Golondrinas: un barrio marginal del tamaño del mundo
Golondrinas es un barrio marginal en Ecatepec. La crónica de este sitio sirve como una ventana al futuro: en pocas décadas la mayoría de los habitantes del mundo vivirá en lugares así, sin servicios ni seguridad. Un duro retrato de la periferia actual y de la que está por venir.
Esta es la crónica de Golondrinas, un barrio marginal en Ecatepec, en las periferias de la Ciudad de México. Este lugar sirve como pronóstico: en 2050 nueve de cada diez mexicanos vivirán en un slum como éste –y no en ciudades con seguridad y servicios públicos. El fragmento que se lee a continuación fue proporcionado y autorizado por Penguin Random House, y pertenece al libro del mismo nombre, escrito por el periodista Emiliano Ruiz Parra y publicado en 2022.
La tierra
La mañana del 5 de octubre de 2016, Sthefanía, la esposa del maestro José Encarnación, me llamó alarmada. “Quieren matar a mi marido”, me dijo. “Una turba está afuera de la casa con machetes y palos. Traen gasolina. Quieren quemar su taxi y luego quemarlo a él.”
Yo estaba a trescientos kilómetros, en Guanajuato, disfrutando del teatro y la música en el Festival Internacional Cervantino; cubría el festival como reportero. Aun si hubiera salido de inmediato, habría llegado demasiado tarde. Hice llamadas desesperadas: nadie podía acudir. Busqué a mis contactos en el gobierno: mala suerte, ninguno de ellos tenía mando de policía como para enviar patrullas.
Una pequeña multitud le gritaba: “¡Vendido!, ¡ladrón!, ¡ora sí te llegó la hora, maestrito!” Yo me imaginaba que en unos minutos la furiosa mano justiciera repetiría las escenas conocidas: una golpiza colectiva, la ropa teñida de sangre, la procesión arrastrando al herido hacia el terreno baldío, peroratas de venganza, niños que escupen o patean un costal de huesos, policías que suplican la liberación del moribundo y se van con las manos vacías.
Hacía años había un árbol muy alto en Golondrinas, el barrio en donde el maestro José Encarnación había sido líder y ahora era detestado. Debajo de ese árbol se celebraban las asambleas vecinales. Una vez la comunidad estuvo a punto de colgar a un violador, pero el maestro José Encarnación evitó el linchamiento y lo entregó a la policía. Poco después, el maestro José Encarnación mandó cortar ese árbol para que no les estorbara a los cables de la luz. En Golondrinas, sin ese árbol, no quedaba más remedio que arrastrar al maestro al terreno baldío y terminar el linchamiento con la purificación del fuego: convertir en una antorcha a quien yo llamaba cariñosamente el Profe.
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Golondrinas es un barrio marginal de Ecatepec, en la periferia de la Ciudad de México. En el imaginario mexicano, Ecatepec es el infierno: donde matan a las mujeres, se roban a los niños y los pobres sufren su pobreza. Ecatepec significa la otredad; el espejo al que no queremos asomarnos. Algo hay de verdad en eso: en los años noventa del siglo XX apuntábamos a Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, para referirnos al hoyo negro donde mataban mujeres y no pasaba nada. Una década después ese lugar lo ocupó Ecatepec. En 2018 y 2020 —por mencionar los datos más recientes al momento de escribir estas líneas— Ecatepec estuvo en el primer puesto de percepción de inseguridad: en ningún otro lugar del país la gente se sintió tan en riesgo como en Ecatepec. Según un conteo del portal de noticias Animal Político, entre el 1 de enero de 2015 y el 31 de marzo de 2019 en Ecatepec mataron a mil 258 mujeres, aunque la autoridad sólo consideró 53 de estos crímenes como feminicidios, es decir, asesinadas por el hecho de ser mujeres.
En Ecatepec, entre 2018 y 2020 se denunciaron 52 mil robos con violencia y 2 mil 300 robos a casas (dos al día). El municipio acumuló una década entre los primeros lugares de robo de automóviles. Sólo en 2018 se robaron 28 coches al día (10 mil 300 en el año). Entre 2018 y 2020 sumaron 28 mil denuncias de robo de vehículo.
Uno de cada tres habitantes de Ecatepec tiene que viajar entre una y más de dos horas para llegar a su centro de trabajo. El 40% de sus habitantes vive debajo de la línea de pobreza. Con un millón 600 mil habitantes, concentra el 10% de la población mexiquense en sólo el 0.7% del territorio: una densidad de unas 10 mil 500 personas por kilómetro cuadrado. Según datos municipales, al menos 20% del territorio es irregular: según la norma son tierras de cultivo o reservas ecológicas, o lugares de plano tan peligrosos que son inhabitables. En Ecatepec está, por ejemplo, el caso más extremo que yo he conocido de este tipo de poblamiento, que pone a sus habitantes en riesgo de muerte: La Cuesta, en Santa Clara Coatitla, es una comunidad de unas 120 viviendas asentadas sobre una bomba de tiempo. Debajo de sus hogares corren ductos de gas; por arriba, cables de alta tensión. Por eso es imposible instalar tubería para llevar agua potable o sacar las aguas negras. Es imposible poner cimientos a las viviendas porque se provocaría una explosión.
En La Cuesta, algunos años atrás, un fraccionador de terrenos partió un pedazo de ejido y les vendió lotes de sesenta metros cuadrados. En 2018 vecinas de La Cuesta me contaron que decenas de jóvenes padecían una epidemia de activo: eran adictos al inhalante y se pasaban las tardes drogados. Los sueldos como albañiles o cocineras eran de mil 200 pesos a la semana, y varias de las mujeres estaban enganchadas en deudas impagables con bancos especializados en la usura a las personas más pobres.
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El slum o barrio marginal, como Golondrinas, es el futuro del mundo. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad ha habido más gente en el campo que en la ciudad. En 2020, mismo año del comienzo de la pandemia de covid-19, se invirtió esa relación: por primera vez vivía más gente en las ciudades y, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la mitad eran pobres.
En 2035 habrá muchas más personas viviendo en barrios marginales —no en ciudades con servicios básicos de calidad— que en el campo. Y para 2050 —cuando mis hijas tengan la edad que yo tengo al escribir este libro— dos terceras partes de la población mundial vivirán en ciudades. En México, ese número será mucho más impactante: 9 de cada 10 personas vivirán en slums como Golondrinas, en Ecatepec. La Ciudad de México se extenderá hacia el perímetro que ahora incluye a Cuernavaca, Puebla, Pachuca y Querétaro, y esa mancha urbana creciente se parecerá más a Golondrinas que a cualquier barrio clasemediero del centro de la ciudad. El mundo, en especial el Tercer Mundo, correrá una suerte similar. Kinshasa, Laos, Estambul, Sao Paulo… crecerán hasta convertirse en hiperciudades (con más de 20 millones de habitantes) repletas de barrios marginales como Golondrinas.
Por eso es preciso decir: Golondrinas sucedió, está sucediendo y sucederá. Pasado, presente y futuro de un planeta que se empobrece, se precariza y se sobrecalienta. Ecatepec comparte los trazos biográficos con los barrios marginales del Tercer Mundo: la periferia como identidad, un territorio que nace en la orilla de una gran ciudad para alojar a los que ya no cupieron en el centro; ciudad-dormitorio, arrabal, favela, slum, identidades más simbólicas que reales, identidades construidas desde la clase media, que describen y a la vez condenan.
Golondrinas, el pequeño barrio en Ecatepec del que trata este libro, condensa esa historia. En 2013 sólo encontré una nota en internet sobre Golondrinas: hablaba de un puente de tablas podridas sobre un canal de aguas negras. Del puente se había caído un borracho y había muerto ahogado. Siete años después el panorama cambió… y no cambió. Ahora hay muchas noticias en el ciberespacio sobre Golondrinas, pero la mayoría cuenta la misma historia: el hallazgo de los cuerpos de dos mujeres asesinadas. Golondrinas es un barrio pequeño, la península noroccidental de Ecatepec que hace frontera con otros dos municipios —también marginales— del Estado de México: Coacalco y Jaltenco. Golondrinas está compuesto por 273 lotes (pedacitos de tierra) de unos 120 metros cuadrados cada uno. Al poniente hace frontera con Coacalco, al sur y al oriente con la colonia Luis Donaldo Colosio y al norte con su barrio gemelo, Playa Golondrinas.
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Ecatepec es en sí mismo un gran barrio marginal: municipio al norte de la Ciudad de México al que llegaron a urbanizar cientos de miles de personas que no pudieron pagar los precios del suelo en el centro de la megalópolis. La historia del moderno Ecatepec se divide en cuatro periodos: el primer Ecatepec lo forman sus nueve pueblos antiguos, cuya fundación se puede fechar en el siglo XIX. Eran pueblos de vocación campesina: pequeños núcleos urbanos rodeados de tierras de cultivo y lagos. Por ahora sólo mencionaremos uno de ellos, Guadalupe Victoria, porque será determinante para Golondrinas.
En la década de 1930 surge la segunda capa de urbanización: se empieza a formar un corredor industrial en torno a la Vía Morelos, y nacen los barrios obreros alrededor del pueblo de Xalostoc. Cuatro décadas después, en los años setenta del siglo XX, el gobernador Carlos Hank González impulsó el poblamiento de la zona oriente del municipio, colindante con el Distrito Federal y Ciudad Nezahualcóyotl, y se formó así Nueva Aragón y Ciudad Azteca: la Ciudad de México vivía los últimos años del “milagro mexicano” y su crecimiento empezaba a desbordarse. Este crecimiento todavía fue alentado por las élites políticas, que encontraron en Ciudad Nezahualcóyotl y Ecatepec los territorios para expandir la ciudad y, al mismo tiempo, impulsar un gran negocio inmobiliario.
La cuarta capa comprende el norte de Ecatepec, y en 1996, hacia el final de esta ola, surgió el barrio de Golondrinas sobre el terreno desecado del lago Xaltocan.
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El 6 de enero de 1996 cayó un aguacero furioso que hizo llorar de frío y terror a dos niñas pequeñas: a Alondra, de nueve años, y a su hermana Yesenia, de cinco. Era su primera noche en Golondrinas. Su madre, Leti Solorio, había hecho cuatro hoyos en la tierra y ahí había clavado sendos polines de madera (columnas hechas con troncos), que circundó con tela de costal para pasar la noche. Lanzó una lona sobre los palos y debajo acomodó un camastro, resguardó ropa y trastes de cocina, y se acostó a dormir con sus dos hijas. Aquél era el regalo de los Reyes Magos para Alondra y Yesenia: una tormenta en Ecatepec.
Me gusta imaginar esta escena como la fundación moderna de Golondrinas: tres mujeres solas que levantan la primera casa de tela y palos sobre una porción del mundo que había sido siempre tierra: en la prehistoria, en esa región había grandes pastizales donde andaban los mamuts (se han encontrado sus colmillos); milenios después, se formaron lagunas y espejos de agua a donde las aves migratorias bajaban a descansar y alimentarse. Pueblos indígenas primero y campesinos mexicanos después vivieron del lago Xaltocan: pescaron, cazaron patos y sembraron sus fértiles playas. En el siglo XX la laguna se desecó y se cubrió de milpas y alfalfares. Esa noche del 6 de enero de 1996, con la llegada de Leti, Alondra y Yesenia, ese pedazo de mundo iniciaba una transformación radical: empezaba a convertirse en un trozo de la megalópolis del valle de México. Adiós a la tierra. Comenzaba la era de la ciudad. La soledad de estas tres mujeres es capital: ellas no contaron con ningún apoyo para establecerse en Golondrinas o un crédito para la vivienda, ni llegaron a tierras aptas para habitarse. Colonizaron Ecatepec solas, abandonadas por el Estado mexicano que, como la mayoría de los gobiernos del Tercer Mundo, buscaron su espacio vital al margen de cualquier programa de bienestar. El barrio marginal creció de manera exponencial en la década de los setenta. Para la década de los noventa ya no había casi tierras disponibles en el extrarradio de las ciudades. Golondrinas era el último pedazo de Ecatepec y ahí se establecieron estas tres mujeres pioneras.
La mañana del 7 de enero de 1996, Leti Solorio comprendió que había comprado un pedazo de paraíso. Las garzas descendían a contemplar su rostro en los charcos que había formado la lluvia. Leti, entonces de 26 años, dio las gracias a Dios. Se había cumplido su sueño de tener una casa “aunque fuera en el último rincón de Ecatepé”.
“¡Órale, chamacas, a recoger caracoles!”
Su casa era una barquita de tablas en medio de un mar de milpas. Ésa fue la primera de muchas veces que llenó costales con elotes, quelites y nopales que se robó de las parcelas vecinas. También se llevó hongos silvestres y caracoles que brotaban del suelo con las lluvias.
Con el paso de los meses otras familias llegaron a Golondrinas, cada una por su lado. Cada choza era una ínsula de cartón y tablas en ese mar de maizales y charcos. Asef Bayat, profesor de sociología en la Universidad de Illinois, describió la expansión de los barrios marginales en Teherán como “la silenciosa invasión de los comunes, que busca expandir el espacio vital de los sin voz”.1 Lo mismo se puede decir de este barrio: todo en Golondrinas era “montoso” aquellos meses de 1996. El campo les daba a sus habitantes chapulines, calabazas, nopales y verdolagas. Y para el frío les regalaba pedazos de leña, que los pioneros usaban para calentar el agua, cocinar o entrar en calor. En Golondrinas todo era tan nuevo que bastaba señalarlo con el dedo para ponerle nombre. Así fue como Leti Solorio llamó a su calle Rosales, porque soñaba con llenar de rosas sus veredas. Algunos vecinos siguieron su ejemplo y bautizaron sus calles con nombres de flores: hortensias, amapolas y dalias. Otros vecinos prefirieron los jilgueros, canarios y hasta pingüinos. La naturaleza era generosa, pero tenía también su temperamento. A veces los remolinos eran tan fuertes que había que agarrar las lonas para que no se las llevara el viento. Y de vez en cuando de entre las veredas aparecían víboras que asustaban a las mujeres que cruzaban las milpas.
Los pioneros de Golondrinas recuerdan los primeros meses en el barrio como una edad de oro en donde los hombres eran buenos, el mundo estaba en paz y había siempre un nopal o un elote para calmar el hambre. Golondrinas era una promesa cumplida: un pedazo de tierra “propio” aunque fuera en medio de la nada, un lote sobre un charco, pero en donde nunca más pagarían renta, y un horizonte tan grande y despoblado que los coches se veían muy chiquitos en la lejana avenida López Portillo.
Esas mujeres y esos hombres llegaron hasta Golondrinas con niños pequeños, para quienes un hogar propio no significaba nada. Para ellos, Golondrinas era un castigo inexplicable: “¿Por qué aquí no hay luz, mamá?”, “¿Por qué debemos caminar 20 minutos por una cubeta de agua?”, “¿Por qué, cuando llueve, se hace una laguna adentro de la casa y allá afuera está seco?” Cada día Golondrinas demandaba un enorme esfuerzo: levantarse de noche y caminar entre el monte hasta el microbús más cercano y, sobre todo, atacar la tierra, horadarla para meter polines o emparejar el piso. Y a cada palada, a cada golpe con el pico, la tierra se defendía. Las arañas, los alacranes, los piojos se desquitaban en las pieles delgadas de los niños: les sacaban ronchas enormes, les provocaban fiebres, los hostigaban con la picadura de sus aguijones. Los niños de entonces describen aquel supuesto paraíso como “un pinche lugar bien feo”.
Golondrinas, como el resto de los barrios marginales del Tercer Mundo, se construyó con la tenacidad y el sacrificio de sus habitantes, en especial sus mujeres y niños. “La escasez de vivienda se refleja en que el 60% del crecimiento de la Ciudad de México es el resultado de la gente, especialmente las mujeres, construyendo heroicamente sus propios techos en la periferia sin servicios”, escribió desde 1999 Priscilla Connolly, académica de la Universidad Autónoma Metropolitana.2
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Este libro cuenta la historia de uno de los cambios más profundos de nuestra época: la transformación de la tierra en un gran barrio marginal. Según Mike Davis, autor de Planeta de ciudades miseria (2005), se trata de un cambio tan importante como la transición al Neolítico o la Revolución Industrial, pero que pasará inadvertido en las grandes discusiones intelectuales.
Durante el tiempo que tardes en leer este libro, 25 mil personas habrán migrado hacia el barrio marginal: en Ecatepec o Ciudad Juárez, pero también en las periferias de Estambul o el África negra. La historia de Golondrinas es, por eso, la historia de una batalla que se libra cada día: la batalla de la ciudad contra el campo, del cemento contra la tierra, del capitalismo contra la propiedad colectiva de la tierra. Pero detrás de todo eso también se advierte un deseo potente y bello: el deseo de poseer un hogar, de tener un lugar en el mundo donde vivir, criar a los niños y caerse muerto.
Ésta es la historia de un puñado de mujeres y de hombres que llegaron a Golondrinas, Ecatepec, para construir una casa propia. Sin saberlo se hermanaban con los pobres del resto del planeta: uno de cada tres habitantes del mundo en 2020, según las Naciones Unidas, habitaba una vivienda informal: como las casas de Golondrinas, construidas al margen del Estado y el mercado, a veces contra éstos y sus leyes.
En el África subsahariana, por ejemplo, en 2015 había 332 millones de habitantes en barrios marginales, y la tendencia es que esta cifra se duplique cada 15 años. En América Latina, 100 millones de personas viven en viviendas no adecuadas. Como dice la artista y ensayista Sandra Calvo, autora de Arquitectura sin arquitectos (2021): “Las personas que autoconstruyen sus hogares han hecho ciudades enteras y están definiendo el futuro de estas periferias… [Esta vivienda es] llamada erróneamente ilegal o informal, cuando en realidad es la norma, lo que sustenta la vida y el refugio para millones de personas”.
Para escribir este libro he acompañado a unas cuantas mujeres y hombres, y desde su experiencia y la mía cuento la crónica de Golondrinas, el relato de una conquista urbana en el último rincón de Ecatepec. En Golondrinas, la memoria y el habla son virtudes femeninas, y también el coraje y la convicción —imprescindibles para la construcción de este barrio— descansan sobre las espaldas y las manos ásperas de las mujeres.
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“Ese día hubo mucho pleito, hubo pedradas, hubo balazos. Dijeron que nomás donde lo vieran lo iban a linchar. La gente decía que el maestro José Encarnación había dado la autorización para esa barda y estaba muy enojada porque se metieron a terrenos que pertenecían a Golondrinas. Según —cuentan— el maestro anduvo con algunos ejidatarios y se autonombró representante de la comunidad para llegar a ese acuerdo.” La mañana del 5 de octubre de 2016, cuando la turba se abalanzó para lincharlo, el maestro José Encarnación recordó la tarde remota que durmió por primera vez en Golondrinas. Había comprado su pedazo de monte en donde había algunos árboles medianos. Escogió dos ramas fuertes y colgó una hamaca. Llevó consigo a una perrita para que lo cuidara, y se amarró la correa a un pie para que lo despertara si acaso el animal percibía la cercanía amenazadora de los extraños. Pero hizo tanto frío que el maestro apenas pudo dormitar a ratos.
Por fin concilió el sueño, pero lo despertó el gruñido de una fiera. Pegó un brinco del susto, y cuando recobró la calma vio que un burro rebuznaba junto a su cabeza. Amaneció poco después, y las parvadas de pájaros multicolores eran tan bellas que se le olvidó el espanto y el frío. Una mujer desconocida se acercó para ofrecerle una cobija y un café caliente, y para regañarlo por su osadía: “¿Cómo se le ocurrió quedarse aquí?” Y eso mismo se preguntó otra vez, muchos años después, ese día funesto del 5 de octubre de 2016 mientras intentaban lincharlo: “¿Cómo se me ocurrió quedarme aquí, cómo se me ocurrió?”
1 Asef Bayat, “Un-Civil Society: The Politics of the ‘Informal People’”, Third World Quarterly, vol. 18, no. 1, 1997, pp. 53-72.
2 Priscilla Connolly, “Mexico City: Our Common Future?”, Environment and Urbanization, vol. 11, no. 1, abril de 1999, p. 56.
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