La ganadora de la Palma de Oro en Cannes es una sátira del director Ruben Östlund contra un abanico de personajes multimillonarios en un yate de lujo. Sin embargo, los ataques son tan blandos que muestran una imaginación hueca y una convicción política rencorosa que agrede también a la clase trabajadora.
Quien haya empezado a ver la filmografía de Ruben Östlund con The square (2017) pensará tal vez que es un crítico de la burguesía. En aquella película —primera de dos suyas en ganar la Palma de Oro en Cannes—, el mundo del arte contemporáneo recibía el mismo tratamiento que recientemente le han dado los memes a la feria de arte Zona Maco: la caricatura del ready-made y la denuncia de los precios exagerados que puede hacer cualquier comentarista de banqueta virtual. Es fácil estar de acuerdo ante un fenómeno tan excluyente, pero el nivel argumental es idéntico al de quienes dicen que las caravanas migrantes les cuestan a los contribuyentes hospitales, escuelas y carreteras que, todos sabemos, existían de manera desbordante en los días antes del tránsito masivo de guatemaltecos y hondureños a Estados Unidos. Ambos discursos son ejemplos de la caricatura populista que da tanto gusto a la clase autopercibida como fuera del lujo y de la asistencia social: la media.
Östlund no es enemigo del privilegio; es partícipe del rencor contra ricos y pobres. Prueba de ello y de su mentalidad reaccionaria es Play (2011), convenientemente olvidada por la narrativa de un Östlund subversivo. En aquella película, filmada en su natal Suecia, el director encuentra un binarismo desconcertante, por decir lo menos: niños pobres, de origen africano, que violentan a otros de clase media y blancos. Aunque existen breves intentos de humanizar a los personajes negros, Play sugiere una preocupación nativista por el futuro de la raza: el gran reemplazo que también atormenta al liberal Michel Houellebecq, quien después de hacer un cuestionamiento hermanado a los de Östlund en su novela antimigrante Soumission fue desnudado como islamófobo en una entrevista reciente con Libération. La diferencia está en la forma en que Östlund ha intentado disfrazar su pensamiento con ambigüedades y, recientemente, con oportunismo.
Force majeure (2014) logró incrustar a su director en el panteón de los cineastas europeos de fama popular gracias a la imagen de un hombre que abandona a su familia cuando se les viene encima una avalancha que, aparentemente, ridiculiza la fragilidad masculina; sin embargo, conforme avanza la película más bien parece esbozar un lamento por la desaparición del strong silent type que añoraba el macho Tony Soprano: no es que los hombres sean hipócritas en su intento de mostrarse invencibles, sino que el mundo moderno les quitó esa cualidad.
Triangle of sadness (2022), que le arrebató el año pasado la Palma de Oro a Crimes of the future (2022), de David Cronenberg, comienza con ataques por el estilo que demuestran una irritación con el progresismo de la clase alta y sus simulaciones —de inmediato hay burlas a la industria de la moda y su activismo publicitario—, pero sobre todo con las propias ideas modernas sobre los roles de género. Una pareja de modelos —Carl (Harris Dickinson), pobre e incipiente, y Yaya (Charlbi Dean), famosa y aparentemente adinerada— va a un restaurante donde ella fracasa en su rol de nueva mujer al no hacer ni la finta de pagar la cuenta, y termina acusando a su novio de arruinar la noche por quejarse. Más que víctima, Östlund ve en Carl a un pusilánime sometido a las reglas de una sociedad igualitaria cuando lo vemos describir patéticamente sus ideas sobre una relación horizontal.
El resto de la trama aborda un yate de lujo al que estos personajes son invitados gracias a la influencia en redes de Yaya. Östlund se basa a partir de ahí en viñetas que observan las frivolidades de los huéspedes e incluso los tripulantes, que en un principio se reúnen para hacer una porra por las propinas. Este síntoma demuestra nuevamente la enfermedad de Östlund, que se burla de los personajes de clase trabajadora tanto como de sus empleadores. Hay un detalle, sí, un corte, que muestra mayor solidaridad con el personal de limpieza filipino, ubicado abajo de los trabajadores blancos, pero en el último acto de la película, cuando naufraga el yate, una mujer filipina se comporta hacia otros inútiles supervivientes como lo hicieron en principio los millonarios. Para el clasemediero Östlund —de mente, al menos—, ricos y pobres son indistinguibles, solo que ubicados en posiciones de poder distintas. El diagnóstico ofrece una aspirina para el cáncer.
Se puede argumentar —todo es posible— que en estas ideas hay algo del pesimismo de Rainer Werner Fassbinder, expresadas con el estilo de Michael Haneke, pero la renuncia de Östlund a la complejidad individual borra la micropolítica anarquista de Fassbinder, para la cual las acciones opresivas no son propias de los ricos, los blancos, los fascistas, sino también de los marginados, pero siempre a partir de un sofisticado vínculo personal que reconoce las distintas capas de poder en una sola persona: Ali (El Hedi ben Salem), en Fear eats the soul (1974), podrá ser pobre, pero es hombre y joven frente a la solitaria, aunque blanca, Emmi (Brigitte Mira). Sobre Haneke: tiene mejores vástagos, como el mexicano David Zonana, que usó su estilo minimalista y la violencia fuera de cuadro en Mano de obra (2019) para narrar la autodestrucción de una revuelta de obreros contra sus patrones, pero enfatizando toda la violencia que sufrieron antes, para generar empatía con ellos. Östlund, además de explícito e incompasivo, es burdo.
En Triangle of sadness hay una alegre recurrencia al lugar común y la obviedad, comenzando por la escena en que se oye al capitán marxista del yate —interpretado por un Woody Harrelson entregado a la derrota— escuchar el himno de la Internacional Socialista, como quien le dice felino a un gato, pensando que suena más inteligente. Quizá la descripción más clara de esta imaginación de celofán sea la alegoría central de la película: una ola de vómito y diarrea que aterroriza a los huéspedes tras cenar delicados platillos, inatentos a la tormenta que meneaba sus bebidas. Ni Michel Franco, otro remedo de Haneke, había alcanzado tal sutileza con su fiesta de oligarcas en medio de una violenta insurrección. Sin embargo, Östlund parece decidido a rebasar aquel triunfo con la cena del capitán, quien demuestra su carácter hipócrita cuando él y un rival capitalista transmiten su duelo ideológico por las bocinas de la nave a punto de naufragar. Triangle of sadness no es caricatura, sino moralización constante: una retórica equivalente a sus alegorías escatológicas.
Todas estas razones han llevado a que la película sea señalada por un ala de la crítica como reaccionaria, y por eso mismo enoja su validación ante el público en un festival de cine como Cannes. El mensaje es que no importan las contradicciones ni los detalles del discurso formal e ideológico, sino la simulación a grandes rasgos de una crítica al privilegio. Tampoco afecta reproducir las tendencias del cine más elemental porque la conversión del activismo en capital simbólico, para festivales y jurados, para críticos y audiencias, ha determinado que lo menos importante en la realización cinematográfica es el lenguaje fílmico. Significa más darles por su lado a las tendencias del consumo político —metiendo pequeños golpes desde la derecha que nadie note— y dar gusto a la clase media no despolitizada, sino reaccionaria, pero convencida de su carácter subversivo, porque, como los protagonistas de Triangle of sadness, retuiteó un hashtag a favor de una causa marginal.