Una tarde del último invierno, Darín me abre la puerta de su casa y pone cara de Darín. Es la misma que hemos visto en decenas de películas: sus ojos azules se fijan sin fisuras en los tuyos y las comisuras de sus labios se arquean un poco hacia arriba, no tanto como para producir una sonrisa, pero lo suficiente como para que te sientas un elegido. De pie, bajo el marco de la puerta de madera de su casa en Palermo, un antiguo barrio de talleres mecánicos y gente que tomaba mate en las veredas, hoy llamado Palermo Hollywood por los vendedores inmobiliarios, su cara me dispara una especie de efecto pavloviano de memoria emotiva: miro a Darín —el actor premiado por películas como Nueve reinas, El hijo de la novia, El secreto de sus ojos y Un cuento chino— y tengo la engañosa pero intensa sensación de conocerlo de toda una vida, como si fuera un hermano extraviado y vuelto a encontrar años después. No se había acordado de este encuentro pactado un mes atrás con su agente, y ahora tiene la casa con gente reunida para trabajar en un guión. Me ofrece disculpas en una secuencia creciente: «¿No querés pasar al baño?», me dice, y hace un gesto hacia el interior de su casa. «¿Un café, quizás?», ofrece, y me indica una cocina que se abre a su diestra. «Mil disculpas de nuevo. No suelen pasarme estas cosas». Me pide una tarjeta para llamarme y fijar otra cita. Ya en la calle paro el primer taxi que pasa.
Darín no se mueve de su puerta hasta que abordo el auto.
Lo saludo desde la ventanilla.
Al día siguiente, el actor me llama por teléfono.
Con más atención a mi tiempo que al suyo, me pregunta qué día y a qué hora me vendrá bien encontrarlo.
SEGUNDO ACTO
Dos días, después Darín me abre otra vez la puerta de su casa en Palermo y vuelve a poner cara de Darín. Voy con mi novia a la entrevista. Ella me lo pidió. En Argentina, si todos tuvieran la oportunidad, harían lo que fuera para conocer a Darín. Ya en su casa, me doy cuenta de que no es tan buena idea ir con tu novia a una entrevista con él. La posibilidad de que esos ojos azules intercepten, aunque fuese por casualidad, los de tu mujer es —lo admito— inquietante. La casa de Darín es en realidad dos casas —dos casas antiguas—, típicas de lo que fue alguna vez el barrio de Palermo Viejo. Las dos fueron unidas derribando la pared medianera que las separaba: la de la izquierda tiene una galería con piso de damero y columnas de hierro fundido, que sostienen un techo sobre el que trepa una hiedra. Al fondo de esta primera casa hay un enorme galpón, hacia donde Darín se dirige ahora, y nosotros tras él. Detrás de un vestíbulo amueblado con mullidos sillones beige se abre una gran sala vacía que parece la nave principal de una iglesia. En la pared del fondo, en el lugar que debería estar ocupado por el altar, hay una pantalla de cine. No es un lienzo en blanco, ni siquiera uno de esos que se utilizan con los proyectores caseros, sino una auténtica pantalla de cine. El techo de esta sala es muy alto, de dos aguas y vidriado. Parece haber sido una antigua fábrica y está inundada por una luz uniforme y maravillosa. Incrustadas en una de sus paredes, hay dos barras de gimnasio. En una de ellas se balancea, cabeza abajo, la figura invertida de una mujer con el pelo enmarañado y los brazos cruzados sobre su pecho, como si quisiese evitar que unos frutos imaginarios se desprendieran y cayeran al piso.
—Me casé con un murciélago —dice Darín.
Me presenta a Florencia Bas, su esposa, una psicoanalista que se descuelga de la barra en la pared con la cara enrojecida.
Me presenta también a su hijo, un joven actor de unos veinte años con el pelo de rulos y un bigotito fino, a quien llaman El Chino.
Y a su perro Marón, un spaniel color café con leche que lo sigue a donde vaya.
La hija menor —parece— no está en casa.
Darín nos trae unas tazas de café y enciende el primero de sus cigarrillos. Nos mira con sus ojos azules que al principio ni se notan, unos ojos azules rasgados y hundidos, perdidos entre una melena entreverada de canas y espesas ojeras, unos ojos azules que usa más para curiosear que para seducir. Cuando sonríe, saltan a la vista unos prominentes dientes incisivos. Es un cincuentón en forma que cuida su cuerpo sin ser maniático: es evidente que hace algún tipo de ejercicio, pero también que es un fumador capaz de matar una cajetilla en un par de horas. Una gran cuota de su encanto reside en su aparente falta de esfuerzo para encantar.
Hay incluso en él una dosis homeopática de boicot contra sí mismo. Durante una hora y media me cuenta, por ejemplo, de sus padres. «Dos buenos actores sin suerte: creo que mucho de mi éxito es una especie de compensación que les debo a ellos». Me dice que nunca tuvo que pedir trabajo a nadie. «En esta profesión pedir trabajo es la mejor manera de no conseguirlo. Cuando lo necesitas, no te lo dan». Y se define a sí mismo: «Políticamente incorrecto y socialista por naturaleza». El actor salta de un tema a otro con agilidad y, de vez en cuando, se aferra a una que otra anécdota como bastón de conversación. Se ríe de sus chistes y también de los tuyos, y no tiene problemas en llevar el chiste hasta algún lugar menos confortable y más cáustico. Su humor no es tan gratuito. Al final de la tarde, después de despedirnos, Darín se queda otra vez de pie en la puerta de su casa. Espera hasta que mi taxi doble la esquina.
INTERMEDIO
En Buenos Aires, la buena onda de Darín es un tópico de conversación entre amigos. Una multitud de gente puede dar fe de ella: el taxista que me lleva a la entrevista, y que de joven paraba en la esquina de su casa («Buen pibe, cada día me iba a comprar los puchos»), los periodistas que lo han entrevistado y a los que acudo («En medio del caos del rodaje de Nueve reinas, me dio cuarenta minutos para hacerle un retrato y, al final de la sesión, me preguntaba si estaba satisfecho, si necesitaba más tiempo», recuerda un fotógrafo), sus vecinos de Palermo Hollywood («El tipo, cuando compró la casa de al lado, dejó que la vieja que vivía ahí se quedara todo el tiempo que quiso», me dice uno). Hasta mis vecinos se unen al coro: por casualidad, en el pasillo de mi casa se filmaron escenas de El secreto de sus ojos, y los treinta y tantos habitantes del edificio recuerdan por unanimidad que Darín es un amor («Es tan buena onda que da rabia», resume mi vecino de departamento de al lado). El dibujante Liniers citó en una de sus historietas, una línea del personaje de Darín de esa misma película: «Oíme, pelotudo». Luego, en una entrevista, explica por qué incluyó por primera vez una mala palabra en sus tiras cómicas: «Sucede que Darín putea de una manera tan artística que poner un pelotudo suyo es como poner los pechos de la Venus de Milo». Hace unos años, cuando tres delincuentes robaron su casa y encerraron a su mujer y a su hija, en lugar de exigir mano dura, el actor reaccionó con buena onda: «¿Qué es lo que hace que tres pibes salgan a robar? La responsabilidad de formarlos es nuestra, y no creo que estemos haciendo lo debido para que tengan educación, salud, contención en las escuelas y que sus padres tengan trabajo», declaró aquella vez. Parece un axioma que casi todos lo quieran: es amable, está siempre disponible y no tiene ninguna estúpida actitud de divo. Le resulta pretencioso hablar en voz alta de su carrera y no es una pose ante la prensa de espectáculos. Su proverbial buena onda es tan personal que, una vez que experimentas el flujo de su atención, pronto descubres —no sin cierto pudor— que, a pesar de haberte mofado durante años de los que babean por algún famoso, ya te alistaste en la legión de sus fans incondicionales, y no puedes esperar a contárselo a todos y engordar más su mito de seductor inexorable. Una noche, me descubro diciendo en una cena con amigos:
—Darín te contesta los SMS a los cinco minutos.
Hoy, cuando tiene algo más de cincuenta años, Darín encarna, a veces a su pesar, el rol de icono del hombre argentino, esto es, del hombre que cada argentino quisiera ser. Y más aún, del hombre que cada argentino está convencido de ser, en virtud del verificable complejo de superioridad que sus hombres —el cliché de los porteños— delatan: una indefinible mezcla de prestancia física, seducción verbal y carácter ganador, exitoso con mujeres y amigos y, para colmo, buen padre (lo de buen marido aplica en el caso de Darín, pero no es un gadget esencial de la argentinidad). Para su fértil industria cinematográfica, Darín es el prócer imprescindible. Cuando el año pasado el Gran Jurado de la Fundación Konex le asignó en Buenos Aires el premio al mejor actor de la década, la primera frase de su discurso de agradecimiento fue un irónico «se hizo justicia», seguido de su carcajada irreverente. Así parece ser desde cuando da un discurso hasta cuando te llama por teléfono. Y Darín no hace ningún esfuerzo por convencerte de que no se cree su fama en absoluto. Es uno de esos casos de rara inmunidad a los rituales y protocolos en que una persona sí parece ser lo que ves.
—Nadie en este mundo tuvo más suerte que yo —me dice al pedirle un resumen de su carrera.
Las ocasiones se le han presentado sin perseguirlas; apareció en televisión de la mano de sus padres, actores los dos, a una edad en que la mayoría de los niños aprende a no mojarse los calzones («Debuté como se debuta en el circo: se necesitaba un niño y ahí va el hijo del domador»); adolescente desgarbado, se convierte en la cara de Pepsi en Estados Unidos porque una secretaria lo mete a la fuerza en la sala donde se realiza un casting («Casi caigo de bruces en medio de la habitación, llena de modelos altos y lindos, empujando a los que estaban de espaldas a la puerta, y el yanqui grita: ¡quiero ese!»). Hasta el papel más importante de su vida, el que lo lanzó al estrellato, le cayó encima por casualidad («El protagónico de Nueve reinas tenía que ir a otro actor, pero lo rechazó y me llamaron a mí»). Todo le ha sucedido con una facilidad tan inverosímil que casi ofrece disculpas por su suerte.
—Curtí el oficio —me dice, como si fuese un carpintero.
Los antepasados del actor más carismático del cine en español trabajaron su futuro. El bisabuelo de Darín fue uno de los argentinos que descendieron de un barco. En su caso, el barco llegaba de Italia, y el hijo, abuelo de Darín, fue un empresario teatral que llegó a tener una sala propia, el Marconi, un teatro de más de mil quinientas butacas en la central avenida Rivadavia, una de las más importantes de Buenos Aires. El Marconi se lo quedó un administrador que falsificó los títulos de propiedad a la muerte del dueño. El joven Darín, figlio d’arte, crece entre las operettes que se dan en el teatro del abuelo, el futbol del campito cerca de casa —jugaba pegado a la raya, hincha de River—, el culto al cine neorrealista italiano y a la Santísima Trinidad actoral de Alberto Sordi, Vittorio Gassman y Nino Manfredi («¿Y Marcello Mastroianni? —reclama—. ¡Nos olvidamos de Mastroianni!»), más unos ocasionales trabajos en publicidad. El futuro actor, buen chico, llevaba dinero a su casa.
Sin haber nunca estudiado actuación, Darín llega al cine gracias a la película de un director italiano con un nombre improbable: Catrano Catrani. He nacido en la ribera, el filme en cuestión, no entrará jamás en los anales de la historia del cine sino por un solo detalle: a principios de los años setenta, durante la filmación, un Darín adolescente conoce a una rubia, Susana Giménez, quien por entonces ya era estrella del cine y de la TV argentina. Años después empezarán un romance prolongado, tras el que Darín logrará la hazaña de ser, entre noventa y tres novios censados de Susana Giménez, uno de los escasos en no haber terminado mal con ella. Hoy se definen como amigos íntimos. A fines de los años setenta, Darín actúa en diez películas diferentes y cuatro de ellas tienen la palabra amor en el título: Los éxitos del amor, La carpa del amor, La playa del amor —las tres rodadas en 1979, año atareado y muy amoroso— y La discoteca del amor, que rueda al año siguiente. Así, en el campo de batalla, se gana la membresía en el club de los galancitos, jóvenes actores de telenovelas cuya telegenia no venía siempre acompañada por dosis equivalentes de talento. Era una época inocente, anterior al diluvio de los tontos teen-angels y los tristes boy-toys. No fue su caso: en los años que siguen, aplicando el precepto de su filosofía de estar siempre en movimiento, Darín hace de todo —radio, televisión, cine pero, sobre todo, teatro—, como actor y director. Hace Sugar, una comedia musical con Susana Giménez en la que él canta y baila, y Art, un drama que dura doce años en las tablas de Buenos Aires y Madrid. Su popularidad se va transformando en prestigio, y de repente empieza a despertar el interés del cine serio, o el cine argentino se pone serio y se empieza a fijar en él.
Los años del gobierno de Menem, los del cambio de un dólar por un peso, dejan postrada a Argentina, y unos antihéroes empiezan a ocupar las pantallas en vez de yuppies. Darín, el hombre más afortunado del mundo, está listo. Le toca interpretar uno de esos papeles que marcan la carrera de un actor: En Nueve reinas, de Fabián Bielinsky, Darín es un estafador con cara de póquer que apenas esboza un par de sonrisas en toda la película. Su actuación de Marcos, maestro de mil fechorías del inexperto Juan, en una Buenos Aires acechada por la inminente catástrofe económica, lo consagra. Por entonces, Darín pasa los cuarenta, se libera de la carga de ser un galán e intuye que Nueve reinas —una historia que escapa al costumbrismo de algunos de sus anteriores trabajos y con un director muy joven y ambicioso— era la ocasión que esperaba. La película tiene un éxito mundial, y Darín inaugura el primero de sus personajes arquetípicos. Los siguientes serán variaciones sobre esta identidad.
Se trata de un hombre solitario, con eterna cara de haber tenido una mala noche y que casi se jacta de su parquedad, de que usar más palabras de las necesarias es una debilidad de carácter. Se trata de un hombre amargo que traga más de lo que escupe. Un perdedor, un ex sibarita que ha pasado por la picota de la peor crisis económica de la historia y que sobrevive al margen de la sociedad, en recovecos donde no le llega la luz del sol. Ahí, por ejemplo, vive su personaje Sosa, el abogado de Carancho —un ave carroñera que merodea por truculentos accidentes de tránsito y hospitales—, el film de Pablo Trapero. O el taxidermista de El aura, cuya epilepsia es la expresión de su mal interior. El mismo mal que tiene prisionero a Benjamín Espósito, el protagonista de El secreto de sus ojos, a pesar de todos sus intentos por exorcizarlo.
Son personajes que si algo los rescata es la dosis de ironía contra sí mismos. Como Corvalán, un detective privado en una Buenos Aires peronista de La señal, película en blanco y negro que Darín también dirigió. Cuando una misteriosa mujer fatal lo busca para un trabajo y le dice que goza de buena fama en el ambiente, él contesta prendiéndose un cigarrillo: «Depende. Una vez seguí por seis meses a un tipo que llevaba muerto cinco años». Para un actor, la ruta del prestigio pasa por los papeles dramáticos. La comedia es considerada un género menor —pregúntenle a Jim Carrey: años de dislocarse la mandíbula con sus morisquetas que no le reportaron ni la mitad de la consagración que cosechó con The Truman Show—. A Darín también: desde que hace películas dramáticas, lo empezaron a tomar en serio. Le dio la posibilidad de atravesar sus propios límites, y reinventar su reputación. Pero no al punto de convertirlo en un producto de exportación global: Darín ha rehusado dar el gran paso de convertirse en una estrella de Hollywood. Ocasiones no le faltan, sobre todo tras el Oscar a El secreto de sus ojos. Algunas más descabelladas que otras. Como cuando le ofrecieron el papel de un narcotraficante mexicano en Estados Unidos. «Digo: con mucho esfuerzo podría llegar a hacer de un narcotraficante. ¡Pero mexicano, y en inglés!», se ríe en argentino.
TERCER ACTO
Al día siguiente de que me despidiera desde la puerta de su casa por segunda vez, Darín me llama por teléfono: habíamos quedado para que lo visitara en el set de una película que estaba filmando, me quiere avisar que llegará a nuestra cita quince minutos más tarde. Casi nadie, y menos una estrella de cine, hoy se toma la molestia de llamarte en persona para prevenirte de que tal vez nunca llegue. Darín, en cambio, te llama horas antes de la cita para advertirte que tardará un cuarto de hora más. Horas después, en efecto, Darín llega puntualmente tarde en su BMW negro y lo estaciona a unos metros de la entrada de un videoclub llamado El Padrino. Lleva puesta la misma campera impermeable negra del día anterior, cuando salimos a hacer fotos por su barrio. A cada rato alguien lo detiene para saludarlo o le gritan desde el auto: «Darín, maestro, actorazo, capo». «¿No te cansa toda esta atención?», le había preguntado entonces, y por primera vez una grieta se abrió en su armadura de bondad: «Me tiene las pelotas llenas», escupe Darín, pero con una sonrisa socarrona, así que no sé bien si está actuando o no. «Por eso no salgo: cuando no trabajo, me quedo siempre en mi casa». Pero hoy también todos se acercan para saludarlo.
A la manera argentina, Darín saluda a cada uno con un beso y un abrazo. El beso es más un rozar de mejilla, pero el abrazo tiene la sustancia de un apretón y su palmada. El primero en recibirlo es Gonzalo Roldán, dueño del videoclub y director de la película El destino del Lukong y para quien Darín ha venido a hacer un cameo. El Lukong es un rubí, y alrededor de él se teje una comedia de enredos y de acción. Para Roldán, un joven cineasta, ésta no es la primera experiencia en el mundo del cine amateur: ya filmó, con la ayuda de su barrio entero, Sin querer queriendo, una historia quién sabe cuán autobiográfica sobre el dueño de un videoclub que por las noches se convierte en asesino serial. Gracias al fin benéfico para el que ahora está filmando su película, cuyas ganancias, se supone, irán a un comedor infantil, el amateur ha conseguido que algunos actores famosos participen en el proyecto. Darín es uno de ellos. Convencerlo no fue tanto un mérito del joven director de cine: para iniciativas solidarias, Darín siempre parece estar listo: ya sea por una niña desaparecida, por una campaña de Greenpeace o por los indios wichi en su pleito por sus tierras ancestrales. A veces, también por bondadoso, Darín sufre las consecuencias, como cuando los mismos indios wichi, en señal de agradecimiento y sin aviso, pintaron en todas las fachadas de las casas vecinas a la suya —excepto en la de él— un estruendoso «Gracias, Darín» con pintura negra.
Esta tarde, su entusiasmo del día es actuar en la película de un cineasta amateur que usa una cámara del tamaño de un teléfono celular. Atornillada a un trípode de latón, Roldán tiene otra, suspendida como si fuera una jirafa raquítica sobre los actores, que hace de micrófono. En una calle del barrio de Palermo, Darín interpreta durante cinco minutos al padre del protagonista, que es el mismo Roldán. El hijo llega y le pide dinero prestado para alquilar una funeraria y escenificar un falso velorio. El actor lo agarra del cuello y lo zarandea como un padre desesperado. Darín se toma en serio cada intervención suya. Se comporta, sin ironías, como si lo estuviese dirigiendo el mismísimo Francis Ford Coppola, pero quien lo dirige esta vez es el dueño del videoclub El Padrino: repasa el guión, ensaya su escena, reparte consejos, se inclina tras el visor de la cámara, juzga su breve actuación en la escena recién filmada, pide una segunda toma; sonríe a los transeúntes, firma autógrafos, saluda con la mano a los que están mirando desde las ventanas. Sin paternalismos, sin la sonrisa complaciente de quien hace una buena acción por unos chicos, Darín no está allí sólo porque es un profesional: está ahí por amor propio, por generosidad, por placer. El actor, así de simple, la está pasando muy bien. Al final, en vez de la hora que le había prometido quedarse al cineasta amateur, Darín se queda tres horas y media. En ese lapso, un desconocido se acerca a la escena con una inquietud: también se apellida Darín. Ambos, fuera de guión, recorren como dos monos su árbol genealógico. Media hora después llegan a la conclusión de que son parientes. El hombre regresa muy contento a casa, con el título honorario de ser un primo lejano del actor. Le hizo el día. Mientras, el dueño del videoclub y cineasta amateur continúa pálido su rodaje: hace tres noches que no duerme bien por la emoción y la responsabilidad de dirigir a Darín. Hoy —me dice— ha sido el día más feliz de su vida.
EPÍLOGO
La última vez que veo a Darín, un par de meses después de su actuación en minúsculas en la película de Roldán, tiene la cara de un hombre al que le robaron su BMW negro. Es una apacible tarde de otoño, y en la cocina de su casa, él y su hijo me ofrecen una función exclusiva: «Viejo, te agarré el auto anoche», le dice El Chino. El Darín mayor desarma enseguida la bomba del menor con un casual: «¿Sí? La próxima vez dejame un papelito». Se lo dice sin dejar de preparar el café en su máquina. Papá Darín sonríe, mientras me lanza una mirada que interpreto como de padre a padre. Lleva puestos un par de shorts negros y zapatillas también negras. Al rato, aparece Florencia Bas, la mujer-murciélago, y me saluda con un abrazo. Tiene puestas unas botas de montar. Minutos después estamos sentados en el living de la casa, con un café al frente, el sol de la tarde que entra por las ventanas y la única compañía de su perro. La escena es una postal de buen vivir. De súbito, pensando en lo malhumorados y perdedores que son sus personajes, le pregunto si un actor es un mentiroso. Un hipócrita.
—Es un juego —me responde Darín—. Por supuesto que los actores mienten —concede, mientras con una mano acaricia la cabeza del perro—. Pero mienten también los que están en la audiencia —insiste—, jugando a creer que lo que están viendo en la pantalla es real. Y su disponibilidad a creerlo, que es directamente proporcional a la verosimilitud de lo que están viendo, los convierte en cómplices necesarios.
Pero hay una hipocresía, aún más grave y sustancial, que Darín reclama sobre todo para sí.
—Ser actor es un descanso de uno mismo —me dice en tono de confidencia—. Me da la ilusión de poder entrar y salir de mi vida.
Darín acababa de volver de la selva de Brasil. Allí filmó escenas de Elefante blanco, su última película, en la que interpreta a un cura de la teología de la liberación. La luz del sol entra en forma oblicua por las ventanas de su sala y llega a tocarle los pies.
—Ser actor me permite ser un tremendo hijo de puta o alguien que dedica su vida a ayudar a los demás. Yo no soy ninguna de esas personas —me advierte—. Pero al mismo tiempo debo tener algo de cada una de ellas en mí.
Hace ya un buen rato que se ha acabado la hora que me había prometido. El actor no luce un solo gesto de que se quiere ir. Es más, parece tener todo el tiempo del mundo. Sigue hablando, ya no más de teoría teatral o de algún episodio de sus películas. Sólo hablamos, hablamos de las películas que acaba de ver, como Shame, en la que le impresiona el punto de vista tan crudo y tan poético sobre el sexo. Hablamos del proyecto de su próximo viaje en familia: una visita a Lago di Cadore, en el Véneto, al norte de Italia, de donde viene su familia y donde se celebra cada año una reunión de los Darín de todo el mundo. Nunca ha asistido a una: este año se ha propuesto destronar a un arquitecto estadounidense, quien fuera por muchos años el Darín más ilustre. Reúno mi grabadora apagada y mi libreta de apuntes, me siento de nuevo en el sillón y cruzo las piernas. El sol otoñal va opacándose ante el paso de la tarde y Marón duerme estático a los pies de su dueño. Entonces Darín me pregunta con sus ojos azules:
—¿Otro café? //