¿Por qué alguien renunciaría a la comida? Las razones, que van de lo sacro a lo político, pasando por el gesto heroico o el conocimiento de los propios límites, son numerosas y complejas. Este ensayo explora un predicamento fundamental al que se enfrentan tantos: comer o no comer, restringirse con rigor o arriesgarlo todo por un bocado del cielo en la tierra.
Diré de una vez que hay algo en mi fisiología que me impide comer mucho de lo que más me gusta. Así que este texto será a la vez una queja y unas ganas locas de entender por qué se renuncia a la comida. Yo, que tengo prohibido en mi horizonte próximo la deliciosa sopa de cebolla con su pancito tostado, con su quesito derretido flotando en caldo de res, el mole coloradito con su arroz, el pastel azteca y las rajas poblanas que lo atraviesan, necesito abundar en la rareza de haber comido y no comer más. Porque resulta que tengo reflujo y eso, que se sepa de una vez, es una forma aburrida de renunciar a la comida, aunque sea una forma más o menos común.
Hay otras formas menos comunes, como lo que sucedió con Prahlad Jani a los noventa años de edad, un santón de la India que murió el 26 de mayo de 2020. Llevaba sin comer ochenta años, según lo dijo en varias ocasiones a la prensa que su propio grupo de seguidores reunía de tanto en tanto para decir que, pues sí, seguía sin probar bocado. Este señor fue un niño iluminado que, a los diez años, decidió que no comería ni bebería más, nunca, hasta el fin de sus días. Las imágenes que existen de él lo muestran con barba y pelo salvajes, unas cejas desbordadas, un inmenso arete de oro en la nariz, flagrantes puntos negros y los ojos nocturnos de un gato siamés. Jani era de Guyarat —el terruño de Mahatma Gandhi— y era gurú. Decía que una diosa lo había tocado y, desde un orificio en su paladar, absorbía del universo sus requerimientos cotidianos; es decir, vivía del prana: la energía del cosmos. Jani fue estudiado, o dicen que fue estudiado, en dos ocasiones por científicos más o menos sospechosos que reportaron que el gurú —venerado como un dios delgadísimo— ni comía ni bebía ni meaba ni cagaba después de haber sido elegido por la diosa. A su práctica se le llamó “respiracionismo”.
Mientras el hombre predicaba llegaron a verlo personas de otros países y cayeron rendidas a los pies de sus dichos y de sus túnicas coloradas. Entre sus seguidores estaba el químico suizo Michael Werner, quien escribió un libro y armó un documental llamados Life from Light (Vivir de luz). Hasta ese documental llegó una de sus connacionales, de cincuenta años: azorada y fascinada por la posibilidad de una conexión con la sabiduría universal, esta mujer que no ha sido nombrada avisó a amigos y familiares que se había vuelto respiracionista y que haría en adelante la fotosíntesis. Unos días después, sus hijos la encontraron muerta de inanición y deshidratación en su departamento de Ginebra.
Esta conversa no ha sido la única en morir por entregarse a una barbaridad tan grande como el respiracionismo, al que llegan cada año miles de seguidores que seguramente se sienten culpables —como si algo malo tuvieran ellos, algo podrido en el alma— cuando el cuerpo empieza a fallarles y no resisten lo único que puede darles sustento: la comida y la bebida.
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Heredé de mi padre la estatura, el tono de piel, la forma de la nariz, una estructura corporal conocida como longilínea y todo parece indicar que también un esófago poco hábil (i. e. enfermedad de reflujo gastroesofágico o ERGE, como la tuvo él). Fue el tercero de siete hermanos como clones, todos largos, rubios, narigones, simpáticos y con un problema en sus esófagos. Ya sabía (siempre lo sabemos todos) que lo que uno hereda de los padres suele ser un peso muerto y terrible. Fue con los años que descubrí que hay algunas herencias positivas y que es posible sacudirse una que otra. Ahora hablo de algo que, caray, no entra en estas categorías.
Un esófago tonto suele causar reflujo. A los bebés les ocurre porque el suyo está amodorrado, pasando de un estado tentativo a uno de madurez; en los adultos, las causas son variadas, aunque dan como resultado la sensación de haber tragado lava o, peor aún, de producirla desde el estómago. La familia de mi padre salió con un defecto mecánico que impide una oclusión correcta. Nada de esto sería relevante si no trajera como consecuencia una desgracia gigantesca: restricciones en la dieta.
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¿Por qué alguien renuncia, de forma voluntaria, a la comida? Hay causas políticas: Bobby Sands —rebelde, miembro del Ejército Republicano Irlandés Provisional, preso político— hizo tambalearse a Margaret Thatcher con su huelga de hambre y murió de inanición después de 66 días sin comer en 1981. Mucho antes que él, Gandhi hizo lo propio —aunque él sí logró tirar al gobierno colonial y culminar la independencia de la India. En 1995, el activista Carlos Salinas de Gortari renunció heroicamente a comer y en el día y medio que duró su ayuno logró una buena foto, bajar cero kilos y mover a la carcajada. Existen dietas excéntricas: agua por unos días y uvas otros tantos, como en la terapia de las uvas propuesta por la enfermera Johanna Brandt en 1848 para curar el cáncer (no sirve, por cierto); gelatina como único alimento (tampoco); cajeta y agua para suavizar la piel (menos). Existe una dieta lunar y seguramente hay una solar.
Hay desórdenes de la alimentación, como la bulimia y la anorexia, que aterran porque en el origen y en las consecuencias está el deseo de muerte —la renuncia última— y porque se popularizaron bajo un disfraz glamoroso: la princesa Diana, la modelo francesa Isabelle Caro y las hermanas Luisel y Eliana Ramos, modelos uruguayas, son ejemplos del horror que guardaban sus cuerpos. Hay condiciones inversas que pueden ser mortales. Los diabéticos tienen en el pan de muerto, los nenguanitos y la charamusca enemigos declarados, tal vez mortales. Están también los padecimientos que nos obligan a replantearnos ciertas convenciones: la gota, la obesidad y algunas cardiopatías eran enfermedades de reyes y nobles y eso es, como tanto, algo que quedó en el pasado.
El reflujo entra en la categoría de los padecimientos gástricos que jamás fueron romantizados. La nuestra es una renuncia peatonal, difícil de explicar, poco conocida. Es aburrida y libre de interés social.
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“Pero ¿qué tan mal puede hacerte un poquito de salsa?”, me pregunta un tío querido frente a unos chilaquiles que nadan en salsa roja y brillante, y le da unos tragos a su jugo de naranja. “O tantito jugo, a ver: ¿qué tan malo puede ser?”, pregunta de nuevo. Sin siquiera oler el que pusieron frente a mí en este desayunador de El Chico, Hidalgo, siento ya un reptil subiéndose por mi garganta. Aspiro la naranja recién exprimida y anhelo su sabor, me trae recuerdos: alegres mañanas infantiles, luminosas; a la vez, siento como si me hubieran disuelto un alkaséltzer en la barriga. Me crujen las mandíbulas. Niego con la cabeza porque estoy cansada de dar explicaciones. El desayuno incluye café de olla y pan dulce. Nada de eso está permitido. No se trata de una prohibición aleatoria, sino de algo que se concreta con un doloroso nudo entre mi esternón y mi hendidura clavicular, que me impide disfrutar de sabores ricos o delicados y que, si no atiendo, puede matarme.
Mi padre desarrolló un cáncer de esófago tal vez porque durante años se negó en redondo a hacer caso de sus síntomas. Iba al Costco y volvía a su casa con tambos de pasitas cubiertas de chocolate y malvaviscos De La Rosa. Se le llenaban las comisuras de los labios de esa azúcar fina, polvosa, que tienen los malvaviscos y que se metía a puños en la boca. Adoraba las donas, el sabor del vino tinto, un dulcísimo yogurt y bolillos rellenos de cajeta. Era un maestro de la paella y se tomaba unos cinzanos mientras preparaba el guiso para decenas de personas y luego, nomás por placer, se apartaba butifarras saturadas de pimienta gorda. Como premio. Jamás le hizo un asco a un pastel o a un caramelo Laposse Napolitan y gozaba de aperitivos y digestivos por igual. Negó el padecimiento a pesar de que se lanzaba a la boca —como lo hiciera su padre, mi abuelo, décadas atrás— tums, peptos, altoids y otras lindezas después de cada comida. Un día fue demasiado tarde.
Yo miro a mi tío con desasosiego: no puedo comer eso. No por ínfulas o disgusto, sino porque esa comida deliciosa, que excita mis glándulas salivales y pone en alerta mis sentidos, me abre en canal.
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El problema del reflujo no radica ni en ardores ni en dolores, sino en el daño potencial que puede infligir el ácido estomacal en el esófago y más allá. Puede subir por el canal de mucosas hasta los senos paranasales, quemándolo todo con fuerza corrosiva. Las solanáceas y las cucurbitáceas, las aliáceas y las malváceas me hacen daño. También los cítricos y muchísimas hierbas de olor. El té, el café y el alcohol; la mayor parte de las especias, los lácteos y los encurtidos. El azúcar, la miel, los edulcorantes artificiales, la carne roja, las harinas refinadas, las grasas saturadas y los productos enlatados. El glutamato monosódico y las gomas comestibles. La dieta sugerida apuesta por la zanahoria, por el pescado al vapor y por la pequeña y ocasional dosis de arroz integral. Es una apuesta destinada al fracaso, pues.
Así que mis días comienzan con otra forma de veneno: bienvenido, omeprazol. Y sí, gracias al omeprazol puedo beberme, en una comida, algunas copillas de vino, o desayunar chocolate caliente y pan de yema, o almorzar chilaquiles —a sabiendas de que los pagaré caros—, o empacarme una lasaña, o darle el sí a un caldo miso con su cebollín, su fermento delicioso y su glutamato. A veces me entrego a la decadencia del mole, a la fondue y su suavidad, a un pastel de chocolate y un capuchino.
Pero hablaba yo de restricciones, ¿cierto?
Conozco muy bien mis límites: pinto mi raya frente a los cítricos; el jitomate es mi kriptonita; amo el ajo y la cebolla en silencio, en mi memoria. Asumo que el melón, la sandía y el pepino nunca fueron mis mejores amigos y finjo demencia frente a calabazas y chayotes. Sé que un pan es suficiente. Si elijo carne, debe ser orgánica, de pequeños productores. (¿Qué tenían contra la gula, padres de la iglesia?, ¿qué grosería los llevó a vetar también la comida?, ¿tenían reflujo, acaso?)
Disfrutar la comida es una adaptación evolutiva que nos da herramientas para seguir, para mantenernos saludables, para enfrentar los quebrantos cotidianos. Sin nutrimentos no hay vida. Tampoco sin placer. Los millones de personas que deben limitarse estarán siempre en desventaja frente a quienes pueden comerlo todo. El cielo está en la tierra: en un bocado de dama, en una tlayuda, en la belleza roja de una ensalada de jitomates regados con aceite de oliva y sal de mar.
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Los meses del encierro rompieron la poca fuerza de voluntad que me quedaba para resistir a los cacahuates japoneses con limón y sal, al whisky en las rocas y a la salsa borracha de una barbacoa que, en el pico de la pandemia, compramos casi a escondidas. Cuando me pasa algo así, sé que siguen la contrición y las preguntas: por qué yo, que tanto disfruto comer, qué les hice para que me castigaran, etcétera. Eso llegará. Mientras tanto, pienso en el futuro, en el desperdicio atroz de comida, las hambrunas y las dietas; pienso en el predicamento fundamental que se nos presenta a tantos: comer o no comer, dilema sin solución.
“No comer”, “Los deseos en el año de la pica” y “El chilaquil, cielo frito” conforman una trilogía sobre la comida donde la autora reflexiona sobre las tensiones entre comer y no comer, el antojo, el gusto y la restricción. Este texto apareció originalmente en la revista HojaSanta, y Gatopardo lo reproduce con autorización de su editor.