Roberto Bolaño, el inmortal

Roberto Bolaño, el inmortal

La historia detrás de «El espíritu de la ciencia–ficción», la última novela póstuma del escritor chileno Roberto Bolaño.

Tiempo de lectura: 18 minutos

Cuando Roberto Bolaño visitó a Nicanor Parra en su casa de Las Cruces, en 1998, las primeras palabras que el poeta le dirigió fueron en lengua inglesa. Era la bienvenida con la que los campesinos de Dinamarca reciben al príncipe Hamlet. Aquel día, Nicanor Parra y Roberto Bolaño hablaron de la vejez; de los fantasmas y la locura de Shakespeare; de los accidentes de coches; de Nueva York y de los amigos muertos; de los poetas y la nueva narrativa chilena; de México; de los Mapuches; de Pinochet. En un momento de la visita, Parra condujo a Bolaño hasta la terraza, desde la que se veía el océano y, al otro lado de la bahía, un bosque.

—¿Ves ese bosque? —preguntó Parra.

—Sí, lo veo —dijo Bolaño.

—¿Cuál bosque ves, el que está arriba o el que está abajo?, ¿el de la derecha o la izquierda?

Bolaño no advertía nada especial, excepto algo parecido a un paisaje lunar. Tras 25 años de exilio, hasta los troncos de los árboles chilenos debieron parecerle irreconocibles. Nicanor Parra insistió. Le sugirió que mirara el bosque de la izquierda.

—¿La ves? —inquirió. Bolaño vio algo que parecía un arañazo, una carretera o un camino vecinal y, algo más arriba, un bosque. Parra le pidió que mirara de nuevo un claro de árboles, algo más arriba.

—Es la tumba de Vicente Huidobro —dijo. Luego, Nicanor Parra le dio la espalda y caminó de vuelta al salón.

Bolaño se quedó un rato en la terraza de aquella casa situada en lo alto de una colina. Permaneció contemplando esa mancha blanca y diminuta bajo la que se pudrían los huesos de Vicente Huidobro. “Una tumba tan visible como a Huidobro le hubiera gustado”, escribió el chileno sobre un sepulcro que le resultó tan insignificante como su dueño. Roberto Bolaño murió seis años después de aquella visita. Nicanor Parra sigue con vida. Metáfora rara y torcida para el encuentro de dos escritores que marcarían un antes y un después en la literatura de su país y la del resto del mundo hispanohablante.

Roberto Bolaño, interior 1

Roberto Bolaño escribió «El espíritu de la ciencia-ficción» a los 27 años. El manuscrito, encontrado en varias libretas, estuvo en el cajòn durante años. Fotografía: Revista Paula/Pin Campaña.

Como aquella tarde en el jardín del (anti) poeta que Bolaño más admiró —Parra, por supuesto—, alrededor de Bolaño se levanta una ventisca que todo lo llena de polvo. Que todo lo invisibiliza. Una intemperie demasiado manifiesta para pasar inadvertida, como la tumba de Huidobro. Inmediatamente después de su muerte, a Bolaño parecían salirle inéditos y amigos por todas partes. La mayoría quería apuntarse al retrato de familia de un autor que pasó de ser un escritor de culto a una voz fundacional. Alguien que comenzó con nada y se despidió del mundo con lo único que lo sujetó en esos años: su empeño en escribir, su talento y la red de los primeros afectos.

A diferencia de hace unos años, hoy ya no son tantos los que hablan. Los desencuentros entre herederos, amigos y editores han hecho cada vez más compleja la ubicación de las obras de Bolaño y, lo que es peor, ponen en el tapete el dilema de sacar a la luz pública textos sobre los que Bolaño no dejó instrucción alguna de publicación, además de una incipiente corriente de hartazgo alrededor de su figura. En ésas llega El espíritu de la cienciaficción (Alfaguara), una novela inédita que Bolaño escribió en Blanes a finales de los ochenta y que ahora el sello Alfaguara publica como parte de la reedición de toda su obra, que ha dejado de pertenecer a Anagrama, el sello de Jorge Herralde en el que se había publicado hasta ahora una buena parte de todo cuanto Bolaño escribió.

Al momento de hablar de Bolaño, las voces desaparecen. Se forma un claro, un arañazo en el bosque de su obra. Cuando de la historia de este inédito se trata, todos parecen haber perdido el habla: su mujer, sus amigos, sus editores. Para referirse a Roberto Bolaño; mejor por escrito. Correos, correspondencia. Cosas que puedan blandirse en caso de malos entendidos. Trece años después de su muerte, el escritor chileno parece un pueblo fantasma, un lugar habitado por versiones desteñidas de las personas que lo quisieron y a las que él quiso. Cuesta hablar de Bolaño y que quienes estuvieron cerca de él deseen hacerlo; acaso para no echar leña al fuego. Estas cosas le ocurren a los santos laicos —y Bolaño lo es—: se quedan solos, atrapados por la magnitud de sus milagros. El mayor que puede atribuírsele a Bolaño es la dimensión de su cajón de manuscritos sin publicar, uno que parece tener más inéditos que el de Fernando Pessoa.

¿Cuántos libros se han publicado desde el fallecimiento de Roberto Bolaño? ¿Quedan realmente los 15 libros póstumos con los que se especula? La respuesta, dependiendo de quién reciba la pregunta, pasa de las evasivas al espacio en blanco. En el caso de El espíritu de la ciencia–ficción, los renglones vacíos —como el bosquecito de Huidobro— sirven para estamparse, una y otra vez, contra el mismo muro: muy lejos de la diana, de lo verdaderamente importante. De Bolaño se ha escrito de todo, se ha dicho de todo y sin embargo, nadie quiere tocarlo: no vaya a estallar un nuevo episodio del agravio entre quienes se encargaron de estudiar su obra y divulgarla, y aquellos que la administran y conservan. Porque en esta historia, la de este manuscrito, hay agravio. Lo hay. Y aunque no sea una razón literaria, pesa. Como una loza.

En el prólogo del volumen que ahora publica Alfaguara, el crítico y escritor Christopher Domínguez Michael se refiere a El espíritu de la ciencia–ficción como una novela de juventud. No posee la musculatura que cobraría la obra de Roberto Bolaño después, sin embargo contiene las señas del narrador que Bolaño ya era. Construida a través de capítulos alternos, la novela narra dos historias. Una central que discurre alrededor de las peripecias de Jan Schrella y Remo Morán, dos poetas de 17 años que viven en la Ciudad de México de finales de la década de los setenta y en los que Bolaño retrata sus años de juventud en aquella ciudad: la intensa actividad en los talleres literarios, que juegan un papel central en estas páginas y que Bolaño profundizará en Los detectives salvajes, la novela con la que ganó el Premio Rómulo Gallegos en 1998, y de la que este nuevo manuscrito supone el eslabón más directo y cercano.

Al mismo tiempo, en estas páginas Bolaño despliega una segunda trama que gira alrededor de un manuscrito y un escritor cuya identidad el lector tendrá que desentrañar siguiendo la pista de escenas jalonadas en la transcripción de una entrevista periodística. La fórmula del edificio Bolaño, en estado puro. El primer mapa de un largo viaje. Un libro escrito por un Roberto Bolaño de 27 años que ya llevaba dentro de sí al hombre de 50 que sería. Un escritor que estaba muy lejos de imaginar el éxito que obtendría tras su muerte y que no paró de sembrar los árboles del enorme bosque en el que su obra se convertiría.

* * *

En El espíritu de la ciencia–ficción están los acertijos que atravesarán toda la bibliografía de Bolaño. Si alguien es capaz de identificar muchos de esos elementos es el chileno Bruno Montané, uno de sus amigos más cercanos. En su casa del DF se fundó, en 1975, el movimiento de renovación poética conocido como Infrarrealismo, un grupo del que Roberto Bolaño fue el principal propulsor, “una especie de dadá a la mexicana”, explicó a Carmen Boullosa, junto con Mario Santiago Papasquiaro, José Vicente Anaya, Rubén Medina y José Rosas Ribeyro. Inscrito a su manera en la ‘tradición de la ruptura’ que enunció Octavio Paz —al que aquellos novísimos escritores detestaban—, aquel movimiento pretendía “volar la tapa de los sesos de la cultura oficial” y dinamitar las grandes verdades literarias. Desde aquel entonces se conocían Bruno Montané y Bolaño, quienes mantuvieron una amistad que los acompañó en casi todos sus destinos: Chile, México y finalmente España. Hay relación suficiente para que Montané sea capaz de acreditar algunos asuntos. Desde 1985, tenía noticia de la existencia de El espíritu de la ciencia–ficción, aunque no la había leído hasta ahora.

En estas páginas, según las indicaciones de Montané, aparecen muchos de los personajes de Los detectives salvajes: no sólo la versión primigenia de Arturo Belano y Ulises Lima, también la escritora uruguaya Auxilio Lacouture, la narradora de Amuleto, una novela ambientada en el México de Díaz Ordaz y los días previos a la matanza de Tlatelolco, además de algunos textos como Manifiesto Mexicano que ya aparece en La Universidad Desconocida, el sexto y último poemario de Bolaño publicado de forma póstuma en 2007, y que muchos consideran una especie de autobiografía. ¿Y cuál libro de Bolaño no lo fue? De los 21 títulos que integran su obra, ya fuesen poemas, relatos, novelas o ensayos, y casi siempre a través de trasuntos o álter egos, Bolaño levantó un retrato de sí mismo, así como un enorme y fantasmagórico árbol genealógico que El espíritu de la ciencia–ficción anticipa. Porque en Bolaño vida y obra son la misma cosa: el bosque y el arañazo.

La verdadera fecha de este manuscrito está en su interior. La primera gran trama de El espíritu de la ciencia–ficción está narrada en primera persona por Remo, el joven y reservado poeta de origen chileno que comparte con Jan la iniciación literaria. Valiéndose de la voz de Remo, intercalada con la prosa obsesiva y repetitiva de las cartas de Jan —un joven agorafóbico que casi nunca sale de la habitación en la que vive—, Bolaño compone una fotografía de su experiencia mexicana y de los personajes que conoció entonces. Jan y Remo plantean una visión iniciática de la vida, el sexo, el amor, y por supuesto, de las lecturas y las obcecaciones alrededor de la escritura. Jan lo hará encerrado en aquella pocilga de la azotea de la avenida Los Insurgentes, leyendo las novelas de ciencia ficción que le traen sus amigos y a partir de las cuales redacta cartas a sus autores —la última de esas misivas la firma con el alias Roberto Bolaño.

Carolina López es la viuda de Roberto Bolaño

Carolina López es la viuda de Roberto Bolaño y actual albacea de su obra literaria. Fotografía: Marta Pérez/EFE/EFEVISUAL.

Remo, algo más sociable que Jan, sobrevive ejerciendo los más distintos oficios: desde colaborador en suplementos literarios hasta vendedor de lámparas de la virgen de Guadalupe —dos trabajos que le permitieron a Bolaño ganar algún dinero cuando tenía la misma edad que sus personajes—. Remo se introduce en el mundo de los talleres de literatura, a la vez que inicia junto a José Arco, también poeta y según Bruno Montané álter ego del mejor amigo de Bolaño, Marco Santiago, una pesquisa para dilucidar por qué en la Ciudad de México existe —según ellos— un número desorbitado de revistas literarias: más de 600. Otra vez, la idea de un enigma por dilucidar. La necesidad de aclarar ese aparente misterio empujará a Remo y a José del Arco hasta el doctor Ireneo Carvajal, el director de una de esas tantas publicaciones, quien responderá a sus dudas con una misteriosa historia, pero también con la amargura y el desasosiego que Bolaño mostraría más adelante en Los detectives salvajes y que marca a casi todos sus personajes: una cierta condición de marginalidad y fracaso que a veces se cobra sus mártires, incluyendo al propio Bolaño, que no pudo disfrutar en vida del encumbramiento que alcanzó tras su muerte.

Por medio de una estructura arbórea donde todo forma parte de un mismo tronco, Bolaño conduce al lector hasta una segunda ficción relativamente autónoma: la historia de una novela. Este tramo ocurre a partir de la entrevista que una periodista hace al ganador de un premio literario y cuya identidad el lector ignora, aunque hay razones para pensar que se trata de una versión futura de alguno de los dos jóvenes poetas que protagonizan el libro. En los apartados dedicados a esta conversación hay delirio y esperpento. Entre sarcasmos e ironías, el escritor describe la trama de la novela con la que ha ganado un certamen de provincias: una historia que ocurre en un granero ubicado en el remoto sur chileno —Bolaño pasó los primeros años de su vida en esa zona del país— y donde tiene su sede una de las facultades de la ubicua Universidad Desconocida: la Academia de la Papa, dirigida por el doctor Huachofeo.

En los capítulos dedicados a esta segunda ficción se superponen episodios de realidad y fantasmagoría, pasado y futuro, sueño y vigilia. En ella, un hombre graba horas enteras de silencio; una guerra se intuye en la pesadilla de alguien más; un mundo corrige y contiene a otro, acaso las muchas novelas donde resonarán las obsesiones de Bolaño, una de ellas el mal, ese tema que él trabajó en varias novelas y relatos que publicaría más adelante. Por eso El espíritu de la ciencia–ficción no es sólo una novela de juventud. Cuando Bolaño fundó los infrarrealistas, que pedía a gritos la lucha contra el statu quo cultural, escondía una insolencia un tanto adanista pero también una voluntad firme de parricidio, de echar por tierra el peso de aquellos patriarcas de piedra, los autores del boom que dominaban la literatura en América Latina. Este libro es la primera piedra de aquella empresa. Perdón, de aquella lapidación.

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La noche en que Roberto Bolaño voló a Chile tras 25 años de ausencia, todos cuantos viajaban con él dormían a pierna suelta. Su hijo Lautaro, de entonces ocho años; también su mujer Carolina López, viuda y actual albacea de su obra. El viaje de Bolaño era distinto del que hacía su familia. Él había nacido en Chile, ellos no. Ellos eran españoles, él no. Aguijoneado por el veneno de aquel regreso a su país y mientras cruzaba el continente, Bolaño “sostenía mentalmente las alas del avión” —así lo describió él—, que no paraba de moverse sacudido por la turbulencia que azotaba el cielo casi con tanta fuerza como la que se había desatado dentro de su corazón.

Aunque nació en Santiago y vivió sus primeros años en el sur de Chile, Bolaño se trasladó a México con sus padres a los 15. Cursó sus estudios secundarios en la Ciudad de México, en pleno gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. Todo cuanto ocurrió en esos años, sus largas peregrinaciones por bibliotecas públicas, sus trabajos como periodista en suplementos literarios y hasta los oficios alimentarios que le permitían ganar algún dinero, forman parte de la biografía de los protagonistas de El espíritu de la ciencia–ficción. Esta novela es una clave de esa cartografía, la génesis de esa amputación que le permitió a Bolaño viajar al centro de sí mismo.

En 1973, una década antes de comenzar a trabajar en el inédito que hoy publica Alfaguara, Bolaño decidió viajar a Chile para vivir en primera persona el proceso político de Salvador Allende. Atravesó América Latina en un largo viaje. Avanzó por tierra, hizo autostop y abordó un barco. Un mes después de llegar a Chile, mientras viajaba en autobús para visitar a una parte de su familia, fue apresado por las fuerzas de Augusto Pinochet. Fue liberado luego de 8 días —uno de los soldados que lo vigilaba había ido con él a la escuela— y finalmente expulsado. Roberto Bolaño nunca volvió a Chile, hasta ese día de noviembre de 1998. De ahí que no dormía en aquel vuelo nocturno.

Al momento de sentarse a escribir El espíritu de la ciencia–ficción, Bolaño ya había pasado su primera etapa mexicana; había fracasado en su empresa de “hacer la revolución” en el Chile de Allende —como él decía, casi con ironía—; había fundado un movimiento que buscaba la renovación poética y paseado sin rumbo por la Barcelona de finales de los años setenta. “La primera noticia que tengo es de diciembre de 1984, aunque ciertamente, el proyecto podría ser muy anterior”, dice A.G. Porta, escritor y amigo cercano, a quien Bolaño conoció en 1978 en una editorial barcelonesa que sólo publicaba poesía. La Cloaca, se llamaba aquel sello. “La primera novela que publiqué es la primera novela que él publicó, por la sencilla razón de que la escribimos a dos manos. Su título: Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce”, escribió Bolaño en un texto incluido en el primer compendio de inéditos publicados tras su muerte: Entre paréntesis (Anagrama, 2004).

Los años que apunta A.G. Porta como génesis de El espíritu de la ciencia–ficción comparten tramo con los que indica Carolina López, quien ya en ese tiempo había conocido al chileno. “Roberto y yo empezamos a vivir juntos a finales de 1983 en Gerona. En verano de 1984 es cuando nos trasladamos a vivir a Blanes. Mis recuerdos de vida con Roberto de esos años están vinculados a otras cosas: su poesía, las dificultades económicas, las negativas editoriales, el amor, el permiso de residencia, los amigos, sus crisis de escritura, el cine, el dinero (…) En relación a El espíritu de la ciencia–ficción, los recuerdos sobrevienen al organizar el archivo. Los primeros los sitúo en Blanes, cuando Roberto pasaba en limpio los cuadernos (proceso de corrección)”, dice López, quien ha preferido contestar un cuestionario en lugar de conversar sobre el tema de viva voz.

Desde hace más de diez años, la esposa de Bolaño, con quien el escritor tuvo dos hijos (Lautaro y Alexandra), organiza el archivo del autor de Nocturno de Chile: más de 240 manuscritos, centenares de fotografías y dibujos, así como más de 167 entrevistas. Con ese material se organizó Archivo Bolaño (1977–2003), una exposición exhibida en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona en 2013 y en la que ya se aludía a El espíritu de la ciencia–ficción. Así lo recuerda un escueto Rodrigo Fresán, amigo cercano de Bolaño, y lo confirma el comisario de aquella muestra, Juan Insúa: el manuscrito fue expuesto en esa sala. Varias fotografías confirman su exhibición en la muestra de Barcelona, que viajó luego a Madrid y Buenos Aires.

El espíritu de la ciencia–ficción pertenece a la etapa en la que Bolaño escribió su primera novela con A.G. Porta y también a la de La noche de los elefantes, que se reeditó en Anagrama con el título Monsieur Pain (1999). También a esos años pertenecen el relato El contorno del ojo y La Universidad Desconocida, que aparece referida una y otra vez en las páginas de este inédito. Quien se adentra en la genealogía de esta novela —el libro que publica Alfaguara incluye facsímiles de sus libretas y diarios de escritura— puede ver la forma en la cual el chileno concebía y planificaba sus manuscritos. Justamente por esa razón, una pregunta queda en el aire: si Bolaño escribía sin parar, y varias cosas al mismo tiempo, el hallazgo de El espíritu de la ciencia–ficción pudo ocurrir al mismo tiempo que los anteriores. ¿Fue así?

—Los materiales de las tres obras que usted menciona estaban en la mesa de su estudio —alude Carolina López—. Roberto había transcrito partes de las mismas al ordenador e incorporado alguna a otros libros. No representó ningún hallazgo, estaban allí, a la vista (…) —asegura Carolina López.

—¿Y esta novela? ¿Dónde estaba?

El espíritu de la ciencia–ficción se hallaba en casa, en una caja con muchas otras libretas —responde López a la insistente pregunta sobre dónde y cuándo apareció este libro y por qué sale a la luz ahora y no antes—. Se publica después del tiempo que requieren las lecturas previas y estudio por parte de especialistas en la obra de Roberto. Estoy en una nueva editorial y muy ilusionada ante esta nueva etapa. Es un muy buen momento —asegura López en alusión a la reedición entera de la obra de Roberto Bolaño que hará Alfaguara.

Bolaño escribió El espíritu de la ciencia–ficción empujado por una determinación que ya delataba en una carta dirigida a A.G. Porta, en 1984, y en la que menciona incluso otros de los inéditos que estarían por publicarse: “¿Qué hago? Romperme los sesos escribiendo y hacer equilibrios… Diorama avanza con una navaja a cada mano (tiene seis u ocho vidas como Kali, diosa de los ladrones y de los estranguladores). El espíritu de la cienciaficción aún no sabe caminar pero ya dice papá (o patata, uno nunca sabe)’”, dice aquella misiva que Bolaño escribió a A.G. Porta, y que él transcribe en un correo escueto y huidizo.

Ordenadas cronológicamente en su archivo, A.G. Porta conserva algunas cartas más, por ejemplo una de finales de noviembre de 1985 y que añade información contradictoria con la que apunta la editorial, ya que demuestra que Bolaño trabajó en este texto durante mucho más tiempo más allá de 1984, la fecha que Alfaguara da por definitiva: “Espero terminar antes de fin de año con El espíritu de la ciencia–ficción, aunque en el pulso se me rompan los tendones, si los hubiera o hubiere”. Las fechas que aluden sus amigos y las que confirma la editorial no son las mismas. Sobre ese tema, Pilar Reyes, editora de Alfaguara responde: “No es una contradicción. Nosotros no podemos especular sobre si para Bolaño era un manuscrito terminado o no, publicable o no. El manuscrito está fechado y firmado, y son tres las libretas que lo contienen, en tres etapas de la escritura: notas, primer borrador y transcripción en limpio”.

El espíritu de la ciencia–ficción es el primer libro que se publica fuera del catálogo de Anagrama, la editorial que apostó por el chileno, dio a conocer toda su obra y la que hasta ahora había editado seis de los siete libros póstumos suyos que se conocen: los volúmenes de relato El gaucho insufrible (2003) y El secreto del mal (2007); el poemario La Universidad Desconocida (2007); las novelas 2666 (2004), El tercer Reich (2010) y Los sinsabores del verdadero policía (2011). El espíritu de la ciencia–ficción (2016), a diferencia de esta última, no ha sido presentada como un libro inacabado sino como una novela terminada y fechada. Y es allí cuando comienzan las dudas entre la parte más radical de los lectores de Bolaño, que podrían considerarse casi una feligresía.

Los detalles sobre el hallazgo de este inédito y los enfrentamientos que ha desatado su publicación en otro sello, en este caso Alfaguara, ponen de manifiesto la complejidad de un personaje cuyos libros han quedado opacados por otros temas no literarios: su intimidad y vida personal; la división que ha generado en la gestión de su memoria la oposición de dos figuras: una ‘viuda oficial’, Carolina López, y Carmen Pérez de Vega, una mujer con quien Roberto Bolaño mantuvo una estrecha relación durante los últimos años de su vida —ella cuidó de él hasta su último aliento— y que ha generado —a pesar de que Pérez de la Vega no reclama protagonismo o figuración alguna— divisiones en el círculo más cercano del escritor, incluyendo una querella de López en contra de Pérez de la Vega. A eso se suma el cuestionamiento acerca de la pertinencia o no de la publicación de este inédito, al que podrían seguir tres más: La virgen de Barcelona (1979), Diorama (1984) y La paloma de Tobruck (1983).

Bolaño murió prematuramente un 15 de julio de 2003, a los 50 años, luego de pasar diez días en coma. Diagnosticado en 1992 de una dolencia hepática degenerativa que sólo podía solucionarse con un trasplante de hígado, Bolaño esperó durante más de una década un donante que nunca llegó. La obra que siguió a ese diagnóstico está marcada por ese hecho. Si en sus años de juventud, Bolaño había escrito empujado por la vocación literaria, a partir de ese momento lo hizo para ganarle tiempo a la muerte. Apenas un mes antes de fallecer, entregó a su editor Jorge Herralde el manuscrito de su último libro de cuentos, El gaucho insufrible, que se convertiría en su primera obra de ficción póstuma. Uno de sus libros más conocidos, la ciclópea 2066, un compendio de cinco novelas, la escribió justamente durante la fase final de su enfermedad. Su mayor obsesión era dejarla lista. El manuscrito estaba acompañado de instrucciones precisas: cada libro debía publicarse por separado, para asegurar el bienestar económico de sus hijos, Lautaro y Alexandra, y de su mujer Carolina. Bolaño escribió, siempre, como quien intenta evitar una demolición.

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La aparición del manuscrito de El espíritu de la ciencia–ficción ha saltado como un bombazo, al menos en una parte del círculo del escritor chileno. No sólo porque se editó al margen de Jorge Herralde, sino también de la revisión del crítico literario y amigo Ignacio Echevarría, quien había hecho lo propio con todos sus inéditos. Hace pocas semanas, Echevarría aireó sus dudas y reclamos en la revista española El Cultural. Al ser consultado sobre si conocía este libro, Echevarría responde con frases genéricas: “No tengo nada que declarar sobre el asunto que me consulta. No conocía ni he leído aún El espíritu de la ciencia–ficción y cuanto tengo que decir sobre el resto, lo expuse en mi artículo ‘Bolaño borrado’, en El Cultural”, asegura en alusión a un durísimo texto en el que carga tintas contra los herederos de Bolaño, específicamente contra su viuda, Carolina López.

Desde Anagrama, la editora Silvia Sesé confirma la posición que Herralde ha asumido públicamente: “Nunca habló con Bolaño de publicar esta novela, a diferencia de otras que tenía escritas ya”. Hay atasco en las versiones sobre por qué se interrumpe la relación del entorno literario más cercano de Bolaño en esta nueva entrega. “Todo invita a sospechar que había un designio previo de arrancar a Anagrama la obra de Bolaño”, escribe Echevarría en su texto “Bolaño borrado” y en el que dirige su argumentación no hacia los motivos económicos que pudieron motivar el cambio, sino a la supuesta incomodidad que causó a Carolina López la amistad que tanto él como Jorge Herralde sostuvieron con Carmen Pérez de Vega, una figura todavía hoy fuera de foco. El episodio ha dado de sí, pero también ha enturbiado un debate que pasó de literario a personal. “La existencia de esta relación pertenece sin duda a la esfera de lo privado, y sacarla aquí a colación sólo se justifica en la medida en que la viuda de Bolaño la ha convertido en marca de fuego con la que señalar a quienes forman parte o no de lo que podríamos llamar la ‘memoria oficial’ de Roberto Bolaño: una memoria retocada, censurada”, escribió Echevarría para cuestionar las decisiones de López y la pertinencia de la publicación de El espíritu de la ciencia–ficción.

Hasta su muerte, Bolaño estuvo representando por Jorge Herralde. A partir de ese momento lo hizo la Agencia Carmen Balcells. Cuando The Agency Wylie, la firma capitaneada por Andrew Wylie —prestigioso agente literario apodado, no sin retranca, El Chacal—, completó la compra de la Agencia Balcells en mayo de 2014, Wylie pasó a tener carta blanca sobre un nutrido grupo de escritores, entre ellos 13 premios Nobel y, por supuesto, Roberto Bolaño, que ya causaba furor en los mercados anglosajones. Semejante coincidencia ha sido para muchos el verdadero motivo de este cambio. Sobre ese tema, Carolina López apela, nuevamente, a las frases cerradas: “De la agencia Wylie sólo puedo decir maravillas sobre su trabajo y la excelente profesionalidad de la misma”.

«De Bolaño se ha dicho todo, se ha escrito de todo y sin embargo, nadie quiere tocarlo». Fotografía: Revista Paula/Pin Campiña.

Poco antes de cerrar este reportaje, Carolina López publicó un texto de opinión en el diario El País, el 23 de noviembre,  donde expone las razones que motivaron el cambio del sello Anagrama a Alfaguara y que hasta ahora suponen la aclaratoria más precisa de López sobre el tema: “Mi pérdida de confianza en Herralde se inició en 2008, cuando revisé los contratos. Me percaté de que en 2005 Anagrama había formalizado sin mi autorización un pacto por el cual estábamos pagando comisiones mucho más altas de lo habitual. Si las comisiones rondaban de costumbre el 20%, mis hijos y yo pagábamos entre un 35% y 55%”, explicó en el diario. “En ese contexto, la agencia literaria Andrew Wylie me ofreció representar la obra de Bolaño a nivel mundial y se produjo la renegociación con Anagrama, que además cesó en la gestión internacional de la obra. Fue en ese momento cuando mi nombre, que apenas había salido en la prensa, pasó a ser el centro de artículos que desacreditaban mi imagen y aludían a hechos de la esfera privada que no son ciertos”.

Que el cajón de Bolaño es como el de Pessoa, es algo que afirman todos: unos como constatación del hecho; otros, con cierta mala baba. La realidad es que, cuanto se publique del chileno de ahora en adelante, no será en Anagrama. “El espíritu de la ciencia–ficción nos fue ofrecido dentro de un acuerdo global para la publicación en Alfaguara de los 21 títulos que integran el corpus de la obra de Roberto Bolaño. Recordemos que son varios los libros del autor que se han publicado de manera póstuma (…) Bolaño escribió durante toda su vida, pero empezó a publicar de manera sistemática muy tarde, en 1996. Su producción posterior fue muy intensa, un libro por año, por tanto había mucho material inédito, escrito antes de 1996”, explica Pilar Reyes.

Algunos de los más cercanos a Roberto Bolaño en sus años anónimos prefieren guardar silencio sobre todo esto. Otros se afanan en reivindicar sus propios asuntos y grescas. Entre el silencio de unos y la alharaca de otros, pasa desapercibida la semilla del bosque que este libro supone. Al nombre de Roberto Bolaño le han salido espinas. Tocarlo, pasar la yema del dedo para comprobar sus asperezas y hendiduras, se vuelve cada vez más difícil. Hay una inmensa soledad en el hombre que escribe, a sus 26 o 27, estas páginas. Pero también una todavía mayor en la imagen mitificada de un escritor al que le puede su capilla de santo laico.

En la última entrevista que Bolaño concedió antes de morir, la periodista Mónica Maristain preguntó al autor de Los detectives salvajes qué sentimiento despertaba en él la palabra póstumo. “Suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso cree el pobre Póstumo para darse valor”, respondió él. Sí, algo de combate hay en todo esto. El que libra Bolaño para mantener viva su escritura, desde el más allá, pero también el que libra contra la tala de su propio bosque. Es una rara e involuntaria épica de quien atravesó un continente y un océano para conseguir dos cosas: su vocación literaria y un lugar al cual pertenecer. En la búsqueda de ambas, Bolaño consiguió en la literatura su único hogar. Sin él saberlo, hizo algo mucho más potente: decapitó la herencia del boom. Fracturó una geografía literaria que nunca volvería a ser la misma y en la que comenzaron a hacerse visibles los arañazos, las tumbas desangeladas, de autores a los que él nunca dejó de llevar la contraria. Nunca.

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