El uniforme hace al nazi
Robert Schwentke pisa con pies de plomo un territorio tabú dentro del cine alemán.
Hay una fantasía general acerca de los uniformes. Los uniformes sugieren comunidad, orden, identidad […] competencia, autoridad legítima, el ejercicio legitimado de la violencia.
Susan Sontag, “Fascinante fascismo”
En febrero de 1925 el filósofo español José Ortega y Gasset escribe el breve artículo “Sobre el fascismo”. Allí, con todo y apuro, hace un análisis coyuntural sobre las Camisas Negras ―el grupo paramilitar de choque que Mussolini usaba para asediar a sus detractores, conocidos así por el color de su uniforme― y describe a esta doctrina totalitaria como un “contorno sin ditorno”, es decir, como pura exterioridad.
El Capitán (Der Hauptmann, Alemania, 2017), película escrita y dirigida por Robert Schwentke, estrenada en 2018, es un ejemplo explícito y elocuente de esta exterioridad en acción, de la estructura vacía que muchos autores han encontrado en el fascismo y de cómo se va ganando legitimidad por medio de una violencia que de a poco se convierte en el corazón de su ideología.
Afirmar ahora que el fascismo es el performance de una legitimidad falsa ganada con violencia podría parecer una obviedad o un reduccionismo cuando hablamos de nazismo, sobre todo si lo hacemos con perspectiva y podemos ver lo que en las décadas de los treinta y cuarenta no era evidente. Sin embargo, el arte alemán muy pocas veces ha explorado este aspecto incómodo del periodo 1933-1945 a partir de una mirada centrada en los perpetradores comunes y la población alemana en general. No se ha hablado mucho, porque sigue siendo incómodo, de las pasiones y adherencias que levantó el nazismo entre la población de toda extracción social y niveles de educación, de aquello que los encantó. Incluso podría decirse que en Alemania han evitado mirar allende del argumento de que la cuenta está saldada, que el problema era Hitler, que se aprendió la lección y que hay que pasar a otra cosa. Y esto es un problema por lo que se pierde en los detalles.
En entrevista con Steven Prokopy para Music Box Theatre (agosto del 2018), el propio director dice que en realidad sólo dos películas podrían considerarse como realmente críticas y que no dejan bien parado ni al nazismo ni a quienes lo rodearon (como voluntarios o por omisión): Wannseekonferenz (The Wannsee Conference) y Aus einem deutschen Leben (Death is my Trade).
El argumento de El Capitán está tomado de un caso real de finales de la Segunda Guerra Mundial: el soldado Willi Herold, tras haber combatido en Italia, deserta de las filas del ejército regular alemán (Werhmacht) y vaga. En su camino encuentra un auto abandonado en cuyo interior está el equipaje de un alto mando de la Lutwaffe (fuerza aérea). Para atajar el frío, cambia sus harapos por el reluciente traje de este condecorado capitán y a partir de ese preciso instante este soldado, apenas hace unas escenas vulnerable y conmovedor, comienza a fantasear con la actitud del traje que lo inviste. Se cubre de poder: ahora es un capitán del Führer. Acto seguido aparece un soldado solitario, desertor como él (“dispersos” es el eufemismo usado por ellos), que presenta armas ante él. Suficiente: su carrera ha comenzado. El uniforme sí hace al nazi.
Los asuntos relativos a la Werhmacht –el ejército regular alemán– han permanecido casi intocados por el revisionismo, pero también por el arte en general. Prácticamente sólo conocemos de los crímenes de guerra del ejército regular y el sostenimiento de la legitimidad fascista por medio de la violencia militar y extramilitar por los historiadores Sönke Neitzel y Wolfram Wette.
Wette y Schwentke reconocen la dificultad para hablar de la Werhmacht, convertida durante buen tiempo en tabú y separada del nazismo, como si no existiera continuidad entre el antisemitismo político alemán o los devenires de la modernidad misma; una campaña dirigida por el presidente Adenauer, del tipo manos limpias (Sauberen Werhmacht, en alemán) que se ciñó sobre las fuerzas armadas germanas, como también se hizo común decir que no hubo desertores en el ejército alemán. Robert Schwentke no hace una historia del militarismo germano, lo que hace es aislar un episodio que deje al descubierto el mecanismo psíquico y los efectos subjetivos del poder totalitario, a la vez que presenta un puñado de personajes cualquiera que hicieron posible el funcionamiento del engranaje nazi, con el tino de hacer del Führer una presencia fantasmática, volveré a esto.
Michael Foucault diría que los mecanismos del poder se interiorizan; que se instalan en la carne de aquel que percibe sus efectos, quien ―consciente o no― los reproduce. Esto es que el represor no necesita siquiera estar presente para someter la voluntad de quien ha interiorizado al amo, lo que es más evidente en una institución total como el ejército. Así, Willi Herold, por un acto de “magia” de la fuerza que emana su investidura, desarrolla de inmediato una representación, pone en acto un modo de ser nazi que lo convierte, de hecho, en un nazi, en un régimen totalitario en sí mismo. Dos fuerzas se mueven en él: el instinto de supervivencia y el poder de su uniforme. Probará entonces la máxima violenta del fascismo, sus deletéreas mieles de autoridad y se transformará en un ser para la muerte y la destrucción.
Muy pronto Herold hace gala del discurso fascista alemán por excelencia: la limpieza social, el respeto recalcitrante a leyes injustas y al orden inflexible, sin importar los medios; es más, mientras más severos, mejor. Para el fascismo, la violencia es algo más que un mal necesario, lo es casi todo. Pero Herold no es sólo un cuerpo movido inconscientemente por un poder interiorizado, y en esto radica la brillantez de Schwentke: Willi somete su voluntad a este torbellino de violencia, se entrega a él. Sus personajes mantienen un margen de decisión muy estrecho y turbio, pero patente.
Alrededor de este “advenedizo” se congregan algunos legítimos simpatizantes y otros seguidores fortuitos que asumen y posibilitan el delirio de Herold en aras de su propia supervivencia. Esto podría resumir al fascismo entero, Schwentke decide, sin embargo, no focalizar a la plana mayor del nazismo, sino a la gleba, a los cualquiera que hicieron posible el auge de Hitler, quienes participaron porque así lo eligieron, porque no quedó de otra, porque no supieron cuándo terminaron allí. No obstante, esta sola decisión creativa derriba el argumento dogmático de que en ese momento era casi imposible no ser nazi, que no se podía decidir sobre nada o que todo fue un embrujo de Adolf Hitler.
El Führer como moral
James C. Scott, en Los dominados y el arte de la resistencia, cita un relato de George Orwell cuando este trabajaba para la policía colonial de Birmania. Según el relato, Orwell recibe el informe de un elefante en celo que ha escapado, hecho destrozos entre la población y ha asesinado a una persona. Orwell sabe que debe tomar acción y con fusil en mano acude a buscar al animal, al que encuentra tranquilo por el campo. Dice Scott que en ese momento la acción lógica habría sido observar al elefante, verificar que el celo ha pasado y listo, pero a Orwell lo siguen mil súbditos, así que la lógica no funciona y debe matar al animal. Orwell sabe que para ejercer el poder de su jerarquía de policía colonial debe actuar como si… y hace un despliegue teatral de dominador. James C. Scott cuenta esta anécdota para subrayar el carácter histriónico del ejercicio de la dominación: el nazi debe tener apariencia de nazi, un capitán nazi debe actuar como un capitán nazi y desplegar en acto los argumentos que justifican su poder.
Willi Herold se hace decir que Hitler en persona lo ha enviado a una misión; cada mención al líder es una invocación que vuelve presente esta fuerza esotérica que lo mantiene con vida, es un ungido de Hitler y actúa como tal: frío, cruel, calculador. Para ser considerado una autoridad y hacer valer su superioridad jerárquica, debe hacer algunos sacrificios; esta violencia se transfiere por sus efectos a los subordinados con sólo ser testigos: miedo, respeto y deseo mimético se trenzan para configurar un amarre difícil de romper aunque parezca sostenerse de nada. El interior del fascismo es un hueco que se va llenando con retazos de aquí y de allí para simular una ideología y una mística, y deja espacio para que el deseo se regodee en su faceta más terrible, la del culto a la violencia.
La trama se ubica, como dije, a finales de la guerra, cuando el caos y el desorden reinan en el frente alemán y la embriaguez parece querer declinar, pero con muy poco Herold logra reinstalar la mística misma del nazismo: un uniforme de rango, algunos gestos ―asesinos―, un poco de actuación y “mantras”. La palabra Führer y dos o tres frases hechas que remiten al “famoso” poder persuasivo de la oratoria de Adolf Hitler, aunque también al juicio de Eichmann, le dan a Herold un aura de portador de verdad que restituye la frágil existencia del nazismo.
Herold, como Eichmann, recurre a dichos populares y frases sueltas casi sin sentido dentro del discurso para otorgarse “sabiduría”, pero sobre todo sentido común. Esta “automoral” rompe con otro gran mito de la posguerra: la obediencia debida. La conciencia colectiva asumió que la mayoría de los alemanes que participaron en acto u omisión de las atrocidades del nazismo lo hicieron por “obediencia debida” (es decir, en cumplimiento de mandatos de una superioridad jerárquica aun cuando sean violatorios de derechos), pero en El Capitán vemos a un soldado ordenar cosas atroces imantado de sí mismo, volcado a un deber ser; sí, para sostener un engaño, pero también porque lo ha decidido… peor todavía, porque lo disfruta. Schwentke pisa con pies de plomo un territorio tabú muy delicado y que le valió que el financiamiento de su película no fuera cosa sencilla.
Resulta interesante que el nazi de El Capitán no es un SS, como durante décadas mando el mito. Los miembros de la Wehrmarcht o la Lutwaffe eran soldados “alemanes”, no nazis. Según la misma entrevista de Schwentke con Music Box Theatre, el cine alemán tiende a mostrar un nazi que conserva cierta bondad, fuera del círculo rojo hitleriano; algo que en Alemania puede considerarse apología del nazismo. Este trayecto azaroso y arrebatador de su nazi nos permite ver el interior hueco del fascismo que Schwentke quiere confrontar sin eufemismos y sin pulimientos.
Recupero dos parlamentos que hacen vibrar esta profunda reflexión del autor de la película. Primero, en una escena, uno de los soldados de su tropa improvisada le dice a Herold: “La situación es siempre la que creas, ¿cierto, capitán?”. Por un lado, este hombre nos deja saber que ve con claridad el engaño de Herold y aun así decide seguirlo. Por otro lado, es una frase que resume el oportunismo con el que el mismo Adolf Hitler, y diría que Mussolini y el fascismo en su conjunto, se hicieron del gobierno.
Un constante adaptarse acríticamente y por la fuerza a situaciones que evidencian su absurdo, su violencia atroz, la banalidad de su existencia. La otra escena sucede durante su juicio militar. El fiscal dice de él que es un “hombre apuesto”, este diálogo tirado al paso, como un detalle casi excéntrico, no es menor; luego de halagar su conducta por haber actuado como verdadero nazi, y así justificar sus acciones, halaga su aspecto físico. Una faceta importantísima del programa nacionalsocialista fue la ingeniería eugenésica, la creación de la raza aria constituyó una obsesión de la plana mayor del régimen; Herold, entonces, es bello, es perfecto, es violento, es un nazi “puro”.
Herold es más violento cuanto más cree en su misión de higiene, mientras más se convence de su moral para el servicio de la restitución de la ley y el orden. Esto es, cuando hace, como el fascismo, de la violencia biopolítica su moral.
En 1930 Walter Benjamin, publica “Teorías sobre el fascismo alemán”, y a través de este texto podemos comprender que el nacionalsocialismo no se explica sin el creciente culto a la guerra de la época. En un punto, la trama de Schwentke y el texto de Benjamin se cruzan: “Estos acondicionadores de ruta para la Wermacht [sic] casi llegan a persuadirnos de que el uniforme es para ellos el máximo objetivo, de todo corazón, mientras las condiciones en las que luego se manifestará se pierden en el fondo”.
La guerra como una mística, una espiritualidad, una fantasía; el uniforme en el corazón de su identidad. Pura exterioridad que hace que quienes se avienen a esta creencia no puedan ver la encarnizada y descarnada “guerra de agresión” que se avecina, que no logran reconocer, como le ha dicho Schwentke a Kyle Curb para Cine-File: “que se pasan al lado equivocado de la cuestión ética”, algo que a Benjamin le parecía peligrosamente naif y que constituye el hueso mismo de El Capitán. Al final, el uniforme embruja con su autoridad y su historia de militarismo y violencia encima; al final, no es tan fácil liberarse de las contradicciones humanas, de las seducciones del poder, al final, la versión límpida y sin complejidades no nos previene del todo porque no nos deja comprender.
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