¿Se me olvidó que te olvidé?
Este texto debió escribirse hace un mes o un poco más. Quién sabe. Terminó de escribirse mucho tiempo después, porque vivir con trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) es así. Un loop infinito: cuando llega una ola nueva de información que, muy fortuitamente, se detiene; cuando algo te recuerda eso que no acabaste. Menos mal que algo me recordó terminar estas palabras: fue la editora (casi) todos los días.
Cuando era niño, jugar con la mente era algo normal. Ahora, quedarse ahí dentro de mis propios pensamientos por mucho tiempo, no es ni era tan bueno para los demás. Me expulsaron cuatro veces de la escuela. La frase “es que entre tu cabeza y tú no hay un filtro” se repetía constantemente, hasta que decidí volverlo parte de mi personalidad.
Ahora vivo en la Ciudad de México y, desde que comencé a vivir aquí, justificaba mi forma de hablar con mi venezolanidad, rozando el borde de la grosería e insolencia. Pero a otros compatriotas no les pasaba igual. El problema era yo. Tardé en descubrirlo.
De mi infancia también recuerdo cuando me asignaban un caso hipotético en el examen de matemáticas. Juan tenía dos años más que María, y ellos duplicaban la edad de su hijo al llegar a cierta edad, por ejemplo. Entonces imaginaba a los padres, su fisionomía, su cabello, y luego a su hijo que no se parecía a ninguno de los dos. Me preguntaba, ¿de quién era el hijo?, ¿era adoptado?, ¿María y Juan se amaban? Sonaba la campana del recreo, ¿y la ecuación? Nunca se terminó.
No soy ni seré el único que no resolvió la operación. Una gran parte de la población tampoco lo hizo, ni de niño ni de adulto, porque el trastorno por déficit de atención (TDAH) es más común de lo que se cree. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), al menos 5% de la población mundial lo padece, y la condición se prolonga hasta la adultez en el 60% de los casos.
¿Pero qué es el trastorno por déficit de atención e hiperactividad? Esa definición ya va a depender de quién lo diga.
Si es quien lo padece, es decir yo, vivir con TDAH es como vivir en un libro, pero no en su acepción más tradicional, sino en una más cercana a la de los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattari que describen en su obra Mil mesetas: “no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de velocidades muy diferentes”.
Digamos que hay muy poca RAM para el exceso de pestañas abiertas en el navegador de la computadora.
Piensan quienes tienen TDAH, piensas, de nuevo, ¿por qué hay que vivir la vida con esta rapidez? Y te respondes: porque con este trastorno no olvidas todo, desplazas todo. Siempre quieres volver a ese pensamiento que apartaste y no siempre lo logras. Como un hámster en su rueda, crees que llegas a algún lugar, pero depende de la casualidad y el tino, porque cuando recuerdas que tenías que hacer algo, ya olvidaste qué era.
Ahora, viene la otra parte…
Para quien lo ha estudiado, por ejemplo, la psiquiatra Rosy Senado Zaga, del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente Muñiz, el TDAH es un “trastorno de neurodesarrollo sumamente heterogéneo en la presentación, que va variando según la edad y la exigencia del contexto: cómo el ambiente acepta los síntomas o qué tanta dificultad van a tener las personas que lo viven”, según me explica en entrevista.
Para sortear los problemas, como organizarte lo suficiente, adaptas ciertos mecanismos: tablas, libretas, alarmas, recordatorios. Pero es como tener la teoría sin la práctica. El cuerpo no te deja usar todas estas herramientas porque una palabra te recuerda a la otra, una imagen te recuerda a la otra, una alarma te recuerda que en 1998 no te levantaste para ir a la escuela cuando escuchaste ese sonido muy similar al que estás escuchando ahora. Y sí, vas saltando a muchos otros lugares y, aunque en algunas ocasiones hay muchos síntomas que pueden coincidir con los de otras personas que no padecen TDAH, en su mayoría no es así. Generalmente, ellos transitan el camino hasta el final de un pensamiento en línea recta, mientras tú haces ese recorrido en zigzag, curva y hasta en líneas combinadas.
La doctora Senado Zaga me da una mejor explicación: “hay personas que pueden pasar todo el ámbito escolar sin dificultad, pero lo manifiestan en el área social, familiar o interpersonal. Entonces, como se tiene esta preconcepción de que el TDAH se relaciona solo con el ámbito académico, no se explora en personas que tienen otro tipo de dificultades. Sucede mucho que, mientras van creciendo, lo compensan con otras medidas: calendarios, agendas, memorizar; con una personalidad obsesiva para no tener fallas de manera externa. Hasta que llega un momento que lo de afuera le exige tanto que no lo puede compensar, y ahí es cuando empiezan los problemas”.
Por eso viene el rencor dentro y fuera. Entre tanto darle a la memoria, no tienes espacio para las (buenas) formas y respondes como puedes, así, impulsivamente, sin pensar en las consecuencias. Entonces organizas todo como viene, con la primera instrucción sin prioridad porque no hay tiempo para eso, solo hay para tratar de recordar ese pensamiento desplazado. Y los post-it de colores los mandas a volar, las tablas de excel, los libros por leer, todo en lo inmediato es lo que tiene que salir primero. Sofoca porque (al parecer) no queda tiempo.
“En la zona frontal del cerebro están las funciones ejecutivas que consisten en la planeación y control inhibitorio que, al estar alteradas, predisponen a la impulsividad estando presentes en muchos diagnósticos. La impulsividad es no pensar en las consecuencias. Además, en el TDAH existe la búsqueda de la novedad que, sumada a la impulsividad, nos pueden llevar al consumo de sustancias”, apunta Senado Zaga.
Y así, un día cualquiera…
Mientras escribo esto, hay mil ventanas abiertas en la pantalla de la computadora y dos de la casa que me perturban aún más. El ruido de la calle hace que mi cabeza salte de un lado a otro. Veo un documental y quiero terminar las cinco docenas de cosas por escribir que aún debo. Sobrevivo a los cien kilómetros por hora de mi cabeza porque dentro de todas las cosas que olvido cada día, escribir no es una de ellas. O eso parece. Aún peor, no he terminado el sexto párrafo y ya pienso en qué me dirá el editor. Tardé tanto que cambió a editora.
Son apenas las nueve de la mañana (de alguna mañana) y cierro las ventanas del explorador que tenía abiertas desde hace tiempo, desde hace un mes o más, justo cuando me asignaron esta nota. Todas las ventanas son igual de importantes para que no se escape nada. Sin embargo, creo que así los pendientes se desvanecerán. No se prioriza, se desplaza. (Repito)
Si hay una asignación, como un cocinero que recibe una comanda, se debe hacer de inmediato. Si no, se pierde entre los miles de papeles de confeti imaginarios en los que hay escritas otras mil cosas por hacer.
Lo peor por hacer…
Nadie me lo dijo, nadie me lo advirtió, lo supuse porque vi y busqué un video. Como aquella vez que supuse que una expareja era border porque sus síntomas eran como los que había visto en un documental de Alejandra Pizarnik, la poeta. Y atiné.
Así, como en los testimonios del artículo de Lisa Pérez Fournier sobre las personas neurodivergentes, me dí cuenta que ser un hipocondríaco de la mente es casi tener razón con lo que se intuye. Y uno es un bicho raro, sin nombre y sin diagnóstico comprobado.
Como casi todos los que nos sumergimos en el mundo de internet, porque ya me sofocaba no terminar las cosas o concentrarme demasiado en las de poca relevancia, intuí que tenía TDAH.
Un día me di cuenta que el excel, los cuadros y las pizarras no me funcionaban. Sin más, me automediqué con metilfenidato porque ya no podía seguir fallando, porque fallar pesa demasiado en la autoestima, porque, como también dice Senado Zaga, “esa parte de la identidad: quién soy, cómo soy, cómo me percibo, al fallar va siendo negativa”.
¿Por qué metilfenidato? Ah, porque es el principal componente activo del Ritalin. En un capítulo de Los Simpson, Bart toma este medicamento y se queda quieto, lee sin problemas, se concentra y yo quería (debía) estar así. Quería (debía) leer, concentrarme, quedarme quieto, atento; eso y también quería que Mark McGwire, el beisbolista de los Cardenales de San Luis, me firmara un bate como en el final del capítulo, pero eso era más complicado.
La venta del metilfenidato se hace con receta por muchas razones: porque es adictiva, porque muchos abusaron de ella antes de los exámenes estudiantiles (sobre todo en Estados Unidos) y porque, además, puede usarse para producir drogas recreativas más duras. La compré de contrabando.
Antes de tomarme la primera pastilla recordé ese cuaderno que me regaló la maestra de primer grado, ¡primero! Era de Bart Simpson también, alguna señal debí advertir. “No hay un orden”, me dijo, “comienza desde cero”. Con el pasar del tiempo, ella desistió y yo también. Adiós y pasé la pastilla con un poco de agua.
Un día leí que los efectos eran adversos si no estabas claramente diagnosticado. No compré más. Supuse que me estaba dañando el cerebro, porque el TDAH se puede confundir con otras cosas.
“Muchas veces pasa también que personas con depresión o ansiedad tienen dificultades en la atención. Muchas veces nos topamos con personas que lo sospechan y entonces lo entrevistas bien y te das cuenta. Hay personas que tienen una depresión y cuando no mejora tienes que estar reevaluando el diagnóstico a ver si el origen es por esa neurodivergencia”, afirma Senado Zaga.
Ante el miedo de haberme hecho daño, fui al psicólogo. Para que, a través de mi propio discurso, esa terapia me ayudara, tardaba demasiado tiempo. Se lo dije y me mandó a un psiquiatra. Tomé su invitación con gusto.
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En la primera cita el psiquiatra me diagnosticó un episodio depresivo. En la segunda cita, cuando le confesé que lo único que sabía del TDAH era por Bart Simpson se rió; cuando le conté que me (auto)medicaba, frunció el ceño. Ambos suspiramos cuando todas las alarmas en el test para comprobar la condición se encendieron. Solo me faltaron dos por contestar, todo lo demás ondeaba una gran bandera roja.
Ahora tenía licencia para conseguir el metilfenidato. “Pero también ve con un terapeuta cognitivo-conductual” me dijo el psiquiatra. Salí corriendo sonriente abrazado a mi receta, como la niña del cuento Felicidad Clandestina, de Clarice Lispector. Ese papel y yo no éramos extraños, éramos una mujer y su amante.
Con eso, me imaginaba que los días no serían un día cualquiera donde abro, de nuevo, las diez ventanas que había cerrado antes para continuar escribiendo, pero primero café. Voy a la cocina. Está lista el agua para llenar la jarra. Tengo ganas de ir al baño y me dirijo hacia allá. Las plantas. Hay que regarlas. Están afuera acaloradas por el sol. Con tanto frío, el sol no cae mal. ¿Es vitamina D o E? ¿Cuántas letras son las de las vitaminas? ¿Y si hubiera una Z cuál sería? Suena algo, pero primero voy al baño. Llega un mensaje de la oficina: “faltó esto…”. Regreso y me siento frente a la computadora de nuevo a hacer ese último pendiente. Se me ha olvidado escribir. Nunca fui al baño. Me devuelvo, pero en el camino veo a mi perra. ¡Qué preciosa es! ¿Dónde estará la otra? La busco por toda la casa. ¿Tomé el sol? ¿Habrá vitamina Z? Mazinger Z sería un buen nombre para una medicina. Suena de nuevo el celular. Es una llamada que, antes de ser atendida, parece larga. Camino con el celular en el oído y viendo la figura de un hombre sin manos en medio de la sala. Mientras intento escuchar, pienso ponerle las manos con pegamento a esa figura de un santo que aún no descubrimos quién es. Me siento frente a la computadora de nuevo. ¡Es San Francisco de Asís! ¿De dónde habrá llegado? Me meto en las imágenes de Google. San+Francisco+De+Asis+Madera. ¡Muchos no tienen manos! Parece una recurrencia. Suena en la bocina del teléfono: “entonces así quedamos”. “Sí, sí, así quedamos”, contesto. Anoto en un papel con pluma: uno, dos, tres, cuatro. La lista de pendientes se alarga a tal punto que, en medio de la desesperación, termino anotando como un pendiente importante ponerle las manos al santo porque quizá, por no priorizar sus manos, he caído en un descontrol económico absurdo. De primero en la lista, no es ironía que ese pendiente vaya primero. Siguen sumándose los números, pero no hay ninguna instrucción anotada para comenzar. Se escucha medianamente lejos un ruido que me incomoda. Me levanto, tratando de acercarme al sonido. Es leve pero aumenta con cada paso, como mi temor de saber de dónde viene. Busco la jerga. El agua para el café se volvió un charco. Mientras trapeo, recuerdo que respondí “así quedamos, sí, sí”… ¿pero en qué quedamos?
“No tiene cura, solo tratamiento” me dice la doctora Senado Zaga.
Una triada, supongo: medicación, terapia y voluntad. Por lo general, para llegar a la última siempre hay que hacer las dos anteriores. Se vive con esto, se busca la manera.
Y si tratas de preguntarte cómo o qué hacer con las personas con TDAH, también regresa a Deleuze y Guattari: “no hay nada que comprender, tan solo hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo”.
A diferencia de YouTube, la vida no puede ponerse al doble de velocidad, ni mucho menos pausar. Entonces no, tú cerebro no se apaga. Salta a otro lado porque te aburriste. No importa si es una junta muy seria o una conversación muy superficial. Y te vas perdiendo, te vas sumergiendo en tu propia cabeza, en cualquier isla que estés imaginando o con un chango que golpea platillos de metal (sí, como el de Homero Simpson). Eso es el TDAH, o al menos así se siente. Paciencia, por favor.
LEONARDO A. TORRES. (Caracas,1988) Transcriptor de profesión, de la realidad y de su cabeza. Estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y, como si no fuera suficiente problema, también Comunicación Social. Dictó talleres de narrativa corta en La Casa de las Letras Andrés Bello, cambió de profesión tantas veces como lo dejaron y terminó por decantarse en el oficio donde no sea juzgado por tomar tanto de café: el periodismo o la publicidad.
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