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Kipper es un rapero de Oaxaca que con su música representa la resistencia de los pueblos indígenas ante la imposición del español como lengua dominante.
Cuando canto rap nadie cree que estoy enfermo. Dicen que soy la fuerza, la electricidad, la resistencia de la lengua indígena de los cerros de Oaxaca, donde para llegar te trepas por 10 horas en caminos serpenteantes, que nunca se acaban. Un pueblo del que, en la Ciudad de México, sólo han podido ver un poco a través de lo que canto. No creen que soy de un lugar donde no existe la muerte y no hay muerte porque cuando morimos nunca nos vamos lejos, nos volvemos ríos vivos dentro de las piedras, nos volvemos todos los ríos que dan al Cerro de Oro.
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José Antonio Andrés Bolaños, “Kipper Ntájxo”, insiste en hablar y cantar de Jalapa de Díaz, en Oaxaca, como si fuera el paraíso, como si no se tratara también de un estero en medio de la nada. Un sitio que pocos han visto y que antes de que él lo nombrara, no estaba ubicado más allá de razias de balas dentro de un mapa. Un lugar que por varios años fue un territorio donde no se salía con vida si no tenías el permiso de los señores de las armas que controlan los embarcaderos de las pequeñas ciudades, alrededor de las presas mexicanas.
Kipper nació el 9 de agosto de 1994 en la Ciudad de México, después de que a su madre, Mariana Andrés –una indígena mazateca de entonces 20 años y silueta menuda-, la embarazara un desconocido trabajando en los barrios rojos del centro de la capital del país, donde cada año llegan al callejón de Manzanares cientos de mujeres del sureste de México, engañadas por proxenetas.
A las semanas de nacido Kipper, Mariana se fue con él de la Ciudad de México. Volvió a Jalapa de Díaz a los terrenos selváticos de una ciénaga conocida como Loma del Naranjo, donde ya había tenido otros hijos. Irse quizá no es la palabra adecuada para nombrar la forma en que una mujer huye de la violencia de una ciudad cosmopolita que tiene zonas como La Merced, que permite la prostitución de más 3 000 mujeres menores de edad en pleno día.
Kipper creció a la orilla de la carretera estatal 182. Un camino pedregoso que comunica a la Cuenca del Papaloapan con la Sierra de Flores Magón, en el norte de Oaxaca, regiones que pasaron de estar por años involucradas en guerrillas populares a ser terrenos controlados por el narcotráfico.
A los 12 años Kipper escuchaba a Control Machete en el bar El Carrusel, una pequeña cantina familiar donde trabajaba su mamá con su padrastro Mariano. Escuchaba la canción “¿Comprendes mendes?” en discos piratas: No es sencillo estar parado en la tierra / no es sencillo estar parado en la tierra”, repetía la letra del rap para no hundirse en la oscuridad.
Se volvió consumidor de hip hop en una comunidad de 15 000 habitantes, donde sólo se oía música de banda. Un municipio lluvioso en el que los niños tienen como única opción, si bien les va, ser campesinos o irse a Estados Unidos a la pisca de algodón.
También te puede interesar leer: "Los vecinos distantes de Oaxaca"
Fue por su hermano Tomás, cuando tenía 13 años, que conoció el Break Dance. Escuchaba rap malandro para sentirse un chico callejero y de pandillas. Quería aprender a defenderse de las burlas porque su mamá trabajaba en una cantina. Repetía las letras de Machete: Sí, señor / ah, ah, / fuego, sonrisas, realidad y dolor, con la esperanza de que la calle fuera la escuela para un niño sin padre.
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La señora de la fonda donde como en la Calzada de Tlalpan, cuando salgo del hospital, siempre me da mucho arroz porque dice que estoy muy flaquito. Me pregunta qué es lo que me pasa. Me cuesta darle nombre a las heridas que se me hacen en el cuerpo. Ni antes, ni ahora supe decirle qué me pasaba. No sabría cómo decírselo tampoco, aunque quisiera. Para nosotros los Ha shuta Enima (gente de costumbre, en mazateco) no existe una palabra para el cáncer, sabemos el nombre de Dios, que se dice “Ntianá”, sabemos que el amor es grande cuando decimos “Guije animabra mejena ji”, pero cuando enfermamos, en el pueblo de dónde vengo, nos curamos con cantos, con Niños Santos [así se les llama a los hongos alucinógenos en la sierra de Flores Magón, en Oaxaca] que traemos de montes altísimos.
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El panteón municipal de Jalapa de Díaz está flanqueado de montañas profundamente verdes. Desde las sepulturas mohosas y el terreno de barro puede verse el Cerro Rabón, un monte elevado, quebrado estrepitosamente por un terremoto, y en donde dice Kipper que hay túneles que llegan al mar, y de cuyas cavernas, según su mamá le contaba, salían culebras emplumadas durante los aguaceros.
Es 2 de noviembre, Día de Muertos en México y en la Sierra Mazateca, según la creencia, los muertos regresan a juntarse con los vivos. Vienen a comer, a bailar y a llorar porque no pueden del todo volver. Catorce años después Kipper honra a su madre en el panteón municipal al pie del cerro. Mariana Andrés murió de cáncer cuando no tenía ni 40 años. Kipper era un niño que apenas había terminado la escuela secundaria.
Kipper viste una camisa blanca con bordados de pájaros multicolores. El traje de gala que usan los indígenas mazatecos para honrar los altares de los fieles difuntos. Le cuesta trabajo hablar de la muerte, de las fechas en las cuales el niño que fue se quedó atrás, y ahora puede sentir esos lapsos de vida desde un lugar desconocido del que no está distante.
Sobre la tumba de Mariana prende 30 velas de cera que huelen a encino. Las enciende y canta un rap poético que la nombra: Desde que no estás aquí / desde que no estás aquí, canta y se va rompiendo el silencio del sahumerio, canta. Los muertos parecen oírle, los perros ladran porque va a amanecer.
Viajó desde la Ciudad de México a Oaxaca a recuperar su niñez, a ofrendarle a Mariana sus canciones y para contarle que van seis veces que se presenta en el Zócalo de la capital del país, la plaza ritual que fue el corazón de las culturas indígenas de la América originaria, que ha salido en la televisión y lo buscan los periódicos, que en Jalapa de Díaz lo reconocen como un representante del “pueblo del venado”, y que canta en la lengua que ella le enseñó a hablar.
La tumba de Mariana no tiene lápida. Frente a la tierra roja que cubre su sepulcro, Kipper dice que extraña la casa de lámina y el fogón de carbón donde su mamá le daba de comer quelites con frijoles y tamal de yuca; extraña también el terreno que le despojaron sus medios hermanos por ser el hijo de un padre desconocido. Dice que dos años después de la muerte de su mamá, cuando tenía 16 años, se fue a la Ciudad de México a trabajar como vendedor ambulante.
Está frente a las velas pidiendo perdón por no haber venido antes y no tener dinero para construirle una tumba de cemento con techo. Es un hombre en trance frente al espejo de la muerte, hablando de destinos manifiestos, de la coincidencia trágica entre los dos, la muerte fragmentada que también los une. Canta para decirle a su madre que él, el más pequeño, hizo de su vida algo que valió la pena.
La resina de los cirios largos casi se apaga. Kipper vela toda la noche la tumba de su madre. No sabe si volverá a verla 一quisiera一, pero no sabe qué puertas se están cerrando. Si las noches frente a las montañas mágicas con agua que llega al mar son realmente el cierre o el principio. Una capa de neblina brumosa desciende sobre la sierra. Hay cantos de rap que parecen bramidos: es la muerte extendiéndose, diciendo que no hay otro lugar al que tengamos que ir.
También te puede interesar leer: "Juchirap: micrófonos para las infancias, no más balas"
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Nadie sabe cuánto duelen las úlceras, que el dolor cuando terminan las quimioterapias a veces me seca la lengua y más que el miedo a morir, le tengo miedo a la fiebre, al cansancio extremo que me deja dormido. Le temo a las náuseas que me duran días y que sólo se me quitan cantando en los camiones. Cantando me acuerdo de mi madre Mariana, de mi hija Naxú que tiene 7 años, y que desde hace mucho no va a mis conciertos. No quiero que piense que es una niña sin padre. Más que el miedo a la muerte, le tengo miedo a volver a entrar al quirófano solo. Ir por el pasillo del área negra donde empiezan a dejarte dormido y no saber si despertarás, si un día Naxú verá las agujas en mis brazos y no querrá volver a verme. Que piense que su papá está llenó de máquinas, y yo no sabré cómo decirle que el líquido que entra a mis venas a través del catéter, es algo de lo que no se siente nada, comparado con perder a quienes amas.
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El 14 de febrero de 2023, en el Hospital General Dr. Manuel Gea González, Kipper supo que tenía cáncer de estómago. La noticia la recibió solo. Acepta que descendió a lo profundo del infierno y se embarcó en semanas de drogas, alcohol y se perdió en la ciudad. Abandonó las ganas de escribir y cantar; pensó en matarse.
Estuvo escondido en un cuarto que rentaba en Tlalpan, inundado de vómito y miedo, mirando la sangre seca que arrojaba por horas. Invisible, tocaba con sus rodillas el piso para rezar a un Dios que no lo escuchaba. Tuvo visiones sobre su muerte. Cuando descendía a la oscuridad vio el rostro de su madre y su hija. En el cuarto devastado por un intenso dolor de abdomen, descubrió el fragmento de un rezo a la Santa Muerte: “Quiero pedirte de todo corazón que rompas y destruyas todo hechizo, encantamiento y oscuridad que se presente en mi persona, casa, trabajo y camino”, el mantra lo sacó del túnel.
Desde hace 15 meses Kipper hace oraciones fuertes al medio día y a la medianoche, en el primer día de cada mes peregrina al barrio de Tepito con la imagen de la Niña Santa hasta la iglesia principal de la calle Nicolás Bravo; a su lado caminan otros enfermos, hombres y mujeres que llevan tatuadas efigies de la muerte y dijes de plata en sus pechos, haciendo alabanzas.
Buscó conectar con sus raíces mazatecas y los espíritus, conoció al hermano Bernardino, un nieto de la mítica María Sabina, la curandera de Huautla de Jiménez, un pueblo a una hora y media de Jalapa de Díaz, que también habla la lengua mazateca, donde una anciana que no sabía leer ni escribir recibió a Los Beatles que visitaron México en 1969 sólo para probar sus hongos curativos.
Bernardino le dio a Kipper algunos Niños Santos, le dijo que su voz no iba a morir y le concedió el uso sagrado de los hongos conocidos como Teonanácatl; Kipper repite la “Letanía Mariana”, unas oraciones capaces de curar, cuando siente que la vida lo abandona. Bernardino le dijo que su canto tiene linaje chamánico.
El cuarto de Kipper es un pequeño templo de cuatro metros cuadrados por el que paga 1 500 pesos al mes, 84 dólares americanos. Hay pequeñas estatuas doradas y rojas de la Santa Muerte. Flores amarillas, amuletos de cuarzo, una imagen de la Santa Muerte sosteniendo el mundo, escapularios, vasos de mezcal y agua bendita. De las paredes cuelgan el rostro de María Sabina, repositorios de calderos prehispánicos, micrófonos y restos de copal. Una imagen de más de un metro de la Santa en color blanco, el color que dice Kipper es para devolverle la salud.
Kipper se volvió devoto y espiritual, en sus presentaciones musicales lleva un caracol, que simboliza el canto y los ríos que vuelven al mar. Ya no quiere pensar que tiene los días contados. Tiene prisa y ganas por vivir, necesita tiempo para concretar su primer disco y ver a Naxú crecer.
También te puede interesar leer: "La política de los hongos sagrados: medicina ancestral en la Sierra Mazateca"
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Después de cuatro quimioterapias empiezas a entender el silencio de los doctores. No me creen cuando les digo que no tengo a nadie que me acompañe a las transfusiones, a los monitoreos médicos o que no tengo dinero para las medicinas que controlan el dolor. Les he dicho que la medicina que me mandan es muy cara, ¿quién puede pagar 800 pesos por una inyección para salvarse? Me gustaría que me recetaran algo que pudiera comprar en las Farmacias Similares. No me creen que saliendo del hospital debo irme a darle duro a la cantada en el Metro y los camiones. A veces no entienden mi prisa porque me saquen las agujas, cantando me va chido, la gente canta conmigo, reconocen a quien quiere sobrevivir en la gran ciudad.
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Es 7 de julio de 2024, en los últimos dos meses la salud de Kipper ha empeorado. Él se esfuerza porque no se le note, es optimista, sonríe frente a todos, se quiebra por las noches. Su cuerpo pequeño de 1. 60 centímetros ha adelgazado más.
Uno de los muchos doctores que lo han atendido en sus citas médicas le pidió que hable con su familia, el cáncer ha avanzado a la etapa dos y lo que sigue es incierto.
Kipper lucha por un milagro, por una nueva revelación divina que lo conecte con la tierra, con el cielo, que le dé sentido a Kipper Nta Xjo, el nombre artístico que significa en su lengua materna “agua que fluye”. Es también el nombre de Jalapa de Díaz entre la gente humilde. Quiere que intervengan por él los seres antropomorfos que toman la forma de dios, en las montañas mazatecas.
Dice que ha estado en peores condiciones. En la última operación logró caminar con una herida abierta a pesar del dolor. Pasó dos semanas internado y salió para presentarse en el Día Internacional de la Lengua Materna, en el centro de la Ciudad de México.
Su música también es una forma de activismo. Cree que México es muchos Méxicos, con todas las naciones indígenas, con una visión propia y una cultura propia. Que el mazateco es la lengua de los cantos, y él canta en mazateco y español por que ambas lenguas lo hacen mexicano.
A finales de mayo dejó su trabajo fijo como repartidor de comida en una fonda. Desde la primera semana de junio vende mapas sonoros en 80 pesos, una cartulina de 60 x 60 centímetros, en la que vienen los nombres de cantantes de rap y hip hop en lenguas indígenas. El dinero que recaudó fue para pagar las medicinas de la última consulta médica que recibió el 16 de junio.
A pesar de todo tiene una energía optimista que se desborda, pero su rostro palidece. Ganó un premio de rap hace un par de noches, un concurso de barrios en Pantitlán que se hizo en honor a un luchador del que no recuerda su nombre. Tiene proyectos en marcha por los que quiere sanar, vivir.
Emiliano, un argentino que promociona raperos indígenas, lo incluyó junto con músicos mexicanos, de Perú y Bolivia en el Proyecto Conexión Originaria. Con el Danger está haciendo canciones contra la discriminación. Su DJ, Mente Negra, hizo un festival de recaudación para ayudarlo con sus gastos médicos, no hubo mucha gente, pero cree que ha empezado un movimiento. Tiene un disco que está en maqueta con material de hace dos años: 12 canciones listas y otras 20 que tiene escritas.
Kipper quisiera tener tiempo para un día llevar el rap a las escuelas de su pueblo oaxaqueño y que los niños aprendan que el rap no es sólo cosa de violencia, que al igual que él, ellos pueden elegir hablar de la naturaleza, de las montañas, de la vida comunitaria.
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En el parque de La Ciudadela hay poca gente. Kipper lleva una bocina, su herramienta de trabajo que acaba de sacar de reparar. Está por cantar y empieza a lloviznar. Tiene el sueño de un día regresar a las cañadas de Jalapa de Díaz, a Loma del Naranjo, y sembrar.
– ¿Hay un rap especial que estés haciendo? –le preguntó.
– Sí –me responde con la mirada decidida–. Uno donde el cáncer no me silenciará.
Si deseas apoyar económicamente a Kipper, puedes hacerlo en esta cuenta:
Nombre: José Antonio Andrés Bolaños
Cuenta: 012180015725236340
Banco: BBVA
Kipper es un rapero de Oaxaca que con su música representa la resistencia de los pueblos indígenas ante la imposición del español como lengua dominante.
Cuando canto rap nadie cree que estoy enfermo. Dicen que soy la fuerza, la electricidad, la resistencia de la lengua indígena de los cerros de Oaxaca, donde para llegar te trepas por 10 horas en caminos serpenteantes, que nunca se acaban. Un pueblo del que, en la Ciudad de México, sólo han podido ver un poco a través de lo que canto. No creen que soy de un lugar donde no existe la muerte y no hay muerte porque cuando morimos nunca nos vamos lejos, nos volvemos ríos vivos dentro de las piedras, nos volvemos todos los ríos que dan al Cerro de Oro.
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José Antonio Andrés Bolaños, “Kipper Ntájxo”, insiste en hablar y cantar de Jalapa de Díaz, en Oaxaca, como si fuera el paraíso, como si no se tratara también de un estero en medio de la nada. Un sitio que pocos han visto y que antes de que él lo nombrara, no estaba ubicado más allá de razias de balas dentro de un mapa. Un lugar que por varios años fue un territorio donde no se salía con vida si no tenías el permiso de los señores de las armas que controlan los embarcaderos de las pequeñas ciudades, alrededor de las presas mexicanas.
Kipper nació el 9 de agosto de 1994 en la Ciudad de México, después de que a su madre, Mariana Andrés –una indígena mazateca de entonces 20 años y silueta menuda-, la embarazara un desconocido trabajando en los barrios rojos del centro de la capital del país, donde cada año llegan al callejón de Manzanares cientos de mujeres del sureste de México, engañadas por proxenetas.
A las semanas de nacido Kipper, Mariana se fue con él de la Ciudad de México. Volvió a Jalapa de Díaz a los terrenos selváticos de una ciénaga conocida como Loma del Naranjo, donde ya había tenido otros hijos. Irse quizá no es la palabra adecuada para nombrar la forma en que una mujer huye de la violencia de una ciudad cosmopolita que tiene zonas como La Merced, que permite la prostitución de más 3 000 mujeres menores de edad en pleno día.
Kipper creció a la orilla de la carretera estatal 182. Un camino pedregoso que comunica a la Cuenca del Papaloapan con la Sierra de Flores Magón, en el norte de Oaxaca, regiones que pasaron de estar por años involucradas en guerrillas populares a ser terrenos controlados por el narcotráfico.
A los 12 años Kipper escuchaba a Control Machete en el bar El Carrusel, una pequeña cantina familiar donde trabajaba su mamá con su padrastro Mariano. Escuchaba la canción “¿Comprendes mendes?” en discos piratas: No es sencillo estar parado en la tierra / no es sencillo estar parado en la tierra”, repetía la letra del rap para no hundirse en la oscuridad.
Se volvió consumidor de hip hop en una comunidad de 15 000 habitantes, donde sólo se oía música de banda. Un municipio lluvioso en el que los niños tienen como única opción, si bien les va, ser campesinos o irse a Estados Unidos a la pisca de algodón.
También te puede interesar leer: "Los vecinos distantes de Oaxaca"
Fue por su hermano Tomás, cuando tenía 13 años, que conoció el Break Dance. Escuchaba rap malandro para sentirse un chico callejero y de pandillas. Quería aprender a defenderse de las burlas porque su mamá trabajaba en una cantina. Repetía las letras de Machete: Sí, señor / ah, ah, / fuego, sonrisas, realidad y dolor, con la esperanza de que la calle fuera la escuela para un niño sin padre.
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La señora de la fonda donde como en la Calzada de Tlalpan, cuando salgo del hospital, siempre me da mucho arroz porque dice que estoy muy flaquito. Me pregunta qué es lo que me pasa. Me cuesta darle nombre a las heridas que se me hacen en el cuerpo. Ni antes, ni ahora supe decirle qué me pasaba. No sabría cómo decírselo tampoco, aunque quisiera. Para nosotros los Ha shuta Enima (gente de costumbre, en mazateco) no existe una palabra para el cáncer, sabemos el nombre de Dios, que se dice “Ntianá”, sabemos que el amor es grande cuando decimos “Guije animabra mejena ji”, pero cuando enfermamos, en el pueblo de dónde vengo, nos curamos con cantos, con Niños Santos [así se les llama a los hongos alucinógenos en la sierra de Flores Magón, en Oaxaca] que traemos de montes altísimos.
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El panteón municipal de Jalapa de Díaz está flanqueado de montañas profundamente verdes. Desde las sepulturas mohosas y el terreno de barro puede verse el Cerro Rabón, un monte elevado, quebrado estrepitosamente por un terremoto, y en donde dice Kipper que hay túneles que llegan al mar, y de cuyas cavernas, según su mamá le contaba, salían culebras emplumadas durante los aguaceros.
Es 2 de noviembre, Día de Muertos en México y en la Sierra Mazateca, según la creencia, los muertos regresan a juntarse con los vivos. Vienen a comer, a bailar y a llorar porque no pueden del todo volver. Catorce años después Kipper honra a su madre en el panteón municipal al pie del cerro. Mariana Andrés murió de cáncer cuando no tenía ni 40 años. Kipper era un niño que apenas había terminado la escuela secundaria.
Kipper viste una camisa blanca con bordados de pájaros multicolores. El traje de gala que usan los indígenas mazatecos para honrar los altares de los fieles difuntos. Le cuesta trabajo hablar de la muerte, de las fechas en las cuales el niño que fue se quedó atrás, y ahora puede sentir esos lapsos de vida desde un lugar desconocido del que no está distante.
Sobre la tumba de Mariana prende 30 velas de cera que huelen a encino. Las enciende y canta un rap poético que la nombra: Desde que no estás aquí / desde que no estás aquí, canta y se va rompiendo el silencio del sahumerio, canta. Los muertos parecen oírle, los perros ladran porque va a amanecer.
Viajó desde la Ciudad de México a Oaxaca a recuperar su niñez, a ofrendarle a Mariana sus canciones y para contarle que van seis veces que se presenta en el Zócalo de la capital del país, la plaza ritual que fue el corazón de las culturas indígenas de la América originaria, que ha salido en la televisión y lo buscan los periódicos, que en Jalapa de Díaz lo reconocen como un representante del “pueblo del venado”, y que canta en la lengua que ella le enseñó a hablar.
La tumba de Mariana no tiene lápida. Frente a la tierra roja que cubre su sepulcro, Kipper dice que extraña la casa de lámina y el fogón de carbón donde su mamá le daba de comer quelites con frijoles y tamal de yuca; extraña también el terreno que le despojaron sus medios hermanos por ser el hijo de un padre desconocido. Dice que dos años después de la muerte de su mamá, cuando tenía 16 años, se fue a la Ciudad de México a trabajar como vendedor ambulante.
Está frente a las velas pidiendo perdón por no haber venido antes y no tener dinero para construirle una tumba de cemento con techo. Es un hombre en trance frente al espejo de la muerte, hablando de destinos manifiestos, de la coincidencia trágica entre los dos, la muerte fragmentada que también los une. Canta para decirle a su madre que él, el más pequeño, hizo de su vida algo que valió la pena.
La resina de los cirios largos casi se apaga. Kipper vela toda la noche la tumba de su madre. No sabe si volverá a verla 一quisiera一, pero no sabe qué puertas se están cerrando. Si las noches frente a las montañas mágicas con agua que llega al mar son realmente el cierre o el principio. Una capa de neblina brumosa desciende sobre la sierra. Hay cantos de rap que parecen bramidos: es la muerte extendiéndose, diciendo que no hay otro lugar al que tengamos que ir.
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Nadie sabe cuánto duelen las úlceras, que el dolor cuando terminan las quimioterapias a veces me seca la lengua y más que el miedo a morir, le tengo miedo a la fiebre, al cansancio extremo que me deja dormido. Le temo a las náuseas que me duran días y que sólo se me quitan cantando en los camiones. Cantando me acuerdo de mi madre Mariana, de mi hija Naxú que tiene 7 años, y que desde hace mucho no va a mis conciertos. No quiero que piense que es una niña sin padre. Más que el miedo a la muerte, le tengo miedo a volver a entrar al quirófano solo. Ir por el pasillo del área negra donde empiezan a dejarte dormido y no saber si despertarás, si un día Naxú verá las agujas en mis brazos y no querrá volver a verme. Que piense que su papá está llenó de máquinas, y yo no sabré cómo decirle que el líquido que entra a mis venas a través del catéter, es algo de lo que no se siente nada, comparado con perder a quienes amas.
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El 14 de febrero de 2023, en el Hospital General Dr. Manuel Gea González, Kipper supo que tenía cáncer de estómago. La noticia la recibió solo. Acepta que descendió a lo profundo del infierno y se embarcó en semanas de drogas, alcohol y se perdió en la ciudad. Abandonó las ganas de escribir y cantar; pensó en matarse.
Estuvo escondido en un cuarto que rentaba en Tlalpan, inundado de vómito y miedo, mirando la sangre seca que arrojaba por horas. Invisible, tocaba con sus rodillas el piso para rezar a un Dios que no lo escuchaba. Tuvo visiones sobre su muerte. Cuando descendía a la oscuridad vio el rostro de su madre y su hija. En el cuarto devastado por un intenso dolor de abdomen, descubrió el fragmento de un rezo a la Santa Muerte: “Quiero pedirte de todo corazón que rompas y destruyas todo hechizo, encantamiento y oscuridad que se presente en mi persona, casa, trabajo y camino”, el mantra lo sacó del túnel.
Desde hace 15 meses Kipper hace oraciones fuertes al medio día y a la medianoche, en el primer día de cada mes peregrina al barrio de Tepito con la imagen de la Niña Santa hasta la iglesia principal de la calle Nicolás Bravo; a su lado caminan otros enfermos, hombres y mujeres que llevan tatuadas efigies de la muerte y dijes de plata en sus pechos, haciendo alabanzas.
Buscó conectar con sus raíces mazatecas y los espíritus, conoció al hermano Bernardino, un nieto de la mítica María Sabina, la curandera de Huautla de Jiménez, un pueblo a una hora y media de Jalapa de Díaz, que también habla la lengua mazateca, donde una anciana que no sabía leer ni escribir recibió a Los Beatles que visitaron México en 1969 sólo para probar sus hongos curativos.
Bernardino le dio a Kipper algunos Niños Santos, le dijo que su voz no iba a morir y le concedió el uso sagrado de los hongos conocidos como Teonanácatl; Kipper repite la “Letanía Mariana”, unas oraciones capaces de curar, cuando siente que la vida lo abandona. Bernardino le dijo que su canto tiene linaje chamánico.
El cuarto de Kipper es un pequeño templo de cuatro metros cuadrados por el que paga 1 500 pesos al mes, 84 dólares americanos. Hay pequeñas estatuas doradas y rojas de la Santa Muerte. Flores amarillas, amuletos de cuarzo, una imagen de la Santa Muerte sosteniendo el mundo, escapularios, vasos de mezcal y agua bendita. De las paredes cuelgan el rostro de María Sabina, repositorios de calderos prehispánicos, micrófonos y restos de copal. Una imagen de más de un metro de la Santa en color blanco, el color que dice Kipper es para devolverle la salud.
Kipper se volvió devoto y espiritual, en sus presentaciones musicales lleva un caracol, que simboliza el canto y los ríos que vuelven al mar. Ya no quiere pensar que tiene los días contados. Tiene prisa y ganas por vivir, necesita tiempo para concretar su primer disco y ver a Naxú crecer.
También te puede interesar leer: "La política de los hongos sagrados: medicina ancestral en la Sierra Mazateca"
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Después de cuatro quimioterapias empiezas a entender el silencio de los doctores. No me creen cuando les digo que no tengo a nadie que me acompañe a las transfusiones, a los monitoreos médicos o que no tengo dinero para las medicinas que controlan el dolor. Les he dicho que la medicina que me mandan es muy cara, ¿quién puede pagar 800 pesos por una inyección para salvarse? Me gustaría que me recetaran algo que pudiera comprar en las Farmacias Similares. No me creen que saliendo del hospital debo irme a darle duro a la cantada en el Metro y los camiones. A veces no entienden mi prisa porque me saquen las agujas, cantando me va chido, la gente canta conmigo, reconocen a quien quiere sobrevivir en la gran ciudad.
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Es 7 de julio de 2024, en los últimos dos meses la salud de Kipper ha empeorado. Él se esfuerza porque no se le note, es optimista, sonríe frente a todos, se quiebra por las noches. Su cuerpo pequeño de 1. 60 centímetros ha adelgazado más.
Uno de los muchos doctores que lo han atendido en sus citas médicas le pidió que hable con su familia, el cáncer ha avanzado a la etapa dos y lo que sigue es incierto.
Kipper lucha por un milagro, por una nueva revelación divina que lo conecte con la tierra, con el cielo, que le dé sentido a Kipper Nta Xjo, el nombre artístico que significa en su lengua materna “agua que fluye”. Es también el nombre de Jalapa de Díaz entre la gente humilde. Quiere que intervengan por él los seres antropomorfos que toman la forma de dios, en las montañas mazatecas.
Dice que ha estado en peores condiciones. En la última operación logró caminar con una herida abierta a pesar del dolor. Pasó dos semanas internado y salió para presentarse en el Día Internacional de la Lengua Materna, en el centro de la Ciudad de México.
Su música también es una forma de activismo. Cree que México es muchos Méxicos, con todas las naciones indígenas, con una visión propia y una cultura propia. Que el mazateco es la lengua de los cantos, y él canta en mazateco y español por que ambas lenguas lo hacen mexicano.
A finales de mayo dejó su trabajo fijo como repartidor de comida en una fonda. Desde la primera semana de junio vende mapas sonoros en 80 pesos, una cartulina de 60 x 60 centímetros, en la que vienen los nombres de cantantes de rap y hip hop en lenguas indígenas. El dinero que recaudó fue para pagar las medicinas de la última consulta médica que recibió el 16 de junio.
A pesar de todo tiene una energía optimista que se desborda, pero su rostro palidece. Ganó un premio de rap hace un par de noches, un concurso de barrios en Pantitlán que se hizo en honor a un luchador del que no recuerda su nombre. Tiene proyectos en marcha por los que quiere sanar, vivir.
Emiliano, un argentino que promociona raperos indígenas, lo incluyó junto con músicos mexicanos, de Perú y Bolivia en el Proyecto Conexión Originaria. Con el Danger está haciendo canciones contra la discriminación. Su DJ, Mente Negra, hizo un festival de recaudación para ayudarlo con sus gastos médicos, no hubo mucha gente, pero cree que ha empezado un movimiento. Tiene un disco que está en maqueta con material de hace dos años: 12 canciones listas y otras 20 que tiene escritas.
Kipper quisiera tener tiempo para un día llevar el rap a las escuelas de su pueblo oaxaqueño y que los niños aprendan que el rap no es sólo cosa de violencia, que al igual que él, ellos pueden elegir hablar de la naturaleza, de las montañas, de la vida comunitaria.
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En el parque de La Ciudadela hay poca gente. Kipper lleva una bocina, su herramienta de trabajo que acaba de sacar de reparar. Está por cantar y empieza a lloviznar. Tiene el sueño de un día regresar a las cañadas de Jalapa de Díaz, a Loma del Naranjo, y sembrar.
– ¿Hay un rap especial que estés haciendo? –le preguntó.
– Sí –me responde con la mirada decidida–. Uno donde el cáncer no me silenciará.
Si deseas apoyar económicamente a Kipper, puedes hacerlo en esta cuenta:
Nombre: José Antonio Andrés Bolaños
Cuenta: 012180015725236340
Banco: BBVA
Kipper es un rapero de Oaxaca que con su música representa la resistencia de los pueblos indígenas ante la imposición del español como lengua dominante.
Cuando canto rap nadie cree que estoy enfermo. Dicen que soy la fuerza, la electricidad, la resistencia de la lengua indígena de los cerros de Oaxaca, donde para llegar te trepas por 10 horas en caminos serpenteantes, que nunca se acaban. Un pueblo del que, en la Ciudad de México, sólo han podido ver un poco a través de lo que canto. No creen que soy de un lugar donde no existe la muerte y no hay muerte porque cuando morimos nunca nos vamos lejos, nos volvemos ríos vivos dentro de las piedras, nos volvemos todos los ríos que dan al Cerro de Oro.
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José Antonio Andrés Bolaños, “Kipper Ntájxo”, insiste en hablar y cantar de Jalapa de Díaz, en Oaxaca, como si fuera el paraíso, como si no se tratara también de un estero en medio de la nada. Un sitio que pocos han visto y que antes de que él lo nombrara, no estaba ubicado más allá de razias de balas dentro de un mapa. Un lugar que por varios años fue un territorio donde no se salía con vida si no tenías el permiso de los señores de las armas que controlan los embarcaderos de las pequeñas ciudades, alrededor de las presas mexicanas.
Kipper nació el 9 de agosto de 1994 en la Ciudad de México, después de que a su madre, Mariana Andrés –una indígena mazateca de entonces 20 años y silueta menuda-, la embarazara un desconocido trabajando en los barrios rojos del centro de la capital del país, donde cada año llegan al callejón de Manzanares cientos de mujeres del sureste de México, engañadas por proxenetas.
A las semanas de nacido Kipper, Mariana se fue con él de la Ciudad de México. Volvió a Jalapa de Díaz a los terrenos selváticos de una ciénaga conocida como Loma del Naranjo, donde ya había tenido otros hijos. Irse quizá no es la palabra adecuada para nombrar la forma en que una mujer huye de la violencia de una ciudad cosmopolita que tiene zonas como La Merced, que permite la prostitución de más 3 000 mujeres menores de edad en pleno día.
Kipper creció a la orilla de la carretera estatal 182. Un camino pedregoso que comunica a la Cuenca del Papaloapan con la Sierra de Flores Magón, en el norte de Oaxaca, regiones que pasaron de estar por años involucradas en guerrillas populares a ser terrenos controlados por el narcotráfico.
A los 12 años Kipper escuchaba a Control Machete en el bar El Carrusel, una pequeña cantina familiar donde trabajaba su mamá con su padrastro Mariano. Escuchaba la canción “¿Comprendes mendes?” en discos piratas: No es sencillo estar parado en la tierra / no es sencillo estar parado en la tierra”, repetía la letra del rap para no hundirse en la oscuridad.
Se volvió consumidor de hip hop en una comunidad de 15 000 habitantes, donde sólo se oía música de banda. Un municipio lluvioso en el que los niños tienen como única opción, si bien les va, ser campesinos o irse a Estados Unidos a la pisca de algodón.
También te puede interesar leer: "Los vecinos distantes de Oaxaca"
Fue por su hermano Tomás, cuando tenía 13 años, que conoció el Break Dance. Escuchaba rap malandro para sentirse un chico callejero y de pandillas. Quería aprender a defenderse de las burlas porque su mamá trabajaba en una cantina. Repetía las letras de Machete: Sí, señor / ah, ah, / fuego, sonrisas, realidad y dolor, con la esperanza de que la calle fuera la escuela para un niño sin padre.
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La señora de la fonda donde como en la Calzada de Tlalpan, cuando salgo del hospital, siempre me da mucho arroz porque dice que estoy muy flaquito. Me pregunta qué es lo que me pasa. Me cuesta darle nombre a las heridas que se me hacen en el cuerpo. Ni antes, ni ahora supe decirle qué me pasaba. No sabría cómo decírselo tampoco, aunque quisiera. Para nosotros los Ha shuta Enima (gente de costumbre, en mazateco) no existe una palabra para el cáncer, sabemos el nombre de Dios, que se dice “Ntianá”, sabemos que el amor es grande cuando decimos “Guije animabra mejena ji”, pero cuando enfermamos, en el pueblo de dónde vengo, nos curamos con cantos, con Niños Santos [así se les llama a los hongos alucinógenos en la sierra de Flores Magón, en Oaxaca] que traemos de montes altísimos.
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El panteón municipal de Jalapa de Díaz está flanqueado de montañas profundamente verdes. Desde las sepulturas mohosas y el terreno de barro puede verse el Cerro Rabón, un monte elevado, quebrado estrepitosamente por un terremoto, y en donde dice Kipper que hay túneles que llegan al mar, y de cuyas cavernas, según su mamá le contaba, salían culebras emplumadas durante los aguaceros.
Es 2 de noviembre, Día de Muertos en México y en la Sierra Mazateca, según la creencia, los muertos regresan a juntarse con los vivos. Vienen a comer, a bailar y a llorar porque no pueden del todo volver. Catorce años después Kipper honra a su madre en el panteón municipal al pie del cerro. Mariana Andrés murió de cáncer cuando no tenía ni 40 años. Kipper era un niño que apenas había terminado la escuela secundaria.
Kipper viste una camisa blanca con bordados de pájaros multicolores. El traje de gala que usan los indígenas mazatecos para honrar los altares de los fieles difuntos. Le cuesta trabajo hablar de la muerte, de las fechas en las cuales el niño que fue se quedó atrás, y ahora puede sentir esos lapsos de vida desde un lugar desconocido del que no está distante.
Sobre la tumba de Mariana prende 30 velas de cera que huelen a encino. Las enciende y canta un rap poético que la nombra: Desde que no estás aquí / desde que no estás aquí, canta y se va rompiendo el silencio del sahumerio, canta. Los muertos parecen oírle, los perros ladran porque va a amanecer.
Viajó desde la Ciudad de México a Oaxaca a recuperar su niñez, a ofrendarle a Mariana sus canciones y para contarle que van seis veces que se presenta en el Zócalo de la capital del país, la plaza ritual que fue el corazón de las culturas indígenas de la América originaria, que ha salido en la televisión y lo buscan los periódicos, que en Jalapa de Díaz lo reconocen como un representante del “pueblo del venado”, y que canta en la lengua que ella le enseñó a hablar.
La tumba de Mariana no tiene lápida. Frente a la tierra roja que cubre su sepulcro, Kipper dice que extraña la casa de lámina y el fogón de carbón donde su mamá le daba de comer quelites con frijoles y tamal de yuca; extraña también el terreno que le despojaron sus medios hermanos por ser el hijo de un padre desconocido. Dice que dos años después de la muerte de su mamá, cuando tenía 16 años, se fue a la Ciudad de México a trabajar como vendedor ambulante.
Está frente a las velas pidiendo perdón por no haber venido antes y no tener dinero para construirle una tumba de cemento con techo. Es un hombre en trance frente al espejo de la muerte, hablando de destinos manifiestos, de la coincidencia trágica entre los dos, la muerte fragmentada que también los une. Canta para decirle a su madre que él, el más pequeño, hizo de su vida algo que valió la pena.
La resina de los cirios largos casi se apaga. Kipper vela toda la noche la tumba de su madre. No sabe si volverá a verla 一quisiera一, pero no sabe qué puertas se están cerrando. Si las noches frente a las montañas mágicas con agua que llega al mar son realmente el cierre o el principio. Una capa de neblina brumosa desciende sobre la sierra. Hay cantos de rap que parecen bramidos: es la muerte extendiéndose, diciendo que no hay otro lugar al que tengamos que ir.
También te puede interesar leer: "Juchirap: micrófonos para las infancias, no más balas"
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Nadie sabe cuánto duelen las úlceras, que el dolor cuando terminan las quimioterapias a veces me seca la lengua y más que el miedo a morir, le tengo miedo a la fiebre, al cansancio extremo que me deja dormido. Le temo a las náuseas que me duran días y que sólo se me quitan cantando en los camiones. Cantando me acuerdo de mi madre Mariana, de mi hija Naxú que tiene 7 años, y que desde hace mucho no va a mis conciertos. No quiero que piense que es una niña sin padre. Más que el miedo a la muerte, le tengo miedo a volver a entrar al quirófano solo. Ir por el pasillo del área negra donde empiezan a dejarte dormido y no saber si despertarás, si un día Naxú verá las agujas en mis brazos y no querrá volver a verme. Que piense que su papá está llenó de máquinas, y yo no sabré cómo decirle que el líquido que entra a mis venas a través del catéter, es algo de lo que no se siente nada, comparado con perder a quienes amas.
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El 14 de febrero de 2023, en el Hospital General Dr. Manuel Gea González, Kipper supo que tenía cáncer de estómago. La noticia la recibió solo. Acepta que descendió a lo profundo del infierno y se embarcó en semanas de drogas, alcohol y se perdió en la ciudad. Abandonó las ganas de escribir y cantar; pensó en matarse.
Estuvo escondido en un cuarto que rentaba en Tlalpan, inundado de vómito y miedo, mirando la sangre seca que arrojaba por horas. Invisible, tocaba con sus rodillas el piso para rezar a un Dios que no lo escuchaba. Tuvo visiones sobre su muerte. Cuando descendía a la oscuridad vio el rostro de su madre y su hija. En el cuarto devastado por un intenso dolor de abdomen, descubrió el fragmento de un rezo a la Santa Muerte: “Quiero pedirte de todo corazón que rompas y destruyas todo hechizo, encantamiento y oscuridad que se presente en mi persona, casa, trabajo y camino”, el mantra lo sacó del túnel.
Desde hace 15 meses Kipper hace oraciones fuertes al medio día y a la medianoche, en el primer día de cada mes peregrina al barrio de Tepito con la imagen de la Niña Santa hasta la iglesia principal de la calle Nicolás Bravo; a su lado caminan otros enfermos, hombres y mujeres que llevan tatuadas efigies de la muerte y dijes de plata en sus pechos, haciendo alabanzas.
Buscó conectar con sus raíces mazatecas y los espíritus, conoció al hermano Bernardino, un nieto de la mítica María Sabina, la curandera de Huautla de Jiménez, un pueblo a una hora y media de Jalapa de Díaz, que también habla la lengua mazateca, donde una anciana que no sabía leer ni escribir recibió a Los Beatles que visitaron México en 1969 sólo para probar sus hongos curativos.
Bernardino le dio a Kipper algunos Niños Santos, le dijo que su voz no iba a morir y le concedió el uso sagrado de los hongos conocidos como Teonanácatl; Kipper repite la “Letanía Mariana”, unas oraciones capaces de curar, cuando siente que la vida lo abandona. Bernardino le dijo que su canto tiene linaje chamánico.
El cuarto de Kipper es un pequeño templo de cuatro metros cuadrados por el que paga 1 500 pesos al mes, 84 dólares americanos. Hay pequeñas estatuas doradas y rojas de la Santa Muerte. Flores amarillas, amuletos de cuarzo, una imagen de la Santa Muerte sosteniendo el mundo, escapularios, vasos de mezcal y agua bendita. De las paredes cuelgan el rostro de María Sabina, repositorios de calderos prehispánicos, micrófonos y restos de copal. Una imagen de más de un metro de la Santa en color blanco, el color que dice Kipper es para devolverle la salud.
Kipper se volvió devoto y espiritual, en sus presentaciones musicales lleva un caracol, que simboliza el canto y los ríos que vuelven al mar. Ya no quiere pensar que tiene los días contados. Tiene prisa y ganas por vivir, necesita tiempo para concretar su primer disco y ver a Naxú crecer.
También te puede interesar leer: "La política de los hongos sagrados: medicina ancestral en la Sierra Mazateca"
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Después de cuatro quimioterapias empiezas a entender el silencio de los doctores. No me creen cuando les digo que no tengo a nadie que me acompañe a las transfusiones, a los monitoreos médicos o que no tengo dinero para las medicinas que controlan el dolor. Les he dicho que la medicina que me mandan es muy cara, ¿quién puede pagar 800 pesos por una inyección para salvarse? Me gustaría que me recetaran algo que pudiera comprar en las Farmacias Similares. No me creen que saliendo del hospital debo irme a darle duro a la cantada en el Metro y los camiones. A veces no entienden mi prisa porque me saquen las agujas, cantando me va chido, la gente canta conmigo, reconocen a quien quiere sobrevivir en la gran ciudad.
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Es 7 de julio de 2024, en los últimos dos meses la salud de Kipper ha empeorado. Él se esfuerza porque no se le note, es optimista, sonríe frente a todos, se quiebra por las noches. Su cuerpo pequeño de 1. 60 centímetros ha adelgazado más.
Uno de los muchos doctores que lo han atendido en sus citas médicas le pidió que hable con su familia, el cáncer ha avanzado a la etapa dos y lo que sigue es incierto.
Kipper lucha por un milagro, por una nueva revelación divina que lo conecte con la tierra, con el cielo, que le dé sentido a Kipper Nta Xjo, el nombre artístico que significa en su lengua materna “agua que fluye”. Es también el nombre de Jalapa de Díaz entre la gente humilde. Quiere que intervengan por él los seres antropomorfos que toman la forma de dios, en las montañas mazatecas.
Dice que ha estado en peores condiciones. En la última operación logró caminar con una herida abierta a pesar del dolor. Pasó dos semanas internado y salió para presentarse en el Día Internacional de la Lengua Materna, en el centro de la Ciudad de México.
Su música también es una forma de activismo. Cree que México es muchos Méxicos, con todas las naciones indígenas, con una visión propia y una cultura propia. Que el mazateco es la lengua de los cantos, y él canta en mazateco y español por que ambas lenguas lo hacen mexicano.
A finales de mayo dejó su trabajo fijo como repartidor de comida en una fonda. Desde la primera semana de junio vende mapas sonoros en 80 pesos, una cartulina de 60 x 60 centímetros, en la que vienen los nombres de cantantes de rap y hip hop en lenguas indígenas. El dinero que recaudó fue para pagar las medicinas de la última consulta médica que recibió el 16 de junio.
A pesar de todo tiene una energía optimista que se desborda, pero su rostro palidece. Ganó un premio de rap hace un par de noches, un concurso de barrios en Pantitlán que se hizo en honor a un luchador del que no recuerda su nombre. Tiene proyectos en marcha por los que quiere sanar, vivir.
Emiliano, un argentino que promociona raperos indígenas, lo incluyó junto con músicos mexicanos, de Perú y Bolivia en el Proyecto Conexión Originaria. Con el Danger está haciendo canciones contra la discriminación. Su DJ, Mente Negra, hizo un festival de recaudación para ayudarlo con sus gastos médicos, no hubo mucha gente, pero cree que ha empezado un movimiento. Tiene un disco que está en maqueta con material de hace dos años: 12 canciones listas y otras 20 que tiene escritas.
Kipper quisiera tener tiempo para un día llevar el rap a las escuelas de su pueblo oaxaqueño y que los niños aprendan que el rap no es sólo cosa de violencia, que al igual que él, ellos pueden elegir hablar de la naturaleza, de las montañas, de la vida comunitaria.
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En el parque de La Ciudadela hay poca gente. Kipper lleva una bocina, su herramienta de trabajo que acaba de sacar de reparar. Está por cantar y empieza a lloviznar. Tiene el sueño de un día regresar a las cañadas de Jalapa de Díaz, a Loma del Naranjo, y sembrar.
– ¿Hay un rap especial que estés haciendo? –le preguntó.
– Sí –me responde con la mirada decidida–. Uno donde el cáncer no me silenciará.
Si deseas apoyar económicamente a Kipper, puedes hacerlo en esta cuenta:
Nombre: José Antonio Andrés Bolaños
Cuenta: 012180015725236340
Banco: BBVA
Kipper es un rapero de Oaxaca que con su música representa la resistencia de los pueblos indígenas ante la imposición del español como lengua dominante.
Cuando canto rap nadie cree que estoy enfermo. Dicen que soy la fuerza, la electricidad, la resistencia de la lengua indígena de los cerros de Oaxaca, donde para llegar te trepas por 10 horas en caminos serpenteantes, que nunca se acaban. Un pueblo del que, en la Ciudad de México, sólo han podido ver un poco a través de lo que canto. No creen que soy de un lugar donde no existe la muerte y no hay muerte porque cuando morimos nunca nos vamos lejos, nos volvemos ríos vivos dentro de las piedras, nos volvemos todos los ríos que dan al Cerro de Oro.
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José Antonio Andrés Bolaños, “Kipper Ntájxo”, insiste en hablar y cantar de Jalapa de Díaz, en Oaxaca, como si fuera el paraíso, como si no se tratara también de un estero en medio de la nada. Un sitio que pocos han visto y que antes de que él lo nombrara, no estaba ubicado más allá de razias de balas dentro de un mapa. Un lugar que por varios años fue un territorio donde no se salía con vida si no tenías el permiso de los señores de las armas que controlan los embarcaderos de las pequeñas ciudades, alrededor de las presas mexicanas.
Kipper nació el 9 de agosto de 1994 en la Ciudad de México, después de que a su madre, Mariana Andrés –una indígena mazateca de entonces 20 años y silueta menuda-, la embarazara un desconocido trabajando en los barrios rojos del centro de la capital del país, donde cada año llegan al callejón de Manzanares cientos de mujeres del sureste de México, engañadas por proxenetas.
A las semanas de nacido Kipper, Mariana se fue con él de la Ciudad de México. Volvió a Jalapa de Díaz a los terrenos selváticos de una ciénaga conocida como Loma del Naranjo, donde ya había tenido otros hijos. Irse quizá no es la palabra adecuada para nombrar la forma en que una mujer huye de la violencia de una ciudad cosmopolita que tiene zonas como La Merced, que permite la prostitución de más 3 000 mujeres menores de edad en pleno día.
Kipper creció a la orilla de la carretera estatal 182. Un camino pedregoso que comunica a la Cuenca del Papaloapan con la Sierra de Flores Magón, en el norte de Oaxaca, regiones que pasaron de estar por años involucradas en guerrillas populares a ser terrenos controlados por el narcotráfico.
A los 12 años Kipper escuchaba a Control Machete en el bar El Carrusel, una pequeña cantina familiar donde trabajaba su mamá con su padrastro Mariano. Escuchaba la canción “¿Comprendes mendes?” en discos piratas: No es sencillo estar parado en la tierra / no es sencillo estar parado en la tierra”, repetía la letra del rap para no hundirse en la oscuridad.
Se volvió consumidor de hip hop en una comunidad de 15 000 habitantes, donde sólo se oía música de banda. Un municipio lluvioso en el que los niños tienen como única opción, si bien les va, ser campesinos o irse a Estados Unidos a la pisca de algodón.
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Fue por su hermano Tomás, cuando tenía 13 años, que conoció el Break Dance. Escuchaba rap malandro para sentirse un chico callejero y de pandillas. Quería aprender a defenderse de las burlas porque su mamá trabajaba en una cantina. Repetía las letras de Machete: Sí, señor / ah, ah, / fuego, sonrisas, realidad y dolor, con la esperanza de que la calle fuera la escuela para un niño sin padre.
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La señora de la fonda donde como en la Calzada de Tlalpan, cuando salgo del hospital, siempre me da mucho arroz porque dice que estoy muy flaquito. Me pregunta qué es lo que me pasa. Me cuesta darle nombre a las heridas que se me hacen en el cuerpo. Ni antes, ni ahora supe decirle qué me pasaba. No sabría cómo decírselo tampoco, aunque quisiera. Para nosotros los Ha shuta Enima (gente de costumbre, en mazateco) no existe una palabra para el cáncer, sabemos el nombre de Dios, que se dice “Ntianá”, sabemos que el amor es grande cuando decimos “Guije animabra mejena ji”, pero cuando enfermamos, en el pueblo de dónde vengo, nos curamos con cantos, con Niños Santos [así se les llama a los hongos alucinógenos en la sierra de Flores Magón, en Oaxaca] que traemos de montes altísimos.
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El panteón municipal de Jalapa de Díaz está flanqueado de montañas profundamente verdes. Desde las sepulturas mohosas y el terreno de barro puede verse el Cerro Rabón, un monte elevado, quebrado estrepitosamente por un terremoto, y en donde dice Kipper que hay túneles que llegan al mar, y de cuyas cavernas, según su mamá le contaba, salían culebras emplumadas durante los aguaceros.
Es 2 de noviembre, Día de Muertos en México y en la Sierra Mazateca, según la creencia, los muertos regresan a juntarse con los vivos. Vienen a comer, a bailar y a llorar porque no pueden del todo volver. Catorce años después Kipper honra a su madre en el panteón municipal al pie del cerro. Mariana Andrés murió de cáncer cuando no tenía ni 40 años. Kipper era un niño que apenas había terminado la escuela secundaria.
Kipper viste una camisa blanca con bordados de pájaros multicolores. El traje de gala que usan los indígenas mazatecos para honrar los altares de los fieles difuntos. Le cuesta trabajo hablar de la muerte, de las fechas en las cuales el niño que fue se quedó atrás, y ahora puede sentir esos lapsos de vida desde un lugar desconocido del que no está distante.
Sobre la tumba de Mariana prende 30 velas de cera que huelen a encino. Las enciende y canta un rap poético que la nombra: Desde que no estás aquí / desde que no estás aquí, canta y se va rompiendo el silencio del sahumerio, canta. Los muertos parecen oírle, los perros ladran porque va a amanecer.
Viajó desde la Ciudad de México a Oaxaca a recuperar su niñez, a ofrendarle a Mariana sus canciones y para contarle que van seis veces que se presenta en el Zócalo de la capital del país, la plaza ritual que fue el corazón de las culturas indígenas de la América originaria, que ha salido en la televisión y lo buscan los periódicos, que en Jalapa de Díaz lo reconocen como un representante del “pueblo del venado”, y que canta en la lengua que ella le enseñó a hablar.
La tumba de Mariana no tiene lápida. Frente a la tierra roja que cubre su sepulcro, Kipper dice que extraña la casa de lámina y el fogón de carbón donde su mamá le daba de comer quelites con frijoles y tamal de yuca; extraña también el terreno que le despojaron sus medios hermanos por ser el hijo de un padre desconocido. Dice que dos años después de la muerte de su mamá, cuando tenía 16 años, se fue a la Ciudad de México a trabajar como vendedor ambulante.
Está frente a las velas pidiendo perdón por no haber venido antes y no tener dinero para construirle una tumba de cemento con techo. Es un hombre en trance frente al espejo de la muerte, hablando de destinos manifiestos, de la coincidencia trágica entre los dos, la muerte fragmentada que también los une. Canta para decirle a su madre que él, el más pequeño, hizo de su vida algo que valió la pena.
La resina de los cirios largos casi se apaga. Kipper vela toda la noche la tumba de su madre. No sabe si volverá a verla 一quisiera一, pero no sabe qué puertas se están cerrando. Si las noches frente a las montañas mágicas con agua que llega al mar son realmente el cierre o el principio. Una capa de neblina brumosa desciende sobre la sierra. Hay cantos de rap que parecen bramidos: es la muerte extendiéndose, diciendo que no hay otro lugar al que tengamos que ir.
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Nadie sabe cuánto duelen las úlceras, que el dolor cuando terminan las quimioterapias a veces me seca la lengua y más que el miedo a morir, le tengo miedo a la fiebre, al cansancio extremo que me deja dormido. Le temo a las náuseas que me duran días y que sólo se me quitan cantando en los camiones. Cantando me acuerdo de mi madre Mariana, de mi hija Naxú que tiene 7 años, y que desde hace mucho no va a mis conciertos. No quiero que piense que es una niña sin padre. Más que el miedo a la muerte, le tengo miedo a volver a entrar al quirófano solo. Ir por el pasillo del área negra donde empiezan a dejarte dormido y no saber si despertarás, si un día Naxú verá las agujas en mis brazos y no querrá volver a verme. Que piense que su papá está llenó de máquinas, y yo no sabré cómo decirle que el líquido que entra a mis venas a través del catéter, es algo de lo que no se siente nada, comparado con perder a quienes amas.
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El 14 de febrero de 2023, en el Hospital General Dr. Manuel Gea González, Kipper supo que tenía cáncer de estómago. La noticia la recibió solo. Acepta que descendió a lo profundo del infierno y se embarcó en semanas de drogas, alcohol y se perdió en la ciudad. Abandonó las ganas de escribir y cantar; pensó en matarse.
Estuvo escondido en un cuarto que rentaba en Tlalpan, inundado de vómito y miedo, mirando la sangre seca que arrojaba por horas. Invisible, tocaba con sus rodillas el piso para rezar a un Dios que no lo escuchaba. Tuvo visiones sobre su muerte. Cuando descendía a la oscuridad vio el rostro de su madre y su hija. En el cuarto devastado por un intenso dolor de abdomen, descubrió el fragmento de un rezo a la Santa Muerte: “Quiero pedirte de todo corazón que rompas y destruyas todo hechizo, encantamiento y oscuridad que se presente en mi persona, casa, trabajo y camino”, el mantra lo sacó del túnel.
Desde hace 15 meses Kipper hace oraciones fuertes al medio día y a la medianoche, en el primer día de cada mes peregrina al barrio de Tepito con la imagen de la Niña Santa hasta la iglesia principal de la calle Nicolás Bravo; a su lado caminan otros enfermos, hombres y mujeres que llevan tatuadas efigies de la muerte y dijes de plata en sus pechos, haciendo alabanzas.
Buscó conectar con sus raíces mazatecas y los espíritus, conoció al hermano Bernardino, un nieto de la mítica María Sabina, la curandera de Huautla de Jiménez, un pueblo a una hora y media de Jalapa de Díaz, que también habla la lengua mazateca, donde una anciana que no sabía leer ni escribir recibió a Los Beatles que visitaron México en 1969 sólo para probar sus hongos curativos.
Bernardino le dio a Kipper algunos Niños Santos, le dijo que su voz no iba a morir y le concedió el uso sagrado de los hongos conocidos como Teonanácatl; Kipper repite la “Letanía Mariana”, unas oraciones capaces de curar, cuando siente que la vida lo abandona. Bernardino le dijo que su canto tiene linaje chamánico.
El cuarto de Kipper es un pequeño templo de cuatro metros cuadrados por el que paga 1 500 pesos al mes, 84 dólares americanos. Hay pequeñas estatuas doradas y rojas de la Santa Muerte. Flores amarillas, amuletos de cuarzo, una imagen de la Santa Muerte sosteniendo el mundo, escapularios, vasos de mezcal y agua bendita. De las paredes cuelgan el rostro de María Sabina, repositorios de calderos prehispánicos, micrófonos y restos de copal. Una imagen de más de un metro de la Santa en color blanco, el color que dice Kipper es para devolverle la salud.
Kipper se volvió devoto y espiritual, en sus presentaciones musicales lleva un caracol, que simboliza el canto y los ríos que vuelven al mar. Ya no quiere pensar que tiene los días contados. Tiene prisa y ganas por vivir, necesita tiempo para concretar su primer disco y ver a Naxú crecer.
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Después de cuatro quimioterapias empiezas a entender el silencio de los doctores. No me creen cuando les digo que no tengo a nadie que me acompañe a las transfusiones, a los monitoreos médicos o que no tengo dinero para las medicinas que controlan el dolor. Les he dicho que la medicina que me mandan es muy cara, ¿quién puede pagar 800 pesos por una inyección para salvarse? Me gustaría que me recetaran algo que pudiera comprar en las Farmacias Similares. No me creen que saliendo del hospital debo irme a darle duro a la cantada en el Metro y los camiones. A veces no entienden mi prisa porque me saquen las agujas, cantando me va chido, la gente canta conmigo, reconocen a quien quiere sobrevivir en la gran ciudad.
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Es 7 de julio de 2024, en los últimos dos meses la salud de Kipper ha empeorado. Él se esfuerza porque no se le note, es optimista, sonríe frente a todos, se quiebra por las noches. Su cuerpo pequeño de 1. 60 centímetros ha adelgazado más.
Uno de los muchos doctores que lo han atendido en sus citas médicas le pidió que hable con su familia, el cáncer ha avanzado a la etapa dos y lo que sigue es incierto.
Kipper lucha por un milagro, por una nueva revelación divina que lo conecte con la tierra, con el cielo, que le dé sentido a Kipper Nta Xjo, el nombre artístico que significa en su lengua materna “agua que fluye”. Es también el nombre de Jalapa de Díaz entre la gente humilde. Quiere que intervengan por él los seres antropomorfos que toman la forma de dios, en las montañas mazatecas.
Dice que ha estado en peores condiciones. En la última operación logró caminar con una herida abierta a pesar del dolor. Pasó dos semanas internado y salió para presentarse en el Día Internacional de la Lengua Materna, en el centro de la Ciudad de México.
Su música también es una forma de activismo. Cree que México es muchos Méxicos, con todas las naciones indígenas, con una visión propia y una cultura propia. Que el mazateco es la lengua de los cantos, y él canta en mazateco y español por que ambas lenguas lo hacen mexicano.
A finales de mayo dejó su trabajo fijo como repartidor de comida en una fonda. Desde la primera semana de junio vende mapas sonoros en 80 pesos, una cartulina de 60 x 60 centímetros, en la que vienen los nombres de cantantes de rap y hip hop en lenguas indígenas. El dinero que recaudó fue para pagar las medicinas de la última consulta médica que recibió el 16 de junio.
A pesar de todo tiene una energía optimista que se desborda, pero su rostro palidece. Ganó un premio de rap hace un par de noches, un concurso de barrios en Pantitlán que se hizo en honor a un luchador del que no recuerda su nombre. Tiene proyectos en marcha por los que quiere sanar, vivir.
Emiliano, un argentino que promociona raperos indígenas, lo incluyó junto con músicos mexicanos, de Perú y Bolivia en el Proyecto Conexión Originaria. Con el Danger está haciendo canciones contra la discriminación. Su DJ, Mente Negra, hizo un festival de recaudación para ayudarlo con sus gastos médicos, no hubo mucha gente, pero cree que ha empezado un movimiento. Tiene un disco que está en maqueta con material de hace dos años: 12 canciones listas y otras 20 que tiene escritas.
Kipper quisiera tener tiempo para un día llevar el rap a las escuelas de su pueblo oaxaqueño y que los niños aprendan que el rap no es sólo cosa de violencia, que al igual que él, ellos pueden elegir hablar de la naturaleza, de las montañas, de la vida comunitaria.
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En el parque de La Ciudadela hay poca gente. Kipper lleva una bocina, su herramienta de trabajo que acaba de sacar de reparar. Está por cantar y empieza a lloviznar. Tiene el sueño de un día regresar a las cañadas de Jalapa de Díaz, a Loma del Naranjo, y sembrar.
– ¿Hay un rap especial que estés haciendo? –le preguntó.
– Sí –me responde con la mirada decidida–. Uno donde el cáncer no me silenciará.
Si deseas apoyar económicamente a Kipper, puedes hacerlo en esta cuenta:
Nombre: José Antonio Andrés Bolaños
Cuenta: 012180015725236340
Banco: BBVA
Cuando canto rap nadie cree que estoy enfermo. Dicen que soy la fuerza, la electricidad, la resistencia de la lengua indígena de los cerros de Oaxaca, donde para llegar te trepas por 10 horas en caminos serpenteantes, que nunca se acaban. Un pueblo del que, en la Ciudad de México, sólo han podido ver un poco a través de lo que canto. No creen que soy de un lugar donde no existe la muerte y no hay muerte porque cuando morimos nunca nos vamos lejos, nos volvemos ríos vivos dentro de las piedras, nos volvemos todos los ríos que dan al Cerro de Oro.
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José Antonio Andrés Bolaños, “Kipper Ntájxo”, insiste en hablar y cantar de Jalapa de Díaz, en Oaxaca, como si fuera el paraíso, como si no se tratara también de un estero en medio de la nada. Un sitio que pocos han visto y que antes de que él lo nombrara, no estaba ubicado más allá de razias de balas dentro de un mapa. Un lugar que por varios años fue un territorio donde no se salía con vida si no tenías el permiso de los señores de las armas que controlan los embarcaderos de las pequeñas ciudades, alrededor de las presas mexicanas.
Kipper nació el 9 de agosto de 1994 en la Ciudad de México, después de que a su madre, Mariana Andrés –una indígena mazateca de entonces 20 años y silueta menuda-, la embarazara un desconocido trabajando en los barrios rojos del centro de la capital del país, donde cada año llegan al callejón de Manzanares cientos de mujeres del sureste de México, engañadas por proxenetas.
A las semanas de nacido Kipper, Mariana se fue con él de la Ciudad de México. Volvió a Jalapa de Díaz a los terrenos selváticos de una ciénaga conocida como Loma del Naranjo, donde ya había tenido otros hijos. Irse quizá no es la palabra adecuada para nombrar la forma en que una mujer huye de la violencia de una ciudad cosmopolita que tiene zonas como La Merced, que permite la prostitución de más 3 000 mujeres menores de edad en pleno día.
Kipper creció a la orilla de la carretera estatal 182. Un camino pedregoso que comunica a la Cuenca del Papaloapan con la Sierra de Flores Magón, en el norte de Oaxaca, regiones que pasaron de estar por años involucradas en guerrillas populares a ser terrenos controlados por el narcotráfico.
A los 12 años Kipper escuchaba a Control Machete en el bar El Carrusel, una pequeña cantina familiar donde trabajaba su mamá con su padrastro Mariano. Escuchaba la canción “¿Comprendes mendes?” en discos piratas: No es sencillo estar parado en la tierra / no es sencillo estar parado en la tierra”, repetía la letra del rap para no hundirse en la oscuridad.
Se volvió consumidor de hip hop en una comunidad de 15 000 habitantes, donde sólo se oía música de banda. Un municipio lluvioso en el que los niños tienen como única opción, si bien les va, ser campesinos o irse a Estados Unidos a la pisca de algodón.
También te puede interesar leer: "Los vecinos distantes de Oaxaca"
Fue por su hermano Tomás, cuando tenía 13 años, que conoció el Break Dance. Escuchaba rap malandro para sentirse un chico callejero y de pandillas. Quería aprender a defenderse de las burlas porque su mamá trabajaba en una cantina. Repetía las letras de Machete: Sí, señor / ah, ah, / fuego, sonrisas, realidad y dolor, con la esperanza de que la calle fuera la escuela para un niño sin padre.
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La señora de la fonda donde como en la Calzada de Tlalpan, cuando salgo del hospital, siempre me da mucho arroz porque dice que estoy muy flaquito. Me pregunta qué es lo que me pasa. Me cuesta darle nombre a las heridas que se me hacen en el cuerpo. Ni antes, ni ahora supe decirle qué me pasaba. No sabría cómo decírselo tampoco, aunque quisiera. Para nosotros los Ha shuta Enima (gente de costumbre, en mazateco) no existe una palabra para el cáncer, sabemos el nombre de Dios, que se dice “Ntianá”, sabemos que el amor es grande cuando decimos “Guije animabra mejena ji”, pero cuando enfermamos, en el pueblo de dónde vengo, nos curamos con cantos, con Niños Santos [así se les llama a los hongos alucinógenos en la sierra de Flores Magón, en Oaxaca] que traemos de montes altísimos.
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El panteón municipal de Jalapa de Díaz está flanqueado de montañas profundamente verdes. Desde las sepulturas mohosas y el terreno de barro puede verse el Cerro Rabón, un monte elevado, quebrado estrepitosamente por un terremoto, y en donde dice Kipper que hay túneles que llegan al mar, y de cuyas cavernas, según su mamá le contaba, salían culebras emplumadas durante los aguaceros.
Es 2 de noviembre, Día de Muertos en México y en la Sierra Mazateca, según la creencia, los muertos regresan a juntarse con los vivos. Vienen a comer, a bailar y a llorar porque no pueden del todo volver. Catorce años después Kipper honra a su madre en el panteón municipal al pie del cerro. Mariana Andrés murió de cáncer cuando no tenía ni 40 años. Kipper era un niño que apenas había terminado la escuela secundaria.
Kipper viste una camisa blanca con bordados de pájaros multicolores. El traje de gala que usan los indígenas mazatecos para honrar los altares de los fieles difuntos. Le cuesta trabajo hablar de la muerte, de las fechas en las cuales el niño que fue se quedó atrás, y ahora puede sentir esos lapsos de vida desde un lugar desconocido del que no está distante.
Sobre la tumba de Mariana prende 30 velas de cera que huelen a encino. Las enciende y canta un rap poético que la nombra: Desde que no estás aquí / desde que no estás aquí, canta y se va rompiendo el silencio del sahumerio, canta. Los muertos parecen oírle, los perros ladran porque va a amanecer.
Viajó desde la Ciudad de México a Oaxaca a recuperar su niñez, a ofrendarle a Mariana sus canciones y para contarle que van seis veces que se presenta en el Zócalo de la capital del país, la plaza ritual que fue el corazón de las culturas indígenas de la América originaria, que ha salido en la televisión y lo buscan los periódicos, que en Jalapa de Díaz lo reconocen como un representante del “pueblo del venado”, y que canta en la lengua que ella le enseñó a hablar.
La tumba de Mariana no tiene lápida. Frente a la tierra roja que cubre su sepulcro, Kipper dice que extraña la casa de lámina y el fogón de carbón donde su mamá le daba de comer quelites con frijoles y tamal de yuca; extraña también el terreno que le despojaron sus medios hermanos por ser el hijo de un padre desconocido. Dice que dos años después de la muerte de su mamá, cuando tenía 16 años, se fue a la Ciudad de México a trabajar como vendedor ambulante.
Está frente a las velas pidiendo perdón por no haber venido antes y no tener dinero para construirle una tumba de cemento con techo. Es un hombre en trance frente al espejo de la muerte, hablando de destinos manifiestos, de la coincidencia trágica entre los dos, la muerte fragmentada que también los une. Canta para decirle a su madre que él, el más pequeño, hizo de su vida algo que valió la pena.
La resina de los cirios largos casi se apaga. Kipper vela toda la noche la tumba de su madre. No sabe si volverá a verla 一quisiera一, pero no sabe qué puertas se están cerrando. Si las noches frente a las montañas mágicas con agua que llega al mar son realmente el cierre o el principio. Una capa de neblina brumosa desciende sobre la sierra. Hay cantos de rap que parecen bramidos: es la muerte extendiéndose, diciendo que no hay otro lugar al que tengamos que ir.
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Nadie sabe cuánto duelen las úlceras, que el dolor cuando terminan las quimioterapias a veces me seca la lengua y más que el miedo a morir, le tengo miedo a la fiebre, al cansancio extremo que me deja dormido. Le temo a las náuseas que me duran días y que sólo se me quitan cantando en los camiones. Cantando me acuerdo de mi madre Mariana, de mi hija Naxú que tiene 7 años, y que desde hace mucho no va a mis conciertos. No quiero que piense que es una niña sin padre. Más que el miedo a la muerte, le tengo miedo a volver a entrar al quirófano solo. Ir por el pasillo del área negra donde empiezan a dejarte dormido y no saber si despertarás, si un día Naxú verá las agujas en mis brazos y no querrá volver a verme. Que piense que su papá está llenó de máquinas, y yo no sabré cómo decirle que el líquido que entra a mis venas a través del catéter, es algo de lo que no se siente nada, comparado con perder a quienes amas.
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El 14 de febrero de 2023, en el Hospital General Dr. Manuel Gea González, Kipper supo que tenía cáncer de estómago. La noticia la recibió solo. Acepta que descendió a lo profundo del infierno y se embarcó en semanas de drogas, alcohol y se perdió en la ciudad. Abandonó las ganas de escribir y cantar; pensó en matarse.
Estuvo escondido en un cuarto que rentaba en Tlalpan, inundado de vómito y miedo, mirando la sangre seca que arrojaba por horas. Invisible, tocaba con sus rodillas el piso para rezar a un Dios que no lo escuchaba. Tuvo visiones sobre su muerte. Cuando descendía a la oscuridad vio el rostro de su madre y su hija. En el cuarto devastado por un intenso dolor de abdomen, descubrió el fragmento de un rezo a la Santa Muerte: “Quiero pedirte de todo corazón que rompas y destruyas todo hechizo, encantamiento y oscuridad que se presente en mi persona, casa, trabajo y camino”, el mantra lo sacó del túnel.
Desde hace 15 meses Kipper hace oraciones fuertes al medio día y a la medianoche, en el primer día de cada mes peregrina al barrio de Tepito con la imagen de la Niña Santa hasta la iglesia principal de la calle Nicolás Bravo; a su lado caminan otros enfermos, hombres y mujeres que llevan tatuadas efigies de la muerte y dijes de plata en sus pechos, haciendo alabanzas.
Buscó conectar con sus raíces mazatecas y los espíritus, conoció al hermano Bernardino, un nieto de la mítica María Sabina, la curandera de Huautla de Jiménez, un pueblo a una hora y media de Jalapa de Díaz, que también habla la lengua mazateca, donde una anciana que no sabía leer ni escribir recibió a Los Beatles que visitaron México en 1969 sólo para probar sus hongos curativos.
Bernardino le dio a Kipper algunos Niños Santos, le dijo que su voz no iba a morir y le concedió el uso sagrado de los hongos conocidos como Teonanácatl; Kipper repite la “Letanía Mariana”, unas oraciones capaces de curar, cuando siente que la vida lo abandona. Bernardino le dijo que su canto tiene linaje chamánico.
El cuarto de Kipper es un pequeño templo de cuatro metros cuadrados por el que paga 1 500 pesos al mes, 84 dólares americanos. Hay pequeñas estatuas doradas y rojas de la Santa Muerte. Flores amarillas, amuletos de cuarzo, una imagen de la Santa Muerte sosteniendo el mundo, escapularios, vasos de mezcal y agua bendita. De las paredes cuelgan el rostro de María Sabina, repositorios de calderos prehispánicos, micrófonos y restos de copal. Una imagen de más de un metro de la Santa en color blanco, el color que dice Kipper es para devolverle la salud.
Kipper se volvió devoto y espiritual, en sus presentaciones musicales lleva un caracol, que simboliza el canto y los ríos que vuelven al mar. Ya no quiere pensar que tiene los días contados. Tiene prisa y ganas por vivir, necesita tiempo para concretar su primer disco y ver a Naxú crecer.
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Después de cuatro quimioterapias empiezas a entender el silencio de los doctores. No me creen cuando les digo que no tengo a nadie que me acompañe a las transfusiones, a los monitoreos médicos o que no tengo dinero para las medicinas que controlan el dolor. Les he dicho que la medicina que me mandan es muy cara, ¿quién puede pagar 800 pesos por una inyección para salvarse? Me gustaría que me recetaran algo que pudiera comprar en las Farmacias Similares. No me creen que saliendo del hospital debo irme a darle duro a la cantada en el Metro y los camiones. A veces no entienden mi prisa porque me saquen las agujas, cantando me va chido, la gente canta conmigo, reconocen a quien quiere sobrevivir en la gran ciudad.
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Es 7 de julio de 2024, en los últimos dos meses la salud de Kipper ha empeorado. Él se esfuerza porque no se le note, es optimista, sonríe frente a todos, se quiebra por las noches. Su cuerpo pequeño de 1. 60 centímetros ha adelgazado más.
Uno de los muchos doctores que lo han atendido en sus citas médicas le pidió que hable con su familia, el cáncer ha avanzado a la etapa dos y lo que sigue es incierto.
Kipper lucha por un milagro, por una nueva revelación divina que lo conecte con la tierra, con el cielo, que le dé sentido a Kipper Nta Xjo, el nombre artístico que significa en su lengua materna “agua que fluye”. Es también el nombre de Jalapa de Díaz entre la gente humilde. Quiere que intervengan por él los seres antropomorfos que toman la forma de dios, en las montañas mazatecas.
Dice que ha estado en peores condiciones. En la última operación logró caminar con una herida abierta a pesar del dolor. Pasó dos semanas internado y salió para presentarse en el Día Internacional de la Lengua Materna, en el centro de la Ciudad de México.
Su música también es una forma de activismo. Cree que México es muchos Méxicos, con todas las naciones indígenas, con una visión propia y una cultura propia. Que el mazateco es la lengua de los cantos, y él canta en mazateco y español por que ambas lenguas lo hacen mexicano.
A finales de mayo dejó su trabajo fijo como repartidor de comida en una fonda. Desde la primera semana de junio vende mapas sonoros en 80 pesos, una cartulina de 60 x 60 centímetros, en la que vienen los nombres de cantantes de rap y hip hop en lenguas indígenas. El dinero que recaudó fue para pagar las medicinas de la última consulta médica que recibió el 16 de junio.
A pesar de todo tiene una energía optimista que se desborda, pero su rostro palidece. Ganó un premio de rap hace un par de noches, un concurso de barrios en Pantitlán que se hizo en honor a un luchador del que no recuerda su nombre. Tiene proyectos en marcha por los que quiere sanar, vivir.
Emiliano, un argentino que promociona raperos indígenas, lo incluyó junto con músicos mexicanos, de Perú y Bolivia en el Proyecto Conexión Originaria. Con el Danger está haciendo canciones contra la discriminación. Su DJ, Mente Negra, hizo un festival de recaudación para ayudarlo con sus gastos médicos, no hubo mucha gente, pero cree que ha empezado un movimiento. Tiene un disco que está en maqueta con material de hace dos años: 12 canciones listas y otras 20 que tiene escritas.
Kipper quisiera tener tiempo para un día llevar el rap a las escuelas de su pueblo oaxaqueño y que los niños aprendan que el rap no es sólo cosa de violencia, que al igual que él, ellos pueden elegir hablar de la naturaleza, de las montañas, de la vida comunitaria.
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En el parque de La Ciudadela hay poca gente. Kipper lleva una bocina, su herramienta de trabajo que acaba de sacar de reparar. Está por cantar y empieza a lloviznar. Tiene el sueño de un día regresar a las cañadas de Jalapa de Díaz, a Loma del Naranjo, y sembrar.
– ¿Hay un rap especial que estés haciendo? –le preguntó.
– Sí –me responde con la mirada decidida–. Uno donde el cáncer no me silenciará.
Si deseas apoyar económicamente a Kipper, puedes hacerlo en esta cuenta:
Nombre: José Antonio Andrés Bolaños
Cuenta: 012180015725236340
Banco: BBVA
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