El margen de Tokio
El cronista argentino Javier Sinay recorrió las calles de Tokio y encontró una ciudad que tiene una curiosa vida sexual. En particular en Kabukichō, que en una diez manzanas concentra nightclubs, cabarets, karaokes, bares y restaurantes.
Si uno pone “Kabukichō” en Google, la primera sugerencia automática que aparece es “is kabukichō dangerous?”. No: Kabukichō, que en unas diez manzanas concentra 300 sex shops, 160 host-clubs, 80 love-hotels y cientos de nightclubs, cabarets, karaokes, bares y restaurantes, no es peligroso. Tiene fama de ser un territorio administrado por la yakuza, la temible mafia japonesa, y antes de 2004 más de 1 000 gangsters caminaban por aquí y manejaban unas 120 empresas, pero en ese año una operación masiva de la policía ordenó el distrito. La verdad es que ahora el ambiente es bastante relajado en comparación con otros distritos rojos en el mundo.
Pero a mí este lugar me interesa por otra cosa: en una ciudad en la que no hay pobreza, en la que no hay suburbios oscuros ni delincuencia, en la que las normas de comportamiento y de respeto son una prioridad y en la que nada parece existir por fuera del sistema, Kabukichō es el territorio en el que se reúnen los outsiders y los excéntricos, y en el que los transgresores nocturnos desconocen la disciplina que sujeta a los japoneses de día. Kabukichō, que está en el centro de Tokio, es su margen.
Y Kabukichō es el territorio en el que los japoneses expresan su sexualidad con más desenfado. Porque, dicho de un modo sencillo, son santos en casa y diablos afuera. No es tan fácil entender estos comportamientos ya que tampoco son así de lineales. Quizás esto ayude: en Japón, donde la mayoría es budista o sintoísta (o budista y sintoísta), la religiosidad se da de un modo muy distinto al que tiene en Occidente. Se trata más de no hacer enojar a las deidades y de congraciarse con ellas que de otra cosa. Y lo que resulta de todas esas diferencias es, en parte, que el sexo no es la gran cuestión, sino una cuestión más. Una
cuestión importante, pero no muy dramática. Por eso en Japón hay una excitación pública con las colegialas, un género de manga —el hentai— dedicado a las historias eróticas, un sex shop de seis pisos visitadísimo en Akihabara, un ladrón que robaba a las mujeres los asientos de sus bicicletas para guardárselos y olfatearlos (que fue detenido poco antes de mi llegada), un afamado actor porno ya anciano que sigue filmando y un exitoso servicio de alquiler de muñecas sexuales. Tantos fetiches eróticos, tan desvergonzados.
Japón es difícil de entender porque aquí los opuestos conviven todo el tiempo: el hiperconsumismo con la filosofía zen, las multitudes colmadas con el silencio y el respeto, los grandes índices de suicidio con las tasas altas de longevidad, y el sexo más pervertido con un elevado porcentaje de adultos vírgenes.
Aquí lo peor no es la culpa de la que uno mismo no se puede esconder, sino la vergüenza ante el prójimo. Y si no se hace presente un prójimo (o sea, si uno no es descubierto haciendo algo que está mal), no hay vergüenza. Por eso a veces la gente honorable se comporta de un modo vicioso.
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Un diplomático latinoamericano asentado en Tokio me contó que cuando inició su misión, un antecesor le advirtió: “Cuidado si en el metro una muchacha te empieza a mirar y te provoca. No le sigas el juego. Quizás busca ofrecerte un encuentro a cambio de dinero. No es extraño que una adolescente quiera comprarse una cartera Louis Vuitton y consiga el dinero ofreciéndose a un hombre mayor. Es más, eso tiene un nombre: se llama enjo kōsai. Y aquí lo hacen sin culpa ni vergüenza. Como a veces los padres y los hijos no hablan en los hogares, nadie le va a preguntar a ella de dónde sacó su cartera. Esto no significa que esa chica vaya a ser una prostituta, sino tan sólo que quiere comprarse algo y no le alcanza el dinero. Pero, por supuesto, un hombre mayor puede ir preso si es descubierto con una menor de edad”. Para complicar más las cosas, esta sociedad, que tiene la tecnología más avanzada del mundo, aún mantiene valores muy conservadores. Por eso muchas mujeres dejan de trabajar cuando se casan. Algunas prefieren ser amas de casa y madres de jornada completa. A veces la pasión decae entre los esposos y el resultado de eso es que el sexo se vive puertas afuera aprovechando la variedad de servicios. Incluso las mujeres tienen mucho para elegir. Para los hombres, en Kabukichō hay girls-bars (en los que la barra está atendida por una mujer guapa que te da charla), lounges y kyabakuras (donde la mujer se sienta a tu lado y te habla, pero no te deja tocarla), oppai pubs (en los que hay mujeres en tetas, con las que se puede tomar algo y tocar algo), health-clubs (prostíbulos con mayor o menor creatividad y permisividad en torno a la penetración, que es ilegal si hay dinero de por medio), soaplands (prostíbulos en donde te enjabonan y la mujer se te echa encima: el placer consiste en tener sexo refregándose) y hasta un sitio carísimo, para gringos, llamado Robot Restaurant, en el que hay shows de robots con poca ropa. Para las mujeres hay más o menos lo mismo. Todo eso conviviendo en una jungla de neón en la que corren ríos de sake y de soju. A medida que el consumidor quiera tener más roce con los cuerpos, el precio subirá: la entrada al stripclub cuesta 6 000 yens, o sea, unos 60 dólares; y el ingreso a un soapland sale más de 30 000 yens. Y esto, a sólo cuatro cuadras de la estación de metros y trenes de Shinjuku, que no es una sola estación sino un hub de estaciones por el que circulan más de tres millones de pasajeros por día: ningún otro hub en el mundo es más concurrido que éste. El distrito rojo es su lado Z: ruido, muchedumbre, morenos que te ofrecen un “sex massage” con una mujer y carteleras en las que se ven los rostros angelicales, misteriosos y photoshopeados de chicas que más bien se parecen a personajes de animé. Cuando doblamos por la calle 2 de Kabukichō, justo a la vuelta de un museo de samuráis y de una peluquería que parece un bar y que se llama Sunny Sunny, los anuncios se vuelven monótonos: sólo muestran a chicos de piel suave y cabellos desmechados. Estas pequeñas estrellas en busca de fama, que parecen pop idols pero que no cantan, son hosts: trabajan en los bares hablando con mujeres que les pagan por una copa y un poco de compañía. Los host-clubs tienen un ranking de sus chicos según la demanda que generan y ponen esos carteles para atraer a las clientas. Cada noche, cientos de mujeres solitarias que tienen dinero y están aburridas vienen aquí a buscar la fantasía de un amante. Y esto sí que me parece extraño. *** Estábamos de visita por Kabukichō y no nos metimos en ningún sitio. Pero después me quedaré pensando en esos lugares que vimos. Mientras los días pasan, Tokio se convierte para mí en una gran escenografía poblada por gente rara que hace cosas raras. Supongo que es mi sensación de extranjería en un sitio que no se parece a ningún otro en el que haya estado antes. Ni siquiera había sentido algo así en Pekín, en Ulaanbaatar o en Minsk. Una vez, un biólogo especializado en la vida de las abejas me contó que estaba estudiando una variedad en las islas Seychelles: como la biodiversidad de las islas es muy singular, ésta era una especie única porque había evolucionado allí desde hacía miles de años. Las islas son como un mundo aparte y en Japón ocurre con los humanos lo mismo que en Seychelles con las abejas. Ahora recorro mi diario de viaje y leo algunas ideas que anoté sobre Tokio: 1. Tokio es un sitio de recovecos y de rincones, y no es extraño encontrar un buen restaurante en el octavo piso de un edificio de oficinas. Tokio está sobrepoblada (es la ciudad con más habitantes en el mundo) y por lo tanto cualquier espacio es escaso. Sumado a eso, la superficie del país es limitada y en gran parte es rocosa e inhabitable. Lo realmente sorprendente es que tanta gente amuchada en Tokio (37 millones de personas) viva de un modo tan ordenado, con una conflictividad tan bien controlada. Casi no se produce delito: los índices vienen cayendo en los últimos 13 años y en 2017 tocaron un piso que sólo es comparable al de 70 años atrás. 2. Para los japoneses, en la calle todo se trata del respeto por el otro. Por eso nadie habla con nadie, nadie mira a nadie y nadie ataca a nadie. 3. Aquí no se puede estar fuera del sistema. Todo es consumo y todo el consumo es caro. No hay desempleo. Y los pobres no son los que no tienen trabajo, sino los que tienen un salario muy bajo y por lo tanto deben buscar otro empleo extra. 4. El trabajo y la ocupación son constantes. Es normal hacer jornadas en la oficina de 7 a 22:30. Ahora es miércoles, son las cinco de la tarde, y escribo esto en una cafetería Ueshima en la que, además de mí, hay otras catorce personas: tres están con sus notebooks, tres están con sus tablets, tres están escribiendo en un cuaderno, dos con un libro, dos están conversando y una está usando su teléfono. Algunas llevan sus barbijos. Casi todas parecen estar haciendo algo productivo. Y lo hacen en silencio. 5. En las estaciones del metro y en los vagones siempre hay al menos una persona corriendo y una durmiendo. Esto no significa que la primera trabaje duro y que la segunda sea vaga, sino que las dos trabajan duro, sólo que la que duerme está cansada luego de una jornada completa. De hecho, un saludo usual es “Ganbatte kudasai!” y significa: “¡Haz tu mejor esfuerzo!”. Nosotros decimos “¡Buena suerte!” esperando que una fuerza superior nos acompañe; los japoneses dicen “Ganbatte kudasai!” pensando que todo depende de lo que haga uno. 6. Así que si esta cultura pudiera decirte una cosa, apenas una sola cosa, ésa sería: “Si te esfuerzas, todo saldrá bien”. *** visita a una amiga, yo voy a Tantra, un stripclub de sillones rojos, luces azules y detalles dorados. Sigo con el intento de comprender qué hace que los japoneses sean tan singulares en su oferta de entretenimiento adulto. Así que busco a Francisco, el manager de este stripclub, que es un hombre pequeño que me recibe escoltado por dos mujeres de piernas largas y escotes amplios. —Los japoneses son disciplinados, corporativos y colectivistas. Son el pueblo más civilizado de Asia —me dice Francisco, orgulloso de estar entre ellos—. Pero no vayas a Kabukichō: ya está arruinado. Francisco es el amigo de un amigo de un amigo de una amiga de un amigo mío (así, con cadenas largas como ésta, es como se conoce a la gente en los viajes). Es peruano, pero alguno de sus abuelos fue japonés; tiene treinta y pico, migró a Japón siendo un adolescente y ahora es un hombre de negocios. Trabaja para un compatriota suyo que sacó su cabaret de Kabukichō y lo trajo a Roppongi, un distrito en el que hay un montón de bares y nightclubs al estilo occidental. Hablamos un rato. Las chicas también opinan. Son dos strippers mexicanas que trabajan aquí en Tokio, y mientras tomamos un gin-tonic no tengo que preguntarles demasiado para que comiencen a llorarme sus penas: que los japoneses no quieren latinas curvosas como ellas porque prefieren a las mujeres con cuerpo pequeño, que a los japoneses les gusta más dar un beso en la boca que meter mano por debajo de la falda, que los japoneses trabajan mucho y por eso no está mal visto que se queden dormidos junto a ellas luego de emborracharse, que son hipercorrectos pero distantes e ingenuos, que son machistas y ellas en cambio vienen de algo que llaman “un matriarcado” (¿México? ¿Seguro?), y que si por fin se los pueden coger, ellos casi ni las miran a los ojos. —¿No te has preguntado por qué en el porno japonés la mujer siempre sufre? —me dice una de ellas. Yo no me lo había preguntado. —Los japoneses están como robotizados. Eso, los robots, es lo que los excita —me dice la otra. En resumen: una llegó a Tokio hace quince días y la otra hace dos meses, y ambas quieren irse cuanto antes. Les pregunto sobre Kabukichō y entonces una de ellas, que es una morocha enérgica, me cuenta una historia: apenas llegó a la ciudad se fue a buscar trabajo a Kabukichō, porque le habían dicho que ése era el sitio. No tenía ningún contacto, así que caminó, dio vueltas, se metió en los nightclubs y en los callejones, y finalmente conoció a un moreno que le dijo que la iba a llevar a un bar en el que le darían trabajo como table-dancer. Ella lo siguió. El tipo entró a un edificio, bajó las escaleras y finalmente se detuvo ante una puertita y sacó del bolsillo un manojo de llaves. Eligió una. La giró, abrió y le dijo a ella que pasara. Pero cuando dio un paso y vio lo que había ahí, la chica se lo pensó dos veces. —¡Cinco mujeres apiñadas en un cuartito, güey! —me dice, con los ojos muy abiertos y el gin-tonic en la mano—. Había rusas y negras, y estaban todas en silencio, mirando para abajo. ¡Ay, no, güey! Yo me di media vuelta y le dije que no me metía ahí, y salí corriendo… y el tipo atrás mío… Corrí y corrí, y por suerte lo perdí. Un número en el escenario nos interrumpe. Cuatro geishas en kimono bailan delicadamente una melodía de cuerdas. Francisco está encantado, toma fotos con su teléfono y me dice que mejor apreciemos el show. Cuando la música evoluciona a una cosa más grandiosa, las geishas se trepan de un salto a los caños: dos de ellas en uno, dos en el otro, y se sacuden en su coreografía y giran vertiginosamente como si fueran ninjas. De repente, sus kimonos ya no están ahí: las cuatro se ven ahora casi completamente desnudas. *** Un rato después dejo atrás al peruano Francisco, a sus mexicanas y a sus geishas y me encuentro con Higashi en el distrito rojo. Le dije, más temprano: “¿Qué tal si hoy vamos a un cabaret en Kabukichō?”. Me parecía un plan aventurero que nos podía colocar en la liga de esas parejas que prueban de todo y que exploran Damos vueltas y vueltas en torno a las mismas puertas mientras la noche avanza. Nos metemos en un edificio y exploramos desde el pasillo los nightclubs que funcionan en departamentos enormes. Los porteros, generalmente africanos, nos invitan a entrar y cuando decimos que no, comienza una insistencia densa; uno nos cierra el paso, otro se me echa encima y lo aparto con un empujón. Todo se está poniendo un poco rudo y ya estamos de nuevo en la calle cuando a nuestras espaldas suena una estrepitosa cachetada. Un hombre discute con una mujer, ambos están en cuclillas. Él la acaba de sacudir. Ella llora. Están borrachos. Para salir de Kabukichō sólo hay que caminar dos o tres cuadras, pasar bajo el arco de luces y llegar hasta la avenida de doble mano Yasukuni. Allí el ambiente un poco desbordado del distrito rojo desaparece como en un acto de magia, como si Kabukichō no existiera más que en un agujero negro. Cuatro calles más adelante, nos metemos en un laberinto de tabernas muy pequeñas en las que sólo caben cuatro o cinco personas. Las tabernas están pegadas y son como de colección, con paredes plagadas de graffiti y cables de electricidad que parecen serpientes surcando los techos. Cada bar es un mundo pequeño. Algunos tienen paredes de madera, otros de piedra, otros de ladrillo. Algunos están decorados con fotografías de rockeros famosos. Otros tienen en su puerta esas lámparas tradicionales de papel llamadas “akachōchin”. Algunos aparecen al cabo de escaleras empinadas y angostas. Otros están colmados y no aceptan más gente. Todo este pequeño entorno se llama Golden Gai y, aunque hay alcohol, paseantes ebrios y africanos que quieren arrearte a los bares para los que trabajan, parece lo contrario a Kabukichō porque no hay neón y porque la escala pequeña de las cosas las hace más amables. Elegimos un barcito de nombre Tocorodocoro. Se ve sencillo. Al entrar a un sitio así, hay unos pocos rostros que miran apenas uno pone un pie adentro. Se genera un silencio y luego las cosas continúan más o menos como uno imagina que estaban antes de abrir la puerta. En Tocorodocoro la barra es atendida por una mujer. Nos saluda, se llama Cheki. Sonríe mucho y tiene la voz un poco ronca. También hay una pareja tomando una bebida incolora. ¿Sake o soju? Quizás vodka. Y hay un televisor encendido que es parte de la decoración. Nos sentamos y pedimos dos copas de soju. En el primer trago siento el calor del alcohol que sube rápido a mi cabeza. Y cuando en un instante me distiendo, por fin veo que Google tiene su punto: Kabukichō puede ser una maldición. Bebemos en silencio. No sé qué piensa Higashi. A veces es insondable y eso me puede enojar o me puede gustar. Depende de la ocasión. Hoy me gusta. Luego Cheki le comenta algo y ella le contesta. Higashi suele decir que no habla japonés, pero como todo el mundo la confunde con una japonesa nativa, ella asiente cuando le dirigen la palabra y así los diálogos más o menos van funcionando. Muchas veces entiende todo y habla de corrido. Y a medida que pasan los meses, lo hace cada vez mejor. Así que ahora le cuenta un poco sobre nosotros a Cheki y le pregunta cómo fue que abrió este bar. —No, no es mi bar. El dueño es un amigo mío que tiene cuatro bares más. Lo abrió hace tres años y me pidió que yo estuviera a cargo. Nos entendemos en un intercambio de nihongo fragmentado y broken English. Cheki nos cuenta que le gusta trabajar aquí. Que hoy se despertó después de mediodía. Que desayunó. Que hizo algunas compras, ordenó su casa y vino a la taberna. —Este bar abre hasta las 4 de la madrugada —dice—. Después de que cierra, me voy a mi bar favorito, aquí cerca, también en Golden Gai, y tomo una copa hasta las 6 de la madrugada. El barman es un buen amigo mío. Así, cada noche. Los japoneses son gente de rutina. Bebemos un trago más y brindamos diciendo “Kampai!”, y cuando nos preguntamos a la salud de quién podríamos hacerlo, Cheki nos da un motivo muy bueno para volver a brindar varias veces: en tres meses va a nacer su nieta. —¿Tu hija? —le pregunta Higashi, en japonés. A Cheki se la ve muy joven. Tiene 35 años. —No, mi nieta. Por nuestras caras entiende que no lo podemos creer. Y entonces nos cuenta una historia. Cuando ella era una niña, su madre murió. Más tarde su padre se casó con otra mujer y Cheki, ya adolescente, eligió irse de casa, o quizás no tuvo más remedio. Su padre le alquiló un departamento de un ambiente en Itabashi, una zona periférica de la capital, pero era difícil vivir sola siendo una teenager, así que Cheki invitó a mudarse con ella a Tatsuya, su mejor amigo de la junior high-school, un chico guapo que siempre iba vestido a la moda. —Yo no estaba enamorada de él, pero cuando estábamos viviendo juntos él comenzó a soñar con formar una familia conmigo —dice. Y un día ocurrió: Cheki y Tatsuya concibieron una niña. En ese momento, Cheki tenía 18 años y como la escuela quedaba lejos de su casa y el embarazo avanzaba, la abandonó. Su padre se enojó pero no se sorprendió; simplemente le preguntó si iba a tener a la niña o si iba a abortar. Las sensaciones se mezclaban: en Tokio su circunstancia no era para nada común y ella se sentía un poco avergonzada, pero más que nada feliz. Meruno, su hija, nació el 6 de abril del año 2000. —¡Fue una Millenium Baby! —dice Cheki. Como ella no estaba enamorada de Tatsuya y no quería ser un ama de casa, a los 20 años se separó. Crió a Meruno como una madre soltera: trabajaba de día en una oficina y de noche en Walking Chair, un bar muy pequeño de rock and roll y de jazz en Shinjuku, en el que hacía de todo, casi como ahora. De esa época que parece recordar como una época esforzada pero feliz, nos muestra una foto que guarda debajo de la barra. En la imagen se la ve sonriendo, vestida de negro, apoyada sobre un coche señorial blanco (¿una limusina, un Rolls Royce?) y haciendo una V con los dedos, como hacen todas las japonesas cuando tienen una cámara enfrente. Tatsuya, mientras tanto, se casó y tuvo cinco hijos más, y dejó de ver a Meruno. Hoy trabaja como carpintero. —Yo no tuve más niños —dice Cheki—. En mis veinte, cuando me enteré de que él se había casado de nuevo, me preguntaba qué hubiera sido si hubiéramos continuado juntos. Pero ahora ya no. Con el tiempo, Meruno se convirtió en una muchacha de 17 años introvertida y silenciosa, y ahora ella también está embarazada. Su novio es un compañero de la escuela, un chico pálido a quien Cheki sólo vio dos veces y a quien conoce apenas por su apellido: Nakai. —La diferencia es que Meruno y Nakai se aman. No son mejores amigos, sino novios. Es una historia totalmente diferente a la mía —dice. Cheki está muy contenta, aunque al principio no fue así. Había deseado para su hija una vida normal en la escuela, pero la situación de Meruno era un poco complicada, como la de cualquier adolescente de 17 años que esté embarazada en una ciudad en la que casi nadie se detiene a concebir un hijo: Tokio posee el índice de fertilidad más bajo en un país en el que nacen 1.46 hijos por mujer, y más o menos ha sido igual desde hace décadas. Esto es menos que la tasa promedio del mundo (2.45), que la de Francia (2.01) o que la de Estados Unidos (1.84). O sea: un problema nacional. Como la escuela a la que iba Meruno estaba lejos de la casa de Cheki, la adolescente vivía con su tía. Cuando descubrió que estaba embarazada lo quiso ocultar, pero un día tuvo una crisis de nervios y su tía trató de llevarla a un psiquiatra. Así fue que Meruno se lo contó. Lloró, lloró mucho: estaba embarazada ya de cinco meses. A esta altura del relato, las otras dos personas que bebían en el bar se han ido y Higashi y yo, que vamos por nuestra segunda ronda de soju, estamos fascinados con esa historia tan extraña. —Entiendo que mi caso y el de mi hija son muy, muy raros —dice Cheki—. Si ocurre, esto puede ocurrir en las periferias y en los campos, no en la ciudad. Las parejas del interior no tienen nada que ver con las de Tokio, donde hay tantos estímulos. Decidir ser madre es algo muy infrecuente entre las adolescentes de la capital… Sonreímos, quizás porque no sabemos qué responder. —Kampai? —digo, con mi vaso en alto. —Kampai! —dice Cheki, y los chocamos. *** Es lunes a la noche y Tokio descansa: es mentira que esta ciudad nunca se apaga, pero cuando todos cierran los ojos hay algunas aves nocturnas que los abren. Seigo Yuzuki, de ojos delineados y ambiciosos bajo dos cejas depiladas, es un ave nocturna y ahora mismo, en la mesa de un bar ruidoso, sirve más soju y entretiene a dos clientas contándoles lo mucho que le gusta tomar y cómo hace para no sufrir la resaca. Lo cuenta de un modo interesante y entretenido. Su trabajo es conversar con mujeres. Yuzuki es un host y he logrado sentarme en su mesa. No fue difícil: busqué un host-club, encontré uno en el octavo piso de un edificio de Kabukichō —dedicado casi por completo a la vida nocturna— y me presenté como periodista. Ahora soy el quinto en una mesa con dos veinteañeras y dos hosts (Yuzuki y un colega que lleva el cabello desmechado y una camisa arremangada), y mientras Higashi duerme y sueña con el té de mañana, yo estoy bebiendo soju con mis nuevos amigos. Cuando hace un rato me despedí de ella, me miró desde la puerta de nuestro departamento en Kōenji con una expresión resignada pero simpática, como si me dijera: “¡Vos y tus ocurrencias!”. —Si te despiertas borracho, hay tres opciones para hacer tu détox —les cuenta en este momento Yuzuki a las dos clientas—. La primera es ducharte; la segunda es salir a correr para transpirar; y la tercera… ¡seguir tomando! Las dos mujeres (una trabaja en un pet-shop y mañana tiene el día libre, la otra es su amiga) se ríen de un modo entusiasta y aniñado. Ya están bien borrachas y se nota que la primera está embelesada con Yuzuki: una vez por semana ella viene a Kabukichō y paga alrededor de 20 000 yens (unos 200 dólares) para pasar una noche con él en la que no hay más que una conversación divertida. El mundo japonés del entretenimiento adulto, que desde los tiempos de las geishas ha evolucionado hasta el de los shows de striptease de robots, es complejo y estratificado. En el bar en el que Yuzuki trabaja de host hay 25 hombres de entre 20 y 35 años a los que las mujeres les pagan por charlar un rato. Este host-club en el que ahora Yuzuki sirve más soju se llama Goldman Club y es parte de una corporación que administra otros 30 sitios iguales. —Cuando estás realmente borracho, tomar otro shot es sanador —sigue Yuzuki, con la voz grave y una ceja levantada. En Kabukichō, donde todos los pecados están permitidos, se paga bien por el arte de una buena conversación. La sociedad japonesa es ultraproductiva, el tiempo libre es escasísimo y el ocio es raro: supongo que por eso un poco de comunicación humana es un placer en el que algunos están dispuestos a gastar sus ahorros. ¿Cuánto puede cotizar, en un país en el que el silencio es un bien nacional, salirte del rol que la sociedad te ha asignado y hablar de tonterías con un extraño? Los host-clubs japoneses (y su versión atendida por chicas: los hostess-clubs) han indexado el precio de ese placer: cuando una clienta llega por primera vez paga 3 000 yens (unos 30 dólares). Para la segunda vez se le pide un poco menos: 1 700 yens. Pero además de eso, paga por el servicio, por la cita, por el host favorito, por la mesa y por una consumición. Es una diversión para mujeres que tienen dinero y trabajan. No es barata. La noche del lunes avanza entre tragos de soju y parece que ha quedado lejos el momento en el que, como todos los días, Yuzuki se despertó en una habitación pequeña y desordenada: la habitación que recibió como empleado del club, y que comparte con otro host. Eran las diez de la mañana. Luego de hacer su détox (sí: con un trago más de soju), Yuzuki se tiñó el pelo, se colocó fijador y le dedicó un rato largo a sus diez clientas fijas: el secreto de su trabajo es mantener vivo el fuego con llamados telefónicos, chats y regalos. Mientras bebemos en la mesa me cuenta su historia. Las chicas lo miran. Su colega, que sólo habla cuando la charla decae, también. Yuzuki se jacta de ser un chico de provincia: llegó a Tokio hace cinco años desde la prefectura de Kagoshima, en el extremo sur de Japón. Allí jugaba al fútbol tratando de imitar a Ronaldinho y tenía una novia de la que ahora sólo sabe que está a punto de recibirse de médica. Un amigo de Kagoshima, que trabajaba en la noche de Tokio, le contó cómo era el negocio del host y le dijo que era lo mismo que vivir de cita en cita, y Yuzuki, que entonces acababa de cumplir 20 años, quiso probarlo. —En el colegio yo era muy popular. Y como quería ganar dinero o ser famoso, decidí usar mi belleza. En la capital se moldeó a sí mismo: “Seigo Yuzuki” es sólo un nombre de guerra para la noche inspirado en Tina Yuzuki, su actriz porno favorita. Luego de un año, intentó dar el salto creando una talent-agency pero fracasó y terminó administrando un pequeño restaurante, un izakaya de barrio. Sin embargo, ése no era su camino: se sintió perdido y se vio aburguesado. Extrañaba la vida nocturna. Volvió al host-club casi sin pensarlo, al recordar que había llegado a la gran capital dispuesto a hacerse rico o famoso con la única arma de su seducción. Nunca le contó nada de esto a su familia; sus padres jamás le preguntaron qué era exactamente lo que estaba haciendo en Tokio. En un flash veo a Marco Banderas, la estrella porno de Barcelona bronceada y fibrosa, que cantaba “The Porn Life” y que no tenía ni un minuto libre en su agenda. Todos los kilómetros que he recorrido en este viaje se aprecian en la inabarcable diferencia que hay entre dos criaturas nocturnas como Marco Banderas y el andrógino Seigo Yuzuki. De pronto el reloj da la una de la madrugada. El tiempo ha pasado rápido. El host-club va a cerrar y Yuzuki y sus clientas van a continuar su cita en otro sitio. Quizás el segundo host los acompañe. Antes de despedirnos, Yuzuki me deja su tarjeta personal y acordamos un encuentro para el día siguiente. A la salida, mientras espero el ascensor en un pasillo decorado con un maniquí dorado y las fotografías de los diez hosts más exitosos (Yuzuki ocupa el tercer puesto en el ranking), se acerca Ginga, el manager del club. Es un hombre de modales amables: él fue quien me dejó pasar y ahora está interesado en saber qué me pareció. Así que le digo que todo fue divertido y a la vez un poco raro. —La clienta y el host viven una especie de romance idílico —me explica, alzando la voz por sobre la música que aún llega desde el club—. Se van de copas, salen a cenar. El host tiene que hacer de sí mismo un personaje para entretener a la mujer y buscar que ella se enamore de él. Así logra que ella siga gastando dinero. De eso se trata. Las clientas ni siquiera quieren más que eso. No quieren tener sexo, sino enamorarse de alguien inalcanzable, alguien en el que puedan estar pensando todo el día. Es una relación como de fan e ídolo, pero más íntima. Ginga lleva quince años en el negocio. Empezó como host pero no lo hacía bien y tuvo su oportunidad cuando un antiguo manager renunció y él ocupó su lugar. —Un joven de unos 20 años no puede ser un hombre de negocios, pero sí puede ganar mucho dinero en el host-club —sigue—. Por eso están aquí. Si fueran más inteligentes, estarían en la universidad soñando con convertirse en doctores o en abogados, pero no son tan estudiosos y quieren ganar plata, así que se meten en este negocio. Ninguno es demasiado pobre ni demasiado rico, y por lo general no son de Tokio, sino de las diferentes prefecturas del interior. Todos vienen buscando dinero. En los últimos diez años, el mundo de los host-clubs se ha profesionalizado: los bares son empresas y los hosts, que antes eran independientes y bohemios, ahora son empleados con pagos de servicios sociales y un salario de base que puede incrementarse si hay más citas. El negocio de la noche es estable y no se sacude demasiado con las ondulaciones de la economía general. De a poco, el sueño de Yuzuki se va haciendo El ascensor llega. —Éste es el sueño japonés: es como si fuera el sueño americano, pero en Tokio —dice Ginga. La reverencia con la que me saluda es lo último que veo antes de que las puertas del ascensor se cierren.
los límites juntos. Pero ahora que caminamos por estas calles y nos acosan los tarjeteros, no sé si fue una buena idea y ni siquiera sé cómo elegir en qué antro podríamos meternos porque todos son misteriosos e indescifrables. Y quizás éste no sea sitio para una dama de té.
realidad: un host gana aproximadamente un millón de yens por mes (equivalentes a unos 10 000 dólares) y supera por mucho el salario promedio de un joven cualquiera en Tokio, que es de entre 200 000 y 300 000 yens por mes.
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