A 51 años del golpe de Estado en Chile

Cincuenta y un veces once

Han pasado 51 años del golpe de Estado en Chile y 34 desde su vuelta a la vida democrática; sin embargo, las consecuencias y efectos de los años vividos en dictadura aún persisten en los que se exiliaron, los que volvieron y los que se quedaron.

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Todo comenzó la mañana del 11 de septiembre de 1973. El primer gobierno de izquierda elegido democráticamente en la historia de la humanidad gobernaba Chile. Salvador Allende, presidente socialista, daba inicio en 1970 a la Unidad Popular, un proceso transformador que tras tres años de gobierno estaba logrando inclinar o desinclinar la balanza de la histórica distribución del poder. Los sectores populares comenzaban a ser actores de la historia y no carne de cañón.

Lo primero que hizo el gobierno de Salvador Allende fue concluir el proceso de Reforma Agraria comenzado por el presidente anterior, Eduardo Frei Montalva, quien además había promulgado la Ley de Sindicalización Campesina, la cual generó las condiciones para la etapa de Allende, quien puso más de 10 millones de hectáreas en manos del campesinado. La otra transformación fundamental fue la de la nacionalización del cobre: el Estado compró las empresas extractoras del mineral a sus dueños extranjeros, quedándose con la totalidad de la producción. Cabe destacar que Chile es el primer productor mundial de cobre. Así con un gobierno claramente estatista, se generaron infinidad de políticas que favorecieron a los sectores populares, incluyendo alimentación, vivienda, salud y educación, entre otras cosas. En resumen, le otorgó voz y poder al pueblo, le dio existencia, conciencia de clase y dignidad. Todas palabras que hoy suenan poco creíbles y de un alto voltaje demagógico, pero no en ese momento.

Tan real era todo que los Estados Unidos se vieron obligados a mover algunos tenebrosos hilitos para impedir la continuidad del proceso. Henry Kissinger, entonces Asesor de Seguridad Nacional y secretario de Estado del presidente Richard Nixon, fue el encargado de colaborar con los militares latinoamericanos para que pudieran instalar sus gobiernos de facto y para fortalecer el Plan Cóndor, un operativo coordinado desde Estados Unidos que persiguió a los movimientos de izquierda en Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, Brasil y Paraguay.

Los empresarios, locales y extranjeros, iniciaron el boicot que traería desabastecimiento, desestabilización y crisis. Escondieron los productos básicos y derramaban lágrimas de cocodrilo por la supuesta escasez. De a poco la cosa comenzó a irse al carajo hasta que la mañana del martes 11 de septiembre los aviones del ejército bombardearon el Palacio de la Moneda y se acabó lo que se daba. La vía pacifica al socialismo era historia. Ese día comenzó una cruenta persecución y una interminable lista de detenidos, torturados, asesinados y desaparecidos.

Mi madre, una joven periodista de 20 años, trabajaba como una de las reporteras del presidente Salvador Allende. Iba detrás de él para todos lados con una pequeña grabadora en la que registró audios que nunca más escucharemos. No había llegado esa mañana a la casa de gobierno. El fuego la agarró lejos, aunque la detuvieron horas más tarde. En la mitad de la noche un militar de bajo rango la vio tras las rejas y la reconoció. Se habían visto todos los días en horario de trabajo durante los últimos tres años y ahora estaban en lados opuestos de la historia. Le abrió la puerta del calabozo en pleno toque de queda y la dejó ir. Mi madre se arrastró por las calles para no ser vista hasta llegar a su casa. Días después se subiría al avión que la sacó del país y de su vida. Cuenta mi madre que caminaba por la pista hacia el avión sin demasiado sufrimiento, cosa que yo solo puedo interpretar como un indudable estado de shock, hasta que a los pies de la escalera volteó y vio a su madre llorar y se convirtió en estatua de sal.

Villa Olímpica, Sebastián Kohan Esquenazi, Chile

Fotograma del documental Villa Olímpica (2022), dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi.

Pasaron 51 años, y ese frío martes no logra desvanecerse de la memoria. Duele tanto esa mañana que mi madre nunca se ha sentado a contarme los detalles. El párrafo anterior es una versión de los hechos armada con retazos de historias que fui escuchando a lo largo de mi vida. Entre tanta muerte, su vida es un milagro. Es increíble la cantidad de pequeñas cosas que tuvieron que pasar, o no pasar, para que ella esté viva.

Crecí en México durante el exilio de mis padres. Podríamos decir que también era mi exilio, pero yo nací así, exiliado, para mí no es un suceso traumático sino una condición. Es como una discapacidad de nacimiento: duele menos que la adquirida. Crecí con dos padres vivos y alegres. Mi casa tenía demasiadas sonrisas si consideramos el drama de fondo: la alegría de saberse vivos en un México que daba refugio, a contraluz de la violencia sureña y de la cantidad de seres queridos que nunca más nadie vería. En ese contexto, el exilio parecía el mal menor. Un mal menor que de a poco iría mostrando sus múltiples capas.

El exilio es un castigo que te obliga a empezar de nuevo. De nuevo, mas no de cero. No vuelves a nacer, solo vuelves a empezar, pero esta vez con el país lejos, la familia lejos, los amigos lejos, todo lejos. Se comienza una vida nueva que ya viene rota y se despierta cada mañana queriendo volver a la vida anterior, esa que quedó confiscada. Mientras tanto, por la radio te cuentan que en tu vida anterior siguen persiguiendo y matando a tus compañeros. Cada exiliado se adapta como puede. Algunos aceptan la realidad y se obligan a querer el país de destino o, como dirían en México, a estar “flojito y cooperando”. Otros deciden lo contrario y no deshacen las maletas, esos que el actor, teórico e inventor de las Maquetas íntimas, Pablo Gershanik, llamaría los “mientrastantistas”. La dictadura argentina duró siete años, la uruguaya 12, la chilena 17. Demasiado tiempo para vivir un mientras tanto y suficiente tiempo para habitar vidas nuevas. Un día la espera se convirtió en la vida. Todos y cada uno de nosotros, los exiliados y sus hijos, sabíamos que tarde o tempranos íbamos a volver al sur. Los chilenos, que habíamos visto volver a los argentinos y a los uruguayos, sabíamos que tarde o temprano nos tocaría irnos también. Vivíamos la vida en un cuarto intermedio esperando vivir la vida donde había que vivirla.

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Pareja de exiliados en México, al fondo una imagen del presidente Salvador Allende. Principios de los 80.

Pareja de exiliados en México, al fondo una imagen del presidente Salvador Allende. Principios de los 80.

La distancia lo congela todo. El sur, con toda su violencia incluida, había quedado paralizado y desde el norte lo idealizábamos cada día. Chile era para los exiliados ese lugar al cual volver y para nosotros, los hijos, esa especie de tierra prometida de la cual nos habían hablado tanto. Chile era la revolución interrumpida y volver era, de alguna manera, retomar esa revolución. Nada más alejado de la realidad. Un espejismo que solo la añoranza de la distancia puede crear. Volver, volver, volver. Ese era el mantra. La vida era la antesala del retorno. Y un día, sucedió, 17 años más tarde. Lo recuerdo perfectamente: tenía 12 años (11 de esos vividos en México), entré a casa con mis padres, mi mamá se adelantó, puso play en la maquinita esa del teléfono que guardaba los mensajes y sonó una voz con acento chileno que le ofrecía trabajo en Chile. Mis padres se miraron de lado a lado de la sala. Nadie dijo nada, pero estaba todo dicho. Todo había cambiado para siempre. En ese momento se había cumplido lo que la espera prometía. Era el mensaje que habíamos esperado durante 17 años. El mensaje que nos invitaba a vivir nuestra vida real y no esa vida suspendida a la distancia. Era el desenlace de la historia. Aparentemente era; pero no, no era.

El ansiado momento del retorno, imaginado como una instancia soñada, ensoñada, se convirtió en una instancia de rupturas. Algunas parejas estaban de acuerdo en volver y hacían las maletas. Algunas no estaban tan de acuerdo y jugaban pulseadas para decidir. Algunas no se ponían de acuerdo y se separaban. Algunas volvían juntas y se separaban al llegar, como las parejas que se aman en la rutina y se dan cuenta de que no se soportan en las vacaciones. El momento soñado se tornaba más cruel de lo imaginado. Y los hijos mirando. Los más pequeños no teníamos ni voz ni voto. Como dice Soledad Gaspar: “Nosotros éramos parte de las maletas”. Los más grandecitos, los adolescentes, lidiaban con sus padres y decidían, en algunos casos, no volver. Los exiliados que volvieron, lo hicieron, otra vez, dejando atrás a sus seres queridos. Los exiliados volvían sí, pero nosotros, los hijos, no volvíamos, nosotros nos íbamos y solo nos dimos cuenta del sentido y la dirección del viaje cuando pisamos tierra chilena y éramos, nuevamente, extranjeros, esta vez en la propia tierra. “Toda nuestra vida había sido una espera para ese momento”, dice Soledad, a quien le tocó volver, o sea, irse a los 12 años.

Mientras en Chile se vivía la euforia del fin de la dictadura y todo era jolgorio, nuestras familias vivían su propia trama: un nuevo exilio en democracia. Nuestros padres y nuestras madres volvieron a un país irreconocible y que, peor aún, no los reconocía a ellos. Tantos años de espera para llegar a un país que te mira con extrañeza, y te pregunta: “¿Quién eres tú y de qué cuento saliste?”. Personajes anacrónicos de un cuento pasado de moda. Una panda de izquierdistas arribando al país más neoliberal del mundo. Dos décadas de espera para darse cuenta de que su país no existía más.

El eterno gobierno de Augusto Pinochet había transformado el país en el laboratorio de la Escuela de Chicago, donde el neoliberalismo salvaje experimentaba recetas que no se atrevía a instalar ni en su propio país. La década de los noventa encontraba a un Chile conservador, privatizado, consumista, clasista, arribista e individualista. Diecisiete años de autoritarismo no pasan en vano. Como dice Isabel González, exiliada que volvía a su país: “Volvíamos a un barrio que ya no tenía un gramo de solidaridad, era el país del sálvese quien pueda”. Nuestros padres no entendían nada y nosotros, los hijos, mucho menos. Ahora resultaba que queríamos volver al país del cual antes nos queríamos ir. Todo un verdadero chiste de mal gusto.

Chile no era el Chile que habían dejado y nuestros padres no eran los que se habían ido. El encuentro con el origen nunca se completó del todo, pero ellos y ellas lucharon por adaptarse y hasta cierto punto lo lograron. Era un país difícil, que los miraba indiferente, pero era su país y los retornados lucharon por reapropiarse de él. Lucharon y luchan. Cada día es un intento por evitar la enajenación absoluta de un país que fue suyo. Es una pugna. Algunos días la ganan, otros días la pierden. Un tire y afloje. Algunos siguen militando, otros no.

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Fotograma del documental Villa Olímpica (2022), dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi.

Fotograma del documental Villa Olímpica (2022), dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi.

Mi madre sigue luchando desde la política, en un proceso difícil, con una izquierda maniatada y con poco margen de movimiento en la cual ella cree ciegamente. No fueron pocas las peleas que tuvimos a lo largo de un retorno que no termina de pasar. Ella más socialdemócrata, yo más anarco. Al final decidimos querernos por decreto y aceptar las diferencias. No será la política, después de tanto sufrimiento, la que logre dividirnos. Eso sí, ella vive en un país, y yo en otro. Yo me fui de Chile apenas pude. Siempre me pareció un país cruel. Tengo a mis más grandes afectos, pero hay una cultura insular, de encierro y arribismo, con la que no quiero lidiar. Martina, mi hija, sabe que sus abuelos viven en otro país y los ve y disfruta cada tanto. La distancia forma parte de nuestras vidas. Somos migrantes crónicos. Martina no lo sabe aún; pero yo sé que lo latente siempre se hace manifiesto.

Cada exiliada vivió el retorno de manera diferente, no sin dolor, pero con la calma a medias de vivir en su país. Cuenta Ruth, por ejemplo, que disfrutó locamente el regreso: “Caminaba por el centro, sentía las raíces, miraba la cordillera y volvía a sentir la niñez”. Volvió con su hijo Diego, que ya tenía 16 y sabía que un día, quizá, se volvería a ir. Y así fue. Tras unos pocos años, Diego decidió que Chile no era del todo su país y volvió a México. Ahora vive en Chalmita y junto con Maribel son los Chalanes del Amor y tocan son jarocho. Sus hijas, las nietas de Ruth, saben que tienen a su abuela en el país más al sur del mundo y la aman a lo lejos. Ruth convive feliz con esa realidad:

Todo ha tenido un costo porque Diego se fue. Logré asumir que yo soy chilena y él mexicano. Me sigo preguntando si no quiero estar allá con mi hijo, pero tengo a México en el corazón mientras hago bordado para la memoria y son jarocho. Milito desde la cultura. La distancia es un aprendizaje. Hay que vivir con eso y ser mamá y abuela a la distancia. Asumir el sistema para que el neoliberalismo no se me entronice de manera más insana. Que no atente a lo que yo estoy haciendo.

Mirtha, la mamá de Soledad, decidió volver en 1991, pero su hijo Fernando no. Él tenía 17 y decidió quedarse en México a terminar la prepa, así que la Sole y Mirtha emprendieron el viaje solas:

Al cruzar la cordillera —dice Mirtha— las personas que iban en el avión comenzaron a aplaudir y yo comencé a llorar. La emoción era muy fuerte y no pude detenerme hasta llegar. En el aeropuerto estaba toda mi familia: padres, hermanos, sobrinos y amigas. Muchos abrazos y afectos sentimos en esos momentos. Estaba contenta y agradecida; sin embargo, no me adaptaba fácilmente a la cultura chilena. La gente era individualista, competitiva y consumista. Observaba poco respeto y mucha agresividad en la calle. Además, mi hija Soledad se sentía huérfana sin sus amigos. Me preguntaba si había sido una buena decisión la de volver. Varias veces me encontré llorando junto a mi hija. Sin embargo, quería insistir en la adaptación, no me quería sentir derrotada. Un día, sin darme cuenta, después de tres años, Chile me entró por los poros, me impregné de su gente, de sus actividades, sus valores y sentimientos, aunque aún no puedo dejar de cuestionar aquello que no me gusta.

El primer año de adaptación, Soledad los vivió con su hermano y su papá en México. Cada una a su manera, vive la vida que le quisieron robar. Cada una ha salido victoriosa a su manera.

El exilio funcionó como un estado en suspensión. Vivíamos en “estado de exilio”, políticamente activos, en estado de alerta, de sobrevivencia, de vida comunitaria, un estado de mientras tanto y de excepción permanente que explotó apenas tocó tierra firme. El retorno no solo fue el alfiler que reventó el globo y nos mostró, otra vez, otra vida, sino que nos mostró que ahora ya no había a dónde volver. Al calor de la batalla, nuestras vidas tenían un sentido claro: resistir. Al frío del día a día, había que encontrar sentidos nuevos. Algunos lo lograron, otros no.

Un exiliado chileno, después de 50 años viviendo en Cuba, me dijo: “El exilio es una cárcel eterna”, y tiene sentido; por eso en la Grecia clásica el peor castigo no era la muerte, sino el exilio. El dolor de la distancia, la soledad del ostracismo. Ahora, que el exilio sea una cárcel no significa que la patria no lo sea. El exilio, al menos, nos permite movernos, imponer nuestras propias reglas; la patria no, la patria es amable cuando obedeces, pero punitiva cuando no. Y está siempre ahí, inamovible y juzgando. El exilio se mueve y cambia de forma. No tiene referentes ni mapas establecidos, pero nos obliga a inventarlos. Es una forma de libertad. El desarraigo también es el arraigo en el aire, el hogar en movimiento. Nos vimos obligados a convertir la desgracia en virtud, a sacar la luz de la herida. Es más cárcel la patria con sus códigos heredados y sus infinitos mandatos. Nada más opresor que pertenecer a una nación. Nada más fácil tampoco.

Se suele pensar que el exilio es un viaje de ida y vuelta, pero no. Por el contrario, es un proceso irreversible. Sea exilio o migración. Sea por persecución o por hambre. Sea un centroamericano a México, un mexicano a Estados Unidos, un haitiano en Chile, un afgano a Inglaterra o un marroquí a Francia. Da igual. La migración es un camino de ida. El desarraigo, aunque duela, es la forma más potente de liberación. Esa condena de lo irreversible es la forma de deshacernos de ese lastre casi siempre invisible del nacionalismo, el mecanismo más perfecto, más aceitado y menos cuestionado de exclusión que ha inventado el ser humano.

Cada uno a su manera, exiliados y retornados, lidian con la vida que decidieron vivir. Cada uno en su propio limbo, moviendo las fichas del tablero cada mañana. Nada está ni estará establecido. Ninguno está ni estará del todo en el lugar que está. Físicamente en un lugar y con el alma repartida en cada lugar donde haya seres queridos. Son lugar y son distancia. Están presentes, pero también llenos de ausencia. Cada uno y cada una son una diáspora, habitando el mundo, todo, entero, a cada momento.

 


SEBASTIÁN KOHAN ESQUENAZI. Realizador Audiovisual. Director, productor y guionista de diversas series y unitarios documentales en Chile, Argentina, España y Canadá. Entre los cuales destacan Buscando a PanzeriMuerte sin FinNunca para atrásUn Gol al ArcoírisOjos RojosAdictos al Claxon y Villa Olímpica. Egresado de la Universidad Complutense de Madrid. Ha impartido diversas asignaturas, como Dirección de Cine Documental; Escritura y Desarrollo de Proyectos; Metodologías de la investigación social; Sociología de la edad; Mediación intercultural y Periodismo Digital. Ha escrito decenas de crónicas y ensayos en medios de comunicación como GatopardoA sala llenaThe ClinicEl Mercurio y La Nación.


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