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En <i>Suerte de Principiante</i> (Gris Tormenta, 2024), segundo título de la recién inaugurada colección "Paisaje Interior", Julián Herbert presenta una extensa bibliografía que incluye referencias a la literatura, el cine, el budismo y más, y 11 ensayos en los que reflexiona y profundiza sobre la práctica cotidiana de la escritura. Publicamos un fragmento del ensayo “La rutina”.
Por razones que no vale la pena detallar, en agosto de 2018 cociné tres comidas diarias para ochenta personas durante seis días. Fue un trabajo extenuante. Me infundió respeto por quienes se dedican no digamos al arte culinario: a lavar platos en la trastienda del banquete. Desde entonces cocino dos o tres veces por semana. Con mediocres resultados, pero con mucha vocación, diría Borges. Se trata en parte de un asunto familiar, porque mi hijo Arturo estudió gastronomía y esta práctica vino a unirnos de un modo novedoso. Pero también hay un aspecto estético. Durante los seis días que pasé trabajando en una cocina de las cinco de la mañana a las once de la noche recordé una lección que ya me había dado antes la literatura, pero que quizá olvidé en algún momento: más que dedicarte a poner cosas en la estufa, para cocinar tienes que picar y picar, pelar y pelar, lavar y lavar. Hacer una y otra vez cosas aparentemente simples y de algún modo absurdas. Necesitas, desde luego, un método. Pero, sobre todo, tienes que practicar hasta el hartazgo. Construir una rutina. La idea de cocinar me ha hecho trasladarme a un par de narraciones. La primera tiene que ver con la música y la segunda con el zen.
Dicen que cuando era profesor de composición musical en una universidad neoyorquina, John Cage impartía sus clases llevando a sus alumnos al bosque a recolectar hongos. La clase consistía en aprender cuáles hongos eran venenosos, cuáles poseían determinadas propiedades: los deliciosos, los que se pueden preparar de múltiples maneras, los que solo puedes probar en dos o tres ocasiones sin morir. Interrogado sobre esta forma peculiar de instruir a los nuevos compositores, Cage afirmó que, para él, el núcleo de la experiencia creativa no era la técnica, sino la observación. Y es una opinión sugerente, porque un artista puede dominar tal o cual técnica, pero la única manera de ponerlas en práctica es encontrando mecanismos cotidianos que le permitan a uno mantenerse en contacto permanente con la materia estética. Materia estética es una noción acuñada por Luigi Pareyson y desarrollada después por Umberto Eco en su libro La definición del arte. Eco propone que el trabajo del artista (en esto incluyo el trabajo del escritor) es de índole fabril: uno trabaja utilizando ciertos materiales (materiales lingüísticos en nuestro caso) a los que debe aplicar una fuerza de elaboración.
El segundo relato, el que viene del zen, habla del carácter intransferible de la rutina.
En el siglo XIII, Eihei Dōgen, fundador de la escuela budista japonesa zen soto, escribió un breve manual titulado Instrucciones al cocinero. Se trata de una reflexión acerca de la importancia de los hábitos cotidianos y el seguimiento de determinadas normas, formas y estructuras enfocadas no solamente en la institución monástica, sino también en el trabajo interior. El documento describe cuáles son las cosas que ha de hacer el cocinero, empezando significativamente por la noche: cómo se reúne con los rectores espirituales para acordar el menú del día siguiente, cuándo le van a entregar los insumos para que empiece a cocinar, cuáles son sus responsabilidades específicas. Uno de los aspectos en que Dōgen insiste es que el trabajo básico de limpiar el arroz debe ser realizado por el cocinero en persona; no es una práctica que se pueda delegar. El autor se explaya en este punto narrando su arribo a China, donde pasaría doce años consagrado al estudio del chan de la Escuela del Sur. Cuenta que, mientras se hospedaba en un barco atado al puerto, sin poder desembarcar a causa de una tormenta, tuvo su primer encuentro con un monje budista. Era el cocinero de un templo en las montañas; estaba ahí para adquirir mercaderías japonesas. Luego de conversar un rato, Dōgen le pide al monje cocinero que se quede en el barco y lo instruya, aprovechando la tormenta. «No puedo —responde el monje—, pero ven a visitarme al monasterio cuando quieras.» «¿Por qué no puedes?», insiste Dōgen. «Porque tengo que cocinar.» El joven japonés, que en ese entonces creía que la espiritualidad era algo más importante que la cocina, insistió: «¿No puede alguien más hacer tu trabajo mientras deja de llover?». El monje cocinero se carcajeó: «No puedes esperar que alguien más haga lo que te toca hacer a ti». Y salió a la tormenta. Me gusta pensar que esta historia, que es por supuesto una lección religiosa, podría adoptarse también como precepto de cualquier taller literario: tienes que aprender a limpiar tu propio arroz.
También te puede interesar leer: "Ruego que nunca te conviertas en hombre"
Algo importante que separa al zen de otras escuelas de budismo mahāyāna es la noción de que meditar no tiene objeto ulterior, pues es, en sí misma, su propia meta. Se trata de una discusión importante en el seno del budismo, la mayoría de cuyas tradiciones distinguen entre dhyana, «la meditación», y prajñā, «la iluminación o sabiduría». D. T. Suzuki dice textualmente en un pasaje que «dhyana es prajñā»: no existe más iluminación que la práctica. También nos dice Dōgen que todos los seres poseemos Busshō, «Naturaleza de Buda», solo que no contamos con las herramientas que nos hagan percibirlo. Ni siquiera sé si herramienta es la palabra indicada, porque cuando empiezas a hablar del zen todo se cae a pedazos, como observó el maestro Nyogen: «En el momento en que alguien habla de su zen, una pareja de monstruos surge frente a él».
Lo que quiero establecer a través de esta analogía entre el zen y los procesos de escritura es mi convicción personal de que el oficio literario es más consistente en la medida en la que no tiene meta. La «conquista» del texto o, peor aún, la conquista de la fama y el éxito social o el-poder-de-ilustrar-y-salvar-a-las-masas-oprimidas-por-el-capitalismo me parecen inclinaciones secundarias en la mente de un escritor. No planteo que el arte sea algo puro que deba practicarse desde una torre de marfil: toda escritura posee una ideología y una evidente participación social, una postura frente al mundo. Pero no creo necesario ganar un premio o cursar un doctorado en sociología para que esa condición se manifieste. Se escribe para entender, no para expresar. Considero que limitar este impulso neurobiológico a la teoría de los campos o al ejercicio postautónomo es ya no digamos ingenuo: es directamente falaz. Sé que muchos (y también muchos escritores contemporáneos) estarán en desacuerdo conmigo. No tengo ningún problema al respecto.
Una peculiaridad de la rutina de la creación es que es novelizable. Al interior de la industria de la producción de novelas, poemas, etcétera, existe una pequeña subindustria del know how: «pregúntale al escritor cómo le hace». Quizá estamos buscando una receta mágica que nos permita perfeccionar nuestra experiencia de la escritura. Considero que no existe tal receta. Volviendo al zen y al zazen (la posición clásica de meditar sentado), diría que lo único que existe es esto: la posición de sentarse —en nuestro caso— a escribir.
Existen, no obstante, escritores que hablan todo el tiempo de su proceso de creación. Hay otros que no; tal vez les cuesta trabajo, o simplemente no les interesa. Pertenezco al primer grupo: el de quienes desmenuzamos obsesivamente el hábito, construyendo una poética, deconstruyéndola, articulándola, desarticulándola, viéndola a través de la obra de uno mismo y también de la de otros.
Un corpus que compendia una buena base subindustrial de este oficio novelizable es la sección «The Art of Fiction», compilada durante décadas por The Paris Review. Se trata de un histórico foro donde han aparecido, desde los años cincuenta, algunas de las más sugerentes entrevistas a escritores. Por ahí han pasado E. M. Forster, Eudora Welty, Ernest Hemingway, William Faulkner, Joan Didion, Joyce Carol Oates, Heinrich Böll, John Cheever, Alice Munro, por mencionar unos pocos. Muchos de ellos hablan de cómo conciben el texto o la técnica, pero también de algo más elemental: cómo se plantan frente al proceso material de su escritura.
Es conocida la anécdota de que Hemingway escribía de pie. Hay fotos: un escritorio, la máquina sobre unos libros, él erguido. Quiero imaginar que esto le daba no solamente un retrato: también una respiración particular. Pero la rutina del escritor nunca es estática: existen fotos, también, del mismo autor escribiendo sentado. Hemingway escribió de pie durante alguna época de su vida. La rutina cambia conforme el individuo cambia y, sobre todo, en función de que el proceso esté resultando satisfactorio o no.
También te puede interesar leer: "Los puentes de Julián Herbert"
Un momento quizá menos socorrido de la escritura de Hemingway es la crisis creativa que le ocasionó la recepción de Al otro lado del río y entre los árboles, una novela de tintes autobiográficos. Alrededor de la cincuentena, el autor se había enamorado de una chica muy joven con la que pasó algunos días en Italia, y a partir de esa experiencia escribió este volumen más bien farragoso, si no recuerdo mal, con mucha —quizá demasiada— devoción por la coprotagonista. Y así le fue con la crítica. Hay algo para lo que casi ningún escritor está preparado, no importa lo bueno que sea ni el éxito que haya tenido ni lo joven o lo viejo: la mala recepción de uno de sus libros. No pocas veces el talento que uno tenga se ve devorado por una narcisista y neurótica necesidad de aprobación absoluta.
Hemingway se retira entonces a su casa en Cuba y se encierra como una especie de ermitaño, una imagen muy contraria a la que el mundo tenía de él: un hombre de acción que escribía libros. En esta especie de retiro escribe El viejo y el mar; un libro que, de algún modo, es también una poética. Si uno sigue la anécdota autobiográfica alrededor de la anécdota narrativa, el personaje de esa pequeña novela hermosa podría ser interpretado como un alter ego de su autor. Una representación del escritor en lucha con los tiburones de la crítica literaria (y, peor, con los años-tiburones, que arruinarán tarde o temprano nuestro sentimiento de la prosa), que lo despojan de la pesca (llámese gloria literaria, llámese amor raboverde), pero a los cuales vence en última instancia desde su estoico autoconfinamiento en una barca o una isla. Los libros nunca tratan nada más de lo que tratan. Los libros tratan a veces, también, de un giro radical en la rutina.
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Los ensayos de la colección Paisaje Interior analizan el acto reflexivo como suceso, como la precipitación de una subjetividad: se piensa, se procesa, se materializa, se rehace. Es en ese estado de discernimiento que la ebullición de la vida —lo vivido y lo leído— se transforma en lo que habrá de ser creado.
En <i>Suerte de Principiante</i> (Gris Tormenta, 2024), segundo título de la recién inaugurada colección "Paisaje Interior", Julián Herbert presenta una extensa bibliografía que incluye referencias a la literatura, el cine, el budismo y más, y 11 ensayos en los que reflexiona y profundiza sobre la práctica cotidiana de la escritura. Publicamos un fragmento del ensayo “La rutina”.
Por razones que no vale la pena detallar, en agosto de 2018 cociné tres comidas diarias para ochenta personas durante seis días. Fue un trabajo extenuante. Me infundió respeto por quienes se dedican no digamos al arte culinario: a lavar platos en la trastienda del banquete. Desde entonces cocino dos o tres veces por semana. Con mediocres resultados, pero con mucha vocación, diría Borges. Se trata en parte de un asunto familiar, porque mi hijo Arturo estudió gastronomía y esta práctica vino a unirnos de un modo novedoso. Pero también hay un aspecto estético. Durante los seis días que pasé trabajando en una cocina de las cinco de la mañana a las once de la noche recordé una lección que ya me había dado antes la literatura, pero que quizá olvidé en algún momento: más que dedicarte a poner cosas en la estufa, para cocinar tienes que picar y picar, pelar y pelar, lavar y lavar. Hacer una y otra vez cosas aparentemente simples y de algún modo absurdas. Necesitas, desde luego, un método. Pero, sobre todo, tienes que practicar hasta el hartazgo. Construir una rutina. La idea de cocinar me ha hecho trasladarme a un par de narraciones. La primera tiene que ver con la música y la segunda con el zen.
Dicen que cuando era profesor de composición musical en una universidad neoyorquina, John Cage impartía sus clases llevando a sus alumnos al bosque a recolectar hongos. La clase consistía en aprender cuáles hongos eran venenosos, cuáles poseían determinadas propiedades: los deliciosos, los que se pueden preparar de múltiples maneras, los que solo puedes probar en dos o tres ocasiones sin morir. Interrogado sobre esta forma peculiar de instruir a los nuevos compositores, Cage afirmó que, para él, el núcleo de la experiencia creativa no era la técnica, sino la observación. Y es una opinión sugerente, porque un artista puede dominar tal o cual técnica, pero la única manera de ponerlas en práctica es encontrando mecanismos cotidianos que le permitan a uno mantenerse en contacto permanente con la materia estética. Materia estética es una noción acuñada por Luigi Pareyson y desarrollada después por Umberto Eco en su libro La definición del arte. Eco propone que el trabajo del artista (en esto incluyo el trabajo del escritor) es de índole fabril: uno trabaja utilizando ciertos materiales (materiales lingüísticos en nuestro caso) a los que debe aplicar una fuerza de elaboración.
El segundo relato, el que viene del zen, habla del carácter intransferible de la rutina.
En el siglo XIII, Eihei Dōgen, fundador de la escuela budista japonesa zen soto, escribió un breve manual titulado Instrucciones al cocinero. Se trata de una reflexión acerca de la importancia de los hábitos cotidianos y el seguimiento de determinadas normas, formas y estructuras enfocadas no solamente en la institución monástica, sino también en el trabajo interior. El documento describe cuáles son las cosas que ha de hacer el cocinero, empezando significativamente por la noche: cómo se reúne con los rectores espirituales para acordar el menú del día siguiente, cuándo le van a entregar los insumos para que empiece a cocinar, cuáles son sus responsabilidades específicas. Uno de los aspectos en que Dōgen insiste es que el trabajo básico de limpiar el arroz debe ser realizado por el cocinero en persona; no es una práctica que se pueda delegar. El autor se explaya en este punto narrando su arribo a China, donde pasaría doce años consagrado al estudio del chan de la Escuela del Sur. Cuenta que, mientras se hospedaba en un barco atado al puerto, sin poder desembarcar a causa de una tormenta, tuvo su primer encuentro con un monje budista. Era el cocinero de un templo en las montañas; estaba ahí para adquirir mercaderías japonesas. Luego de conversar un rato, Dōgen le pide al monje cocinero que se quede en el barco y lo instruya, aprovechando la tormenta. «No puedo —responde el monje—, pero ven a visitarme al monasterio cuando quieras.» «¿Por qué no puedes?», insiste Dōgen. «Porque tengo que cocinar.» El joven japonés, que en ese entonces creía que la espiritualidad era algo más importante que la cocina, insistió: «¿No puede alguien más hacer tu trabajo mientras deja de llover?». El monje cocinero se carcajeó: «No puedes esperar que alguien más haga lo que te toca hacer a ti». Y salió a la tormenta. Me gusta pensar que esta historia, que es por supuesto una lección religiosa, podría adoptarse también como precepto de cualquier taller literario: tienes que aprender a limpiar tu propio arroz.
También te puede interesar leer: "Ruego que nunca te conviertas en hombre"
Algo importante que separa al zen de otras escuelas de budismo mahāyāna es la noción de que meditar no tiene objeto ulterior, pues es, en sí misma, su propia meta. Se trata de una discusión importante en el seno del budismo, la mayoría de cuyas tradiciones distinguen entre dhyana, «la meditación», y prajñā, «la iluminación o sabiduría». D. T. Suzuki dice textualmente en un pasaje que «dhyana es prajñā»: no existe más iluminación que la práctica. También nos dice Dōgen que todos los seres poseemos Busshō, «Naturaleza de Buda», solo que no contamos con las herramientas que nos hagan percibirlo. Ni siquiera sé si herramienta es la palabra indicada, porque cuando empiezas a hablar del zen todo se cae a pedazos, como observó el maestro Nyogen: «En el momento en que alguien habla de su zen, una pareja de monstruos surge frente a él».
Lo que quiero establecer a través de esta analogía entre el zen y los procesos de escritura es mi convicción personal de que el oficio literario es más consistente en la medida en la que no tiene meta. La «conquista» del texto o, peor aún, la conquista de la fama y el éxito social o el-poder-de-ilustrar-y-salvar-a-las-masas-oprimidas-por-el-capitalismo me parecen inclinaciones secundarias en la mente de un escritor. No planteo que el arte sea algo puro que deba practicarse desde una torre de marfil: toda escritura posee una ideología y una evidente participación social, una postura frente al mundo. Pero no creo necesario ganar un premio o cursar un doctorado en sociología para que esa condición se manifieste. Se escribe para entender, no para expresar. Considero que limitar este impulso neurobiológico a la teoría de los campos o al ejercicio postautónomo es ya no digamos ingenuo: es directamente falaz. Sé que muchos (y también muchos escritores contemporáneos) estarán en desacuerdo conmigo. No tengo ningún problema al respecto.
Una peculiaridad de la rutina de la creación es que es novelizable. Al interior de la industria de la producción de novelas, poemas, etcétera, existe una pequeña subindustria del know how: «pregúntale al escritor cómo le hace». Quizá estamos buscando una receta mágica que nos permita perfeccionar nuestra experiencia de la escritura. Considero que no existe tal receta. Volviendo al zen y al zazen (la posición clásica de meditar sentado), diría que lo único que existe es esto: la posición de sentarse —en nuestro caso— a escribir.
Existen, no obstante, escritores que hablan todo el tiempo de su proceso de creación. Hay otros que no; tal vez les cuesta trabajo, o simplemente no les interesa. Pertenezco al primer grupo: el de quienes desmenuzamos obsesivamente el hábito, construyendo una poética, deconstruyéndola, articulándola, desarticulándola, viéndola a través de la obra de uno mismo y también de la de otros.
Un corpus que compendia una buena base subindustrial de este oficio novelizable es la sección «The Art of Fiction», compilada durante décadas por The Paris Review. Se trata de un histórico foro donde han aparecido, desde los años cincuenta, algunas de las más sugerentes entrevistas a escritores. Por ahí han pasado E. M. Forster, Eudora Welty, Ernest Hemingway, William Faulkner, Joan Didion, Joyce Carol Oates, Heinrich Böll, John Cheever, Alice Munro, por mencionar unos pocos. Muchos de ellos hablan de cómo conciben el texto o la técnica, pero también de algo más elemental: cómo se plantan frente al proceso material de su escritura.
Es conocida la anécdota de que Hemingway escribía de pie. Hay fotos: un escritorio, la máquina sobre unos libros, él erguido. Quiero imaginar que esto le daba no solamente un retrato: también una respiración particular. Pero la rutina del escritor nunca es estática: existen fotos, también, del mismo autor escribiendo sentado. Hemingway escribió de pie durante alguna época de su vida. La rutina cambia conforme el individuo cambia y, sobre todo, en función de que el proceso esté resultando satisfactorio o no.
También te puede interesar leer: "Los puentes de Julián Herbert"
Un momento quizá menos socorrido de la escritura de Hemingway es la crisis creativa que le ocasionó la recepción de Al otro lado del río y entre los árboles, una novela de tintes autobiográficos. Alrededor de la cincuentena, el autor se había enamorado de una chica muy joven con la que pasó algunos días en Italia, y a partir de esa experiencia escribió este volumen más bien farragoso, si no recuerdo mal, con mucha —quizá demasiada— devoción por la coprotagonista. Y así le fue con la crítica. Hay algo para lo que casi ningún escritor está preparado, no importa lo bueno que sea ni el éxito que haya tenido ni lo joven o lo viejo: la mala recepción de uno de sus libros. No pocas veces el talento que uno tenga se ve devorado por una narcisista y neurótica necesidad de aprobación absoluta.
Hemingway se retira entonces a su casa en Cuba y se encierra como una especie de ermitaño, una imagen muy contraria a la que el mundo tenía de él: un hombre de acción que escribía libros. En esta especie de retiro escribe El viejo y el mar; un libro que, de algún modo, es también una poética. Si uno sigue la anécdota autobiográfica alrededor de la anécdota narrativa, el personaje de esa pequeña novela hermosa podría ser interpretado como un alter ego de su autor. Una representación del escritor en lucha con los tiburones de la crítica literaria (y, peor, con los años-tiburones, que arruinarán tarde o temprano nuestro sentimiento de la prosa), que lo despojan de la pesca (llámese gloria literaria, llámese amor raboverde), pero a los cuales vence en última instancia desde su estoico autoconfinamiento en una barca o una isla. Los libros nunca tratan nada más de lo que tratan. Los libros tratan a veces, también, de un giro radical en la rutina.
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Los ensayos de la colección Paisaje Interior analizan el acto reflexivo como suceso, como la precipitación de una subjetividad: se piensa, se procesa, se materializa, se rehace. Es en ese estado de discernimiento que la ebullición de la vida —lo vivido y lo leído— se transforma en lo que habrá de ser creado.
En <i>Suerte de Principiante</i> (Gris Tormenta, 2024), segundo título de la recién inaugurada colección "Paisaje Interior", Julián Herbert presenta una extensa bibliografía que incluye referencias a la literatura, el cine, el budismo y más, y 11 ensayos en los que reflexiona y profundiza sobre la práctica cotidiana de la escritura. Publicamos un fragmento del ensayo “La rutina”.
Por razones que no vale la pena detallar, en agosto de 2018 cociné tres comidas diarias para ochenta personas durante seis días. Fue un trabajo extenuante. Me infundió respeto por quienes se dedican no digamos al arte culinario: a lavar platos en la trastienda del banquete. Desde entonces cocino dos o tres veces por semana. Con mediocres resultados, pero con mucha vocación, diría Borges. Se trata en parte de un asunto familiar, porque mi hijo Arturo estudió gastronomía y esta práctica vino a unirnos de un modo novedoso. Pero también hay un aspecto estético. Durante los seis días que pasé trabajando en una cocina de las cinco de la mañana a las once de la noche recordé una lección que ya me había dado antes la literatura, pero que quizá olvidé en algún momento: más que dedicarte a poner cosas en la estufa, para cocinar tienes que picar y picar, pelar y pelar, lavar y lavar. Hacer una y otra vez cosas aparentemente simples y de algún modo absurdas. Necesitas, desde luego, un método. Pero, sobre todo, tienes que practicar hasta el hartazgo. Construir una rutina. La idea de cocinar me ha hecho trasladarme a un par de narraciones. La primera tiene que ver con la música y la segunda con el zen.
Dicen que cuando era profesor de composición musical en una universidad neoyorquina, John Cage impartía sus clases llevando a sus alumnos al bosque a recolectar hongos. La clase consistía en aprender cuáles hongos eran venenosos, cuáles poseían determinadas propiedades: los deliciosos, los que se pueden preparar de múltiples maneras, los que solo puedes probar en dos o tres ocasiones sin morir. Interrogado sobre esta forma peculiar de instruir a los nuevos compositores, Cage afirmó que, para él, el núcleo de la experiencia creativa no era la técnica, sino la observación. Y es una opinión sugerente, porque un artista puede dominar tal o cual técnica, pero la única manera de ponerlas en práctica es encontrando mecanismos cotidianos que le permitan a uno mantenerse en contacto permanente con la materia estética. Materia estética es una noción acuñada por Luigi Pareyson y desarrollada después por Umberto Eco en su libro La definición del arte. Eco propone que el trabajo del artista (en esto incluyo el trabajo del escritor) es de índole fabril: uno trabaja utilizando ciertos materiales (materiales lingüísticos en nuestro caso) a los que debe aplicar una fuerza de elaboración.
El segundo relato, el que viene del zen, habla del carácter intransferible de la rutina.
En el siglo XIII, Eihei Dōgen, fundador de la escuela budista japonesa zen soto, escribió un breve manual titulado Instrucciones al cocinero. Se trata de una reflexión acerca de la importancia de los hábitos cotidianos y el seguimiento de determinadas normas, formas y estructuras enfocadas no solamente en la institución monástica, sino también en el trabajo interior. El documento describe cuáles son las cosas que ha de hacer el cocinero, empezando significativamente por la noche: cómo se reúne con los rectores espirituales para acordar el menú del día siguiente, cuándo le van a entregar los insumos para que empiece a cocinar, cuáles son sus responsabilidades específicas. Uno de los aspectos en que Dōgen insiste es que el trabajo básico de limpiar el arroz debe ser realizado por el cocinero en persona; no es una práctica que se pueda delegar. El autor se explaya en este punto narrando su arribo a China, donde pasaría doce años consagrado al estudio del chan de la Escuela del Sur. Cuenta que, mientras se hospedaba en un barco atado al puerto, sin poder desembarcar a causa de una tormenta, tuvo su primer encuentro con un monje budista. Era el cocinero de un templo en las montañas; estaba ahí para adquirir mercaderías japonesas. Luego de conversar un rato, Dōgen le pide al monje cocinero que se quede en el barco y lo instruya, aprovechando la tormenta. «No puedo —responde el monje—, pero ven a visitarme al monasterio cuando quieras.» «¿Por qué no puedes?», insiste Dōgen. «Porque tengo que cocinar.» El joven japonés, que en ese entonces creía que la espiritualidad era algo más importante que la cocina, insistió: «¿No puede alguien más hacer tu trabajo mientras deja de llover?». El monje cocinero se carcajeó: «No puedes esperar que alguien más haga lo que te toca hacer a ti». Y salió a la tormenta. Me gusta pensar que esta historia, que es por supuesto una lección religiosa, podría adoptarse también como precepto de cualquier taller literario: tienes que aprender a limpiar tu propio arroz.
También te puede interesar leer: "Ruego que nunca te conviertas en hombre"
Algo importante que separa al zen de otras escuelas de budismo mahāyāna es la noción de que meditar no tiene objeto ulterior, pues es, en sí misma, su propia meta. Se trata de una discusión importante en el seno del budismo, la mayoría de cuyas tradiciones distinguen entre dhyana, «la meditación», y prajñā, «la iluminación o sabiduría». D. T. Suzuki dice textualmente en un pasaje que «dhyana es prajñā»: no existe más iluminación que la práctica. También nos dice Dōgen que todos los seres poseemos Busshō, «Naturaleza de Buda», solo que no contamos con las herramientas que nos hagan percibirlo. Ni siquiera sé si herramienta es la palabra indicada, porque cuando empiezas a hablar del zen todo se cae a pedazos, como observó el maestro Nyogen: «En el momento en que alguien habla de su zen, una pareja de monstruos surge frente a él».
Lo que quiero establecer a través de esta analogía entre el zen y los procesos de escritura es mi convicción personal de que el oficio literario es más consistente en la medida en la que no tiene meta. La «conquista» del texto o, peor aún, la conquista de la fama y el éxito social o el-poder-de-ilustrar-y-salvar-a-las-masas-oprimidas-por-el-capitalismo me parecen inclinaciones secundarias en la mente de un escritor. No planteo que el arte sea algo puro que deba practicarse desde una torre de marfil: toda escritura posee una ideología y una evidente participación social, una postura frente al mundo. Pero no creo necesario ganar un premio o cursar un doctorado en sociología para que esa condición se manifieste. Se escribe para entender, no para expresar. Considero que limitar este impulso neurobiológico a la teoría de los campos o al ejercicio postautónomo es ya no digamos ingenuo: es directamente falaz. Sé que muchos (y también muchos escritores contemporáneos) estarán en desacuerdo conmigo. No tengo ningún problema al respecto.
Una peculiaridad de la rutina de la creación es que es novelizable. Al interior de la industria de la producción de novelas, poemas, etcétera, existe una pequeña subindustria del know how: «pregúntale al escritor cómo le hace». Quizá estamos buscando una receta mágica que nos permita perfeccionar nuestra experiencia de la escritura. Considero que no existe tal receta. Volviendo al zen y al zazen (la posición clásica de meditar sentado), diría que lo único que existe es esto: la posición de sentarse —en nuestro caso— a escribir.
Existen, no obstante, escritores que hablan todo el tiempo de su proceso de creación. Hay otros que no; tal vez les cuesta trabajo, o simplemente no les interesa. Pertenezco al primer grupo: el de quienes desmenuzamos obsesivamente el hábito, construyendo una poética, deconstruyéndola, articulándola, desarticulándola, viéndola a través de la obra de uno mismo y también de la de otros.
Un corpus que compendia una buena base subindustrial de este oficio novelizable es la sección «The Art of Fiction», compilada durante décadas por The Paris Review. Se trata de un histórico foro donde han aparecido, desde los años cincuenta, algunas de las más sugerentes entrevistas a escritores. Por ahí han pasado E. M. Forster, Eudora Welty, Ernest Hemingway, William Faulkner, Joan Didion, Joyce Carol Oates, Heinrich Böll, John Cheever, Alice Munro, por mencionar unos pocos. Muchos de ellos hablan de cómo conciben el texto o la técnica, pero también de algo más elemental: cómo se plantan frente al proceso material de su escritura.
Es conocida la anécdota de que Hemingway escribía de pie. Hay fotos: un escritorio, la máquina sobre unos libros, él erguido. Quiero imaginar que esto le daba no solamente un retrato: también una respiración particular. Pero la rutina del escritor nunca es estática: existen fotos, también, del mismo autor escribiendo sentado. Hemingway escribió de pie durante alguna época de su vida. La rutina cambia conforme el individuo cambia y, sobre todo, en función de que el proceso esté resultando satisfactorio o no.
También te puede interesar leer: "Los puentes de Julián Herbert"
Un momento quizá menos socorrido de la escritura de Hemingway es la crisis creativa que le ocasionó la recepción de Al otro lado del río y entre los árboles, una novela de tintes autobiográficos. Alrededor de la cincuentena, el autor se había enamorado de una chica muy joven con la que pasó algunos días en Italia, y a partir de esa experiencia escribió este volumen más bien farragoso, si no recuerdo mal, con mucha —quizá demasiada— devoción por la coprotagonista. Y así le fue con la crítica. Hay algo para lo que casi ningún escritor está preparado, no importa lo bueno que sea ni el éxito que haya tenido ni lo joven o lo viejo: la mala recepción de uno de sus libros. No pocas veces el talento que uno tenga se ve devorado por una narcisista y neurótica necesidad de aprobación absoluta.
Hemingway se retira entonces a su casa en Cuba y se encierra como una especie de ermitaño, una imagen muy contraria a la que el mundo tenía de él: un hombre de acción que escribía libros. En esta especie de retiro escribe El viejo y el mar; un libro que, de algún modo, es también una poética. Si uno sigue la anécdota autobiográfica alrededor de la anécdota narrativa, el personaje de esa pequeña novela hermosa podría ser interpretado como un alter ego de su autor. Una representación del escritor en lucha con los tiburones de la crítica literaria (y, peor, con los años-tiburones, que arruinarán tarde o temprano nuestro sentimiento de la prosa), que lo despojan de la pesca (llámese gloria literaria, llámese amor raboverde), pero a los cuales vence en última instancia desde su estoico autoconfinamiento en una barca o una isla. Los libros nunca tratan nada más de lo que tratan. Los libros tratan a veces, también, de un giro radical en la rutina.
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Los ensayos de la colección Paisaje Interior analizan el acto reflexivo como suceso, como la precipitación de una subjetividad: se piensa, se procesa, se materializa, se rehace. Es en ese estado de discernimiento que la ebullición de la vida —lo vivido y lo leído— se transforma en lo que habrá de ser creado.
En <i>Suerte de Principiante</i> (Gris Tormenta, 2024), segundo título de la recién inaugurada colección "Paisaje Interior", Julián Herbert presenta una extensa bibliografía que incluye referencias a la literatura, el cine, el budismo y más, y 11 ensayos en los que reflexiona y profundiza sobre la práctica cotidiana de la escritura. Publicamos un fragmento del ensayo “La rutina”.
Por razones que no vale la pena detallar, en agosto de 2018 cociné tres comidas diarias para ochenta personas durante seis días. Fue un trabajo extenuante. Me infundió respeto por quienes se dedican no digamos al arte culinario: a lavar platos en la trastienda del banquete. Desde entonces cocino dos o tres veces por semana. Con mediocres resultados, pero con mucha vocación, diría Borges. Se trata en parte de un asunto familiar, porque mi hijo Arturo estudió gastronomía y esta práctica vino a unirnos de un modo novedoso. Pero también hay un aspecto estético. Durante los seis días que pasé trabajando en una cocina de las cinco de la mañana a las once de la noche recordé una lección que ya me había dado antes la literatura, pero que quizá olvidé en algún momento: más que dedicarte a poner cosas en la estufa, para cocinar tienes que picar y picar, pelar y pelar, lavar y lavar. Hacer una y otra vez cosas aparentemente simples y de algún modo absurdas. Necesitas, desde luego, un método. Pero, sobre todo, tienes que practicar hasta el hartazgo. Construir una rutina. La idea de cocinar me ha hecho trasladarme a un par de narraciones. La primera tiene que ver con la música y la segunda con el zen.
Dicen que cuando era profesor de composición musical en una universidad neoyorquina, John Cage impartía sus clases llevando a sus alumnos al bosque a recolectar hongos. La clase consistía en aprender cuáles hongos eran venenosos, cuáles poseían determinadas propiedades: los deliciosos, los que se pueden preparar de múltiples maneras, los que solo puedes probar en dos o tres ocasiones sin morir. Interrogado sobre esta forma peculiar de instruir a los nuevos compositores, Cage afirmó que, para él, el núcleo de la experiencia creativa no era la técnica, sino la observación. Y es una opinión sugerente, porque un artista puede dominar tal o cual técnica, pero la única manera de ponerlas en práctica es encontrando mecanismos cotidianos que le permitan a uno mantenerse en contacto permanente con la materia estética. Materia estética es una noción acuñada por Luigi Pareyson y desarrollada después por Umberto Eco en su libro La definición del arte. Eco propone que el trabajo del artista (en esto incluyo el trabajo del escritor) es de índole fabril: uno trabaja utilizando ciertos materiales (materiales lingüísticos en nuestro caso) a los que debe aplicar una fuerza de elaboración.
El segundo relato, el que viene del zen, habla del carácter intransferible de la rutina.
En el siglo XIII, Eihei Dōgen, fundador de la escuela budista japonesa zen soto, escribió un breve manual titulado Instrucciones al cocinero. Se trata de una reflexión acerca de la importancia de los hábitos cotidianos y el seguimiento de determinadas normas, formas y estructuras enfocadas no solamente en la institución monástica, sino también en el trabajo interior. El documento describe cuáles son las cosas que ha de hacer el cocinero, empezando significativamente por la noche: cómo se reúne con los rectores espirituales para acordar el menú del día siguiente, cuándo le van a entregar los insumos para que empiece a cocinar, cuáles son sus responsabilidades específicas. Uno de los aspectos en que Dōgen insiste es que el trabajo básico de limpiar el arroz debe ser realizado por el cocinero en persona; no es una práctica que se pueda delegar. El autor se explaya en este punto narrando su arribo a China, donde pasaría doce años consagrado al estudio del chan de la Escuela del Sur. Cuenta que, mientras se hospedaba en un barco atado al puerto, sin poder desembarcar a causa de una tormenta, tuvo su primer encuentro con un monje budista. Era el cocinero de un templo en las montañas; estaba ahí para adquirir mercaderías japonesas. Luego de conversar un rato, Dōgen le pide al monje cocinero que se quede en el barco y lo instruya, aprovechando la tormenta. «No puedo —responde el monje—, pero ven a visitarme al monasterio cuando quieras.» «¿Por qué no puedes?», insiste Dōgen. «Porque tengo que cocinar.» El joven japonés, que en ese entonces creía que la espiritualidad era algo más importante que la cocina, insistió: «¿No puede alguien más hacer tu trabajo mientras deja de llover?». El monje cocinero se carcajeó: «No puedes esperar que alguien más haga lo que te toca hacer a ti». Y salió a la tormenta. Me gusta pensar que esta historia, que es por supuesto una lección religiosa, podría adoptarse también como precepto de cualquier taller literario: tienes que aprender a limpiar tu propio arroz.
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Algo importante que separa al zen de otras escuelas de budismo mahāyāna es la noción de que meditar no tiene objeto ulterior, pues es, en sí misma, su propia meta. Se trata de una discusión importante en el seno del budismo, la mayoría de cuyas tradiciones distinguen entre dhyana, «la meditación», y prajñā, «la iluminación o sabiduría». D. T. Suzuki dice textualmente en un pasaje que «dhyana es prajñā»: no existe más iluminación que la práctica. También nos dice Dōgen que todos los seres poseemos Busshō, «Naturaleza de Buda», solo que no contamos con las herramientas que nos hagan percibirlo. Ni siquiera sé si herramienta es la palabra indicada, porque cuando empiezas a hablar del zen todo se cae a pedazos, como observó el maestro Nyogen: «En el momento en que alguien habla de su zen, una pareja de monstruos surge frente a él».
Lo que quiero establecer a través de esta analogía entre el zen y los procesos de escritura es mi convicción personal de que el oficio literario es más consistente en la medida en la que no tiene meta. La «conquista» del texto o, peor aún, la conquista de la fama y el éxito social o el-poder-de-ilustrar-y-salvar-a-las-masas-oprimidas-por-el-capitalismo me parecen inclinaciones secundarias en la mente de un escritor. No planteo que el arte sea algo puro que deba practicarse desde una torre de marfil: toda escritura posee una ideología y una evidente participación social, una postura frente al mundo. Pero no creo necesario ganar un premio o cursar un doctorado en sociología para que esa condición se manifieste. Se escribe para entender, no para expresar. Considero que limitar este impulso neurobiológico a la teoría de los campos o al ejercicio postautónomo es ya no digamos ingenuo: es directamente falaz. Sé que muchos (y también muchos escritores contemporáneos) estarán en desacuerdo conmigo. No tengo ningún problema al respecto.
Una peculiaridad de la rutina de la creación es que es novelizable. Al interior de la industria de la producción de novelas, poemas, etcétera, existe una pequeña subindustria del know how: «pregúntale al escritor cómo le hace». Quizá estamos buscando una receta mágica que nos permita perfeccionar nuestra experiencia de la escritura. Considero que no existe tal receta. Volviendo al zen y al zazen (la posición clásica de meditar sentado), diría que lo único que existe es esto: la posición de sentarse —en nuestro caso— a escribir.
Existen, no obstante, escritores que hablan todo el tiempo de su proceso de creación. Hay otros que no; tal vez les cuesta trabajo, o simplemente no les interesa. Pertenezco al primer grupo: el de quienes desmenuzamos obsesivamente el hábito, construyendo una poética, deconstruyéndola, articulándola, desarticulándola, viéndola a través de la obra de uno mismo y también de la de otros.
Un corpus que compendia una buena base subindustrial de este oficio novelizable es la sección «The Art of Fiction», compilada durante décadas por The Paris Review. Se trata de un histórico foro donde han aparecido, desde los años cincuenta, algunas de las más sugerentes entrevistas a escritores. Por ahí han pasado E. M. Forster, Eudora Welty, Ernest Hemingway, William Faulkner, Joan Didion, Joyce Carol Oates, Heinrich Böll, John Cheever, Alice Munro, por mencionar unos pocos. Muchos de ellos hablan de cómo conciben el texto o la técnica, pero también de algo más elemental: cómo se plantan frente al proceso material de su escritura.
Es conocida la anécdota de que Hemingway escribía de pie. Hay fotos: un escritorio, la máquina sobre unos libros, él erguido. Quiero imaginar que esto le daba no solamente un retrato: también una respiración particular. Pero la rutina del escritor nunca es estática: existen fotos, también, del mismo autor escribiendo sentado. Hemingway escribió de pie durante alguna época de su vida. La rutina cambia conforme el individuo cambia y, sobre todo, en función de que el proceso esté resultando satisfactorio o no.
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Un momento quizá menos socorrido de la escritura de Hemingway es la crisis creativa que le ocasionó la recepción de Al otro lado del río y entre los árboles, una novela de tintes autobiográficos. Alrededor de la cincuentena, el autor se había enamorado de una chica muy joven con la que pasó algunos días en Italia, y a partir de esa experiencia escribió este volumen más bien farragoso, si no recuerdo mal, con mucha —quizá demasiada— devoción por la coprotagonista. Y así le fue con la crítica. Hay algo para lo que casi ningún escritor está preparado, no importa lo bueno que sea ni el éxito que haya tenido ni lo joven o lo viejo: la mala recepción de uno de sus libros. No pocas veces el talento que uno tenga se ve devorado por una narcisista y neurótica necesidad de aprobación absoluta.
Hemingway se retira entonces a su casa en Cuba y se encierra como una especie de ermitaño, una imagen muy contraria a la que el mundo tenía de él: un hombre de acción que escribía libros. En esta especie de retiro escribe El viejo y el mar; un libro que, de algún modo, es también una poética. Si uno sigue la anécdota autobiográfica alrededor de la anécdota narrativa, el personaje de esa pequeña novela hermosa podría ser interpretado como un alter ego de su autor. Una representación del escritor en lucha con los tiburones de la crítica literaria (y, peor, con los años-tiburones, que arruinarán tarde o temprano nuestro sentimiento de la prosa), que lo despojan de la pesca (llámese gloria literaria, llámese amor raboverde), pero a los cuales vence en última instancia desde su estoico autoconfinamiento en una barca o una isla. Los libros nunca tratan nada más de lo que tratan. Los libros tratan a veces, también, de un giro radical en la rutina.
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Los ensayos de la colección Paisaje Interior analizan el acto reflexivo como suceso, como la precipitación de una subjetividad: se piensa, se procesa, se materializa, se rehace. Es en ese estado de discernimiento que la ebullición de la vida —lo vivido y lo leído— se transforma en lo que habrá de ser creado.
En <i>Suerte de Principiante</i> (Gris Tormenta, 2024), segundo título de la recién inaugurada colección "Paisaje Interior", Julián Herbert presenta una extensa bibliografía que incluye referencias a la literatura, el cine, el budismo y más, y 11 ensayos en los que reflexiona y profundiza sobre la práctica cotidiana de la escritura. Publicamos un fragmento del ensayo “La rutina”.
Por razones que no vale la pena detallar, en agosto de 2018 cociné tres comidas diarias para ochenta personas durante seis días. Fue un trabajo extenuante. Me infundió respeto por quienes se dedican no digamos al arte culinario: a lavar platos en la trastienda del banquete. Desde entonces cocino dos o tres veces por semana. Con mediocres resultados, pero con mucha vocación, diría Borges. Se trata en parte de un asunto familiar, porque mi hijo Arturo estudió gastronomía y esta práctica vino a unirnos de un modo novedoso. Pero también hay un aspecto estético. Durante los seis días que pasé trabajando en una cocina de las cinco de la mañana a las once de la noche recordé una lección que ya me había dado antes la literatura, pero que quizá olvidé en algún momento: más que dedicarte a poner cosas en la estufa, para cocinar tienes que picar y picar, pelar y pelar, lavar y lavar. Hacer una y otra vez cosas aparentemente simples y de algún modo absurdas. Necesitas, desde luego, un método. Pero, sobre todo, tienes que practicar hasta el hartazgo. Construir una rutina. La idea de cocinar me ha hecho trasladarme a un par de narraciones. La primera tiene que ver con la música y la segunda con el zen.
Dicen que cuando era profesor de composición musical en una universidad neoyorquina, John Cage impartía sus clases llevando a sus alumnos al bosque a recolectar hongos. La clase consistía en aprender cuáles hongos eran venenosos, cuáles poseían determinadas propiedades: los deliciosos, los que se pueden preparar de múltiples maneras, los que solo puedes probar en dos o tres ocasiones sin morir. Interrogado sobre esta forma peculiar de instruir a los nuevos compositores, Cage afirmó que, para él, el núcleo de la experiencia creativa no era la técnica, sino la observación. Y es una opinión sugerente, porque un artista puede dominar tal o cual técnica, pero la única manera de ponerlas en práctica es encontrando mecanismos cotidianos que le permitan a uno mantenerse en contacto permanente con la materia estética. Materia estética es una noción acuñada por Luigi Pareyson y desarrollada después por Umberto Eco en su libro La definición del arte. Eco propone que el trabajo del artista (en esto incluyo el trabajo del escritor) es de índole fabril: uno trabaja utilizando ciertos materiales (materiales lingüísticos en nuestro caso) a los que debe aplicar una fuerza de elaboración.
El segundo relato, el que viene del zen, habla del carácter intransferible de la rutina.
En el siglo XIII, Eihei Dōgen, fundador de la escuela budista japonesa zen soto, escribió un breve manual titulado Instrucciones al cocinero. Se trata de una reflexión acerca de la importancia de los hábitos cotidianos y el seguimiento de determinadas normas, formas y estructuras enfocadas no solamente en la institución monástica, sino también en el trabajo interior. El documento describe cuáles son las cosas que ha de hacer el cocinero, empezando significativamente por la noche: cómo se reúne con los rectores espirituales para acordar el menú del día siguiente, cuándo le van a entregar los insumos para que empiece a cocinar, cuáles son sus responsabilidades específicas. Uno de los aspectos en que Dōgen insiste es que el trabajo básico de limpiar el arroz debe ser realizado por el cocinero en persona; no es una práctica que se pueda delegar. El autor se explaya en este punto narrando su arribo a China, donde pasaría doce años consagrado al estudio del chan de la Escuela del Sur. Cuenta que, mientras se hospedaba en un barco atado al puerto, sin poder desembarcar a causa de una tormenta, tuvo su primer encuentro con un monje budista. Era el cocinero de un templo en las montañas; estaba ahí para adquirir mercaderías japonesas. Luego de conversar un rato, Dōgen le pide al monje cocinero que se quede en el barco y lo instruya, aprovechando la tormenta. «No puedo —responde el monje—, pero ven a visitarme al monasterio cuando quieras.» «¿Por qué no puedes?», insiste Dōgen. «Porque tengo que cocinar.» El joven japonés, que en ese entonces creía que la espiritualidad era algo más importante que la cocina, insistió: «¿No puede alguien más hacer tu trabajo mientras deja de llover?». El monje cocinero se carcajeó: «No puedes esperar que alguien más haga lo que te toca hacer a ti». Y salió a la tormenta. Me gusta pensar que esta historia, que es por supuesto una lección religiosa, podría adoptarse también como precepto de cualquier taller literario: tienes que aprender a limpiar tu propio arroz.
También te puede interesar leer: "Ruego que nunca te conviertas en hombre"
Algo importante que separa al zen de otras escuelas de budismo mahāyāna es la noción de que meditar no tiene objeto ulterior, pues es, en sí misma, su propia meta. Se trata de una discusión importante en el seno del budismo, la mayoría de cuyas tradiciones distinguen entre dhyana, «la meditación», y prajñā, «la iluminación o sabiduría». D. T. Suzuki dice textualmente en un pasaje que «dhyana es prajñā»: no existe más iluminación que la práctica. También nos dice Dōgen que todos los seres poseemos Busshō, «Naturaleza de Buda», solo que no contamos con las herramientas que nos hagan percibirlo. Ni siquiera sé si herramienta es la palabra indicada, porque cuando empiezas a hablar del zen todo se cae a pedazos, como observó el maestro Nyogen: «En el momento en que alguien habla de su zen, una pareja de monstruos surge frente a él».
Lo que quiero establecer a través de esta analogía entre el zen y los procesos de escritura es mi convicción personal de que el oficio literario es más consistente en la medida en la que no tiene meta. La «conquista» del texto o, peor aún, la conquista de la fama y el éxito social o el-poder-de-ilustrar-y-salvar-a-las-masas-oprimidas-por-el-capitalismo me parecen inclinaciones secundarias en la mente de un escritor. No planteo que el arte sea algo puro que deba practicarse desde una torre de marfil: toda escritura posee una ideología y una evidente participación social, una postura frente al mundo. Pero no creo necesario ganar un premio o cursar un doctorado en sociología para que esa condición se manifieste. Se escribe para entender, no para expresar. Considero que limitar este impulso neurobiológico a la teoría de los campos o al ejercicio postautónomo es ya no digamos ingenuo: es directamente falaz. Sé que muchos (y también muchos escritores contemporáneos) estarán en desacuerdo conmigo. No tengo ningún problema al respecto.
Una peculiaridad de la rutina de la creación es que es novelizable. Al interior de la industria de la producción de novelas, poemas, etcétera, existe una pequeña subindustria del know how: «pregúntale al escritor cómo le hace». Quizá estamos buscando una receta mágica que nos permita perfeccionar nuestra experiencia de la escritura. Considero que no existe tal receta. Volviendo al zen y al zazen (la posición clásica de meditar sentado), diría que lo único que existe es esto: la posición de sentarse —en nuestro caso— a escribir.
Existen, no obstante, escritores que hablan todo el tiempo de su proceso de creación. Hay otros que no; tal vez les cuesta trabajo, o simplemente no les interesa. Pertenezco al primer grupo: el de quienes desmenuzamos obsesivamente el hábito, construyendo una poética, deconstruyéndola, articulándola, desarticulándola, viéndola a través de la obra de uno mismo y también de la de otros.
Un corpus que compendia una buena base subindustrial de este oficio novelizable es la sección «The Art of Fiction», compilada durante décadas por The Paris Review. Se trata de un histórico foro donde han aparecido, desde los años cincuenta, algunas de las más sugerentes entrevistas a escritores. Por ahí han pasado E. M. Forster, Eudora Welty, Ernest Hemingway, William Faulkner, Joan Didion, Joyce Carol Oates, Heinrich Böll, John Cheever, Alice Munro, por mencionar unos pocos. Muchos de ellos hablan de cómo conciben el texto o la técnica, pero también de algo más elemental: cómo se plantan frente al proceso material de su escritura.
Es conocida la anécdota de que Hemingway escribía de pie. Hay fotos: un escritorio, la máquina sobre unos libros, él erguido. Quiero imaginar que esto le daba no solamente un retrato: también una respiración particular. Pero la rutina del escritor nunca es estática: existen fotos, también, del mismo autor escribiendo sentado. Hemingway escribió de pie durante alguna época de su vida. La rutina cambia conforme el individuo cambia y, sobre todo, en función de que el proceso esté resultando satisfactorio o no.
También te puede interesar leer: "Los puentes de Julián Herbert"
Un momento quizá menos socorrido de la escritura de Hemingway es la crisis creativa que le ocasionó la recepción de Al otro lado del río y entre los árboles, una novela de tintes autobiográficos. Alrededor de la cincuentena, el autor se había enamorado de una chica muy joven con la que pasó algunos días en Italia, y a partir de esa experiencia escribió este volumen más bien farragoso, si no recuerdo mal, con mucha —quizá demasiada— devoción por la coprotagonista. Y así le fue con la crítica. Hay algo para lo que casi ningún escritor está preparado, no importa lo bueno que sea ni el éxito que haya tenido ni lo joven o lo viejo: la mala recepción de uno de sus libros. No pocas veces el talento que uno tenga se ve devorado por una narcisista y neurótica necesidad de aprobación absoluta.
Hemingway se retira entonces a su casa en Cuba y se encierra como una especie de ermitaño, una imagen muy contraria a la que el mundo tenía de él: un hombre de acción que escribía libros. En esta especie de retiro escribe El viejo y el mar; un libro que, de algún modo, es también una poética. Si uno sigue la anécdota autobiográfica alrededor de la anécdota narrativa, el personaje de esa pequeña novela hermosa podría ser interpretado como un alter ego de su autor. Una representación del escritor en lucha con los tiburones de la crítica literaria (y, peor, con los años-tiburones, que arruinarán tarde o temprano nuestro sentimiento de la prosa), que lo despojan de la pesca (llámese gloria literaria, llámese amor raboverde), pero a los cuales vence en última instancia desde su estoico autoconfinamiento en una barca o una isla. Los libros nunca tratan nada más de lo que tratan. Los libros tratan a veces, también, de un giro radical en la rutina.
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Los ensayos de la colección Paisaje Interior analizan el acto reflexivo como suceso, como la precipitación de una subjetividad: se piensa, se procesa, se materializa, se rehace. Es en ese estado de discernimiento que la ebullición de la vida —lo vivido y lo leído— se transforma en lo que habrá de ser creado.
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