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Lo que vincula a Namibia con el narcotráfico, la corrupción y la negligencia en Colombia, además de la cacería y rumias metafísicas, son unos hipopótamos que no hacían más que reposar en el agua.
<i>Pepe</i>, de Nelson Carlo de los Santos Arias, es cine-hipervínculo. Todo se interconecta: lo visible y lo imaginado; lo sagrado y lo profano, y una caricatura con los hipopótamos de Pablo Escobar.
Ya es un lugar común quejarse de la actual instrumentalización de la nostalgia, pero para quien desconozca todavía la tendencia, una brevísima recapitulación: la fiebre de las secuelas, de refritos, de universos en el cine contemporáneo, es un intento comercial de juntar a los públicos de todas las edades en una sola película (diría que en solo una sala de cine, pero en la actualidad todas las salas proyectan la misma película). Hay series para adultos derivadas de Scooby Doo, si es que uno creció con el perrito detective y a lo largo de 30 o 40 años no se ha animado a ver otra cosa; hay dobles sentidos en las películas para niños con tal de que los adultos no se aburran, y la muerte se derrota a lo largo de segundas, terceras, cuartas partes y más (si ninguna historia termina, entonces triunfa la vida por default). Se ha llegado incluso a decisiones más radicales como una reciente de Marvel: si murió un personaje del carismático (¿?) Robert Downey Jr., la compañía lo traerá de regreso en otro papel para apaciguar el luto. Nada se destruye, todo se recicla.
Pero en el cine, como en la vida, la nostalgia no se atiene solamente a la dirección que fija el artefacto de explotación capitalista. Empleada de otro modo, puede dar pie a algo más que sentimentalismo y consumo: el retorno a un tiempo y sus entramados, sus imágenes. Pepe (2024), una película del director dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias, se propone regresar a 1993, cuando él tendría unos ocho años. Nada en la película se refiere directamente a esta infancia, y sin embargo hay elementos a cuadro que sugieren un acto de memoria: entre los primeros planos de la película encontramos la imagen de una televisión que proyecta, en la noche, una imitación de Pepe Pótamo, la caricatura de Hannah-Barbera. Una imagen similar reaparece cerca del desenlace, y el barco volador de Pepe Pótamo navega el cuadro final como una fuga fantástica, tan inocente como dolorosa. De los Santos Arias ha dicho que creció viendo la caricatura, pero no era necesario revelarlo; estas imágenes, filmadas desde la perspectiva de un niño, lo demuestran.
Te recomendamos leer: Los hipopótamos de Pablo Escobar: una especie invasora
A pesar del vínculo con la infancia del director, Pepe no es un mero viaje a la felicidad de las caricaturas de fin de semana. La memoria del niño que fue el cineasta se entrelaza con la biografía de Latinoamérica —específicamente la de Colombia— para contar la impactante historia de un hipopótamo. Pepe se divide en tres capítulos: el primero narra la vida de una familia de hipopótamos en Namibia y su llegada a la Hacienda Nápoles, la propiedad ya folklórica del narcotraficante Pablo Escobar, en Colombia; el segundo abarca la amenaza que representaron las desconcertantes mascotas para los pescadores de Estación Cocorná tras escaparse de la hacienda ya abandonada, y el tercer capítulo brinca a 2009, cuando fue cazado por el Ejército un hipopótamo apodado Pepe, que descendía de los primeros inmigrantes a la Hacienda Nápoles. La caricatura que entretuvo al director de niño va y viene como símbolo de su asociación con ese tiempo, anunciada desde un corte al comienzo: pasamos de una imagen de Pepe Pótamo a otra de la madre de Pablo Escobar, arrasada por la muerte de su hijo. Se yuxtaponen así un mundo de inocencia y otro mortífero, como si equivalieran, a pesar de sus diferencias, porque Pepe indica una y otra vez la conexión entre todas las cosas.
Ya varios cineastas contemporáneos han jugado antes con la idea del rizoma. Según los pensadores Gilles Deleuze y Félix Guattari, este concepto —basado en un tallo subterráneo multiplicador de brotes, como el del lirio o el jengibre— se refiere a una red en la que todos los puntos se tocan. El internet, gracias a los hipervínculos, es de algún modo rizomático: un viaje en forma de clics que inevitablemente nos tendría que llevar de regreso al comienzo en algún punto, y que nos haría descubrir así el lazo, directo o no, entre todo el conocimiento. En años recientes, el argentino Eduardo Williams y el francés Bertrand Bonello estrenaron películas que parten, narrativamente, del internet como rizoma: El auge del humano (2016) y El auge del humano 3 (2023) (la 2 se la brincó Williams: así de subversivo) observan espacios que parecen completamente distantes pero que son conectados por una pantalla, por una conversación vía Skype. En La bestia (La bête, 2023), Bonello aborda a una protagonista que aparece amando al mismo hombre en distintas épocas —los recuerdos de vidas pasadas brotan de la vida presente, como hipervínculos— y las muchas ventanas abiertas de una computadora se convierten en un símbolo de la multitud conectada.
Pepe navega —como la nave voladora de Pepe Pótamo— por distintos tiempos y espacios para contar una historia sobre la consecuencia: lo que vincula a Namibia con el narcotráfico, la corrupción y la negligencia en Colombia, además de la cacería y rumias metafísicas, o hasta un concurso de belleza e imágenes humorísticas de un matrimonio en ruinas, son unos hipopótamos que no hacían más que reposar en el agua. Hace poco, Dahomey (2024), de Mati Diop, mostró también los importantes efectos de unas antiguas piezas de arte repatriadas de Francia a Benín, narrados por la voz monstruosa de una de ellas, que reflexiona sobre su propio significado. De los Santos Arias hace algo similar, pero se distingue gracias a un imaginario filosófico que pone a los hipopótamos a pensar, primero, sobre el rol de narradores que les impuso la convivencia con los humanos y su lenguaje.
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A lo largo del primer capítulo de Pepe, el padre del protagonista, hablante de mbukushu, se pregunta qué es una palabra; confunde el océano por el que es transportado a Colombia con un río infinito, sin orillas ni centro, y piensa en cómo la distancia entre “nosotros” y “ellos” se anula cuando se fusionan ambas historias (de nuevo, la conexión rizomática). Sus indagaciones metafísicas no tendrán una consecuencia para otros aspectos de la trama, pero se presentan en ella porque De los Santos Arias hace un cine, como Williams y Bonello, sobre todas las cosas. Por esta razón también aparecen sutiles ataques al colonialismo alemán en Namibia. La actitud desdeñosa de un guía de turistas blanco hacia la cultura local, y el maltrato a uno de sus integrantes cuando da información inconveniente a los turistas sobre la agresividad de los hipopótamos, nos habla de la arrogancia europea en los continentes que asumen como bárbaros.
En Colombia, la historia abarca a unos delincuentes menores en la organización de Pablo Escobar que trasladan a las nuevas mascotas de su patrón a la Hacienda Nápoles, así como a los trabajadores que cuidan de las criaturas y a un pescador afectado por la invasión de hipopótamos; también a un servidor público que se niega a creer que hay monstruos sueltos, y al cazador alemán que mató a Pepe. Todo mundo cabe en la narrativa de la película, y todo tipo de temas, porque unos van dando pie a otros. También el estilo va fluctuando: Pepe es a veces un ensayo documental con elementos de ficción y a veces una ficción a secas; a veces depende de la voz en off de los hipopótamos (Pepe y su padre), y en otras ocasiones recurre a los humanos. Sus planos combinan imágenes de televisión con metraje en 16 milímetros e imágenes capturadas con un dron. En unos momentos la película tiene un ritmo más acelerado, y en otros —particularmente en el episodio de los pescadores— prefiere contemplar el mundo y sus personajes, tengan o no que ver con los hipopótamos. Ya para rematar: Pepe va de lo poético a la caricatura y a la escena de unos borrachos saliendo a buscar hipopótamos en la noche, parecida a una del blockbuster por excelencia, Tiburón (Jaws, 1975). Lo sagrado y lo profano se encuentran porque todo equivale en el cine-hipervínculo (¿o cine-rizoma?), tal como en la memoria.
Lo que distingue a Pepe de los recuerdos es que estos suelen llegar a la mente en forma de imágenes. Por supuesto, siendo una película, Pepe se compone de ellas, pero también a veces las rechaza. No solo es un presupuesto limitado el que hace que De los Santos Arias represente las escenas de balazos mediante una pantalla negra o blanca, o con el parpadeo de un faro que imita las ráfagas de las armas. Pepe trata la invisibilidad como una forma de mostrar, que invita al público a imaginar lo que no está a cuadro. El cine es también un aparato que sirve para ocultar los objetos, y así se tiende una conexión última: la de la obra y el público, que se convierte en su creador. Son muchas las paradas que hace De los Santos Arias para conectar su nostalgia con el imaginario particular de cada persona que ve sus imágenes; para conectar a Pepe Pótamo con Pepe. Es por esta razón que, al final, uno tiene la impresión de haber visto el mundo entero.
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<i>Pepe</i>, de Nelson Carlo de los Santos Arias, es cine-hipervínculo. Todo se interconecta: lo visible y lo imaginado; lo sagrado y lo profano, y una caricatura con los hipopótamos de Pablo Escobar.
Ya es un lugar común quejarse de la actual instrumentalización de la nostalgia, pero para quien desconozca todavía la tendencia, una brevísima recapitulación: la fiebre de las secuelas, de refritos, de universos en el cine contemporáneo, es un intento comercial de juntar a los públicos de todas las edades en una sola película (diría que en solo una sala de cine, pero en la actualidad todas las salas proyectan la misma película). Hay series para adultos derivadas de Scooby Doo, si es que uno creció con el perrito detective y a lo largo de 30 o 40 años no se ha animado a ver otra cosa; hay dobles sentidos en las películas para niños con tal de que los adultos no se aburran, y la muerte se derrota a lo largo de segundas, terceras, cuartas partes y más (si ninguna historia termina, entonces triunfa la vida por default). Se ha llegado incluso a decisiones más radicales como una reciente de Marvel: si murió un personaje del carismático (¿?) Robert Downey Jr., la compañía lo traerá de regreso en otro papel para apaciguar el luto. Nada se destruye, todo se recicla.
Pero en el cine, como en la vida, la nostalgia no se atiene solamente a la dirección que fija el artefacto de explotación capitalista. Empleada de otro modo, puede dar pie a algo más que sentimentalismo y consumo: el retorno a un tiempo y sus entramados, sus imágenes. Pepe (2024), una película del director dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias, se propone regresar a 1993, cuando él tendría unos ocho años. Nada en la película se refiere directamente a esta infancia, y sin embargo hay elementos a cuadro que sugieren un acto de memoria: entre los primeros planos de la película encontramos la imagen de una televisión que proyecta, en la noche, una imitación de Pepe Pótamo, la caricatura de Hannah-Barbera. Una imagen similar reaparece cerca del desenlace, y el barco volador de Pepe Pótamo navega el cuadro final como una fuga fantástica, tan inocente como dolorosa. De los Santos Arias ha dicho que creció viendo la caricatura, pero no era necesario revelarlo; estas imágenes, filmadas desde la perspectiva de un niño, lo demuestran.
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A pesar del vínculo con la infancia del director, Pepe no es un mero viaje a la felicidad de las caricaturas de fin de semana. La memoria del niño que fue el cineasta se entrelaza con la biografía de Latinoamérica —específicamente la de Colombia— para contar la impactante historia de un hipopótamo. Pepe se divide en tres capítulos: el primero narra la vida de una familia de hipopótamos en Namibia y su llegada a la Hacienda Nápoles, la propiedad ya folklórica del narcotraficante Pablo Escobar, en Colombia; el segundo abarca la amenaza que representaron las desconcertantes mascotas para los pescadores de Estación Cocorná tras escaparse de la hacienda ya abandonada, y el tercer capítulo brinca a 2009, cuando fue cazado por el Ejército un hipopótamo apodado Pepe, que descendía de los primeros inmigrantes a la Hacienda Nápoles. La caricatura que entretuvo al director de niño va y viene como símbolo de su asociación con ese tiempo, anunciada desde un corte al comienzo: pasamos de una imagen de Pepe Pótamo a otra de la madre de Pablo Escobar, arrasada por la muerte de su hijo. Se yuxtaponen así un mundo de inocencia y otro mortífero, como si equivalieran, a pesar de sus diferencias, porque Pepe indica una y otra vez la conexión entre todas las cosas.
Ya varios cineastas contemporáneos han jugado antes con la idea del rizoma. Según los pensadores Gilles Deleuze y Félix Guattari, este concepto —basado en un tallo subterráneo multiplicador de brotes, como el del lirio o el jengibre— se refiere a una red en la que todos los puntos se tocan. El internet, gracias a los hipervínculos, es de algún modo rizomático: un viaje en forma de clics que inevitablemente nos tendría que llevar de regreso al comienzo en algún punto, y que nos haría descubrir así el lazo, directo o no, entre todo el conocimiento. En años recientes, el argentino Eduardo Williams y el francés Bertrand Bonello estrenaron películas que parten, narrativamente, del internet como rizoma: El auge del humano (2016) y El auge del humano 3 (2023) (la 2 se la brincó Williams: así de subversivo) observan espacios que parecen completamente distantes pero que son conectados por una pantalla, por una conversación vía Skype. En La bestia (La bête, 2023), Bonello aborda a una protagonista que aparece amando al mismo hombre en distintas épocas —los recuerdos de vidas pasadas brotan de la vida presente, como hipervínculos— y las muchas ventanas abiertas de una computadora se convierten en un símbolo de la multitud conectada.
Pepe navega —como la nave voladora de Pepe Pótamo— por distintos tiempos y espacios para contar una historia sobre la consecuencia: lo que vincula a Namibia con el narcotráfico, la corrupción y la negligencia en Colombia, además de la cacería y rumias metafísicas, o hasta un concurso de belleza e imágenes humorísticas de un matrimonio en ruinas, son unos hipopótamos que no hacían más que reposar en el agua. Hace poco, Dahomey (2024), de Mati Diop, mostró también los importantes efectos de unas antiguas piezas de arte repatriadas de Francia a Benín, narrados por la voz monstruosa de una de ellas, que reflexiona sobre su propio significado. De los Santos Arias hace algo similar, pero se distingue gracias a un imaginario filosófico que pone a los hipopótamos a pensar, primero, sobre el rol de narradores que les impuso la convivencia con los humanos y su lenguaje.
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A lo largo del primer capítulo de Pepe, el padre del protagonista, hablante de mbukushu, se pregunta qué es una palabra; confunde el océano por el que es transportado a Colombia con un río infinito, sin orillas ni centro, y piensa en cómo la distancia entre “nosotros” y “ellos” se anula cuando se fusionan ambas historias (de nuevo, la conexión rizomática). Sus indagaciones metafísicas no tendrán una consecuencia para otros aspectos de la trama, pero se presentan en ella porque De los Santos Arias hace un cine, como Williams y Bonello, sobre todas las cosas. Por esta razón también aparecen sutiles ataques al colonialismo alemán en Namibia. La actitud desdeñosa de un guía de turistas blanco hacia la cultura local, y el maltrato a uno de sus integrantes cuando da información inconveniente a los turistas sobre la agresividad de los hipopótamos, nos habla de la arrogancia europea en los continentes que asumen como bárbaros.
En Colombia, la historia abarca a unos delincuentes menores en la organización de Pablo Escobar que trasladan a las nuevas mascotas de su patrón a la Hacienda Nápoles, así como a los trabajadores que cuidan de las criaturas y a un pescador afectado por la invasión de hipopótamos; también a un servidor público que se niega a creer que hay monstruos sueltos, y al cazador alemán que mató a Pepe. Todo mundo cabe en la narrativa de la película, y todo tipo de temas, porque unos van dando pie a otros. También el estilo va fluctuando: Pepe es a veces un ensayo documental con elementos de ficción y a veces una ficción a secas; a veces depende de la voz en off de los hipopótamos (Pepe y su padre), y en otras ocasiones recurre a los humanos. Sus planos combinan imágenes de televisión con metraje en 16 milímetros e imágenes capturadas con un dron. En unos momentos la película tiene un ritmo más acelerado, y en otros —particularmente en el episodio de los pescadores— prefiere contemplar el mundo y sus personajes, tengan o no que ver con los hipopótamos. Ya para rematar: Pepe va de lo poético a la caricatura y a la escena de unos borrachos saliendo a buscar hipopótamos en la noche, parecida a una del blockbuster por excelencia, Tiburón (Jaws, 1975). Lo sagrado y lo profano se encuentran porque todo equivale en el cine-hipervínculo (¿o cine-rizoma?), tal como en la memoria.
Lo que distingue a Pepe de los recuerdos es que estos suelen llegar a la mente en forma de imágenes. Por supuesto, siendo una película, Pepe se compone de ellas, pero también a veces las rechaza. No solo es un presupuesto limitado el que hace que De los Santos Arias represente las escenas de balazos mediante una pantalla negra o blanca, o con el parpadeo de un faro que imita las ráfagas de las armas. Pepe trata la invisibilidad como una forma de mostrar, que invita al público a imaginar lo que no está a cuadro. El cine es también un aparato que sirve para ocultar los objetos, y así se tiende una conexión última: la de la obra y el público, que se convierte en su creador. Son muchas las paradas que hace De los Santos Arias para conectar su nostalgia con el imaginario particular de cada persona que ve sus imágenes; para conectar a Pepe Pótamo con Pepe. Es por esta razón que, al final, uno tiene la impresión de haber visto el mundo entero.
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Lo que vincula a Namibia con el narcotráfico, la corrupción y la negligencia en Colombia, además de la cacería y rumias metafísicas, son unos hipopótamos que no hacían más que reposar en el agua.
<i>Pepe</i>, de Nelson Carlo de los Santos Arias, es cine-hipervínculo. Todo se interconecta: lo visible y lo imaginado; lo sagrado y lo profano, y una caricatura con los hipopótamos de Pablo Escobar.
Ya es un lugar común quejarse de la actual instrumentalización de la nostalgia, pero para quien desconozca todavía la tendencia, una brevísima recapitulación: la fiebre de las secuelas, de refritos, de universos en el cine contemporáneo, es un intento comercial de juntar a los públicos de todas las edades en una sola película (diría que en solo una sala de cine, pero en la actualidad todas las salas proyectan la misma película). Hay series para adultos derivadas de Scooby Doo, si es que uno creció con el perrito detective y a lo largo de 30 o 40 años no se ha animado a ver otra cosa; hay dobles sentidos en las películas para niños con tal de que los adultos no se aburran, y la muerte se derrota a lo largo de segundas, terceras, cuartas partes y más (si ninguna historia termina, entonces triunfa la vida por default). Se ha llegado incluso a decisiones más radicales como una reciente de Marvel: si murió un personaje del carismático (¿?) Robert Downey Jr., la compañía lo traerá de regreso en otro papel para apaciguar el luto. Nada se destruye, todo se recicla.
Pero en el cine, como en la vida, la nostalgia no se atiene solamente a la dirección que fija el artefacto de explotación capitalista. Empleada de otro modo, puede dar pie a algo más que sentimentalismo y consumo: el retorno a un tiempo y sus entramados, sus imágenes. Pepe (2024), una película del director dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias, se propone regresar a 1993, cuando él tendría unos ocho años. Nada en la película se refiere directamente a esta infancia, y sin embargo hay elementos a cuadro que sugieren un acto de memoria: entre los primeros planos de la película encontramos la imagen de una televisión que proyecta, en la noche, una imitación de Pepe Pótamo, la caricatura de Hannah-Barbera. Una imagen similar reaparece cerca del desenlace, y el barco volador de Pepe Pótamo navega el cuadro final como una fuga fantástica, tan inocente como dolorosa. De los Santos Arias ha dicho que creció viendo la caricatura, pero no era necesario revelarlo; estas imágenes, filmadas desde la perspectiva de un niño, lo demuestran.
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A pesar del vínculo con la infancia del director, Pepe no es un mero viaje a la felicidad de las caricaturas de fin de semana. La memoria del niño que fue el cineasta se entrelaza con la biografía de Latinoamérica —específicamente la de Colombia— para contar la impactante historia de un hipopótamo. Pepe se divide en tres capítulos: el primero narra la vida de una familia de hipopótamos en Namibia y su llegada a la Hacienda Nápoles, la propiedad ya folklórica del narcotraficante Pablo Escobar, en Colombia; el segundo abarca la amenaza que representaron las desconcertantes mascotas para los pescadores de Estación Cocorná tras escaparse de la hacienda ya abandonada, y el tercer capítulo brinca a 2009, cuando fue cazado por el Ejército un hipopótamo apodado Pepe, que descendía de los primeros inmigrantes a la Hacienda Nápoles. La caricatura que entretuvo al director de niño va y viene como símbolo de su asociación con ese tiempo, anunciada desde un corte al comienzo: pasamos de una imagen de Pepe Pótamo a otra de la madre de Pablo Escobar, arrasada por la muerte de su hijo. Se yuxtaponen así un mundo de inocencia y otro mortífero, como si equivalieran, a pesar de sus diferencias, porque Pepe indica una y otra vez la conexión entre todas las cosas.
Ya varios cineastas contemporáneos han jugado antes con la idea del rizoma. Según los pensadores Gilles Deleuze y Félix Guattari, este concepto —basado en un tallo subterráneo multiplicador de brotes, como el del lirio o el jengibre— se refiere a una red en la que todos los puntos se tocan. El internet, gracias a los hipervínculos, es de algún modo rizomático: un viaje en forma de clics que inevitablemente nos tendría que llevar de regreso al comienzo en algún punto, y que nos haría descubrir así el lazo, directo o no, entre todo el conocimiento. En años recientes, el argentino Eduardo Williams y el francés Bertrand Bonello estrenaron películas que parten, narrativamente, del internet como rizoma: El auge del humano (2016) y El auge del humano 3 (2023) (la 2 se la brincó Williams: así de subversivo) observan espacios que parecen completamente distantes pero que son conectados por una pantalla, por una conversación vía Skype. En La bestia (La bête, 2023), Bonello aborda a una protagonista que aparece amando al mismo hombre en distintas épocas —los recuerdos de vidas pasadas brotan de la vida presente, como hipervínculos— y las muchas ventanas abiertas de una computadora se convierten en un símbolo de la multitud conectada.
Pepe navega —como la nave voladora de Pepe Pótamo— por distintos tiempos y espacios para contar una historia sobre la consecuencia: lo que vincula a Namibia con el narcotráfico, la corrupción y la negligencia en Colombia, además de la cacería y rumias metafísicas, o hasta un concurso de belleza e imágenes humorísticas de un matrimonio en ruinas, son unos hipopótamos que no hacían más que reposar en el agua. Hace poco, Dahomey (2024), de Mati Diop, mostró también los importantes efectos de unas antiguas piezas de arte repatriadas de Francia a Benín, narrados por la voz monstruosa de una de ellas, que reflexiona sobre su propio significado. De los Santos Arias hace algo similar, pero se distingue gracias a un imaginario filosófico que pone a los hipopótamos a pensar, primero, sobre el rol de narradores que les impuso la convivencia con los humanos y su lenguaje.
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A lo largo del primer capítulo de Pepe, el padre del protagonista, hablante de mbukushu, se pregunta qué es una palabra; confunde el océano por el que es transportado a Colombia con un río infinito, sin orillas ni centro, y piensa en cómo la distancia entre “nosotros” y “ellos” se anula cuando se fusionan ambas historias (de nuevo, la conexión rizomática). Sus indagaciones metafísicas no tendrán una consecuencia para otros aspectos de la trama, pero se presentan en ella porque De los Santos Arias hace un cine, como Williams y Bonello, sobre todas las cosas. Por esta razón también aparecen sutiles ataques al colonialismo alemán en Namibia. La actitud desdeñosa de un guía de turistas blanco hacia la cultura local, y el maltrato a uno de sus integrantes cuando da información inconveniente a los turistas sobre la agresividad de los hipopótamos, nos habla de la arrogancia europea en los continentes que asumen como bárbaros.
En Colombia, la historia abarca a unos delincuentes menores en la organización de Pablo Escobar que trasladan a las nuevas mascotas de su patrón a la Hacienda Nápoles, así como a los trabajadores que cuidan de las criaturas y a un pescador afectado por la invasión de hipopótamos; también a un servidor público que se niega a creer que hay monstruos sueltos, y al cazador alemán que mató a Pepe. Todo mundo cabe en la narrativa de la película, y todo tipo de temas, porque unos van dando pie a otros. También el estilo va fluctuando: Pepe es a veces un ensayo documental con elementos de ficción y a veces una ficción a secas; a veces depende de la voz en off de los hipopótamos (Pepe y su padre), y en otras ocasiones recurre a los humanos. Sus planos combinan imágenes de televisión con metraje en 16 milímetros e imágenes capturadas con un dron. En unos momentos la película tiene un ritmo más acelerado, y en otros —particularmente en el episodio de los pescadores— prefiere contemplar el mundo y sus personajes, tengan o no que ver con los hipopótamos. Ya para rematar: Pepe va de lo poético a la caricatura y a la escena de unos borrachos saliendo a buscar hipopótamos en la noche, parecida a una del blockbuster por excelencia, Tiburón (Jaws, 1975). Lo sagrado y lo profano se encuentran porque todo equivale en el cine-hipervínculo (¿o cine-rizoma?), tal como en la memoria.
Lo que distingue a Pepe de los recuerdos es que estos suelen llegar a la mente en forma de imágenes. Por supuesto, siendo una película, Pepe se compone de ellas, pero también a veces las rechaza. No solo es un presupuesto limitado el que hace que De los Santos Arias represente las escenas de balazos mediante una pantalla negra o blanca, o con el parpadeo de un faro que imita las ráfagas de las armas. Pepe trata la invisibilidad como una forma de mostrar, que invita al público a imaginar lo que no está a cuadro. El cine es también un aparato que sirve para ocultar los objetos, y así se tiende una conexión última: la de la obra y el público, que se convierte en su creador. Son muchas las paradas que hace De los Santos Arias para conectar su nostalgia con el imaginario particular de cada persona que ve sus imágenes; para conectar a Pepe Pótamo con Pepe. Es por esta razón que, al final, uno tiene la impresión de haber visto el mundo entero.
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<i>Pepe</i>, de Nelson Carlo de los Santos Arias, es cine-hipervínculo. Todo se interconecta: lo visible y lo imaginado; lo sagrado y lo profano, y una caricatura con los hipopótamos de Pablo Escobar.
Ya es un lugar común quejarse de la actual instrumentalización de la nostalgia, pero para quien desconozca todavía la tendencia, una brevísima recapitulación: la fiebre de las secuelas, de refritos, de universos en el cine contemporáneo, es un intento comercial de juntar a los públicos de todas las edades en una sola película (diría que en solo una sala de cine, pero en la actualidad todas las salas proyectan la misma película). Hay series para adultos derivadas de Scooby Doo, si es que uno creció con el perrito detective y a lo largo de 30 o 40 años no se ha animado a ver otra cosa; hay dobles sentidos en las películas para niños con tal de que los adultos no se aburran, y la muerte se derrota a lo largo de segundas, terceras, cuartas partes y más (si ninguna historia termina, entonces triunfa la vida por default). Se ha llegado incluso a decisiones más radicales como una reciente de Marvel: si murió un personaje del carismático (¿?) Robert Downey Jr., la compañía lo traerá de regreso en otro papel para apaciguar el luto. Nada se destruye, todo se recicla.
Pero en el cine, como en la vida, la nostalgia no se atiene solamente a la dirección que fija el artefacto de explotación capitalista. Empleada de otro modo, puede dar pie a algo más que sentimentalismo y consumo: el retorno a un tiempo y sus entramados, sus imágenes. Pepe (2024), una película del director dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias, se propone regresar a 1993, cuando él tendría unos ocho años. Nada en la película se refiere directamente a esta infancia, y sin embargo hay elementos a cuadro que sugieren un acto de memoria: entre los primeros planos de la película encontramos la imagen de una televisión que proyecta, en la noche, una imitación de Pepe Pótamo, la caricatura de Hannah-Barbera. Una imagen similar reaparece cerca del desenlace, y el barco volador de Pepe Pótamo navega el cuadro final como una fuga fantástica, tan inocente como dolorosa. De los Santos Arias ha dicho que creció viendo la caricatura, pero no era necesario revelarlo; estas imágenes, filmadas desde la perspectiva de un niño, lo demuestran.
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A pesar del vínculo con la infancia del director, Pepe no es un mero viaje a la felicidad de las caricaturas de fin de semana. La memoria del niño que fue el cineasta se entrelaza con la biografía de Latinoamérica —específicamente la de Colombia— para contar la impactante historia de un hipopótamo. Pepe se divide en tres capítulos: el primero narra la vida de una familia de hipopótamos en Namibia y su llegada a la Hacienda Nápoles, la propiedad ya folklórica del narcotraficante Pablo Escobar, en Colombia; el segundo abarca la amenaza que representaron las desconcertantes mascotas para los pescadores de Estación Cocorná tras escaparse de la hacienda ya abandonada, y el tercer capítulo brinca a 2009, cuando fue cazado por el Ejército un hipopótamo apodado Pepe, que descendía de los primeros inmigrantes a la Hacienda Nápoles. La caricatura que entretuvo al director de niño va y viene como símbolo de su asociación con ese tiempo, anunciada desde un corte al comienzo: pasamos de una imagen de Pepe Pótamo a otra de la madre de Pablo Escobar, arrasada por la muerte de su hijo. Se yuxtaponen así un mundo de inocencia y otro mortífero, como si equivalieran, a pesar de sus diferencias, porque Pepe indica una y otra vez la conexión entre todas las cosas.
Ya varios cineastas contemporáneos han jugado antes con la idea del rizoma. Según los pensadores Gilles Deleuze y Félix Guattari, este concepto —basado en un tallo subterráneo multiplicador de brotes, como el del lirio o el jengibre— se refiere a una red en la que todos los puntos se tocan. El internet, gracias a los hipervínculos, es de algún modo rizomático: un viaje en forma de clics que inevitablemente nos tendría que llevar de regreso al comienzo en algún punto, y que nos haría descubrir así el lazo, directo o no, entre todo el conocimiento. En años recientes, el argentino Eduardo Williams y el francés Bertrand Bonello estrenaron películas que parten, narrativamente, del internet como rizoma: El auge del humano (2016) y El auge del humano 3 (2023) (la 2 se la brincó Williams: así de subversivo) observan espacios que parecen completamente distantes pero que son conectados por una pantalla, por una conversación vía Skype. En La bestia (La bête, 2023), Bonello aborda a una protagonista que aparece amando al mismo hombre en distintas épocas —los recuerdos de vidas pasadas brotan de la vida presente, como hipervínculos— y las muchas ventanas abiertas de una computadora se convierten en un símbolo de la multitud conectada.
Pepe navega —como la nave voladora de Pepe Pótamo— por distintos tiempos y espacios para contar una historia sobre la consecuencia: lo que vincula a Namibia con el narcotráfico, la corrupción y la negligencia en Colombia, además de la cacería y rumias metafísicas, o hasta un concurso de belleza e imágenes humorísticas de un matrimonio en ruinas, son unos hipopótamos que no hacían más que reposar en el agua. Hace poco, Dahomey (2024), de Mati Diop, mostró también los importantes efectos de unas antiguas piezas de arte repatriadas de Francia a Benín, narrados por la voz monstruosa de una de ellas, que reflexiona sobre su propio significado. De los Santos Arias hace algo similar, pero se distingue gracias a un imaginario filosófico que pone a los hipopótamos a pensar, primero, sobre el rol de narradores que les impuso la convivencia con los humanos y su lenguaje.
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A lo largo del primer capítulo de Pepe, el padre del protagonista, hablante de mbukushu, se pregunta qué es una palabra; confunde el océano por el que es transportado a Colombia con un río infinito, sin orillas ni centro, y piensa en cómo la distancia entre “nosotros” y “ellos” se anula cuando se fusionan ambas historias (de nuevo, la conexión rizomática). Sus indagaciones metafísicas no tendrán una consecuencia para otros aspectos de la trama, pero se presentan en ella porque De los Santos Arias hace un cine, como Williams y Bonello, sobre todas las cosas. Por esta razón también aparecen sutiles ataques al colonialismo alemán en Namibia. La actitud desdeñosa de un guía de turistas blanco hacia la cultura local, y el maltrato a uno de sus integrantes cuando da información inconveniente a los turistas sobre la agresividad de los hipopótamos, nos habla de la arrogancia europea en los continentes que asumen como bárbaros.
En Colombia, la historia abarca a unos delincuentes menores en la organización de Pablo Escobar que trasladan a las nuevas mascotas de su patrón a la Hacienda Nápoles, así como a los trabajadores que cuidan de las criaturas y a un pescador afectado por la invasión de hipopótamos; también a un servidor público que se niega a creer que hay monstruos sueltos, y al cazador alemán que mató a Pepe. Todo mundo cabe en la narrativa de la película, y todo tipo de temas, porque unos van dando pie a otros. También el estilo va fluctuando: Pepe es a veces un ensayo documental con elementos de ficción y a veces una ficción a secas; a veces depende de la voz en off de los hipopótamos (Pepe y su padre), y en otras ocasiones recurre a los humanos. Sus planos combinan imágenes de televisión con metraje en 16 milímetros e imágenes capturadas con un dron. En unos momentos la película tiene un ritmo más acelerado, y en otros —particularmente en el episodio de los pescadores— prefiere contemplar el mundo y sus personajes, tengan o no que ver con los hipopótamos. Ya para rematar: Pepe va de lo poético a la caricatura y a la escena de unos borrachos saliendo a buscar hipopótamos en la noche, parecida a una del blockbuster por excelencia, Tiburón (Jaws, 1975). Lo sagrado y lo profano se encuentran porque todo equivale en el cine-hipervínculo (¿o cine-rizoma?), tal como en la memoria.
Lo que distingue a Pepe de los recuerdos es que estos suelen llegar a la mente en forma de imágenes. Por supuesto, siendo una película, Pepe se compone de ellas, pero también a veces las rechaza. No solo es un presupuesto limitado el que hace que De los Santos Arias represente las escenas de balazos mediante una pantalla negra o blanca, o con el parpadeo de un faro que imita las ráfagas de las armas. Pepe trata la invisibilidad como una forma de mostrar, que invita al público a imaginar lo que no está a cuadro. El cine es también un aparato que sirve para ocultar los objetos, y así se tiende una conexión última: la de la obra y el público, que se convierte en su creador. Son muchas las paradas que hace De los Santos Arias para conectar su nostalgia con el imaginario particular de cada persona que ve sus imágenes; para conectar a Pepe Pótamo con Pepe. Es por esta razón que, al final, uno tiene la impresión de haber visto el mundo entero.
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Lo que vincula a Namibia con el narcotráfico, la corrupción y la negligencia en Colombia, además de la cacería y rumias metafísicas, son unos hipopótamos que no hacían más que reposar en el agua.
<i>Pepe</i>, de Nelson Carlo de los Santos Arias, es cine-hipervínculo. Todo se interconecta: lo visible y lo imaginado; lo sagrado y lo profano, y una caricatura con los hipopótamos de Pablo Escobar.
Ya es un lugar común quejarse de la actual instrumentalización de la nostalgia, pero para quien desconozca todavía la tendencia, una brevísima recapitulación: la fiebre de las secuelas, de refritos, de universos en el cine contemporáneo, es un intento comercial de juntar a los públicos de todas las edades en una sola película (diría que en solo una sala de cine, pero en la actualidad todas las salas proyectan la misma película). Hay series para adultos derivadas de Scooby Doo, si es que uno creció con el perrito detective y a lo largo de 30 o 40 años no se ha animado a ver otra cosa; hay dobles sentidos en las películas para niños con tal de que los adultos no se aburran, y la muerte se derrota a lo largo de segundas, terceras, cuartas partes y más (si ninguna historia termina, entonces triunfa la vida por default). Se ha llegado incluso a decisiones más radicales como una reciente de Marvel: si murió un personaje del carismático (¿?) Robert Downey Jr., la compañía lo traerá de regreso en otro papel para apaciguar el luto. Nada se destruye, todo se recicla.
Pero en el cine, como en la vida, la nostalgia no se atiene solamente a la dirección que fija el artefacto de explotación capitalista. Empleada de otro modo, puede dar pie a algo más que sentimentalismo y consumo: el retorno a un tiempo y sus entramados, sus imágenes. Pepe (2024), una película del director dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias, se propone regresar a 1993, cuando él tendría unos ocho años. Nada en la película se refiere directamente a esta infancia, y sin embargo hay elementos a cuadro que sugieren un acto de memoria: entre los primeros planos de la película encontramos la imagen de una televisión que proyecta, en la noche, una imitación de Pepe Pótamo, la caricatura de Hannah-Barbera. Una imagen similar reaparece cerca del desenlace, y el barco volador de Pepe Pótamo navega el cuadro final como una fuga fantástica, tan inocente como dolorosa. De los Santos Arias ha dicho que creció viendo la caricatura, pero no era necesario revelarlo; estas imágenes, filmadas desde la perspectiva de un niño, lo demuestran.
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A pesar del vínculo con la infancia del director, Pepe no es un mero viaje a la felicidad de las caricaturas de fin de semana. La memoria del niño que fue el cineasta se entrelaza con la biografía de Latinoamérica —específicamente la de Colombia— para contar la impactante historia de un hipopótamo. Pepe se divide en tres capítulos: el primero narra la vida de una familia de hipopótamos en Namibia y su llegada a la Hacienda Nápoles, la propiedad ya folklórica del narcotraficante Pablo Escobar, en Colombia; el segundo abarca la amenaza que representaron las desconcertantes mascotas para los pescadores de Estación Cocorná tras escaparse de la hacienda ya abandonada, y el tercer capítulo brinca a 2009, cuando fue cazado por el Ejército un hipopótamo apodado Pepe, que descendía de los primeros inmigrantes a la Hacienda Nápoles. La caricatura que entretuvo al director de niño va y viene como símbolo de su asociación con ese tiempo, anunciada desde un corte al comienzo: pasamos de una imagen de Pepe Pótamo a otra de la madre de Pablo Escobar, arrasada por la muerte de su hijo. Se yuxtaponen así un mundo de inocencia y otro mortífero, como si equivalieran, a pesar de sus diferencias, porque Pepe indica una y otra vez la conexión entre todas las cosas.
Ya varios cineastas contemporáneos han jugado antes con la idea del rizoma. Según los pensadores Gilles Deleuze y Félix Guattari, este concepto —basado en un tallo subterráneo multiplicador de brotes, como el del lirio o el jengibre— se refiere a una red en la que todos los puntos se tocan. El internet, gracias a los hipervínculos, es de algún modo rizomático: un viaje en forma de clics que inevitablemente nos tendría que llevar de regreso al comienzo en algún punto, y que nos haría descubrir así el lazo, directo o no, entre todo el conocimiento. En años recientes, el argentino Eduardo Williams y el francés Bertrand Bonello estrenaron películas que parten, narrativamente, del internet como rizoma: El auge del humano (2016) y El auge del humano 3 (2023) (la 2 se la brincó Williams: así de subversivo) observan espacios que parecen completamente distantes pero que son conectados por una pantalla, por una conversación vía Skype. En La bestia (La bête, 2023), Bonello aborda a una protagonista que aparece amando al mismo hombre en distintas épocas —los recuerdos de vidas pasadas brotan de la vida presente, como hipervínculos— y las muchas ventanas abiertas de una computadora se convierten en un símbolo de la multitud conectada.
Pepe navega —como la nave voladora de Pepe Pótamo— por distintos tiempos y espacios para contar una historia sobre la consecuencia: lo que vincula a Namibia con el narcotráfico, la corrupción y la negligencia en Colombia, además de la cacería y rumias metafísicas, o hasta un concurso de belleza e imágenes humorísticas de un matrimonio en ruinas, son unos hipopótamos que no hacían más que reposar en el agua. Hace poco, Dahomey (2024), de Mati Diop, mostró también los importantes efectos de unas antiguas piezas de arte repatriadas de Francia a Benín, narrados por la voz monstruosa de una de ellas, que reflexiona sobre su propio significado. De los Santos Arias hace algo similar, pero se distingue gracias a un imaginario filosófico que pone a los hipopótamos a pensar, primero, sobre el rol de narradores que les impuso la convivencia con los humanos y su lenguaje.
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A lo largo del primer capítulo de Pepe, el padre del protagonista, hablante de mbukushu, se pregunta qué es una palabra; confunde el océano por el que es transportado a Colombia con un río infinito, sin orillas ni centro, y piensa en cómo la distancia entre “nosotros” y “ellos” se anula cuando se fusionan ambas historias (de nuevo, la conexión rizomática). Sus indagaciones metafísicas no tendrán una consecuencia para otros aspectos de la trama, pero se presentan en ella porque De los Santos Arias hace un cine, como Williams y Bonello, sobre todas las cosas. Por esta razón también aparecen sutiles ataques al colonialismo alemán en Namibia. La actitud desdeñosa de un guía de turistas blanco hacia la cultura local, y el maltrato a uno de sus integrantes cuando da información inconveniente a los turistas sobre la agresividad de los hipopótamos, nos habla de la arrogancia europea en los continentes que asumen como bárbaros.
En Colombia, la historia abarca a unos delincuentes menores en la organización de Pablo Escobar que trasladan a las nuevas mascotas de su patrón a la Hacienda Nápoles, así como a los trabajadores que cuidan de las criaturas y a un pescador afectado por la invasión de hipopótamos; también a un servidor público que se niega a creer que hay monstruos sueltos, y al cazador alemán que mató a Pepe. Todo mundo cabe en la narrativa de la película, y todo tipo de temas, porque unos van dando pie a otros. También el estilo va fluctuando: Pepe es a veces un ensayo documental con elementos de ficción y a veces una ficción a secas; a veces depende de la voz en off de los hipopótamos (Pepe y su padre), y en otras ocasiones recurre a los humanos. Sus planos combinan imágenes de televisión con metraje en 16 milímetros e imágenes capturadas con un dron. En unos momentos la película tiene un ritmo más acelerado, y en otros —particularmente en el episodio de los pescadores— prefiere contemplar el mundo y sus personajes, tengan o no que ver con los hipopótamos. Ya para rematar: Pepe va de lo poético a la caricatura y a la escena de unos borrachos saliendo a buscar hipopótamos en la noche, parecida a una del blockbuster por excelencia, Tiburón (Jaws, 1975). Lo sagrado y lo profano se encuentran porque todo equivale en el cine-hipervínculo (¿o cine-rizoma?), tal como en la memoria.
Lo que distingue a Pepe de los recuerdos es que estos suelen llegar a la mente en forma de imágenes. Por supuesto, siendo una película, Pepe se compone de ellas, pero también a veces las rechaza. No solo es un presupuesto limitado el que hace que De los Santos Arias represente las escenas de balazos mediante una pantalla negra o blanca, o con el parpadeo de un faro que imita las ráfagas de las armas. Pepe trata la invisibilidad como una forma de mostrar, que invita al público a imaginar lo que no está a cuadro. El cine es también un aparato que sirve para ocultar los objetos, y así se tiende una conexión última: la de la obra y el público, que se convierte en su creador. Son muchas las paradas que hace De los Santos Arias para conectar su nostalgia con el imaginario particular de cada persona que ve sus imágenes; para conectar a Pepe Pótamo con Pepe. Es por esta razón que, al final, uno tiene la impresión de haber visto el mundo entero.
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