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No reprima el bostezo, no hace falta. De hecho, estire las piernas y relaje los hombros. No hay necesidad de guardar la apariencia de vigilia ni de estar alerta: relájese. Convengamos que estamos juntos en esto. Bostece con confianza.
¡Qué difícil se hace poner atención! Leer frases largas. Llenas de subordinadas. Seguir argumentos tortuosos. Despreocúpese: es un mal compartido e irresoluble. Y en tanto compartido, solidario. Como un bostezo. Porque dice una de tantas teorías que el bostezo y la empatía están relacionados. Ver a otro integrante de la especie haciéndolo es suficiente. Para algunas personas, basta con leer sobre bostezos para sentir el impulso de inhalar y contraer el músculo tensor del tímpano.
Un instinto de manada, un mecanismo para regular la temperatura cerebral, un disparo de neuronas espejo, una señal de que estamos juntos en esto. Juntas y juntos en el cansancio. Porque lo estamos. Cansadas. Por eso, ni se preocupe: este texto no le exigirá más de lo que puede. Este texto también está cansado. Y la desgana es preocupante. Una generación entera, un país, un planeta de personas extenuadas.
2.
El cansancio no se debe únicamente a la exigencia de estar vivos. Incluye entre sus causas una más potente que todas las demás: la jornada laboral. Si bien es cierto que el horario no es lo que era, digamos, en el siglo XV, pasamos la vida trabajando. Nos definimos por lo que hacemos y lo que hacemos determina no sólo las posibilidades materiales de las que disponemos, sino también nuestra constitución física y mental.
3.
Se dirá que antes era peor, que los titanes de la industria no dormían y construyeron imperios. Que antes se trabajaba sin vacaciones. Que esta generación —cualquiera que sea, con que se trate de una posterior a la nuestra— ya no aguanta nada. Que qué habría sido del progreso, no, de la humanidad misma, si los de antes se hubieran quejado como los de ahora. Que qué desastre. Que no se quejen. Que dejen de bostezar.
4.
Felipe II, rey de España y múltiples territorios desde 1556 hasta 1598, instituyó brevemente una jornada laboral de ocho horas. Lejos de ser un poderoso preocupado por las personas bajo su autoridad, se trató de un “privilegio” para los albañiles y constructores que empleó en el proyecto predilecto de su reinado: El Escorial. Algo sabía Su Católica Majestad de lo que hacen el descanso y la jornada laboral recortada porque impuso, por vía del edicto, un tope al tiempo que estos trabajadores debían cumplir. “Todos los obreros trabajarán ocho horas cada día, cuatro a la mañana y cuatro a la tarde, en las fortificaciones y fábricas que se hicieren, repartidas a los tiempos más convenientes para librarse del rigor del sol, más o menos lo que a los ingenieros pareciere, de forma que, no faltando un punto de lo posible, también se atienda a procurar su salud y conservación”, decía la ley. Y también, en otra parte del texto, dice sobre andar carrereando y presionando a los obreros: “que no los sacasen de su paso e hicieran de modo que lo que ganasen más pareciese donativo que jornal”.
Terminado El Escorial, terminado el reinado, el trabajo regresó a sus horarios usuales: extenuantes e ilimitados para quienes no tenían la protección de su clase, de su ubicación en el escalafón social. Quédate con el empleo que te cuide como Felipe II a sus constructores de El Escorial.
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Héctor Zamora, “Reductio ad absurdum”, 2012, Scottsdale Museum of Contemporary Art. Fotografía por Héctor Zamora, cortesía del artista y Labor.
5.
“Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es en efecto el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción”, escribió Paul Lafargue, el abanderado más elocuente de la pereza como derecho fundamental. El primer diputado socialista en Francia, nacido en Cuba y yerno de Karl Marx, firmó el texto El derecho a la pereza en 1880. Ante las constantes llamadas a entender el trabajo como un derecho, Lafargue argumenta que la petición y la lucha debe ser por conseguir su opuesto como derecho: la pereza, el descanso, el ocio. Lejos estamos de los postulados de Lafargue. De hecho, el rumbo que seguimos fue el contrario, a la velocidad de una motoneta pagada a cuotas, con una enorme mochila cúbica en los hombros: “Soy el miedo a quedarme quieto […] soy mi familia, independencia, mi tiempo […] la única meta de tu vida es liberarte”, canta la publicidad para atraer más asociados —que no empleados en nómina— de una cadena de entregas a domicilio.
6.
Un estudio de la Oficina Nacional de Investigación Económica estadounidense, que se dedicó a analizar el impacto de la pandemia en trabajadores en su país, Europa y Medio Oriente, descubrió, entre otras cosas, que el confinamiento por la crisis sanitaria incrementó el día de trabajo 48.5 minutos. En promedio. Casi una hora. Casi una hora más de la vida propia está entregada al trabajo sin que hayan cambiado las condiciones laborales. Es decir, es un obsequio de nuestra parte al empleo. Los sueldos que estaban de por sí bajos, de por sí pauperizados, eran sueldos que no contemplaban esa hora extra. Y esa hora, insisto, es un promedio. Porque usted y yo sabemos que ha sido más de una hora. Más de tres incluso. Y sabemos, tristemente, que esas horas no se crean ni se destruyen: sólo se le arrancan a alguna otra actividad. Lo más seguro es que se las deduzcamos a las actividades percibidas como improductivas: comer, por ejemplo. O dormir. Hemos contraído deudas históricas con el descanso y ahora, lejos de ir saldándolas, hemos ampliado la escasa, la finita línea de crédito que nos otorga el sueño profundo: un acreedor más que nos persigue.
7.
En línea. La reunión está por comenzar. Espere a que la “persona administradora” lo admita. Agregar título y horario. Agregar una videoconferencia. ¿Quiere recibir un recordatorio? Se unió al grupo. Su pedido está en camino. ¿Desea agregar un extra para su repartidor? Usted es administrador de la reunión. Conectado. Requiere una actualización de software. Tiene notificaciones. Éste es su recordatorio para irse a dormir. Active las notificaciones. Permita que su teléfono conozca su ubicación. Disponible.
8.
Se ha dicho tantas veces que es cansado repetirlo, pero hagámoslo una vez más: el concepto griego del fármaco designa al mismo tiempo a la sustancia que cura y a la que enferma y al chivo expiatorio que termina cargando con la culpa. En este caso, la repetición de esas acepciones manoseadas viene a cuento por el tema del sueño y su relación con el trabajo. Porque el sueño es el remedio para el profundo cansancio que aqueja a todo el mundo. Pero, desde el punto de vista del patrón y del trabajo, el sueño es la barrera que impide que el ser humano sea una máquina de productividad y rendimiento, un ente que transforme lo material —o lo inmaterial— en utilidad sin detenerse, veinticuatro horas al día, siete días a la semana. “El tiempo para el descanso y la regeneración”, escribe Jonathan Crary en su libro titulado 24/7. Late capitalism and the end of sleep (Verso, 2013), “resulta simplemente demasiado caro para ser estructuralmente posible dentro del capitalismo contemporáneo”.
Héctor Zamora, “Strangler”, 2021, Trienal de Brujas, Bélgica. Fotografía por Jasper van het Groenewoud, cortesía del artista y Labor.
9.
La idea de una jornada laboral de ocho horas la volvió consigna el activista galés Robert Owen en pos de una jornada menos cruel que la de doce o catorce horas que se despachaban en aquel no tan lejano siglo XIX. Owen, con unos socios, compró una fábrica de textiles, New Lanark, en Escocia. Ahí puso a prueba muchas de sus ideas reformistas, quizá la más famosa: “¡Ocho horas de trabajo, ocho de recreación y ocho de sueño!”. Ocho horas de sueño ininterrumpido, esa utopía.
10.
“Karoshi” es el nombre con el que se conoce a las víctimas del capitalismo en su acepción extrema. Trabajadoras y trabajadores que dedicaron más de cien horas a la semana al trabajo y que, como la consecuencia lógica de esa absorción, fallecen. De un paro cardiaco o de un derrame cerebral, por lo común. Japón fue el país en el que este fenómeno se hizo famoso, en el que recibió nombre y para el que se ha intentado imponer límites y soluciones desde el Estado, pero no es el único.
Según la Organización Mundial de la Salud y la Organización Internacional del Trabajo, en un análisis global de las muertes y mala salud asociadas con las jornadas laborales largas, murieron cerca de 745 mil personas por estas razones en 2016. Fecha clave, 2016. Porque no están tomados en consideración ni el auge de los trabajos pauperizados que obligan a estas personas sin prestaciones a correr de un lado a otro para entregar comida o pasajeros. Y, más global aún, tampoco está considerada en ese cuarto de millón de personas la pandemia de covid y sus enormes efectos y revelaciones.
11.
La mayoría de los llamados actuales que proponen hacer frente a esta crisis de fatiga por duplicado —la tendencia del trabajo hacia la precarización y la acumulación de horas de disponibilidad, y la pandemia de covid— no ofrece mucha solución. La mayoría de las recomendaciones suenan vagas, armas sin filo y mandíbulas sin dientes en la pelea contra la extenuación laboral. Reconocer que uno está cansado; hablarlo claramente con las autoridades laborales; emplear técnicas de respiración y meditación; cambiar la dieta; reducir la ingesta de estimulantes; dormir más.
Héctor Zamora, “Delirio atípico”, 2009, Plaza comercial San Victorino, Bogotá. Fotografía por Héctor Zamora, cortesía del artista y Labor.
12.
Pawel Jaszczuk, un fotógrafo polaco avecindado en Japón, se dio a la perturbadora tarea de documentar un fenómeno escandaloso: la costumbre de ciertos trabajadores japoneses de quedarse a dormir en los espacios públicos. Ostensiblemente no son sin techo ni vagabundos; sólo se les hizo tarde o se tomaron una de más. Jaszczuk irrumpe —y nosotros con él— en ese pequeño espacio de seguridad que significa dormir. Y entre lo mucho que su serie de imágenes expone está esa zona de inestabilidad que se abre al ver a una persona tan vulnerable y tan independiente en un lugar de tránsito: algo tiene que estar mal. Y vaya que sí.
Porque es en el sueño donde el capital no llega. Es el sueño el último reducto de independencia. Y es justamente ese momento en el que cedemos la conciencia y en el que nuestra voluntad está puesta en pausa. Vaya paradoja. Duerme más para producir sin pausa para eventualmente tener tiempo para dormir para producir sin pausa.
13.
Mencionamos el café y vale la pena detenerse en especificar esa arma —la cafeína— que nos ha librado del desmayo tantas veces, tanto tiempo: bloquea la adenosina, esa sustancia anticapitalista, revolucionaria porque es la que nos adormece, la que nos dice que la jornada llega a su fin. La cafeína, efectivo fármaco usurpador, le ocupa el lugar en nuestras células y nos hace creer que no hay desgana. Ya lo decíamos: el fármaco es al mismo tiempo problema y solución. Quizá por eso en los escenarios de oficina, salvo en situaciones de ahorro extremo, de crisis real o simulada, el café siempre es prestación.
14.
Para el filósofo francés Emmanuel Levinas, el insomnio es una manera de imaginar lo extremadamente difícil que es asumir una responsabilidad personal frente a las catástrofes de nuestra era. No podemos dejar de ver lo que está mal y tampoco podemos hacernos cargo, individualmente, de la solución.
Si bien es cierto que el tiempo pasado fue pródigo en desastres y desasosiegos, una característica singular que hace destacar a nuestra época del resto es la disponibilidad, 24/7, de información —o sus símiles: la propaganda, la noticia falsa y el escándalo— que nos interpela y nos atañe. Y no necesitamos al buró de reporteros internacionales: para el insomnio es suficiente con las desavenencias en el lugar de trabajo, los quebrantos de nuestros círculos de afectos, las realidades financieras y materiales más íntimas.
15.
Bostece, no hay problema. Es más, aproveche: duerma un poco.