Tiempo de lectura: 5 minutosEl municipio de Tultepec en Estado de México podría parecer la estampa de cualquier otro pueblo del país. Ahí en su plaza central, donde se eleva una iglesia y un palacio municipal, algunos adolescentes aún con el uniforme de la escuela se sientan en bancas frente al kiosko para ver pasar la tarde. Durante estos días en que las camionetas del ejército y la policía catean casas y negocios en busca de pólvora, la gente es cuidadosa de hablar sobre la tradición, la tragedia y la principal actividad económica de Tultepec: la pirotecnia.
La mañana del 5 de julio explotó un taller de pólvora ubicado en La Saucera —un polvorin— ubicado a diez minutos del centro histórico de Tultepec. Un fuerte olor a pólvora y una nube gris que podía verse por todas partes del pueblo, llamaron la atención de bomberos, policías y locales que con su celular intentaron captar el acontecimiento. Mientras los bomberos del municipio vecino buscaban heridos y dirigían sus mangueras a las bodegas, dos explosiones más sorprendieron a los presentes y a los curiosos. La Secretaría de Seguridad del Estado de México (SSEM) reportó 24 muertos y 49 lesionados. Fue la sexta vez en este año que Tultepec se enfrentaba al luto de la pólvora y a sus consecuencias.
Durante la feria de Tultepec las personas celebran entre toros pirotécnicos. Fotografías de Munuel Velasquez / Getty Images
Don Gustavo, que se dedica a bolear zapatos en el parque del centro, dice en un murmullo que “para conseguir cohete, hay que ir a la calle Cinco de Mayo”, pero advierte mientras hojea el periódico sin verlo que “después de lo que pasó en La Saucera está muy complicado que los coheteros quieran vender o dar información”. Sobre la angosta calle Cinco de Mayo —como la mayoría de las calles de Tultepec— los lugares que Don Gustavo señaló como tiendas de pirotecnia tienen las puertas cerradas y las cortinas abajo, analizando tal vez su futuro en el negocio, que en todo Tultepec genera cerca de 300 millones de pesos anuales.
Israel llegó a la pirotecnia hace diez años, pero no es una tradición desconocida para él. Su padre, su abuelo y más tarde sus cuñados vendieron fuegos artificiales y efectos de luces para bodas y fiestas de quinceaños. Con la mirada seria y una risa casual, Israel que apenas cumplió 30, explica que “eso no solucionaba su necesidad económica, pero lo ayudaba bastante”. Incluso su madre, que guardaba costales de pólvora debajo de la cama, sigue vendiendo bolsas plásticas llenas de cohetones que fabrica mientras ve televisión y que sella con la flama de una vela.
Israel recuerda que quizá su primer acercamiento con la pirotecnia fue haber ido cargado en los de hombros de su padre a la fiesta de San Juan de Dios cuando tenía 5 años; ese día —el 8 de marzo— todos los barrios y colonias de Tultepec bajan hacia la iglesia principal “para agradecerle al santo patrono de los coheteros que les preste vida para seguir chambeando.” En tiempos recientes, la fiesta que tiene más de cien años, exhibe la creatividad de los participantes, que ya no fabrican solo toros, si no enormes figuras de minotauro y otras igual de grandes con la forma de personajes de caricatura como Coyote y el Correcaminos. También queman castillos y hacen un show donde los fuegos artificiales explotan al ritmo de la música. Israel cuenta que en la fiesta pasada los vecinos del barrio La Piedad gastaron cerca de 30 mil pesos para hacer un toro de ocho metros de altura. Más alto que muchas de las casas que hay en Tultepec.
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Israel muestra las manos y se levanta también la playera para señalar algunas cicatrices en el abdomen y en la espalda causadas por las chispas y las luces que expulsan los toros de su humeante autonomía. “Es normal” dice. “Todos en la fiesta de San Juan sabemos a lo que vamos”. Orgulloso, me habla de la ingeniería detrás de la fabricación de un toro, que entre vueltas, luces y explosiones, consume semanas de trabajo en apenas diez espectaculares minutos. Pablo, su hijo de cuatro años, juega con un toro de su tamaño, que quemó en una fiesta reciente y que hicieron en familia con papel periódico, harina de maíz, alambre metálico y algunos cientos de gramos de pólvora que consiguieron en un tlapaleria.
Fotografías de Munuel Velasquez / Getty Images
Sobre las calles de Tultepec no es raro ver decenas de perros flacos que sortean su destino al cruzar las calles; tampoco es raro ver a familias enteras que tras las rejas de sus casas construyen estructuras y pintan enormes toros que pronto se encenderán. Según el Instituto Mexiquense de la Pirotecnia 40% de los habitantes de este municipio —de 110 mil residentes— se dedican a la fabricación y venta de cohetes; pero dicen los que saben, los coheteros, orgullosamente que, “el 90% de los habitantes de Tultepec visten y comen de este trabajo”.
A unas cuadras del centro, en una pequeña iglesia de cantera rosa que los choferes de las combis conocen como “la Conchita”, los coheteros y la gente que está en contra de ellos, se juntan para discutir el futuro de la pirotecnia en Tultepec. A falta una mediación por parte del gobierno local, encabezado por el perredista Armando Portuguez y el priista Alfredo del Mazo, que ayude a dejar conformes a ambas partes, son los vecinos los que se ponen de acuerdo.
Un señor con el pelo engominado hacia atrás y una chamarra de mezclilla denuncia que los policías y el ejército se han metido a saquear el material para luego venderlo en temporada alta. “Siempre ha habido explosiones en Tulte, pero nunca tantas cosas como ahora”, dice.
Mario, un señor que también se ha dedicado por mucho tiempo a la pirotecnia opina lo mismo. Cuenta que “en septiembre y en diciembre ponen un retén para confiscar el cohete y son los polis quienes lo revenden en la Ciudad de México o en Cuautitlán”.
Una señora con una sudadera rosa y visiblemente preocupada por la situación, dice que para evitar que militares y policías les confisquen su producción, “los fabricantes se llevan el material de los polvorines a sus casas para esconderlo en cisternas, en tinacos o en cuartos, y si alguien los acusa, los mandan golpear”.
Fotografías de Munuel Velasquez / Getty Images
Con angustia otra señora le responde, ”tengo una vecina atrás de mi casa que tiene su cohete a la mitad de la sala. Una verdadera bomba de tiempo”.
Durante la junta, nadie se pone de acuerdo. Quienes hablan más son los coheteros, que defienden su tradición y su negocio a cualquier precio.
Alejandro lleva en el negocio de la pirotecnia desde que tiene memoria. Tiene 39 años y su esposa apenas 22. Cuenta que perdió a un primo y a uno de sus trabajadores en la explosión del Mercado de San Pablito en diciembre de 2016. “Los que nos dedicamos a esto tenemos a alguien en el panteón, pero tenemos una tradición que proteger y que nos hace sentir orgullosos. Mi abuelo, mi padre y espero que mi hijo —que en aquel momento jugaba con una figura de IronMan— siga en esto”, dice.
Karen llegó a vivir con su esposo a Tultepec hace siete años. Desde su pequeña casa en el barrio de La Piedad me cuenta que en Chimalhuacán, donde nació y vivió hasta antes de casarse, no era normal escuchar sobre explosiones. “Desde que vIvo aquí en Tulte aprendí a convivir con la muerte. Cuando te toca, ni aunque te quites”, afirma.
Tultepec, con sus cerros verdes repletos de casas, espera alerta la siguiente explosión. La mayoría de los locales sabe que convive con la posibilidad de morir por tradición, pero también por la falta de regulaciones. Este pueblo cohetero sigue estando orgulloso de sus artesanos, que han viajado a mostrar su arte, lo mismo a Disneylandia, a Versalles o a la inaguración de los Juegos Olímpicos. A pesar de los muertos y los quemados, San Juan de Dios seguirá siendo venerado cada 8 de marzo entre toros, fuegos artificiales y cohetes.
Fotografías de Munuel Velasquez / Getty Images