Ch’ixi: Más allá de las identidades colonizadas
Cada pueblo viste, canta, come y produce en lenguas y acentos diferentes en la región andina de América del Sur; una diversidad invisibilizada por la mirada lineal, colonial, progresista de la historia hegemónica. En los últimos años vivimos una irrupción múltiple de pasados no digeridos o indigeribles, de luchas feministas, indígenas y medioambientales que buscan salir del letargo. En este texto, Silvia Rivera Cusicanqui, socióloga e historiadora boliviana, hace un repaso de las voces andinas, los movimientos intelectuales indígenas de su país, exponentes de sociedades discontinuas, inconclusas, en permanente estado de ebullición; luchadores de la vida, la memoria y las diferencias.
Se puede vivir sin oro, pero no sin esperanza.
“Carmelita, adiós”, canción colombiana
Contextos y diálogos
Quisiera iniciar estas páginas apelando a una idea que me ayudó a confirmar percepciones tempranas en torno a las peculiaridades de la sociedad boliviana, sobre todo desde la lejanía del exilio: la noción de René Zavaleta sobre “lo abigarrado”. Con este concepto quiso comprender la heterogeneidad de nuestra sociedad en toda su profundidad histórica y esto se hace visible en sus trabajos de reflexión política, marcados por la urgencia de echar luz sobre la prolongada crisis estatal que se desató con una sucesión ambivalente de golpes militares desde mediados de los años sesenta.[1] Considero que el interés de Zavaleta por la historia de Bolivia distingue su pensamiento respecto a los enfoques habituales del marxismo que giraban en su entorno. En efecto, el abigarramiento es en su escritura un concepto al mismo tiempo espacial y temporal —afín a la idea quechumara de pacha—[2], aunque él no prestara atención a esta conexión. Explorar la matriz andina/popular de lo abigarrado y sus diferencias con el concepto de lo ch’ixi será entonces un breve ejercicio de “imaginación sociológica” (Mills), urgido por la intención de problematizar la realidad del aquí-ahora, más que por establecer genealogías u orígenes.
No siempre fue lineal el tratamiento de los hechos históricos que, según Zavaleta, constituyen nuestra particularidad, aunque en su obra póstuma (Lo Nacional-Popular en Bolivia) ese gesto sucumbiera al titánico esfuerzo de ordenar su relato en forma cronológica. De hecho, su materia no se dejaba ordenar fácilmente. La irrupción del pasado se hace recurrente; a veces de manera metafórica, pero siempre como juicio de(sde)l presente. Llamaba, por ejemplo, “descendientes de la casta encomendera” —una genealogía políticamente aguda— a esa élite de clase media letrada que manejaba a sus militantes como a pongos desde las cúpulas de los partidos de izquierda.[3] Fausto Reinaga bautizó a este fenómeno con el término “pongueaje político”, aludiendo a la subordinación de mano de obra servil en las haciendas, donde los colonos debían dormir por turnos en la puerta (punku significa puerta) de las casas de hacienda, velando por los mínimos deseos y sueños de sus patronxs.
Las fuentes primarias que utilizó Zavaleta incluían el Memorial de Charcas (1582), el juicio contra los rebeldes de Zárate Willka en Mohoza (1901) o el Diario del Tambor Mayor Vargas (1809-1825), que usó libremente para formular su idea de los “momentos constitutivos” en la conciencia y la praxis colectiva boliviana (Zavaleta [1984]2013:178-179). De igual modo, la Tesis de Pulacayo (1946) o los debates de la Asamblea Popular (1971), aunque no son “datos” inscritos como tales en el texto, forman una capa profunda del palimpsesto en conceptos de alta abstracción, como los “cuatro conceptos de la democracia” ([1983]2013:513-529). En la obra más densa de sus últimos años, la estrategia metafórico-descriptiva prima por sobre la analítico-deductiva para tender los puentes necesarios entre realidad y pensamiento.
CONTINUAR LEYENDOEl “placer del texto” (Barthes) que su lectura provoca no es, a mi entender, producto de un talento excepcional o, si lo fuera, ello tiene que ver con su enraizamiento en una “lengua con patria” (Churata): lugar de enunciación inscrito en un espacio-tiempo y un paisaje concretos. Un lugar en el que las imágenes, los cuerpos y los andares remiten en forma recurrente al pasado más remoto —en su libro póstumo alude a la domesticación de plantas como momento constitutivo primordial— a través de eventos, prácticas o lenguajes cotidianamente vividos en presente. Empero, una camisa de fuerza para la imaginación experimental que destella en sus escritos fue el obsesivo pensar en el Estado nación como el único sujeto/espacio que podía dar cabida al acto colectivo de la revolución/renovación. La militancia, consecuencia práctica de esta idea, aunque le ayudara en el exilio a mantener sus nexos vitales con la patria, no pudo darle los insights necesarios para pensar lo político y creo que terminó por provocarle una suerte de bloqueo epistemológico. Un magma de ideas contradictorias lo atormentaba y, si no terminó de darles coherencia en su obra inconclusa Lo Nacional Popular en Bolivia, hoy ésta se lee como obra terminada y convierte sus palabras en receta teórico-política.
Comenzó muy joven como militante del mnr y acompañó al régimen hasta su caída en 1964. En la apertura democrática propiciada por Ovando y Torres (1969-1971), tuvo un breve paso por el mir, un partido de clase media que quería conjugar la memoria del 52 con los planteamientos de la izquierda althusseriana. Su etapa marxista lo llevó a un tropezón final con el Partido Comunista, aunque la chatura de sus ideas solía inspirarle comentarios sarcásticos. De modo que el bricolaje que caracteriza sus textos más interesantes resulta de una yuxtaposición combinatoria de lecturas gramscianas, intervenciones políticas, historiografía social y una prolongada inmersión en el debate intelectual latinoamericano. Las transformaciones que vivió y pensó tuvieron ritmos desiguales, siempre bajo la impronta de hechos sociales contundentes, como la radicalización minera de los años sesenta a setenta o la irrupción katarista aymara en los ochenta. Si bien no llegó a vivir la sumisión neoliberal ni el “buen vivir” de los malvivientes del mas, en el conjunto de su obra abundan ideas pertinentes para el confuso tiempo actual, ideas que creo necesario intervenir, reactualizar y, por supuesto, criticar. Porque la escritura tuvo, aun para sí mismo, un efecto de eclipse sobre su palabra hablada. No sólo no perdió nunca su acento orureño inconfundible, sino que logró contagiar a muchos colegas de sus modismos y construcciones paródicas, afines a lo que hoy llamamos “metafísica popular”. Las experiencias de su temprana juventud y sobre todo ese castimillano[4] orureño, manchado de jerga minera, tuvieron un influjo duradero, aunque no consciente, en su manera de comprender la realidad. En Oruro, Potosí y otras ciudades mineras de población qhichwa hablante, al mecánico o tornero que se ocupa del mantenimiento de la maquinaria se le apoda ch’iqchi (“gris manchado”). Este término qhichwa es el equivalente del ch’ixi aymara e ilumina muy bien un aspecto crucial de lo abigarrado. En el abordaje zavaletiano, su curiosidad por los esquistos mineros (fragmentación y mezcla de minerales por obra de movimientos tectónicos de diversas épocas geológicas) resuena en la imagen de las manchas o jaspes sociales de diversa profundidad histórica entreverados agónicamente, que a ratos ve como un rasgo constitutivo, pero también como disyunción crítica que es necesario superar:
Si se dice que Bolivia es una formación abigarrada es porque en ella no sólo se han superpuesto las épocas económicas […] sin combinarse demasiado, como si el feudalismo perteneciera a una cultura y el capitalismo a otra y ocurrieran, sin embargo, en el mismo escenario o como si hubiera un país en el feudalismo y otro en el capitalismo, superpuestos y no combinados sino en poco, […] verdaderas densidades temporales mezcladas, no obstante, no sólo entre sí del modo más variado, sino que también con el particularismo de cada región, porque aquí cada valle es una patria, en un compuesto en el que cada pueblo viste, canta, come y produce de un modo particular y habla todas las lenguas y acentos diferentes sin que unos ni otros puedan llamarse por un instante la lengua universal de todos.[5]
La disyunción política que este hecho supone es vista por Zavaleta como un bloqueo a la “cuantificación uniforme del poder”, condición que estima imprescindible para el ejercicio de la democracia y la formación de una sociedad política nacional moderna. Ello delata la continuidad de una mirada lineal y progresista de la historia, que se centra en el Estado, el desarrollo de la industria pesada y el capitalismo estatal. Ésta es precisamente la veta que ha sido apropiada por la intelectualidad masista, en continuidad con los sueños industrialistas de la revolución nacional, que Zavaleta nunca abandonó.[6]
En contraste con la noción de abigarramiento, la de la epistemología ch’ixi, que hemos elaborado colectivamente,[7] es más bien el esfuerzo por superar el historicismo y los binarismos de la ciencia social hegemónica, echando mano de conceptos-metáfora que, a la vez, describen e interpretan las complejas mediaciones y la heterogénea constitución de nuestras sociedades. Si en los años setenta y ochenta el debate intelectual daba por supuesta la inminente homogeneización o hibridación cultural de las sociedades latinoamericanas, desde mediados de los noventa vivimos la múltiple irrupción de pasados no digeridos e indigeribles. Las luchas indígenas, las luchas feministas y las luchas medioambientales son una pesadilla para los Tratado de Libre Comercio (tlc), que se intentan imponer a rajatabla en todo el continente, y para otros tantos delirios eurocéntricos que desean una manufactura global de lo humano. Para bien o para mal, el asedio de la diversidad parece a momentos estallar con “furia acumulada” (Bloch 1971), en demandas que afirman la radical alteridad de sus portadorxs, pero que, a la vez, tocan temas comunes a la especie: el alimento, la salud, la sexualidad, el agua, la tierra, la floresta, el mundo animal amenazado de extinción… Traducidos a la esfera pública como “derechos a la diferencia” y “derechos de la naturaleza”, los nuevos lenguajes de los movimientos e intelectuales indígenas, ecologistas o feministas no tardarán en sucumbir a los esquemas normalizadores del capitalismo verde y sus políticas estatales, si es que no somos capaces de rebasar la pura teorización —a la vez que profundizarla— para enfrentar con otros gestos e ideas la gravedad de los dilemas del presente.
En las páginas que siguen, la formulación inicialmente oral de mis propuestas en torno al mundo ch’ixi se ha convertido en el desafío de estructurar y dotar de un hilo de coherencia a una serie de ideas, ejemplos y alegorías, que fueron emitidas de manera desordenada y libre en un contexto de complicidad intelectual y política, precedido por largas amistades e inquietudes compartidas.[8] En ese diálogo múltiple e intenso resonaron las palabras de Fausto Reinaga, René Zavaleta, Bolívar Echeverría, Walter Benjamin y muchxs más, entreveradas con voces, paisajes y memorias indias de la más diversa raigambre.
El asedio de la diversidad
Un collage de citas de tres autores precedió como epígrafe una reflexión que hice en los años noventa sobre la no contemporaneidad de la escena social andina y muestra con nitidez la condición multitemporal de la heterogeneidad social que vivimos en nuestros territorios.[9] Jaime Mendoza, el último “polígrafo” boliviano (médico, geógrafo, novelista y político) decía en 1935:
A veces, hasta en un mismo sitio, hay aglomeración de elementos incongruentes, superposiciones extravagantes. Lo prehistórico se junta con lo actual. Las edades se dan la mano… He ahí la razón de que Bolivia sufra mayores dificultades que otros países para llegar a su definitiva constitución ([1935]1972).
Mendoza fue un pensador que sentía y caminaba la geografía del país como experimentación a la vez social y subjetiva. La angustia generada por la guerra y la derrota del Chaco (1932-1935) se hace patente en El Macizo Boliviano y, de su encuentro con guaranís, aymaras y qhichwas, surge una imagen de efectiva no contemporaneidad: la yuxtaposición de espacios, poblaciones y culturas que parecieran emerger del fondo de otros tiempos. En El laberinto de la soledad, Octavio Paz expresó la misma idea, pero haciendo énfasis en su huella de dolor:
[En nuestro territorio] varias épocas se enfrentan, se ignoran, se entredevoran sobre una misma tierra o separadas apenas por unos kilómetros. Las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía ([1950]2002).
Y en los años setenta, el sociólogo británico Andrew Pearce publicó una compilación de estudios sobre la cuestión agraria, titulada The Latin American Peasant, que incluía un trabajo suyo sobre la reforma agraria boliviana. Allí percibe el aquí-ahora como un estrato de temporalidad marcado por el hecho colonial:
El presente cronológico asume a menudo la apariencia de un afloramiento rocoso estratificado en el que se hacen presentes diversas formaciones del pasado histórico, especialmente cuando, a pesar de haber transcurrido 150 años desde la independencia republicana, la escena social exhibe un carácter colonial, sea por estancamiento, regresión o por preservación deliberada (Pearce, ed. 1975, traducción mía).
Destaca su lectura de los arcaísmos sociales: la opresión terrateniente y la subordinación campesina al estado populista preservan deliberadamente restos no digeridos del pasado y los injertan en nuevas formas de dominación, en regresiones sorprendentes que ponen en duda la emergencia de una “nación posible” o siquiera de una esfera pública capaz de tolerar las diferencias.[10]
Mendoza en los años treinta, Paz en los cincuenta, Pearce en los setenta y Zavaleta en los ochenta coinciden en sus interpretaciones de lo social, enunciadas desde las urgencias de su(s) presente(s), bajo la intuición tenaz de que la heterogeneidad y los anacronismos sociales son hechos contundentes, pero a la vez problemáticos y de difícil inteligibilidad. En mi propio trabajo temprano, acudí a la idea de Ernst Bloch sobre las “contradicciones no coetáneas” (1971) para comprender la violencia colombiana de los años cincuenta (Rivera 1982) o el katarismo-indianismo de los años setenta en Bolivia (Rivera [1984]2003), con sus estratos de memoria “corta” y “larga” entretejidos en radicales discursos de interpelación al Estado nacional populista y al conjunto de la izquierda criolla.
La constelación de estas ideas, de autoría y temporalidad diversa, podría verse como una reacción, desde el chuyma y el amuyt’awi, a las racionalizaciones de corte estructural y nacionalista, propias del debate marxista y/o multicultural latinoamericano. Así, la idea althusseriana de la “articulación de modos de producción” quiso hacerse cargo de la heterogeneidad en cualquier “formación social concreta” (léase Estado nación) y terminó por poner a las sociedades realmente existentes en la camisa de fuerza de taxonomías y “prácticas teóricas” de dudosa validez política y nula consistencia ética.[11]
El racionalismo hiperbólico de esos años fue una suerte de oscurantismo y la aproximación entre investigadores e investigados (si acaso se salía fuera del gabinete) dio lugar a las más burdas instrumentalizaciones. Si hablo en tiempo pasado es porque intento describir la atmósfera intelectual en la que pensamientos marginales como los de estxs autorxs (me incluyo) salieron a la luz en forma poco marcada o incluso abiertamente desdeñada. Pero está claro que tales gestos de instrumentalización racionalista siguen asfixiando a nuestros pueblos y bloqueando el pensamiento crítico, tanto en las universidades como en la esfera pública y el debate político. Con el agravante de que hoy el fenómeno se ha exacerbado en una profusión de declaraciones misioneras por el “desarrollo” y el “cambio”, que intentan encubrir los núcleos más duros del ethos colonial: doble moral, autoritarismo y actos flagrantes de perversión ética, todo lo cual acusa una irresponsable falta de lucidez política.
Un indicio de las insuficiencias del marxismo latinoamericano de los setenta era la abundancia de adjetivaciones, prefijos y comillas a la hora de aplicar conceptos extraídos de su corpus clásico: se hablaba de espacios “pre-”, “sub-” o “proto-” capitalistas (ahora está de moda “post-”); también de comunidades, haciendas y formaciones mercantiles sui generis, que no encajaban en ningún “modo de producción”. Los esfuerzos por disciplinar nuestra diferencia y por obliterar nuestras supuestas “anomalías” tropezaron —y siguen tropezando— con una heterogeneidad proliferante, que se renueva y radicaliza a cada paso. Pareciéramos vivir en sociedades discontinuas, inconclusas y en permanente estado de ebullición. Y hasta hoy, la “gran teoría” y el “empirismo abstracto”, que caracterizaron por décadas al pensamiento social hegemónico,[12] continúan imperando y, con ello, se ensancha la brecha ética y política entre el pueblo y sus intelectuales. Este pueblo —abigarrado y tumultuoso— es hoy por hoy un conjunto fragmentado de poblaciones, comunidades y organizaciones de base, profundamente penetradas por la lógica clientelar desde arriba, pero capaces de salir del letargo retomando su trayectoria histórica de luchadorxs por la vida, la memoria y la diversidad de las diferencias. Y es que, aun fragmentadas, estas formaciones abigarradas del mundo indígena/popular siguen caminando con el pasado ante sus ojos y el futuro en sus espaldas.
Clausurar el pasado para inaugurar el futuro
En el ensayo visual (Des)andando por la calle Illampu[13] intenté hacerme cargo de las formas confusas de la heterogeneidad multitemporal boliviana, registrando en fotografías, a lo largo de diez años, la destrucción de una antigua calle de mi ciudad. En el proceso de elaborar la parte escrita del ensayo tuve que resistirme al gesto nostálgico y esteticista que me embargaba a veces y hacer, partiendo de esa misma nostalgia, una lectura crítica de los procesos de modernización urbana que vivimos en los años duros del neoliberalismo. Desde los años setenta, a título de modernizar la calle Illampu, se demolieron una por una las casonas y los tambos[14] erigidos por la élite comercial indígena y chola de los siglos XVIII-XIX. Esas imponentes edificaciones de tres patios —hechas de grueso adobe y teja por maestros albañiles indígenas, que adaptaron técnicas coloniales a sus saberes ancestrales— fueron arrasadas en aras de un delirante proyecto urbanístico que convirtió a la Illampu en un túnel de cubos de concreto de ordinaria factura y un gusto estético “modernista”, imitativo y caricaturesco.[15]
En el ensayo intento redescubrir las huellas del pasado que anidaron tras los muros de adobe de la Illampu —en realidad, varios pasados, que van de lo señorial a lo indio—, y proyectarlos al futuro de la calle (un fracaso urbanístico a la vista). También quería imaginar las reactualizaciones que se inscriben en el trasfondo de los espacios aparentemente modernos que hoy la pueblan. Según cuenta Álvaro Pinaya (2012), antes de su demolición, las casonas y tambos de la Illampu se habían democratizado por la fuerza de su deterioro: se convirtieron en conventillos, inquilinatos intratables a nivel jurídico. Sus dueñxs procedieron a venderlas como último recurso para expulsar a sus ocupantes —artesanxs, comerciantes, viajerxs y trajinantes— que habían recreado comunidades urbanas de vital inserción en la economía y en las luchas sociales de la ciudad. La existencia de esos espacios, subdivididos caóticamente, sirvió de argumento patrimonialista —y de razón capitalista— para destruir las casonas.[16] Lo paradójico es que esa destrucción sólo sirvió para obliterar la fase democrática de su habitación —la del conventillo— y con ello resurgieron sintagmas coloniales más remotos, como el trabajo servil y la exotización. Hoy la calle Illampu se ha llenado de agencias turísticas que ofrecen viajes de aventura a las selvas y salares para observar salvajes o experimentar lo inhabitable. En los pisos intermedios se ha equipado hoteles para todo bolsillo y en los superiores se ha construido departamentos para las capas medias arribistas, que marcan sus signos de distinción en el consumo ostentoso y en la figura de la “sirvienta” o trabajadora del hogar, a quien recluyen en “medios cuartos, para medias personas”. La modernidad de fachada esconde la reproducción de viejas lógicas, que además pesan como mala conciencia cultural, ya que sus habitantes suelen bailar con llamativos trajes indígenas en las “entradas folclóricas” que pasan por esa calle rumbo al centro de la ciudad.
¡Cuántas paradojas revelan estas historias o alegorías sociales! El arcaísmo se hunde en el subconsciente y sólo sale a la luz en estallidos (festivos o rebeldes) que ponen en cuestión la inteligibilidad de lo real. Se piensa que al recluir, segregar o espectacularizar los anacronismos sociales se han conjurado sus efectos/afectos, pero no ocurre tal cosa. La destrucción de la modernidad comercial cholo-india de la ciudad del pasado —modernidad ch’ixi— ha dado paso a una modernidad pastiche y a una cultura pä chuyma, atrapada en una situación de double bind. Los flujos del mercado interior que la animaron se han visto sustituidos por una suerte de extractivismo simbólico de corte colonial, que alimenta circuitos globales de depredación e intercambio desigual. En el trasfondo de un proceso de modernización —económica, estética y urbanística— la sociedad vive una regresión. La fase popular/democrática del pasado y sus protagonistas ceden ante los circuitos globales —o intentan penetrar en ellos— sin conseguir desmontar los mecanismos que conducen a la reactivación del yugo colonial. Esta situación, plagada de incertidumbres e incoherencias, es la que pretendo abordar al caracterizar lo indio como moderno y al mundo ch’ixi como una epistemología capaz de nutrirse de las aporías de la historia en lugar de fagocitarlas o negarlas, haciendo eco de la política del olvido.
Acerca de la colonización intelectual
Volvamos al diálogo teórico que dio inicio a estas páginas, elaborando sobre la genealogía de otra idea-fuerza, que a la vez incorpora y supera el horizonte de “lo abigarrado”. Se trata de reconocer al colonialismo como una estructura, un ethos y una cultura que se reproducen día a día en sus opresiones y silenciamientos, a pesar de los sucesivos intentos de transformación radical que pregonan las élites político-intelectuales, sea en versión liberal, populista o indigenista-marxista. En América Latina, el contexto de descubrimiento de la problemática colonial fue, no por casualidad, contemporáneo a la gestación de un nuevo dispositivo de dominación mundial en el ideologema del “desarrollo”. En plena Guerra fría, mientras en Washington el presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, asociaba esta noción con la carrera armamentista y con los intereses estratégicos de su país en el “hemisferio”,[17] en forma simultánea, al otro lado del Atlántico, se daban intensos procesos de descolonización y luchas armadas de liberación nacional. De composición tribal, nacionalista y/o marxista, los ejércitos guerrilleros africanos no lograron desmantelar las condiciones objetivas/subjetivas del colonialismo. El trauma de estar atravesados —en su chuyma tanto como en sus territorios— por la disyunción entre ser súbditos o ciudadanos (Mamdani 1996) fue quizás una de las razones para tal fracaso. De ahí que una serie de regímenes autoritarios y guerras intestinas acabaran con los tejidos comunitarios que habían logrado sustentar materialmente las guerras de liberación, cuyos líderes seguramente no pudieron comprender sus sentidos prácticos (Bourdieu) ni sus modos de hacer política, menos aún de actuar en conformidad con ellos. Trágicamente, los intelectuales y políticos africanos no parecen haber vislumbrado formas más equitativas y duraderas de estructurar el orden social y ético en sus complejas sociedades multiétnicas.
No es un dato menor el que aquí la obra de Frantz Fanon (1963, 1965) y otros pensadores alternativos que teorizaron la experiencia de la descolonización africana haya llegado a nosotrxs gracias a Fausto Reinaga, un intelectual indio ch’ixi, que desafía al eurocentrismo con una voz a la vez ancestral y moderna.[18] Su inquietud vital está anclada en la experiencia del insulto racial, la negación y el despojo. Reinaga denuncia la naturaleza a la vez material y mental del sistema de dominación, que expropia y privatiza energías laborales, recursos y bosques, pero que también usurpa pensamientos, ideas y palabras. Y es por haber leído a Reinaga, antes que a muchos otros, que di un rodeo por la obra de González Casanova (1969), Balandier (1973) o Sartre (prólogo a Fanon 1963), quienes también hurgaban el asunto colonial desde sus propias perspectivas críticas. Ya Stavenhagen, discípulo del primero, intentará traducir estos conocimientos nuevos al lenguaje de las políticas públicas globales. Y ni qué decir de Mignolo y compañía, cuya labor desde los años noventa ha sido la de crear satrapías académicas en las universidades más elitistas del norte, vendiendo la idea de la descolonización a sus nuevas audiencias, rebautizada como lo “postcolonial” o lo “de(s)colonial”.[19]
Para nosotrxs, la impronta de Reinaga fue un destello de consciencia desde el aquí-ahora crítico de los años sesenta y ochenta; un juego de ecos con una África que desconocíamos, pero que sentíamos próxima a nuestras aspiraciones y conflictos. El súbito develamiento de que la opresión colonial no ha cesado, de que las heridas más antiguas manan sangre, pero también incuban furia y deseos de revancha, fue como un relámpago de tensión ante la realidad circundante. Vista desde el presente, sabemos que la lucha anticolonial africana no pudo vislumbrar, comprender ni capear los peligros de regresión y de derrota (léase recolonización) que sus abigarradas sociedades incubaron. Algo parecido estaba sucediendo en Bolivia con los sucesivos tropiezos y fracasos de la izquierda nacionalista y marxista.
Por mi parte, he reflexionado en varios trabajos anteriores sobre estos aspectos no conscientes e internalizados del colonialismo y lo he hecho desde mi mirada de mujer, que homologa las opresiones de la invisibilidad, la violencia y el desprecio con aquellas sufridas por hermanxs indígenas del campo y la ciudad; también por trabajadorxs manuales y gente “de a pie” en general (Lehm y Rivera [1988]2013, Rivera 2010c). La experiencia vivida junto, contra, o al costado de figuras de la lucha política que pertenecen al mundo de las “gentes de color” me ha deparado enseñanzas que no percibo en las reflexiones de un Zavaleta o un Balandier, pero que sí, en cambio, encuentro en diálogo con Fausto Reinaga, Franz Tamayo, Gamaliel Churata, Jaime Mendoza y muchxs otrxs pensadorxs ch’ixis de mi región. La mayor de ellas es el reconocimiento de la condición colonizada de las élites político-intelectuales: una radiografía de nosotrxs mismxs que nos hace ver las formas y gestos del mestizaje colonial andino que hemos heredado y que nos ha constituido (Rivera 2010a). Desde ese oscuro diagnóstico, empero, sus obras nos dan singulares y numerosas claves para ir al encuentro de esos chispazos de amuyt’awi descolonizador que este tiempo nos exige.
En La creación de la pedagogía nacional, Tamayo aborda autocríticamente el mestizaje boliviano como síndrome psicológico de encrucijada, que él nombra con el término bovarysmo, inspirado en las lecturas que se hiciera de la novela Madame Bovary, de Flaubert. Esta noción me servirá como metáfora para comprender el bloqueo que nos impide ser memoriosos con nuestra propia herencia intelectual.[20] Pues resulta paradójico y lamentable que tengamos que legitimar nuestras ideas recurriendo a autores que han puesto de moda los asuntos del colonialismo, desconociendo o ninguneando trabajos teóricos anteriores, que aunque no usaran las mismas palabras —e incluso si las usaron—, pudieron interpretar e interpelar la experiencia colonial y, particularmente, la colonización intelectual de las élites (hoy rebautizada como “colonialidad del saber”) con atrevimiento y veracidad.
Tamayo llamaba “bovarystas” a los pedagogos e intelectuales de escritorio, que importaban métodos de gimnasia sueca y programas educativos franceses para instalar en el país formas de enseñanza elitistas e imitativas, modernas sólo en apariencia. Desde su sitial como poeta prestigioso (aunque oscuro y mal comprendido), con rigor argumentativo y gesto polémico, este pensador logró suscitar una interpelación radical a las prácticas y los estilos de ser de esa intelligentsia boliviana: interpelación tanto o más necesaria en nuestros días. Pero, a diferencia de lo que sucede hoy, cuando todo se escribe-habla y los círculos hegemónicos de habladores-letrados crean satrapías políticas (el parlamento, la judicatura) o espectáculos mediáticos para engatusarnos, en la época de Tamayo lo central era una cultura oral-gestual que se traducía en códigos corporales tácitos, pero inteligibles a escala social: códigos de comunicación que también estructuraban jerarquías y desprecios escalonados.
Por lo general, Tamayo no discutía lo que sus contemporáneos escribían: lo consideraba un vulgar aglomerado de citas de autores europeos ni siquiera bien hiladas. Y no era que él desconociera la herencia de Europa —su poesía llena de ideas e imágenes griegas lo atestigua—, sino que reclamaba un gesto más autónomo e inteligente hacia ella, tal como lo haría Veena Das un siglo más tarde (Das 1997). Tamayo se inspiró en Nietzsche y en el vitalismo alemán de su tiempo, además de una vasta biblioteca filosófica y literaria francesa, lo que no empaña para nada su acercamiento a los “conglomerados étnicos” que él considera la matriz social de la nación boliviana. Antes que nada, eran su gesto corporal y su mirada y, sobre todo, su reflexivo conocimiento del aymara lo que lo diferenciaba de sus contemporáneos.
Tamayo no rechaza las ideas y principios básicos de la episteme noratlántica, sino el modo en que se las adopta en países como el nuestro: de boca para afuera, con gesto reverencial o plagiario. Detestaba la manera a la vez docta y paródica con que la intelligentsia criolla exponía sus conocimientos librescos y armaba debates furibundos en torno a ideas que ni siquiera comprendía. Y esto no ha cambiado en la Bolivia de hoy, aunque además de conocimientos librescos se inunda el espacio comunicacional con revelaciones del aparato de inteligencia o tediosas estadísticas. Para remediar esos desfases entre discursos y prácticas, Tamayo proponía adoptar una pedagogía sabia: había que reeducar al mundo del cholaje mestizo y a las propias élites intelectuales del país de modo que se asentaran en su tierra y en su tiempo, reconociendo la energía y el potencial del mundo indio para la construcción del país. Había que enseñarles a conversar con ese vasto mundo en su(s) idioma(s) y a hacerlo con curiosidad y deseo de (re)conocimiento; también con un afán de conocerse a sí mismos. Tamayo admiraba sinceramente los paisajes, lenguajes y tramas culturales del Ande (más vigorosas en su época que hoy en día) y exhortaba a sus contemporáneos a entrar en diálogo con ellxs, para descubrir un mundo indio capaz de remediar los oprobios de la casta dominante, a través de una pedagogía que primero debía aplicarse “sobre nosotros mismos”. Pero todo eso era como pedirle peras al olmo:[21]
Es entonces que la pedagogía india tendrá un sentido real y positivo; es entonces que será una obra altamente sabia y científica de la que podremos esperar resultados innegables y matemáticos. Lo demás es bovarysmo infecundo y continuar haciendo lo que hemos hecho con nuestra política, con nuestras finanzas y con todo: apariencias de cosas y ruido de palabras.
La autocrítica social del autor escudriña el alma del intelectual mestizo realmente existente, instalado en un determinado espacio-tiempo. Lo ve como un ser inteligente, pero esquizofrénico y bipolar, incapaz de hablar una “lengua con patria” (como diría Churata); inepto para crear una nación propia o habitar un territorio propio. Este diagnóstico es vital en Tamayo y sienta las bases para pensar el double bind mestizo como una potencia ambivalente.[22] Desde el aquí-ahora podríamos exorcizar el binarismo y con ello, la disyunción colonial que nos impide ser nosotros mismos: un pensar capaz de activar energías liberadoras a través de una suerte de (re)indianización consciente y autoadscriptiva. A tono con su época, la pedagogía tamayana se extravía en cambio en consideraciones sobre la “psicología de la raza”, intentando una combinación infructuosa entre la nobleza moral del indio y la inteligencia de su propia casta. Con ello su pensamiento se desliza hacia una nueva explicación-legitimación de las jerarquías coloniales de su tiempo, incluida su propia condición como terrateniente. De ahí que ya no se lea La creación de la pedagogía nacional en clave qhipnayra y que sus menciones no pasen por lo general de ser referentes historiográficos; aunque también podemos decir que cada estrato intelectual de la Bolivia de hoy tiene un Tamayo hecho a su medida.
La genealogía que intento trazar del colonialismo en la cultura letrada boliviana está, por ello mismo, conectada con las urgencias del presente. Qué pertinente resulta escuchar su palabra desde el aquí-ahora:
¿La conquista salvaje y la colonia insensata han desaparecido de América? Ostensiblemente sí, pero han quedado en nuestras venas y de allí no las han sacado todavía los Murillo y los Sucre. Allí está palpitante, con todos sus vicios e inferioridades.
Este análisis, a la vez objetivo y subjetivo de la marca colonial, muestra con lucidez las raíces profundas del fracaso de las élites mestizas de Bolivia en la tarea de construir una nación viable y un estado soberano. Los intelectuales “bovárycos”, aquellos que no ven las cosas sino lo que se dice de ellas en los libros (o en los medios), serían en gran medida responsables de la situación, por su ceguera frente a la tierra y frente al indio, lo que para Tamayo equivalía a un suicidio colectivo:
Debemos comenzar por ver cuánto hay de dignidad humana por nosotros ultrajada en el indio; cuánto desconocimiento de sus verdaderas facultades y fuerzas; qué abyección por nosotros creada; y qué ruina de los primitivos señores de la tierra hoy poseemos. Debemos comprender entonces que toda esta injusticia acaba por volverse contra nosotros, que si aparentemente la víctima es el indio, final y trascendentemente lo somos nosotros (p. 157).
Si leemos estas ideas en clave aymara, ellas señalan que las élites mestizas pä chuyma son no sólo ineptas para la construcción nacional (el “nosotros” al que Tamayo interpela), sino que padecen de una ineptitud aún más radical: son incapaces de devenir “gente” (persona social), es decir, no pueden mirar ni hablar con sus connacionales en simetría y así, se han bloqueado ellxs mismxs el camino que les habría permitido pertenecer a su lugar y a su tiempo.[23] A su lado, la gente que produce alimentos, que habla un idioma no europeo (y que ha sobrevivido al “proceso de cambio”) está en otra: posee y habita una sayaña, ejerce derechos compartidos sobre los bienes comunes; su vida social y personal está enraizada en la comunidad y en el paisaje. Tamayo no pudo haber descubierto esto a plenitud, pese a su emocionado amor por las montañas del Ande. Y ello por dos razones: miraba al indio y al paisaje con un gesto objetivante, racionalizador. Y, por lo mismo, su “universalidad” se sustentaba en una sintaxis europea cuyo particularismo no reconocía: una doxa hegemónica, común a toda la ideosfera de la época. Ello muestra la dimensión colonizada del propio Franz Tamayo, que Reinaga descubrió en el “momento de peligro” de la revolución nacional del 52 y que radiografiaría con lucidez años más tarde.[24]
En 1967 Fausto Reinaga publicó un libro que había madurado largamente sobre la “intelligentsia del cholaje boliviano”. Se trata de una detallada y profunda radiografía del colonialismo intelectual en Bolivia, que le valió ser estigmatizado como un personaje intratable y sectario, al que se intentó acallar con la “conspiración del silencio” y con una sañuda represión policial. En el prólogo acusa frontalmente a la intelligentsia boliviana por “haber prostituido la nobilísima misión del pensamiento y destruido la república” y por haber convertido a Bolivia en “una sociedad de mentidero y fraudulencia” ([1966]2014: 237).
A diferencia de Tamayo —a quien, por entonces, consideraba un gran pensador indio—, Reinaga sí presta una atención cuidadosa y aguda a los personajes de la intelligentsia boliviana cuya vida y obra evoca y desmenuza. No sólo le interesan los papeles y la tinta: también el gesto, la persona, los modales y fachadas que el personaje adopta. La presentación de Adolfo Costa du Rels ofrece un ejemplo chispeante:
Cielo límpido, sol resplandeciente del mediodía. El Prado de la ciudad de La Paz rebulle de gente. Hay hervor de indios de poncho y lluchu, indias de acsu y ojota, “cholas” de pollera, manta y zapato, “caballeros” de cuello y corbata, y birlochas vestidas y pintadas a la europea. Cruza en medio de esta gente un gringo con su hermoso perro. El animal aceza, quiere correr, pero el dueño lo contiene por la cadena. Entre el animal y el gringo hay pugna. Llaman la atención, el petimetre por su sombrero y abrigo de gabardina inglesa, pulsera de oro y anillo con enorme rubí; el perro-zorro por el brillo de su pelaje, fino collar y cadena de reluciente plata. El gringo no se fija en nada ni en nadie. Su indiferencia respecto a las cosas y a la gente de esta tierra es absoluta. Bolivia no existe para él… y, sin embargo, ¡oh paradoja! Este gringo que luce su “nacionalidad francesa en el color de sus ojos” es nada menos que el Ministro de Relaciones Exteriores de la República de Bolivia” ([1966]2013: 283).
Esta introducción precede al minucioso análisis de su escasa obra accesible —por entonces— en castellano, que entreteje con largas citas y fragmentos biográficos, además de “descripciones densas” como la que antecede, construyendo un relato complejo y completo del personaje humano como autor. La lectura comparativa que hace de dos textos clave de Costa du Rels: la novela Tierras hechizadas y la biografía del magnate minero Félix Avelino Aramayo y su época (1846-1929) es un bricolaje revelador:[25]
Tierras hechizadas es una novela de protesta contra el gamonalismo feudal; acusa a los Pedro Vidal que hacen gemir a Bolivia bajo un régimen de ferocidad y de inconcebible injusticia social; condena aquel sistema donde los Vidal son dueños absolutos, no sólo de la riqueza del suelo, sino de las mismas vidas humanas ([1966]2013: 294).
Dos líneas después:
Y aquí viene Félix Avelino Aramayo, que es todo lo contrario de lo que sostiene Tierras hechizadas. La biografía de Aramayo es una alabanza, incienso y glorificación de un Pedro Vidal de carne y hueso. Si [aquél] es un abominable monstruo, el Pedro Vidal de Huanchaca es la virtud andando; si aquél es la maldad cavernaria, éste es un gran “carácter, un corazón: un señorío…” ([1966]2013: 294).
No puede haber evidencia más nítida del doble discurso pä chuyma del q’ara colonizado que esta aporía desvergonzada, que le sirve a Reinaga de antesala para su juicio lapidario sobre el intelectual público: “Y este ‘maestro’, ‘representante de la cultura de un pueblo’, de un pueblo cuya sangre no está en su sangre ni su alma en su alma” viola la única ley de la “gente de pluma y pensamiento”: (…) que su “vida, su existencia y su personalidad confirmen su palabra y su enseñanza”.[26] El análisis integral (ético, estético y político) de la obra de Costa du Rels revela así, como en una radiografía, la trama de la colonización del alma colectiva que impera en Bolivia por obra de sus más notables intelectuales.
Sin piedad, desgaja una a una las vidas-obras de otros letrados bolivianos, cubriendo un amplio espectro ideológico.[27] Con mirada detallista, escudriña las capas profundas del ser humano en autores liberales, católicos, marxistas o nacionalistas por igual: Díaz Machicado, Francovich, Arguedas, Guzmán… Sólo se salvan de su pluma irritante Franz Tamayo, Carlos Medinaceli y Jaime Mendoza, en quienes vislumbra una genialidad para “captar el pulso del drama de la raza india”, llegando a verlos como expresión de un pensamiento autocrítico en pos de “la liberación del indio”.
Los ahora de moda “decoloniales” o “postcoloniales” no atinan a escudriñar con tanta profundidad la duplicidad del intelectual colonizado como lo hicieran Tamayo y Reinaga o el propio Zavaleta: eso se deja ver en sus escritos de crítica de ideas, pero también en las rutas impensadas que ha tomado la lectura de sus trabajos en el proceso de activar los gestos colectivos de emancipación y las luchas descolonizadoras de nuestros días.
[1] Ver por ejemplo «Consideraciones generales sobre la historia de Bolivia».
[2] El término quechumara es un neologismo creado por el lingüista Rodolfo Cerrón-Palomino en su obra del mismo nombre (2009).
[3] Ésa y muchas otras expresiones se las oímos a René en sus visitas a La Paz durante la convulsa transición democrática de 1978-1982, cuando dialogaba con estudiantes y docentes de la carrera de Sociología de la umsa.
[4] El “castimillano” es el mote irónico que los hablantes de aymara aplican al llamado “castellano popular andino” como variante dialectal del idioma oficial.
[5] Cita tomada de “Las masas en noviembre” (Obra completa, vol II, 103-104). Debo esta referencia a Mauricio Souza, gran lector y editor de Zavaleta, quien también me comentó sobre el origen minero-metalúrgico del término “abigarrado”.
[6] Este fenómeno ha merecido un agudo comentario crítico de Carlos Crespo en su ponencia “Olvidar a Zavaleta”, presentada en Sucre em la mesa Anarquismo, Comunitarismo y Autonomías en Abya-Yala del encuentro de la Asociación de Estudios Bolivianos, en julio de 2017.
[7] Ver Principio Potosí Reverso, obra colectiva coordinada por la autora y El Colectivo (2010).
[8] La versión oral de este texto surgió de un coloquio realizado en la unam, Ciudad de México, entre el 14 y el 18 de noviembre del 2011. El evento fue organizado por el Seminario Modernidades Alternativas coordinado por Márgara Millán y Daniel Inclán y se basó en cuatro grandes temáticas: “Pensar y practicar la descolonización” (diálogo con Pablo Mamani, Sylvia Marcos y Xuno López Intzin); “Existe también el mundo ch’ixi”, “¿Es posible descolonizar y desmercantilizar la modernidad?” y “La apuesta por una modernidad india”. Se ha reordenado, corregido y complementado los audios originales de estos cuatro eventos, que fueron rigurosamente transcritos y anotados por Marath Bolaños de la unam.
[9] “Democracia Liberal y Democracia de Ayllu. El caso del Norte de Potosí, Bolivia” fue publicado originalmente en la compilación de ildis, El difícil camino de la democracia, La Paz, 1990, y reeditado en Rivera 2010a.
[10] Conocí a Andrew Pearce en La Paz en el periodo crítico en que se sucedían golpes de Estado y breves interregnos democráticos (1978-1980). Él me ayudó a salir de la cárcel en vísperas del golpe de García Meza y a conseguir trabajo en el cinep de Bogotá, en los años de exilio (1980-1982). Lo visité en un hospital de campiña cerca de Londres antes de su muerte y ahí me enteré de que su esposa era afrocaribeña y que tenían una bella hija mulata. Escribí para él un poema que he perdido; sólo recuerdo haberlo descrito como un “negro de piel blanca”. Sabiendo que moría de cáncer, al despedirnos me dijo: “Voy a dedicar los próximos años de mi vida a comprender el carnaval del Caribe”. Esta mezcla de sangres y ritmos en su alma me permite valorar mejor su talento para descubrir los hilos de la trama colonial en las sociedades latinoamericanas.
[11] Ver al respecto Enrique Tandeter, 1978.
[12] Aludo aquí al diagnóstico realizado en los años cincuenta por el sociólogo C. Wright Mills sobre la ciencia social norteamericana, que resulta pertinente más allá de su época y lugar de inscripción inicial (Mills [1959] 2009).
[13] (Des)andando por la calle Illampu, ensayo visual performativo. Este ensayo fue expuesto, a modo de performance, en diversas ocasiones (Nueva York, 2001; La Paz, 2003-2016; Quito, 2010 y varias más). En cada versión, tanto el texto como la actuación se modifican levemente, en atención al contexto geohistórico y político de enunciación.
[14] Los “tambos” eran postas en los caminos prehispánicos donde los viajeros descansaban e intercambiaban productos y conocimientos. Fueron incorporados al sistema colonial de servicios gratuitos de los ayllus, para dar fluidez a los trajines comerciales de larga distancia. En La Paz, los tambos fueron construcciones de gran tamaño, que servían como alojamiento y mercado a la población de las comunidades andinas que llevaba sus productos a las ciudades. Algunos de ellos pasaron a ser propiedad privada de los caciques o mallkus coloniales (autoridades étnicas), como es el caso del Tambo Kirkinchu, hoy patrimonio histórico del municipio paceño. Ver la tesis de licenciatura de Álvaro Pinaya, De tambos a hoteles en la calle Illampu (2012).
[15] Debo aclarar que cuando monté este ensayo por primera vez (2001), aún no había surgido el estilo arquitectónico de los “cholets”, que no es una arquitectura imitativa, sino que expresa la yuxtaposición contenciosa de formas y diseños andinos con técnicas e insumos modernxs. Éste es también un resultado del “proceso de cambio”, si lo concebimos como un proceso epistémico, experimentado desde las revueltas de 2000 y 2005. Hoy se plasma en la creatividad, originalidad y la manera “chicha” de diseñar y construir edificaciones como expresión barroca de una nueva mentalidad colectiva. Este cambio cultural ha sido posible, sin duda, por los procesos de acumulación económica en sectores populares a partir de actividades cuasilegales como el contrabando, que se han ampliado en la última década.
[16] Ver el artículo periodístico de Álvaro Pinaya, “De tambos a hoteles en la calle Illampu”, Los Tiempos. Cochabamba (19/07/2015).
[17] Ver, por ejemplo, McNamara 1979. Este poderoso empresario fue presidente del Banco Mundial entre 1968 y 1981 y desde allí incrementó notablemente el presupuesto y la burocracia de esa entidad, inundando con onerosos préstamos a los países “en vías de desarrollo” para que fueran más eficaces en la “lucha contra la pobreza”.
[18] Coincido en esto con Gustavo Cruz, quien realiza una reflexión detallada sobre la triangulación África-Reinaga-indianismo en un reciente artículo (Cruz 2015).
[19] Ver al respecto mis reflexiones críticas en torno a estas posturas en Rivera 2010c.
[20] Al hablar de nuestra herencia intelectual me refiero en particular a Bolivia, pero es seguro que esta propuesta de genealogía propia se ha hecho ya, y se seguirá haciendo, en otros países de América Latina. El problema de la colonización intelectual es que sólo conocemos la trayectoria del pensamiento anticolonial en países hermanos por intermedio de la academia yanqui o europea y, lo que es peor, casi no nos leemos entre nosotrxs. Una descolonización intelectual tendría que comenzar creando una vasta biblioteca virtual que desde cada región pueda difundir esas genealogías propias. El concurso editorial reciente del Clacso sobre el pensamiento social latinoamericano (2015) no pudo cumplir ese cometido, porque se limitaba a obras publicadas en los últimos cincuenta años.
[21] Pedirle a un Díaz Machicado o a un Alcides Arguedas que reconozcan la trama india de su propio pensamiento e identidad no pasa de ser un buen deseo o ingenuidad tamayana.
[22] En el glosario de mi libro Sociología de la imagen. Miradas ch’ixi desde la historia andina (2015a) defino así esta idea: “Double bind es un término acuñado por el antropólogo Gregory Bateson para referirse a una situación insostenible de ‘doble constreñimiento’ o ‘mandatos antagónicos’. Eso ocurre cuando ‘hay dos imperativos en conflicto, ninguno de los cuales puede ser ignorado, lo cual deja a la víctima frente a una disyuntiva insoluble, pues cualquiera de las dos demandas que quiera cumplir anula la posibilidad de cumplir con la otra’”. Aquí usamos la traducción aymara pä chuyma para referirnos a un “alma dividida”, literalmente, “doble entraña” (chuyma). Si relevamos a esta expresión de sus tonalidades moralizantes, tendríamos exactamente una situación de double bind. Al reconocimiento de esta “doblez” y a la capacidad de vivirla creativamente les hemos llamado “epistemología ch’ixi”, que impulsa a habitar la contradicción sin sucumbir a la esquizofrenia colectiva. Es justamente como Gayatri Spivak define double bind: “un ir y venir elíptico entre dos posiciones de sujeto en la que al menos uno de ellos —o, por lo general, ambos— se contradicen y al mismo tiempo se construyen entre sí”. Según ella, esto nos permitiría “aprender a vivir en medio de mandatos contradictorios”.
[23] Pablo Mamani Ramírez lo expresa con claridad: “Así, el sentido y la seguridad de poseer poder y creerse élites, desde el mundo de los otros, ha sido entendido como una relación antitética entre la realidad y su interpretación (…). No estar aquí, sino el estar en algún otro lugar de la historia y el espacio, los exilió de su realidad” (2008: 69).
[24] “Reinaga valoró a Tamayo en su juventud, a quien consideró el primer indigenista de América, pionero en su reivindicación del indio. Pero realizó una crítica al ‘Tamayo gamonal’, por enemigo de la revolución nacional del 52, en su obra Franz Tamayo y la revolución boliviana (1956). Será en la obra El indio y los escritores de América (1968) donde Reinaga realiza un ‘ajuste de cuentas’ con el que fuera su ‘héroe’ de juventud, a quien juzgó con radicalidad indianista. Ver G. Cruz, Los senderos de Fausto Reinaga. Filosofía de un pensamiento indio (2013: 111-112 y 138-139)”. Debo esta referencia, que he copiado textualmente, a la gentileza de Gustavo Cruz (correo electrónico, 15 abril 2016).
[25] Terres embrasees (Tierras hechizadas) fue publicada en París en 1931 y la edición castellana salió en Buenos Aires en 1940. La biografía de Aramayo, también publicada en Buenos Aires, salió a la luz en 1942.
[26] La última frase es una cita que hace Reinaga de alguna obra de Stefan Zweig.
[27] El análisis de la trayectoria de Porfirio Díaz Machicado es también brillante en su uso del bricolaje para mostrar el vaivén de opiniones contradictorias y deslices políticos vergonzosos de esta figura pública, quien pasó del marxismo militante a la colaboración con los gobiernos del “sexenio masacrador” (1946-1952).
Éste es un fragmento del libro Un mundo chi’xi es posible. Ensayos desde un presente en crisis, de Silvia Rivera Cusicanqui. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Tinta Limón Ediciones, 2018. Cortesía de Tinta Limón Ediciones tintalimon.com.ar
Silvia Rivera Cusicanqui
Alguna vez le dijeron despectivamente “sochóloga”: una ofensa que mezclaba los conceptos de “socióloga” y “chola”. Pero ella hizo del ataque su bandera. Además, es historiadora y ensayista. Fue docente de la Universidad Mayor de San Andrés. Ha dado cursos en universidades de México, Brasil, España, Estados Unidos y Argentina. Fue directora y cofundadora del Taller de Historia Oral Andina (THOA). Tiene una extensa trayectoria militante. Hoy integra Colectiva Chi’xi. Ha escrito numerosos libros y artículos. Entre ellos, sobresalen Oprimidos pero no vencidos. Luchas del campesinado aymara y quechwa 1900–1980 (1984), Bircholas: trabajo de mujeres (2001), Violencias (re)encubiertas en Bolivia (2010), Ch’ixinakax utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores (2010) y Sociología de la imagen (2015).
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