachute, subir en el Yate Fiesta, ir en la lancha con fondo de cristal a ver a la Virgen de los Mares, la sagrada figura de bulto que desde el Distrito Federal llevaron hasta Acapulco en solemne procesión el 10 de diciembre de 1959 durante dos días, atravesando Cuernavaca, Iguala, Chilpancingo, para ser aplaudida, recibir muestras de veneración y llegar el 12 de diciembre, en que el padre Jorge Parra celebró una misa solemne ante una multitud antes de sumergirla; tomar una clase de buceo poco profundo, conocer los arrecifes de coral, el pez payaso, los pecesitos que te muerden los tobillos como si te dieran besitos. Todos los vendedores parecían estar ofreciendo más bien otra cosa y por eso mi mamá y mis tías, que no estaban de mal ver, según oíamos decir, pero sobre todo que custodiaban los más difícil de custodiar en este mundo, que es una hija (o más) que se aleja de la edad de la inocencia y que está en una especie de limbo hasta que se vuelva mujer, porque la preadolescencia no existía y no podemos decir que sean niñas esas que están estrenando su primer bikini, se infartaban. Se la pasaban tensas. Nos advertían. Teníamos que tener cuidado muchísimo cuidado con los acapulqueños, en particular los lancheros. Había que huir de ese espécimen como de una aguamala.
Mientras ellas nos hablaban de los riesgos aprovechando que los señores se habían ido al mar, llegaban vendedoras, muchas vendedoras, con niños o sin niños, una tras otra. Mujeres morenas de pantorrillas bien marcadas, caminando en chanclas, llevando por encima del hombro sus mercancías: vestidos de playa, camisetas impresas con el cuerpo de una mujer voluptuosa en bikini que te hacía parecer ella si te la pusieras, batitas y trajes de baño de tallas inverosímiles con forros en el brasier porque no eran los años de la anorexia; aceite de coco, crema de concha nácar, cajitas con caracoles y conchas incrustados de un abarrocamiento que ni en sueños, delfines tallados en madera, collares con caracoles minúsculos, tamarindos de a cinco por cien, dulce de coco adornado con fruta seca, mujeres que siempre pero siempre hablaban hasta por los codos como si conocieran a mi mamá y mis tías y que indefectiblemente se sentaban en la arena y acto seguido se ponían a platicar. Sobre lo mal que les pagaban sus hombres, sobre sus numerosísimos hijos que eran su dolor de cabeza, su orgullo y su única esperanza de felicidad; sobre sus mamás enfermas o su abuelita enferma o alguien enfermo que habían tenido que dejar sentadito en la sombra allá, mire usté, a quince metros de acá, donde los dueños del hotel que rentaba las palapas no los dejaban entrar. Nos lo señalaban. Mi mamá y mis tías acababan por saludar al pariente y comprarles de todo a las mujeres, menos una tablita sobre la que había dos ranas panzonas disecadas y tiesas de barniz paradas en dos patas, las patas traseras, como dos compadres frente a una mesa de madera que decía “Cerveza Corona”.
Las transacciones de compra-venta iban acompañadas de un paisaje que durante años pareció eterno: ir a mojarte las piernas entre olas y ver al vacacionista de vientre monumental al que dos o tres sobrinos enterraban en la arena, vivo; atisbar a la tía o la madrina en fondo de nailon revolcándose donde revienta más fuerte la ola; volver de regreso y toparte al niño de tres o cuatro años caminando con medio kilo de arena colgando dentro del calzón.
Saltábamos olas. No hubo quien no tragara cantidades industriales de agua salina, suficientes para cauterizar cualquier herida que hubiera podido tener dentro del organismo. Con una ida a Acapulco mi tío se aliviaba de la gastritis ulcerosa, a mi tía se le limpiaba la piel, los ojos y los granitos del escote, y las primas adolescentes se exfoliaban con la arena de los revolcones y quedaban relucientes desde la coronilla hasta las plantas de los pies. Nunca hubo un ahogado, o no de nuestro grupo, por fortuna, aunque se contaban historias tremendas de alguien que no había regresado por la resaca, esa contracorriente salvaje de las aguas del puerto que existía sobre todo en mar abierto, porque Puerto Marqués era una alberca. Siempre que se hablaba de Acapulco aparecía el asunto del ahogado o de otro que quedó tetrapléjico. Al mar había que tenerle respeto. Nosotros nadábamos en las playas de olas no tan altas o ciertamente altas pero no altísimas, como la Condesa, y aún en ellas pasaban cosas.
Un hermano de mi papá perdió el anillo de bodas y siempre que pasábamos por la piedra en forma de rana que está en la Panorámica, bajo el hotel Las Brisas —que aún no conozco pero del que se contaban las historias más inquietantes: cambios de identidad y ocultamientos: “Lo que te vende el hotel es privacía”, decía mi tía en tono recriminatorio, como si con esa palabra implicara que habían cometido con ella el crimen perfecto— le echaba en cara al tío lo del anillo y él siempre respondía que mandar a hacer otro como ella quería no tenía sentido, se había perdido el original y, por tanto, el símbolo.
Pensar que esos eran los peligros, hoy me hace sonreír. O más bien llorar. Ahogarse era un peligro ínfimo junto a los de hoy. Ahogarse o tener un accidente de noche en la Panorámica o en la Costera o sufrir un asalto en una discoteca o “acabar muy mal”, borracho o cruzado por alcohol y drogas o embarazando a una gringa o embarazada tras una noche loca, una noche de copas como cantaba María Conchita Alonso. Pero esos males, de un modo o de otro, dependían de uno, más o menos. La expulsión del paraíso no era sistemática, sino extraordinaria, y aún para los hijos de Adán y Eva la promesa de poder quedarse en él mientras duraban las vacaciones y salir indemnes era más que suficiente.
El cambio fue paulatino, es verdad. Pero el giro en algunos hábitos culturales da la sensación de un movimiento súbito, un vértigo. Los antros no desaparecieron pero sí el concepto “discoteque”. El Baby’O, el UBQ (ubiquiu), Le Domme, Bocaccio con su pista de seis metros cuadrados donde bailaban hasta cien entusiastas con luces estroboscópicas como si lo hicieran en cámara lenta, el Ciro’s del Hotel Casablanca y, el más exclusivo, Armando’s le Club no dejaban correr la mala fama más que a través de rumores. Que si adulteraban las bebidas. Que si en los baños se vendía droga. Pero en el imaginario imperaban las leyendas de lo que constituyó la esencia del mundo Fiebre del sábado por la noche: la pareja ganadora de baile a lo Flashdance o la septuagenaria gringa enloquecida descoyuntándose entre aplausos en medio de la pista.
La vida de noche que fue desde el inicio sinónimo de esa promesa de vigilia y diversión de Acapulco implicaba algunas garantías hoy extintas. Se podía entrar y salir de la disco con seguridad, lo mismo que caminar a cualquier hora del día, la noche o la madrugada por La Costera. Aparte de ser blanco de sonrisas malandras y experiencias emocionales extremas, lo peor que perdía el incauto era la reputación, una vez perdida la cartera. Hoy en cambio la especie que corre es bien distinta. A los asaltos, extorsiones y amagos de secuestro referidos por el mismo instrumento de comunicación que llevó a la popularidad al puerto —el boca a boca— en años recientes empezaron a sumarse las noticias de la prensa.
El 15 de abril de 2017 varios medios impresos registraron un ataque armado “contra paseantes” a las nueve de la noche en pleno corredor turístico, entre el centro y el Fuerte de San Diego, del que resultaron seis heridos y dos muertos. Este hecho violento, sumado a muchos más, puso fin a la fantasía de que las muertes y desapariciones ocurrían sólo entre bandas de narcotraficantes y nunca en periodo vacacional: entre los heridos había menores de edad, la más sonada, una niña que más tarde murió en el hospital. Venía del Estado de México. Era Semana Santa.
Lugares de tradición a los que se podía ir a comer sin más pendiente que cerciorarse de la frescura de los mariscos o de la exactitud de la cuenta se volvieron destinos de alto riesgo. El mismo 2017, en marzo, un grupo armado irrumpió en el restaurante Petra y amenazó a los empleados. Seis días después, la noticia fue su cierre. El 2 de junio del mismo año El Delfín Dorado cerró también, según las noticias porque su dueño fue amenazado y obligado a pagar cuota. La puntilla de gracia fue la irrupción de varios hombres armados que asesinaron al propietario del muy famoso El Amigo Miguel, que contaba con varias sucursales. ¿La hora? 16:30 p. m. ¿La sucursal? Punta Diamante. Las muertes ocurrían ya en las zonas más exclusivas.
Atrás quedó el puerto paradisiaco del que se apropiaron los lunamieleros por varias décadas. Increíble pensar que un día fue el centro emocional de locales y extranjeros. Desde su nacimiento y hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, Acapulco era el lugar del amor. París estaba muy lejos en distancia y presupuesto pero, sobre todo, en actitud hacia el mundo: en México en los sesenta y hasta los setenta se vivía en un estado de relativa paz social (pese al río subterráneo de autoritarismo y represiones: pese a Genaro Vázquez, a Lucio Cabañas, al 68; pese a la insurgencia y los operativos para desaparecer la guerrilla), era la séptima u octava economía del mundo, y tanto, que cuando un miembro de la clase media salía fuera del país, de broma, los demás le decían “¿Y qué se te perdió por allá?”.
Antes de los años sesenta, más. Gracias a la imagen de Acapulco proyectada por Hollywood y más tarde al impulso de la propaganda alemanista, las historias de amor se escribían allí. “Acuérdate de Acapulco” se decían las parejas que se casaban en los cuarenta y cincuenta, recordando que Agustín Lara y María Félix pasaron allí su luna de miel y el Flaco de Oro le escribió “María Bonita” cuando la vio columpiarse entre las olas “mientras ella con sus manitas las estrellitas las enjuagaba”. También lunamielearon los Kennedy en 1953 y en el hotel Casablanca se filmó La dama de Shanghái, que dirigió y protagonizó Orson Welles, a quien todos envidiaron que fuera marido y anduviera de luna de miel con Rita Hayworth y que volviera cada vez que podía al puerto.
De Cantinflas se decía que tenía casa y damas a quienes llevar, y como él, muchos artistas mexicanos y extranjeros, que compraron residencia. Tin tan pasaba temporadas felices y filmó una película haciéndola de Robinson Crusoe en Playa Palmitos, una de las playas de la isla la Roqueta. Cuando más nostálgicos se ponían los mayores, más hablaban de escapadas que no habían vivido pero que atestiguaban como si hubieran estado presentes. A su modo, los que se casaron en los cincuenta e inicios de los sesenta hicieron pareja con Elizabeth Taylor y Debbie Reynolds, trabaron amistad con Mike Todd, Eddie Fisher, Rock Hudson y su flamante esposa Phyllis Gates y supieron de la casa que Frank Sinatra se mandó construir en el Fraccionamiento Las Brisas. Presumían de haber visto el bodrio que Elvis Presley filmó con todos los lugares comunes, incluido él mismo, de matador: Fun in Acapulco, pues eso era exactamente lo que obtenías si ibas ahí. Sin embargo, el premio gordo y máximo emblema de lo paradisiaco era Johnny Weissmüller, Tarzán de los monos, con espectacular y trágica historia para nada comparable a la de John Wayne, quien tuvo una casa hermosísima en el Acapulco viejo, una casa abandonada que hoy se renta como set de filmación para anuncios.
Weissmüller moriría en el puerto, el 20 de enero de 1984. Pero antes de que se supiera de los derrames cerebrales y el grave deterioro mental de este actor que pasó sus últimos años convencido de ser Tarzán, el hecho de que el espectacular nadador olímpico ganador de cinco medallas de oro en 1924 y 1928 hubiera decidido que la única selva habitable era la de Acapulco, les daba a los papás cierto orgullo. A su trágico final se sumaría la doblemente fantástica noticia de que había pasado sus últimos días tratando de emitir el portentoso grito que en realidad era un producto sonoro hecho en los estudios de cine, una mezcla de hiena, camello, violín, una soprano y el propio actor.
Acapulco eran esas historias que oídas se sumaban al recuerdo de lo vivido y a algo más. Acapulco está en una de las mejores crónicas-reportaje escritas sobre el puerto: Acapulco, de Ricardo Garibay, y en cada una de las líneas de Se está haciendo tarde (final en laguna), mi libro favorito de José Agustín, por citar sólo dos de los mejores libros. Pero está también no en lo que ocurre de la Costera hacia allá, hacia el mar, sino hacia el centro o más bien dicho los centros, mar adentro. No en los antros sino detrás de los antros, en ese otro Acapulco oscuro y terrible, del que no se escribe. Acapulco es ese otro exceso, esa gruesez. No sólo el ingreso al mundo de la insolación y las alucinaciones, sino un Edén que ocultaba el lado oscuro de la luna. Para que el Acapulco dorado pudiera existir, los que habitaban en los barrios centrales, lejanos al Acapulco for export, vivían las vidas más miserables, menos escribibles, se consumían entre drogas duras, prostitución y trata desde chicos y en vez de visor y llanta y cubetita y pala casi después de aprender a caminar aprendían a corromperse, a inhalar thinner y cemento y buscaban cómo huir de sus padres y parientes que los explotaban y abusaban de ellos y eran a su vez explotados y abusados por todos los que estaban arriba en la cadena alimenticia que eran casi todos.
Está en la casi ausencia de turistas que se animen a ir a ver el atardecer en Pie de la Cuesta donde los lugareños solían lanzarse a las olas y hacer “el Cristo invertido”, y está en la baja asistencia a uno de los espectáculos obligados al que se accedía en automóvil cruzando Acapulco de noche, percibiendo luces de colores, oyendo músicas distintas a todo volumen, evitando borrachos y subiendo por un camino dificilísimo, lleno de curvas, conocido hasta la fecha como la Frente del Diablo.
Desde que iniciaron, casi todos los clavadistas tienen o han tenido apodos. Chupetas, el Tritón, el Estrella, Esqueleto, Moy, Gokú, el Mugrecita. También desde entonces, el ritual previo a lanzarse del acantilado implica los mismos pasos: escalar la roca, orar ante la Virgen de Guadalupe, alcanzar la plataforma, observar el horizonte, escuchar el bullicio de la multitud, calcular la velocidad del viento, situarse al borde del acantilado, sentarse en cuclillas, ponerse de pie, esperar la ola, alzar los brazos en saludo al respetable, lanzarse al vacío. Pero a lo largo de los años, se ha agudizado la importancia de una tarea esencial. Los propios clavadistas, previos a lanzarse, limpian la basura que arrastra la corriente marina y que cada vez trae más residuos plásticos al canal. No sólo la velocidad de la caída, la corriente marina y el fondo rocoso pueden dejar una secuela. Un cabello de plástico provocó heridas indelebles en la córnea de un clavadista que se lanzó con peluca.
Aunque un principio zen dice que lo único permanente en el mundo es su impermanencia, en el caso de los clavadistas de La Quebrada no es así. La razón que impulsó al primero sigue siendo el resorte que impulsó al que estábamos a punto de ver y seguiría siendo el de los subsecuentes en esta rara profesión de arriesgar la vida en cada intento. Demostrar su hombría. Rigoberto Apac Ríos fue el primero en ganar la apuesta que lo hizo colocarse en la Historia y dislocarse un hombro sin remedio.
En dos o tres ocasiones, en aquellas vacaciones de la infancia, nos mezclamos entre la multitud que esperaba mirando con expectación primero, luego con algo de fastidio y ya casi con desesperanza que algo ocurriera. Y por fin ocurrió. De pronto vimos tres clavadistas escalar descalzos la roca pelona. Subían sin dificultad portando unos minúsculos trajes de baño (la moda impuesta por Mark Spitz) como única prenda por el acantilado de más de 35 metros de altura. 35 metros. Si subes al Monumento a la Revolución, aún te falta la cúpula. Si subes al Ángel de la Independencia, ya te pasaste. Las mamás admirando el valor de los clavadistas, los tíos explicando que entre la ola que rompe y el fondo rocoso hay sólo cuatro metros a los que entra el clavadista a 90 km por hora. Que antes debe esperar la ola precisa y las tías añadiendo que los nativos trabajan lastimados por unos cuantos pesos, pobrecitos.
Y sin embargo La Quebrada tiene tantas generaciones de clavadistas, desde 1934. Desde niños entre los 11 y 12 años hasta adultos bien entrados en los 50. Trabajan por hambre, decían mi mamá y mis tías, sin ayuda del gobierno y muchos quedan lesionados y a la larga pierden la vista. Entre más truculento más de acuerdo estaban siempre en el tema mi mamá y mis tías, y por eso las oigo a la distancia como una sola voz, morbosa e indistinta que las pubertas recibíamos como un coro griego.
Dos de los clavadistas quedaron unos metros debajo y el tercero, nuestro verdadero Tarzán de los monos local, se persignó y oró más tiempo ante la capilla de la Virgen y después siguió trepando por la roca. Y entonces, experimentar esa sensación de peligro llevó a los papás y tíos a asociar la altura inaudita del acantilado y el hombre-aguja en la punta con la Cruz de Trouyet.
Nosotras la habíamos visto, ¿cómo no verla?, más de una vez. Una cruz de concreto que se observa de día y de noche desde cualquier punto de la bahía. De día, por su descomunal tamaño y porque está sembrada en el sitio más alto del Cerro del Guitarrón. Atardeciendo, porque por el vapor que producen la humedad y los muchísimos focos que la alumbran aparece una nube rosa como un halo que algunos, ajenos a los fenómenos de la física, consideran milagroso. Y de más noche, por los focos. La cruz tiene al lado un templo abierto al culto y una tumba donde están enterrados los dos hijos de Trouyet, Carlos y Jorge, que murieron en un accidente aéreo, la mujer de Trouyet, Milly Hauss, que fue quien ideó el monumento con el templo y la cruz, y el propio Carlos Trouyet, que murió de cáncer en 1971. Trouyet fue un empresario muy exitoso que empezó el negocio de la telefonía nacional (Teléfonos de México) cuando desapareció la Ericksson, y que entre otros muchos negocios construyó el Fraccionamiento Las Brisas. ¿Y por qué una cruz a un empresario? Porque es una cruz de un empresario. Su esposa la ideó, él la mandó construir, igual que la Capilla de la Paz, sobre sus terrenos.
Se armó la discusión. La familia dividida. El tío del anillo y su esposa, una de mis más divertidas tías, a favor de la libre empresa y los negocios millonarios hechos con audacia pero eso sí con honradez, y la simpatía por Trouyet que hasta había ayudado a la cultura: fue vicepresidente del patronato del Museo Nacional de San Carlos y ayudó a la Orquesta Sinfónica Nacional sin contar con que fundó el patronato para la construcción de la Universidad Iberoamericana. Y otro tío, empático y bromista, al que siempre recordaré ahogándose en su propia risa —aunque a lo mejor se reía de los demás—, rojo de la rabia, rojo de la asoleada, rojo todo él, diciendo que no había rico honrado, que eso era una contradicción de términos y que Acapulco se lo habían dividido a precio de centavo unos cuantos ricos a costa de muchos campesinos pobres bajo la divisa “encierro, destierro o entierro”.
Como muchas cosas del pasado que están datadas en la memoria más que en el papel, el último episodio de aquella ocasión tiene una consistencia arenosa. Sé que vimos el clavado, sé que fue perfecto, sé que alguien comentó que Johnny Weissmüller se había negado a tirarse de La Quebrada cuando se lo propusieron y que me impresionó cuando lo oí: que a Tarzán lo doblaban los clavadistas acapulqueños y los trapecistas mexicanos.
Por años seguimos visitando el puerto, como miles de vacacionistas de los distintos y acumulables Acapulcos que extendieron sus confines fuera de la bahía, al Pierre Marqués y al Princess donde vivió sus últimos años de locura y confinamiento en un piso completo Howard Hughes, y de ahí a los novísimos desarrollos de Punta Diamante. Encuentros anuales, de puente o de vacación burocráticamente ahorrada centavo a centavo. Tres clases sociales distintas y un solo Acapulco verdadero.
Y bien, como dice el poeta Jorge Manrique, ¿qué se fizo el rey Don Juan? Los infantes de Aragón, ¿qué se fizieron? ¿Qué fue del mito de modernización alemanista plasmado en Acapulco? O es que no hubo modernización. O a costa de qué otro Acapulco se construyó. Hoy es el conteo de muertos la nota que oculta la imagen anterior de ese paraíso: muerte en la Costera, en el mercado Chilpancingo, en los fraccionamientos y bares, en la periferia.
Acapulco: el símbolo de lo que pudo ser.
Los fuegos de artificio con que cientos de turistas todavía se reúnen a despedir el año frente al mar acaso sean el largo adiós a la tierra de Nuncajamás que no acaba de morirse.
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