Una pieza cóncava de vital líquido, a cincuenta años de la muerte de Gorostiza
¿Qué es lo que en la poesía de José Gorostiza nos atrae con la fuerza de un imán? Una cierta musicalidad, la muerte como esencia y un leitmotiv que se repite como en un juego de espejos. A cincuenta años de su muerte, este ensayo nos acerca a su obra y a su vida.
El vaso de agua es el momento justo
A causa de un paro cardiaco, José Gorostiza murió en la Ciudad de México el 16 de marzo de 1973, hace ya cincuenta años, siendo un personaje célebre, casi unánime en la cultura del siglo XX mexicano. Al haber sido un alto funcionario público la mayor parte de su vida, no faltaron las palabras de paja de los políticos consuetudinarios que aparecen en estas ocasiones. Fastuoso y burocrático, el secretario de Gobernación declaró: “La nación ha perdido uno de sus hombres más preclaros”. Lejos quedaban ya las polémicas literarias; la renuncia de Gorostiza a la jefatura de Departamento de Bellas Artes en 1932 debido a un escándalo en la revista Examen, dirigida por Jorge Cuesta; las acusaciones; las depresiones e hipocondrías; el largo silencio entre sus libros publicados.
En el rigor del vaso que la aclara
Yo era un alumno de secundaria, un pésimo alumno de secundaria. En segundo grado me fui a tres extraordinarios de cuatro posibles, lo que da cuenta de mi holgazanería o estupidez o, más bien, de ambas. Es decir, era un absoluto desastre. En una ocasión decidí inscribirme a un concurso literario, en el marco de un evento organizado por mi escuela —colegio que, por cierto, ya no existe—, llamado “Jornada Cultural”. Se celebraban conciertos, exposiciones y ciclos de cine. Tal vez mi vanidad dictaba: si mis méritos académicos son nulos, la literatura me enseñará el camino. Así, busqué inspiración en mi casa, entre los muchos libros de mis papás; se contaban un montón de novelas, obras de teatro y esos talismánicos objetos —ahora en vías de extinción— llamados “enciclopedias”.
No sé por qué me llamó la atención un libro viejo, con el lomo desgastado, en cuya portada se reconocía un vaso de agua y atrás, un fondo obscuro. En el título se leía “Muerte sin fin y otros poemas” y su autor era José Gorostiza. Desde luego, no me decía nada el nombre. Mis padres leían otro tipo de libros, por lo que era insólita la presencia de esos poemas entre los libreros.
En todo caso, lo tomé y lo revisé con curiosidad. Recuerdo que leí con fascinación sus páginas. Hasta ese entonces, mi aproximación más intensa a la poesía moderna había sido Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, que me suscitó, más bien, bostezos. Recuerdo esos primeros momentos de la lectura de “Muerte sin fin”. Sentía vértigo, sus versos me atrajeron como un imán, aunque no entendiera casi nada: “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis/ por un dios inasible que me ahoga,/ mentido acaso/ por su radiante atmósfera de luces/ que oculta mi conciencia derramada”. ¡Caramba! Me sonaba a rezo y a lo que había comenzado a revisar en los libros escolares: Platón y Aristóteles, pero no eran oración y tampoco filosofía. Han pasado muchos años y continúo sin entender muchas partes del poema, aunque mi admiración no ha hecho sino acrecentarse. En cuanto al concurso, quedé en segundo lugar de cuatro participantes. Entregué unas líneas colmadas de cursilería y les dibujé un par de calacas. De esa experiencia rescato, sobre todo, haberme convertido en lector de poemas.
¿Qué puede ser –si no– si un vaso no?
Me he preguntado qué me seducía de esos versos en ese entonces y qué me llama la atención ahora y no he sabido responder con precisión, aunque atesoro algunas hipótesis inconclusas. Sé que lo han llamado “catedral del idioma”, “obra magnánima” y otra serie de “epítetos esdrújulos”, como escribió Gorostiza, tal vez anticipándose a las loas de las que siempre desconfió. No obstante, mi afinidad con ese poema es personal.
Tal vez esa atracción se debe a la musicalidad, señuelo al que Gorostiza le dedicó algunos párrafos. No ignoro las objeciones que se han hecho a esta vecindad entre poesía y música. Evidentemente escuchar la Sexta Sinfonía de Mahler en una sala de conciertos o un son jarocho en las calles del puerto son experiencias que distan mucho de asistir a una lectura poética y ser sometido a una recitación de cualquier índole. No obstante, me refiero a cierto acoplamiento musical inherente a las palabras de Canciones para cantar en las barcas (1925) o de Muerte sin fin (1939), únicos dos libros publicados por este autor, que es posible advertir en una lectura en silencio: “¿Quién me compra una naranja/ para mi consolación?/ Una naranja madura/ en forma de corazón”.
En sus “Notas sobre poesía” Gorostiza señala que los poetas de su generación, los Contemporáneos —grupo en el que participaron, entre otros, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Gilberto Owen, Jorge Cuesta y Jaime Torres Bodet—, procuraron evadirse de la estridencia operática del modernismo, movimiento de fines del siglo XIX y principios del XX que se desarrolló sobre todo en Hispanoamérica. No obstante, los más destacados expositores del “grupo sin grupo”, como Villaurrutia llamó a los poetas emparentados con la revista Contemporáneos, hallaron otra música, tal vez más cauta y taciturna, pero música al fin y al cabo. “La diferencia entre poesía y prosa consiste en que, mientras una no pide al lector sino que le preste sus ojos, la otra necesita de toda necesidad que le entregue la voz”, atestigua Gorostiza, enfatizando la cualidad performativa de la poesía. Cuando voy a correr a Viveros de Coyoacán en ocasiones mi tracklist consiste en la lectura de Muerte sin fin en la voz de Gorostiza. Como perdí mis audífonos, los corredores me miran con extrañeza.
Es un vaso de tiempo que nos iza
En sus “Notas sobre poesía”, texto leído con motivo de su ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua en 1955, Gorostiza lanza otros dardos: “[la poesía] es una investigación de ciertas esencias —el amor, la vida, la muerte, dios” o “[la poesía] es una especulación, un juego de espejos, en el que las palabras, puestas unas frente a otras, se reflejan unas en otras hasta lo infinito”. Si hacemos caso a esta poética hay tres factores, entonces, que Gorostiza hace circular en sus versos: la música o el canto; la muerte —en este caso sería una de las esencias—; y los espejismos que se trasladan al letimotiv del vaso y el agua, que también son reflejo de la forma y la sustancia, la contención y el vacío, la vida y la muerte.
Cuando era niño me preocupaba mucho la muerte. En los días de lluvia pasaba horas observando frente a la ventana en espera de que una inundación nos ahogara a todos. Don Preocupón, me decía mi papá. Mantenía un monólogo y me hacía las preguntas que todos nos hemos hecho sobre lo que significa morir. En cierta medida el poema de Gorostiza amplió mis preocupaciones, el soliloquio dejó de serlo y se transformó en un diálogo con otras voces. No entendía cabalmente el poema, pero sus ecos me removían y me remueven. “A veces me dan ganas de llorar, pero las suple el mar”, escribió Gorostiza en Canciones para cantar en las barcas.
Ahora que ya pasé de los cuarenta y cinco años, mi ansiedad por la muerte se ha disimulado levemente, a fuerza de correr maratones, medirme la presión arterial y dosificar la comida chatarra que me llevo a la boca. No obstante, cuando leo: “Porque en el lento instante del quebranto,/ cuando los seres todos se repliegan/ hacia el sopor primero/ y en la pira arrogante de la forma/ se abrasan, consumidos por su muerte/ —ay, ojos, dedos, labios,/ etéreas llamas del atroz incendio!—”, continúo emocionándome. Gorostiza era un practicante de la llamada poesía pura y las anécdotas personales están ausentes en sus escritos. No obstante, hay un vínculo estrecho entre la biografía y su obra.
No es un vaso el minuto incandescente
Cuando Gorostiza emprendió el proyecto de su gran poema, ya había escrito Canciones para cantar en las barcas, una obra con muchos guiños a la tradición poética española, con versos breves y estrofas límpidas, en el que ya están presentes las imágenes del mar, la arena, el agua, la noche, el crepúsculo y la luz, que se deben muy probablemente al contacto con su tierra natal, Tabasco. Si bien los poemas no están ausentes de júbilo, también están colmados de dudas y angustia, que luego se depurarían formalmente en “Muerte sin fin”: “No es agua ni arena/ la orilla del mar.// El agua sonora/ de espuma sencilla,/ el agua no puede/ formarse la orilla”.
A pesar de que este libro mereció elogios de la crítica y de los lectores, Gorostiza, por diferentes sucesos, se distancia de la escritura. Su trabajo demandante en el servicio exterior mexicano y una crisis de creatividad hacen mella en él. Dos años después de su publicación viaja a Londres en misión diplomática. Lejos de cualquier comodidad, Gorostiza se lamenta en cartas dirigidas a sus amigos Carlos Pellicer y Xavier Villaurrutia del frío, el dinero escaso y de su incapacidad para escribir. En su correspondencia de aquellos años una de las palabras que más se repiten es “fracaso”. Su carácter se agria, la joven promesa deviene quejumbrosa. Alfonso Reyes le solicita poemas para una publicación, pero Gorostiza le dice que él no es poeta, Reyes le recrimina su tono apesadumbrado y lo impulsa a continuar escribiendo.
Ya instalado en la languidez y de vuelta a México, Gorostiza continúa desempeñándose en diversos puestos en la función pública. Las polémicas entre nacionalistas y cosmopolitas, dentro de los que él se ubicaba, parecen descomponerlo y distanciarlo de la literatura aún más. A pesar de estas dificultades creativas, acude en misión diplomática a Dinamarca y a su vuelta se convierte en secretario particular del titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Corren los años 1936 y 1937, el preludio de la Segunda Guerra Mundial y de la expropiación petrolera. El poeta publica en un par de revistas algunos textos, que anuncian ya un tono nuevo. La frustración de esos años está plenamente tematizada al igual que el interés por la muerte: “En el espacio insomne que separa/ el fruto de la flor, el pensamiento/ del acto en que germina su aislamiento/ una muerte de agujas me acapara”.
Existen varios testimonios sobre la composición de Muerte sin fin, pero ninguno del puño y letra de Gorostiza. Difieren en detalles, pero relatan lo mismo. Es 1938, se casa con Josefina Ortega y la expropiación petrolera acaba de consumarse; por cierto, la investigadora Silvia Pappe recuerda que es el tabasqueño el responsable de la redacción de la nota diplomática con la que México informa a Estados Unidos de la decisión del presidente Lázaro Cárdenas. En lugar de que el trabajo disminuya, se multiplica. Eduardo Hay, en ese entonces secretario de Relaciones Exteriores, solicita a un abrumado Gorostiza que acuda antes al trabajo, mientras él, el jefe, llega. Josefina dice que ese es el momento de gestación del poema que duró solo seis meses: “Se iba temprano de casa y el general llegaba como a las once. Él se iba a las nueve, y a esas horas fue armando el poema. Traía unos papelitos así doblados, y de repente pensaba en algo y lo anotaba y los volvía a guardar”.
¡Más qué vaso –también– más providente!
No hay mucha más información sobre la composición de Muerte sin fin, poema de largo aliento, complejo y titilante, que versa sobre creación y la descreación, acerca de la inteligencia estéril, dios y la humanidad. Emparentados de forma indudable con el Primero sueño de sor Juana, El cementerio marino de Paul Valéry y Tierra baldía de T. S. Eliot, los diez cantos que componen el poema —con excepción del quinto y el décimo que son coloquiales y socarrones— se decantan por las preguntas esenciales, desde un tono solemne, pero no pomposo; elocuente, aunque nunca verborreico.
La poesía mexicana actual se ha distanciado de Gorostiza, a quien se le considera a lo mucho un busto honorable, una antigualla oronda, un autor demasiado serio y distante. Muerte sin fin es el referente frente al cual debe desmarcarse el vate para no convertirse en estatua ecuestre. No obstante, continúo pensando que muchos siguen atesorando y leyendo sus versos. El poeta Luis Felipe Fabre da cuenta de esta actitud escéptica y desconfiada frente a una poesía honda, esencial y pura en una calavera.
Cuentan que una noche
a don José Gorostiza lo despertó la nada
que en el fondo era sed y en la forma un vaso de agua
ausente: buscando el vaso encontró su hueco:
el vacío que al vidrio horma: la muerte
lo sorprendió rimando: ¿el vaso es fondo o forma?
Pero el vaso en sí mismo no se cumple
En 1980 Juan Rulfo ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua para ocupar el lugar que había dejado vacante nada menos que José Gorostiza cuando murió en 1973. Si el jalisciense heredó a sus lectores una prosa espléndida, su equivalente en verso, si se consideran ambas obras cuanto más fulgurantes como breves, es el del tabasqueño. En esa ocasión, Rulfo se refirió con admiración a la obra del creador de Muerte sin fin: “No debe extrañarnos que, quien teóricamente vivía una existencia tan sensible, haya extraído de su espíritu la fuerza del más grandioso canto a la inteligencia humana”.
A cincuenta años del fallecimiento de este prodigioso autor se hace necesario leerlo sin los oropeles de la gloria, pero también desechando los prejuicios cómodos y autoindulgentes.
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