Tiempo de lectura: 4 minutosJuan Laurentino Ortiz tuvo la gran capacidad de volverse viento, árbol y río. A través de su poesía, supo cómo evocar, como quizá nadie antes, el lugar en el que nació. Llevar la provincia de Entre Ríos y Paraná a las letras: sus arenas, nubes, tierras, palmas y todo con lo que creció. Supo nombrar la naturaleza y hacerla poema.
“Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!”.
(Fragmento de “Fuí al río”, El ángel inclinado).
Juan L. Ortiz fue el más chico de 10 hijos. Nació el 11 de junio de 1896 en Puerto Ruiz, una localidad de Argentina, que alguna vez fue un puerto muy importante, pero que ahora es un rejunte de gente a lado de una salida fluvial.
Cuando era aún un niño, su familia se mudó a Mojones Norte, donde hay un poco más de gente, pero tampoco mucha. Lo que hay son tierras sulfatadas cálcicas y suelos yesosos. La mayor parte de su infancia la pasó en Selva de Montiel, un bosque al que sus pobladores le pusieron nombre de selva por sus árboles enmarañados, llenos de enredaderas, líquenes, cactáceas, lianas y claveles de aire. La naturaleza híbrida del lugar fue fundacional para su obra. Ya adulto, Ortiz regresaría a este lugar a través de sus versos.
En su juventud, ingresó a la Normal Mixta de Maestros en Gualeguay, pero no acabó y mejor se fue a Buenos Aires donde estudió Filosofía y se sumergió en la vida bohemia de inicios del siglo XX. “Digamos que cumplí con esa etapa indispensable y me relacioné con la gente que por ese entonces estaba en el candelero, como se dice”, contó el poeta a la periodista Alicia Dujovne.
Para ese momento, Ortiz ya había publicado unos cuantos libros, pero su vida editorial se restringía a unas tiradas mínimas que le regalaba a sus amigos. De esta época se encuentran: El ángel inclinado, El álamo y el viento y El aire conmovido. En 1933, en la capital argentina, editó su primer poemario: El agua y la noche, una compilación de poemas escritos entre 1924 y 1932.
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Es tan clara tu luz como una inocencia
toda temblorosa y azul.
Tu cielo está limpio de humo de chimeneas
curvado en una alta
paz de agua suspensa.
Y tus ciudades blancas, modestas, casi tímidas,
ríen su aseo rutilante entre las arboledas.
No hay en tu tierra gracias sorprendentes de líneas,
-apenas si una suave melodía de curvas-
pero tiene ella un
encanto de mujer, de sencilla, de agreste
belleza,
vestida de un silencio verde y feliz de campo,
toda húmeda de una alegría de arroyos,
con una cabellera densa de árboles libres.
(“Entre Ríos”, El agua y la noche).
En Buenos Aires permaneció dos años, consiguió que le publicaran algunos textos y poco después regresó a la provincia. En la entrevista con Dujovne, el poeta platica que aunque había conseguido mecenazgo y su carrera literaria iba bien. Él no quería atarse a la ciudad “no estaba pertrechado para soportarla”, dijo.
En 1915, Ortiz llegó a Gualeguay –una ciudad en la provincia de Entre Ríos– y empezó a trabajar como empleado del Registro Civil. Disfrutaba del ritmo de la provincia y el tiempo libre que su trabajo –empleito, decía él– le permitía. Prefería eso a los trabajos en periódicos y sus promesas de grandes salarios.
En Gualeguay conoció a Gerarda Irazusta. En 1924 se casaron y permanecieron juntos hasta 1978, cuando Ortiz murió. Tuvieron un hijo, Evar, quien al crecer se convirtió en académico y cantante de ópera. La vida en la ciudad entrerriense fue buena, ahí convivió con amigos –poetas y escritores– que le acompañaron en el gozo de la naturaleza, el paseo en canoa y el paisaje.
Flor
de la noche
hecha sólo
de resplandores,
pero brotada
de un suave secreto
del cosmos.
Con su más pura
vida
es forma de la sombra
que mira
y abre
blancas sonrisas.
Loca la noche de la ciudad la quema en reflejos.
¿Se muere en el día como una joya?
La noche de los árboles la entiende.
Y la calle iluminada
fija en ella su más viva y delicada pasión
(“La noche y la mujer”, El alba sube…).
En el 1942, cuando Ortiz se jubiló y acabó su tiempo en el Registro Civil, se mudó a Paraná, “para estar más cerca del movimiento, de la gente”, dijo. Fue por esa época cuando comenzaron a llamarle Juanele, apodo que le acompañaría para siempre. También en estos años las publicaciones del poeta se acumularon: La rama hacia el este (1940), El álamo y el viento (1947), El aire conmovido (1949), La mano infinita (1951), La brisa profunda (1954) El alma y las colinas (1956), De las raíces y del cielo (1958).
La figura de Ortiz se convertía en una representación viva del estereotipo del poeta: largo y flaco, que fumaba en largas boquillas. Sus poemas eran de versos extensos y gustaba de las publicaciones con tipografía diminuta y edición impecable. En ese entonces, ya era uno de los grandes poetas de la Argentina.
“Estuve en China en 1957, conocí a Mao, a Chou En-Lai, y encontré muchas cosas, sobre todo me encontré a mí mismo. Siempre había sentido entusiasmo por las poesía oriental, persa y china, que conocía por traducciones. La poesía china se escribía sobre hueso, y al calentar el hueso aparecían los caracteres… esos ideogramas perfectos que dibujan la idea, no la intelectual sino la idea en sentido platónico”, dijo Ortiz sobre el único viaje que emprendió fuera de Argentina, uno que hizo invitado por el gobierno chino como parte de una comisión de intelectuales argentinos que recorrió China y la Unión Soviética. Ortiz se consideraba socialista, pero mantenía su ideología para sí mismo. Lo que sí quedo impreso en su obra fueron sus ideas y contemplaciones, heredadas de la poesía oriental y de los simbolistas franceses.
Dejó de publicar en 1971, cuando tenía 75 años. Sus últimos días los vivió traduciendo a Paul Eluard, Guiseppe Ungaretti y Ezra Pound, y estudiando la poesía china. Su último trabajo fue: Bajo el aura del sauce, libro compilatorio que incluyó títulos inéditos hasta ese momento, entre ellos, “El Gualeguay”, su poema más extenso –de más de dos mil versos– en la que narra el paisaje y los sucesos históricos, económicos y sociales que se dieron en las riveras del río a lado del cual vivió casi toda su vida.
La vida de Juan L. Ortiz fue de ríos lentos, que fluyen sin afán. Nunca se peleo con el ajetreo de lo contemporáneo. Hizo lo suyo desde su casa llena de gatos (y a veces también perros) en Paraná. Fue la espléndida monotonía la que lo convirtió en aquel poeta prosopopéyico que entre versos consiguió ser viento, río y nube.
Y se vivirá junto a los arroyos
todos, todos los estados de alma
del agua…
(“Voces…”, La brisa profunda).