Recibir dinero por la música que haces nunca ha sido fácil. En una de las cartas más antiguas que se conservan de un compositor, Claudio Monteverdi se queja de lo mucho que sus mecenas de Mantua se tardan en pagarle. En un documento de 1730 titulado Breve pero indispensable borrador de lo que constituye la verdadera música sacra (con algunas reflexiones imparciales acerca del declive que sufre en la actualidad), Johann Sebastian Bach les revela a sus empleadores el secreto para agradarle a Dios en términos musicales: contratando a gente profesional y ofreciéndoles salarios decentes. Incluso compositores emancipados como Ludwig van Beethoven invertían buena parte de su tiempo intentando vender una sinfonía por treinta ducados o un cuarteto de cuerdas por veinte. Cierta vez el de Bonn buscó la ayuda del todopoderoso Goethe: “Sé que usted no dejará de usar su influencia en esta especial ocasión”, le dice en una carta, “en nombre de un artista que lamenta con exagerada intensidad que la ganancia crematística lo aparte de su arte, pero al que, sin embargo, la necesidad le obliga a actuar”. Goethe prefirió dejar a Beethoven en visto.
La situación ha mejorado, sin duda alguna. Es raro que, en nuestros días, los patrones te manden a la cárcel por aceptar una mejor oferta de trabajo, como le sucedió a Bach. No obstante, muchas de aquellas viejas preocupaciones económicas permanecen vigentes: la diversidad de empleos de la que se jactaba Georg Philipp Telemann en sus diarios se parece mucho a la de los músicos actuales, lo mismo la necesidad de Bach de completar su salario tocando en bodas, bautizos y funerales (ceremonias conocidas como accidentia). Otro tanto puede decirse del “pago en especie”, que data el siglo XII, cuando los músicos no agremiados tenían prohibido recibir dinero, o del abismo que se fue abriendo en el siglo XVIII entre quienes vivían de las propinas y los castrati de fama internacional. De acuerdo con el musicólogo Richard Petzoldt, “en general, poco ha cambiado a este respecto al día de hoy”.
La situación en México no ha sido menos alarmante desde que los músicos profesionales no pasaban de la veintena a inicios del siglo XIX, según cálculos de Otto Mayer-Serra. En Panorama de la música mexicana: desde la Independencia hasta la actualidad (El Colegio de México, 1941), asegura que durante el último tramo del Virreinato “los únicos lugares donde se cultivaba públicamente la música en la metrópoli eran el Coliseo y la Catedral”, de modo que un puñado de intérpretes “actuaba simultáneamente en ambos sitios”. La exigencia de tocar en uno y otro lado, el poco tiempo para los ensayos y el número abundante de aficionados que llamaban para completar las orquestas provocaban una oleada de presentaciones desastrosas: los periódicos de la época describen instrumentos desafinados, poco dominio de los intérpretes y maestros directores “tratando en vano de imponer el compás”. En 1869 Ignacio Manuel Altamirano hace constar en un artículo de El Renacimiento que, en tiempos de la República Restaurada, “no tenemos ni bastante población ni bastante cultura para poder ofrecer a un artista un porvenir capaz de hacerle grata la vida”. Por más talento que posea el músico, “se verá forzado a dar lecciones de piano en las casas o en las escuelas de amigas”. Ni siquiera la inauguración, en 1877, del Conservatorio Nacional de México mejoró de inmediato el panorama para los intérpretes profesionales. “La situación del artista mexicano no puede ser ni más desastrosa ni más decepcionadora”, escribía Gustavo E. Campa en los albores del siglo XX. “¿Para qué escribe en México el compositor? ¿Qué ideal persigue y en busca de qué satisfacciones y de cuáles utilidades materiales va?”.
Ciento veinte años más tarde, la cantidad de músicos ha crecido, las escuelas se han diversificado y algunas opciones de trabajo parecen ofrecer algo cercano a una vida “grata”. De acuerdo con estadísticas del Instituto Mexicano para la Competitividad (Imco), el país cuenta con 48 790 egresados de la licenciatura en Música y Artes Escénicas. La tasa de ocupación es de 96.5%; más elevada que en otras profesiones, cierto, pero ese número puede resultar engañoso a la hora de pensar en la música como trabajo. Gracias a los datos del Imco, se sabe que un 51.9% presta servicios educativos; 17.7% trabaja en un sector que concentra esparcimiento, cultura y deporte; y un sorprendente 4.5% trabaja en la minería, haciendo dios sabrá qué cosas. El salario promedio es de ocho mil pesos al mes y trece mil con posgrado, una cantidad alarmante si se piensa como proyecto de vida. La calidad de la inversión comparada con otras carreras de universidades públicas y privadas, un riesgo del 42%, sugiere que, si está en tus manos y la vocación no es un fuego que te queme las entrañas, mejor estudies cualquier otra cosa. Todas estas condiciones explican por qué, a pesar de los avances en la profesionalización, las preguntas de Campa y las quejas de Altamirano siguen en boca de los artistas. ¿Por qué la insatisfacción sigue siendo la regla?
¿Una profesión como cualquier otra?
Hay cierto consenso en que la música no es un empleo como los demás, a falta de intereses estrictamente comerciales y gracias al tufo de apostolado que suelen despedir las personas que se dedican a ella. La identidad (¿puedo considerarme un artista?) y la vocación (¿por qué me decidí a serlo?) ayudan a advertir las diferencias. No se sabe de muchos plomeros que, por alternar su oficio con el servicio eléctrico, duden de su autenticidad en tanto plomeros ni de administradores que, en alguna ceremonia pública, rememoren el primer documento de Excel que definió sus vidas.
Los artistas, en cambio, sí tienen problemas de autopercepción en los que las ambiciones creativas, la calidad de la preparación, el reconocimiento de los pares y la retribución monetaria juegan un papel determinante. “Hay como cierta separación entre los músicos que tienen una formación profesional en la escuela y un número importante de personas que se dedican a la música, pero sólo han tenido una formación más o menos escolarizada”, explica uno de los directivos de planteles de enseñanza que entrevistó la socióloga Rocío Guadarrama Olivera para su libro Vivir del arte. La condición social de los músicos profesionales en México (UAM, 2019). “Me he encontrado, por ejemplo, con músicos que se han formado de manera tutorial, por fuera de las escuelas, y hay como cierto recelo, digamos, de una y otra parte en términos de definirse como músico. Porque ¿quién es músico de verdad?”.
Ese dilema de identidad, explica Guadarrama Olivera, es prácticamente irresoluble debido al número abrumador de profesionales de la música que no pueden dedicarse a una sola actividad. ¿Qué sucede —se pregunta— cuando, en lugar de los conciertos, los músicos de carrera terminan obteniendo la mayor parte de sus ingresos de la enseñanza, la participación en jingles u otras ocupaciones?: ¿pueden seguir viéndose a sí mismos como artistas “auténticos”? ¿o se trata acaso de la ganancia crematística apartándolos de su arte, como argüía Beethoven?
En su investigación basada en abundantes entrevistas, cuestionarios y estadísticas, la socióloga identifica cinco categorías de precariedad que afectan a toda clase de músicos, tanto si han tenido un empleo estable como si no. La primera es la dimensión económica, que obliga a los intérpretes a negociar sus pagos con cada contratante debido a la falta de una tarifa de referencia, una situación donde la diversidad de precios impulsa casi siempre el tabulador a la baja. La segunda es organizacional: revela el poco control por parte de los músicos para determinar la duración de sus jornadas laborales, disponer de un espacio de trabajo y exigir a las instituciones hacerse cargo del mantenimiento de sus instrumentos. La tercera es relacional: cómo influyen los vínculos que los intérpretes establecen con sus pares y superiores y de qué modo se expresan y redefinen esas relaciones de poder. La cuarta se refiere a las dificultades para acceder a las prestaciones sociales, como servicios de salud o fondos para el retiro, y “el débil reconocimiento jurídico de su estatus como trabajadores con derechos semejantes a los de otros profesionistas”. Y la última involucra el ámbito cotidiano: la compatibilidad entre el trabajo y la vida familiar y la desigualdad entre hombres y mujeres a la hora de obtener plazas en las orquestas y centros de enseñanza.
De las experiencias con intérpretes de varios géneros, formaciones, edades y trayectorias, Guadarrama Olivera concluye que no existe condición laboral en México que pueda librar a los músicos del multiempleo. Tarde o temprano, los intérpretes académicos y populares desempeñarán actividades paralelas, motivados por propósitos diversos, no todos de índole económica. Conviene preguntarse, dice la autora, “si la articulación entre empleos simultáneos constituye de manera inevitable una forma de fracaso y deterioro profesional o si podría ser, en ciertas circunstancias, una fórmula virtuosa que impulsara la creatividad, la realización profesional y hasta el bienestar social de los músicos”. Como admite la mayor parte de los sociólogos, la respuesta en este caso es también: depende.
El trabajo múltiple
Marisol Urbina ve en el multiempleo una oportunidad para el desarrollo y no un mero inconveniente para la autorrealización. Actualmente da clases de flauta trasversa a jóvenes de dos instituciones, una de ellas, del sector público; toca en diversos ensambles de música clásica y popular para eventos institucionales y privados; y con uno de sus grupos ofrece conciertos en las calles, una labor que, además de sus habilidades como intérprete, exige aptitudes de arreglista. “No todos pueden alternar entre la música académica y la popular”, me responde por correo electrónico, “en parte por ciertas barreras que los propios músicos han alimentado. Desgraciadamente, ningún plan de estudios contempla enseñarle al alumno a desarrollarse laboralmente en ambos rubros o combinarlos y eso da como resultado que, al finalizar la carrera, nos encontremos con pocas oportunidades, que denigremos el trabajo del músico popular y que nosotros mismos no nos arriesguemos a explorar otras posibilidades musicales”.
Sobre la dificultad para recibir un pago justo, Urbina la atribuye a que los contratantes tienen poca conciencia de la preparación que exige un recital o cualquier otro trabajo artístico. Hay muchas horas de práctica individual y ensayos colectivos detrás de cuarenta minutos frente al público. Otro factor es “el pensamiento arraigado en nuestra sociedad de que las artes no son formativas sino una mera actividad de entretenimiento inmediato”, una idea particularmente perniciosa a la hora de acordar cuál es el valor de mercado de una serie de obras musicales.
“El tiempo que laboré como músico me ajustaba a la paga que hubiera”, me cuenta a su vez Laura Baeza, violinista, escritora y editora, que se ha dedicado también a la enseñanza para niños. “Con el paso de los años y mi relación con diferentes tipos de intérpretes puedo ver este fenómeno de manera objetiva: varios de mis amigos con estudios superiores y especialidades musicales perciben poco porque, como siempre, les ofrecen poco; otros acaparan el trabajo y nunca falta gente que estafa. La música, como las artes en general, es subjetiva y los pagos también”. De acuerdo con Baeza, la interpretación musical académica es una de las actividades en las que más se escucha la frase: “Éste es el presupuesto y no hay más”.
Por los testimonios recogidos por Guadarrama y las conversaciones con personas dedicadas a la música, sería fácil deducir que un trabajo estable y el reconocimiento de los pares son suficientes para complacer las aspiraciones artísticas, pero es una idea equivocada.
“He conversado con músicos con un nivel de vida altísimo”, me asegura Jazmín Rincón, flautista, docente y crítica musical, “es decir: atrilistas principales de muchas orquestas, solistas, maestros con plaza, que están profundamente frustrados porque es difícil hacer música que realmente les satisfaga dentro de las instituciones para las que trabajan. También he visto triunfar a músicos que tienen buen nivel, pero que terminan haciendo justo lo que el mercado paga mejor, dejando atrás su búsqueda artística singular que podría llevarlos de verdad a crear”. La autorrealización no llega —como por arte de magia— con la seguridad laboral, un salario decente o una posición de prestigio. A veces, todos esos logros pueden ser un obstáculo para el desarrollo profesional.
Para Rincón, las generaciones que se titulan en México tienen mayores dificultades al momento de obtener un trabajo debido al número cada vez más reducido de plazas en las orquestas y las escuelas. “Hace veinte años un músico que se recibía con buen nivel podía buscar con facilidad alguna plaza, participar en una audición y tener un empleo de por vida. Incluso si su labor terminaba por ser peor que un trabajo de oficina, al menos existía la garantía de un salario con prestaciones. Ahora casi no existe eso y el músico está cada día más expuesto al mercado y la autogestión, que dañan su nivel musical poniendo por delante tonterías como la imagen, la gestión en redes sociales, etcétera”.
Héctor Zamora, “Inconstancia material”, 2013, 13.ª Bienal de Estambul. Fotografía por Aidyn, cortesía del artista y Labor.
Entender la situación del músico a través de la literatura
Laura Baeza eligió, como fuente de ingresos, dos ámbitos caracterizados por los pagos retrasados, las constantes negociaciones y la incertidumbre: la música académica y la literatura. “Como había aprendido un instrumento, al principio me dediqué a las actividades musicales, pensando que podía tener un ingreso seguro. El problema es que requerían muchos sacrificios que no estaba dispuesta a realizar por demasiado tiempo. Ahora vivo de algunas actividades literarias, no siempre bien remuneradas, pero que para mí valen mucho la pena”.
Acaso para hacer coincidir ambos espacios, Baeza escribió Ensayo de orquesta (Tierra Adentro, 2017), un libro que, en lugar de limitarse a denunciar los males del sistema, ilumina con inteligencia y humor las ansiedades, pretensiones y pequeñas mezquindades de los músicos enfrentados al abuso de las instituciones y la precariedad. Los cuentos del volumen, organizados de acuerdo a las secciones orquestales, evidencian el permanente estado de terror que experimentan los intérpretes profesionales, a la espera de que algún recorte los deje sin sueldo fijo y a merced de los “huesos”, que es como en el argot se conoce a las presentaciones informales en bodas, bautizos y bares, una reedición en esteroides de los accidentia de Bach.
No es casual el modo en que la autora utiliza la palabra “fortuna” en varios de sus relatos para subrayar que, en la vida del músico, el dinero casi siempre necesita del azar, ya sea por la plaza que alguien te hereda sin esperarlo, el negocio clandestino que un día te propone un forajido o el pago extra a manos de un cliente satisfecho. La fortuna se presenta de un momento a otro sin que participen la voluntad o los méritos de los personajes. Sin embargo, que la precariedad sea la línea de salida de los músicos no significa que cualquier movimiento en el horizonte sea una mejoría. “Despidieron al utilero, a la asistente de contabilidad y al bibliotecario”, se cuenta en “Pétalos de rosa”, en un guiño solidario al tipo de trabajadores que sostiene a las orquestas desde la invisibilidad. “A partir de entonces, los ensayos eran un desastre: las partichelas nunca estaban a tiempo, la administradora no tenía idea de qué clave tocaba cada instrumento ni el orden de los movimientos de las obras”. En el mundo de la música las cosas siempre pueden empeorar.
Quizás el rasgo más interesante del libro sea la naturaleza del intercambio musical, cuyas peculiaridades son difíciles de definir, ya no digamos estandarizar. Qué trato establecen el músico y el contratante, es decir: qué esperan el uno del otro y bajo qué términos no escritos. El problema es todo menos sencillo: en ocasiones, un lugar decente para tocar, civilizado y con baños, es parte de la retribución, a diferencia de los pueblos alejados de la mano del Señor, a donde las secretarías de cultura mandan a sus becarios, como sucede en el cuento “Moneda de cambio”. En otros momentos, el beneficio es apenas recibir, sin trabas, algo que ya merecías: los personajes de “Ídolos” aceptan tocar en la fiesta de un burócrata de alto nivel tan sólo para cobrar con prontitud una quincena a la que de todas maneras ya tenían derecho.
“La gente por lo general idealiza las artes”, asegura Baeza. “Ven la danza o la música como algo hermoso, pero es todo lo contrario. Hay satisfacciones, sin duda, pero los sacrificios son muchos y las condiciones laborales, terribles. Cuando escribí mi libro lo hice en un par de meses porque sabía a la perfección qué quería decir y cómo”. El formato del cuento breve, con acciones y diálogos que se suceden con agilidad, evita el tono panfletario en beneficio de los casos particulares. La estrategia permite apreciar los diversos tipos de músicos, a través de sus carencias, anhelos y lances de virtuosismo, un logro nada menor a la hora de entender los sonidos no siempre acoplados de la precariedad.
Los adioses
“¡Mísero de mí! Siempre afligido por la dureza del trabajo, con pocos esparcimientos y sin apenas amigos”, le escribió Joseph Haydn a una amiga para describir sus condiciones laborales durante las tres décadas que trabajó bajo las órdenes de Nikolaus I, príncipe de Esterházy, en la actual Hungría. Por contrato, Haydn estaba obligado a componer obras para el instrumento favorito del príncipe —y, al mismo tiempo, tenía prohibido tocar dicho instrumento para no competir con el soberano—, a presentarse “a diario en la antecámara antes y después del mediodía y preguntar si Su Alteza se complacía en ordenar una actuación de la orquesta”, a evitar cualquier “familiaridad indebida” con sus subordinados y a que nadie más que su empleador conociera sus composiciones. La situación que el mismo Haydn llamó alguna vez como “de esclavo” no se limitaba a un acuerdo sin duda desproporcionado, sino que llegó a tener tintes carcelarios. En cierta ocasión, el príncipe llamó a sus músicos para trabajar por una larga temporada en su palacio de descanso, a cuarenta kilómetros de la casa ancestral de la familia. Y aunque la portentosa construcción contemplaba un teatro de ópera, un salón de banquetes, una enorme biblioteca y un centenar de habitaciones para los invitados, nadie de la orquesta podía ocuparlas. Conforme pasaban las semanas, lejos de sus familias y apiñados en un edificio junto con el resto de los sirvientes, los músicos le pidieron a Haydn que intercediera por ellos.
El último movimiento de la Sinfonía 45 en fa sostenido menor les indica a los instrumentistas que abandonen la sala de concierto una vez concluida su parte. La orquesta va desapareciendo poco a poco y, después de cien compases, las dos únicas personas que permanecen sobre el escenario son el concertino y el director. La leyenda cuenta que, al final de la presentación, el príncipe de Esterházy entendió con claridad el mensaje y ordenó que todo mundo volviera a casa. La próxima vez que escuches la Sinfonía 45, llamada también Sinfonía de los adioses, piensa que estás en presencia de un justo reclamo laboral que involucra horario de trabajo, condiciones dignas y necesidad de vida privada y que, por difícil que parezca, alguna vez fue atendido por el empleador.