Telarañas: una proeza cotidiana

Telarañas: una proeza cotidiana

Cada día y en menos de una hora, las arañas tejen alrededor de treinta metros de hilo para darle forma a una telaraña de 45 por 45 centímetros.

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No importa si es recién nacida, si está en una estación espacial que orbita la Tierra o bajo el efecto de metanfetaminas, una araña rara vez estará indispuesta para tejer. A algunas les basta una hora o menos para dejar lista su cotidiana obra maestra. Que puedan hacerlo sin previo aprendizaje, en condiciones de ingravidez o incluso drogadas nos dice mucho de lo importante que es esta actividad para su supervivencia. Sin ayuda de esa intrincada y viscosa red, no tendrían alimento.

Las arañas y sus tejidos ya habitaban los rincones de la Tierra antes de que lo hicieran las flores, las aves y, por supuesto, los humanos. Incluso anteceden a los primeros insectos con alas, por lo que las telarañas más antiguas probablemente atrapaban sólo presas “peatonales” y no voladoras. Se intuye que las primeras trampas tejidas se montaban sobre o cerca de la superficie de la tierra y no colgando en el aire como muchas lo hacen hoy en día. Hay quienes especulan, incluso, que esas primeras telarañas jugaron un papel en la evolución de los insectos alados.

Si la práctica arácnida de tejer para cazar es ancestral —se cree que existe desde hace alrededor de trescientos millones de años—, el material que forma las telarañas, la seda, lo es aun más. Se han encontrado fósiles de órganos asociados a su producción de casi cuatrocientos millones de años de antigüedad. Conocidas como hileras y encontradas en el extremo trasero del abdomen de las arañas, estas estructuras albergan pequeñas glándulas productoras de seda y están conectadas a otras más grandes, con la misma función. Éstas son las que expulsan dicho material fibroso y proteínico. Una misma araña puede producir tipos de seda con distintas propiedades; casi siempre son extraordinariamente resistentes y algunas, pegajosas.

La diversidad de diseños en los tejidos arácnidos es alucinante. Los hay en formas de túneles o embudos, como las que construyen las arañas europeas Segestria florentina y Agelena labyrinthica; los que asemejan hojas o láminas, como las que tejen las especies enanas de la familia Linyphiidae; y hasta verdaderas marañas tridimensionales, como las esferas del género Mysmena. Aunque la mayoría de las especies arácnidas teje en soledad, uno puede encontrarse una que otra especie gregaria por ahí, como la Mallos gregalis, endémica de México, que llega a vivir en grupos de hasta veinte mil individuos en una sola telaraña arbórea, construida en equipo, con túneles y cámaras en su interior donde pasan la mayor parte del tiempo —ahí cortejan y se aparean— hasta que cae alguna presa en la superficie del tejido y salen a capturarla.

Una araña y su telaraña en un frasco en la casa de la doctora Susan Riechert, en Powell, Tennessee.

Una araña y su telaraña en un frasco en la casa de la doctora Susan Riechert, en Powell, Tennessee. Fotografía de Reuters.

Están también las clásicas telarañas espirales de dos dimensiones, cuyo diseño encontramos comúnmente en adornos de papel para las fiestas de octubre. Dentro de esta categoría también hay diversidad, por ejemplo, de tamaño. La araña de corteza de Darwin (Caerostris darwini), habitante de Madagascar, construye redes espirales que pueden alcanzar los tres metros cuadrados con los hilos de seda más resistentes que se conocen —hasta diez veces más que la fibra sintética Kevlar, presente, por cierto, en los chalecos antibalas—.

No todas las especies tejen estas trampas, pero todas producen seda y casi todas la usan para proteger su descendencia de los depredadores y amenazas ambientales, creando sacos para resguardar sus huevos, por ejemplo. Se especula que, en un inicio, ésa era su única utilidad. Pero, aunque tardía, la función de esos hilos como materia prima de las telarañas es hoy, en muchas especies, esencial. La mayoría de las arañas tejedoras de espirales las deshace y construye diariamente, ingiriendo sus hilos para reciclar la seda y recuperar así proteínas u otros componentes de la secreción. Algunas engullen sus trampas antes de abandonar un sitio para ir en busca de otro mejor. Además, el viento, el impacto de las presas y los movimientos de la propia creadora pueden desgastar una telaraña a pocas horas de ser erigida, por lo que la labor cotidiana de reconstruirlas es clave para mantener fresca y pegajosa esta herramienta de caza.

Cada día y en menos de una hora, una araña teje alrededor de treinta metros de hilo para darle forma a una telaraña.

Las arañas escapan de las inundaciones cubriendo los árboles con telarañas en la provincia de Sind, Pakistán. Fotografía de Russell Watkins / Reuters.

Lo de tener múltiples ojos, por otra parte, les sirve poco a las arañas en su proeza de edificación. Ni el lugar donde se ubican (que no les permite ver lo que hay debajo de su abdomen) ni la resolución con la que ven (inferior a la del ojo humano, que apenas advierte esos hilos) les facilita distinguir la seda, además de que muchas tejen en la oscuridad. Se valen, entonces, del tacto, de golpetear con las patas los hilos que van entrecruzando; en esa danza equilibrista identifican hacia dónde dirigirse, dar el siguiente paso. A tientas van siguiendo un protocolo de construcción y así, en media hora, Araneus diadematus teje alrededor de treinta metros de hilo para darle forma a una telaraña de 45 por 45 centímetros. El aracnólogo William Eberhard compara esta actividad con un ser humano que corre 7.5 kilómetros para construir una telaraña de setenta metros de diámetro.

Claro que el trabajo no termina con la construcción de la telaraña. Una vez lista la trampa, la araña deambula o se calma mientras espera a alguna víctima. Le toca ser paciente, a veces, estatua, hasta que la quietud de los hilos de seda de pronto se convierte en vibraciones que ella sabe identificar y viene entonces el trabajo rudo. Buscar en el laberinto de hilos, guiándose por el movimiento de la tela, la ubicación exacta de la presa. “Ese compa ya está muerto”, podría pensar la cazadora durante el trayecto. Pero una telaraña no funciona como una red de pesca, en donde la presa debe ser más grande que los huecos de la malla. Para quedar atrapada en esa geometría sedosa, puede bastar con tocar un hilo: sin la fuerza suficiente para despegarse, no queda otra que aguardar la muerte.

Insectos como las avispas y los saltamontes se antojan como manjar, pero en ocasiones el tamaño de la presa o sus mecanismos de defensa pueden ser una amenaza para la residente misma. Estudios y grabaciones de esos encuentros revelan que la araña se abstiene de atacar a este tipo de criaturas o se aproxima a ellas con extremada precaución. Aunque habría que ver si bajo la influencia de las metanfetaminas que les han administrado en experimentos científicos se armarían de valor para enfrentarse sin pudor a lo que fuere.

Cada día y en menos de una hora, una araña teje alrededor de treinta metros de hilo para darle forma a una telaraña.

Las arañas escapan de las inundaciones cubriendo los árboles con telarañas en la provincia de Sind, Pakistán. Fotografía de Russell Watkins / Reuters.

Sean tubulares o espirales, atrapen moscos o murciélagos, el objetivo de las telarañas siempre es el mismo: conseguir alimento. Bajo esa presión, ¿cómo dejar de tejer? Ni la ingravidez fuera del planeta (además de darles estupefacientes, a los científicos les gusta llevar arañas al espacio) les impide realizar esta tarea. Arabella y Anita, de la especie Araneus diadematus, fueron pioneras en el espacio en 1973. Sus primeros intentos de hacer telarañas espirales fueron fallidos, pero al cuarto día y de ahí en adelante sus construcciones no le pedían nada a las terrenales. Sin embargo, los esfuerzos de Arabella y Anita fueron en vano, porque ¿cuántas moscas o mosquitos se pueden encontrar en una estación espacial?

En cambio, en la Tierra, las arañas en conjunto matan entre cuatrocientos y ochocientos millones de toneladas de insectos cada año y juegan un papel ecológico fundamental para el equilibrio de casi todos los ecosistemas. Su sedosa estrategia se agradece, particularmente en las noches veraniegas silenciosas que nos regalan de vez en cuando, luego de darse un banquete de mosquitos.

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