Mi primera imagen de Bahréin fue una estatua gigante con forma de pulpo blanco. Apareció en la pantalla de mi móvil el día que a Carla le ofrecieron irse a trabajar a un país que yo no sabía situar en el mapa. Meses después de aquella llamada, le pregunté a Carla, ya instalada en Bahréin, si había ido a ver la estatua. “No, porque no existe. La derribaron. Ni siquiera se puede acceder: la zona está rodeada por alambradas y policía”, me dijo por Skype.
Antes de 2011, la estatua de la Perla era simplemente una rotonda de cuatro carriles en mitad de un descampado atravesado por carreteras en todas direcciones, un importante pero anodino cruce de tráfico sin valor sentimental para los bahreinís. En el centro de la gran rotonda se alzaba la estatua blanca. Fue construida en 1982 para celebrar la tercera cumbre de la Coalición del Golfo. Cada pata del monumento simbolizaba uno de los países de esa alianza regional: Arabia Saudí, Qatar, Kuwait, Bahréin, Omán y los Emiratos Árabes Unidos. La escultura, de casi cien metros de altura, estaba rematada por una colosal bola de cemento, la Perla, en recuerdo a la que durante siglos fue la mayor riqueza de Bahréin, antes de que, primero la competencia de las perlas japonesas y luego la destrucción de los depósitos de agua dulce, convirtieran el sector en una actividad marginal, sólo útil como atracción turística. A los gobernantes de los países del Golfo les encanta buscar símbolos nacionales en la siempre inofensiva y apolítica naturaleza: los oryx, los halcones, los caballos, las perlas, el mar. La naturaleza es apolítica; la historia reciente —la conquista de los Al Jalifa, el mantenimiento de un régimen feudal, las revueltas, las represiones—, demasiado compleja. La sala más visitada del museo de historia de Bahréin es la maqueta de un barco con pescadores que bucean rodeados de tiburones. Un relato pintoresco, al margen de la narrativa gubernamental y del memorial de agravios de la oposición. Una nostalgia compartida. Una viñeta de Tintín.
En la discriminación sectaria también hay clases. Un chií rico, si no se mete en política, puede disfrutar de una vida cómoda y lujosa en Bahréin. Nabeel Rajab nació en una familia chií leal al gobierno, los Rajab, con múltiples y sólidas conexiones con la élite económica. Nabeel podría haberse limitado a vivir de las rentas de la empresa de construcción que fundó en los noventa, se podría haber aprovechado de la legislación laboral que permite la explotación de trabajadores asiáticos, haber entrado en el juego de prebendas y corrupción al amparo del gobierno, y haber llegado a la vejez con la única duda de si era mejor invertir en el mercado inmobiliario de Londres o de Barcelona. Pero eligió el camino contrario y ahora está en la cárcel cumpliendo una condena de treinta años. Cuando le visité en su casa acababa de salir de prisión y estaba convencido de que lo detendrían de nuevo, como así fue, pero no era algo a lo que pareciera darle mucha importancia. “El gobierno me chantajea para que no hable ni dé entrevistas; de lo contrario, resucitará los procesos judiciales pendientes”. Prefería preguntarme por la situación política en España y por amigos periodistas como Javier Espinosa: “Sufrimos mucho cuando le secuestraron en Siria”. Tenía un póster de Bob Marley y un dibujo del Che Guevara en su despacho, junto a la leyenda en inglés: “Todos nacemos libres”. En la mesa, una pantalla gigante de Mac con una alfombrilla de ratón del Bayern de Múnich, y en las estanterías, varias fotos, una caricatura suya y una escultura de la estatua de la Perla. Me pareció un hombre expansivo, generoso, convencido de su trabajo y de su misión, y con un insólito buen humor. Parecía un hombre feliz.
Su destino empezó a “torcerse” a los catorce años, cuando policías enmascarados entraron en clase para detener a su profesor. Meses después, la policía regresó al colegio para detener a un compañero de clase que había participado en manifestaciones contra el gobierno. Atemorizado, el chaval saltó por la ventana. Nabeel empezó a pintar proclamas políticas en las paredes del colegio. Le expulsaron. “Yo quería gritar, pero no podía hablar: no por miedo, sino porque nadie quería escucharme”, recordaba aquellos años Nabeel en una entrevista para Amnistía Internacional. Se fue a estudiar Historia y Políticas a la India, donde su intuición ética encontró acomodo teórico en la defensa de los derechos humanos universales.
En 1996, en plena represión gubernamental contra la oposición liberal, comunista e islamista chií, Nabeel Rajab y otros compañeros de militancia como Abdulhadi al Khawaja crearon el Bahrain Center for Human Rights (bchr), la primera organización de defensa de derechos humanos de Bahréin. Su acción política trascendió siempre la lucha contra la discriminación chií. Defiende los derechos de los trabajadores asiáticos, lucha por la igualdad jurídica de la mujer y presta apoyo jurídico a cualquier víctima de abusos policiales, incluidos supuestos yihadistas suníes detenidos en Guantánamo. Nació como organización clandestina, pero en 2001 fue inscrita en el registro oficial, cuando el rey Hamad declaró una amnistía política y prometió la instauración de un nuevo Parlamento con capacidad legislativa real. La nueva constitución fue votada mayoritariamente en un referéndum celebrado el 14 de febrero de 2001. Sin embargo, dos años después, también un 14 de febrero, el rey anulaba la constitución. De nuevo, las detenciones y la represión. La bchr de Nabeel Rajab volvió a la clandestinidad.
A los gobernantes de los países del Golfo les encanta buscar símbolos nacionales en la naturaleza: los oryx, los halcones, las perlas, el mar. La naturaleza es apolítica.
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Una década después, el 14 de febrero de 2011, los vecinos de Beni Jamra esperan a Nabeel Rajab a la puerta de su casa para caminar juntos por la carretera de Budaiya. Acuden a la convocatoria lanzada por una página de Facebook que pide al pueblo de Bahréin “tomar las calles”. La misma escena se repite en muchos pueblos del país. La activista Ala’a al Shehabi lo recuerda así en el libro Freedom Without Permission: “No sabías quién había convocado ni si era un llamamiento real, simplemente hacías acto de presencia. Alguien gritaba ‘Allahu Akbar’ y la gente le seguía y otras personas aparecían de todos los rincones para sumarse a la marcha. Fue así como ocurrió. Vi a gente caminando y empecé a caminar con ellos”.
Protestan contra la corrupción sangrante, la privatización del litoral en unas pocas manos de la élite gobernante, la destrucción sistemática de los recursos marinos debido a la política de construcción de islas artificiales en terreno ganado al mar. Protestan contra la discriminación sectaria de los chiíes en el acceso a la vivienda y al empleo público (pagado hasta tres veces mejor que el sector privado), el ejército y los cuerpos de seguridad policial (cuyos puestos ocupan policías suníes importados de Siria, Pakistán, Yemen o Egipto, a quienes se otorga la nacionalidad bahreiní y se entrega una vivienda). Los chiíes quedan al margen del relato histórico oficial (basado en la elegía guerrera a los conquistadores suníes) y de la enseñanza: en los colegios públicos sólo se imparte la doctrina religiosa suní. Lo que siempre había sido una política de Estado más o menos disimulada fue elevada a conspiración gubernamental después de que Salah al Bandar, canciller de planificación estratégica en el Consejo de Asuntos Ministeriales, revelara en 2006 un detallado documento de 240 páginas que describía la financiación de un plan destinado a profundizar la brecha sectaria. Además de financiar organizaciones, foros y páginas web contrarias a la doctrina chií, el programa subvencionaba las conversiones del chiismo al sunismo y contemplaba generosas partidas para otorgar la nacionalidad bahreiní a decenas de miles de árabes suníes. En 2002, por ejemplo, varios miles de ciudadanos saudíes de la tribu Dawasir, de Dammam, recibieron la nacionalidad bahreiní, justo a tiempo para votar en las elecciones al Parlamento de ese año.
Los manifestantes piden el regreso a la constitución de 1973, un parlamento con capacidad legislativa real, a diferencia del actual, elegido por sufragio universal pero lastrado por el derecho a veto del consejo de la Shura, órgano real de gobierno, cuyos miembros son elegidos directamente por el rey.
En las semanas anteriores ha habido concentraciones frente a la embajada de Egipto, en solidaridad con los manifestantes de la plaza Tahrir, pero nadie interpreta aquellos sucesos como el inicio de algo distinto a lo que ha sido la historia reciente del país: un goteo constante, pero inútil, de movilizaciones callejeras contra el gobierno. Sin embargo, mientras avanza por la carretera de Budaiya, a Nabeel Rajab le sorprende la cantidad de gente que ve a su alrededor e intuye que algo diferente está sucediendo esta vez en Bahréin.
Ese mismo día muere (“es martirizado”, como reza la oposición chií) Ali Mushaima, un joven de veintiún años, por disparos de la policía. Al día siguiente, otro joven, Fadhel al Matrook, es asesinado mientras participa en el cortejo fúnebre del joven asesinado en la víspera. Ese goteo de muertos sigue la lógica de las movilizaciones de las últimas décadas. Pero esa misma tarde, 15 de febrero, ocurre algo extraordinario: miles de bahreinís ocupan la plaza de la Perla, a la que todavía nadie llama plaza. Eso ocurrirá más tarde, cuando periodistas estadounidenses bauticen, con acierto mediático y a imitación de Tahrir en El Cairo, la rotonda como plaza. En este libro yo escribiré plaza porque así me refería siempre a ella cuando viví en Bahréin, porque así han terminado por llamarla muchos de los que allí estuvieron y porque todo lo que allí ocurrió no cabe simbólicamente en una simple rotonda.
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Una tarde de septiembre en Berlín, sentado en una butaca oscura encajonada en la esquina del salón, el poeta Ali al Jallawi —la medusa luminosa que estuvo encarcelada en Adliya— habla despacio, casi en trance, con la precisión de quien lee una pantalla invisible. “Caminando entre todas esas caras conocidas, me sentía rodeado de extraños: conocía esas caras, pero no las sensaciones que transmitían. Eso era nuevo. Se había roto el miedo. Esa energía había surgido de repente, de la nada, y no nos lo podíamos creer. Caminaba entre la gente y sólo miraba, no pensaba en nada, no apuntaba nada,
no tenía ideas, sólo miraba y disfrutaba de esa sensación. Es como enamorarse. Al principio sólo tienes sentimientos; las opiniones llegan después”.
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“La gente aquí es mucho más variada que en Tahrir”, le dijo a una amiga periodista una reportera extranjera que había cubierto todas las revoluciones de la Primavera Árabe. A diferencia de Tahrir, en la plaza de la Perla hombres y mujeres se mezclaban en el mismo espacio público (la segregación por sexos llegaría más adelante). En la Perla había laicos y religiosos, hombres y mujeres, niños y ancianos. Estaban los líderes de los diferentes partidos políticos de la oposición: desde el chií religioso Al Wefaq al laico izquierdista Al Waad. Allí estaba incluso Mohamed Albuflasa, un suní salafista, exoficial del ejército bahreiní y diputado del Parlamento. El 15 de febrero dio un discurso en la plaza apoyando las reclamaciones de los manifestantes y pidiendo el fin de la discriminación sectaria. De todos los líderes allí presentes y de todos los discursos allí pronunciados, ninguno resultaba más peligroso para la narrativa sectaria del gobierno que esa llamada a la unión en boca de un suní salafista. Esa misma noche fue detenido por la policía. Albuflasa denunció humillaciones y abusos en la cárcel. Fue liberado el 24 de julio de 2011. Decenas de personas le recibieron en su casa de Hamad Town al grito de “Suníes y chiíes somos hermanos”. La policía antidisturbios disolvió la manifestación con gas lacrimógeno.
Había en la Perla sensibilidades políticas radicalmente opuestas, muchas de ellas incompatibles entre sí, pero todas encontraban cobijo en el mismo cántico: “Queremos la reforma del régimen”. En una democracia, los líderes políticos allí presentes jamás hubiesen compartido la misma tribuna política. Había mayoría de manifestantes chiíes: no por sesgo sectario, sino por la composición demográfica del país.
No se pedía el derrocamiento del rey, sino la destitución del primer ministro, en el cargo desde 1971. Una de las pancartas más celebradas (y pensadas para impactar al observador extranjero) reunía las fotos de todos los presidentes estadounidenses de las últimas décadas, acompañada, cada una de ellas, por la misma foto repetida del primer ministro bahreiní.
En sólo unas horas, la Perla se convirtió en una ciudad autónoma, con sus propios generadores eléctricos, tribuna de oradores, jaimas de asesoría legal y debate, puestos de comida gratis, máquinas de palomitas e incluso pantallas de televisión para ver el partido de la Champions entre el Arsenal y el Barça, con aplastante mayoría de seguidores del club catalán, que celebraron con júbilo el gol de Villa en el minuto 26.
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El académico estadounidense Toby Matthiesen escribe en Sectarian Gulf: “Llegando al monumento podían oírse las voces de miles de personas, los chillidos de los megáfonos, trompetas, música, motores. Lo que más me sorprendió fue lo relajado que parecía todo el mundo. Dos personas habían sido asesinadas (el día anterior y esa misma mañana) mientras intentaban llegar aquí, pero la noche del 16 de febrero lo más normal del mundo era ir de visita con la familia a esta manifestación en el centro de la ciudad… En ese momento, la represión parecía imposible”.
Esa misma madrugada, ya 17 de febrero, Toby Matthiesen regresó al hotel en ese estado de excitación de quien está siendo, por puro azar, testigo de un momento histórico. Había viajado a Bahréin para realizar un trabajo de campo sobre los chiíes en el Golfo y, de repente, había estallado una revolución a las puertas de su hotel. En la habitación empezó a tomar notas aceleradas de lo que había experimentado esa noche. A las tres de la madrugada recibió la llamada de un amigo: “¡Está ocurriendo una masacre!”. Puso la televisión, pero ni la cadena estatal ni el servicio en árabe de Al Jazeera daban ninguna noticia. En las redes sociales comenzaba el goteo de fotos y videos de la carga policial. La imagen que resumía la noche era una cabeza reventada de la que salían los restos de un cerebro.
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La primera incursión corrió a cargo de policías de civil armados con mazos y cuchillos con los que rajaban las tiendas de campaña donde dormían niños pequeños con sus madres. Le siguió una nube de gas lacrimógeno lanzada desde el perímetro de la plaza y el ataque de policías uniformados, armados con bombas de sonido y escopetas de perdigones.
Murieron cuatro manifestantes y hubo cientos de heridos, incluidos periodistas y personal sanitario que intentaba atender a los manifestantes. De madrugada, miles de personas se agolparon a las puertas del cercano hospital de Salmaniya, donde se velaba a los muertos y se atendía a algunos de los heridos que llegaban en coches particulares porque el gobierno había prohibido el acceso de las ambulancias a la plaza.
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El 18 de febrero, los manifestantes intentan volver a la Perla. En las imágenes, grabadas con móvil, se ve a un grupo de hombres con los brazos en alto gritando “Paz”. Caminan por el centro de la autopista, flanqueada por palmeras, en dirección al primer cordón policial. Se oyen unos disparos, el chico que está grabando las imágenes corre a esconderse en uno de los laterales. Cuando enfoca de nuevo al centro de la calzada se ve a tres chicos tendidos en el suelo. Dos de ellos piden ayuda con los brazos. Otro yace muerto con un disparo en la cabeza. Un hombre mayor, vestido con una camisa blanca, grita desesperado. Será él, junto a otros hombres, quien traslade en brazos el cuerpo del manifestante muerto. Será él quien relate lo ocurrido frente a las cámaras de los periodistas. Su camisa blanca, completamente ensangrentada, se convierte en un ícono viral.
El 19 de febrero, los manifestantes intentan volver a la Perla. Caminan por la autopista flanqueada de palmeras hacia el primer cordón policial. Esta vez, los agentes no disparan. Se suben a los coches y abandonan la rotonda. El rey ha dado orden de retirarse. Estalla el júbilo entre los manifestantes.
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El día que comenzó la acampada de la Perla, Ali Abdulemam estaba en la cárcel acusado de “propagar falsas noticias”. Años atrás había creado el portal de internet BahrainOnline, que rápidamente se convirtió en plaza, foro de debate, mentidero y muro de denuncias contra el régimen. Abdulemam llegó a ser el hombre mejor informado de Bahréin, pero en febrero de 2011 ni él ni sus compañeros de prisión —sometidos a un régimen de incomunicación con el exterior— tenían la más mínima idea de lo que estaba ocurriendo en la calle. Durante el traslado al hospital, uno de los reclusos pudo leer fugazmente el titular de un periódico y, al regresar a prisión, la noticia corrió de boca en boca con la euforia del náufrago que avista el rescate. Pocos días después, el 23 de febrero, Ali Abdulemam y otros prisioneros políticos fueron liberados de la cárcel por orden del rey. Esa amnistía marcaba el comienzo de las negociaciones entre gobierno y oposición.
Ali fue directo a la plaza de la Perla. No se lo podía creer. “Pensé que no sería fácil, que tardaríamos todavía varios meses en conseguirlo, pero estaba seguro de que esta vez habíamos ganado”, dice con rabia, seis años después, en una cafetería de la estación londinense de Kings Cross.
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Nada Dhaif fue una de las voluntarias del hospital de campaña montado en la plaza de la Perla. En un video de Al Jazeera, grabado durante los primeros días de la acampada, viste un pañuelo de lunares, a juego con su blusa. Cuando le preguntan si Irán está detrás de las movilizaciones, responde: “De ninguna manera vamos a sustituir a un dictador por otro. Bahréin es un país libre”. En un artículo escrito en The Guardian recuerda aquellos primeros días: “Fue la curiosidad la que me llevó a la plaza de la Perla. Si soy honesta, pensé que ofrecer mi ayuda médica a los manifestantes, atacados por las fuerzas de seguridad y vetados por el servicio médico nacional, me daría un buen puñado de anécdotas que compartir con mis amigas tomando el té. Era algo casi trendy. Luego todo cambió: vi a la gente sufrir, fui testigo de lo genuina que era su causa y cómo habían sido maltratados. Era imposible no sentirse tocado”.
Antes del primer desalojo de la Perla me conformaba con una reforma: después ya sólo deseaba ver al rey linchado y colgado, como Gadafi.
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“No fui a la acampada de la Perla”, me dice muy serio R. en su coche mientras conducimos por la autopista de Budaiya. Su afirmación me sorprende: es chií, familiar de opositores encarcelados y muy crítico con el gobierno. Ni se me había pasado por la cabeza esa respuesta. Me quedo mirando con cara de suspenso. Él espera unos segundo antes de continuar. Arranca despacio, poco a poco su discurso coge ritmo y se convierte en un monólogo de escape: “No fui a la Perla. Sí, quería cambios, pero no de esa manera. Sentía que la gente no estaba preparada. Si quieres cambiar el gobierno, primero tienes que cambiar tú. Las cosas llegan cuando están maduras, y en 2011 los bahreinís todavía no hablábamos el idioma adecuado. Hasta que chiíes y suníes no aprendan a respetarse, no habrá cambio de gobierno. La gente fue ingenua, habían olvidado la historia reciente; yo no: yo me acordaba de la represión de los noventa, a mí no se me había olvidado. Hay un dicho en árabe: ‘Media revolución destruye la nación’. Porque cuando fallas, luego llega la contrarrevolución y ésta será salvaje y te dejará en una situación mucho peor que antes. Que es justo lo que pasó aquí. No estábamos tan mal antes de la Perla, y míranos ahora: yo y todo el mundo tenemos familiares en la cárcel, ha habido muertos, exiliados, torturados, las familias se han roto entre chiíes y suníes. Ha sido un desastre. Nuestra oposición es débil. Sus líderes son débiles e ineficaces. No supieron negociar con el gobierno durante los primeros días de la Perla. ¿Isa Qassim? ¿Dónde está ahora? En Londres, tratándose su enfermedad en una clínica privada, pero han muerto seis chavales intentando defender su casa. Los líderes son sectarios, ya sean chiíes o suníes. Hablo con mis amigos chiíes y creen que el gobierno debe estar en sus manos. Yo les pregunto que por qué y ellos dicen que porque somos mayoría. Pero entonces pasará como en Irak, y haremos con los suníes como ellos hasta ahora con nosotros. Yo no creo en el gobierno de la mayoría, creo en el gobierno de los sabios. No quiero una república, sino una monarquía constitucional, y no me importa que me gobierne un suní, un cristiano o un judío con tal de que tome decisiones correctas. Los líderes políticos son muy religiosos: si gobernaran obligarían a rezar (y yo rezo y soy creyente, pero no quiero que nadie me obligue) o a llevar abaya o hiyab (y mi mujer lleva hiyab). Yo no creo en eso. Y no me gusta la emoción en política, la euforia de las manifestaciones, ese convocar una marcha por la muerte de un mártir para que haya otro nuevo mártir. ¿Para qué? Yo no soy un cobarde, pero quiero saber por qué y para quién lucho. ¿Quién estaba detrás de la organización el 14 de febrero? Ni siquiera hoy se sabe. Podría ser hasta el propio gobierno el que lo puso en marcha, para que toda la oposición saliese de la clandestinidad y poder luego descabezarla. Y te repito, no soy cobarde: si hubiera un líder en el que creyese, daría la vida por ello. Nunca hablo de estas cosas con nadie”, concluyó aliviado.
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Matar Matar, treinta y cinco años, era el diputado más joven de la joven historia del Parlamento bahreiní. Afiliado al partido chií Al Wefaq, había obtenido más de 85% de los votos de su demarcación electoral. En 2011 era, en palabras de Al Jazeera, “lo más parecido que tenía Bahréin a un líder electo”.
Matar jugó un papel relevante en las negociaciones entre gobierno y oposición, y se enfrentó a un doble reto: intentar alcanzar un acuerdo con los representantes de un régimen dictatorial que había asesinado a siete civiles en una semana y, tan difícil como lo anterior, intentar convencer a los manifestantes llenos de ira, y cada vez más radicalizados, de la necesidad de pactar con ese gobierno que había asesinado a manifestantes desarmados.
En el documental Shouting in the Dark, de Al Jazeera, se ve a Matar hablando con un grupo de manifestantes en la plaza de la Perla. Uno de ellos le interrumpe, visiblemente nervioso: “Antes pedíamos la caída del primer ministro, ahora queremos que se vaya toda la familia real”. Un amigo me expuso esa misma sensación de rabia y desconfianza en términos más crudos: “Antes del primer desalojo de la Perla me conformaba con una reforma: después ya sólo deseaba ver al rey linchado y colgado, como Gadafi”.
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Un grito se impone en la plaza: “Yusqut Hamad”, abajo Hamad. El grito se replica en las bocinas de los coches y en el golpear de piedras contra contenedores de basura. Siempre la misma cadencia: tin tin tin tin.
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“Al principio fue como una fiesta, todo el mundo pasaba por allí”, recuerda Amin sentado en la terraza de la azotea del Rothana, con las vistas más fabulosas a Manama y al puerto financiero. No para de mirar a los lados. Pienso que es por precaución, para que nadie le escuche hablar de política, pero la razón es más prosaica: el camarero indio le ha dicho que no puede entrar con chanclas y que, si el encargado le ve, le echará del recinto. “Yo iba con mis amigos, todos suníes, por cierto. Allí había de todo, de todas las orientaciones, así que imagino que algunos cánticos les harían más gracia que otros. Pero les gustaba el ambiente y la animación. Es cierto que esos amigos son de familias seculares de orientación izquierdista.
“A mis padres les decía que iba a la Perla, y ellos estaban encantados, orgullosos de la voluntad política de su hijo, pero bueno, la verdad es que yo aprovechaba para pasar la noche en casa de mi novia surcoreana”.
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Nadie conocía a Ayat al Qurmezi, la poeta de veintidós años que subió al estrado de oradores de la Perla, cubierta con hiyab y abaya, a recitar un poema avasallador y magnético contra el rey Hamad que cautivó al público, hombres incluidos, poco acostumbrados a dejarse seducir por la voz de una mujer, y menos de una mujer joven que les habla desde lo alto. En el libro Freedom Without Permission, Frances S. Hasso cita a un joven intelectual bahreiní que asistió en directo al recitado del poema en la Perla. “Puedes escuchar su voz agrietándose. Está expresando algo que ellos (el público) nunca habían tenido ni la elocuencia ni la aspereza de decir. Es una performance radical”. En esta despiadada crítica al tirano hay otras rendijas más oscuras, como cuando la joven poeta lanza varios dardos contra los emigrantes asiáticos que quitan el trabajo y las casas a los nativos. “Xenofobia orgiástica”, sentencia el joven intelectual que escuchó el recitado.
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El miedo empezaba a extenderse entre algunos manifestantes. Sayed Ahmed, ingeniero chií en paro, había sufrido una herida en la cabeza durante el primer desalojo de la Perla que le dejó una cicatriz en la frente, claramente visible frente a las cámaras de Al Jazeera. Sus palabras suenan a profecía: “¿Qué pasará si la rebelión no triunfa? Vamos a ser destrozados por todos los medios. Van a ir a por nosotros uno a uno. A cualquiera que haya salido hablando delante de una cámara. O ganamos o morimos”.
El miedo convivía con la euforia y la sensación de triunfo inminente. Después de todo, a pesar de los intentos gubernamentales por vender la revuelta como un golpe de Estado chií, en la Perla se seguía cantando: “Suníes y chiíes somos hermanos”. A pesar de las presiones de los manifestantes y del ala dura de la familia real, las conversaciones entre gobierno y oposición seguían vivas. Una reforma democrática —una monarquía constitucional con un Parlamento electo con capacidad legislativa real— sin más derramamiento de sangre parecía posible.
Todo esto estaba ocurriendo a una hora en coche de los pozos petrolíferos de Arabia Saudí. A una hora en coche de la plaza de la Perla, inspirados por los sucesos de Bahréin, los chiíes saudíes habían salido a la calle a protestar. Al gobierno saudí no le costó reprimir esos focos aislados de revuelta, pero la inquietud se había instalado en todos los palacios de todas las monarquías del Golfo. Si existía una mínima oportunidad de contagio revolucionario, si los suníes y chiíes de la región unían sus fuerzas contra los gobiernos autocráticos —como parecía que estaba ocurriendo en Bahréin—, había que amputar el tumor de golpe. Si algo tenían claro los gobernantes de los países del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) es que la Primavera Árabe no podía triunfar en el Golfo. Había llegado la hora de los tanques. Comenzaba la contrarrevolución.
El 14 de marzo se activó el escudo protector de la península, el pomposo nombre con el que los países del CCG habían bautizado a su fuerza militar conjunta. Fue creada en la cumbre del Golfo celebrada en Bahréin en 1982 y rubricada con la inauguración del monumento de la Perla, convertida ahora en epicentro del terremoto. El escudo protector de la península debía defender a los países miembros de una agresión exterior, pero cuando Irak invadió Kuwait, esta fuerza se reveló inútil. Estaba llamada a glorias más bajas: reprimir a civiles bahreinís y arrasar la plaza creada en su honor treinta años antes.
14 de marzo de 2011. Las tanquetas saudíes avanzan despacio por el puente que une Bahréin y Arabia Saudí. Marchan en fila india, bajo uno de esos cielos sucios y desenfocados tan típicos del Golfo. El tintineo de las luces de los vehículos resalta la inminencia del ataque, pero la sonrisa de los soldados asomados por la escotilla, haciendo el signo de la victoria y saludando a las cámaras con la mano, le resta dramatismo bélico a la escena y le da un aire de parodia, de excursión feliz, de pasarela para lucirse.
El soldado americano en Irak no tenía mucha idea de qué gente estaba invadiendo; el saudí, sí: ha sido programado para odiar a los chiíes desde pequeño, en la escuela, en la mezquita, en la televisión y en su familia. Es el Ku Klux Klan yendo a linchar un poblado de negros. Van dispuestos a matar, pero saben que no van a una guerra. No hay guerrilla que merezca tal nombre en las calles de los pueblos chiíes. No hay comandos de Hezbolá armados con morteros, como sostiene la propaganda gubernamental. A ambos lados de la carretera, un puñado de “leales” aplauden y jalean al invasor. Mientras tanto, la televisión estatal de Bahréin muestra imágenes de archivo del rey Abdalá de Arabia Saudí bailando la danza guerrera beduina con el rey Hamad.