Detrás de la plaza mayor de la Ciudad de México, una iglesia barroca se hunde a pesar de todo tipo de reparaciones, entre la vendimia de las calles, los puestos de comida y los comerciantes de ropa, papelería y mochilas y los gritos que hacen eco de los antiguos pregones. Ahí pasaba una acequia colonial que venía desde el canal de la Viga, trayendo todo tipo de abastos. Sobreviven los muros que encauzaban el agua, así como el puente que cruza a un costado de esta iglesia, dedicada a la Santísima Trinidad.
Para llegar aquí, cientos de personas se abren paso todos los días por el corredor de Moneda, que cruza las viejas calles de Licenciado Verdad, Correo Mayor y La Academia. Moneda iniciaba su trazo junto a los poderes de la Nueva España: el Palacio Virreinal, el político; y el Palacio del Arzobispado, el religioso, construidos sobre las ruinas del de Moctezuma II y el templo a Tezcatlipoca (el dios mexica del cielo y de la tierra). Es, además, el corredor de la primera universidad en el continente, así como de la primera imprenta, la primera casa de moneda y la primera academia de artes: San Carlos.
Moneda es una calle fundacional, como tantas otras que corren a lo largo del Centro Histórico. Para Inti Muñoz, especialista en Cultura y Desarrollo Urbano de la Unesco en México, “es una suerte de aleph, un espejo en cada cuadra con las claves de la evolución del país, las formas en que se forjó la nación, y las maneras en que se imaginó la vida y las aspiraciones modernas”.
El Centro Histórico es la zona de monumentos más grande de México, con una extensión cercana a los 10 kilómetros cuadrados —según un decreto presidencial de 1980—. Cubre mil 400 inmuebles históricos (edificios, plazas y jardines) registrados por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), y mil 470 inmuebles de valor artístico por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Su trama urbana resume sus diversas etapas históricas, como sucede con toda vieja ciudad, hecha de la huella de otras superpuestas, decía Serge Gruzinski en su libro La ciudad de México. Una historia, donde asegura que los conquistadores se encontraron con una Tenochtitlán que competía con las más grandes ciudades del siglo XVI.
En la segunda mitad del siglo pasado la zona entró en una etapa de deterioro. Perdió habitantes y funcionalidad por la expansión urbana, las crisis económicas, un régimen de propiedad de rentas congeladas, las mudanzas de la Universidad y la central de abastos, así como el terremoto de 1985. “Los habitantes de la capital perdieron cercanía y sentido de apropiación. De 90 mil habitantes que tenía el perímetro A antes del temblor, se quedó con 30 mil para el año 2000 y un 75% de espacio construido en el abandono”, dice Muñoz, quien estuvo siete años a cargo del Fideicomiso del Centro Histórico, entre 2008 y 2015.
La base de una torre se levantaba con cráneos que se pegaban con cal. El muro se extendía hasta el actual sagrario de la Catedral Metropolitana. Foto: PAU – INAH
Hoy este polígono lucha por ser una ciudad histórica viva. Desde hace años se encuentra en un continuo rescate a través de diversas instancias. Y las noticias de lo que brota de sus entrañas nunca terminan: el 22 de junio de 2017 la prensa difundió el hallazgo de una ofrenda prehispánica con los restos de un lobo y ornamentos de oro cerca del Templo Mayor; el 1 de julio, una torre de cráneos que suponen ser el Gran Tzompantli; cuatro días después, una plataforma circular que data de 1843 y que sería el zócalo de un monumento a la Independencia que nunca se realizó; y el 7, los restos del templo de Ehécatl y del Juego de Pelota también fueron reportados.
Además, el 28 de junio concluyó la restauración a la Estatua Ecuestre de Carlos IV, mejor conocida como “El Caballito”, luego de una lamentable intervención que la puso en riesgo en 2013. A cuatro años del aniversario 500 de la caída de Tenochtitlán, nueva evidencia descifra la historia del Centro.
«La Estatua Ecuestre a Carlos IV», mejor conocido como “El caballito”, tuvo una historia de vida influida por la situación territorial de la ciudad. / Foto: Sofía Viramontes
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Sobre la calle República de Guatemala, en el número 24, detrás de unas tablas de madera que clausuran la puerta, se encuentran los más recientes vestigios de la ciudad lacustre que quedó enterrada. Estaba trazada con canales por donde sus habitantes se transportaban en canoas. Muchos edificios coloniales de tezontle y cantera han sido reconstruidos a lo largo del tiempo, por el hundimiento del piso sobre el que se levantan. El predio se encuentra justo a espaldas de la Catedral Metropolitana. Desde octubre de 2016, el Proyecto de Arqueología Urbana (PAU) del INAH ha estado estudiando aquí lo que se cree es el Gran Tzompantli, el altar donde se empalaban cabezas de guerreros capturados y sacrificados en el Templo Mayor. Este ritual se realizaba a solo unos pasos de lo que hoy es el sagrario de la Catedral, donde por casi cinco siglos los sacerdotes católicos han oficiado sus servicios.
El arqueólogo Raúl Barrera, director del proyecto, baja por una escalera de madera. Usa gafas y una camisa de cuadros. Nos guía por el terreno a lo largo de las excavaciones, bajo una casona colonial cuyos últimos habitantes la ocuparon como vecindad. Aún se conservan los barandales originales oxidados y las vigas de madera que sostienen los techos. Cuando en 2015 se hacían remodelaciones a la propiedad fueron hallados varios cráneos. Los dueños solicitaron de inmediato la intervención del INAH. Una primera fase de trabajo inició en octubre de 2016. Se involucraron 12 especialistas entre arqueólogos, antropólogos físicos y restauradores, así como una colaboración con la UNAM. Durante la excavación se hallaron 170 cráneos humanos, entre ellos de mujeres y niños, los cuales se están estudiando y enumerando. “Los nuevos hallazgos ponen en entredicho la hipótesis según la cual sólo hombres cautivos fueron sacrificados para ofrecerlos a Huitzilopochtli”, publicó National Geographic.
—Es un privilegio estar con el pasado directo, los restos de lo que fue el Recinto Sagrado de Tenochtitlán que, según Fray Bernandino de Sahagún, comprendió una serie de construcciones, edificios, torres y templos. Sabemos que están debajo de aquí. Nuestro campo de trabajo abarca 300 metros cuadrados a la redonda. Hacemos salvamento arqueológico y rescate, principalmente —dice el arqueólogo Raúl Barrera.
El INAH se encuentra estudiando y enumerando los cráneos para determinar información de su procedencia. Foto: Héctor Montaño – INAH
Desde 1991, el equipo del PAU se ha encargado de recuperaciones como las de la Plaza Manuel Gamio, donde encontraron parte del Cuauhxicalco (templo donde los mexicas enterraban a sus gobernantes), así como un árbol sagrado y esculturas. Colocaron unas ventanas arqueológicas en República de Argentina, donde se miran nuevos basamentos del Templo Mayor. Está, además, el antecedente de los sótanos del Centro Cultural de España en México, también sobre Guatemala, donde se creó un museo de sitio con los vestigios de un calmecac (escuela para los hijos de mexicas nobles).
—Era una ciudad de 250 mil habitantes con su centro ceremonial y grandes templos. Era muy ordenada y limpia, bien organizada. Debió haberse visto impresionante —dice el arqueólogo.
Estos hallazgos han modificado la traza urbana que se especuló tuvo Tenochtitlán. Ahora se tiene información más precisa de ubicación y orientación de lo que yace debajo. Se pensaba, por ejemplo, que los templos circundantes miraban al Templo Mayor y, en cambio, se ha descubierto que apuntaban al poniente. Una excavación en el predio de República de Guatemala 16, a pocos pasos de aquí, develó a cuatro metros de profundidad las ruinas del templo de Ehécatl (el dios mexica del viento), así como del Juego de Pelota. Se cree que los restos pueden abarcar los cimientos de dos edificios contiguos. Gatopardo no pudo acceder a esta excavación porque se encuentra resguardada.
Se sabe que los cráneos eran de hombres de 20 y 25 años de edad, casi todos sanos, aunque hay algunos mayores de 35. Todos debieron haber sido guerreros, sacrificados en el Templo Mayor. Foto: Sofía Viramontes
“Hallazgos como estos nos hablan de la reutilización del espacio de la Ciudad de México. Nos hablan de cómo las situaciones políticas y sociales van modificando los trazos urbanos, empoderándose de los espacios. Es un reforzamiento político del que gobierna. Los españoles detectaron los lugares cruciales de Tenochtitlán y se apoderaron de esa plaza mayor, conquistando el territorio. Si conquistas el espacio, conquistas la ideología y el pensamiento”, dice Irlanda Fragoso, Directora de Investigación en la Coordinación de Conservación y Restauración del INAH.
—Las fuentes históricas indicaban que estábamos cerca del Gran Tzompantli. Encontramos pisos de arcilla y estuco del Recinto que debió pisar Hernán Cortes. Y luego fragmentos de cráneos, más de diez mil. Era un indicador de que habíamos llegado. Pero faltaba la arquitectura. Entonces hicimos sondeos (remociones de tierra puntuales para comprobar la existencia de yacimientos) y encontramos esta plataforma de 70 cm de altura, un muro bajo orientado de norte a sur, que debe cruzar la calle de Guatemala y llegar hasta el sagrario de la Catedral. Sobre él se aprecian orificios circulares de 25 a 30 centímetros, donde se levantaban las vigas de madera y se empalaban filas de cabezas humanas. Desde luego nuestro campo de trabajo sólo abarca este predio —dice el arqueólogo.
Llegó el descubrimiento: hacia el norte, se encontró la base de una torre de 4.70 metros de diámetro y 1.60 de grosor, compuesta por cráneos humanos a los que se les conserva la frente, los pómulos y la dentadura, y miran tanto al interior como al exterior de la torre.
“Vertían la sangre de la boca, brazos y muslos, y la ofrecían ante un gran fuego de leña de roble y salían a echar incienso a la torre del ídolo”, escribió el soldado Andrés de Tapia. / Foto: Héctor Montaño – INAH
Barrera asegura que ni Cortés, ni Bernal Díaz del Castillo, militar español y autor de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, hablaron de esta torre. Fue Andrés de Tapia, otro soldado que acompañó a Cortés, el que sí la menciona en una crónica de ochenta páginas donde da cuenta de la función de este hallazgo, el ritual en honor a Huitzilopochtli, bajo el título Relación de algunas cosas de las que acaecieron al Muy Ilustre Señor Don Hernando Cortés. Relata que los mexicas se levantaban a la medianoche para el sacrificio. Vertían la sangre de la boca, brazos y muslos de soldados capturados y la ofrecían “ante un gran fuego de leña de roble, y salían a echar incienso a la torre del ídolo”, donde había sesenta o setenta vigas “puestas sobre un teatro grande, hecho de cal y de piedra, y por las gradas muchas cabezas de muertos pegadas con cal”, escribió, haciendo hincapié en que se les veía “los dientes hacia fuera”. Las vigas, relató, atravesaban las cabezas a la altura de la sien.
No se descarta que, durante el enfrentamiento de tres años por la toma de Tenochtitlán, los mexicas hubieran empalado también cabezas de españoles y hasta de sus caballos. La escena debió haber sido sanguinaria y sacrílega, y quizá por eso no fue incluida más que en la crónica de uno de ellos.
—Era un teatro con dos torres de cabezas humanas. Ésta es una. Todavía no encontramos esas gradas de las que habla Tapia. Pero llegó a tener muchísimos cráneos, aún no sabemos cuántos. Debieron ser guerreros cautivos. Por lo que sabemos, las guerras eran religiosas y capturaban vivos a sus enemigos. Los mexicas cazaban guerreros para ofrendarlos a sus dioses. Los cráneos, se sabe hasta ahora, eran de hombres de 20 a 25 años, casi todos sanos, y hay algunos mayores de 35 —dice Barrera, luego señala un cráneo deforme que seguramente provenía de Veracruz, donde se deformaban las cabezas con tablas atadas desde la infancia.
—¿Y los cráneos de mujeres y niños?
—Se tienen algunas, debieron ser guerreras. Pero son pocos los niños. Tenemos muchas hipótesis. Habría que ubicarnos en el contexto. Iban a ser sacrificados por sus creencias. La muerte era importante para ellos. Morían porque su deseo era ser acompañantes del Sol, que pensaban iba a morir, y había que darle vida —concluye.
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“Debieron ser guerreros cautivos. Las guerras eran religiosas y capturaban vivos a sus enemigos. Los mexicas cazaban para ofrendarlos a sus dioses”, dice Raúl Barrera, director del Proyecto de Arquitectura Urbana de la UNAM. / Foto: Sofía Viramontes
Otro soldado español, Alonso García Bravo, fue quien realizó la traza urbana sobre los restos de la ciudad prehispánica derrotada el 13 agosto de 1521. Elaboró los planos de la nueva ciudad “siguiendo la retícula urbana renacentista, por un lado ajustándose a la ciudad mexica, y por el otro con los patrones que Leone Batista Alberti había establecido en Europa”, escribe Jorge Carlos Frías en Ritos y retos del Centro Histórico.
—Así se construyó la primera ciudad novohispana, sobre las piedras y con las piedras de los templos aztecas. Era aprovechamiento de material. Algunos son muy evidentes, porque guardan parte de los labrados. La Catedral tiene muchísimo de ello [comenzó a construirse en 1563]. El Museo de la Ciudad, que fue el palacio de los condes de Santiago de Calimaya, tiene piedras al exterior que dan cuenta de esta reutilización [y una serpiente en una esquina de la fachada]. Lo mismo el Edificio Porrúa. Eso quiere decir que fue material de demolición y reutilización el que se usó en años posteriores—dice Liliana Giourguli, Directora de la Coordinación de Conservación y Restauración del INAH.
“La ciudad fue renacentista y manierista. Vino la revolución barroca y eso implicó una reinvención. Se construyeron templos sobre otros, casas sobre otras. Se replantearon las ideas de ciudad. A la barroca, le sucedió la neoclásica, la ilustrada, cuando se apuesta por ampliar la Alameda y las calles para que ‘entre la luz’, decía el Segundo Conde de Revillagigedo”, cuenta Inti Muñoz. A la neoclásica le siguió el turbulento siglo XIX. Bajo el gobierno de Antonio López de Santa Anna se tira el Mercado del Parián para construir un monumento diseñado por Lorenzo de la Hidalga, en 1843. Sin embargo, éste nunca se realizó por la inestabilidad del país, dejando la obra inclusa. Al zócalo se le colocó un quiosco, luego un jardín y hasta una fuente, para luego quedar debajo del concreto.
La fachada del edificio colonial de República de Guatemala 24, que durante mucho tiempo fue una vecindad, resguarda el hallazgo del Gran Tzompantli. / Foto: Sofía Viramontes
“El Teatro Nacional desaparece con la ampliación de la calle 5 de Mayo, y viene la ciudad porfiriana que amplía las calles nuevamente, se vuelve a replantear la ciudad, se demuelen edificios para construir otros. Finalmente llegaría la ciudad posrevolucionaria, reinventada de la mano de la visión del progreso del país, y la ciudad de la modernidad con los primeros rascacielos y la Torre Latinoamericana”, dice Muñoz. Todo esto se resume en el polígono principal.
Esta situación territorial dictó también la pauta de vida del patrimonio cultural. La historia que ha sufrido la Estatua Ecuestre de Carlos IV, “El Caballito”, del escultor y arquitecto español Manuel Tolsá, es una muestra. Una escultura de gran formato de bronce de 6 toneladas (5.40 metros de largo, 4.88 de altura y 1.78 de ancho), que se hizo en un solo colado, con la técnica “vaciado a la cera perdida” (se modeló una escultura de cera y, al colocarle un molde refractario, se le inyectó metal fundido). Es una de las esculturas ecuestres más grandes del mundo junto con la de Marco Aurelio en Roma o la de Bartolomeo Colleoni en Venecia.
Recientemente el INAH concluyó los trabajos de recuperación de la pieza luego de un baño de ácido nítrico que la dañó severamente en 2013. Fue la consecuencia de una mala intervención realizada por una empresa contratada por el gobierno de la ciudad que no acreditaba conocimiento ni perfil profesional para afrontar un proyecto de conservación. Un equipo interinstitucional de 45 personas, dirigidos por el INAH, realizó estudios de medición de pH, ultrasonidos, espectrometrías y análisis infrarrojos, y de octubre de 2016 a junio de este año ejecutó la recuperación. Eliminaron óxido, tierra, hollín, pintura… 20 centímetros por día, entre pliegues y ranuras.
Vista trasera del predio de República de Guatemala 16. En junio de 2016 comenzaron los sondeos y excavaciones arqueológicas por parte del PAU del INAH. / Foto: Sofía Viramontes
—El patrimonio cultural, en general y para bien de todos, suele ser un patrimonio vivo. Por lo tanto es un patrimonio usado por las distintas sociedades, valorado e reinterpretado. La escultura tuvo un objetivo en su creación, una pieza que se hacía en honor al rey de España, Carlos IV, se manda a hacer entre 1796 y concluye en 1803. Tuvo un sentido social y político insertado en su época —dice Giourguli.
Existen grabados que muestran a esta gran estatua a finales del Virreinato en el centro de la plaza mayor, señorial rodeada de un enrejado patio circular. Con la Independencia, la pieza en honor a un rey español generó controversia. Representaba esa tutela de la que el país se separaba. Pretendieron destruirla, fundirla para cañones y monedas, pero en cambio fue resguardada en el patio de la Real y Pontificia Universidad de México, en lo que es hoy la Suprema Corte de Justicia, por iniciativa de Lucas Alamán.
—Se resguarda no por a quién fue hecha, sino por ser una obra de arte, y eso es lo que prevalece para meterla al patio —dice Giourguli.
Guatemala 24 solía ser una vecindad. Aún se conservan los barandales oxidados y las vigas de madera que sostienen los techos. / Foto: Sofía Viramontes
En 1852, entre guerras internas, se decide moverla a la glorieta que unía el Paseo de Bucareli con Paseo de la Reforma. El arquitecto Lorenzo de la Hidalga le diseña un nuevo pedestal. Varías fotografías de principios del siglo XX la sitúan ahí justo frente a la casa de Yves José Limantour, prominente político del Porfiriato (inmueble que terminarían demoliendo para abrirle paso a Reforma). Finalmente, en 1979 la vuelven a cambiar y la ubican en la actual Plaza Tolsá, donde se encuentra hasta el día de hoy, entre el Palacio de Minería (construido también por Tolsá), el Museo Nacional de Arte, el Edificio Marconi y el Palacio de Correos de México.
—A raíz de los estudios que se hicieron a la estatua, se descubrió que con las intenciones de remozar el aspecto que cualquier pieza genera al intemperie como mugre, escurrimiento o manchas, hubo una multiplicidad de acciones que suponemos fueron del siglo XX, que llevaron a recubrimientos distintos. Se le puso capas de pinturas, ceras, asfalto o chapopote y hasta resinas sintéticas. La restauración no supone regresar al patrimonio a su primera etapa de creación. La restauración respetará siempre la evidencia del tiempo. No pretendemos regresar a su estado de creación sino hacer una interpretación de lo que fue la pieza, de lo que el tiempo le ha generado, y de cómo debe quedar —dice Giourguli.
Se encontraron pisos de arcilla y estuco del Recinto Sagrado que debió pisar Hernán Cortés. También se halló una plataforma de 70 cm de altura, un muro bajo orientado de norte a sur que cruza la calle Guatemala. / Foto: Héctor Montaño – INAH
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Reciclado, aplastado, modificado y recodificado, en hundimiento perpetuo, el Centro Histórico es una ciudad que se ha adaptado al tiempo. Nunca dejará de maravillarnos. Nunca dejaremos de mirarla atónitos, de descubrir sus calles y mercados; compararlo con fotografías antiguas en blanco y negro, mirar aquellas postales del Zócalo con árboles. Este espacio que se descuidó por décadas ahora comienza a tomar nuevos aires, tal como ha sucedido con las plazas de Santo Domingo y de Loreto, los corredores de Moneda, Madero o Regina, y parques como la Alameda Central.
Para el cronista Jorge Pedro Uribe “el patrimonio está no sólo en los cimientos, sino también en la superficie perdida y transformada en el lenguaje, la comida, las esquinas, el tezontle de los edificios, el maíz tostándose. Todo transformado y mimetizado. Es patrimonio vivo, polisémico, una sucesión de capas. No tiene que oler a antiguallas. Es un juego donde el pasado y el presente están sucediéndose”.
“También es cierto que vivimos en la era del patrimonio. Hoy en día todo es patrimoniable y digno de ser rescatado. Un fenómeno no solo de México. No es casual que estos hallazgos tengan los reflectores encima. Son politizables y aprovechables porque es capital político”, concluye Uribe.