ADN: un retrato incompleto de la identidad – Gatopardo

ADN: un retrato incompleto

En el imaginario colectivo, el ADN parece tener un carácter inmutable. Pretendemos justificar muchos comportamientos o costumbres diciendo “es que está en mis genes”, como si la doble hélice fuera una sentencia dictada en el momento de nuestra concepción. Pero nuestro ADN cambia.

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Cuando nací, lo primero que hizo mi madre al recibirme en sus brazos, luego de asegurarse de que nadie estuviera viendo —era nuestro primer momento a solas—, fue contarme los dedos de las manos. Los contó dos veces y el resultado fue el mismo: cinco en cada mano. En el lado externo de su pulgar derecho, al final del metacarpo, ella tenía una cicatriz, la marca que dejó la remoción de un onceavo dedo. Aunque la polidactilia es poco heredable, 14% en promedio, mi madre estaba muy preocupada por esa parte de su genética. 

En mis genes está escrito que mi piel es de tez morena —pero nada dicen de mis tatuajes­—, que mi cabello es negro —aunque ya pinta varias canas—, que algunos edulcorantes me saben amargos por variaciones en la secuencia de los genes TAS2R9 y TAS2R31, que codifican receptores del sabor, y que mi grupo sanguíneo es A+, la A de parte de mi madre y lo positivo, de mi padre.

Como especialista en genómica sé que en estos datos hay también rangos de probabilidades, pues no todo código genético se escribe en piedra y el entorno también mete su cuchara. Por ejemplo, mi madre, con sus 1.54 metros, insistía en que yo no debía de hacer caso a su estatura y los 1.68 de mi padre para alcanzar, al menos, 1.80. Yo estoy bastante satisfecho con 1.76 y estoy convencido de que tanto mis genes como el ambiente —mi dieta y hacer ejercicio, por ejemplo— dieron todo lo que podían dar. Pero mi espíritu científico necesitaba mayor precisión, así que decidí hacerme una prueba de ancestría en el estudio Código 46.

Si me hubiera hecho este análisis más temprano en la vida, hubiera estado mucho más pendiente de sus pelos y señales, a la expectativa de lo que me depararía el futuro, pero a mis 36 años, el tiempo ya me había adelantado que no desarrollaría pelo en la espalda ni calvicie prematura —ni siquiera en la coronilla—, pero que sería uniceja. Gracias al análisis sé que tengo un poco más de un tercio de probabilidades de desarrollar diabetes y menos de un décimo de desarrollar cáncer de próstata —lo que me recuerda que le debo una llamada a mi médico de cabecera—. Estas probabilidades no me sorprenden: la historia familiar ya me lo tenía advertido. Otra parte del análisis me tranquiliza: “No se encontraron variantes genéticas que predispongan al cáncer de mama”. Algo que a mi madre también le preocupaba heredarme.

Agustín B. Ávila Casanueva, periodista y genomista mexicano.

Mi genoma no es solamente una receta de cómo hacerme; un manual que describe que, a pesar de haberme quitado ocho dientes, el resto sigue sin caberme en la boca. En mi ADN también hay algo de historia.

Si mi genoma fuera un pasaporte, tendría el escudo nacional en la portada, pero también sellos de otros países y continentes. Los relatos familiares que he escuchado mencionan a bisabuelos y tatarabuelas que provienen de Monterrey, San Luis Potosí, El Paso, Cantabria y el Valle de México. En forma de datos, esas historias se leerían así: 33.22% de mi ADN viene del sur de Europa, 19.21%, del norte y casi 30%, de América. Y más que no negar la cruz de nuestra parroquia, en el lado paterno de mi familia no negamos la cúpula de nuestra mezquita. Mi análisis de ADN dice que 9.15% de mi genoma proviene de los beduinos nómadas de África y que aparezca la península arábiga en mis antecedentes tampoco es gran sorpresa.

Sin embargo, no tengo explicación para el 2.24% que viene de Oceanía, el 2.97% que viene del sur de África y el 2.55% del norte de Asia ni una historia ni fenotipo claro que lo demuestren. Al menos, hasta ahora. No me refiero a que vaya a seguirle la pista a mis ancestros hasta acabar en el otro lado del mundo, sino a que es muy probable que cambie la manera en que se analiza el ADN. Si me hiciera la misma prueba dentro de cinco o diez años, lo más probable es que aparezca otro tipo de ancestrías, mucho más detalladas. Esto se debe a que habrá mucha más información del ADN de otras personas en las bases de datos y también sabremos cómo descifrar regiones del genoma hasta ahora inexploradas. 

Por ejemplo, mi análisis no arrojó datos sobre cuánto ADN neandertal —nuestro pariente evolutivo más cercano— hay en mis células. Aunque sé que, al igual que cualquier otra persona cuya ascendencia no sea predominantemente africana, hay una gran probabilidad de que varios genes relacionados al sistema inmune provengan de ancestros neandertales. Hace tres décadas esta información hubiera sido impensable, pero se ha comprobado ya en múltiples ocasiones que nuestros ancestros intercambiaron ADN con los neandertales, lo que reescribió nuestra identidad.

Hablemos de lo que desconocemos. Hace un par de meses un grupo de científicos chinos anunciaron que un cráneo que se descubrió cerca de la ciudad de Harbin pertenece a una nueva especie de Homo, al que bautizaron como Homo longi u “hombre dragón”, que probablemente interactuó con nosotros, los sapiens, hace decenas de miles de años. Si se logra obtener ADN de ese cráneo, tal vez sabremos buscar esas piezas dentro de nuestro propio genoma y decir: “Sí, mira, ¡tengo ADN del hombre dragón!”.

Lo mismo pasará con la propensión a enfermedades o síndromes: se descubrirán nuevas pistas genéticas que alertarán de enfermedades futuras. Por ahora sé, hablando de susceptibilidad a los fármacos, que puedo reaccionar muy mal al cisplatino, así que, si desarrollara cáncer, no podría recurrir a este tratamiento.

Agustín B. Ávila Casanueva, periodista y genomista mexicano.

Mi historia y descripción genética, así como la historia en general, están sujetas a su contexto e interpretación. Que un análisis de éstos me diga que mi ADN es 50% nahua, como lo es la ascendencia promedio para los habitantes del centro del país, no significa que yo sea parte de esos pueblos originarios, participe en sus tradiciones o en la toma de decisiones de sus comunidades. Me defino desde y a partir de mi experiencia. Nací en el otrora D.F., pero soy más bien “guayabo”, porque llevo más de la mitad de mi vida viviendo en Cuernavaca y afirmo categóricamente que mi patria solamente se define de manera gastronómica. Casi nunca he sido discriminado por mi apariencia pero, en cuanto pongo un pie en un aeropuerto, la cúpula de mi mezquita se hace mucho más evidente y paso a ser sujeto de al menos tres revisiones “al azar” y una plática de veinte minutos con algún policía o agente de aduanas.

El que sea propenso a una enfermedad no implica que la vaya a desarrollar. Y para estos casos, creo que mi código postal es casi tan buen predictor de mi salud presente y futura como mi ADN, pues habla de mi nivel socioeconómico, la contaminación del área en la que habito, el agua que bebo, el tipo y calidad de alimentos que tengo a mi disposición y los parásitos que hay en la zona.

En el imaginario colectivo, el ADN parece tener un carácter inmutable. Pretendemos justificar muchos comportamientos o costumbres diciendo “es que está en mis genes”, como si la doble hélice fuera una sentencia dictada en el momento de nuestra concepción. Pero nuestro ADN cambia. Con cada división celular, nuevas mutaciones aparecen en esas nuevas células. Además, nuestros genes y las proteínas que codifican interactúan de manera muy íntima con los microorganismos que viven en nosotros y que innegablemente forman parte de quienes somos.

Diario despierto, como todos, con un genoma distinto al de ayer, y ninguna de mis células tiene el mismo. Diario despierto con la oportunidad de hacer algo que me defina o redefina. Sí, habito mi código genético, pero no puedo dejar de lado mis edipos, mis neurosis, mis microbios, mis mutaciones ni a mi comunidad.

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