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El bosque es un texto inagotable, dedicaría mi vida a leerlo

El bosque es un texto inagotable, dedicaría mi vida a leerlo

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
27
.
04
.
23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Caminar por el bosque no es una experiencia solitaria y muchas veces tampoco es idílica. Para recorrer sus rumbos sin perderse, lastimarse o ponerse en riesgo, la autora de este texto ha tenido que aprender a interpretarlos de la mano de muchos otros —guías, montañistas, amigos, científicos—, e incluso adquirir otra manera de andar que le exige una atención completa. El asombro ante el bosque y todo lo que vive en él se combina con los conflictos, pasados y actuales, por la gestión humana de la naturaleza.

Ascendemos por un camino ancho y empedrado. No es mi superficie favorita, prefiero caminar pisando el suelo terroso, mucho más suave para el movimiento articular del cuerpo, que esta subida que resulta más cansada y agitada. Pero no tengo otra opción, debo continuar por esta vía, la caminata es larga y es mejor seguir al grupo que esta vez es grande. Son los primeros días de enero, imagino que la pertinencia de la fecha está detrás de la respuesta entusiasta a esta caminata que inaugura el año y le da un carácter simbólico. También el hecho de haber sobrevivido a un año difícil; luego del encierro por la pandemia, regresar en presencia a los espacios laborales y escolares provocó un agotamiento inusual. Sin embargo, me parece, todos queremos caminar en eso que llamamos “naturaleza”, y me pregunto si es posible ir hacia ella cuando en realidad venimos de. En el imaginario común, lo natural se opone a lo urbano tanto como lo salvaje a lo civilizado, las distancias que se abren entre estos binarismos son amplias e infranqueables cuando, en un relato en el que lo humano no es protagonista, sabemos que eso que llamamos “humano” pertenece a la naturaleza.

Terminar o comenzar el año en el bosque es un ritual que forma parte de mi vida desde hace algunos años. No miento si digo que transitar de un calendario a otro sin cambiar el horizonte urbano me incomoda. Algo me falta. No estoy en paz. Necesito caminar para pensar o quizá para desapegarme de eso que, en la vida cotidiana, entregada a la productividad y la ansiedad por cumplir metas u objetivos, se conoce como pensar. Salir al bosque y soltar los fantasmas mentales, salir al bosque a escuchar otras voces internas, tener otros diálogos conmigo misma. El bosque es un texto inagotable y, si me lo preguntan, dedicaría mi vida a leerlo, o tal vez sea mejor decir interpretarlo. Soy consciente de que esta acción no es solo mía, carezco de una experiencia arraigada como la de muchas personas que desde la infancia se vieron definidas por estos entornos y permanecen en el mundo dentro de ellos, marcando su vida cotidiana por la convivencia con presencias animales o vegetales, incluso geológicas. Mi experiencia es reciente y no deja de requerir y de integrar un gesto colectivo; para entender apenas un poquito del bosque he recurrido a otros textos, literarios, históricos, botánicos, filosóficos, y, sobre todo, a las experiencias, saberes y conocimientos de muchas personas. Hablar del bosque en el bosque se ha convertido en una de mis maneras preferidas de conversar, pero también hablar de este espacio fuera del bosque me resulta una forma de volver a él.

En una plática fuera del espacio boscoso, Ireri, una joven micóloga, me relató una experiencia que interpreto como una renovación del asombro. Viajó con una amiga suya, quien trabajaba en una oficina y se sentía atraída por todo lo que veía. Me dice Ireri: “A veces creo que los científicos estamos tan ensimismados en lo que sabemos que no les damos chance a los otros de experimentar desde sus propios campos de conocimiento”. Quizá sea bajo este techo donde me amparo, desde eso que la bióloga y escritora Rachel Carson nombró el sentido del asombro, del que llegó a anhelar que fuera “tan indestructible que durara toda la vida”. Estar siempre atenta, percibir, mirar, olfatear. El bosque es un espacio en el que los sentidos pueden/requieren ampliarse, en el que realmente logro entender lo que el término “experiencia inmersiva” significa. Mi propia pregunta es qué hace el bosque para contribuir a esta conciencia de “estar” en su totalidad infinitiva, una percepción que la ciudad me secuestra.

Hace un año, en una caminata con un grupo mucho más pequeño en estos rumbos de Los Dinamos, enfilando al mirador de la Coconetla, dejamos el camino empedrado mientras seguíamos a Lalo, quien nos guiaba. Tomamos unas veredas que nos hicieron transitar por el interior de este bosque de pinos y oyameles. En un momento nos encontramos con una imagen casi idílica —en el contexto urbano del siglo XXI—: caminar los bosques, encontrarse a un rebaño de ovejas, conversar con el pastor, preguntarle por los nombres de sus perros, ¿eran cinco?, soltar la conversación en algún punto y seguir hasta la barranca Coconetla, autogestionar el hechizo perturbador que la altura tiene en todo mi cuerpo. Ubicarme en el borde del barranco, mirar los pliegues de las laderas, mirar las copas tupidas de los pinos que caracterizan esta zona y pensar:

También esto es la Ciudad de México.
Quién lo diría.

Quizá aquí yace la clave del asunto. Para “ganar” esta vista o para merecerla no puedo hacer más que lo que en teoría mi cuerpo sabe hacer, lo que aprendí cuando tenía un año: caminar. No deja de ser curioso que hable de ganar y merecer, palabras cuyo significado cae dentro de la escala del mérito. No podemos estar en el mundo más que a través del cuerpo; parece una frase obvia, pero vale la pena regresar a ella cuando pensamos cómo el cuerpo vive los espacios. No todos los cuerpos tienen la posibilidad de desplazarse de la misma forma, algunos atraviesan largas distancias, algunos se ponen en riesgo en esos trayectos, otros están sometidos a un estrés en encierro o a labores repetitivas, demandantes, agotadoras. Tal vez por eso nos atrae la idea de ir a ese espacio que llamamos, casi con nostalgia, “naturaleza”, porque ahí estamos mucho más libres, en apariencia; estamos también más vulnerables.

He llegado a esta vista a partir de un esfuerzo físico. Caminar en el bosque exige condición y cabeza, disciplina y ganas de levantarse antes del amanecer. Caminar en el bosque me pide saber cómo pisar. Esto ha sido un aprendizaje. En mi caso he tenido suerte: mi amiga Luisa, fisioterapeuta y una gran montañista, me ha enseñado a dar un paso tras otro. Mi abuela paterna se llamaba como ella, Luigina, y de algún modo siento algo familiar en su forma de observar mis pasos. Tengo que pensar de qué manera flexionar mis rodillas y evitar cargarme en ellas para no dañarlas, hacer trabajar el cuádriceps, saber cómo caer en el caso de caer: siempre hacia la montaña. Caminar me arriesga y al mismo tiempo me da alegría y, sobre todo, me ofrece otra perspectiva de cómo pensar y descifrar el entorno, quizá porque mi cuerpo está entregado totalmente a esta tarea: caminar y escuchar, entendiendo que escuchar es también estar alerta, aguzar la visión.

Sigo por el empedrado, los de adelante nos esperan donde el camino se bifurca y hay que saber muy bien para dónde agarrar. Unos cuantos metros más de esta subida pensada, a todas luces, en función de los autos más que del tránsito de personas humanas y no humanas. No podría encontrar al pastor en este punto, pero me distraigo pensando que pronto dejaremos la alcaldía Magdalena Contreras y entraremos a la Álvaro Obregón. Sin embargo, estos detalles, aparentemente, dejan de tener importancia o se desdibujan en las copas triangulares de los altísimos oyameles. A veces nos los recuerda la aparición de algún grupo de comuneros que piden una cuota por transitar al “otro lado” del bosque. Más de una vez se topan con la sorpresa y el refunfuño de los caminantes urbanitas, quienes discuten que ya han pagado. El costo, nos dicen, es de veinte pesos. No es una cantidad desorbitada si en verdad va para los comuneros, si son ellos quienes reaccionan primero en caso de un incendio. Estas personas son amables, pero he sabido y vivido actitudes más impositivas y malencaradas. Recientemente, un biólogo nos contó en un taller de recolección de semillas que, en algún momento, con todo y los permisos y documentos en orden para caminar, se les apareció un ejidatario armado que no les permitía pasar; tras una conversación bajó la guardia y los dejó seguir adelante.

En estos casos, algunos caminantes muestran su desconexión, pensando que los espacios de la naturaleza se gestionan a sí mismos, como si el bosque no tuviera zonas en riesgo de tala o como si, en general, quienes lo vigilan no vivieran bajo la amenaza continua de los proyectos de desarrollo urbano. Quizás estos comuneros, los que ahora han salido a nuestro paso, defienden estos espacios como lo hicieron sus padres y abuelos, quienes, por cierto, tuvieron que pagar cuotas a los capataces de las haciendas de los bosques por pastorear, extraer leña o maderables, un relato que narra Romana Falcón en un artículo dedicado a los bosques del sureste de la ciudad, que conocí gracias a Juan Luis Delgado, un promotor de la historiografía del bosque en México. En otra caminata por Los Dinamos, un desconocido me dijo desde lo alto del mirador de la Puerta del Cielo: “El bosque es uno solo”, lo seccionamos y le asignamos límites; para distinguirlo, lo nombramos, quizá porque nombrar es parte de lo que nos hace humanos: nombrar, recordar y transmitir. Caminar por los bosques implica una serie de circunstancias que cambian si las tierras son parte de un parque nacional o zonas protegidas, corredores biológicos o propiedades privadas. La gestión de estos espacios ha generado, a lo largo del tiempo, tensiones y acuerdos, usos de suelo y despojos. Caminar los bosques es reescribir los caminos que generaciones anteriores pasaron, no sin sus propios conflictos y temores. En este paisaje anhelado por nuestro ser habitante del siglo XXI subyacen arreglos y violencias de los que nunca sabremos hasta que deseemos conocer su historia.

Dejamos atrás el camino empedrado, la geografía nos regala la vista y el tránsito por un valle escarchado; pequeños brotes de oyameles y otros arbustos cuyo nombre no conozco están cubiertos de una capa de hielo, como también lo está el pasto. Estas transiciones me llevan siempre a hacer un alto, tomar una foto y decirle al caminante más próximo: “Me encanta cuando se abre el camino y descubres el valle”. He visto esta transformación en el camino de Milpa Alta a San Juan, Tepoztlán; en el camino del mirador de la Virgen en San Nicolás Totolapan que desemboca en el valle Marlboro —todavía me pregunto por qué se llama así—, una zona preciosa que me significa descanso, la posibilidad de mirar el paisaje desde eso que Nan Shepherd, la autora escocesa de La montaña viva, una de mis biblias en esto de deambular por bosques y montañas, llama la meseta. Técnicamente, una meseta es un terreno relativamente plano que está a una altura considerable; es una zona de descanso antes de un ascenso o, en el caso de Shepherd, entre ascensos, pues su meseta está situada entre las varias cimas que componen los Cairngorms. Para mí, una caminante de 52 años, despojada de cualquier afán de competencia, perteneciente al club de eso que la poeta Tanya Huntington acuñó como “no ser cumbrista”, la reivindicación de la meseta es una postura corporal y política. La meseta me permite permanecer en el bosque y simplemente percibir una serie de narrativas que suceden aquí: la de los árboles, los pájaros, los musgos o los líquenes y, cuando es temporada, la mágica irrupción de los hongos y otras tantas formas de contar la vida en las que aún no reparo o no distingo. En la meseta o en el valle o en un claro me puedo detener, hacer de mi cuerpo una especie de organismo entregado a la simple tarea de estar ahí, dedicado a percibir lo que le sea dado percibir el día de hoy. En una breve entrevista que le hice a Dante S. Figueroa, un botánico especialista en coníferas, porque tenía mucha curiosidad de escuchar la experiencia de alguien que continuamente se interna en el bosque, me dijo: “Lo que veo o se despliega ante mí son cosas nuevas o nuevas formas de conocer algo que ya había visto”. Sus palabras me revelan el azoro: esto que yo siento, vivo y percibo puede ser un continuo sentir cada vez que me adentre en estos verdores; no importa cuántas veces venga, el bosque siempre será el mismo y otro nuevo a la vez.

Más adelante, una vez que tomamos la desviación, empezamos un sendero que asciende, un caminito mucho más estrecho. Es posible escuchar y ver un riachuelo. Esta es la zona del río Magdalena. Allá abajo, antes de subir por donde se estacionan los autos, nos encontramos con la presencia del río, el único sobreviviente; es decir, el único que cualquier chilango puede apreciar de cuerpo a cuerpo, un espacio de desmitificación: no todo río es sinónimo de flujo entubado. Río y agua, esas fuerzas no humanas que un día por mandato se decidió ocultar de la vista de los habitantes urbanos, causando una desconexión profunda de este elemento. Así como caminamos a esta altura por la orilla de la cañada, un territorio formado precisamente por el curso del agua, así nuestras vidas están esculpidas por esa presencia ahora fantasmal del agua, que en nuestras ciudades ocultamos. Bordeamos esta orilla. Piedras sueltas, raíces, hay que caminar con mucha atención. Llevo los bastones que no me atrevo a plegar y guardar en mi mochila. Hace apenas cuatro meses me esguincé el tobillo al bajar el cráter del Xitle; aunque siento el tobillo más firme y hace unos días caminé catorce kilómetros por San Nicolás, no quiero cargar de más a esa parte de mi cuerpo. Observo el camino y observo mi cuerpo. Así como en mi respiración coordinada el aire sale y entra, el cuidado y la atención van de mis pisadas al suelo, palpo la firmeza de las rocas; al bajar, mi mirada elige la zona donde mi pie va a pisar, ojo y pie, unidos, inhalar, exhalar, atención, flexionar, talón-punta, una coreografía que requiere todos mis sentidos.

Recuerdo la famosísima frase de Walter Benjamin que me repetía cuando me definía como flâneuse: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad, perderse como quien se pierde en un bosque implica aprendizaje”, pero ahora que la recuerdo y la escribo como caminante de bosques me inquieta. Benjamin tomaba la imagen de perderse en el bosque con cierta potencia estética, deseando esa errancia idílica, sin sentido de orientación, para su flâneur. Cuando la repito detecto una risa nerviosa, con la imagen de un fantasma detrás: no estoy segura de que perderme en un bosque sería una experiencia que me gustaría vivir. Pienso en el caso de la senderista extraviada en la sierra entre Nuevo León y Coahuila. Antes de perder la señal subió la foto de una flor con el texto “Amo la sierra”. Unas horas después no encontró el camino para reunirse con sus hermanas, la buscaron durante seis días, hasta que fue localizada sin vida. Conocer el bosque, el cerro, la sierra implica años de observación y un aprendizaje previo, querido Benjamin, mi conocimiento está restringido a perderme en la ciudad y tampoco estoy segura de que saldría con vida si eso ocurriera, no en México, no siendo mujer.

Pese a esto, pienso en que Rebecca Solnit le dedica todo un libro al arte de perderse, una guía, de hecho, y si me pierdo en la genealogía de mi estar perdida, pienso en un recuerdo preparatoriano, en una salida escolar de fin de semana y en una larga caminata en la que tuve un pequeño incidente en el río. Ante mi negativa a mojarme los zapatos, atavismo tonto, sin duda, tuve la no muy afortunada idea de quitármelos para cruzar por las piedras agarrada de la mano de una amiga, quien al sentir la corriente jaló mi brazo como si fuera una especie de bastón de trekking, lo que hizo que mi pie se azotara contra una piedra, así que mi caminata transcurrió con dolor y un dedo hinchado. En algún momento, ya bastante avanzado el día, descubrimos que estábamos perdidos en el campo. Recuerdo haber sentido cansancio y un poco de ansiedad, pero sobre todo haberme sentido incómoda cuando a un compañero le dio por hablar en tono de sermón acerca de cómo no poseíamos la capacidad de leer el cielo y orientarnos. Nunca sabré si era una crítica a las chicas o hacia todo el grupo —él incluido—; lo que sí sé es que esa primera decepción de mí misma como una criatura humana a la deriva, sin referentes, caminando en el campo, se guardó en lo más hondo de mi cuerpo. Mucho me temo que en mi presente no puedo desmentir ese sentimiento de orfandad. Mucho lamento cada vez que no puedo usar mi corto vocabulario para detectar y reconocer el rumbo de los caminos. En el bosque siempre sigo a alguien, le dije una vez a un amigo. Noté en su rostro una risa irónica al mismo tiempo que me expresaba en su elegante retórica que mi recién confesado sentido de desorientación le preocupaba. En la montaña o en el bosque, caminar, para mí, es un acto de humildad, asumo que me debo al conocimiento de otros, me nombro aprendiz y no aspiro a competir con nadie. Sigo y me pregunto cómo sería mi caminar solitario si tuviera esos otros sentidos de orientación, como le escuché decir a Francisco Serratos en una conferencia, para sorpresa del auditorio: los bisontes se orientan mirando las estrellas. Muchos animales tienen sus propias formas de mapear un territorio; los pájaros, por ejemplo, son expertos en meteorología, las golondrinas leen las termales y saben cuándo han de lanzarse al vuelo para no agotar sus cuerpos; cada año, miles de aves de distintas especies reescriben las rutas migratorias de sus ancestros. Nosotros, en cambio, como lo dicen varios autores caminantes, hemos perdido esos sentidos salvajes.

Para llegar al punto más alto del cerro San Miguel desde el Cuarto Dinamo hemos caminado unas cinco horas. Varios compañeros se sientan dispersos en las rocas para comer las provisiones que cada uno trae consigo. Antes de sentarme y acompañarlos, entro a la ermita dedicada al arcángel Miguel, construida en el siglo XVIII por los monjes carmelitas, los mismos que hicieron el convento abajo, en el Desierto de los Leones. Para mí es importante volver a entrar a este espacio. San Miguel fue mi primer cerro cuando empecé a caminar hace ocho años en esta región conocida como el Cinturón Neovolcánico. Entonces buscaba un remedio para una crisis de sentido y la caminata se volvió mi rito de pasaje, atrás quedaba una vida y empezaba otra relación con el mundo. Regresar a San Miguel luego de estos años de kilómetros acumulados, de descubrimiento y —por qué no decirlo— de enamoramiento del bosque es completar un círculo. No, quizá debo decir una espiral. Soy otra. Ahora sé reconocer presencias, sé más de mi cuerpo y del cuerpo enorme que recorro. Sé que nunca será suficiente, que el bosque es mi escuela y mi casa, en cierta medida. Sé que siempre encontraré verdores que me sorprendan, helechos que me arroben, musgos que me dejen sin habla, sé que agosto significa una invitación a encontrar presencias honguiles, una oleada de color. Sé que este texto infinito al que llamo bosque se pega en la suela de mis zapatos, a mis ojos. Quisiera saber cuál es el nombre que me otorga el bosque, igual si es un silbido de viento y un nombre común a muchas criaturas, es un nombre digno y hermoso.

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Este texto se publicó en la edición: «Cuando la Tierra habla».

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El bosque es un texto inagotable, dedicaría mi vida a leerlo

El bosque es un texto inagotable, dedicaría mi vida a leerlo

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Fotografía de
Realización de
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Traducción de
27
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04
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AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Caminar por el bosque no es una experiencia solitaria y muchas veces tampoco es idílica. Para recorrer sus rumbos sin perderse, lastimarse o ponerse en riesgo, la autora de este texto ha tenido que aprender a interpretarlos de la mano de muchos otros —guías, montañistas, amigos, científicos—, e incluso adquirir otra manera de andar que le exige una atención completa. El asombro ante el bosque y todo lo que vive en él se combina con los conflictos, pasados y actuales, por la gestión humana de la naturaleza.

Ascendemos por un camino ancho y empedrado. No es mi superficie favorita, prefiero caminar pisando el suelo terroso, mucho más suave para el movimiento articular del cuerpo, que esta subida que resulta más cansada y agitada. Pero no tengo otra opción, debo continuar por esta vía, la caminata es larga y es mejor seguir al grupo que esta vez es grande. Son los primeros días de enero, imagino que la pertinencia de la fecha está detrás de la respuesta entusiasta a esta caminata que inaugura el año y le da un carácter simbólico. También el hecho de haber sobrevivido a un año difícil; luego del encierro por la pandemia, regresar en presencia a los espacios laborales y escolares provocó un agotamiento inusual. Sin embargo, me parece, todos queremos caminar en eso que llamamos “naturaleza”, y me pregunto si es posible ir hacia ella cuando en realidad venimos de. En el imaginario común, lo natural se opone a lo urbano tanto como lo salvaje a lo civilizado, las distancias que se abren entre estos binarismos son amplias e infranqueables cuando, en un relato en el que lo humano no es protagonista, sabemos que eso que llamamos “humano” pertenece a la naturaleza.

Terminar o comenzar el año en el bosque es un ritual que forma parte de mi vida desde hace algunos años. No miento si digo que transitar de un calendario a otro sin cambiar el horizonte urbano me incomoda. Algo me falta. No estoy en paz. Necesito caminar para pensar o quizá para desapegarme de eso que, en la vida cotidiana, entregada a la productividad y la ansiedad por cumplir metas u objetivos, se conoce como pensar. Salir al bosque y soltar los fantasmas mentales, salir al bosque a escuchar otras voces internas, tener otros diálogos conmigo misma. El bosque es un texto inagotable y, si me lo preguntan, dedicaría mi vida a leerlo, o tal vez sea mejor decir interpretarlo. Soy consciente de que esta acción no es solo mía, carezco de una experiencia arraigada como la de muchas personas que desde la infancia se vieron definidas por estos entornos y permanecen en el mundo dentro de ellos, marcando su vida cotidiana por la convivencia con presencias animales o vegetales, incluso geológicas. Mi experiencia es reciente y no deja de requerir y de integrar un gesto colectivo; para entender apenas un poquito del bosque he recurrido a otros textos, literarios, históricos, botánicos, filosóficos, y, sobre todo, a las experiencias, saberes y conocimientos de muchas personas. Hablar del bosque en el bosque se ha convertido en una de mis maneras preferidas de conversar, pero también hablar de este espacio fuera del bosque me resulta una forma de volver a él.

En una plática fuera del espacio boscoso, Ireri, una joven micóloga, me relató una experiencia que interpreto como una renovación del asombro. Viajó con una amiga suya, quien trabajaba en una oficina y se sentía atraída por todo lo que veía. Me dice Ireri: “A veces creo que los científicos estamos tan ensimismados en lo que sabemos que no les damos chance a los otros de experimentar desde sus propios campos de conocimiento”. Quizá sea bajo este techo donde me amparo, desde eso que la bióloga y escritora Rachel Carson nombró el sentido del asombro, del que llegó a anhelar que fuera “tan indestructible que durara toda la vida”. Estar siempre atenta, percibir, mirar, olfatear. El bosque es un espacio en el que los sentidos pueden/requieren ampliarse, en el que realmente logro entender lo que el término “experiencia inmersiva” significa. Mi propia pregunta es qué hace el bosque para contribuir a esta conciencia de “estar” en su totalidad infinitiva, una percepción que la ciudad me secuestra.

Hace un año, en una caminata con un grupo mucho más pequeño en estos rumbos de Los Dinamos, enfilando al mirador de la Coconetla, dejamos el camino empedrado mientras seguíamos a Lalo, quien nos guiaba. Tomamos unas veredas que nos hicieron transitar por el interior de este bosque de pinos y oyameles. En un momento nos encontramos con una imagen casi idílica —en el contexto urbano del siglo XXI—: caminar los bosques, encontrarse a un rebaño de ovejas, conversar con el pastor, preguntarle por los nombres de sus perros, ¿eran cinco?, soltar la conversación en algún punto y seguir hasta la barranca Coconetla, autogestionar el hechizo perturbador que la altura tiene en todo mi cuerpo. Ubicarme en el borde del barranco, mirar los pliegues de las laderas, mirar las copas tupidas de los pinos que caracterizan esta zona y pensar:

También esto es la Ciudad de México.
Quién lo diría.

Quizá aquí yace la clave del asunto. Para “ganar” esta vista o para merecerla no puedo hacer más que lo que en teoría mi cuerpo sabe hacer, lo que aprendí cuando tenía un año: caminar. No deja de ser curioso que hable de ganar y merecer, palabras cuyo significado cae dentro de la escala del mérito. No podemos estar en el mundo más que a través del cuerpo; parece una frase obvia, pero vale la pena regresar a ella cuando pensamos cómo el cuerpo vive los espacios. No todos los cuerpos tienen la posibilidad de desplazarse de la misma forma, algunos atraviesan largas distancias, algunos se ponen en riesgo en esos trayectos, otros están sometidos a un estrés en encierro o a labores repetitivas, demandantes, agotadoras. Tal vez por eso nos atrae la idea de ir a ese espacio que llamamos, casi con nostalgia, “naturaleza”, porque ahí estamos mucho más libres, en apariencia; estamos también más vulnerables.

He llegado a esta vista a partir de un esfuerzo físico. Caminar en el bosque exige condición y cabeza, disciplina y ganas de levantarse antes del amanecer. Caminar en el bosque me pide saber cómo pisar. Esto ha sido un aprendizaje. En mi caso he tenido suerte: mi amiga Luisa, fisioterapeuta y una gran montañista, me ha enseñado a dar un paso tras otro. Mi abuela paterna se llamaba como ella, Luigina, y de algún modo siento algo familiar en su forma de observar mis pasos. Tengo que pensar de qué manera flexionar mis rodillas y evitar cargarme en ellas para no dañarlas, hacer trabajar el cuádriceps, saber cómo caer en el caso de caer: siempre hacia la montaña. Caminar me arriesga y al mismo tiempo me da alegría y, sobre todo, me ofrece otra perspectiva de cómo pensar y descifrar el entorno, quizá porque mi cuerpo está entregado totalmente a esta tarea: caminar y escuchar, entendiendo que escuchar es también estar alerta, aguzar la visión.

Sigo por el empedrado, los de adelante nos esperan donde el camino se bifurca y hay que saber muy bien para dónde agarrar. Unos cuantos metros más de esta subida pensada, a todas luces, en función de los autos más que del tránsito de personas humanas y no humanas. No podría encontrar al pastor en este punto, pero me distraigo pensando que pronto dejaremos la alcaldía Magdalena Contreras y entraremos a la Álvaro Obregón. Sin embargo, estos detalles, aparentemente, dejan de tener importancia o se desdibujan en las copas triangulares de los altísimos oyameles. A veces nos los recuerda la aparición de algún grupo de comuneros que piden una cuota por transitar al “otro lado” del bosque. Más de una vez se topan con la sorpresa y el refunfuño de los caminantes urbanitas, quienes discuten que ya han pagado. El costo, nos dicen, es de veinte pesos. No es una cantidad desorbitada si en verdad va para los comuneros, si son ellos quienes reaccionan primero en caso de un incendio. Estas personas son amables, pero he sabido y vivido actitudes más impositivas y malencaradas. Recientemente, un biólogo nos contó en un taller de recolección de semillas que, en algún momento, con todo y los permisos y documentos en orden para caminar, se les apareció un ejidatario armado que no les permitía pasar; tras una conversación bajó la guardia y los dejó seguir adelante.

En estos casos, algunos caminantes muestran su desconexión, pensando que los espacios de la naturaleza se gestionan a sí mismos, como si el bosque no tuviera zonas en riesgo de tala o como si, en general, quienes lo vigilan no vivieran bajo la amenaza continua de los proyectos de desarrollo urbano. Quizás estos comuneros, los que ahora han salido a nuestro paso, defienden estos espacios como lo hicieron sus padres y abuelos, quienes, por cierto, tuvieron que pagar cuotas a los capataces de las haciendas de los bosques por pastorear, extraer leña o maderables, un relato que narra Romana Falcón en un artículo dedicado a los bosques del sureste de la ciudad, que conocí gracias a Juan Luis Delgado, un promotor de la historiografía del bosque en México. En otra caminata por Los Dinamos, un desconocido me dijo desde lo alto del mirador de la Puerta del Cielo: “El bosque es uno solo”, lo seccionamos y le asignamos límites; para distinguirlo, lo nombramos, quizá porque nombrar es parte de lo que nos hace humanos: nombrar, recordar y transmitir. Caminar por los bosques implica una serie de circunstancias que cambian si las tierras son parte de un parque nacional o zonas protegidas, corredores biológicos o propiedades privadas. La gestión de estos espacios ha generado, a lo largo del tiempo, tensiones y acuerdos, usos de suelo y despojos. Caminar los bosques es reescribir los caminos que generaciones anteriores pasaron, no sin sus propios conflictos y temores. En este paisaje anhelado por nuestro ser habitante del siglo XXI subyacen arreglos y violencias de los que nunca sabremos hasta que deseemos conocer su historia.

Dejamos atrás el camino empedrado, la geografía nos regala la vista y el tránsito por un valle escarchado; pequeños brotes de oyameles y otros arbustos cuyo nombre no conozco están cubiertos de una capa de hielo, como también lo está el pasto. Estas transiciones me llevan siempre a hacer un alto, tomar una foto y decirle al caminante más próximo: “Me encanta cuando se abre el camino y descubres el valle”. He visto esta transformación en el camino de Milpa Alta a San Juan, Tepoztlán; en el camino del mirador de la Virgen en San Nicolás Totolapan que desemboca en el valle Marlboro —todavía me pregunto por qué se llama así—, una zona preciosa que me significa descanso, la posibilidad de mirar el paisaje desde eso que Nan Shepherd, la autora escocesa de La montaña viva, una de mis biblias en esto de deambular por bosques y montañas, llama la meseta. Técnicamente, una meseta es un terreno relativamente plano que está a una altura considerable; es una zona de descanso antes de un ascenso o, en el caso de Shepherd, entre ascensos, pues su meseta está situada entre las varias cimas que componen los Cairngorms. Para mí, una caminante de 52 años, despojada de cualquier afán de competencia, perteneciente al club de eso que la poeta Tanya Huntington acuñó como “no ser cumbrista”, la reivindicación de la meseta es una postura corporal y política. La meseta me permite permanecer en el bosque y simplemente percibir una serie de narrativas que suceden aquí: la de los árboles, los pájaros, los musgos o los líquenes y, cuando es temporada, la mágica irrupción de los hongos y otras tantas formas de contar la vida en las que aún no reparo o no distingo. En la meseta o en el valle o en un claro me puedo detener, hacer de mi cuerpo una especie de organismo entregado a la simple tarea de estar ahí, dedicado a percibir lo que le sea dado percibir el día de hoy. En una breve entrevista que le hice a Dante S. Figueroa, un botánico especialista en coníferas, porque tenía mucha curiosidad de escuchar la experiencia de alguien que continuamente se interna en el bosque, me dijo: “Lo que veo o se despliega ante mí son cosas nuevas o nuevas formas de conocer algo que ya había visto”. Sus palabras me revelan el azoro: esto que yo siento, vivo y percibo puede ser un continuo sentir cada vez que me adentre en estos verdores; no importa cuántas veces venga, el bosque siempre será el mismo y otro nuevo a la vez.

Más adelante, una vez que tomamos la desviación, empezamos un sendero que asciende, un caminito mucho más estrecho. Es posible escuchar y ver un riachuelo. Esta es la zona del río Magdalena. Allá abajo, antes de subir por donde se estacionan los autos, nos encontramos con la presencia del río, el único sobreviviente; es decir, el único que cualquier chilango puede apreciar de cuerpo a cuerpo, un espacio de desmitificación: no todo río es sinónimo de flujo entubado. Río y agua, esas fuerzas no humanas que un día por mandato se decidió ocultar de la vista de los habitantes urbanos, causando una desconexión profunda de este elemento. Así como caminamos a esta altura por la orilla de la cañada, un territorio formado precisamente por el curso del agua, así nuestras vidas están esculpidas por esa presencia ahora fantasmal del agua, que en nuestras ciudades ocultamos. Bordeamos esta orilla. Piedras sueltas, raíces, hay que caminar con mucha atención. Llevo los bastones que no me atrevo a plegar y guardar en mi mochila. Hace apenas cuatro meses me esguincé el tobillo al bajar el cráter del Xitle; aunque siento el tobillo más firme y hace unos días caminé catorce kilómetros por San Nicolás, no quiero cargar de más a esa parte de mi cuerpo. Observo el camino y observo mi cuerpo. Así como en mi respiración coordinada el aire sale y entra, el cuidado y la atención van de mis pisadas al suelo, palpo la firmeza de las rocas; al bajar, mi mirada elige la zona donde mi pie va a pisar, ojo y pie, unidos, inhalar, exhalar, atención, flexionar, talón-punta, una coreografía que requiere todos mis sentidos.

Recuerdo la famosísima frase de Walter Benjamin que me repetía cuando me definía como flâneuse: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad, perderse como quien se pierde en un bosque implica aprendizaje”, pero ahora que la recuerdo y la escribo como caminante de bosques me inquieta. Benjamin tomaba la imagen de perderse en el bosque con cierta potencia estética, deseando esa errancia idílica, sin sentido de orientación, para su flâneur. Cuando la repito detecto una risa nerviosa, con la imagen de un fantasma detrás: no estoy segura de que perderme en un bosque sería una experiencia que me gustaría vivir. Pienso en el caso de la senderista extraviada en la sierra entre Nuevo León y Coahuila. Antes de perder la señal subió la foto de una flor con el texto “Amo la sierra”. Unas horas después no encontró el camino para reunirse con sus hermanas, la buscaron durante seis días, hasta que fue localizada sin vida. Conocer el bosque, el cerro, la sierra implica años de observación y un aprendizaje previo, querido Benjamin, mi conocimiento está restringido a perderme en la ciudad y tampoco estoy segura de que saldría con vida si eso ocurriera, no en México, no siendo mujer.

Pese a esto, pienso en que Rebecca Solnit le dedica todo un libro al arte de perderse, una guía, de hecho, y si me pierdo en la genealogía de mi estar perdida, pienso en un recuerdo preparatoriano, en una salida escolar de fin de semana y en una larga caminata en la que tuve un pequeño incidente en el río. Ante mi negativa a mojarme los zapatos, atavismo tonto, sin duda, tuve la no muy afortunada idea de quitármelos para cruzar por las piedras agarrada de la mano de una amiga, quien al sentir la corriente jaló mi brazo como si fuera una especie de bastón de trekking, lo que hizo que mi pie se azotara contra una piedra, así que mi caminata transcurrió con dolor y un dedo hinchado. En algún momento, ya bastante avanzado el día, descubrimos que estábamos perdidos en el campo. Recuerdo haber sentido cansancio y un poco de ansiedad, pero sobre todo haberme sentido incómoda cuando a un compañero le dio por hablar en tono de sermón acerca de cómo no poseíamos la capacidad de leer el cielo y orientarnos. Nunca sabré si era una crítica a las chicas o hacia todo el grupo —él incluido—; lo que sí sé es que esa primera decepción de mí misma como una criatura humana a la deriva, sin referentes, caminando en el campo, se guardó en lo más hondo de mi cuerpo. Mucho me temo que en mi presente no puedo desmentir ese sentimiento de orfandad. Mucho lamento cada vez que no puedo usar mi corto vocabulario para detectar y reconocer el rumbo de los caminos. En el bosque siempre sigo a alguien, le dije una vez a un amigo. Noté en su rostro una risa irónica al mismo tiempo que me expresaba en su elegante retórica que mi recién confesado sentido de desorientación le preocupaba. En la montaña o en el bosque, caminar, para mí, es un acto de humildad, asumo que me debo al conocimiento de otros, me nombro aprendiz y no aspiro a competir con nadie. Sigo y me pregunto cómo sería mi caminar solitario si tuviera esos otros sentidos de orientación, como le escuché decir a Francisco Serratos en una conferencia, para sorpresa del auditorio: los bisontes se orientan mirando las estrellas. Muchos animales tienen sus propias formas de mapear un territorio; los pájaros, por ejemplo, son expertos en meteorología, las golondrinas leen las termales y saben cuándo han de lanzarse al vuelo para no agotar sus cuerpos; cada año, miles de aves de distintas especies reescriben las rutas migratorias de sus ancestros. Nosotros, en cambio, como lo dicen varios autores caminantes, hemos perdido esos sentidos salvajes.

Para llegar al punto más alto del cerro San Miguel desde el Cuarto Dinamo hemos caminado unas cinco horas. Varios compañeros se sientan dispersos en las rocas para comer las provisiones que cada uno trae consigo. Antes de sentarme y acompañarlos, entro a la ermita dedicada al arcángel Miguel, construida en el siglo XVIII por los monjes carmelitas, los mismos que hicieron el convento abajo, en el Desierto de los Leones. Para mí es importante volver a entrar a este espacio. San Miguel fue mi primer cerro cuando empecé a caminar hace ocho años en esta región conocida como el Cinturón Neovolcánico. Entonces buscaba un remedio para una crisis de sentido y la caminata se volvió mi rito de pasaje, atrás quedaba una vida y empezaba otra relación con el mundo. Regresar a San Miguel luego de estos años de kilómetros acumulados, de descubrimiento y —por qué no decirlo— de enamoramiento del bosque es completar un círculo. No, quizá debo decir una espiral. Soy otra. Ahora sé reconocer presencias, sé más de mi cuerpo y del cuerpo enorme que recorro. Sé que nunca será suficiente, que el bosque es mi escuela y mi casa, en cierta medida. Sé que siempre encontraré verdores que me sorprendan, helechos que me arroben, musgos que me dejen sin habla, sé que agosto significa una invitación a encontrar presencias honguiles, una oleada de color. Sé que este texto infinito al que llamo bosque se pega en la suela de mis zapatos, a mis ojos. Quisiera saber cuál es el nombre que me otorga el bosque, igual si es un silbido de viento y un nombre común a muchas criaturas, es un nombre digno y hermoso.

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Este texto se publicó en la edición: «Cuando la Tierra habla».

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El bosque es un texto inagotable, dedicaría mi vida a leerlo

El bosque es un texto inagotable, dedicaría mi vida a leerlo

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Caminar por el bosque no es una experiencia solitaria y muchas veces tampoco es idílica. Para recorrer sus rumbos sin perderse, lastimarse o ponerse en riesgo, la autora de este texto ha tenido que aprender a interpretarlos de la mano de muchos otros —guías, montañistas, amigos, científicos—, e incluso adquirir otra manera de andar que le exige una atención completa. El asombro ante el bosque y todo lo que vive en él se combina con los conflictos, pasados y actuales, por la gestión humana de la naturaleza.

Ascendemos por un camino ancho y empedrado. No es mi superficie favorita, prefiero caminar pisando el suelo terroso, mucho más suave para el movimiento articular del cuerpo, que esta subida que resulta más cansada y agitada. Pero no tengo otra opción, debo continuar por esta vía, la caminata es larga y es mejor seguir al grupo que esta vez es grande. Son los primeros días de enero, imagino que la pertinencia de la fecha está detrás de la respuesta entusiasta a esta caminata que inaugura el año y le da un carácter simbólico. También el hecho de haber sobrevivido a un año difícil; luego del encierro por la pandemia, regresar en presencia a los espacios laborales y escolares provocó un agotamiento inusual. Sin embargo, me parece, todos queremos caminar en eso que llamamos “naturaleza”, y me pregunto si es posible ir hacia ella cuando en realidad venimos de. En el imaginario común, lo natural se opone a lo urbano tanto como lo salvaje a lo civilizado, las distancias que se abren entre estos binarismos son amplias e infranqueables cuando, en un relato en el que lo humano no es protagonista, sabemos que eso que llamamos “humano” pertenece a la naturaleza.

Terminar o comenzar el año en el bosque es un ritual que forma parte de mi vida desde hace algunos años. No miento si digo que transitar de un calendario a otro sin cambiar el horizonte urbano me incomoda. Algo me falta. No estoy en paz. Necesito caminar para pensar o quizá para desapegarme de eso que, en la vida cotidiana, entregada a la productividad y la ansiedad por cumplir metas u objetivos, se conoce como pensar. Salir al bosque y soltar los fantasmas mentales, salir al bosque a escuchar otras voces internas, tener otros diálogos conmigo misma. El bosque es un texto inagotable y, si me lo preguntan, dedicaría mi vida a leerlo, o tal vez sea mejor decir interpretarlo. Soy consciente de que esta acción no es solo mía, carezco de una experiencia arraigada como la de muchas personas que desde la infancia se vieron definidas por estos entornos y permanecen en el mundo dentro de ellos, marcando su vida cotidiana por la convivencia con presencias animales o vegetales, incluso geológicas. Mi experiencia es reciente y no deja de requerir y de integrar un gesto colectivo; para entender apenas un poquito del bosque he recurrido a otros textos, literarios, históricos, botánicos, filosóficos, y, sobre todo, a las experiencias, saberes y conocimientos de muchas personas. Hablar del bosque en el bosque se ha convertido en una de mis maneras preferidas de conversar, pero también hablar de este espacio fuera del bosque me resulta una forma de volver a él.

En una plática fuera del espacio boscoso, Ireri, una joven micóloga, me relató una experiencia que interpreto como una renovación del asombro. Viajó con una amiga suya, quien trabajaba en una oficina y se sentía atraída por todo lo que veía. Me dice Ireri: “A veces creo que los científicos estamos tan ensimismados en lo que sabemos que no les damos chance a los otros de experimentar desde sus propios campos de conocimiento”. Quizá sea bajo este techo donde me amparo, desde eso que la bióloga y escritora Rachel Carson nombró el sentido del asombro, del que llegó a anhelar que fuera “tan indestructible que durara toda la vida”. Estar siempre atenta, percibir, mirar, olfatear. El bosque es un espacio en el que los sentidos pueden/requieren ampliarse, en el que realmente logro entender lo que el término “experiencia inmersiva” significa. Mi propia pregunta es qué hace el bosque para contribuir a esta conciencia de “estar” en su totalidad infinitiva, una percepción que la ciudad me secuestra.

Hace un año, en una caminata con un grupo mucho más pequeño en estos rumbos de Los Dinamos, enfilando al mirador de la Coconetla, dejamos el camino empedrado mientras seguíamos a Lalo, quien nos guiaba. Tomamos unas veredas que nos hicieron transitar por el interior de este bosque de pinos y oyameles. En un momento nos encontramos con una imagen casi idílica —en el contexto urbano del siglo XXI—: caminar los bosques, encontrarse a un rebaño de ovejas, conversar con el pastor, preguntarle por los nombres de sus perros, ¿eran cinco?, soltar la conversación en algún punto y seguir hasta la barranca Coconetla, autogestionar el hechizo perturbador que la altura tiene en todo mi cuerpo. Ubicarme en el borde del barranco, mirar los pliegues de las laderas, mirar las copas tupidas de los pinos que caracterizan esta zona y pensar:

También esto es la Ciudad de México.
Quién lo diría.

Quizá aquí yace la clave del asunto. Para “ganar” esta vista o para merecerla no puedo hacer más que lo que en teoría mi cuerpo sabe hacer, lo que aprendí cuando tenía un año: caminar. No deja de ser curioso que hable de ganar y merecer, palabras cuyo significado cae dentro de la escala del mérito. No podemos estar en el mundo más que a través del cuerpo; parece una frase obvia, pero vale la pena regresar a ella cuando pensamos cómo el cuerpo vive los espacios. No todos los cuerpos tienen la posibilidad de desplazarse de la misma forma, algunos atraviesan largas distancias, algunos se ponen en riesgo en esos trayectos, otros están sometidos a un estrés en encierro o a labores repetitivas, demandantes, agotadoras. Tal vez por eso nos atrae la idea de ir a ese espacio que llamamos, casi con nostalgia, “naturaleza”, porque ahí estamos mucho más libres, en apariencia; estamos también más vulnerables.

He llegado a esta vista a partir de un esfuerzo físico. Caminar en el bosque exige condición y cabeza, disciplina y ganas de levantarse antes del amanecer. Caminar en el bosque me pide saber cómo pisar. Esto ha sido un aprendizaje. En mi caso he tenido suerte: mi amiga Luisa, fisioterapeuta y una gran montañista, me ha enseñado a dar un paso tras otro. Mi abuela paterna se llamaba como ella, Luigina, y de algún modo siento algo familiar en su forma de observar mis pasos. Tengo que pensar de qué manera flexionar mis rodillas y evitar cargarme en ellas para no dañarlas, hacer trabajar el cuádriceps, saber cómo caer en el caso de caer: siempre hacia la montaña. Caminar me arriesga y al mismo tiempo me da alegría y, sobre todo, me ofrece otra perspectiva de cómo pensar y descifrar el entorno, quizá porque mi cuerpo está entregado totalmente a esta tarea: caminar y escuchar, entendiendo que escuchar es también estar alerta, aguzar la visión.

Sigo por el empedrado, los de adelante nos esperan donde el camino se bifurca y hay que saber muy bien para dónde agarrar. Unos cuantos metros más de esta subida pensada, a todas luces, en función de los autos más que del tránsito de personas humanas y no humanas. No podría encontrar al pastor en este punto, pero me distraigo pensando que pronto dejaremos la alcaldía Magdalena Contreras y entraremos a la Álvaro Obregón. Sin embargo, estos detalles, aparentemente, dejan de tener importancia o se desdibujan en las copas triangulares de los altísimos oyameles. A veces nos los recuerda la aparición de algún grupo de comuneros que piden una cuota por transitar al “otro lado” del bosque. Más de una vez se topan con la sorpresa y el refunfuño de los caminantes urbanitas, quienes discuten que ya han pagado. El costo, nos dicen, es de veinte pesos. No es una cantidad desorbitada si en verdad va para los comuneros, si son ellos quienes reaccionan primero en caso de un incendio. Estas personas son amables, pero he sabido y vivido actitudes más impositivas y malencaradas. Recientemente, un biólogo nos contó en un taller de recolección de semillas que, en algún momento, con todo y los permisos y documentos en orden para caminar, se les apareció un ejidatario armado que no les permitía pasar; tras una conversación bajó la guardia y los dejó seguir adelante.

En estos casos, algunos caminantes muestran su desconexión, pensando que los espacios de la naturaleza se gestionan a sí mismos, como si el bosque no tuviera zonas en riesgo de tala o como si, en general, quienes lo vigilan no vivieran bajo la amenaza continua de los proyectos de desarrollo urbano. Quizás estos comuneros, los que ahora han salido a nuestro paso, defienden estos espacios como lo hicieron sus padres y abuelos, quienes, por cierto, tuvieron que pagar cuotas a los capataces de las haciendas de los bosques por pastorear, extraer leña o maderables, un relato que narra Romana Falcón en un artículo dedicado a los bosques del sureste de la ciudad, que conocí gracias a Juan Luis Delgado, un promotor de la historiografía del bosque en México. En otra caminata por Los Dinamos, un desconocido me dijo desde lo alto del mirador de la Puerta del Cielo: “El bosque es uno solo”, lo seccionamos y le asignamos límites; para distinguirlo, lo nombramos, quizá porque nombrar es parte de lo que nos hace humanos: nombrar, recordar y transmitir. Caminar por los bosques implica una serie de circunstancias que cambian si las tierras son parte de un parque nacional o zonas protegidas, corredores biológicos o propiedades privadas. La gestión de estos espacios ha generado, a lo largo del tiempo, tensiones y acuerdos, usos de suelo y despojos. Caminar los bosques es reescribir los caminos que generaciones anteriores pasaron, no sin sus propios conflictos y temores. En este paisaje anhelado por nuestro ser habitante del siglo XXI subyacen arreglos y violencias de los que nunca sabremos hasta que deseemos conocer su historia.

Dejamos atrás el camino empedrado, la geografía nos regala la vista y el tránsito por un valle escarchado; pequeños brotes de oyameles y otros arbustos cuyo nombre no conozco están cubiertos de una capa de hielo, como también lo está el pasto. Estas transiciones me llevan siempre a hacer un alto, tomar una foto y decirle al caminante más próximo: “Me encanta cuando se abre el camino y descubres el valle”. He visto esta transformación en el camino de Milpa Alta a San Juan, Tepoztlán; en el camino del mirador de la Virgen en San Nicolás Totolapan que desemboca en el valle Marlboro —todavía me pregunto por qué se llama así—, una zona preciosa que me significa descanso, la posibilidad de mirar el paisaje desde eso que Nan Shepherd, la autora escocesa de La montaña viva, una de mis biblias en esto de deambular por bosques y montañas, llama la meseta. Técnicamente, una meseta es un terreno relativamente plano que está a una altura considerable; es una zona de descanso antes de un ascenso o, en el caso de Shepherd, entre ascensos, pues su meseta está situada entre las varias cimas que componen los Cairngorms. Para mí, una caminante de 52 años, despojada de cualquier afán de competencia, perteneciente al club de eso que la poeta Tanya Huntington acuñó como “no ser cumbrista”, la reivindicación de la meseta es una postura corporal y política. La meseta me permite permanecer en el bosque y simplemente percibir una serie de narrativas que suceden aquí: la de los árboles, los pájaros, los musgos o los líquenes y, cuando es temporada, la mágica irrupción de los hongos y otras tantas formas de contar la vida en las que aún no reparo o no distingo. En la meseta o en el valle o en un claro me puedo detener, hacer de mi cuerpo una especie de organismo entregado a la simple tarea de estar ahí, dedicado a percibir lo que le sea dado percibir el día de hoy. En una breve entrevista que le hice a Dante S. Figueroa, un botánico especialista en coníferas, porque tenía mucha curiosidad de escuchar la experiencia de alguien que continuamente se interna en el bosque, me dijo: “Lo que veo o se despliega ante mí son cosas nuevas o nuevas formas de conocer algo que ya había visto”. Sus palabras me revelan el azoro: esto que yo siento, vivo y percibo puede ser un continuo sentir cada vez que me adentre en estos verdores; no importa cuántas veces venga, el bosque siempre será el mismo y otro nuevo a la vez.

Más adelante, una vez que tomamos la desviación, empezamos un sendero que asciende, un caminito mucho más estrecho. Es posible escuchar y ver un riachuelo. Esta es la zona del río Magdalena. Allá abajo, antes de subir por donde se estacionan los autos, nos encontramos con la presencia del río, el único sobreviviente; es decir, el único que cualquier chilango puede apreciar de cuerpo a cuerpo, un espacio de desmitificación: no todo río es sinónimo de flujo entubado. Río y agua, esas fuerzas no humanas que un día por mandato se decidió ocultar de la vista de los habitantes urbanos, causando una desconexión profunda de este elemento. Así como caminamos a esta altura por la orilla de la cañada, un territorio formado precisamente por el curso del agua, así nuestras vidas están esculpidas por esa presencia ahora fantasmal del agua, que en nuestras ciudades ocultamos. Bordeamos esta orilla. Piedras sueltas, raíces, hay que caminar con mucha atención. Llevo los bastones que no me atrevo a plegar y guardar en mi mochila. Hace apenas cuatro meses me esguincé el tobillo al bajar el cráter del Xitle; aunque siento el tobillo más firme y hace unos días caminé catorce kilómetros por San Nicolás, no quiero cargar de más a esa parte de mi cuerpo. Observo el camino y observo mi cuerpo. Así como en mi respiración coordinada el aire sale y entra, el cuidado y la atención van de mis pisadas al suelo, palpo la firmeza de las rocas; al bajar, mi mirada elige la zona donde mi pie va a pisar, ojo y pie, unidos, inhalar, exhalar, atención, flexionar, talón-punta, una coreografía que requiere todos mis sentidos.

Recuerdo la famosísima frase de Walter Benjamin que me repetía cuando me definía como flâneuse: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad, perderse como quien se pierde en un bosque implica aprendizaje”, pero ahora que la recuerdo y la escribo como caminante de bosques me inquieta. Benjamin tomaba la imagen de perderse en el bosque con cierta potencia estética, deseando esa errancia idílica, sin sentido de orientación, para su flâneur. Cuando la repito detecto una risa nerviosa, con la imagen de un fantasma detrás: no estoy segura de que perderme en un bosque sería una experiencia que me gustaría vivir. Pienso en el caso de la senderista extraviada en la sierra entre Nuevo León y Coahuila. Antes de perder la señal subió la foto de una flor con el texto “Amo la sierra”. Unas horas después no encontró el camino para reunirse con sus hermanas, la buscaron durante seis días, hasta que fue localizada sin vida. Conocer el bosque, el cerro, la sierra implica años de observación y un aprendizaje previo, querido Benjamin, mi conocimiento está restringido a perderme en la ciudad y tampoco estoy segura de que saldría con vida si eso ocurriera, no en México, no siendo mujer.

Pese a esto, pienso en que Rebecca Solnit le dedica todo un libro al arte de perderse, una guía, de hecho, y si me pierdo en la genealogía de mi estar perdida, pienso en un recuerdo preparatoriano, en una salida escolar de fin de semana y en una larga caminata en la que tuve un pequeño incidente en el río. Ante mi negativa a mojarme los zapatos, atavismo tonto, sin duda, tuve la no muy afortunada idea de quitármelos para cruzar por las piedras agarrada de la mano de una amiga, quien al sentir la corriente jaló mi brazo como si fuera una especie de bastón de trekking, lo que hizo que mi pie se azotara contra una piedra, así que mi caminata transcurrió con dolor y un dedo hinchado. En algún momento, ya bastante avanzado el día, descubrimos que estábamos perdidos en el campo. Recuerdo haber sentido cansancio y un poco de ansiedad, pero sobre todo haberme sentido incómoda cuando a un compañero le dio por hablar en tono de sermón acerca de cómo no poseíamos la capacidad de leer el cielo y orientarnos. Nunca sabré si era una crítica a las chicas o hacia todo el grupo —él incluido—; lo que sí sé es que esa primera decepción de mí misma como una criatura humana a la deriva, sin referentes, caminando en el campo, se guardó en lo más hondo de mi cuerpo. Mucho me temo que en mi presente no puedo desmentir ese sentimiento de orfandad. Mucho lamento cada vez que no puedo usar mi corto vocabulario para detectar y reconocer el rumbo de los caminos. En el bosque siempre sigo a alguien, le dije una vez a un amigo. Noté en su rostro una risa irónica al mismo tiempo que me expresaba en su elegante retórica que mi recién confesado sentido de desorientación le preocupaba. En la montaña o en el bosque, caminar, para mí, es un acto de humildad, asumo que me debo al conocimiento de otros, me nombro aprendiz y no aspiro a competir con nadie. Sigo y me pregunto cómo sería mi caminar solitario si tuviera esos otros sentidos de orientación, como le escuché decir a Francisco Serratos en una conferencia, para sorpresa del auditorio: los bisontes se orientan mirando las estrellas. Muchos animales tienen sus propias formas de mapear un territorio; los pájaros, por ejemplo, son expertos en meteorología, las golondrinas leen las termales y saben cuándo han de lanzarse al vuelo para no agotar sus cuerpos; cada año, miles de aves de distintas especies reescriben las rutas migratorias de sus ancestros. Nosotros, en cambio, como lo dicen varios autores caminantes, hemos perdido esos sentidos salvajes.

Para llegar al punto más alto del cerro San Miguel desde el Cuarto Dinamo hemos caminado unas cinco horas. Varios compañeros se sientan dispersos en las rocas para comer las provisiones que cada uno trae consigo. Antes de sentarme y acompañarlos, entro a la ermita dedicada al arcángel Miguel, construida en el siglo XVIII por los monjes carmelitas, los mismos que hicieron el convento abajo, en el Desierto de los Leones. Para mí es importante volver a entrar a este espacio. San Miguel fue mi primer cerro cuando empecé a caminar hace ocho años en esta región conocida como el Cinturón Neovolcánico. Entonces buscaba un remedio para una crisis de sentido y la caminata se volvió mi rito de pasaje, atrás quedaba una vida y empezaba otra relación con el mundo. Regresar a San Miguel luego de estos años de kilómetros acumulados, de descubrimiento y —por qué no decirlo— de enamoramiento del bosque es completar un círculo. No, quizá debo decir una espiral. Soy otra. Ahora sé reconocer presencias, sé más de mi cuerpo y del cuerpo enorme que recorro. Sé que nunca será suficiente, que el bosque es mi escuela y mi casa, en cierta medida. Sé que siempre encontraré verdores que me sorprendan, helechos que me arroben, musgos que me dejen sin habla, sé que agosto significa una invitación a encontrar presencias honguiles, una oleada de color. Sé que este texto infinito al que llamo bosque se pega en la suela de mis zapatos, a mis ojos. Quisiera saber cuál es el nombre que me otorga el bosque, igual si es un silbido de viento y un nombre común a muchas criaturas, es un nombre digno y hermoso.

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El bosque es un texto inagotable, dedicaría mi vida a leerlo

El bosque es un texto inagotable, dedicaría mi vida a leerlo

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2023
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Caminar por el bosque no es una experiencia solitaria y muchas veces tampoco es idílica. Para recorrer sus rumbos sin perderse, lastimarse o ponerse en riesgo, la autora de este texto ha tenido que aprender a interpretarlos de la mano de muchos otros —guías, montañistas, amigos, científicos—, e incluso adquirir otra manera de andar que le exige una atención completa. El asombro ante el bosque y todo lo que vive en él se combina con los conflictos, pasados y actuales, por la gestión humana de la naturaleza.

Ascendemos por un camino ancho y empedrado. No es mi superficie favorita, prefiero caminar pisando el suelo terroso, mucho más suave para el movimiento articular del cuerpo, que esta subida que resulta más cansada y agitada. Pero no tengo otra opción, debo continuar por esta vía, la caminata es larga y es mejor seguir al grupo que esta vez es grande. Son los primeros días de enero, imagino que la pertinencia de la fecha está detrás de la respuesta entusiasta a esta caminata que inaugura el año y le da un carácter simbólico. También el hecho de haber sobrevivido a un año difícil; luego del encierro por la pandemia, regresar en presencia a los espacios laborales y escolares provocó un agotamiento inusual. Sin embargo, me parece, todos queremos caminar en eso que llamamos “naturaleza”, y me pregunto si es posible ir hacia ella cuando en realidad venimos de. En el imaginario común, lo natural se opone a lo urbano tanto como lo salvaje a lo civilizado, las distancias que se abren entre estos binarismos son amplias e infranqueables cuando, en un relato en el que lo humano no es protagonista, sabemos que eso que llamamos “humano” pertenece a la naturaleza.

Terminar o comenzar el año en el bosque es un ritual que forma parte de mi vida desde hace algunos años. No miento si digo que transitar de un calendario a otro sin cambiar el horizonte urbano me incomoda. Algo me falta. No estoy en paz. Necesito caminar para pensar o quizá para desapegarme de eso que, en la vida cotidiana, entregada a la productividad y la ansiedad por cumplir metas u objetivos, se conoce como pensar. Salir al bosque y soltar los fantasmas mentales, salir al bosque a escuchar otras voces internas, tener otros diálogos conmigo misma. El bosque es un texto inagotable y, si me lo preguntan, dedicaría mi vida a leerlo, o tal vez sea mejor decir interpretarlo. Soy consciente de que esta acción no es solo mía, carezco de una experiencia arraigada como la de muchas personas que desde la infancia se vieron definidas por estos entornos y permanecen en el mundo dentro de ellos, marcando su vida cotidiana por la convivencia con presencias animales o vegetales, incluso geológicas. Mi experiencia es reciente y no deja de requerir y de integrar un gesto colectivo; para entender apenas un poquito del bosque he recurrido a otros textos, literarios, históricos, botánicos, filosóficos, y, sobre todo, a las experiencias, saberes y conocimientos de muchas personas. Hablar del bosque en el bosque se ha convertido en una de mis maneras preferidas de conversar, pero también hablar de este espacio fuera del bosque me resulta una forma de volver a él.

En una plática fuera del espacio boscoso, Ireri, una joven micóloga, me relató una experiencia que interpreto como una renovación del asombro. Viajó con una amiga suya, quien trabajaba en una oficina y se sentía atraída por todo lo que veía. Me dice Ireri: “A veces creo que los científicos estamos tan ensimismados en lo que sabemos que no les damos chance a los otros de experimentar desde sus propios campos de conocimiento”. Quizá sea bajo este techo donde me amparo, desde eso que la bióloga y escritora Rachel Carson nombró el sentido del asombro, del que llegó a anhelar que fuera “tan indestructible que durara toda la vida”. Estar siempre atenta, percibir, mirar, olfatear. El bosque es un espacio en el que los sentidos pueden/requieren ampliarse, en el que realmente logro entender lo que el término “experiencia inmersiva” significa. Mi propia pregunta es qué hace el bosque para contribuir a esta conciencia de “estar” en su totalidad infinitiva, una percepción que la ciudad me secuestra.

Hace un año, en una caminata con un grupo mucho más pequeño en estos rumbos de Los Dinamos, enfilando al mirador de la Coconetla, dejamos el camino empedrado mientras seguíamos a Lalo, quien nos guiaba. Tomamos unas veredas que nos hicieron transitar por el interior de este bosque de pinos y oyameles. En un momento nos encontramos con una imagen casi idílica —en el contexto urbano del siglo XXI—: caminar los bosques, encontrarse a un rebaño de ovejas, conversar con el pastor, preguntarle por los nombres de sus perros, ¿eran cinco?, soltar la conversación en algún punto y seguir hasta la barranca Coconetla, autogestionar el hechizo perturbador que la altura tiene en todo mi cuerpo. Ubicarme en el borde del barranco, mirar los pliegues de las laderas, mirar las copas tupidas de los pinos que caracterizan esta zona y pensar:

También esto es la Ciudad de México.
Quién lo diría.

Quizá aquí yace la clave del asunto. Para “ganar” esta vista o para merecerla no puedo hacer más que lo que en teoría mi cuerpo sabe hacer, lo que aprendí cuando tenía un año: caminar. No deja de ser curioso que hable de ganar y merecer, palabras cuyo significado cae dentro de la escala del mérito. No podemos estar en el mundo más que a través del cuerpo; parece una frase obvia, pero vale la pena regresar a ella cuando pensamos cómo el cuerpo vive los espacios. No todos los cuerpos tienen la posibilidad de desplazarse de la misma forma, algunos atraviesan largas distancias, algunos se ponen en riesgo en esos trayectos, otros están sometidos a un estrés en encierro o a labores repetitivas, demandantes, agotadoras. Tal vez por eso nos atrae la idea de ir a ese espacio que llamamos, casi con nostalgia, “naturaleza”, porque ahí estamos mucho más libres, en apariencia; estamos también más vulnerables.

He llegado a esta vista a partir de un esfuerzo físico. Caminar en el bosque exige condición y cabeza, disciplina y ganas de levantarse antes del amanecer. Caminar en el bosque me pide saber cómo pisar. Esto ha sido un aprendizaje. En mi caso he tenido suerte: mi amiga Luisa, fisioterapeuta y una gran montañista, me ha enseñado a dar un paso tras otro. Mi abuela paterna se llamaba como ella, Luigina, y de algún modo siento algo familiar en su forma de observar mis pasos. Tengo que pensar de qué manera flexionar mis rodillas y evitar cargarme en ellas para no dañarlas, hacer trabajar el cuádriceps, saber cómo caer en el caso de caer: siempre hacia la montaña. Caminar me arriesga y al mismo tiempo me da alegría y, sobre todo, me ofrece otra perspectiva de cómo pensar y descifrar el entorno, quizá porque mi cuerpo está entregado totalmente a esta tarea: caminar y escuchar, entendiendo que escuchar es también estar alerta, aguzar la visión.

Sigo por el empedrado, los de adelante nos esperan donde el camino se bifurca y hay que saber muy bien para dónde agarrar. Unos cuantos metros más de esta subida pensada, a todas luces, en función de los autos más que del tránsito de personas humanas y no humanas. No podría encontrar al pastor en este punto, pero me distraigo pensando que pronto dejaremos la alcaldía Magdalena Contreras y entraremos a la Álvaro Obregón. Sin embargo, estos detalles, aparentemente, dejan de tener importancia o se desdibujan en las copas triangulares de los altísimos oyameles. A veces nos los recuerda la aparición de algún grupo de comuneros que piden una cuota por transitar al “otro lado” del bosque. Más de una vez se topan con la sorpresa y el refunfuño de los caminantes urbanitas, quienes discuten que ya han pagado. El costo, nos dicen, es de veinte pesos. No es una cantidad desorbitada si en verdad va para los comuneros, si son ellos quienes reaccionan primero en caso de un incendio. Estas personas son amables, pero he sabido y vivido actitudes más impositivas y malencaradas. Recientemente, un biólogo nos contó en un taller de recolección de semillas que, en algún momento, con todo y los permisos y documentos en orden para caminar, se les apareció un ejidatario armado que no les permitía pasar; tras una conversación bajó la guardia y los dejó seguir adelante.

En estos casos, algunos caminantes muestran su desconexión, pensando que los espacios de la naturaleza se gestionan a sí mismos, como si el bosque no tuviera zonas en riesgo de tala o como si, en general, quienes lo vigilan no vivieran bajo la amenaza continua de los proyectos de desarrollo urbano. Quizás estos comuneros, los que ahora han salido a nuestro paso, defienden estos espacios como lo hicieron sus padres y abuelos, quienes, por cierto, tuvieron que pagar cuotas a los capataces de las haciendas de los bosques por pastorear, extraer leña o maderables, un relato que narra Romana Falcón en un artículo dedicado a los bosques del sureste de la ciudad, que conocí gracias a Juan Luis Delgado, un promotor de la historiografía del bosque en México. En otra caminata por Los Dinamos, un desconocido me dijo desde lo alto del mirador de la Puerta del Cielo: “El bosque es uno solo”, lo seccionamos y le asignamos límites; para distinguirlo, lo nombramos, quizá porque nombrar es parte de lo que nos hace humanos: nombrar, recordar y transmitir. Caminar por los bosques implica una serie de circunstancias que cambian si las tierras son parte de un parque nacional o zonas protegidas, corredores biológicos o propiedades privadas. La gestión de estos espacios ha generado, a lo largo del tiempo, tensiones y acuerdos, usos de suelo y despojos. Caminar los bosques es reescribir los caminos que generaciones anteriores pasaron, no sin sus propios conflictos y temores. En este paisaje anhelado por nuestro ser habitante del siglo XXI subyacen arreglos y violencias de los que nunca sabremos hasta que deseemos conocer su historia.

Dejamos atrás el camino empedrado, la geografía nos regala la vista y el tránsito por un valle escarchado; pequeños brotes de oyameles y otros arbustos cuyo nombre no conozco están cubiertos de una capa de hielo, como también lo está el pasto. Estas transiciones me llevan siempre a hacer un alto, tomar una foto y decirle al caminante más próximo: “Me encanta cuando se abre el camino y descubres el valle”. He visto esta transformación en el camino de Milpa Alta a San Juan, Tepoztlán; en el camino del mirador de la Virgen en San Nicolás Totolapan que desemboca en el valle Marlboro —todavía me pregunto por qué se llama así—, una zona preciosa que me significa descanso, la posibilidad de mirar el paisaje desde eso que Nan Shepherd, la autora escocesa de La montaña viva, una de mis biblias en esto de deambular por bosques y montañas, llama la meseta. Técnicamente, una meseta es un terreno relativamente plano que está a una altura considerable; es una zona de descanso antes de un ascenso o, en el caso de Shepherd, entre ascensos, pues su meseta está situada entre las varias cimas que componen los Cairngorms. Para mí, una caminante de 52 años, despojada de cualquier afán de competencia, perteneciente al club de eso que la poeta Tanya Huntington acuñó como “no ser cumbrista”, la reivindicación de la meseta es una postura corporal y política. La meseta me permite permanecer en el bosque y simplemente percibir una serie de narrativas que suceden aquí: la de los árboles, los pájaros, los musgos o los líquenes y, cuando es temporada, la mágica irrupción de los hongos y otras tantas formas de contar la vida en las que aún no reparo o no distingo. En la meseta o en el valle o en un claro me puedo detener, hacer de mi cuerpo una especie de organismo entregado a la simple tarea de estar ahí, dedicado a percibir lo que le sea dado percibir el día de hoy. En una breve entrevista que le hice a Dante S. Figueroa, un botánico especialista en coníferas, porque tenía mucha curiosidad de escuchar la experiencia de alguien que continuamente se interna en el bosque, me dijo: “Lo que veo o se despliega ante mí son cosas nuevas o nuevas formas de conocer algo que ya había visto”. Sus palabras me revelan el azoro: esto que yo siento, vivo y percibo puede ser un continuo sentir cada vez que me adentre en estos verdores; no importa cuántas veces venga, el bosque siempre será el mismo y otro nuevo a la vez.

Más adelante, una vez que tomamos la desviación, empezamos un sendero que asciende, un caminito mucho más estrecho. Es posible escuchar y ver un riachuelo. Esta es la zona del río Magdalena. Allá abajo, antes de subir por donde se estacionan los autos, nos encontramos con la presencia del río, el único sobreviviente; es decir, el único que cualquier chilango puede apreciar de cuerpo a cuerpo, un espacio de desmitificación: no todo río es sinónimo de flujo entubado. Río y agua, esas fuerzas no humanas que un día por mandato se decidió ocultar de la vista de los habitantes urbanos, causando una desconexión profunda de este elemento. Así como caminamos a esta altura por la orilla de la cañada, un territorio formado precisamente por el curso del agua, así nuestras vidas están esculpidas por esa presencia ahora fantasmal del agua, que en nuestras ciudades ocultamos. Bordeamos esta orilla. Piedras sueltas, raíces, hay que caminar con mucha atención. Llevo los bastones que no me atrevo a plegar y guardar en mi mochila. Hace apenas cuatro meses me esguincé el tobillo al bajar el cráter del Xitle; aunque siento el tobillo más firme y hace unos días caminé catorce kilómetros por San Nicolás, no quiero cargar de más a esa parte de mi cuerpo. Observo el camino y observo mi cuerpo. Así como en mi respiración coordinada el aire sale y entra, el cuidado y la atención van de mis pisadas al suelo, palpo la firmeza de las rocas; al bajar, mi mirada elige la zona donde mi pie va a pisar, ojo y pie, unidos, inhalar, exhalar, atención, flexionar, talón-punta, una coreografía que requiere todos mis sentidos.

Recuerdo la famosísima frase de Walter Benjamin que me repetía cuando me definía como flâneuse: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad, perderse como quien se pierde en un bosque implica aprendizaje”, pero ahora que la recuerdo y la escribo como caminante de bosques me inquieta. Benjamin tomaba la imagen de perderse en el bosque con cierta potencia estética, deseando esa errancia idílica, sin sentido de orientación, para su flâneur. Cuando la repito detecto una risa nerviosa, con la imagen de un fantasma detrás: no estoy segura de que perderme en un bosque sería una experiencia que me gustaría vivir. Pienso en el caso de la senderista extraviada en la sierra entre Nuevo León y Coahuila. Antes de perder la señal subió la foto de una flor con el texto “Amo la sierra”. Unas horas después no encontró el camino para reunirse con sus hermanas, la buscaron durante seis días, hasta que fue localizada sin vida. Conocer el bosque, el cerro, la sierra implica años de observación y un aprendizaje previo, querido Benjamin, mi conocimiento está restringido a perderme en la ciudad y tampoco estoy segura de que saldría con vida si eso ocurriera, no en México, no siendo mujer.

Pese a esto, pienso en que Rebecca Solnit le dedica todo un libro al arte de perderse, una guía, de hecho, y si me pierdo en la genealogía de mi estar perdida, pienso en un recuerdo preparatoriano, en una salida escolar de fin de semana y en una larga caminata en la que tuve un pequeño incidente en el río. Ante mi negativa a mojarme los zapatos, atavismo tonto, sin duda, tuve la no muy afortunada idea de quitármelos para cruzar por las piedras agarrada de la mano de una amiga, quien al sentir la corriente jaló mi brazo como si fuera una especie de bastón de trekking, lo que hizo que mi pie se azotara contra una piedra, así que mi caminata transcurrió con dolor y un dedo hinchado. En algún momento, ya bastante avanzado el día, descubrimos que estábamos perdidos en el campo. Recuerdo haber sentido cansancio y un poco de ansiedad, pero sobre todo haberme sentido incómoda cuando a un compañero le dio por hablar en tono de sermón acerca de cómo no poseíamos la capacidad de leer el cielo y orientarnos. Nunca sabré si era una crítica a las chicas o hacia todo el grupo —él incluido—; lo que sí sé es que esa primera decepción de mí misma como una criatura humana a la deriva, sin referentes, caminando en el campo, se guardó en lo más hondo de mi cuerpo. Mucho me temo que en mi presente no puedo desmentir ese sentimiento de orfandad. Mucho lamento cada vez que no puedo usar mi corto vocabulario para detectar y reconocer el rumbo de los caminos. En el bosque siempre sigo a alguien, le dije una vez a un amigo. Noté en su rostro una risa irónica al mismo tiempo que me expresaba en su elegante retórica que mi recién confesado sentido de desorientación le preocupaba. En la montaña o en el bosque, caminar, para mí, es un acto de humildad, asumo que me debo al conocimiento de otros, me nombro aprendiz y no aspiro a competir con nadie. Sigo y me pregunto cómo sería mi caminar solitario si tuviera esos otros sentidos de orientación, como le escuché decir a Francisco Serratos en una conferencia, para sorpresa del auditorio: los bisontes se orientan mirando las estrellas. Muchos animales tienen sus propias formas de mapear un territorio; los pájaros, por ejemplo, son expertos en meteorología, las golondrinas leen las termales y saben cuándo han de lanzarse al vuelo para no agotar sus cuerpos; cada año, miles de aves de distintas especies reescriben las rutas migratorias de sus ancestros. Nosotros, en cambio, como lo dicen varios autores caminantes, hemos perdido esos sentidos salvajes.

Para llegar al punto más alto del cerro San Miguel desde el Cuarto Dinamo hemos caminado unas cinco horas. Varios compañeros se sientan dispersos en las rocas para comer las provisiones que cada uno trae consigo. Antes de sentarme y acompañarlos, entro a la ermita dedicada al arcángel Miguel, construida en el siglo XVIII por los monjes carmelitas, los mismos que hicieron el convento abajo, en el Desierto de los Leones. Para mí es importante volver a entrar a este espacio. San Miguel fue mi primer cerro cuando empecé a caminar hace ocho años en esta región conocida como el Cinturón Neovolcánico. Entonces buscaba un remedio para una crisis de sentido y la caminata se volvió mi rito de pasaje, atrás quedaba una vida y empezaba otra relación con el mundo. Regresar a San Miguel luego de estos años de kilómetros acumulados, de descubrimiento y —por qué no decirlo— de enamoramiento del bosque es completar un círculo. No, quizá debo decir una espiral. Soy otra. Ahora sé reconocer presencias, sé más de mi cuerpo y del cuerpo enorme que recorro. Sé que nunca será suficiente, que el bosque es mi escuela y mi casa, en cierta medida. Sé que siempre encontraré verdores que me sorprendan, helechos que me arroben, musgos que me dejen sin habla, sé que agosto significa una invitación a encontrar presencias honguiles, una oleada de color. Sé que este texto infinito al que llamo bosque se pega en la suela de mis zapatos, a mis ojos. Quisiera saber cuál es el nombre que me otorga el bosque, igual si es un silbido de viento y un nombre común a muchas criaturas, es un nombre digno y hermoso.

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Este texto se publicó en la edición: «Cuando la Tierra habla».

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El bosque es un texto inagotable, dedicaría mi vida a leerlo

El bosque es un texto inagotable, dedicaría mi vida a leerlo

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Tiempo de Lectura: 00 min

Caminar por el bosque no es una experiencia solitaria y muchas veces tampoco es idílica. Para recorrer sus rumbos sin perderse, lastimarse o ponerse en riesgo, la autora de este texto ha tenido que aprender a interpretarlos de la mano de muchos otros —guías, montañistas, amigos, científicos—, e incluso adquirir otra manera de andar que le exige una atención completa. El asombro ante el bosque y todo lo que vive en él se combina con los conflictos, pasados y actuales, por la gestión humana de la naturaleza.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Ascendemos por un camino ancho y empedrado. No es mi superficie favorita, prefiero caminar pisando el suelo terroso, mucho más suave para el movimiento articular del cuerpo, que esta subida que resulta más cansada y agitada. Pero no tengo otra opción, debo continuar por esta vía, la caminata es larga y es mejor seguir al grupo que esta vez es grande. Son los primeros días de enero, imagino que la pertinencia de la fecha está detrás de la respuesta entusiasta a esta caminata que inaugura el año y le da un carácter simbólico. También el hecho de haber sobrevivido a un año difícil; luego del encierro por la pandemia, regresar en presencia a los espacios laborales y escolares provocó un agotamiento inusual. Sin embargo, me parece, todos queremos caminar en eso que llamamos “naturaleza”, y me pregunto si es posible ir hacia ella cuando en realidad venimos de. En el imaginario común, lo natural se opone a lo urbano tanto como lo salvaje a lo civilizado, las distancias que se abren entre estos binarismos son amplias e infranqueables cuando, en un relato en el que lo humano no es protagonista, sabemos que eso que llamamos “humano” pertenece a la naturaleza.

Terminar o comenzar el año en el bosque es un ritual que forma parte de mi vida desde hace algunos años. No miento si digo que transitar de un calendario a otro sin cambiar el horizonte urbano me incomoda. Algo me falta. No estoy en paz. Necesito caminar para pensar o quizá para desapegarme de eso que, en la vida cotidiana, entregada a la productividad y la ansiedad por cumplir metas u objetivos, se conoce como pensar. Salir al bosque y soltar los fantasmas mentales, salir al bosque a escuchar otras voces internas, tener otros diálogos conmigo misma. El bosque es un texto inagotable y, si me lo preguntan, dedicaría mi vida a leerlo, o tal vez sea mejor decir interpretarlo. Soy consciente de que esta acción no es solo mía, carezco de una experiencia arraigada como la de muchas personas que desde la infancia se vieron definidas por estos entornos y permanecen en el mundo dentro de ellos, marcando su vida cotidiana por la convivencia con presencias animales o vegetales, incluso geológicas. Mi experiencia es reciente y no deja de requerir y de integrar un gesto colectivo; para entender apenas un poquito del bosque he recurrido a otros textos, literarios, históricos, botánicos, filosóficos, y, sobre todo, a las experiencias, saberes y conocimientos de muchas personas. Hablar del bosque en el bosque se ha convertido en una de mis maneras preferidas de conversar, pero también hablar de este espacio fuera del bosque me resulta una forma de volver a él.

En una plática fuera del espacio boscoso, Ireri, una joven micóloga, me relató una experiencia que interpreto como una renovación del asombro. Viajó con una amiga suya, quien trabajaba en una oficina y se sentía atraída por todo lo que veía. Me dice Ireri: “A veces creo que los científicos estamos tan ensimismados en lo que sabemos que no les damos chance a los otros de experimentar desde sus propios campos de conocimiento”. Quizá sea bajo este techo donde me amparo, desde eso que la bióloga y escritora Rachel Carson nombró el sentido del asombro, del que llegó a anhelar que fuera “tan indestructible que durara toda la vida”. Estar siempre atenta, percibir, mirar, olfatear. El bosque es un espacio en el que los sentidos pueden/requieren ampliarse, en el que realmente logro entender lo que el término “experiencia inmersiva” significa. Mi propia pregunta es qué hace el bosque para contribuir a esta conciencia de “estar” en su totalidad infinitiva, una percepción que la ciudad me secuestra.

Hace un año, en una caminata con un grupo mucho más pequeño en estos rumbos de Los Dinamos, enfilando al mirador de la Coconetla, dejamos el camino empedrado mientras seguíamos a Lalo, quien nos guiaba. Tomamos unas veredas que nos hicieron transitar por el interior de este bosque de pinos y oyameles. En un momento nos encontramos con una imagen casi idílica —en el contexto urbano del siglo XXI—: caminar los bosques, encontrarse a un rebaño de ovejas, conversar con el pastor, preguntarle por los nombres de sus perros, ¿eran cinco?, soltar la conversación en algún punto y seguir hasta la barranca Coconetla, autogestionar el hechizo perturbador que la altura tiene en todo mi cuerpo. Ubicarme en el borde del barranco, mirar los pliegues de las laderas, mirar las copas tupidas de los pinos que caracterizan esta zona y pensar:

También esto es la Ciudad de México.
Quién lo diría.

Quizá aquí yace la clave del asunto. Para “ganar” esta vista o para merecerla no puedo hacer más que lo que en teoría mi cuerpo sabe hacer, lo que aprendí cuando tenía un año: caminar. No deja de ser curioso que hable de ganar y merecer, palabras cuyo significado cae dentro de la escala del mérito. No podemos estar en el mundo más que a través del cuerpo; parece una frase obvia, pero vale la pena regresar a ella cuando pensamos cómo el cuerpo vive los espacios. No todos los cuerpos tienen la posibilidad de desplazarse de la misma forma, algunos atraviesan largas distancias, algunos se ponen en riesgo en esos trayectos, otros están sometidos a un estrés en encierro o a labores repetitivas, demandantes, agotadoras. Tal vez por eso nos atrae la idea de ir a ese espacio que llamamos, casi con nostalgia, “naturaleza”, porque ahí estamos mucho más libres, en apariencia; estamos también más vulnerables.

He llegado a esta vista a partir de un esfuerzo físico. Caminar en el bosque exige condición y cabeza, disciplina y ganas de levantarse antes del amanecer. Caminar en el bosque me pide saber cómo pisar. Esto ha sido un aprendizaje. En mi caso he tenido suerte: mi amiga Luisa, fisioterapeuta y una gran montañista, me ha enseñado a dar un paso tras otro. Mi abuela paterna se llamaba como ella, Luigina, y de algún modo siento algo familiar en su forma de observar mis pasos. Tengo que pensar de qué manera flexionar mis rodillas y evitar cargarme en ellas para no dañarlas, hacer trabajar el cuádriceps, saber cómo caer en el caso de caer: siempre hacia la montaña. Caminar me arriesga y al mismo tiempo me da alegría y, sobre todo, me ofrece otra perspectiva de cómo pensar y descifrar el entorno, quizá porque mi cuerpo está entregado totalmente a esta tarea: caminar y escuchar, entendiendo que escuchar es también estar alerta, aguzar la visión.

Sigo por el empedrado, los de adelante nos esperan donde el camino se bifurca y hay que saber muy bien para dónde agarrar. Unos cuantos metros más de esta subida pensada, a todas luces, en función de los autos más que del tránsito de personas humanas y no humanas. No podría encontrar al pastor en este punto, pero me distraigo pensando que pronto dejaremos la alcaldía Magdalena Contreras y entraremos a la Álvaro Obregón. Sin embargo, estos detalles, aparentemente, dejan de tener importancia o se desdibujan en las copas triangulares de los altísimos oyameles. A veces nos los recuerda la aparición de algún grupo de comuneros que piden una cuota por transitar al “otro lado” del bosque. Más de una vez se topan con la sorpresa y el refunfuño de los caminantes urbanitas, quienes discuten que ya han pagado. El costo, nos dicen, es de veinte pesos. No es una cantidad desorbitada si en verdad va para los comuneros, si son ellos quienes reaccionan primero en caso de un incendio. Estas personas son amables, pero he sabido y vivido actitudes más impositivas y malencaradas. Recientemente, un biólogo nos contó en un taller de recolección de semillas que, en algún momento, con todo y los permisos y documentos en orden para caminar, se les apareció un ejidatario armado que no les permitía pasar; tras una conversación bajó la guardia y los dejó seguir adelante.

En estos casos, algunos caminantes muestran su desconexión, pensando que los espacios de la naturaleza se gestionan a sí mismos, como si el bosque no tuviera zonas en riesgo de tala o como si, en general, quienes lo vigilan no vivieran bajo la amenaza continua de los proyectos de desarrollo urbano. Quizás estos comuneros, los que ahora han salido a nuestro paso, defienden estos espacios como lo hicieron sus padres y abuelos, quienes, por cierto, tuvieron que pagar cuotas a los capataces de las haciendas de los bosques por pastorear, extraer leña o maderables, un relato que narra Romana Falcón en un artículo dedicado a los bosques del sureste de la ciudad, que conocí gracias a Juan Luis Delgado, un promotor de la historiografía del bosque en México. En otra caminata por Los Dinamos, un desconocido me dijo desde lo alto del mirador de la Puerta del Cielo: “El bosque es uno solo”, lo seccionamos y le asignamos límites; para distinguirlo, lo nombramos, quizá porque nombrar es parte de lo que nos hace humanos: nombrar, recordar y transmitir. Caminar por los bosques implica una serie de circunstancias que cambian si las tierras son parte de un parque nacional o zonas protegidas, corredores biológicos o propiedades privadas. La gestión de estos espacios ha generado, a lo largo del tiempo, tensiones y acuerdos, usos de suelo y despojos. Caminar los bosques es reescribir los caminos que generaciones anteriores pasaron, no sin sus propios conflictos y temores. En este paisaje anhelado por nuestro ser habitante del siglo XXI subyacen arreglos y violencias de los que nunca sabremos hasta que deseemos conocer su historia.

Dejamos atrás el camino empedrado, la geografía nos regala la vista y el tránsito por un valle escarchado; pequeños brotes de oyameles y otros arbustos cuyo nombre no conozco están cubiertos de una capa de hielo, como también lo está el pasto. Estas transiciones me llevan siempre a hacer un alto, tomar una foto y decirle al caminante más próximo: “Me encanta cuando se abre el camino y descubres el valle”. He visto esta transformación en el camino de Milpa Alta a San Juan, Tepoztlán; en el camino del mirador de la Virgen en San Nicolás Totolapan que desemboca en el valle Marlboro —todavía me pregunto por qué se llama así—, una zona preciosa que me significa descanso, la posibilidad de mirar el paisaje desde eso que Nan Shepherd, la autora escocesa de La montaña viva, una de mis biblias en esto de deambular por bosques y montañas, llama la meseta. Técnicamente, una meseta es un terreno relativamente plano que está a una altura considerable; es una zona de descanso antes de un ascenso o, en el caso de Shepherd, entre ascensos, pues su meseta está situada entre las varias cimas que componen los Cairngorms. Para mí, una caminante de 52 años, despojada de cualquier afán de competencia, perteneciente al club de eso que la poeta Tanya Huntington acuñó como “no ser cumbrista”, la reivindicación de la meseta es una postura corporal y política. La meseta me permite permanecer en el bosque y simplemente percibir una serie de narrativas que suceden aquí: la de los árboles, los pájaros, los musgos o los líquenes y, cuando es temporada, la mágica irrupción de los hongos y otras tantas formas de contar la vida en las que aún no reparo o no distingo. En la meseta o en el valle o en un claro me puedo detener, hacer de mi cuerpo una especie de organismo entregado a la simple tarea de estar ahí, dedicado a percibir lo que le sea dado percibir el día de hoy. En una breve entrevista que le hice a Dante S. Figueroa, un botánico especialista en coníferas, porque tenía mucha curiosidad de escuchar la experiencia de alguien que continuamente se interna en el bosque, me dijo: “Lo que veo o se despliega ante mí son cosas nuevas o nuevas formas de conocer algo que ya había visto”. Sus palabras me revelan el azoro: esto que yo siento, vivo y percibo puede ser un continuo sentir cada vez que me adentre en estos verdores; no importa cuántas veces venga, el bosque siempre será el mismo y otro nuevo a la vez.

Más adelante, una vez que tomamos la desviación, empezamos un sendero que asciende, un caminito mucho más estrecho. Es posible escuchar y ver un riachuelo. Esta es la zona del río Magdalena. Allá abajo, antes de subir por donde se estacionan los autos, nos encontramos con la presencia del río, el único sobreviviente; es decir, el único que cualquier chilango puede apreciar de cuerpo a cuerpo, un espacio de desmitificación: no todo río es sinónimo de flujo entubado. Río y agua, esas fuerzas no humanas que un día por mandato se decidió ocultar de la vista de los habitantes urbanos, causando una desconexión profunda de este elemento. Así como caminamos a esta altura por la orilla de la cañada, un territorio formado precisamente por el curso del agua, así nuestras vidas están esculpidas por esa presencia ahora fantasmal del agua, que en nuestras ciudades ocultamos. Bordeamos esta orilla. Piedras sueltas, raíces, hay que caminar con mucha atención. Llevo los bastones que no me atrevo a plegar y guardar en mi mochila. Hace apenas cuatro meses me esguincé el tobillo al bajar el cráter del Xitle; aunque siento el tobillo más firme y hace unos días caminé catorce kilómetros por San Nicolás, no quiero cargar de más a esa parte de mi cuerpo. Observo el camino y observo mi cuerpo. Así como en mi respiración coordinada el aire sale y entra, el cuidado y la atención van de mis pisadas al suelo, palpo la firmeza de las rocas; al bajar, mi mirada elige la zona donde mi pie va a pisar, ojo y pie, unidos, inhalar, exhalar, atención, flexionar, talón-punta, una coreografía que requiere todos mis sentidos.

Recuerdo la famosísima frase de Walter Benjamin que me repetía cuando me definía como flâneuse: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad, perderse como quien se pierde en un bosque implica aprendizaje”, pero ahora que la recuerdo y la escribo como caminante de bosques me inquieta. Benjamin tomaba la imagen de perderse en el bosque con cierta potencia estética, deseando esa errancia idílica, sin sentido de orientación, para su flâneur. Cuando la repito detecto una risa nerviosa, con la imagen de un fantasma detrás: no estoy segura de que perderme en un bosque sería una experiencia que me gustaría vivir. Pienso en el caso de la senderista extraviada en la sierra entre Nuevo León y Coahuila. Antes de perder la señal subió la foto de una flor con el texto “Amo la sierra”. Unas horas después no encontró el camino para reunirse con sus hermanas, la buscaron durante seis días, hasta que fue localizada sin vida. Conocer el bosque, el cerro, la sierra implica años de observación y un aprendizaje previo, querido Benjamin, mi conocimiento está restringido a perderme en la ciudad y tampoco estoy segura de que saldría con vida si eso ocurriera, no en México, no siendo mujer.

Pese a esto, pienso en que Rebecca Solnit le dedica todo un libro al arte de perderse, una guía, de hecho, y si me pierdo en la genealogía de mi estar perdida, pienso en un recuerdo preparatoriano, en una salida escolar de fin de semana y en una larga caminata en la que tuve un pequeño incidente en el río. Ante mi negativa a mojarme los zapatos, atavismo tonto, sin duda, tuve la no muy afortunada idea de quitármelos para cruzar por las piedras agarrada de la mano de una amiga, quien al sentir la corriente jaló mi brazo como si fuera una especie de bastón de trekking, lo que hizo que mi pie se azotara contra una piedra, así que mi caminata transcurrió con dolor y un dedo hinchado. En algún momento, ya bastante avanzado el día, descubrimos que estábamos perdidos en el campo. Recuerdo haber sentido cansancio y un poco de ansiedad, pero sobre todo haberme sentido incómoda cuando a un compañero le dio por hablar en tono de sermón acerca de cómo no poseíamos la capacidad de leer el cielo y orientarnos. Nunca sabré si era una crítica a las chicas o hacia todo el grupo —él incluido—; lo que sí sé es que esa primera decepción de mí misma como una criatura humana a la deriva, sin referentes, caminando en el campo, se guardó en lo más hondo de mi cuerpo. Mucho me temo que en mi presente no puedo desmentir ese sentimiento de orfandad. Mucho lamento cada vez que no puedo usar mi corto vocabulario para detectar y reconocer el rumbo de los caminos. En el bosque siempre sigo a alguien, le dije una vez a un amigo. Noté en su rostro una risa irónica al mismo tiempo que me expresaba en su elegante retórica que mi recién confesado sentido de desorientación le preocupaba. En la montaña o en el bosque, caminar, para mí, es un acto de humildad, asumo que me debo al conocimiento de otros, me nombro aprendiz y no aspiro a competir con nadie. Sigo y me pregunto cómo sería mi caminar solitario si tuviera esos otros sentidos de orientación, como le escuché decir a Francisco Serratos en una conferencia, para sorpresa del auditorio: los bisontes se orientan mirando las estrellas. Muchos animales tienen sus propias formas de mapear un territorio; los pájaros, por ejemplo, son expertos en meteorología, las golondrinas leen las termales y saben cuándo han de lanzarse al vuelo para no agotar sus cuerpos; cada año, miles de aves de distintas especies reescriben las rutas migratorias de sus ancestros. Nosotros, en cambio, como lo dicen varios autores caminantes, hemos perdido esos sentidos salvajes.

Para llegar al punto más alto del cerro San Miguel desde el Cuarto Dinamo hemos caminado unas cinco horas. Varios compañeros se sientan dispersos en las rocas para comer las provisiones que cada uno trae consigo. Antes de sentarme y acompañarlos, entro a la ermita dedicada al arcángel Miguel, construida en el siglo XVIII por los monjes carmelitas, los mismos que hicieron el convento abajo, en el Desierto de los Leones. Para mí es importante volver a entrar a este espacio. San Miguel fue mi primer cerro cuando empecé a caminar hace ocho años en esta región conocida como el Cinturón Neovolcánico. Entonces buscaba un remedio para una crisis de sentido y la caminata se volvió mi rito de pasaje, atrás quedaba una vida y empezaba otra relación con el mundo. Regresar a San Miguel luego de estos años de kilómetros acumulados, de descubrimiento y —por qué no decirlo— de enamoramiento del bosque es completar un círculo. No, quizá debo decir una espiral. Soy otra. Ahora sé reconocer presencias, sé más de mi cuerpo y del cuerpo enorme que recorro. Sé que nunca será suficiente, que el bosque es mi escuela y mi casa, en cierta medida. Sé que siempre encontraré verdores que me sorprendan, helechos que me arroben, musgos que me dejen sin habla, sé que agosto significa una invitación a encontrar presencias honguiles, una oleada de color. Sé que este texto infinito al que llamo bosque se pega en la suela de mis zapatos, a mis ojos. Quisiera saber cuál es el nombre que me otorga el bosque, igual si es un silbido de viento y un nombre común a muchas criaturas, es un nombre digno y hermoso.

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Este texto se publicó en la edición: «Cuando la Tierra habla».

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