En septiembre se reanudó el transporte intermunicipal de Colombia. Los recolectores de café pudieron regresar a perseguir las cosechas, con la diferencia de que ahora deben usar un tapabocas para que la policía no les detenga el paso. Ellos son una mano de obra vulnerable, hombres mayores de 70 años con largas jornadas de trabajo. A la fecha, hay 230 veredas productoras colombianas de café con contagios de Covid-19.
Hay más de quinientas mil personas que dependen del café en Colombia. De éstas, ciento cincuenta mil son recolectores que viajan por el país en busca de las cosechas. El 20% de ellos son hombres mayores de 70 años que se acostumbraron a vivir como andariegos: sin hogar. Durante la última cosecha, de abril a junio de 2020, en Colombia se recogieron más de seis millones de sacos que se vendieron con el mejor precio de la década, según la bolsa de Nueva York. Pero la productividad de este negocio depende de un oficio que podría extinguirse. No sólo porque gran parte de su mano de obra es población vulnerable al contagio de Covid-19, sino porque cada vez son menos los jóvenes interesados en un trabajo que exige un estilo de vida nómada y una baja remuneración por jornadas laborales de doce horas.
Los andariegos, como se autodenominan los recolectores, duermen en los cuarteles de las fincas donde pagan por la comida y la dormida durante el tiempo de cosecha; los patrones les compran el café que recogen a diario por kilo, en un promedio que oscila los ocho dólares. Ellos no tienen contrato, ni seguridad social, ni cuentas bancarias; cargan su patrimonio en un morral y lo que ganan les alcanza para sobrevivir día a día. La rapidez con la que estos veteranos arrancan los frutos maduros de los árboles y llenan las canastas que se amarran a la cintura, sólo la da un hábito que los mantiene al margen del sistema y que hoy, a pesar del confinamiento obligatorio, les proporciona los medios para seguir sosteniendo esa forma de vida atípica.
Desde hace cuatro meses, once andariegos están confinados en La Colmena, una finca encumbrada a mil seiscientos metros de altura sobre una ladera de la cordillera oriental desde donde se alcanza a ver el vapor perpetuo de la fábrica de café instantáneo más grande de América Latina, Café Buendía. Chinchiná, el pueblo que recibe los granos de La Colmena y donde cada ocho días bajan los recolectores a tomar cerveza, llegó a ser uno de los centros de comercio de café más importantes del país, y Caldas la región colombiana que más exportaba café. Pero la época de las grandes haciendas con más de quinientos trabajadores quedó atrás. La broca y otras plagas terminaron por quebrar a muchos hacendados y entonces la bonanza se acabó para todo el mundo. Hoy muchos caficultores se dedican a producir cafés de especialidad en microlotes que son más lucrativos por su valor agregado que por su volumen. Sin embargo, Caldas sigue teniendo ochenta mil hectáreas sembradas en café y Chinchiná es considerada una de las zonas más productivas por hectárea en el mundo debido a su tecnificación.
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La Federación Nacional de Cafeteros espera que en los próximos tres meses se pueda recoger el 55% de la producción anual de café. Para ello se requieren trescientos mil recolectores. Si bien los trabajadores agrícolas estuvieron exentos de la norma de confinamiento obligatorio, muchos andariegos no pudieron desplazarse durante cinco meses debido al cierre total de las carreteras. El 1 de septiembre se inauguró la apertura de transporte intermunicipal en Colombia, pero los precios de los pasajes aumentaron hasta en un 50% pues más de quinientas empresas están en riesgo de liquidación. Por eso, muchos deberán regresar a la vieja usanza de perseguir las cosechas viajando a pie, con la diferencia de que ahora deberán usar un tapabocas para que la policía no les detenga el paso. A la fecha, hay doscientas treinta veredas productoras de café con contagios de Covid-19, pero es muy probable que las restantes queden en riesgo, pues para una mano de obra itinerante que se moviliza en transporte rural y con una baja capacidad económica, el cumplimiento de los protocolos de bioseguridad es reducido.
Desde hace cuatro meses, once andariegos están confinados en La Colmena, una finca encumbrada a mil seiscientos metros de altura sobre una ladera de la cordillera oriental desde donde se alcanza a ver el vapor perpetuo de la fábrica de café instantáneo más grande de América Latina, Café Buendía.
El protocolo que publicó la Federación Nacional de Cafeteros exige a las fincas contar con servicios sanitarios donde los trabajadores puedan lavarse las manos al menos cinco veces al día y desinfectarse constantemente; instalar mangueras y jabón cerca del comedor, de los cuarteles y del cultivo; desinfectar los baños, habitaciones y vehículos; cambiar las formas de saludo habituales entre los trabajadores, y destinar a una persona a la vigilancia de los casos sospechosos. Así mismo, recomiendan tomar agua hervida cada quince minutos, realizar actividad física y comer cinco veces al día con una dieta que incluya frutas y verduras. Aunque busca acatar las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, éste protocolo sólo es viable en otro tipo de realidad.
En agosto la pandemia tuvo su pico de contagios en Colombia, pero para los once hombres de La Colmena, la Covid-19 no ha cambiado mucho su rutina; ellos siguen transitando las servidumbres de las fincas igual que lo han hecho toda su vida y no usan tapabocas porque dicen no saber de nadie que se haya contagiado con el virus. Las cinco comidas diarias son una fantasía que queda pendiente para otra existencia y la obsesión por la higiene una costumbre imposible de instalar en quienes sobreviven gracias a sus manos gruesas y curtidas por la tierra que les representan todo lo que son, antes que un peligro.
“Nosotros no nos podemos quejar porque desde que empezó la pandemia hemos tenido la libertad de andar por estos caminos. No nos sentimos confinados, pero sí escasos de trabajo porque la cosecha buena pasó y los granos que recogemos ahora sólo nos dan para pagar la dormida y la comida, no más”, cuenta Oscar Saldarriaga, uno de estos trabajadores de La Colmena. Para él, y los diez veteranos que lo acompañan, el día empieza a las 5:40 de la mañana, cuando la bruma todavía se concentra sobre los densos arbustos y un trapo rojo marca el surco de la plantación por el que ellos descienden como hormigas.
Ellos no tienen contrato, ni seguridad social, ni cuentas bancarias; cargan su patrimonio en un morral y lo que ganan les alcanza para sobrevivir día a día.
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