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Los niños llenan recipientes de plástico con agua de un pozo en una calle, cerca de un barrio llamado "El Tanque" en la barriada de Petare en Caracas, Venezuela. Fotografía de Carlos García Rawlins / REUTERS.
Venezuela es un país donde casi la mitad de los hogares reporta haber tenido que rebuscar alimentos en la calle y el 27% se ha visto forzado a recurrir a la mendicidad. En 2021 la pobreza extrema alcanzó al 76.6% del país. ¿Cómo viven esto las y los niños y adolescentes? No hay datos oficiales, pero se les ve en las calles de Caracas. “Barry” comparte su testimonio para este reportaje sobre la infancia, que Venezuela ha condenado a la miseria.
"¿De qué me servía que me dieran lo material si no me daban amor?" Barry, llamémosle Barry, habla con la cabeza gacha pero sube la vista cuando dice la línea anterior. Me ve a los ojos, hace una pausa y sigue con su historia. La tiene bien ensayada, al igual que cualquiera que necesite recordar cómo se ha sobrepuesto a los demonios, como les sucede a demasiados niños. Tenía trece años, ocho hermanos, vivía en un sector popular de Caracas, Venezuela, y sus papás nunca estaban en casa.
Ante la ausencia de ley, los hermanos discutían mucho. A Barry la casa se le hacía como una prisión. Cuando se despertaba para irse al colegio, ya ni papá ni mamá estaban. Cada quien debía hacer su propio desayuno. Algunas noches se acostaba a dormir sin haberlos visto. Él dice, aunque con otras palabras, que lo que necesitaba era atención. No obstante, uno de sus hermanos mayores se había ido a la calle dos años antes en busca de comida.
Dice la Encovi (la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida que levanta la Universidad Católica Andrés Bello, ubicada en Caracas, junto con un equipo de economistas y sociólogos) que en Venezuela la pobreza extrema sigue creciendo y en 2021 llegó a abarcar dos tercios del país, es decir: 76.6% de los hogares. En el ciclo anterior, 2019-2020, la cifra era 67.7%.
Pobreza extrema significa que no se pueden comprar artículos básicos. Pobreza extrema significa que Charly, dígamosle Charly al hermano de Barry, se cansó de que le rugiera el estómago y comenzó a frecuentar una panadería que estaba a un par de kilómetros de donde vivía. Bueno, más que frecuentar la panadería, frecuentaba el basurero de la panadería. Allí se aglomeraban niños y adolescentes a la caza de los dulces y otros productos desechados.
Barry lo sabía, así que, aburrido de estar en casa, decidió acompañar a su hermano. Lo que no sabía Barry —no tenía cómo, es analfabeta funcional y le cuesta entender algunas cifras— era que, según Cáritas, el 45% de los hogares en Venezuela no reporta consumo de carnes, el 74% no consume productos lácteos, el 55% no consume huevos y en menos del 40% de los hogares se come frutas y vegetales. Barry dice que comía mucha arepa, arroz y pasta. A veces con queso, a veces con un poquito de carne molida, a veces con otro tipo de carbohidratos. Pero como cada quien juzga según con quien se compare, Barry sentía que comía bien.
Por eso, me explica, no fue tanto lo material lo que lo impulsó a seguir bajando todos los días a encontrarse con Charly, sino la camaradería que vio entre los chamos. En menos de un mes, ya había hecho su propio grupo de amigos. Reían, inventaban juegos, se abrazaban. Durante horas Barry se olvidaba de extrañar lo que no tenía en casa.
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Gloriana Faría tiene casi veinte años trabajando con niños en situación de calle. Fue presidenta del Consejo de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes en Chacao, actualmente es suplente en la junta directiva de Cecodap (una organización que trabaja por esta población desde 1984) y miembro de Aldeas Infantiles SOS de Venezuela. Esta última organización, de carácter internacional, tiene entidades de atención (casas para niños separados de sus familias) en Turmero, Cañada de Urdaneta y Ciudad Ojeda. En todos lados donde trabajan hacen también programas de fortalecimiento familiar, que buscan evitar que se produzca una ruptura en los hogares. En Petare, por ejemplo, dan apoyo nutricional y psicosocial.
Lo más importante, explica Gloriana y cada activista con quien conversaré, son los programas de prevención. Son los que evitan que haya más niños y niñas en la calle. En Venezuela casi todos están a cargo de instituciones privadas, pero son insuficientes ante los datos expresados arriba. Hay distintos factores de riesgo: violencia intrafamiliar y en la comunidad, pobreza extrema, deserción escolar y tensiones emocionales. Aldeas Infantiles, por ejemplo, cuenta con trabajadores sociales que hacen estudios para identificar a qué familias deben apoyar.
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Barry iba al colegio en la mañana. Pasaba el resto del día en la calle hasta que subía a su casa en las noches para dormir. Comía de la basura o dulces que compraba junto a otros niños. ¿Con qué dinero? Con el que robaban o con el que adquirían al vender productos pequeños que hurtaban de las tiendas.
Además, consiguió una novia. Muma era el apodo de la niña en cuestión, contemporánea de él. Ella le enseñó trucos y códigos, como arrancarles cosas de las manos a las personas y huir a toda velocidad. Con “personas” se refería tanto a transeúntes como a otros niños de la calle. La diferencia es que, en el caso de los segundos, si te atrapan se desatan peleas que pueden acabar desde en rasguños hasta en la muerte.
Ley número uno de la calle, repite Barry: tienes que matarte por lo tuyo. Lo que mendigas, robas, hurtas o consigues es tuyo. Nadie puede quitártelo. Las primeras veces que reunió dinero mendigando, otros niños se acercaron a quitárselo en actitud lúdica. Hicieron lo mismo con unos zapatos y unos panes que también eran de él. Barry se convirtió en un cachorro de león que usó un pico de botella para marcar su territorio. Hoy día tiene más de treinta cicatrices en todo el cuerpo. Los otros niños, en esa primera ocasión, entendieron el mensaje.
Un raro fin de semana en el que su papá no estaba cumpliendo uno de los tantos trabajos que tenía, Barry coincidió en la casa con él. Ya no recuerda por qué discutieron, pero sí que papá le dio una cachetada. Barry agarró algunas de sus cosas y se fue.
Es importante hacer una distinción, dice la teoría, entre los llamados “niños de la calle”. Hay algunos que duermen en sus casas, pero pasan el día fuera de ella. Hay otros que directamente viven en la calle. Algunos tienen periodos de ir y volver al hogar. Hace unos tres o cuatro años, según me cuenta la activista e investigadora de derechos de la niñez Gloria Perdomo, se vio a muchos niños mendigando, vendiendo cosas o hurgando en la basura en compañía de sus padres. Fue entre 2016 y 2017, tiempos de escasez, de inaugurar nuevos niveles de crisis en Venezuela y de viralizar fotos de gente comiendo de la basura. Algunas de esas cosas, más que desaparecer, se normalizaron. Lo que sí desapareció en la mayoría de los casos fueron los padres de los niños en cuestión. A falta de estadísticas oficiales, casi todos los activistas coinciden en que la cifra de niños, niñas y adolescentes “de la calle” ha crecido pero, explica Gloria, ahora se les ve solos.
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Barry trató de volver a su casa varias veces. En ese periodo nunca dejó de estudiar; menos de dibujar, una pasión que lo acompaña desde siempre. Una de las últimas ocasiones en que vio a su mamá, entre sus idas y venidas, ya consumía cigarros de nicotina y creepy. Su mamá llegó a casa y sintió el olor.
La discusión había empezado tiempo atrás, cuando ella le soltó a bocajarro que no quería un hijo de la calle. Así que o se encarrilaba o se iba para siempre. Barry siguió con sus intermitencias entre ir y venir. Hasta ese momento en el que su mamá lo descubrió fumando.
—Me desentiendo de ti, yo no quiero un hijo drogadicto.
Barry estalló en gritos e insultos, soltó todo lo que llevaba dentro, hasta que su pecho se serenó, como quien se recupera tras las arcadas del vómito. Le pidió perdón a su mamá, pero ella no se lo aceptó. Así que esta vez, ahora sí de forma definitiva, bajó a la calle.
Se encontró con Ricardo, un joven cuatro años mayor que vivía a la deriva desde hacía un lustro. Desde el principio se había llevado bien con él, le parecía más pila y comprensivo que sus hermanos, además le daba consejos respecto a Muma. Barry le contó que ahora sí se iba a quedar definitivamente. Ricardo lo abrazó, le dijo que no estaba solo. Y que si se sentía mal, tenía algo que lo podía ayudar. Ese día Barry comenzó su adicción al crack.
Ricardo le enseñó todo lo que sabía: a defenderse, a pedir, a robar, a hurtar y hurgar. Le habló del Guaire, un contaminado río de Caracas, y de cómo buscar oro allí, le enseñó a cocinar con leña, le explicó qué cuerpos de (in)seguridad del Estado eran más peligrosos y cuáles más permisivos. Le enseñó a mentir. Le habló de la ley, la de verdad, la que está escrita: si cometía un delito cuando tuviera más de catorce años, lo podían meter preso. Aunque, insistió, mejor que no se confiara: hoy día cualquiera hacía lo que le daba la gana. Barry comenzó a llamarlo papá y hasta le pedía la bendición.
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A Gloria Perdomo, a quien ya mencioné, me la presentaron como una superespecialista en materia de niños de la calle. Participó en la creación de la Lopna (Ley Orgánica para la Protección del Niño, Niña y Adolescente) y de las defensorías, organismos implementados desde principios del siglo XXI en Venezuela para hacer valer los derechos de los menores de edad. Gloria insiste en que lo más importante para atender a esta población es no diseñar un programa talla única, dado que las variantes son muchas. Cada experiencia es diferente y debe ser tratada de forma individual.
Si algo la escandaliza es escuchar cosas como que a los niños les gusta estar en la calle o que se haga referencia a su modo de vida como algo que ellos escogen y disfrutan. “Estar en la calle implica no tener acceso a servicios básicos. No es una situación normal, la calle no es espacio de vida o de cuidado de un ser humano que más bien está en proceso de formación. La presencia de niños en la calle debería ser una situación que encienda alarmas. Además de que se debería disponer de un lugar, cosa que tampoco es tan costosa, en el que puedan asearse, comer y ser escuchados con respecto a la situación que atraviesan”, subraya.
Claro que en la Venezuela de 2022 estar en casa tampoco garantiza acceso a servicios básicos. Según datos de Cáritas, el 83% de los hogares no tiene acceso a agua continua. Estamos hablando de un país en el que, en momentos puntuales, gente con trabajo y vivienda propia ha tenido que buscar agua en las alcantarillas para bajar las pocetas, en el que algunas comunidades más pudientes tienen que comprarle agua a camiones cisterna y en el que en el este de Caracas más de una junta de edificio decidió perforar suelos en busca de pozos.
Como sea, según el mismo informe de Cáritas de 2020, el 27% de los hogares del país ha tenido que recurrir a la mendicidad, el 42% a rebuscar alimentos en la calle y el 35% ha consumido alimentos que preferiría no haber comido. Gloria Perdomo es enfática: que un niño prefiera estar en la calle es una anomalía que debería escandalizar. Me pregunto, también, qué significa que casi la mitad de los hogares de Venezuela tengan que pedir comida en la calle o buscarla en la basura. Un niño desprotegido huye. Pero ¿a dónde va un gentilicio desprotegido?
A principios de siglo, cuenta Gloria, hubo un trabajo mancomunado entre varias alcaldías de Caracas, entre ellas, la de Chacao y la Alcaldía Mayor, junto con los consejos municipales de derechos de niños, niñas y adolescentes. Eran los primeros tiempos de la Lopna en Venezuela. Se logró reducir la cantidad de niños que había en la calle en un lapso de dos o tres años. Pero, ojo, reducir es un verbo inexacto. Muchos creen que el éxito en estos casos es ubicar al infante o adolescente en una entidad de atención —que algunos llaman casas de acogida— y no, lo que se logró fue restituirlos a sus casas. Se habló con ellos, se les escuchó, se les atendió, se habló con las respectivas familias, hubo acompañamiento psicosocial. “Se demostró que eso es posible, sin necesidad de encerrarlos en algún sitio”, cuenta Gloria.
En los últimos años, explica, lo que ha venido ocurriendo es un deterioro de las condiciones de vida en Venezuela que ha hecho que la población en la calle vaya en aumento. Hasta en sitios en los que esto era impensable, como en Tucupita. “Uno se pregunta ¿dónde están los padres de esos niños? En muchos casos, tuvieron que migrar y los dejaron al cuidado de familiares con los que el niño no se sentía identificado”, dice Gloria.
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Muma, la otrora novia de Barry, le contó que su mamá se fue a Perú y su papá a Colombia. No sabía por qué a países distintos y tampoco le importaba, lo cierto es que no los había visto en dos años. Junto con su hermana mayor, quedó al cuidado de una tía. En casa no había comida, cortaban el agua y ella se aburría hasta lo impensable cuando se iba la luz y ni siquiera podía ver televisión. Le gustaba fingir que actuaba, imaginarse en una serie juvenil. Por eso cuando un novio de la tía trató de tocarla más de lo que era debido, decidió escenificar para siempre —o mientras durase— el papel de adulta en la calle. A su hermana mayor la veía poco, lo último que supo es que intercambiaba sexo por dinero en algunas plazas. Muma quería que el placer se lo diera solo quien le gustaba, por lo que prefería robar para comprar drogas. Muma tenía catorce años cuando se instaló a vivir junto a Barry en un bugui.
Los buguis son viviendas improvisadas, cortinas de tela, sitios en los que los indigentes aglutinan sus pertenencias. Si afinan bien la vista, verán que hay muchos en Caracas. Solo tienen que ver más allá de sus propios pasos.
Según prevé el Plan de Respuesta 2022 de la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V), en 2021 ya había seis millones de refugiados y migrantes venezolanos fuera del país (diecisiete países de América Latina concentran al 84%). Pero en 2022 habrá unos 8.9 millones, esto lo explicó Eduardo Stein, representante especial conjunto del Acnur y la OIM (el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y la Organización Internacional para las Migraciones, respectivamente). La pregunta importante detrás del dato es cuántos jóvenes más acabarán desprotegidos.
Es difícil saberlo, me explica Gloriana, primero porque no hay datos oficiales (que debería suministrar el gobierno de Venezuela); segundo, porque contabilizar esta población es un trabajo en el que es fácil ser inexacto. Cuando ella trabajaba en la alcaldía de Chacao, había muchos niños pidiendo o vendiendo en el municipio, pero luego resultaba que ninguno vivía allí. Eran de Petare, Los Valles del Tuy, del centro de Caracas y se trasladaban adonde consideraban que les podía ir mejor en sus actividades. Eso se repite hoy día: Barry y sus amigos recorren toda la ciudad según su antojo. También aprenden a mentir: sobre su edad, nombre y residencia oficial.
En muchos casos, estos niños están a merced de un círculo vicioso. El procedimiento en Chacao, según Gloriana Faría, establece que si uno de ellos es identificado por las autoridades, debe ser trasladado a su municipio de origen. Así que al niño que agarran en Chacao lo llevan, por ejemplo, a Petare y se olvidan de él, solo para que no les “afee” las aceras. Una vez en el municipio al que corresponde, llevan al niño a la casa de la que huyó y en cuestión de días, o de horas, está de nuevo en la calle. En caso de que no haya adónde llevarlo, porque hay una situación de violencia que lo separó de casa o por la razón que sea, lo llevan a una entidad de atención.
También sucede, cuenta Gloriana, que muchas veces viven en las llamadas zonas de paz de Venezuela (que, para resumir, diremos que son sitios en los que el régimen entregó el control a bandas delictivas) y los policías no pueden entrar allí. Algunos se arriesgan y van de civil, sabiendo que su vida corre peligro, a tocar la puerta de los representantes del niño o adolescente.
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Barry tenía grupos de amigos en diferentes partes de Caracas. Sabía en dónde había basura de mejor “calidad”, en qué locales le podían dar comida, qué tiendas eran más fáciles de robar. En algún momento tuvo contacto con miembros de una de las tantas ONG que atienden a jóvenes como él. Hizo buenas migas con los trabajadores sociales y vio cómo algunos de sus compañeros comenzaban a asistir a actividades con ellos. Barry dice que le caían bien, pero no terminaba de animarse porque solo quería consumir droga.
—Me volví como malo, ¿sabes? Estaba en un mundo ficticio en mi mente, donde todo era como pelear, fumar y ya.
Lo dice y aprieta los dientes, como una fiera que recuerda sus días de caza. De vez en cuando hacía algún dibujo, pero no tenía a quién mostrárselo. Ni Ricardo ni Moma ni Charly valoraban cosas como esas. Aunque había otros dos niños que tenían gustos parecidos. Se quedaban los tres viendo las vidrieras que exhibían revistas coloridas o cosas de anime. A uno de esos niños, se enteraría Barry después, lo atropelló un carro mientras huía de unos policías en Las Mercedes. En esa área de la ciudad, dicen muchos, no hay que dejarse ver por ningún uniformado: les pueden pegar, cortarles el cabello o subirlos a patrullas y dejarlos en cualquier parte menos en donde no “dañen” la poca vida nocturna que sobrevive en Caracas. El otro de los amigos de Barry está en una entidad de atención.
No sabe mucho, explica Barry, pero parece que en su familia había una situación de mucha violencia, por lo que un tribunal dictaminó que sus padres debían perder la custodia. En Caracas hay entidades de atención privadas y públicas. Los niños les tienen especial miedo a las públicas. En las privadas, como la red de Casas Don Bosco y Fundana, están más resguardados y mejor atendidos. No obstante, hay un problema que es muy difícil de afrontar.
Otro Enfoque es una fundación, en Venezuela, que nació hace cuatro años de la mano de Zuly Mejías, para atender a niños y adolescentes que hacían vida en la Plaza Madariaga. Comenzaron a hacer trabajo social con unos sesenta chamos. Se sumaron a las actividades cuarenta, desertaron aproximadamente diez. Llegaron otros. Hoy día tienen una sede en Chacaíto, a la que asisten con regularidad entre veinticinco y treinta jóvenes. Todos ellos fueron reinsertados en sus hogares, luego de atender las causas que los motivaron a huir. Psicólogos y trabajadores sociales acompañan a los niños y a las familias. Hacen distintos tipos de terapia. Hay niños que hace dos años estaban robando o pidiendo dinero y ahora están continuando sus estudios.
Todos los días, un autobús los busca en El Paraíso. Los que van al colegio son trasladados hasta allá y luego los llevan a la sede. Allí, de la mano del equipo, hacen actividades recreativas, terapéuticas y cumplen con sus deberes académicos. Los adolescentes que no habían terminado la primaria la están sacando mediante Dawere, una plataforma de clases virtuales con la que tienen una alianza. En el caso del bachillerato, lograron que docentes de Misión Robinson, un programa del gobierno de Venezuela, fueran a darles clases. Pero, quizá, lo más difícil de atender son las adicciones.
En todo el país, explica Carolina Terán, miembro de Otro Enfoque, no hay centros de rehabilitación para niños. Para adultos hay privados y muy costosos. Aunado a eso, en casi ningún proyecto para jóvenes desprotegidos se trabaja directamente con adicciones. Ni en las casas de atención ni en la mayoría de las ONG de Venezuela. Otro Enfoque, dice Carolina, logró una alianza con el Cepai de la avenida Lecuna (Centro Especializado de Prevención y Atención Integral), en donde les prestan a los chamos lo necesario para su desintoxicación. El detalle está en que, por un lado, se desintoxican y, por el otro, en la mayoría de los casos, salen de vuelta a consumir. Necesitarían estar en un lugar seguro y libre de tentaciones, vivir y dormir ahí durante un tiempo, con la atención de profesionales, pero no hay dónde. Según sus propios testimonios, una de las drogas que más consumen los niños de Caracas es el crack, que es casi tan adictiva como la heroína.
En Otro Enfoque hacen muchos trabajos de prevención en la Cota 905, una carretera de la capital y del centro norte de Venezuela, y en Santa Cruz del Este, un barrio de Caracas. Quienes ya son parte habitual del programa tratan a Zuly de mamá, a quien le ha tocado desde llevar a niños a urgencias hasta organizar un funeral. Carolina explica que una de las cosas más desafiantes para los chamos es adaptarse a estar todo el día en un solo sitio, pues vienen de vivir sin normas y con mucha energía. Destaca que todo siempre debe hacerse de forma voluntaria y recuerdo las palabras de Barry:
—La salvación es individual.
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Uno de los problemas que agudizó la pandemia fue el de conseguir alimentos. Con los locales cerrados, había menos lugares para ir a comprar o pedir, explica Carolina. Además, está el asunto de la deserción escolar. Según datos de la Encovi, entre el periodo 2019-2020 y el 2021 la cobertura global (para las edades comprendidas entre los tres y los veinticuatro años) cayó cinco puntos porcentuales, para pasar del 70% al 65%. Es decir, quinientos mil jóvenes dejaron de estudiar. Lo que, en muchos casos, significó más niños, niñas y adolescentes en las calles de Venezuela.
Barry me cuenta que con la pandemia comenzaron a meterse a los locales que permanecían cerrados. El lema era “las noches son para los gatos”. Y ellos se sentían felinos: cazaban de día, hurtaban de noche.
—Pero todo nos lo fumábamos.
Después de los primeros meses viviendo de forma definitiva en la calle, dejó el colegio. Una de las últimas veces que vio a su mamá, ella lo increpó en público y hasta trató de agredirlo con un cuchillo.
—Yo entré en depresión, me cortaba las venas.
No le importaba andar sucio ni descalzo. A sus dieciséis, tras tres años en eso, ya se estaba cansando. Sobre todo, porque veía a amigos que poco a poco parecían más tranquilos, debido a que los asistía alguna de las ONG que hay en Venezuela. Buscó ayuda con un primo, que vivía en Petare. Comenzó a vivir con él, pero a veces se escapaba para volver a consumir creepy y crack. Hasta que un día dijo basta e inició un proceso de desintoxicación, apoyado por su primo, en el que primero dejó el crack, luego el creepy y de último el cigarro y el alcohol. También retomó los estudios.
A Moma la dejó de ver, pues ella equivalía para él a la tentación de consumir. A veces visitaba a algunos amigos. A su hermano, una mañana cualquiera, fue a llevarle comida. Charly seguía viviendo en las calles de la capital de Venezuela. Había perdido la mitad del pie derecho, debido a una bala. Barry le estaba entregando la vianda que le había mandado el primo cuando llegaron tres carros de cuerpos de (in)seguridad del Estado, que empezaron a darle golpes a todos los indigentes. Los obligaron a subir a un camión con jaula, una de las llamadas perreras. Charly trató de subirse, pero no podía: estaba cojeando y herido. Barry se metió a defenderlo. Al final, los montaron a todos.
Se estacionaron varios kilómetros más allá de donde los habían agarrado. Estuvieron detenidos varias horas en las que, como era de esperar, surgieron peleas entre los secuestrados. Hasta que los funcionarios se bajaron y los tranquilizaron a punta de golpes. A las cuatro de la tarde se los llevaron para Negra Hipólita, una de las misiones del régimen de Venezuela que —se supone— debe atender a adultos en situación de calle. Todos los niños y adolescentes con quienes hablé me dijeron que les temían: en la práctica lo que hacen es golpearlos y a veces hasta más. El caso es que a Barry no se lo podían llevar, pues era menor de edad. Se quedó solo en el camión con un par de representantes de Negra Hipólita y uno del Instituto Autónomo Consejo Nacional de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, el Idena.
Barry trató de saltar, pero lo agarraron.
—¡Ya no estás con tu combo! —le gritaron los de Negra Hipólita y le dieron lo que él define como “palazos”.
Lo obligaron a bajar la cabeza y lo llevaron, en el camión, para Ciudad Caracas, un penal para menores de edad en el que deberían estar solo quienes fueron procesados y declarados culpables tras cometer un delito. En el estacionamiento, los funcionarios de (in)seguridad y los de Negra Hipólita le advirtieron que si no lo recibían ahí lo iban a “lanzar por el puente Caracas-La Guaira, y si alguien les preguntaba qué era eso [el cuerpo de Barry] ellos iban a decir que un colchón”. A las ocho de la noche lo ingresaron a Ciudad Caracas.
Le ordenaron desnudarse y dejar sus pocas cosas. Lo hicieron agacharse para afeitarlo. Alzó la cabeza antes de que hubiesen terminado y le gritaron que si no se daba cuenta de que aún había un poquito de cabello: le entraron a patadas. Después le echaron dos tobos de agua fría y lo pasaron para la celda.
—Cuidado con lo que haces, porque si les haces algo a esos menores, vas a llorar sangre —le advirtió el funcionario de Ciudad Caracas.
Tras ponerse un mono roto que le dieron, se le fueron acercando otros jóvenes. Le decían cosas, le hacían preguntas, se movían como una manada de leones rodeando a un extraño. Barry subió la voz, dijo que él recorría Chacao, Chacaíto, Las Mercedes, El Paraíso, Plaza Venezuela. Nombró a los líderes de las bandas juveniles de esos lugares, les hizo ver cuál era su bagaje. Le tiraron una chola de petróleo para que la usara como arma: la última prueba era “entrarse a fuego” con los demás cachorros.
Allí se rencontró con un pana al que había conocido en Plaza Venezuela, otra de las áreas de la ciudad en la que, dicen, es más brutal la represión. Como se conocían, el chico le permitió acostarse en su cama. Solo había dos con colchón: la de los dos chamos que lideraban en la celda.
Pasó una semana sin que ninguno de los dolientes de Barry supiera dónde estaba. Él conoció a muchachos que llevaban más de medio año allí, en su misma situación. Cuando iban a buscarlos sus familiares, los funcionarios negaban que estuvieran encerrados. Barry les dijo a varios de sus nuevos compañeros que tenía un primo que vivía en Petare. Uno de ellos le preguntó si se sabía algún número de teléfono. Barry dijo que sí. Entonces le dijeron que les diera su comida y al rato le iban a mandar un mono para que anotara allí el número.* Ya antes su primo había ido varias veces a Ciudad Caracas junto a otros activistas, preguntando por él. Siempre le respondieron que Barry no estaba allí. Esta vez el compañero de prisión cumplió su palabra, llamó y así los dolientes de Barry pudieron confirmar su paradero.
Esa tarde escuchó gritos desde la autopista. Lo llamaban. Era su primo. Él respondió y otros chamos lo ayudaron gritando que ahí estaba.
—No le hagan el coro a ese menor, ¿no saben que se pueden meter en un lío por ayudarlo? —los reprendió el custodio.
A Barry, como castigo, lo metieron para un tigrito. Es decir, una celda de poco más de dos metros cuadrados en la que hacen pagar penitencia a los presos. Lo desnudaron, le echaron gas pimienta y ahí lo dejaron toda la noche. En lo sucesivo, cada vez que su primo o algún familiar iba a buscarlo, los custodios les entraban a cachetadas a Barry y a los otros chamos. La consigna era “por uno, pagan todos”.
Un día lo sacaron junto a otro grupo de muchachos, bajo la premisa de que lo iban a llevar para Ciudad Caribia (un penal de menores en La Guaira), lo que los desanimó aún más. Con las cabezas agachadas, los montaron en un camión de presos y, en realidad, los trasladaron para el Centro de Atención Integral de Los Chorros. Allí le preguntaron por los números de teléfono de sus familiares y, una hora después, al fin salía libre.
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Gloria Perdomo destaca que es indispensable la labor de las defensorías, espacios a los que se puede recurrir para hacer valer los derechos de los niños, niñas y adolescentes de Venezuela. Dice que la Fundación Luz y Vida atiende en toda Caracas, también están las defensorías del municipio Libertador y la del municipio Chacao, así como algunas que están a cargo de organizaciones comunitarias, aunque muchas han tenido que cerrar sus puertas por falta de recursos. Pero, por ejemplo, en la práctica, agrega, el trabajo que hace Cecodap es de defensoría.
En 2018 esta organización contabilizó quinientos menores de edad en situación de calle en el municipio Baruta, 147 en El Hatillo y 44 en Chacao. El psicólogo de la organización, Abel Sarabia, declaró a Efe que en Venezuela hay un “sistema de protección que ni es sistema ni protege […]. Donde hay un niño en situación de calle es porque su familia fue incapaz de protegerlo y el Estado no tuvo la capacidad de ofrecer respuestas adecuadas”. Es fácil suponer que, con la pandemia y el notable deterioro de las condiciones de vida, las cifras anteriores han aumentado.
Barry comenzó a asistir a terapia. Pero un último escollo, a sus dieciséis años, lo golpeó. Debido a los enfrentamientos entre bandas que se viven en Petare, su primo tuvo que migrar. Por lo que estuvo cerca de volver a quedar en la calle. Una tarde se puso a hablar con el párroco, al que le pidió un cigarro. El padre se lo negó, diciéndole que él había dejado de fumar y le preguntó qué le pasaba. En cosa de un par de días, Barry se mudó a casa de una activista. Ahora vive más tranquilo, sin tener que entrarse a golpes; tiene tiempo sin hacerse nuevas cicatrices y hasta está descubriendo las ensaladas y una variedad de frutas que nunca había probado. Lo que más le entusiasma es que volvió a dibujar.
—En la calle yo no dibujaba porque si lo hacía, ¿a quién se lo iba a mostrar? En cambio ahorita es como que me estimulan, me dicen que está finísimo y, bueno, nada, ahorita estoy haciendo un curso de ilustración.
También retomó el bachillerato. A Ricardo lo visita de vez en cuando. Barry aconseja a quien llegó a considerar su papá: le dice que deje de robar, que no se meta en más líos, que cuál es el sentido de conseguir cien dólares en la mañana para fumárselos en crack en la tarde. Ricardo le dice que está contento por sus cambios y que él quisiera tratar de emularlo, pero no sabe cómo.
A su papá biológico lo vio hace poco. Se metió a la que era su casa para llevarles medicinas a sus hermanos y el papá lo vio. Por primera vez, Barry le notó una expresión que no fue de rabia o frustración: puso cara de sorpresa.
—Hijo, yo pensé que te habían matado —tenían tres años sin verse.
Con sus hermanos tiene mejor relación ahora. Tanto con Charly, que sigue en la calle, como con los otros que lo visitan de vez en cuando. Algunos también se benefician de los programas de las ONG. Dos de ellos migraron.
Con su mamá no habla desde hace años. Él le escribe y ella no le responde, la llama y ella lo ignora. Barry dice que ahora puede aspirar a otras cosas en la vida, que puede empezar a pensar en un futuro más allá de amanecer vivo. Que ahora sabe el significado de sueño y meta.
—Y yo tengo un sueño y una meta: recuperar a mi mamá.
Este texto fue posible gracias al apoyo de la Fundación Ford.
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* En el español de Venezuela, "mono" significa "pantalones deportivos". Como los niños no tenían acceso a papeles y estaba prohibida la comunicación entre celdas, le mandaron un pantalón deportivo para que anotara allí el número de teléfono.
Para verificar el testimonio de “Barry”, en específico, su secuestro y los golpes que recibió, Lizandro Samuel habló con quienes gestaron su liberación. Además de él, otros niños, que habían sido detenidos, le confirmaron lo mismo a una ONG en Venezuela. El fragmento sobre lo que le ocurrió a “Barry” dentro del penal, en cambio, es su testimonio.
Venezuela es un país donde casi la mitad de los hogares reporta haber tenido que rebuscar alimentos en la calle y el 27% se ha visto forzado a recurrir a la mendicidad. En 2021 la pobreza extrema alcanzó al 76.6% del país. ¿Cómo viven esto las y los niños y adolescentes? No hay datos oficiales, pero se les ve en las calles de Caracas. “Barry” comparte su testimonio para este reportaje sobre la infancia, que Venezuela ha condenado a la miseria.
"¿De qué me servía que me dieran lo material si no me daban amor?" Barry, llamémosle Barry, habla con la cabeza gacha pero sube la vista cuando dice la línea anterior. Me ve a los ojos, hace una pausa y sigue con su historia. La tiene bien ensayada, al igual que cualquiera que necesite recordar cómo se ha sobrepuesto a los demonios, como les sucede a demasiados niños. Tenía trece años, ocho hermanos, vivía en un sector popular de Caracas, Venezuela, y sus papás nunca estaban en casa.
Ante la ausencia de ley, los hermanos discutían mucho. A Barry la casa se le hacía como una prisión. Cuando se despertaba para irse al colegio, ya ni papá ni mamá estaban. Cada quien debía hacer su propio desayuno. Algunas noches se acostaba a dormir sin haberlos visto. Él dice, aunque con otras palabras, que lo que necesitaba era atención. No obstante, uno de sus hermanos mayores se había ido a la calle dos años antes en busca de comida.
Dice la Encovi (la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida que levanta la Universidad Católica Andrés Bello, ubicada en Caracas, junto con un equipo de economistas y sociólogos) que en Venezuela la pobreza extrema sigue creciendo y en 2021 llegó a abarcar dos tercios del país, es decir: 76.6% de los hogares. En el ciclo anterior, 2019-2020, la cifra era 67.7%.
Pobreza extrema significa que no se pueden comprar artículos básicos. Pobreza extrema significa que Charly, dígamosle Charly al hermano de Barry, se cansó de que le rugiera el estómago y comenzó a frecuentar una panadería que estaba a un par de kilómetros de donde vivía. Bueno, más que frecuentar la panadería, frecuentaba el basurero de la panadería. Allí se aglomeraban niños y adolescentes a la caza de los dulces y otros productos desechados.
Barry lo sabía, así que, aburrido de estar en casa, decidió acompañar a su hermano. Lo que no sabía Barry —no tenía cómo, es analfabeta funcional y le cuesta entender algunas cifras— era que, según Cáritas, el 45% de los hogares en Venezuela no reporta consumo de carnes, el 74% no consume productos lácteos, el 55% no consume huevos y en menos del 40% de los hogares se come frutas y vegetales. Barry dice que comía mucha arepa, arroz y pasta. A veces con queso, a veces con un poquito de carne molida, a veces con otro tipo de carbohidratos. Pero como cada quien juzga según con quien se compare, Barry sentía que comía bien.
Por eso, me explica, no fue tanto lo material lo que lo impulsó a seguir bajando todos los días a encontrarse con Charly, sino la camaradería que vio entre los chamos. En menos de un mes, ya había hecho su propio grupo de amigos. Reían, inventaban juegos, se abrazaban. Durante horas Barry se olvidaba de extrañar lo que no tenía en casa.
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Gloriana Faría tiene casi veinte años trabajando con niños en situación de calle. Fue presidenta del Consejo de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes en Chacao, actualmente es suplente en la junta directiva de Cecodap (una organización que trabaja por esta población desde 1984) y miembro de Aldeas Infantiles SOS de Venezuela. Esta última organización, de carácter internacional, tiene entidades de atención (casas para niños separados de sus familias) en Turmero, Cañada de Urdaneta y Ciudad Ojeda. En todos lados donde trabajan hacen también programas de fortalecimiento familiar, que buscan evitar que se produzca una ruptura en los hogares. En Petare, por ejemplo, dan apoyo nutricional y psicosocial.
Lo más importante, explica Gloriana y cada activista con quien conversaré, son los programas de prevención. Son los que evitan que haya más niños y niñas en la calle. En Venezuela casi todos están a cargo de instituciones privadas, pero son insuficientes ante los datos expresados arriba. Hay distintos factores de riesgo: violencia intrafamiliar y en la comunidad, pobreza extrema, deserción escolar y tensiones emocionales. Aldeas Infantiles, por ejemplo, cuenta con trabajadores sociales que hacen estudios para identificar a qué familias deben apoyar.
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Barry iba al colegio en la mañana. Pasaba el resto del día en la calle hasta que subía a su casa en las noches para dormir. Comía de la basura o dulces que compraba junto a otros niños. ¿Con qué dinero? Con el que robaban o con el que adquirían al vender productos pequeños que hurtaban de las tiendas.
Además, consiguió una novia. Muma era el apodo de la niña en cuestión, contemporánea de él. Ella le enseñó trucos y códigos, como arrancarles cosas de las manos a las personas y huir a toda velocidad. Con “personas” se refería tanto a transeúntes como a otros niños de la calle. La diferencia es que, en el caso de los segundos, si te atrapan se desatan peleas que pueden acabar desde en rasguños hasta en la muerte.
Ley número uno de la calle, repite Barry: tienes que matarte por lo tuyo. Lo que mendigas, robas, hurtas o consigues es tuyo. Nadie puede quitártelo. Las primeras veces que reunió dinero mendigando, otros niños se acercaron a quitárselo en actitud lúdica. Hicieron lo mismo con unos zapatos y unos panes que también eran de él. Barry se convirtió en un cachorro de león que usó un pico de botella para marcar su territorio. Hoy día tiene más de treinta cicatrices en todo el cuerpo. Los otros niños, en esa primera ocasión, entendieron el mensaje.
Un raro fin de semana en el que su papá no estaba cumpliendo uno de los tantos trabajos que tenía, Barry coincidió en la casa con él. Ya no recuerda por qué discutieron, pero sí que papá le dio una cachetada. Barry agarró algunas de sus cosas y se fue.
Es importante hacer una distinción, dice la teoría, entre los llamados “niños de la calle”. Hay algunos que duermen en sus casas, pero pasan el día fuera de ella. Hay otros que directamente viven en la calle. Algunos tienen periodos de ir y volver al hogar. Hace unos tres o cuatro años, según me cuenta la activista e investigadora de derechos de la niñez Gloria Perdomo, se vio a muchos niños mendigando, vendiendo cosas o hurgando en la basura en compañía de sus padres. Fue entre 2016 y 2017, tiempos de escasez, de inaugurar nuevos niveles de crisis en Venezuela y de viralizar fotos de gente comiendo de la basura. Algunas de esas cosas, más que desaparecer, se normalizaron. Lo que sí desapareció en la mayoría de los casos fueron los padres de los niños en cuestión. A falta de estadísticas oficiales, casi todos los activistas coinciden en que la cifra de niños, niñas y adolescentes “de la calle” ha crecido pero, explica Gloria, ahora se les ve solos.
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Barry trató de volver a su casa varias veces. En ese periodo nunca dejó de estudiar; menos de dibujar, una pasión que lo acompaña desde siempre. Una de las últimas ocasiones en que vio a su mamá, entre sus idas y venidas, ya consumía cigarros de nicotina y creepy. Su mamá llegó a casa y sintió el olor.
La discusión había empezado tiempo atrás, cuando ella le soltó a bocajarro que no quería un hijo de la calle. Así que o se encarrilaba o se iba para siempre. Barry siguió con sus intermitencias entre ir y venir. Hasta ese momento en el que su mamá lo descubrió fumando.
—Me desentiendo de ti, yo no quiero un hijo drogadicto.
Barry estalló en gritos e insultos, soltó todo lo que llevaba dentro, hasta que su pecho se serenó, como quien se recupera tras las arcadas del vómito. Le pidió perdón a su mamá, pero ella no se lo aceptó. Así que esta vez, ahora sí de forma definitiva, bajó a la calle.
Se encontró con Ricardo, un joven cuatro años mayor que vivía a la deriva desde hacía un lustro. Desde el principio se había llevado bien con él, le parecía más pila y comprensivo que sus hermanos, además le daba consejos respecto a Muma. Barry le contó que ahora sí se iba a quedar definitivamente. Ricardo lo abrazó, le dijo que no estaba solo. Y que si se sentía mal, tenía algo que lo podía ayudar. Ese día Barry comenzó su adicción al crack.
Ricardo le enseñó todo lo que sabía: a defenderse, a pedir, a robar, a hurtar y hurgar. Le habló del Guaire, un contaminado río de Caracas, y de cómo buscar oro allí, le enseñó a cocinar con leña, le explicó qué cuerpos de (in)seguridad del Estado eran más peligrosos y cuáles más permisivos. Le enseñó a mentir. Le habló de la ley, la de verdad, la que está escrita: si cometía un delito cuando tuviera más de catorce años, lo podían meter preso. Aunque, insistió, mejor que no se confiara: hoy día cualquiera hacía lo que le daba la gana. Barry comenzó a llamarlo papá y hasta le pedía la bendición.
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A Gloria Perdomo, a quien ya mencioné, me la presentaron como una superespecialista en materia de niños de la calle. Participó en la creación de la Lopna (Ley Orgánica para la Protección del Niño, Niña y Adolescente) y de las defensorías, organismos implementados desde principios del siglo XXI en Venezuela para hacer valer los derechos de los menores de edad. Gloria insiste en que lo más importante para atender a esta población es no diseñar un programa talla única, dado que las variantes son muchas. Cada experiencia es diferente y debe ser tratada de forma individual.
Si algo la escandaliza es escuchar cosas como que a los niños les gusta estar en la calle o que se haga referencia a su modo de vida como algo que ellos escogen y disfrutan. “Estar en la calle implica no tener acceso a servicios básicos. No es una situación normal, la calle no es espacio de vida o de cuidado de un ser humano que más bien está en proceso de formación. La presencia de niños en la calle debería ser una situación que encienda alarmas. Además de que se debería disponer de un lugar, cosa que tampoco es tan costosa, en el que puedan asearse, comer y ser escuchados con respecto a la situación que atraviesan”, subraya.
Claro que en la Venezuela de 2022 estar en casa tampoco garantiza acceso a servicios básicos. Según datos de Cáritas, el 83% de los hogares no tiene acceso a agua continua. Estamos hablando de un país en el que, en momentos puntuales, gente con trabajo y vivienda propia ha tenido que buscar agua en las alcantarillas para bajar las pocetas, en el que algunas comunidades más pudientes tienen que comprarle agua a camiones cisterna y en el que en el este de Caracas más de una junta de edificio decidió perforar suelos en busca de pozos.
Como sea, según el mismo informe de Cáritas de 2020, el 27% de los hogares del país ha tenido que recurrir a la mendicidad, el 42% a rebuscar alimentos en la calle y el 35% ha consumido alimentos que preferiría no haber comido. Gloria Perdomo es enfática: que un niño prefiera estar en la calle es una anomalía que debería escandalizar. Me pregunto, también, qué significa que casi la mitad de los hogares de Venezuela tengan que pedir comida en la calle o buscarla en la basura. Un niño desprotegido huye. Pero ¿a dónde va un gentilicio desprotegido?
A principios de siglo, cuenta Gloria, hubo un trabajo mancomunado entre varias alcaldías de Caracas, entre ellas, la de Chacao y la Alcaldía Mayor, junto con los consejos municipales de derechos de niños, niñas y adolescentes. Eran los primeros tiempos de la Lopna en Venezuela. Se logró reducir la cantidad de niños que había en la calle en un lapso de dos o tres años. Pero, ojo, reducir es un verbo inexacto. Muchos creen que el éxito en estos casos es ubicar al infante o adolescente en una entidad de atención —que algunos llaman casas de acogida— y no, lo que se logró fue restituirlos a sus casas. Se habló con ellos, se les escuchó, se les atendió, se habló con las respectivas familias, hubo acompañamiento psicosocial. “Se demostró que eso es posible, sin necesidad de encerrarlos en algún sitio”, cuenta Gloria.
En los últimos años, explica, lo que ha venido ocurriendo es un deterioro de las condiciones de vida en Venezuela que ha hecho que la población en la calle vaya en aumento. Hasta en sitios en los que esto era impensable, como en Tucupita. “Uno se pregunta ¿dónde están los padres de esos niños? En muchos casos, tuvieron que migrar y los dejaron al cuidado de familiares con los que el niño no se sentía identificado”, dice Gloria.
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Muma, la otrora novia de Barry, le contó que su mamá se fue a Perú y su papá a Colombia. No sabía por qué a países distintos y tampoco le importaba, lo cierto es que no los había visto en dos años. Junto con su hermana mayor, quedó al cuidado de una tía. En casa no había comida, cortaban el agua y ella se aburría hasta lo impensable cuando se iba la luz y ni siquiera podía ver televisión. Le gustaba fingir que actuaba, imaginarse en una serie juvenil. Por eso cuando un novio de la tía trató de tocarla más de lo que era debido, decidió escenificar para siempre —o mientras durase— el papel de adulta en la calle. A su hermana mayor la veía poco, lo último que supo es que intercambiaba sexo por dinero en algunas plazas. Muma quería que el placer se lo diera solo quien le gustaba, por lo que prefería robar para comprar drogas. Muma tenía catorce años cuando se instaló a vivir junto a Barry en un bugui.
Los buguis son viviendas improvisadas, cortinas de tela, sitios en los que los indigentes aglutinan sus pertenencias. Si afinan bien la vista, verán que hay muchos en Caracas. Solo tienen que ver más allá de sus propios pasos.
Según prevé el Plan de Respuesta 2022 de la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V), en 2021 ya había seis millones de refugiados y migrantes venezolanos fuera del país (diecisiete países de América Latina concentran al 84%). Pero en 2022 habrá unos 8.9 millones, esto lo explicó Eduardo Stein, representante especial conjunto del Acnur y la OIM (el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y la Organización Internacional para las Migraciones, respectivamente). La pregunta importante detrás del dato es cuántos jóvenes más acabarán desprotegidos.
Es difícil saberlo, me explica Gloriana, primero porque no hay datos oficiales (que debería suministrar el gobierno de Venezuela); segundo, porque contabilizar esta población es un trabajo en el que es fácil ser inexacto. Cuando ella trabajaba en la alcaldía de Chacao, había muchos niños pidiendo o vendiendo en el municipio, pero luego resultaba que ninguno vivía allí. Eran de Petare, Los Valles del Tuy, del centro de Caracas y se trasladaban adonde consideraban que les podía ir mejor en sus actividades. Eso se repite hoy día: Barry y sus amigos recorren toda la ciudad según su antojo. También aprenden a mentir: sobre su edad, nombre y residencia oficial.
En muchos casos, estos niños están a merced de un círculo vicioso. El procedimiento en Chacao, según Gloriana Faría, establece que si uno de ellos es identificado por las autoridades, debe ser trasladado a su municipio de origen. Así que al niño que agarran en Chacao lo llevan, por ejemplo, a Petare y se olvidan de él, solo para que no les “afee” las aceras. Una vez en el municipio al que corresponde, llevan al niño a la casa de la que huyó y en cuestión de días, o de horas, está de nuevo en la calle. En caso de que no haya adónde llevarlo, porque hay una situación de violencia que lo separó de casa o por la razón que sea, lo llevan a una entidad de atención.
También sucede, cuenta Gloriana, que muchas veces viven en las llamadas zonas de paz de Venezuela (que, para resumir, diremos que son sitios en los que el régimen entregó el control a bandas delictivas) y los policías no pueden entrar allí. Algunos se arriesgan y van de civil, sabiendo que su vida corre peligro, a tocar la puerta de los representantes del niño o adolescente.
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Barry tenía grupos de amigos en diferentes partes de Caracas. Sabía en dónde había basura de mejor “calidad”, en qué locales le podían dar comida, qué tiendas eran más fáciles de robar. En algún momento tuvo contacto con miembros de una de las tantas ONG que atienden a jóvenes como él. Hizo buenas migas con los trabajadores sociales y vio cómo algunos de sus compañeros comenzaban a asistir a actividades con ellos. Barry dice que le caían bien, pero no terminaba de animarse porque solo quería consumir droga.
—Me volví como malo, ¿sabes? Estaba en un mundo ficticio en mi mente, donde todo era como pelear, fumar y ya.
Lo dice y aprieta los dientes, como una fiera que recuerda sus días de caza. De vez en cuando hacía algún dibujo, pero no tenía a quién mostrárselo. Ni Ricardo ni Moma ni Charly valoraban cosas como esas. Aunque había otros dos niños que tenían gustos parecidos. Se quedaban los tres viendo las vidrieras que exhibían revistas coloridas o cosas de anime. A uno de esos niños, se enteraría Barry después, lo atropelló un carro mientras huía de unos policías en Las Mercedes. En esa área de la ciudad, dicen muchos, no hay que dejarse ver por ningún uniformado: les pueden pegar, cortarles el cabello o subirlos a patrullas y dejarlos en cualquier parte menos en donde no “dañen” la poca vida nocturna que sobrevive en Caracas. El otro de los amigos de Barry está en una entidad de atención.
No sabe mucho, explica Barry, pero parece que en su familia había una situación de mucha violencia, por lo que un tribunal dictaminó que sus padres debían perder la custodia. En Caracas hay entidades de atención privadas y públicas. Los niños les tienen especial miedo a las públicas. En las privadas, como la red de Casas Don Bosco y Fundana, están más resguardados y mejor atendidos. No obstante, hay un problema que es muy difícil de afrontar.
Otro Enfoque es una fundación, en Venezuela, que nació hace cuatro años de la mano de Zuly Mejías, para atender a niños y adolescentes que hacían vida en la Plaza Madariaga. Comenzaron a hacer trabajo social con unos sesenta chamos. Se sumaron a las actividades cuarenta, desertaron aproximadamente diez. Llegaron otros. Hoy día tienen una sede en Chacaíto, a la que asisten con regularidad entre veinticinco y treinta jóvenes. Todos ellos fueron reinsertados en sus hogares, luego de atender las causas que los motivaron a huir. Psicólogos y trabajadores sociales acompañan a los niños y a las familias. Hacen distintos tipos de terapia. Hay niños que hace dos años estaban robando o pidiendo dinero y ahora están continuando sus estudios.
Todos los días, un autobús los busca en El Paraíso. Los que van al colegio son trasladados hasta allá y luego los llevan a la sede. Allí, de la mano del equipo, hacen actividades recreativas, terapéuticas y cumplen con sus deberes académicos. Los adolescentes que no habían terminado la primaria la están sacando mediante Dawere, una plataforma de clases virtuales con la que tienen una alianza. En el caso del bachillerato, lograron que docentes de Misión Robinson, un programa del gobierno de Venezuela, fueran a darles clases. Pero, quizá, lo más difícil de atender son las adicciones.
En todo el país, explica Carolina Terán, miembro de Otro Enfoque, no hay centros de rehabilitación para niños. Para adultos hay privados y muy costosos. Aunado a eso, en casi ningún proyecto para jóvenes desprotegidos se trabaja directamente con adicciones. Ni en las casas de atención ni en la mayoría de las ONG de Venezuela. Otro Enfoque, dice Carolina, logró una alianza con el Cepai de la avenida Lecuna (Centro Especializado de Prevención y Atención Integral), en donde les prestan a los chamos lo necesario para su desintoxicación. El detalle está en que, por un lado, se desintoxican y, por el otro, en la mayoría de los casos, salen de vuelta a consumir. Necesitarían estar en un lugar seguro y libre de tentaciones, vivir y dormir ahí durante un tiempo, con la atención de profesionales, pero no hay dónde. Según sus propios testimonios, una de las drogas que más consumen los niños de Caracas es el crack, que es casi tan adictiva como la heroína.
En Otro Enfoque hacen muchos trabajos de prevención en la Cota 905, una carretera de la capital y del centro norte de Venezuela, y en Santa Cruz del Este, un barrio de Caracas. Quienes ya son parte habitual del programa tratan a Zuly de mamá, a quien le ha tocado desde llevar a niños a urgencias hasta organizar un funeral. Carolina explica que una de las cosas más desafiantes para los chamos es adaptarse a estar todo el día en un solo sitio, pues vienen de vivir sin normas y con mucha energía. Destaca que todo siempre debe hacerse de forma voluntaria y recuerdo las palabras de Barry:
—La salvación es individual.
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Uno de los problemas que agudizó la pandemia fue el de conseguir alimentos. Con los locales cerrados, había menos lugares para ir a comprar o pedir, explica Carolina. Además, está el asunto de la deserción escolar. Según datos de la Encovi, entre el periodo 2019-2020 y el 2021 la cobertura global (para las edades comprendidas entre los tres y los veinticuatro años) cayó cinco puntos porcentuales, para pasar del 70% al 65%. Es decir, quinientos mil jóvenes dejaron de estudiar. Lo que, en muchos casos, significó más niños, niñas y adolescentes en las calles de Venezuela.
Barry me cuenta que con la pandemia comenzaron a meterse a los locales que permanecían cerrados. El lema era “las noches son para los gatos”. Y ellos se sentían felinos: cazaban de día, hurtaban de noche.
—Pero todo nos lo fumábamos.
Después de los primeros meses viviendo de forma definitiva en la calle, dejó el colegio. Una de las últimas veces que vio a su mamá, ella lo increpó en público y hasta trató de agredirlo con un cuchillo.
—Yo entré en depresión, me cortaba las venas.
No le importaba andar sucio ni descalzo. A sus dieciséis, tras tres años en eso, ya se estaba cansando. Sobre todo, porque veía a amigos que poco a poco parecían más tranquilos, debido a que los asistía alguna de las ONG que hay en Venezuela. Buscó ayuda con un primo, que vivía en Petare. Comenzó a vivir con él, pero a veces se escapaba para volver a consumir creepy y crack. Hasta que un día dijo basta e inició un proceso de desintoxicación, apoyado por su primo, en el que primero dejó el crack, luego el creepy y de último el cigarro y el alcohol. También retomó los estudios.
A Moma la dejó de ver, pues ella equivalía para él a la tentación de consumir. A veces visitaba a algunos amigos. A su hermano, una mañana cualquiera, fue a llevarle comida. Charly seguía viviendo en las calles de la capital de Venezuela. Había perdido la mitad del pie derecho, debido a una bala. Barry le estaba entregando la vianda que le había mandado el primo cuando llegaron tres carros de cuerpos de (in)seguridad del Estado, que empezaron a darle golpes a todos los indigentes. Los obligaron a subir a un camión con jaula, una de las llamadas perreras. Charly trató de subirse, pero no podía: estaba cojeando y herido. Barry se metió a defenderlo. Al final, los montaron a todos.
Se estacionaron varios kilómetros más allá de donde los habían agarrado. Estuvieron detenidos varias horas en las que, como era de esperar, surgieron peleas entre los secuestrados. Hasta que los funcionarios se bajaron y los tranquilizaron a punta de golpes. A las cuatro de la tarde se los llevaron para Negra Hipólita, una de las misiones del régimen de Venezuela que —se supone— debe atender a adultos en situación de calle. Todos los niños y adolescentes con quienes hablé me dijeron que les temían: en la práctica lo que hacen es golpearlos y a veces hasta más. El caso es que a Barry no se lo podían llevar, pues era menor de edad. Se quedó solo en el camión con un par de representantes de Negra Hipólita y uno del Instituto Autónomo Consejo Nacional de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, el Idena.
Barry trató de saltar, pero lo agarraron.
—¡Ya no estás con tu combo! —le gritaron los de Negra Hipólita y le dieron lo que él define como “palazos”.
Lo obligaron a bajar la cabeza y lo llevaron, en el camión, para Ciudad Caracas, un penal para menores de edad en el que deberían estar solo quienes fueron procesados y declarados culpables tras cometer un delito. En el estacionamiento, los funcionarios de (in)seguridad y los de Negra Hipólita le advirtieron que si no lo recibían ahí lo iban a “lanzar por el puente Caracas-La Guaira, y si alguien les preguntaba qué era eso [el cuerpo de Barry] ellos iban a decir que un colchón”. A las ocho de la noche lo ingresaron a Ciudad Caracas.
Le ordenaron desnudarse y dejar sus pocas cosas. Lo hicieron agacharse para afeitarlo. Alzó la cabeza antes de que hubiesen terminado y le gritaron que si no se daba cuenta de que aún había un poquito de cabello: le entraron a patadas. Después le echaron dos tobos de agua fría y lo pasaron para la celda.
—Cuidado con lo que haces, porque si les haces algo a esos menores, vas a llorar sangre —le advirtió el funcionario de Ciudad Caracas.
Tras ponerse un mono roto que le dieron, se le fueron acercando otros jóvenes. Le decían cosas, le hacían preguntas, se movían como una manada de leones rodeando a un extraño. Barry subió la voz, dijo que él recorría Chacao, Chacaíto, Las Mercedes, El Paraíso, Plaza Venezuela. Nombró a los líderes de las bandas juveniles de esos lugares, les hizo ver cuál era su bagaje. Le tiraron una chola de petróleo para que la usara como arma: la última prueba era “entrarse a fuego” con los demás cachorros.
Allí se rencontró con un pana al que había conocido en Plaza Venezuela, otra de las áreas de la ciudad en la que, dicen, es más brutal la represión. Como se conocían, el chico le permitió acostarse en su cama. Solo había dos con colchón: la de los dos chamos que lideraban en la celda.
Pasó una semana sin que ninguno de los dolientes de Barry supiera dónde estaba. Él conoció a muchachos que llevaban más de medio año allí, en su misma situación. Cuando iban a buscarlos sus familiares, los funcionarios negaban que estuvieran encerrados. Barry les dijo a varios de sus nuevos compañeros que tenía un primo que vivía en Petare. Uno de ellos le preguntó si se sabía algún número de teléfono. Barry dijo que sí. Entonces le dijeron que les diera su comida y al rato le iban a mandar un mono para que anotara allí el número.* Ya antes su primo había ido varias veces a Ciudad Caracas junto a otros activistas, preguntando por él. Siempre le respondieron que Barry no estaba allí. Esta vez el compañero de prisión cumplió su palabra, llamó y así los dolientes de Barry pudieron confirmar su paradero.
Esa tarde escuchó gritos desde la autopista. Lo llamaban. Era su primo. Él respondió y otros chamos lo ayudaron gritando que ahí estaba.
—No le hagan el coro a ese menor, ¿no saben que se pueden meter en un lío por ayudarlo? —los reprendió el custodio.
A Barry, como castigo, lo metieron para un tigrito. Es decir, una celda de poco más de dos metros cuadrados en la que hacen pagar penitencia a los presos. Lo desnudaron, le echaron gas pimienta y ahí lo dejaron toda la noche. En lo sucesivo, cada vez que su primo o algún familiar iba a buscarlo, los custodios les entraban a cachetadas a Barry y a los otros chamos. La consigna era “por uno, pagan todos”.
Un día lo sacaron junto a otro grupo de muchachos, bajo la premisa de que lo iban a llevar para Ciudad Caribia (un penal de menores en La Guaira), lo que los desanimó aún más. Con las cabezas agachadas, los montaron en un camión de presos y, en realidad, los trasladaron para el Centro de Atención Integral de Los Chorros. Allí le preguntaron por los números de teléfono de sus familiares y, una hora después, al fin salía libre.
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Gloria Perdomo destaca que es indispensable la labor de las defensorías, espacios a los que se puede recurrir para hacer valer los derechos de los niños, niñas y adolescentes de Venezuela. Dice que la Fundación Luz y Vida atiende en toda Caracas, también están las defensorías del municipio Libertador y la del municipio Chacao, así como algunas que están a cargo de organizaciones comunitarias, aunque muchas han tenido que cerrar sus puertas por falta de recursos. Pero, por ejemplo, en la práctica, agrega, el trabajo que hace Cecodap es de defensoría.
En 2018 esta organización contabilizó quinientos menores de edad en situación de calle en el municipio Baruta, 147 en El Hatillo y 44 en Chacao. El psicólogo de la organización, Abel Sarabia, declaró a Efe que en Venezuela hay un “sistema de protección que ni es sistema ni protege […]. Donde hay un niño en situación de calle es porque su familia fue incapaz de protegerlo y el Estado no tuvo la capacidad de ofrecer respuestas adecuadas”. Es fácil suponer que, con la pandemia y el notable deterioro de las condiciones de vida, las cifras anteriores han aumentado.
Barry comenzó a asistir a terapia. Pero un último escollo, a sus dieciséis años, lo golpeó. Debido a los enfrentamientos entre bandas que se viven en Petare, su primo tuvo que migrar. Por lo que estuvo cerca de volver a quedar en la calle. Una tarde se puso a hablar con el párroco, al que le pidió un cigarro. El padre se lo negó, diciéndole que él había dejado de fumar y le preguntó qué le pasaba. En cosa de un par de días, Barry se mudó a casa de una activista. Ahora vive más tranquilo, sin tener que entrarse a golpes; tiene tiempo sin hacerse nuevas cicatrices y hasta está descubriendo las ensaladas y una variedad de frutas que nunca había probado. Lo que más le entusiasma es que volvió a dibujar.
—En la calle yo no dibujaba porque si lo hacía, ¿a quién se lo iba a mostrar? En cambio ahorita es como que me estimulan, me dicen que está finísimo y, bueno, nada, ahorita estoy haciendo un curso de ilustración.
También retomó el bachillerato. A Ricardo lo visita de vez en cuando. Barry aconseja a quien llegó a considerar su papá: le dice que deje de robar, que no se meta en más líos, que cuál es el sentido de conseguir cien dólares en la mañana para fumárselos en crack en la tarde. Ricardo le dice que está contento por sus cambios y que él quisiera tratar de emularlo, pero no sabe cómo.
A su papá biológico lo vio hace poco. Se metió a la que era su casa para llevarles medicinas a sus hermanos y el papá lo vio. Por primera vez, Barry le notó una expresión que no fue de rabia o frustración: puso cara de sorpresa.
—Hijo, yo pensé que te habían matado —tenían tres años sin verse.
Con sus hermanos tiene mejor relación ahora. Tanto con Charly, que sigue en la calle, como con los otros que lo visitan de vez en cuando. Algunos también se benefician de los programas de las ONG. Dos de ellos migraron.
Con su mamá no habla desde hace años. Él le escribe y ella no le responde, la llama y ella lo ignora. Barry dice que ahora puede aspirar a otras cosas en la vida, que puede empezar a pensar en un futuro más allá de amanecer vivo. Que ahora sabe el significado de sueño y meta.
—Y yo tengo un sueño y una meta: recuperar a mi mamá.
Este texto fue posible gracias al apoyo de la Fundación Ford.
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* En el español de Venezuela, "mono" significa "pantalones deportivos". Como los niños no tenían acceso a papeles y estaba prohibida la comunicación entre celdas, le mandaron un pantalón deportivo para que anotara allí el número de teléfono.
Para verificar el testimonio de “Barry”, en específico, su secuestro y los golpes que recibió, Lizandro Samuel habló con quienes gestaron su liberación. Además de él, otros niños, que habían sido detenidos, le confirmaron lo mismo a una ONG en Venezuela. El fragmento sobre lo que le ocurrió a “Barry” dentro del penal, en cambio, es su testimonio.
Los niños llenan recipientes de plástico con agua de un pozo en una calle, cerca de un barrio llamado "El Tanque" en la barriada de Petare en Caracas, Venezuela. Fotografía de Carlos García Rawlins / REUTERS.
Venezuela es un país donde casi la mitad de los hogares reporta haber tenido que rebuscar alimentos en la calle y el 27% se ha visto forzado a recurrir a la mendicidad. En 2021 la pobreza extrema alcanzó al 76.6% del país. ¿Cómo viven esto las y los niños y adolescentes? No hay datos oficiales, pero se les ve en las calles de Caracas. “Barry” comparte su testimonio para este reportaje sobre la infancia, que Venezuela ha condenado a la miseria.
"¿De qué me servía que me dieran lo material si no me daban amor?" Barry, llamémosle Barry, habla con la cabeza gacha pero sube la vista cuando dice la línea anterior. Me ve a los ojos, hace una pausa y sigue con su historia. La tiene bien ensayada, al igual que cualquiera que necesite recordar cómo se ha sobrepuesto a los demonios, como les sucede a demasiados niños. Tenía trece años, ocho hermanos, vivía en un sector popular de Caracas, Venezuela, y sus papás nunca estaban en casa.
Ante la ausencia de ley, los hermanos discutían mucho. A Barry la casa se le hacía como una prisión. Cuando se despertaba para irse al colegio, ya ni papá ni mamá estaban. Cada quien debía hacer su propio desayuno. Algunas noches se acostaba a dormir sin haberlos visto. Él dice, aunque con otras palabras, que lo que necesitaba era atención. No obstante, uno de sus hermanos mayores se había ido a la calle dos años antes en busca de comida.
Dice la Encovi (la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida que levanta la Universidad Católica Andrés Bello, ubicada en Caracas, junto con un equipo de economistas y sociólogos) que en Venezuela la pobreza extrema sigue creciendo y en 2021 llegó a abarcar dos tercios del país, es decir: 76.6% de los hogares. En el ciclo anterior, 2019-2020, la cifra era 67.7%.
Pobreza extrema significa que no se pueden comprar artículos básicos. Pobreza extrema significa que Charly, dígamosle Charly al hermano de Barry, se cansó de que le rugiera el estómago y comenzó a frecuentar una panadería que estaba a un par de kilómetros de donde vivía. Bueno, más que frecuentar la panadería, frecuentaba el basurero de la panadería. Allí se aglomeraban niños y adolescentes a la caza de los dulces y otros productos desechados.
Barry lo sabía, así que, aburrido de estar en casa, decidió acompañar a su hermano. Lo que no sabía Barry —no tenía cómo, es analfabeta funcional y le cuesta entender algunas cifras— era que, según Cáritas, el 45% de los hogares en Venezuela no reporta consumo de carnes, el 74% no consume productos lácteos, el 55% no consume huevos y en menos del 40% de los hogares se come frutas y vegetales. Barry dice que comía mucha arepa, arroz y pasta. A veces con queso, a veces con un poquito de carne molida, a veces con otro tipo de carbohidratos. Pero como cada quien juzga según con quien se compare, Barry sentía que comía bien.
Por eso, me explica, no fue tanto lo material lo que lo impulsó a seguir bajando todos los días a encontrarse con Charly, sino la camaradería que vio entre los chamos. En menos de un mes, ya había hecho su propio grupo de amigos. Reían, inventaban juegos, se abrazaban. Durante horas Barry se olvidaba de extrañar lo que no tenía en casa.
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Gloriana Faría tiene casi veinte años trabajando con niños en situación de calle. Fue presidenta del Consejo de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes en Chacao, actualmente es suplente en la junta directiva de Cecodap (una organización que trabaja por esta población desde 1984) y miembro de Aldeas Infantiles SOS de Venezuela. Esta última organización, de carácter internacional, tiene entidades de atención (casas para niños separados de sus familias) en Turmero, Cañada de Urdaneta y Ciudad Ojeda. En todos lados donde trabajan hacen también programas de fortalecimiento familiar, que buscan evitar que se produzca una ruptura en los hogares. En Petare, por ejemplo, dan apoyo nutricional y psicosocial.
Lo más importante, explica Gloriana y cada activista con quien conversaré, son los programas de prevención. Son los que evitan que haya más niños y niñas en la calle. En Venezuela casi todos están a cargo de instituciones privadas, pero son insuficientes ante los datos expresados arriba. Hay distintos factores de riesgo: violencia intrafamiliar y en la comunidad, pobreza extrema, deserción escolar y tensiones emocionales. Aldeas Infantiles, por ejemplo, cuenta con trabajadores sociales que hacen estudios para identificar a qué familias deben apoyar.
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Barry iba al colegio en la mañana. Pasaba el resto del día en la calle hasta que subía a su casa en las noches para dormir. Comía de la basura o dulces que compraba junto a otros niños. ¿Con qué dinero? Con el que robaban o con el que adquirían al vender productos pequeños que hurtaban de las tiendas.
Además, consiguió una novia. Muma era el apodo de la niña en cuestión, contemporánea de él. Ella le enseñó trucos y códigos, como arrancarles cosas de las manos a las personas y huir a toda velocidad. Con “personas” se refería tanto a transeúntes como a otros niños de la calle. La diferencia es que, en el caso de los segundos, si te atrapan se desatan peleas que pueden acabar desde en rasguños hasta en la muerte.
Ley número uno de la calle, repite Barry: tienes que matarte por lo tuyo. Lo que mendigas, robas, hurtas o consigues es tuyo. Nadie puede quitártelo. Las primeras veces que reunió dinero mendigando, otros niños se acercaron a quitárselo en actitud lúdica. Hicieron lo mismo con unos zapatos y unos panes que también eran de él. Barry se convirtió en un cachorro de león que usó un pico de botella para marcar su territorio. Hoy día tiene más de treinta cicatrices en todo el cuerpo. Los otros niños, en esa primera ocasión, entendieron el mensaje.
Un raro fin de semana en el que su papá no estaba cumpliendo uno de los tantos trabajos que tenía, Barry coincidió en la casa con él. Ya no recuerda por qué discutieron, pero sí que papá le dio una cachetada. Barry agarró algunas de sus cosas y se fue.
Es importante hacer una distinción, dice la teoría, entre los llamados “niños de la calle”. Hay algunos que duermen en sus casas, pero pasan el día fuera de ella. Hay otros que directamente viven en la calle. Algunos tienen periodos de ir y volver al hogar. Hace unos tres o cuatro años, según me cuenta la activista e investigadora de derechos de la niñez Gloria Perdomo, se vio a muchos niños mendigando, vendiendo cosas o hurgando en la basura en compañía de sus padres. Fue entre 2016 y 2017, tiempos de escasez, de inaugurar nuevos niveles de crisis en Venezuela y de viralizar fotos de gente comiendo de la basura. Algunas de esas cosas, más que desaparecer, se normalizaron. Lo que sí desapareció en la mayoría de los casos fueron los padres de los niños en cuestión. A falta de estadísticas oficiales, casi todos los activistas coinciden en que la cifra de niños, niñas y adolescentes “de la calle” ha crecido pero, explica Gloria, ahora se les ve solos.
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Barry trató de volver a su casa varias veces. En ese periodo nunca dejó de estudiar; menos de dibujar, una pasión que lo acompaña desde siempre. Una de las últimas ocasiones en que vio a su mamá, entre sus idas y venidas, ya consumía cigarros de nicotina y creepy. Su mamá llegó a casa y sintió el olor.
La discusión había empezado tiempo atrás, cuando ella le soltó a bocajarro que no quería un hijo de la calle. Así que o se encarrilaba o se iba para siempre. Barry siguió con sus intermitencias entre ir y venir. Hasta ese momento en el que su mamá lo descubrió fumando.
—Me desentiendo de ti, yo no quiero un hijo drogadicto.
Barry estalló en gritos e insultos, soltó todo lo que llevaba dentro, hasta que su pecho se serenó, como quien se recupera tras las arcadas del vómito. Le pidió perdón a su mamá, pero ella no se lo aceptó. Así que esta vez, ahora sí de forma definitiva, bajó a la calle.
Se encontró con Ricardo, un joven cuatro años mayor que vivía a la deriva desde hacía un lustro. Desde el principio se había llevado bien con él, le parecía más pila y comprensivo que sus hermanos, además le daba consejos respecto a Muma. Barry le contó que ahora sí se iba a quedar definitivamente. Ricardo lo abrazó, le dijo que no estaba solo. Y que si se sentía mal, tenía algo que lo podía ayudar. Ese día Barry comenzó su adicción al crack.
Ricardo le enseñó todo lo que sabía: a defenderse, a pedir, a robar, a hurtar y hurgar. Le habló del Guaire, un contaminado río de Caracas, y de cómo buscar oro allí, le enseñó a cocinar con leña, le explicó qué cuerpos de (in)seguridad del Estado eran más peligrosos y cuáles más permisivos. Le enseñó a mentir. Le habló de la ley, la de verdad, la que está escrita: si cometía un delito cuando tuviera más de catorce años, lo podían meter preso. Aunque, insistió, mejor que no se confiara: hoy día cualquiera hacía lo que le daba la gana. Barry comenzó a llamarlo papá y hasta le pedía la bendición.
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A Gloria Perdomo, a quien ya mencioné, me la presentaron como una superespecialista en materia de niños de la calle. Participó en la creación de la Lopna (Ley Orgánica para la Protección del Niño, Niña y Adolescente) y de las defensorías, organismos implementados desde principios del siglo XXI en Venezuela para hacer valer los derechos de los menores de edad. Gloria insiste en que lo más importante para atender a esta población es no diseñar un programa talla única, dado que las variantes son muchas. Cada experiencia es diferente y debe ser tratada de forma individual.
Si algo la escandaliza es escuchar cosas como que a los niños les gusta estar en la calle o que se haga referencia a su modo de vida como algo que ellos escogen y disfrutan. “Estar en la calle implica no tener acceso a servicios básicos. No es una situación normal, la calle no es espacio de vida o de cuidado de un ser humano que más bien está en proceso de formación. La presencia de niños en la calle debería ser una situación que encienda alarmas. Además de que se debería disponer de un lugar, cosa que tampoco es tan costosa, en el que puedan asearse, comer y ser escuchados con respecto a la situación que atraviesan”, subraya.
Claro que en la Venezuela de 2022 estar en casa tampoco garantiza acceso a servicios básicos. Según datos de Cáritas, el 83% de los hogares no tiene acceso a agua continua. Estamos hablando de un país en el que, en momentos puntuales, gente con trabajo y vivienda propia ha tenido que buscar agua en las alcantarillas para bajar las pocetas, en el que algunas comunidades más pudientes tienen que comprarle agua a camiones cisterna y en el que en el este de Caracas más de una junta de edificio decidió perforar suelos en busca de pozos.
Como sea, según el mismo informe de Cáritas de 2020, el 27% de los hogares del país ha tenido que recurrir a la mendicidad, el 42% a rebuscar alimentos en la calle y el 35% ha consumido alimentos que preferiría no haber comido. Gloria Perdomo es enfática: que un niño prefiera estar en la calle es una anomalía que debería escandalizar. Me pregunto, también, qué significa que casi la mitad de los hogares de Venezuela tengan que pedir comida en la calle o buscarla en la basura. Un niño desprotegido huye. Pero ¿a dónde va un gentilicio desprotegido?
A principios de siglo, cuenta Gloria, hubo un trabajo mancomunado entre varias alcaldías de Caracas, entre ellas, la de Chacao y la Alcaldía Mayor, junto con los consejos municipales de derechos de niños, niñas y adolescentes. Eran los primeros tiempos de la Lopna en Venezuela. Se logró reducir la cantidad de niños que había en la calle en un lapso de dos o tres años. Pero, ojo, reducir es un verbo inexacto. Muchos creen que el éxito en estos casos es ubicar al infante o adolescente en una entidad de atención —que algunos llaman casas de acogida— y no, lo que se logró fue restituirlos a sus casas. Se habló con ellos, se les escuchó, se les atendió, se habló con las respectivas familias, hubo acompañamiento psicosocial. “Se demostró que eso es posible, sin necesidad de encerrarlos en algún sitio”, cuenta Gloria.
En los últimos años, explica, lo que ha venido ocurriendo es un deterioro de las condiciones de vida en Venezuela que ha hecho que la población en la calle vaya en aumento. Hasta en sitios en los que esto era impensable, como en Tucupita. “Uno se pregunta ¿dónde están los padres de esos niños? En muchos casos, tuvieron que migrar y los dejaron al cuidado de familiares con los que el niño no se sentía identificado”, dice Gloria.
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Muma, la otrora novia de Barry, le contó que su mamá se fue a Perú y su papá a Colombia. No sabía por qué a países distintos y tampoco le importaba, lo cierto es que no los había visto en dos años. Junto con su hermana mayor, quedó al cuidado de una tía. En casa no había comida, cortaban el agua y ella se aburría hasta lo impensable cuando se iba la luz y ni siquiera podía ver televisión. Le gustaba fingir que actuaba, imaginarse en una serie juvenil. Por eso cuando un novio de la tía trató de tocarla más de lo que era debido, decidió escenificar para siempre —o mientras durase— el papel de adulta en la calle. A su hermana mayor la veía poco, lo último que supo es que intercambiaba sexo por dinero en algunas plazas. Muma quería que el placer se lo diera solo quien le gustaba, por lo que prefería robar para comprar drogas. Muma tenía catorce años cuando se instaló a vivir junto a Barry en un bugui.
Los buguis son viviendas improvisadas, cortinas de tela, sitios en los que los indigentes aglutinan sus pertenencias. Si afinan bien la vista, verán que hay muchos en Caracas. Solo tienen que ver más allá de sus propios pasos.
Según prevé el Plan de Respuesta 2022 de la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V), en 2021 ya había seis millones de refugiados y migrantes venezolanos fuera del país (diecisiete países de América Latina concentran al 84%). Pero en 2022 habrá unos 8.9 millones, esto lo explicó Eduardo Stein, representante especial conjunto del Acnur y la OIM (el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y la Organización Internacional para las Migraciones, respectivamente). La pregunta importante detrás del dato es cuántos jóvenes más acabarán desprotegidos.
Es difícil saberlo, me explica Gloriana, primero porque no hay datos oficiales (que debería suministrar el gobierno de Venezuela); segundo, porque contabilizar esta población es un trabajo en el que es fácil ser inexacto. Cuando ella trabajaba en la alcaldía de Chacao, había muchos niños pidiendo o vendiendo en el municipio, pero luego resultaba que ninguno vivía allí. Eran de Petare, Los Valles del Tuy, del centro de Caracas y se trasladaban adonde consideraban que les podía ir mejor en sus actividades. Eso se repite hoy día: Barry y sus amigos recorren toda la ciudad según su antojo. También aprenden a mentir: sobre su edad, nombre y residencia oficial.
En muchos casos, estos niños están a merced de un círculo vicioso. El procedimiento en Chacao, según Gloriana Faría, establece que si uno de ellos es identificado por las autoridades, debe ser trasladado a su municipio de origen. Así que al niño que agarran en Chacao lo llevan, por ejemplo, a Petare y se olvidan de él, solo para que no les “afee” las aceras. Una vez en el municipio al que corresponde, llevan al niño a la casa de la que huyó y en cuestión de días, o de horas, está de nuevo en la calle. En caso de que no haya adónde llevarlo, porque hay una situación de violencia que lo separó de casa o por la razón que sea, lo llevan a una entidad de atención.
También sucede, cuenta Gloriana, que muchas veces viven en las llamadas zonas de paz de Venezuela (que, para resumir, diremos que son sitios en los que el régimen entregó el control a bandas delictivas) y los policías no pueden entrar allí. Algunos se arriesgan y van de civil, sabiendo que su vida corre peligro, a tocar la puerta de los representantes del niño o adolescente.
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Barry tenía grupos de amigos en diferentes partes de Caracas. Sabía en dónde había basura de mejor “calidad”, en qué locales le podían dar comida, qué tiendas eran más fáciles de robar. En algún momento tuvo contacto con miembros de una de las tantas ONG que atienden a jóvenes como él. Hizo buenas migas con los trabajadores sociales y vio cómo algunos de sus compañeros comenzaban a asistir a actividades con ellos. Barry dice que le caían bien, pero no terminaba de animarse porque solo quería consumir droga.
—Me volví como malo, ¿sabes? Estaba en un mundo ficticio en mi mente, donde todo era como pelear, fumar y ya.
Lo dice y aprieta los dientes, como una fiera que recuerda sus días de caza. De vez en cuando hacía algún dibujo, pero no tenía a quién mostrárselo. Ni Ricardo ni Moma ni Charly valoraban cosas como esas. Aunque había otros dos niños que tenían gustos parecidos. Se quedaban los tres viendo las vidrieras que exhibían revistas coloridas o cosas de anime. A uno de esos niños, se enteraría Barry después, lo atropelló un carro mientras huía de unos policías en Las Mercedes. En esa área de la ciudad, dicen muchos, no hay que dejarse ver por ningún uniformado: les pueden pegar, cortarles el cabello o subirlos a patrullas y dejarlos en cualquier parte menos en donde no “dañen” la poca vida nocturna que sobrevive en Caracas. El otro de los amigos de Barry está en una entidad de atención.
No sabe mucho, explica Barry, pero parece que en su familia había una situación de mucha violencia, por lo que un tribunal dictaminó que sus padres debían perder la custodia. En Caracas hay entidades de atención privadas y públicas. Los niños les tienen especial miedo a las públicas. En las privadas, como la red de Casas Don Bosco y Fundana, están más resguardados y mejor atendidos. No obstante, hay un problema que es muy difícil de afrontar.
Otro Enfoque es una fundación, en Venezuela, que nació hace cuatro años de la mano de Zuly Mejías, para atender a niños y adolescentes que hacían vida en la Plaza Madariaga. Comenzaron a hacer trabajo social con unos sesenta chamos. Se sumaron a las actividades cuarenta, desertaron aproximadamente diez. Llegaron otros. Hoy día tienen una sede en Chacaíto, a la que asisten con regularidad entre veinticinco y treinta jóvenes. Todos ellos fueron reinsertados en sus hogares, luego de atender las causas que los motivaron a huir. Psicólogos y trabajadores sociales acompañan a los niños y a las familias. Hacen distintos tipos de terapia. Hay niños que hace dos años estaban robando o pidiendo dinero y ahora están continuando sus estudios.
Todos los días, un autobús los busca en El Paraíso. Los que van al colegio son trasladados hasta allá y luego los llevan a la sede. Allí, de la mano del equipo, hacen actividades recreativas, terapéuticas y cumplen con sus deberes académicos. Los adolescentes que no habían terminado la primaria la están sacando mediante Dawere, una plataforma de clases virtuales con la que tienen una alianza. En el caso del bachillerato, lograron que docentes de Misión Robinson, un programa del gobierno de Venezuela, fueran a darles clases. Pero, quizá, lo más difícil de atender son las adicciones.
En todo el país, explica Carolina Terán, miembro de Otro Enfoque, no hay centros de rehabilitación para niños. Para adultos hay privados y muy costosos. Aunado a eso, en casi ningún proyecto para jóvenes desprotegidos se trabaja directamente con adicciones. Ni en las casas de atención ni en la mayoría de las ONG de Venezuela. Otro Enfoque, dice Carolina, logró una alianza con el Cepai de la avenida Lecuna (Centro Especializado de Prevención y Atención Integral), en donde les prestan a los chamos lo necesario para su desintoxicación. El detalle está en que, por un lado, se desintoxican y, por el otro, en la mayoría de los casos, salen de vuelta a consumir. Necesitarían estar en un lugar seguro y libre de tentaciones, vivir y dormir ahí durante un tiempo, con la atención de profesionales, pero no hay dónde. Según sus propios testimonios, una de las drogas que más consumen los niños de Caracas es el crack, que es casi tan adictiva como la heroína.
En Otro Enfoque hacen muchos trabajos de prevención en la Cota 905, una carretera de la capital y del centro norte de Venezuela, y en Santa Cruz del Este, un barrio de Caracas. Quienes ya son parte habitual del programa tratan a Zuly de mamá, a quien le ha tocado desde llevar a niños a urgencias hasta organizar un funeral. Carolina explica que una de las cosas más desafiantes para los chamos es adaptarse a estar todo el día en un solo sitio, pues vienen de vivir sin normas y con mucha energía. Destaca que todo siempre debe hacerse de forma voluntaria y recuerdo las palabras de Barry:
—La salvación es individual.
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Uno de los problemas que agudizó la pandemia fue el de conseguir alimentos. Con los locales cerrados, había menos lugares para ir a comprar o pedir, explica Carolina. Además, está el asunto de la deserción escolar. Según datos de la Encovi, entre el periodo 2019-2020 y el 2021 la cobertura global (para las edades comprendidas entre los tres y los veinticuatro años) cayó cinco puntos porcentuales, para pasar del 70% al 65%. Es decir, quinientos mil jóvenes dejaron de estudiar. Lo que, en muchos casos, significó más niños, niñas y adolescentes en las calles de Venezuela.
Barry me cuenta que con la pandemia comenzaron a meterse a los locales que permanecían cerrados. El lema era “las noches son para los gatos”. Y ellos se sentían felinos: cazaban de día, hurtaban de noche.
—Pero todo nos lo fumábamos.
Después de los primeros meses viviendo de forma definitiva en la calle, dejó el colegio. Una de las últimas veces que vio a su mamá, ella lo increpó en público y hasta trató de agredirlo con un cuchillo.
—Yo entré en depresión, me cortaba las venas.
No le importaba andar sucio ni descalzo. A sus dieciséis, tras tres años en eso, ya se estaba cansando. Sobre todo, porque veía a amigos que poco a poco parecían más tranquilos, debido a que los asistía alguna de las ONG que hay en Venezuela. Buscó ayuda con un primo, que vivía en Petare. Comenzó a vivir con él, pero a veces se escapaba para volver a consumir creepy y crack. Hasta que un día dijo basta e inició un proceso de desintoxicación, apoyado por su primo, en el que primero dejó el crack, luego el creepy y de último el cigarro y el alcohol. También retomó los estudios.
A Moma la dejó de ver, pues ella equivalía para él a la tentación de consumir. A veces visitaba a algunos amigos. A su hermano, una mañana cualquiera, fue a llevarle comida. Charly seguía viviendo en las calles de la capital de Venezuela. Había perdido la mitad del pie derecho, debido a una bala. Barry le estaba entregando la vianda que le había mandado el primo cuando llegaron tres carros de cuerpos de (in)seguridad del Estado, que empezaron a darle golpes a todos los indigentes. Los obligaron a subir a un camión con jaula, una de las llamadas perreras. Charly trató de subirse, pero no podía: estaba cojeando y herido. Barry se metió a defenderlo. Al final, los montaron a todos.
Se estacionaron varios kilómetros más allá de donde los habían agarrado. Estuvieron detenidos varias horas en las que, como era de esperar, surgieron peleas entre los secuestrados. Hasta que los funcionarios se bajaron y los tranquilizaron a punta de golpes. A las cuatro de la tarde se los llevaron para Negra Hipólita, una de las misiones del régimen de Venezuela que —se supone— debe atender a adultos en situación de calle. Todos los niños y adolescentes con quienes hablé me dijeron que les temían: en la práctica lo que hacen es golpearlos y a veces hasta más. El caso es que a Barry no se lo podían llevar, pues era menor de edad. Se quedó solo en el camión con un par de representantes de Negra Hipólita y uno del Instituto Autónomo Consejo Nacional de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, el Idena.
Barry trató de saltar, pero lo agarraron.
—¡Ya no estás con tu combo! —le gritaron los de Negra Hipólita y le dieron lo que él define como “palazos”.
Lo obligaron a bajar la cabeza y lo llevaron, en el camión, para Ciudad Caracas, un penal para menores de edad en el que deberían estar solo quienes fueron procesados y declarados culpables tras cometer un delito. En el estacionamiento, los funcionarios de (in)seguridad y los de Negra Hipólita le advirtieron que si no lo recibían ahí lo iban a “lanzar por el puente Caracas-La Guaira, y si alguien les preguntaba qué era eso [el cuerpo de Barry] ellos iban a decir que un colchón”. A las ocho de la noche lo ingresaron a Ciudad Caracas.
Le ordenaron desnudarse y dejar sus pocas cosas. Lo hicieron agacharse para afeitarlo. Alzó la cabeza antes de que hubiesen terminado y le gritaron que si no se daba cuenta de que aún había un poquito de cabello: le entraron a patadas. Después le echaron dos tobos de agua fría y lo pasaron para la celda.
—Cuidado con lo que haces, porque si les haces algo a esos menores, vas a llorar sangre —le advirtió el funcionario de Ciudad Caracas.
Tras ponerse un mono roto que le dieron, se le fueron acercando otros jóvenes. Le decían cosas, le hacían preguntas, se movían como una manada de leones rodeando a un extraño. Barry subió la voz, dijo que él recorría Chacao, Chacaíto, Las Mercedes, El Paraíso, Plaza Venezuela. Nombró a los líderes de las bandas juveniles de esos lugares, les hizo ver cuál era su bagaje. Le tiraron una chola de petróleo para que la usara como arma: la última prueba era “entrarse a fuego” con los demás cachorros.
Allí se rencontró con un pana al que había conocido en Plaza Venezuela, otra de las áreas de la ciudad en la que, dicen, es más brutal la represión. Como se conocían, el chico le permitió acostarse en su cama. Solo había dos con colchón: la de los dos chamos que lideraban en la celda.
Pasó una semana sin que ninguno de los dolientes de Barry supiera dónde estaba. Él conoció a muchachos que llevaban más de medio año allí, en su misma situación. Cuando iban a buscarlos sus familiares, los funcionarios negaban que estuvieran encerrados. Barry les dijo a varios de sus nuevos compañeros que tenía un primo que vivía en Petare. Uno de ellos le preguntó si se sabía algún número de teléfono. Barry dijo que sí. Entonces le dijeron que les diera su comida y al rato le iban a mandar un mono para que anotara allí el número.* Ya antes su primo había ido varias veces a Ciudad Caracas junto a otros activistas, preguntando por él. Siempre le respondieron que Barry no estaba allí. Esta vez el compañero de prisión cumplió su palabra, llamó y así los dolientes de Barry pudieron confirmar su paradero.
Esa tarde escuchó gritos desde la autopista. Lo llamaban. Era su primo. Él respondió y otros chamos lo ayudaron gritando que ahí estaba.
—No le hagan el coro a ese menor, ¿no saben que se pueden meter en un lío por ayudarlo? —los reprendió el custodio.
A Barry, como castigo, lo metieron para un tigrito. Es decir, una celda de poco más de dos metros cuadrados en la que hacen pagar penitencia a los presos. Lo desnudaron, le echaron gas pimienta y ahí lo dejaron toda la noche. En lo sucesivo, cada vez que su primo o algún familiar iba a buscarlo, los custodios les entraban a cachetadas a Barry y a los otros chamos. La consigna era “por uno, pagan todos”.
Un día lo sacaron junto a otro grupo de muchachos, bajo la premisa de que lo iban a llevar para Ciudad Caribia (un penal de menores en La Guaira), lo que los desanimó aún más. Con las cabezas agachadas, los montaron en un camión de presos y, en realidad, los trasladaron para el Centro de Atención Integral de Los Chorros. Allí le preguntaron por los números de teléfono de sus familiares y, una hora después, al fin salía libre.
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Gloria Perdomo destaca que es indispensable la labor de las defensorías, espacios a los que se puede recurrir para hacer valer los derechos de los niños, niñas y adolescentes de Venezuela. Dice que la Fundación Luz y Vida atiende en toda Caracas, también están las defensorías del municipio Libertador y la del municipio Chacao, así como algunas que están a cargo de organizaciones comunitarias, aunque muchas han tenido que cerrar sus puertas por falta de recursos. Pero, por ejemplo, en la práctica, agrega, el trabajo que hace Cecodap es de defensoría.
En 2018 esta organización contabilizó quinientos menores de edad en situación de calle en el municipio Baruta, 147 en El Hatillo y 44 en Chacao. El psicólogo de la organización, Abel Sarabia, declaró a Efe que en Venezuela hay un “sistema de protección que ni es sistema ni protege […]. Donde hay un niño en situación de calle es porque su familia fue incapaz de protegerlo y el Estado no tuvo la capacidad de ofrecer respuestas adecuadas”. Es fácil suponer que, con la pandemia y el notable deterioro de las condiciones de vida, las cifras anteriores han aumentado.
Barry comenzó a asistir a terapia. Pero un último escollo, a sus dieciséis años, lo golpeó. Debido a los enfrentamientos entre bandas que se viven en Petare, su primo tuvo que migrar. Por lo que estuvo cerca de volver a quedar en la calle. Una tarde se puso a hablar con el párroco, al que le pidió un cigarro. El padre se lo negó, diciéndole que él había dejado de fumar y le preguntó qué le pasaba. En cosa de un par de días, Barry se mudó a casa de una activista. Ahora vive más tranquilo, sin tener que entrarse a golpes; tiene tiempo sin hacerse nuevas cicatrices y hasta está descubriendo las ensaladas y una variedad de frutas que nunca había probado. Lo que más le entusiasma es que volvió a dibujar.
—En la calle yo no dibujaba porque si lo hacía, ¿a quién se lo iba a mostrar? En cambio ahorita es como que me estimulan, me dicen que está finísimo y, bueno, nada, ahorita estoy haciendo un curso de ilustración.
También retomó el bachillerato. A Ricardo lo visita de vez en cuando. Barry aconseja a quien llegó a considerar su papá: le dice que deje de robar, que no se meta en más líos, que cuál es el sentido de conseguir cien dólares en la mañana para fumárselos en crack en la tarde. Ricardo le dice que está contento por sus cambios y que él quisiera tratar de emularlo, pero no sabe cómo.
A su papá biológico lo vio hace poco. Se metió a la que era su casa para llevarles medicinas a sus hermanos y el papá lo vio. Por primera vez, Barry le notó una expresión que no fue de rabia o frustración: puso cara de sorpresa.
—Hijo, yo pensé que te habían matado —tenían tres años sin verse.
Con sus hermanos tiene mejor relación ahora. Tanto con Charly, que sigue en la calle, como con los otros que lo visitan de vez en cuando. Algunos también se benefician de los programas de las ONG. Dos de ellos migraron.
Con su mamá no habla desde hace años. Él le escribe y ella no le responde, la llama y ella lo ignora. Barry dice que ahora puede aspirar a otras cosas en la vida, que puede empezar a pensar en un futuro más allá de amanecer vivo. Que ahora sabe el significado de sueño y meta.
—Y yo tengo un sueño y una meta: recuperar a mi mamá.
Este texto fue posible gracias al apoyo de la Fundación Ford.
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* En el español de Venezuela, "mono" significa "pantalones deportivos". Como los niños no tenían acceso a papeles y estaba prohibida la comunicación entre celdas, le mandaron un pantalón deportivo para que anotara allí el número de teléfono.
Para verificar el testimonio de “Barry”, en específico, su secuestro y los golpes que recibió, Lizandro Samuel habló con quienes gestaron su liberación. Además de él, otros niños, que habían sido detenidos, le confirmaron lo mismo a una ONG en Venezuela. El fragmento sobre lo que le ocurrió a “Barry” dentro del penal, en cambio, es su testimonio.
Venezuela es un país donde casi la mitad de los hogares reporta haber tenido que rebuscar alimentos en la calle y el 27% se ha visto forzado a recurrir a la mendicidad. En 2021 la pobreza extrema alcanzó al 76.6% del país. ¿Cómo viven esto las y los niños y adolescentes? No hay datos oficiales, pero se les ve en las calles de Caracas. “Barry” comparte su testimonio para este reportaje sobre la infancia, que Venezuela ha condenado a la miseria.
"¿De qué me servía que me dieran lo material si no me daban amor?" Barry, llamémosle Barry, habla con la cabeza gacha pero sube la vista cuando dice la línea anterior. Me ve a los ojos, hace una pausa y sigue con su historia. La tiene bien ensayada, al igual que cualquiera que necesite recordar cómo se ha sobrepuesto a los demonios, como les sucede a demasiados niños. Tenía trece años, ocho hermanos, vivía en un sector popular de Caracas, Venezuela, y sus papás nunca estaban en casa.
Ante la ausencia de ley, los hermanos discutían mucho. A Barry la casa se le hacía como una prisión. Cuando se despertaba para irse al colegio, ya ni papá ni mamá estaban. Cada quien debía hacer su propio desayuno. Algunas noches se acostaba a dormir sin haberlos visto. Él dice, aunque con otras palabras, que lo que necesitaba era atención. No obstante, uno de sus hermanos mayores se había ido a la calle dos años antes en busca de comida.
Dice la Encovi (la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida que levanta la Universidad Católica Andrés Bello, ubicada en Caracas, junto con un equipo de economistas y sociólogos) que en Venezuela la pobreza extrema sigue creciendo y en 2021 llegó a abarcar dos tercios del país, es decir: 76.6% de los hogares. En el ciclo anterior, 2019-2020, la cifra era 67.7%.
Pobreza extrema significa que no se pueden comprar artículos básicos. Pobreza extrema significa que Charly, dígamosle Charly al hermano de Barry, se cansó de que le rugiera el estómago y comenzó a frecuentar una panadería que estaba a un par de kilómetros de donde vivía. Bueno, más que frecuentar la panadería, frecuentaba el basurero de la panadería. Allí se aglomeraban niños y adolescentes a la caza de los dulces y otros productos desechados.
Barry lo sabía, así que, aburrido de estar en casa, decidió acompañar a su hermano. Lo que no sabía Barry —no tenía cómo, es analfabeta funcional y le cuesta entender algunas cifras— era que, según Cáritas, el 45% de los hogares en Venezuela no reporta consumo de carnes, el 74% no consume productos lácteos, el 55% no consume huevos y en menos del 40% de los hogares se come frutas y vegetales. Barry dice que comía mucha arepa, arroz y pasta. A veces con queso, a veces con un poquito de carne molida, a veces con otro tipo de carbohidratos. Pero como cada quien juzga según con quien se compare, Barry sentía que comía bien.
Por eso, me explica, no fue tanto lo material lo que lo impulsó a seguir bajando todos los días a encontrarse con Charly, sino la camaradería que vio entre los chamos. En menos de un mes, ya había hecho su propio grupo de amigos. Reían, inventaban juegos, se abrazaban. Durante horas Barry se olvidaba de extrañar lo que no tenía en casa.
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Gloriana Faría tiene casi veinte años trabajando con niños en situación de calle. Fue presidenta del Consejo de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes en Chacao, actualmente es suplente en la junta directiva de Cecodap (una organización que trabaja por esta población desde 1984) y miembro de Aldeas Infantiles SOS de Venezuela. Esta última organización, de carácter internacional, tiene entidades de atención (casas para niños separados de sus familias) en Turmero, Cañada de Urdaneta y Ciudad Ojeda. En todos lados donde trabajan hacen también programas de fortalecimiento familiar, que buscan evitar que se produzca una ruptura en los hogares. En Petare, por ejemplo, dan apoyo nutricional y psicosocial.
Lo más importante, explica Gloriana y cada activista con quien conversaré, son los programas de prevención. Son los que evitan que haya más niños y niñas en la calle. En Venezuela casi todos están a cargo de instituciones privadas, pero son insuficientes ante los datos expresados arriba. Hay distintos factores de riesgo: violencia intrafamiliar y en la comunidad, pobreza extrema, deserción escolar y tensiones emocionales. Aldeas Infantiles, por ejemplo, cuenta con trabajadores sociales que hacen estudios para identificar a qué familias deben apoyar.
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Barry iba al colegio en la mañana. Pasaba el resto del día en la calle hasta que subía a su casa en las noches para dormir. Comía de la basura o dulces que compraba junto a otros niños. ¿Con qué dinero? Con el que robaban o con el que adquirían al vender productos pequeños que hurtaban de las tiendas.
Además, consiguió una novia. Muma era el apodo de la niña en cuestión, contemporánea de él. Ella le enseñó trucos y códigos, como arrancarles cosas de las manos a las personas y huir a toda velocidad. Con “personas” se refería tanto a transeúntes como a otros niños de la calle. La diferencia es que, en el caso de los segundos, si te atrapan se desatan peleas que pueden acabar desde en rasguños hasta en la muerte.
Ley número uno de la calle, repite Barry: tienes que matarte por lo tuyo. Lo que mendigas, robas, hurtas o consigues es tuyo. Nadie puede quitártelo. Las primeras veces que reunió dinero mendigando, otros niños se acercaron a quitárselo en actitud lúdica. Hicieron lo mismo con unos zapatos y unos panes que también eran de él. Barry se convirtió en un cachorro de león que usó un pico de botella para marcar su territorio. Hoy día tiene más de treinta cicatrices en todo el cuerpo. Los otros niños, en esa primera ocasión, entendieron el mensaje.
Un raro fin de semana en el que su papá no estaba cumpliendo uno de los tantos trabajos que tenía, Barry coincidió en la casa con él. Ya no recuerda por qué discutieron, pero sí que papá le dio una cachetada. Barry agarró algunas de sus cosas y se fue.
Es importante hacer una distinción, dice la teoría, entre los llamados “niños de la calle”. Hay algunos que duermen en sus casas, pero pasan el día fuera de ella. Hay otros que directamente viven en la calle. Algunos tienen periodos de ir y volver al hogar. Hace unos tres o cuatro años, según me cuenta la activista e investigadora de derechos de la niñez Gloria Perdomo, se vio a muchos niños mendigando, vendiendo cosas o hurgando en la basura en compañía de sus padres. Fue entre 2016 y 2017, tiempos de escasez, de inaugurar nuevos niveles de crisis en Venezuela y de viralizar fotos de gente comiendo de la basura. Algunas de esas cosas, más que desaparecer, se normalizaron. Lo que sí desapareció en la mayoría de los casos fueron los padres de los niños en cuestión. A falta de estadísticas oficiales, casi todos los activistas coinciden en que la cifra de niños, niñas y adolescentes “de la calle” ha crecido pero, explica Gloria, ahora se les ve solos.
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Barry trató de volver a su casa varias veces. En ese periodo nunca dejó de estudiar; menos de dibujar, una pasión que lo acompaña desde siempre. Una de las últimas ocasiones en que vio a su mamá, entre sus idas y venidas, ya consumía cigarros de nicotina y creepy. Su mamá llegó a casa y sintió el olor.
La discusión había empezado tiempo atrás, cuando ella le soltó a bocajarro que no quería un hijo de la calle. Así que o se encarrilaba o se iba para siempre. Barry siguió con sus intermitencias entre ir y venir. Hasta ese momento en el que su mamá lo descubrió fumando.
—Me desentiendo de ti, yo no quiero un hijo drogadicto.
Barry estalló en gritos e insultos, soltó todo lo que llevaba dentro, hasta que su pecho se serenó, como quien se recupera tras las arcadas del vómito. Le pidió perdón a su mamá, pero ella no se lo aceptó. Así que esta vez, ahora sí de forma definitiva, bajó a la calle.
Se encontró con Ricardo, un joven cuatro años mayor que vivía a la deriva desde hacía un lustro. Desde el principio se había llevado bien con él, le parecía más pila y comprensivo que sus hermanos, además le daba consejos respecto a Muma. Barry le contó que ahora sí se iba a quedar definitivamente. Ricardo lo abrazó, le dijo que no estaba solo. Y que si se sentía mal, tenía algo que lo podía ayudar. Ese día Barry comenzó su adicción al crack.
Ricardo le enseñó todo lo que sabía: a defenderse, a pedir, a robar, a hurtar y hurgar. Le habló del Guaire, un contaminado río de Caracas, y de cómo buscar oro allí, le enseñó a cocinar con leña, le explicó qué cuerpos de (in)seguridad del Estado eran más peligrosos y cuáles más permisivos. Le enseñó a mentir. Le habló de la ley, la de verdad, la que está escrita: si cometía un delito cuando tuviera más de catorce años, lo podían meter preso. Aunque, insistió, mejor que no se confiara: hoy día cualquiera hacía lo que le daba la gana. Barry comenzó a llamarlo papá y hasta le pedía la bendición.
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A Gloria Perdomo, a quien ya mencioné, me la presentaron como una superespecialista en materia de niños de la calle. Participó en la creación de la Lopna (Ley Orgánica para la Protección del Niño, Niña y Adolescente) y de las defensorías, organismos implementados desde principios del siglo XXI en Venezuela para hacer valer los derechos de los menores de edad. Gloria insiste en que lo más importante para atender a esta población es no diseñar un programa talla única, dado que las variantes son muchas. Cada experiencia es diferente y debe ser tratada de forma individual.
Si algo la escandaliza es escuchar cosas como que a los niños les gusta estar en la calle o que se haga referencia a su modo de vida como algo que ellos escogen y disfrutan. “Estar en la calle implica no tener acceso a servicios básicos. No es una situación normal, la calle no es espacio de vida o de cuidado de un ser humano que más bien está en proceso de formación. La presencia de niños en la calle debería ser una situación que encienda alarmas. Además de que se debería disponer de un lugar, cosa que tampoco es tan costosa, en el que puedan asearse, comer y ser escuchados con respecto a la situación que atraviesan”, subraya.
Claro que en la Venezuela de 2022 estar en casa tampoco garantiza acceso a servicios básicos. Según datos de Cáritas, el 83% de los hogares no tiene acceso a agua continua. Estamos hablando de un país en el que, en momentos puntuales, gente con trabajo y vivienda propia ha tenido que buscar agua en las alcantarillas para bajar las pocetas, en el que algunas comunidades más pudientes tienen que comprarle agua a camiones cisterna y en el que en el este de Caracas más de una junta de edificio decidió perforar suelos en busca de pozos.
Como sea, según el mismo informe de Cáritas de 2020, el 27% de los hogares del país ha tenido que recurrir a la mendicidad, el 42% a rebuscar alimentos en la calle y el 35% ha consumido alimentos que preferiría no haber comido. Gloria Perdomo es enfática: que un niño prefiera estar en la calle es una anomalía que debería escandalizar. Me pregunto, también, qué significa que casi la mitad de los hogares de Venezuela tengan que pedir comida en la calle o buscarla en la basura. Un niño desprotegido huye. Pero ¿a dónde va un gentilicio desprotegido?
A principios de siglo, cuenta Gloria, hubo un trabajo mancomunado entre varias alcaldías de Caracas, entre ellas, la de Chacao y la Alcaldía Mayor, junto con los consejos municipales de derechos de niños, niñas y adolescentes. Eran los primeros tiempos de la Lopna en Venezuela. Se logró reducir la cantidad de niños que había en la calle en un lapso de dos o tres años. Pero, ojo, reducir es un verbo inexacto. Muchos creen que el éxito en estos casos es ubicar al infante o adolescente en una entidad de atención —que algunos llaman casas de acogida— y no, lo que se logró fue restituirlos a sus casas. Se habló con ellos, se les escuchó, se les atendió, se habló con las respectivas familias, hubo acompañamiento psicosocial. “Se demostró que eso es posible, sin necesidad de encerrarlos en algún sitio”, cuenta Gloria.
En los últimos años, explica, lo que ha venido ocurriendo es un deterioro de las condiciones de vida en Venezuela que ha hecho que la población en la calle vaya en aumento. Hasta en sitios en los que esto era impensable, como en Tucupita. “Uno se pregunta ¿dónde están los padres de esos niños? En muchos casos, tuvieron que migrar y los dejaron al cuidado de familiares con los que el niño no se sentía identificado”, dice Gloria.
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Muma, la otrora novia de Barry, le contó que su mamá se fue a Perú y su papá a Colombia. No sabía por qué a países distintos y tampoco le importaba, lo cierto es que no los había visto en dos años. Junto con su hermana mayor, quedó al cuidado de una tía. En casa no había comida, cortaban el agua y ella se aburría hasta lo impensable cuando se iba la luz y ni siquiera podía ver televisión. Le gustaba fingir que actuaba, imaginarse en una serie juvenil. Por eso cuando un novio de la tía trató de tocarla más de lo que era debido, decidió escenificar para siempre —o mientras durase— el papel de adulta en la calle. A su hermana mayor la veía poco, lo último que supo es que intercambiaba sexo por dinero en algunas plazas. Muma quería que el placer se lo diera solo quien le gustaba, por lo que prefería robar para comprar drogas. Muma tenía catorce años cuando se instaló a vivir junto a Barry en un bugui.
Los buguis son viviendas improvisadas, cortinas de tela, sitios en los que los indigentes aglutinan sus pertenencias. Si afinan bien la vista, verán que hay muchos en Caracas. Solo tienen que ver más allá de sus propios pasos.
Según prevé el Plan de Respuesta 2022 de la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V), en 2021 ya había seis millones de refugiados y migrantes venezolanos fuera del país (diecisiete países de América Latina concentran al 84%). Pero en 2022 habrá unos 8.9 millones, esto lo explicó Eduardo Stein, representante especial conjunto del Acnur y la OIM (el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y la Organización Internacional para las Migraciones, respectivamente). La pregunta importante detrás del dato es cuántos jóvenes más acabarán desprotegidos.
Es difícil saberlo, me explica Gloriana, primero porque no hay datos oficiales (que debería suministrar el gobierno de Venezuela); segundo, porque contabilizar esta población es un trabajo en el que es fácil ser inexacto. Cuando ella trabajaba en la alcaldía de Chacao, había muchos niños pidiendo o vendiendo en el municipio, pero luego resultaba que ninguno vivía allí. Eran de Petare, Los Valles del Tuy, del centro de Caracas y se trasladaban adonde consideraban que les podía ir mejor en sus actividades. Eso se repite hoy día: Barry y sus amigos recorren toda la ciudad según su antojo. También aprenden a mentir: sobre su edad, nombre y residencia oficial.
En muchos casos, estos niños están a merced de un círculo vicioso. El procedimiento en Chacao, según Gloriana Faría, establece que si uno de ellos es identificado por las autoridades, debe ser trasladado a su municipio de origen. Así que al niño que agarran en Chacao lo llevan, por ejemplo, a Petare y se olvidan de él, solo para que no les “afee” las aceras. Una vez en el municipio al que corresponde, llevan al niño a la casa de la que huyó y en cuestión de días, o de horas, está de nuevo en la calle. En caso de que no haya adónde llevarlo, porque hay una situación de violencia que lo separó de casa o por la razón que sea, lo llevan a una entidad de atención.
También sucede, cuenta Gloriana, que muchas veces viven en las llamadas zonas de paz de Venezuela (que, para resumir, diremos que son sitios en los que el régimen entregó el control a bandas delictivas) y los policías no pueden entrar allí. Algunos se arriesgan y van de civil, sabiendo que su vida corre peligro, a tocar la puerta de los representantes del niño o adolescente.
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Barry tenía grupos de amigos en diferentes partes de Caracas. Sabía en dónde había basura de mejor “calidad”, en qué locales le podían dar comida, qué tiendas eran más fáciles de robar. En algún momento tuvo contacto con miembros de una de las tantas ONG que atienden a jóvenes como él. Hizo buenas migas con los trabajadores sociales y vio cómo algunos de sus compañeros comenzaban a asistir a actividades con ellos. Barry dice que le caían bien, pero no terminaba de animarse porque solo quería consumir droga.
—Me volví como malo, ¿sabes? Estaba en un mundo ficticio en mi mente, donde todo era como pelear, fumar y ya.
Lo dice y aprieta los dientes, como una fiera que recuerda sus días de caza. De vez en cuando hacía algún dibujo, pero no tenía a quién mostrárselo. Ni Ricardo ni Moma ni Charly valoraban cosas como esas. Aunque había otros dos niños que tenían gustos parecidos. Se quedaban los tres viendo las vidrieras que exhibían revistas coloridas o cosas de anime. A uno de esos niños, se enteraría Barry después, lo atropelló un carro mientras huía de unos policías en Las Mercedes. En esa área de la ciudad, dicen muchos, no hay que dejarse ver por ningún uniformado: les pueden pegar, cortarles el cabello o subirlos a patrullas y dejarlos en cualquier parte menos en donde no “dañen” la poca vida nocturna que sobrevive en Caracas. El otro de los amigos de Barry está en una entidad de atención.
No sabe mucho, explica Barry, pero parece que en su familia había una situación de mucha violencia, por lo que un tribunal dictaminó que sus padres debían perder la custodia. En Caracas hay entidades de atención privadas y públicas. Los niños les tienen especial miedo a las públicas. En las privadas, como la red de Casas Don Bosco y Fundana, están más resguardados y mejor atendidos. No obstante, hay un problema que es muy difícil de afrontar.
Otro Enfoque es una fundación, en Venezuela, que nació hace cuatro años de la mano de Zuly Mejías, para atender a niños y adolescentes que hacían vida en la Plaza Madariaga. Comenzaron a hacer trabajo social con unos sesenta chamos. Se sumaron a las actividades cuarenta, desertaron aproximadamente diez. Llegaron otros. Hoy día tienen una sede en Chacaíto, a la que asisten con regularidad entre veinticinco y treinta jóvenes. Todos ellos fueron reinsertados en sus hogares, luego de atender las causas que los motivaron a huir. Psicólogos y trabajadores sociales acompañan a los niños y a las familias. Hacen distintos tipos de terapia. Hay niños que hace dos años estaban robando o pidiendo dinero y ahora están continuando sus estudios.
Todos los días, un autobús los busca en El Paraíso. Los que van al colegio son trasladados hasta allá y luego los llevan a la sede. Allí, de la mano del equipo, hacen actividades recreativas, terapéuticas y cumplen con sus deberes académicos. Los adolescentes que no habían terminado la primaria la están sacando mediante Dawere, una plataforma de clases virtuales con la que tienen una alianza. En el caso del bachillerato, lograron que docentes de Misión Robinson, un programa del gobierno de Venezuela, fueran a darles clases. Pero, quizá, lo más difícil de atender son las adicciones.
En todo el país, explica Carolina Terán, miembro de Otro Enfoque, no hay centros de rehabilitación para niños. Para adultos hay privados y muy costosos. Aunado a eso, en casi ningún proyecto para jóvenes desprotegidos se trabaja directamente con adicciones. Ni en las casas de atención ni en la mayoría de las ONG de Venezuela. Otro Enfoque, dice Carolina, logró una alianza con el Cepai de la avenida Lecuna (Centro Especializado de Prevención y Atención Integral), en donde les prestan a los chamos lo necesario para su desintoxicación. El detalle está en que, por un lado, se desintoxican y, por el otro, en la mayoría de los casos, salen de vuelta a consumir. Necesitarían estar en un lugar seguro y libre de tentaciones, vivir y dormir ahí durante un tiempo, con la atención de profesionales, pero no hay dónde. Según sus propios testimonios, una de las drogas que más consumen los niños de Caracas es el crack, que es casi tan adictiva como la heroína.
En Otro Enfoque hacen muchos trabajos de prevención en la Cota 905, una carretera de la capital y del centro norte de Venezuela, y en Santa Cruz del Este, un barrio de Caracas. Quienes ya son parte habitual del programa tratan a Zuly de mamá, a quien le ha tocado desde llevar a niños a urgencias hasta organizar un funeral. Carolina explica que una de las cosas más desafiantes para los chamos es adaptarse a estar todo el día en un solo sitio, pues vienen de vivir sin normas y con mucha energía. Destaca que todo siempre debe hacerse de forma voluntaria y recuerdo las palabras de Barry:
—La salvación es individual.
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Uno de los problemas que agudizó la pandemia fue el de conseguir alimentos. Con los locales cerrados, había menos lugares para ir a comprar o pedir, explica Carolina. Además, está el asunto de la deserción escolar. Según datos de la Encovi, entre el periodo 2019-2020 y el 2021 la cobertura global (para las edades comprendidas entre los tres y los veinticuatro años) cayó cinco puntos porcentuales, para pasar del 70% al 65%. Es decir, quinientos mil jóvenes dejaron de estudiar. Lo que, en muchos casos, significó más niños, niñas y adolescentes en las calles de Venezuela.
Barry me cuenta que con la pandemia comenzaron a meterse a los locales que permanecían cerrados. El lema era “las noches son para los gatos”. Y ellos se sentían felinos: cazaban de día, hurtaban de noche.
—Pero todo nos lo fumábamos.
Después de los primeros meses viviendo de forma definitiva en la calle, dejó el colegio. Una de las últimas veces que vio a su mamá, ella lo increpó en público y hasta trató de agredirlo con un cuchillo.
—Yo entré en depresión, me cortaba las venas.
No le importaba andar sucio ni descalzo. A sus dieciséis, tras tres años en eso, ya se estaba cansando. Sobre todo, porque veía a amigos que poco a poco parecían más tranquilos, debido a que los asistía alguna de las ONG que hay en Venezuela. Buscó ayuda con un primo, que vivía en Petare. Comenzó a vivir con él, pero a veces se escapaba para volver a consumir creepy y crack. Hasta que un día dijo basta e inició un proceso de desintoxicación, apoyado por su primo, en el que primero dejó el crack, luego el creepy y de último el cigarro y el alcohol. También retomó los estudios.
A Moma la dejó de ver, pues ella equivalía para él a la tentación de consumir. A veces visitaba a algunos amigos. A su hermano, una mañana cualquiera, fue a llevarle comida. Charly seguía viviendo en las calles de la capital de Venezuela. Había perdido la mitad del pie derecho, debido a una bala. Barry le estaba entregando la vianda que le había mandado el primo cuando llegaron tres carros de cuerpos de (in)seguridad del Estado, que empezaron a darle golpes a todos los indigentes. Los obligaron a subir a un camión con jaula, una de las llamadas perreras. Charly trató de subirse, pero no podía: estaba cojeando y herido. Barry se metió a defenderlo. Al final, los montaron a todos.
Se estacionaron varios kilómetros más allá de donde los habían agarrado. Estuvieron detenidos varias horas en las que, como era de esperar, surgieron peleas entre los secuestrados. Hasta que los funcionarios se bajaron y los tranquilizaron a punta de golpes. A las cuatro de la tarde se los llevaron para Negra Hipólita, una de las misiones del régimen de Venezuela que —se supone— debe atender a adultos en situación de calle. Todos los niños y adolescentes con quienes hablé me dijeron que les temían: en la práctica lo que hacen es golpearlos y a veces hasta más. El caso es que a Barry no se lo podían llevar, pues era menor de edad. Se quedó solo en el camión con un par de representantes de Negra Hipólita y uno del Instituto Autónomo Consejo Nacional de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, el Idena.
Barry trató de saltar, pero lo agarraron.
—¡Ya no estás con tu combo! —le gritaron los de Negra Hipólita y le dieron lo que él define como “palazos”.
Lo obligaron a bajar la cabeza y lo llevaron, en el camión, para Ciudad Caracas, un penal para menores de edad en el que deberían estar solo quienes fueron procesados y declarados culpables tras cometer un delito. En el estacionamiento, los funcionarios de (in)seguridad y los de Negra Hipólita le advirtieron que si no lo recibían ahí lo iban a “lanzar por el puente Caracas-La Guaira, y si alguien les preguntaba qué era eso [el cuerpo de Barry] ellos iban a decir que un colchón”. A las ocho de la noche lo ingresaron a Ciudad Caracas.
Le ordenaron desnudarse y dejar sus pocas cosas. Lo hicieron agacharse para afeitarlo. Alzó la cabeza antes de que hubiesen terminado y le gritaron que si no se daba cuenta de que aún había un poquito de cabello: le entraron a patadas. Después le echaron dos tobos de agua fría y lo pasaron para la celda.
—Cuidado con lo que haces, porque si les haces algo a esos menores, vas a llorar sangre —le advirtió el funcionario de Ciudad Caracas.
Tras ponerse un mono roto que le dieron, se le fueron acercando otros jóvenes. Le decían cosas, le hacían preguntas, se movían como una manada de leones rodeando a un extraño. Barry subió la voz, dijo que él recorría Chacao, Chacaíto, Las Mercedes, El Paraíso, Plaza Venezuela. Nombró a los líderes de las bandas juveniles de esos lugares, les hizo ver cuál era su bagaje. Le tiraron una chola de petróleo para que la usara como arma: la última prueba era “entrarse a fuego” con los demás cachorros.
Allí se rencontró con un pana al que había conocido en Plaza Venezuela, otra de las áreas de la ciudad en la que, dicen, es más brutal la represión. Como se conocían, el chico le permitió acostarse en su cama. Solo había dos con colchón: la de los dos chamos que lideraban en la celda.
Pasó una semana sin que ninguno de los dolientes de Barry supiera dónde estaba. Él conoció a muchachos que llevaban más de medio año allí, en su misma situación. Cuando iban a buscarlos sus familiares, los funcionarios negaban que estuvieran encerrados. Barry les dijo a varios de sus nuevos compañeros que tenía un primo que vivía en Petare. Uno de ellos le preguntó si se sabía algún número de teléfono. Barry dijo que sí. Entonces le dijeron que les diera su comida y al rato le iban a mandar un mono para que anotara allí el número.* Ya antes su primo había ido varias veces a Ciudad Caracas junto a otros activistas, preguntando por él. Siempre le respondieron que Barry no estaba allí. Esta vez el compañero de prisión cumplió su palabra, llamó y así los dolientes de Barry pudieron confirmar su paradero.
Esa tarde escuchó gritos desde la autopista. Lo llamaban. Era su primo. Él respondió y otros chamos lo ayudaron gritando que ahí estaba.
—No le hagan el coro a ese menor, ¿no saben que se pueden meter en un lío por ayudarlo? —los reprendió el custodio.
A Barry, como castigo, lo metieron para un tigrito. Es decir, una celda de poco más de dos metros cuadrados en la que hacen pagar penitencia a los presos. Lo desnudaron, le echaron gas pimienta y ahí lo dejaron toda la noche. En lo sucesivo, cada vez que su primo o algún familiar iba a buscarlo, los custodios les entraban a cachetadas a Barry y a los otros chamos. La consigna era “por uno, pagan todos”.
Un día lo sacaron junto a otro grupo de muchachos, bajo la premisa de que lo iban a llevar para Ciudad Caribia (un penal de menores en La Guaira), lo que los desanimó aún más. Con las cabezas agachadas, los montaron en un camión de presos y, en realidad, los trasladaron para el Centro de Atención Integral de Los Chorros. Allí le preguntaron por los números de teléfono de sus familiares y, una hora después, al fin salía libre.
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Gloria Perdomo destaca que es indispensable la labor de las defensorías, espacios a los que se puede recurrir para hacer valer los derechos de los niños, niñas y adolescentes de Venezuela. Dice que la Fundación Luz y Vida atiende en toda Caracas, también están las defensorías del municipio Libertador y la del municipio Chacao, así como algunas que están a cargo de organizaciones comunitarias, aunque muchas han tenido que cerrar sus puertas por falta de recursos. Pero, por ejemplo, en la práctica, agrega, el trabajo que hace Cecodap es de defensoría.
En 2018 esta organización contabilizó quinientos menores de edad en situación de calle en el municipio Baruta, 147 en El Hatillo y 44 en Chacao. El psicólogo de la organización, Abel Sarabia, declaró a Efe que en Venezuela hay un “sistema de protección que ni es sistema ni protege […]. Donde hay un niño en situación de calle es porque su familia fue incapaz de protegerlo y el Estado no tuvo la capacidad de ofrecer respuestas adecuadas”. Es fácil suponer que, con la pandemia y el notable deterioro de las condiciones de vida, las cifras anteriores han aumentado.
Barry comenzó a asistir a terapia. Pero un último escollo, a sus dieciséis años, lo golpeó. Debido a los enfrentamientos entre bandas que se viven en Petare, su primo tuvo que migrar. Por lo que estuvo cerca de volver a quedar en la calle. Una tarde se puso a hablar con el párroco, al que le pidió un cigarro. El padre se lo negó, diciéndole que él había dejado de fumar y le preguntó qué le pasaba. En cosa de un par de días, Barry se mudó a casa de una activista. Ahora vive más tranquilo, sin tener que entrarse a golpes; tiene tiempo sin hacerse nuevas cicatrices y hasta está descubriendo las ensaladas y una variedad de frutas que nunca había probado. Lo que más le entusiasma es que volvió a dibujar.
—En la calle yo no dibujaba porque si lo hacía, ¿a quién se lo iba a mostrar? En cambio ahorita es como que me estimulan, me dicen que está finísimo y, bueno, nada, ahorita estoy haciendo un curso de ilustración.
También retomó el bachillerato. A Ricardo lo visita de vez en cuando. Barry aconseja a quien llegó a considerar su papá: le dice que deje de robar, que no se meta en más líos, que cuál es el sentido de conseguir cien dólares en la mañana para fumárselos en crack en la tarde. Ricardo le dice que está contento por sus cambios y que él quisiera tratar de emularlo, pero no sabe cómo.
A su papá biológico lo vio hace poco. Se metió a la que era su casa para llevarles medicinas a sus hermanos y el papá lo vio. Por primera vez, Barry le notó una expresión que no fue de rabia o frustración: puso cara de sorpresa.
—Hijo, yo pensé que te habían matado —tenían tres años sin verse.
Con sus hermanos tiene mejor relación ahora. Tanto con Charly, que sigue en la calle, como con los otros que lo visitan de vez en cuando. Algunos también se benefician de los programas de las ONG. Dos de ellos migraron.
Con su mamá no habla desde hace años. Él le escribe y ella no le responde, la llama y ella lo ignora. Barry dice que ahora puede aspirar a otras cosas en la vida, que puede empezar a pensar en un futuro más allá de amanecer vivo. Que ahora sabe el significado de sueño y meta.
—Y yo tengo un sueño y una meta: recuperar a mi mamá.
Este texto fue posible gracias al apoyo de la Fundación Ford.
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* En el español de Venezuela, "mono" significa "pantalones deportivos". Como los niños no tenían acceso a papeles y estaba prohibida la comunicación entre celdas, le mandaron un pantalón deportivo para que anotara allí el número de teléfono.
Para verificar el testimonio de “Barry”, en específico, su secuestro y los golpes que recibió, Lizandro Samuel habló con quienes gestaron su liberación. Además de él, otros niños, que habían sido detenidos, le confirmaron lo mismo a una ONG en Venezuela. El fragmento sobre lo que le ocurrió a “Barry” dentro del penal, en cambio, es su testimonio.
Los niños llenan recipientes de plástico con agua de un pozo en una calle, cerca de un barrio llamado "El Tanque" en la barriada de Petare en Caracas, Venezuela. Fotografía de Carlos García Rawlins / REUTERS.
Venezuela es un país donde casi la mitad de los hogares reporta haber tenido que rebuscar alimentos en la calle y el 27% se ha visto forzado a recurrir a la mendicidad. En 2021 la pobreza extrema alcanzó al 76.6% del país. ¿Cómo viven esto las y los niños y adolescentes? No hay datos oficiales, pero se les ve en las calles de Caracas. “Barry” comparte su testimonio para este reportaje sobre la infancia, que Venezuela ha condenado a la miseria.
"¿De qué me servía que me dieran lo material si no me daban amor?" Barry, llamémosle Barry, habla con la cabeza gacha pero sube la vista cuando dice la línea anterior. Me ve a los ojos, hace una pausa y sigue con su historia. La tiene bien ensayada, al igual que cualquiera que necesite recordar cómo se ha sobrepuesto a los demonios, como les sucede a demasiados niños. Tenía trece años, ocho hermanos, vivía en un sector popular de Caracas, Venezuela, y sus papás nunca estaban en casa.
Ante la ausencia de ley, los hermanos discutían mucho. A Barry la casa se le hacía como una prisión. Cuando se despertaba para irse al colegio, ya ni papá ni mamá estaban. Cada quien debía hacer su propio desayuno. Algunas noches se acostaba a dormir sin haberlos visto. Él dice, aunque con otras palabras, que lo que necesitaba era atención. No obstante, uno de sus hermanos mayores se había ido a la calle dos años antes en busca de comida.
Dice la Encovi (la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida que levanta la Universidad Católica Andrés Bello, ubicada en Caracas, junto con un equipo de economistas y sociólogos) que en Venezuela la pobreza extrema sigue creciendo y en 2021 llegó a abarcar dos tercios del país, es decir: 76.6% de los hogares. En el ciclo anterior, 2019-2020, la cifra era 67.7%.
Pobreza extrema significa que no se pueden comprar artículos básicos. Pobreza extrema significa que Charly, dígamosle Charly al hermano de Barry, se cansó de que le rugiera el estómago y comenzó a frecuentar una panadería que estaba a un par de kilómetros de donde vivía. Bueno, más que frecuentar la panadería, frecuentaba el basurero de la panadería. Allí se aglomeraban niños y adolescentes a la caza de los dulces y otros productos desechados.
Barry lo sabía, así que, aburrido de estar en casa, decidió acompañar a su hermano. Lo que no sabía Barry —no tenía cómo, es analfabeta funcional y le cuesta entender algunas cifras— era que, según Cáritas, el 45% de los hogares en Venezuela no reporta consumo de carnes, el 74% no consume productos lácteos, el 55% no consume huevos y en menos del 40% de los hogares se come frutas y vegetales. Barry dice que comía mucha arepa, arroz y pasta. A veces con queso, a veces con un poquito de carne molida, a veces con otro tipo de carbohidratos. Pero como cada quien juzga según con quien se compare, Barry sentía que comía bien.
Por eso, me explica, no fue tanto lo material lo que lo impulsó a seguir bajando todos los días a encontrarse con Charly, sino la camaradería que vio entre los chamos. En menos de un mes, ya había hecho su propio grupo de amigos. Reían, inventaban juegos, se abrazaban. Durante horas Barry se olvidaba de extrañar lo que no tenía en casa.
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Gloriana Faría tiene casi veinte años trabajando con niños en situación de calle. Fue presidenta del Consejo de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes en Chacao, actualmente es suplente en la junta directiva de Cecodap (una organización que trabaja por esta población desde 1984) y miembro de Aldeas Infantiles SOS de Venezuela. Esta última organización, de carácter internacional, tiene entidades de atención (casas para niños separados de sus familias) en Turmero, Cañada de Urdaneta y Ciudad Ojeda. En todos lados donde trabajan hacen también programas de fortalecimiento familiar, que buscan evitar que se produzca una ruptura en los hogares. En Petare, por ejemplo, dan apoyo nutricional y psicosocial.
Lo más importante, explica Gloriana y cada activista con quien conversaré, son los programas de prevención. Son los que evitan que haya más niños y niñas en la calle. En Venezuela casi todos están a cargo de instituciones privadas, pero son insuficientes ante los datos expresados arriba. Hay distintos factores de riesgo: violencia intrafamiliar y en la comunidad, pobreza extrema, deserción escolar y tensiones emocionales. Aldeas Infantiles, por ejemplo, cuenta con trabajadores sociales que hacen estudios para identificar a qué familias deben apoyar.
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Barry iba al colegio en la mañana. Pasaba el resto del día en la calle hasta que subía a su casa en las noches para dormir. Comía de la basura o dulces que compraba junto a otros niños. ¿Con qué dinero? Con el que robaban o con el que adquirían al vender productos pequeños que hurtaban de las tiendas.
Además, consiguió una novia. Muma era el apodo de la niña en cuestión, contemporánea de él. Ella le enseñó trucos y códigos, como arrancarles cosas de las manos a las personas y huir a toda velocidad. Con “personas” se refería tanto a transeúntes como a otros niños de la calle. La diferencia es que, en el caso de los segundos, si te atrapan se desatan peleas que pueden acabar desde en rasguños hasta en la muerte.
Ley número uno de la calle, repite Barry: tienes que matarte por lo tuyo. Lo que mendigas, robas, hurtas o consigues es tuyo. Nadie puede quitártelo. Las primeras veces que reunió dinero mendigando, otros niños se acercaron a quitárselo en actitud lúdica. Hicieron lo mismo con unos zapatos y unos panes que también eran de él. Barry se convirtió en un cachorro de león que usó un pico de botella para marcar su territorio. Hoy día tiene más de treinta cicatrices en todo el cuerpo. Los otros niños, en esa primera ocasión, entendieron el mensaje.
Un raro fin de semana en el que su papá no estaba cumpliendo uno de los tantos trabajos que tenía, Barry coincidió en la casa con él. Ya no recuerda por qué discutieron, pero sí que papá le dio una cachetada. Barry agarró algunas de sus cosas y se fue.
Es importante hacer una distinción, dice la teoría, entre los llamados “niños de la calle”. Hay algunos que duermen en sus casas, pero pasan el día fuera de ella. Hay otros que directamente viven en la calle. Algunos tienen periodos de ir y volver al hogar. Hace unos tres o cuatro años, según me cuenta la activista e investigadora de derechos de la niñez Gloria Perdomo, se vio a muchos niños mendigando, vendiendo cosas o hurgando en la basura en compañía de sus padres. Fue entre 2016 y 2017, tiempos de escasez, de inaugurar nuevos niveles de crisis en Venezuela y de viralizar fotos de gente comiendo de la basura. Algunas de esas cosas, más que desaparecer, se normalizaron. Lo que sí desapareció en la mayoría de los casos fueron los padres de los niños en cuestión. A falta de estadísticas oficiales, casi todos los activistas coinciden en que la cifra de niños, niñas y adolescentes “de la calle” ha crecido pero, explica Gloria, ahora se les ve solos.
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Barry trató de volver a su casa varias veces. En ese periodo nunca dejó de estudiar; menos de dibujar, una pasión que lo acompaña desde siempre. Una de las últimas ocasiones en que vio a su mamá, entre sus idas y venidas, ya consumía cigarros de nicotina y creepy. Su mamá llegó a casa y sintió el olor.
La discusión había empezado tiempo atrás, cuando ella le soltó a bocajarro que no quería un hijo de la calle. Así que o se encarrilaba o se iba para siempre. Barry siguió con sus intermitencias entre ir y venir. Hasta ese momento en el que su mamá lo descubrió fumando.
—Me desentiendo de ti, yo no quiero un hijo drogadicto.
Barry estalló en gritos e insultos, soltó todo lo que llevaba dentro, hasta que su pecho se serenó, como quien se recupera tras las arcadas del vómito. Le pidió perdón a su mamá, pero ella no se lo aceptó. Así que esta vez, ahora sí de forma definitiva, bajó a la calle.
Se encontró con Ricardo, un joven cuatro años mayor que vivía a la deriva desde hacía un lustro. Desde el principio se había llevado bien con él, le parecía más pila y comprensivo que sus hermanos, además le daba consejos respecto a Muma. Barry le contó que ahora sí se iba a quedar definitivamente. Ricardo lo abrazó, le dijo que no estaba solo. Y que si se sentía mal, tenía algo que lo podía ayudar. Ese día Barry comenzó su adicción al crack.
Ricardo le enseñó todo lo que sabía: a defenderse, a pedir, a robar, a hurtar y hurgar. Le habló del Guaire, un contaminado río de Caracas, y de cómo buscar oro allí, le enseñó a cocinar con leña, le explicó qué cuerpos de (in)seguridad del Estado eran más peligrosos y cuáles más permisivos. Le enseñó a mentir. Le habló de la ley, la de verdad, la que está escrita: si cometía un delito cuando tuviera más de catorce años, lo podían meter preso. Aunque, insistió, mejor que no se confiara: hoy día cualquiera hacía lo que le daba la gana. Barry comenzó a llamarlo papá y hasta le pedía la bendición.
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A Gloria Perdomo, a quien ya mencioné, me la presentaron como una superespecialista en materia de niños de la calle. Participó en la creación de la Lopna (Ley Orgánica para la Protección del Niño, Niña y Adolescente) y de las defensorías, organismos implementados desde principios del siglo XXI en Venezuela para hacer valer los derechos de los menores de edad. Gloria insiste en que lo más importante para atender a esta población es no diseñar un programa talla única, dado que las variantes son muchas. Cada experiencia es diferente y debe ser tratada de forma individual.
Si algo la escandaliza es escuchar cosas como que a los niños les gusta estar en la calle o que se haga referencia a su modo de vida como algo que ellos escogen y disfrutan. “Estar en la calle implica no tener acceso a servicios básicos. No es una situación normal, la calle no es espacio de vida o de cuidado de un ser humano que más bien está en proceso de formación. La presencia de niños en la calle debería ser una situación que encienda alarmas. Además de que se debería disponer de un lugar, cosa que tampoco es tan costosa, en el que puedan asearse, comer y ser escuchados con respecto a la situación que atraviesan”, subraya.
Claro que en la Venezuela de 2022 estar en casa tampoco garantiza acceso a servicios básicos. Según datos de Cáritas, el 83% de los hogares no tiene acceso a agua continua. Estamos hablando de un país en el que, en momentos puntuales, gente con trabajo y vivienda propia ha tenido que buscar agua en las alcantarillas para bajar las pocetas, en el que algunas comunidades más pudientes tienen que comprarle agua a camiones cisterna y en el que en el este de Caracas más de una junta de edificio decidió perforar suelos en busca de pozos.
Como sea, según el mismo informe de Cáritas de 2020, el 27% de los hogares del país ha tenido que recurrir a la mendicidad, el 42% a rebuscar alimentos en la calle y el 35% ha consumido alimentos que preferiría no haber comido. Gloria Perdomo es enfática: que un niño prefiera estar en la calle es una anomalía que debería escandalizar. Me pregunto, también, qué significa que casi la mitad de los hogares de Venezuela tengan que pedir comida en la calle o buscarla en la basura. Un niño desprotegido huye. Pero ¿a dónde va un gentilicio desprotegido?
A principios de siglo, cuenta Gloria, hubo un trabajo mancomunado entre varias alcaldías de Caracas, entre ellas, la de Chacao y la Alcaldía Mayor, junto con los consejos municipales de derechos de niños, niñas y adolescentes. Eran los primeros tiempos de la Lopna en Venezuela. Se logró reducir la cantidad de niños que había en la calle en un lapso de dos o tres años. Pero, ojo, reducir es un verbo inexacto. Muchos creen que el éxito en estos casos es ubicar al infante o adolescente en una entidad de atención —que algunos llaman casas de acogida— y no, lo que se logró fue restituirlos a sus casas. Se habló con ellos, se les escuchó, se les atendió, se habló con las respectivas familias, hubo acompañamiento psicosocial. “Se demostró que eso es posible, sin necesidad de encerrarlos en algún sitio”, cuenta Gloria.
En los últimos años, explica, lo que ha venido ocurriendo es un deterioro de las condiciones de vida en Venezuela que ha hecho que la población en la calle vaya en aumento. Hasta en sitios en los que esto era impensable, como en Tucupita. “Uno se pregunta ¿dónde están los padres de esos niños? En muchos casos, tuvieron que migrar y los dejaron al cuidado de familiares con los que el niño no se sentía identificado”, dice Gloria.
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Muma, la otrora novia de Barry, le contó que su mamá se fue a Perú y su papá a Colombia. No sabía por qué a países distintos y tampoco le importaba, lo cierto es que no los había visto en dos años. Junto con su hermana mayor, quedó al cuidado de una tía. En casa no había comida, cortaban el agua y ella se aburría hasta lo impensable cuando se iba la luz y ni siquiera podía ver televisión. Le gustaba fingir que actuaba, imaginarse en una serie juvenil. Por eso cuando un novio de la tía trató de tocarla más de lo que era debido, decidió escenificar para siempre —o mientras durase— el papel de adulta en la calle. A su hermana mayor la veía poco, lo último que supo es que intercambiaba sexo por dinero en algunas plazas. Muma quería que el placer se lo diera solo quien le gustaba, por lo que prefería robar para comprar drogas. Muma tenía catorce años cuando se instaló a vivir junto a Barry en un bugui.
Los buguis son viviendas improvisadas, cortinas de tela, sitios en los que los indigentes aglutinan sus pertenencias. Si afinan bien la vista, verán que hay muchos en Caracas. Solo tienen que ver más allá de sus propios pasos.
Según prevé el Plan de Respuesta 2022 de la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V), en 2021 ya había seis millones de refugiados y migrantes venezolanos fuera del país (diecisiete países de América Latina concentran al 84%). Pero en 2022 habrá unos 8.9 millones, esto lo explicó Eduardo Stein, representante especial conjunto del Acnur y la OIM (el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y la Organización Internacional para las Migraciones, respectivamente). La pregunta importante detrás del dato es cuántos jóvenes más acabarán desprotegidos.
Es difícil saberlo, me explica Gloriana, primero porque no hay datos oficiales (que debería suministrar el gobierno de Venezuela); segundo, porque contabilizar esta población es un trabajo en el que es fácil ser inexacto. Cuando ella trabajaba en la alcaldía de Chacao, había muchos niños pidiendo o vendiendo en el municipio, pero luego resultaba que ninguno vivía allí. Eran de Petare, Los Valles del Tuy, del centro de Caracas y se trasladaban adonde consideraban que les podía ir mejor en sus actividades. Eso se repite hoy día: Barry y sus amigos recorren toda la ciudad según su antojo. También aprenden a mentir: sobre su edad, nombre y residencia oficial.
En muchos casos, estos niños están a merced de un círculo vicioso. El procedimiento en Chacao, según Gloriana Faría, establece que si uno de ellos es identificado por las autoridades, debe ser trasladado a su municipio de origen. Así que al niño que agarran en Chacao lo llevan, por ejemplo, a Petare y se olvidan de él, solo para que no les “afee” las aceras. Una vez en el municipio al que corresponde, llevan al niño a la casa de la que huyó y en cuestión de días, o de horas, está de nuevo en la calle. En caso de que no haya adónde llevarlo, porque hay una situación de violencia que lo separó de casa o por la razón que sea, lo llevan a una entidad de atención.
También sucede, cuenta Gloriana, que muchas veces viven en las llamadas zonas de paz de Venezuela (que, para resumir, diremos que son sitios en los que el régimen entregó el control a bandas delictivas) y los policías no pueden entrar allí. Algunos se arriesgan y van de civil, sabiendo que su vida corre peligro, a tocar la puerta de los representantes del niño o adolescente.
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Barry tenía grupos de amigos en diferentes partes de Caracas. Sabía en dónde había basura de mejor “calidad”, en qué locales le podían dar comida, qué tiendas eran más fáciles de robar. En algún momento tuvo contacto con miembros de una de las tantas ONG que atienden a jóvenes como él. Hizo buenas migas con los trabajadores sociales y vio cómo algunos de sus compañeros comenzaban a asistir a actividades con ellos. Barry dice que le caían bien, pero no terminaba de animarse porque solo quería consumir droga.
—Me volví como malo, ¿sabes? Estaba en un mundo ficticio en mi mente, donde todo era como pelear, fumar y ya.
Lo dice y aprieta los dientes, como una fiera que recuerda sus días de caza. De vez en cuando hacía algún dibujo, pero no tenía a quién mostrárselo. Ni Ricardo ni Moma ni Charly valoraban cosas como esas. Aunque había otros dos niños que tenían gustos parecidos. Se quedaban los tres viendo las vidrieras que exhibían revistas coloridas o cosas de anime. A uno de esos niños, se enteraría Barry después, lo atropelló un carro mientras huía de unos policías en Las Mercedes. En esa área de la ciudad, dicen muchos, no hay que dejarse ver por ningún uniformado: les pueden pegar, cortarles el cabello o subirlos a patrullas y dejarlos en cualquier parte menos en donde no “dañen” la poca vida nocturna que sobrevive en Caracas. El otro de los amigos de Barry está en una entidad de atención.
No sabe mucho, explica Barry, pero parece que en su familia había una situación de mucha violencia, por lo que un tribunal dictaminó que sus padres debían perder la custodia. En Caracas hay entidades de atención privadas y públicas. Los niños les tienen especial miedo a las públicas. En las privadas, como la red de Casas Don Bosco y Fundana, están más resguardados y mejor atendidos. No obstante, hay un problema que es muy difícil de afrontar.
Otro Enfoque es una fundación, en Venezuela, que nació hace cuatro años de la mano de Zuly Mejías, para atender a niños y adolescentes que hacían vida en la Plaza Madariaga. Comenzaron a hacer trabajo social con unos sesenta chamos. Se sumaron a las actividades cuarenta, desertaron aproximadamente diez. Llegaron otros. Hoy día tienen una sede en Chacaíto, a la que asisten con regularidad entre veinticinco y treinta jóvenes. Todos ellos fueron reinsertados en sus hogares, luego de atender las causas que los motivaron a huir. Psicólogos y trabajadores sociales acompañan a los niños y a las familias. Hacen distintos tipos de terapia. Hay niños que hace dos años estaban robando o pidiendo dinero y ahora están continuando sus estudios.
Todos los días, un autobús los busca en El Paraíso. Los que van al colegio son trasladados hasta allá y luego los llevan a la sede. Allí, de la mano del equipo, hacen actividades recreativas, terapéuticas y cumplen con sus deberes académicos. Los adolescentes que no habían terminado la primaria la están sacando mediante Dawere, una plataforma de clases virtuales con la que tienen una alianza. En el caso del bachillerato, lograron que docentes de Misión Robinson, un programa del gobierno de Venezuela, fueran a darles clases. Pero, quizá, lo más difícil de atender son las adicciones.
En todo el país, explica Carolina Terán, miembro de Otro Enfoque, no hay centros de rehabilitación para niños. Para adultos hay privados y muy costosos. Aunado a eso, en casi ningún proyecto para jóvenes desprotegidos se trabaja directamente con adicciones. Ni en las casas de atención ni en la mayoría de las ONG de Venezuela. Otro Enfoque, dice Carolina, logró una alianza con el Cepai de la avenida Lecuna (Centro Especializado de Prevención y Atención Integral), en donde les prestan a los chamos lo necesario para su desintoxicación. El detalle está en que, por un lado, se desintoxican y, por el otro, en la mayoría de los casos, salen de vuelta a consumir. Necesitarían estar en un lugar seguro y libre de tentaciones, vivir y dormir ahí durante un tiempo, con la atención de profesionales, pero no hay dónde. Según sus propios testimonios, una de las drogas que más consumen los niños de Caracas es el crack, que es casi tan adictiva como la heroína.
En Otro Enfoque hacen muchos trabajos de prevención en la Cota 905, una carretera de la capital y del centro norte de Venezuela, y en Santa Cruz del Este, un barrio de Caracas. Quienes ya son parte habitual del programa tratan a Zuly de mamá, a quien le ha tocado desde llevar a niños a urgencias hasta organizar un funeral. Carolina explica que una de las cosas más desafiantes para los chamos es adaptarse a estar todo el día en un solo sitio, pues vienen de vivir sin normas y con mucha energía. Destaca que todo siempre debe hacerse de forma voluntaria y recuerdo las palabras de Barry:
—La salvación es individual.
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Uno de los problemas que agudizó la pandemia fue el de conseguir alimentos. Con los locales cerrados, había menos lugares para ir a comprar o pedir, explica Carolina. Además, está el asunto de la deserción escolar. Según datos de la Encovi, entre el periodo 2019-2020 y el 2021 la cobertura global (para las edades comprendidas entre los tres y los veinticuatro años) cayó cinco puntos porcentuales, para pasar del 70% al 65%. Es decir, quinientos mil jóvenes dejaron de estudiar. Lo que, en muchos casos, significó más niños, niñas y adolescentes en las calles de Venezuela.
Barry me cuenta que con la pandemia comenzaron a meterse a los locales que permanecían cerrados. El lema era “las noches son para los gatos”. Y ellos se sentían felinos: cazaban de día, hurtaban de noche.
—Pero todo nos lo fumábamos.
Después de los primeros meses viviendo de forma definitiva en la calle, dejó el colegio. Una de las últimas veces que vio a su mamá, ella lo increpó en público y hasta trató de agredirlo con un cuchillo.
—Yo entré en depresión, me cortaba las venas.
No le importaba andar sucio ni descalzo. A sus dieciséis, tras tres años en eso, ya se estaba cansando. Sobre todo, porque veía a amigos que poco a poco parecían más tranquilos, debido a que los asistía alguna de las ONG que hay en Venezuela. Buscó ayuda con un primo, que vivía en Petare. Comenzó a vivir con él, pero a veces se escapaba para volver a consumir creepy y crack. Hasta que un día dijo basta e inició un proceso de desintoxicación, apoyado por su primo, en el que primero dejó el crack, luego el creepy y de último el cigarro y el alcohol. También retomó los estudios.
A Moma la dejó de ver, pues ella equivalía para él a la tentación de consumir. A veces visitaba a algunos amigos. A su hermano, una mañana cualquiera, fue a llevarle comida. Charly seguía viviendo en las calles de la capital de Venezuela. Había perdido la mitad del pie derecho, debido a una bala. Barry le estaba entregando la vianda que le había mandado el primo cuando llegaron tres carros de cuerpos de (in)seguridad del Estado, que empezaron a darle golpes a todos los indigentes. Los obligaron a subir a un camión con jaula, una de las llamadas perreras. Charly trató de subirse, pero no podía: estaba cojeando y herido. Barry se metió a defenderlo. Al final, los montaron a todos.
Se estacionaron varios kilómetros más allá de donde los habían agarrado. Estuvieron detenidos varias horas en las que, como era de esperar, surgieron peleas entre los secuestrados. Hasta que los funcionarios se bajaron y los tranquilizaron a punta de golpes. A las cuatro de la tarde se los llevaron para Negra Hipólita, una de las misiones del régimen de Venezuela que —se supone— debe atender a adultos en situación de calle. Todos los niños y adolescentes con quienes hablé me dijeron que les temían: en la práctica lo que hacen es golpearlos y a veces hasta más. El caso es que a Barry no se lo podían llevar, pues era menor de edad. Se quedó solo en el camión con un par de representantes de Negra Hipólita y uno del Instituto Autónomo Consejo Nacional de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, el Idena.
Barry trató de saltar, pero lo agarraron.
—¡Ya no estás con tu combo! —le gritaron los de Negra Hipólita y le dieron lo que él define como “palazos”.
Lo obligaron a bajar la cabeza y lo llevaron, en el camión, para Ciudad Caracas, un penal para menores de edad en el que deberían estar solo quienes fueron procesados y declarados culpables tras cometer un delito. En el estacionamiento, los funcionarios de (in)seguridad y los de Negra Hipólita le advirtieron que si no lo recibían ahí lo iban a “lanzar por el puente Caracas-La Guaira, y si alguien les preguntaba qué era eso [el cuerpo de Barry] ellos iban a decir que un colchón”. A las ocho de la noche lo ingresaron a Ciudad Caracas.
Le ordenaron desnudarse y dejar sus pocas cosas. Lo hicieron agacharse para afeitarlo. Alzó la cabeza antes de que hubiesen terminado y le gritaron que si no se daba cuenta de que aún había un poquito de cabello: le entraron a patadas. Después le echaron dos tobos de agua fría y lo pasaron para la celda.
—Cuidado con lo que haces, porque si les haces algo a esos menores, vas a llorar sangre —le advirtió el funcionario de Ciudad Caracas.
Tras ponerse un mono roto que le dieron, se le fueron acercando otros jóvenes. Le decían cosas, le hacían preguntas, se movían como una manada de leones rodeando a un extraño. Barry subió la voz, dijo que él recorría Chacao, Chacaíto, Las Mercedes, El Paraíso, Plaza Venezuela. Nombró a los líderes de las bandas juveniles de esos lugares, les hizo ver cuál era su bagaje. Le tiraron una chola de petróleo para que la usara como arma: la última prueba era “entrarse a fuego” con los demás cachorros.
Allí se rencontró con un pana al que había conocido en Plaza Venezuela, otra de las áreas de la ciudad en la que, dicen, es más brutal la represión. Como se conocían, el chico le permitió acostarse en su cama. Solo había dos con colchón: la de los dos chamos que lideraban en la celda.
Pasó una semana sin que ninguno de los dolientes de Barry supiera dónde estaba. Él conoció a muchachos que llevaban más de medio año allí, en su misma situación. Cuando iban a buscarlos sus familiares, los funcionarios negaban que estuvieran encerrados. Barry les dijo a varios de sus nuevos compañeros que tenía un primo que vivía en Petare. Uno de ellos le preguntó si se sabía algún número de teléfono. Barry dijo que sí. Entonces le dijeron que les diera su comida y al rato le iban a mandar un mono para que anotara allí el número.* Ya antes su primo había ido varias veces a Ciudad Caracas junto a otros activistas, preguntando por él. Siempre le respondieron que Barry no estaba allí. Esta vez el compañero de prisión cumplió su palabra, llamó y así los dolientes de Barry pudieron confirmar su paradero.
Esa tarde escuchó gritos desde la autopista. Lo llamaban. Era su primo. Él respondió y otros chamos lo ayudaron gritando que ahí estaba.
—No le hagan el coro a ese menor, ¿no saben que se pueden meter en un lío por ayudarlo? —los reprendió el custodio.
A Barry, como castigo, lo metieron para un tigrito. Es decir, una celda de poco más de dos metros cuadrados en la que hacen pagar penitencia a los presos. Lo desnudaron, le echaron gas pimienta y ahí lo dejaron toda la noche. En lo sucesivo, cada vez que su primo o algún familiar iba a buscarlo, los custodios les entraban a cachetadas a Barry y a los otros chamos. La consigna era “por uno, pagan todos”.
Un día lo sacaron junto a otro grupo de muchachos, bajo la premisa de que lo iban a llevar para Ciudad Caribia (un penal de menores en La Guaira), lo que los desanimó aún más. Con las cabezas agachadas, los montaron en un camión de presos y, en realidad, los trasladaron para el Centro de Atención Integral de Los Chorros. Allí le preguntaron por los números de teléfono de sus familiares y, una hora después, al fin salía libre.
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Gloria Perdomo destaca que es indispensable la labor de las defensorías, espacios a los que se puede recurrir para hacer valer los derechos de los niños, niñas y adolescentes de Venezuela. Dice que la Fundación Luz y Vida atiende en toda Caracas, también están las defensorías del municipio Libertador y la del municipio Chacao, así como algunas que están a cargo de organizaciones comunitarias, aunque muchas han tenido que cerrar sus puertas por falta de recursos. Pero, por ejemplo, en la práctica, agrega, el trabajo que hace Cecodap es de defensoría.
En 2018 esta organización contabilizó quinientos menores de edad en situación de calle en el municipio Baruta, 147 en El Hatillo y 44 en Chacao. El psicólogo de la organización, Abel Sarabia, declaró a Efe que en Venezuela hay un “sistema de protección que ni es sistema ni protege […]. Donde hay un niño en situación de calle es porque su familia fue incapaz de protegerlo y el Estado no tuvo la capacidad de ofrecer respuestas adecuadas”. Es fácil suponer que, con la pandemia y el notable deterioro de las condiciones de vida, las cifras anteriores han aumentado.
Barry comenzó a asistir a terapia. Pero un último escollo, a sus dieciséis años, lo golpeó. Debido a los enfrentamientos entre bandas que se viven en Petare, su primo tuvo que migrar. Por lo que estuvo cerca de volver a quedar en la calle. Una tarde se puso a hablar con el párroco, al que le pidió un cigarro. El padre se lo negó, diciéndole que él había dejado de fumar y le preguntó qué le pasaba. En cosa de un par de días, Barry se mudó a casa de una activista. Ahora vive más tranquilo, sin tener que entrarse a golpes; tiene tiempo sin hacerse nuevas cicatrices y hasta está descubriendo las ensaladas y una variedad de frutas que nunca había probado. Lo que más le entusiasma es que volvió a dibujar.
—En la calle yo no dibujaba porque si lo hacía, ¿a quién se lo iba a mostrar? En cambio ahorita es como que me estimulan, me dicen que está finísimo y, bueno, nada, ahorita estoy haciendo un curso de ilustración.
También retomó el bachillerato. A Ricardo lo visita de vez en cuando. Barry aconseja a quien llegó a considerar su papá: le dice que deje de robar, que no se meta en más líos, que cuál es el sentido de conseguir cien dólares en la mañana para fumárselos en crack en la tarde. Ricardo le dice que está contento por sus cambios y que él quisiera tratar de emularlo, pero no sabe cómo.
A su papá biológico lo vio hace poco. Se metió a la que era su casa para llevarles medicinas a sus hermanos y el papá lo vio. Por primera vez, Barry le notó una expresión que no fue de rabia o frustración: puso cara de sorpresa.
—Hijo, yo pensé que te habían matado —tenían tres años sin verse.
Con sus hermanos tiene mejor relación ahora. Tanto con Charly, que sigue en la calle, como con los otros que lo visitan de vez en cuando. Algunos también se benefician de los programas de las ONG. Dos de ellos migraron.
Con su mamá no habla desde hace años. Él le escribe y ella no le responde, la llama y ella lo ignora. Barry dice que ahora puede aspirar a otras cosas en la vida, que puede empezar a pensar en un futuro más allá de amanecer vivo. Que ahora sabe el significado de sueño y meta.
—Y yo tengo un sueño y una meta: recuperar a mi mamá.
Este texto fue posible gracias al apoyo de la Fundación Ford.
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* En el español de Venezuela, "mono" significa "pantalones deportivos". Como los niños no tenían acceso a papeles y estaba prohibida la comunicación entre celdas, le mandaron un pantalón deportivo para que anotara allí el número de teléfono.
Para verificar el testimonio de “Barry”, en específico, su secuestro y los golpes que recibió, Lizandro Samuel habló con quienes gestaron su liberación. Además de él, otros niños, que habían sido detenidos, le confirmaron lo mismo a una ONG en Venezuela. El fragmento sobre lo que le ocurrió a “Barry” dentro del penal, en cambio, es su testimonio.
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